Conversaciones angolanas - Luis Rolando Durán Vargas - E-Book

Conversaciones angolanas E-Book

Luis Rolando Durán Vargas

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Beschreibung

"Conversaciones angolanas es, entre otras cosas, una novela de viajes. Pero no se trata de rutas de paisajes mudos entre breves y sórdidas paradas de un camino infinito, sino de viajes para quedarse. Para quedarse impregnados en el mapa del cuerpo del autor, que desde allí lo derrama en sus relatos.   De bajar del avión a un sitio extraño, imaginado desde acá, a través de fotografías inconexas en la frontera del prejuicio y la ignorancia, vacío de recuerdos, a llegar al humano territorio que empuja, puja y libera vida, aire, sudor, temblor, caos, basura, miseria, árbol, savia, sangre y sueños.   Esta historia nos acerca a olores nauseabundos y deliciosos, al polvo que se bebe al caminar, a voces y silencios, a la cadencia a veces lenta y otras veces frenética del día, a historias personales y colectivas, hasta reconocernos en las huellas y los pasos, en un lugar que después de la novedad de los primeros encuentros, es cotidianamente nuestro" (Raquel Lejtrejer).

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Durán Vargas, Luis Rolando

Conversaciones angolanas / Luis Rolando Durán Vargas. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-17-0

1. Literatura. 2. Narrativa. I. Título.

CDD Cr863

© 2023, Luis Rolando Durán Vargas

Primera edición, agosto 2023

Edición Julieta Correa

Coordinación editorialMartín Vittón

Corrección Carolina Iglesias y Karina Garofalo

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Conversión a formato digital Estudio eBook

“Além da Cama” © Carlos Colla & Michael Sullivan, interpretada por Alcione.

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

A vos

1. Una visa para hablar del mundo

Quiero hablar de África, de “mi África”, de lo que este continente ha sido para mí, y yo para él. Llegué con la pretensión de ser un internacionalista, un ciudadano del mundo con mentalidad abierta para entender cada cosa por lo que es, por su propia esencia, y no por lo que alguna entidad social o política decida. Venía de las guerras centroamericanas, de la lucha libertaria de América Latina, y me creía con una suerte de derecho especial, con una “visa” para hablar del mundo y de la gente.

Pura mierda, mentira. Resultó que no entendía el mundo, que venía cargado de prejuicios y de lugares comunes, y que el espíritu de solidaridad por sí solo no servía para mucho. Descubrí que no es fácil sacarse las postales de encima, las visiones adquiridas en la aldea personal, que vuelven exótico lo no conocido. El concepto elástico de la lejanía.

Mi experiencia africana comenzó en Madagascar, pero voy a iniciar hablando de Angola, aquel país con el que fantaseábamos en la izquierda latinoamericana, en una época en la cual la arrogancia política hacía pensar, al menos a la dirigencia, que todo se sabía, que para todo existía una explicación infalible. Hablábamos de Patricio Lumumba, de Amílcar Cabral, de las luchas de la independencia en toda África, y por supuesto de Cuba y su papel en esas guerras y en la formación de los gobiernos. Además, lo hacíamos en un tono de suficiencia insoportable, verdaderos sabelotodos de la política internacional.

Así, con un fardo repleto de ignorancia, llegué a aquella Angola imaginada, que me iba a sorprender, que me enfrentaría con mis convicciones y mis dudas. Que tanto me enseñó. Un país reinventado por su propia gente, después de siglos de colonialismo, con sus ilusiones, sus afrentas y su forma de vivir la vida nueva, reciente.

2. El roce excitante de la vitalidad humana

Bajé del avión a la pista y sentí el aire fresco de la ciudad de Luanda, la capital de Angola, ubicada en el litoral sur del Atlántico. No pude ver mucho desde arriba porque era de madrugada. Sentir el aire africano fue algo potente, me llenó de ilusión; creo que recé. A veces lo hacía, y todavía hoy a veces lo hago.

A los lados de la escalera del avión había personas con uniformes variados. Todos eran negros. Pensé en eso. Son negros, todos son negros. Inmediatamente después pensé: tenés que tener cuidado, vos no sos racista, esas cosas no se dicen. Sabía bien que ese balance entre lo que se piensa y lo que se dice es muy delicado, se podía malinterpretar. Pero sí que lo son, son negros y negras, con uniforme militar, pensaba también. Muchísima gente alrededor también lo era. Estás en África, ¿qué esperabas?

La entrada a Migración era un completo caos. La gente corría, y no se sabía dónde empezaba la fila porque todo era una sola aglomeración, una batahola de sudor y confusión, de sonidos, bostezos y muchos gritos. Éramos pocos “blancos” y no recuerdo a ninguno con aire de entender lo que pasaba. Al contrario, muchos vociferaban en portugués, en árabe, en inglés y en otras lenguas de diferentes partes del mundo. Entre los pocos locales que había escuché el tono de las lenguas bantúes, umbundu y kimbundu, que se volverían familiares más adelante.

Un militar muy joven, con un uniforme viejo y brillante de tanto planchado, con unas gafas de sol que hacían recordar las películas gringas que pintaban un cliché de africano violento, animalizado y caricaturesco, vino y me dijo algo. Sudé más todavía y sentí un pequeño temblor en las piernas. Traté de invocar una actitud de normalidad, de humanidad universal, en la que yo reafirmaba: se trata de una persona igual que vos, igual que cualquiera, tenés que respetarlo. En el fondo aquella manifestación igualitaria no era más que una pose. Yo estaba “reconociendo” esa igualdad, como si fuera necesario, como si el responsable de liberar y volver a la gente igual fuese yo.

Nada de lo que hice esa madrugada fue natural, ninguna interacción de tú a tú, de vos a vos, de você a você. Al policía no le entendí lo que me decía, pero supe que se trataba de la fila, del orden que quería poner en aquel tremendo caos.

Esta experiencia inicial trajo uno de los primeros derrumbes de mi encuadre ideológico. Aún no sabía que era una ceremonia necesaria, un ritual de iniciación para poder penetrar en la configuración de otros mundos, radicalmente distintos y radicalmente parecidos al mío. Penetrar, sí, porque siempre lo he sentido como una manifestación sexual, como lo más básico de la conexión entre la carne, la sangre y la savia. Poco a poco lo fui sintiendo y después el estupor se convirtió en el roce excitante de la vitalidad humana.

La fila avanzó lentamente y logré llegar a Migración. Ahí me enfrenté a un bicho desconocido: la visa de frontera. Como no había embajada angolana en Costa Rica o Centroamérica, el gobierno me había enviado un fax con el título “Visto de Fronteira”, en el cual el Ministerio del Interior indicaba que yo estaba autorizado a entrar en el país. Pero la cosa no era tan fácil; había que ir a buscar la carta original entre los archivos y después, si la encontraban, sellarían el pasaporte. Me sacaron de la fila y alguien se llevó mi documento. La angustia de ver mi pasaporte perderse entre la multitud, y de quedar aislado, fue muy grande. Pronto llegó más gente que estaba en condiciones similares y eso me dio tranquilidad.

Después de media hora apareció un oficial con uniforme azul y gritó:

—¡Carlos Rojas!

Miré a mis vecinos para ver quién era el suertudo, pero nadie se movió. No entendía, pero intuí que podía ser yo. Claro, recordé que en portugués usan tu primer nombre y tu último apellido. Yo me llamo Carlos Miguel Peña Rojas.

—Sou eu! Sou eu!

Me dieron el pasaporte y me invitaron a pasar. Sentí un alivio gigantesco y comencé a caminar hacia el área de entrega de equipaje; sin embargo, después de cruzar Migración me pararon varios oficiales del Ministerio de Salud.

—A vacina da febre amarela, faz favor! —me dijeron y me quedé paralizado.

—Desculpa a vacina de qué? —pregunté en mi portugués recién estrenado.

No tenía idea de que necesitaba una vacuna contra la fiebre amarilla. El señor de bata blanca ni siquiera me respondió y me condujeron a un cuarto húmedo y maloliente. Conmigo había unas siete personas; chinos, fue lo primero que se me ocurrió. Nos van a vacunar, pensé, y me llené de miedo. ¿Con qué medidas sanitarias? ¿Cambiarían las agujas? ¿Me vacunarán a mí después que a los siete chinos? Ante el miedo, ese racismo que había sentido al llegar volvió a salir. La verdad es que nunca había estado con tanta gente y de orígenes tan diferentes.

El médico angolano, como el militar de antes, con su bata demasiado lavada y planchada, comenzó a explicar lo que iba a suceder. Hablaba muy rápido, en aquel portugués fuerte que yo no conocía, porque había aprendido el brasileño. Aun así, entendía bien las instrucciones y los mensajes. Las otras personas decían “inglich, inglich” o algo parecido. El médico respondía “só falo portugués”. Y la confusión se hizo cada vez más grande. Entonces yo hablé para explicar en inglés y en francés lo que el médico vociferaba. Todo el mundo se relajó cuando comenzaron a entender las instrucciones y el procedimiento para la emisión del carné amarillo de la Organización Mundial de la Salud.

Después de traducir las instrucciones, el médico me premió con el aplauso de la galería:

—Tu vens primeiro, camarada.

Me pinchó con una aguja recién salida de la envoltura, y sentí un gran alivio en todo el cuerpo. Recién entonces me di cuenta de que estaba empapado de sudor. Ni la sala de Migración ni mucho menos el puesto médico tenían aire acondicionado, y el calor de la mañana se estaba consolidando ya. Me fui de ahí corriendo a buscar mi maleta e intentar salir lo antes posible.

3. Un aire de renovación, de desafío, de sueño

La vista de Luanda fue algo hermoso. La sentí en mi cuerpo, en mi piel. La ciudad capital estaba rota, completamente rota y sucia. La miré como un territorio que recién paría, con su vagina aún abierta, sangrando, con líquidos ancestrales, viscosos, que escurrían lentamente. Así la vi, a la ciudad, combinación de espacio y gente, con las heridas abiertas y el aliento de la vida que empuja.

Por todas partes se acumulaban grandes montañas de basura, las calles tenían enormes huecos, a veces rellenos de asfalto, a veces de tierra, a veces de piedra, a veces de aire o agua. Las calles atestiguaban un pasado reciente de mucho dolor, de historia intensa. El paisaje era una mezcla de edificaciones coloniales, hermosas, pero derruidas en su mayoría. En algunos barrios pude ver por primera vez aquellas casas con el color rosa característico de la arquitectura portuguesa. Las paredes estaban sucias, como esperando que pasara el tiempo de las urgencias para que la belleza y la arquitectura pudieran volver a brillar. La ciudad de la que tan orgullosos se sentían los europeos, que la fundaron y construyeron a su imagen y semejanza.

En otros barrios me topé con las construcciones multifamiliares, típicas de países socialistas. Las había visto en Cuba muchas veces. Estas viviendas estaban hacinadas por los miles de gentes que habían huido del campo y de la guerra. Asentamientos enteros que ahora superpoblaban aquella ciudad, hecha para tener espacios grandes y pocas personas. Al lado de estos edificios, la acumulación de basura era mucho mayor y, en algunos casos, casi alcanzaba la altura de una casa de dos pisos.

Aun así, podía respirar un aire de renovación, de desafío, de sueño. Luanda se estaba levantando de los tiempos de las guerras. Guerras que habían durado demasiado y que habían alcanzado a destruir y traumatizar. La de Angola fue la más larga de toda África. Pero en la dinámica de aquella mañana africana, creí sentir que la gente estaba ahí para luchar, para construir. Tal vez estaba romantizando, pero lo cierto es que ahí mismo decidí que haría lo posible por ayudar a este pueblo a alcanzar sus ideas de libertad y autodeterminación.

Con todo el tiempo que habían tomado los trámites de Migración ya estaba avanzada la mañana, así que fui directo a la oficina de las Naciones Unidas que me había contratado. Estaba muerto después del larguísimo viaje que me había llevado por tres continentes.

4. Sin partido, sin orientación, sin utopía

No he dicho mucho de mí. Me llamo Miguel Peña y nací en Salitres de Tabarcia de Mora. Durante más de diez años combiné muchos trabajos con una militancia clandestina en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN de El Salvador). Después de esos años terribles de guerra, de tanto sufrimiento, pero también de tanta convicción, las cosas se deshicieron. Como si la historia reciente que estábamos viviendo se hubiera convertido en una nube de polvo que se lleva el viento. Un día de tantos, sin darme cuenta, me quedé sin partido, sin orientación, sin utopía.

Cuando se empezó a sacudir la sorpresa supe que tendría que encontrar cosas distintas que hacer y me dediqué por varios años a trabajar en una empresa de ingeniería electrónica que tenía cobertura centroamericana. Fue una carrera exitosa y corta, meteórica, decía un amigo. Tiempo después, tuve una fuerte desavenencia con los dueños de la empresa, pero en realidad lo que pasaba era que no aguantaba más un mundo en el que todo era para vender, y el éxito lo medían los totales mensuales de los negocios, la presencia en el mercado y eso. Renuncié, dejé todo, y la casualidad me llevó de nuevo a trabajar en el tema de desastres y emergencias, algo que había hecho desde niño, como voluntario de la Cruz Roja. De ese momento, me catapulté a la cooperación internacional y comencé a viajar por el mundo.

Volvamos a Luanda. En mi primera reunión en el PNUD, una agencia de las Naciones Unidas, me llevé una gran sorpresa: no había hoteles disponibles, solo un par de opciones, que no sonaban muy bien. Ahí vino otra sorpresa: los precios exorbitantes. Después me daría cuenta de que en la calle, en las actividades más básicas, los precios también resultaban increíblemente altos teniendo en cuenta la informalidad y los salarios bajos. Pero no solo eran altos en proporción con la realidad del país, eran tan altos como en Japón u otros países de estándares elevados.