Corazón de madre - Melissa James - E-Book
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Corazón de madre E-Book

Melissa James

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Beschreibung

Jennifer sentía una enorme compasión por su vecino Noah y sus tres pequeños. La madre de los niños había desaparecido hacía ya algunos años y para el joven padre cada día era una dura lucha. Lo único que Jennifer podía hacer era intentar llenar de amor y risas su complicada vida y, cuando por fin se descubriera la verdad, ayudarlos a superar la terrible pérdida. Jennifer y Noah llevaban mucho tiempo negando la atracción que sentían el uno por el otro, pero de pronto Noah le pidió que se casara con él…

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Seitenzahl: 140

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Lisa Chaplin

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazón de madre, n.º 2177 - octubre 2018

Título original: A Mother in a Million

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-066-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Hinchliff, Nueva Gales del Sur, Australia

 

Noooo! ¡Timmy, eres malo! ¡Devuélvemela!

–¡Oblígame!

–¡Se lo voy a decir a papá!

–¡Chívate, llorón! –replicó el otro niño–. Ya verás como le da igual. ¡No te hará ni caso!

Jennifer March suspiró, soltando la manta que estaba tejiendo. Los niños que vivían en la casa de al lado estaban discutiendo otra vez. Se habían mudado allí siete días antes y, desde entonces, lo único que oía eran gritos y peleas. Había decidido ir a saludarlos un par de veces… pero se había vuelto a casa al oír las voces.

Como vivían en un pueblo pequeño, ya debería saberlo todo sobre esa nueva familia. Pero con los chismorreos que ella había tenido que soportar en el pasado, prefería esperar a que ellos fueran a saludarla.

Por el momento, había esperado en vano. A lo mejor no eran la clase de personas que iban a presentarse a su única vecina, pero los niños no eran nada discretos. La valla que separaba las dos casas parecía ser su sitio favorito para… en fin, solucionar sus diferencias. Y a ella no le apetecía oír peleas todos los días.

«Sí, bueno, pero al final irás a hablar con ellos», le dijo una vocecita resignada. Sonaba como la de Mark antes de marcharse. Casi podía imaginarla ahora:

«No puedo creer que hayas aguantado siete días sin ir allí para ofrecer tu ayuda. Pollyanna al ataque, como siempre. Ve a arreglar la vida de los demás… ¿no es para eso para lo que viniste aquí, para solucionar la vida de tu tío Joe tras la muerte de su mujer?».

Estaba harta de luchar contra fantasmas, pensó Jennifer, suspirando.

Mark podía pensar lo que quisiera… lo había hecho, de todas formas. Sí, había ido a Hinchliff para hacerle compañía a su tío Joe tras la muerte de su tía Jean, pero también para escapar. Escapar de la compasión, de sus hermanas, todas rodeadas de hijos…

–¡Papá sí me hará caso! –gritó el niño, con la voz temblando de emoción. Debía de tener unos tres años, la misma edad de Cody.

Podrían haber jugado juntos, aunque Cody ahora tendría cinco años…

Como siempre que pensaba en su hijo, se le hizo un nudo en la garganta y sus ojos se llenaban de lágrimas, pero respiró profundamente intentando calmarse. Estaba harta de llorar. Echaría de menos a Cody hasta el día de su muerte, pero tenía que seguir adelante…

–Sí, Rowdy, papá te hará caso –una voz masculina, seria y cansada, interrumpió los tristes pensamientos de Jennifer–. Timothy Brannigan, me avergüenzo de ti –siguió el hombre–. Metiéndote con un niño de tres años… Te pedí que cuidaras de tu hermano pequeño durante media hora y… ¿por qué le has quitado su mantita?

Sin darse cuenta, Jennifer se había acercado a la ventana para observar la escena. No debería, pero en el pueblo había pocas distracciones. Dos canales de televisión y eso sólo cuando el viento soplaba en la dirección adecuada o no llovía. Y en las dos únicas emisoras de radio ponían música country o hablaban de política local.

Sí, aquél era un pueblo en el que las cosas iban de dos en dos. Dos de todo, ni más ni menos.

Como aquellas dos casas en la colina, mirando al mar. Casas gemelas, un poco viejas, un poco destartaladas, cada una con cinco acres de terreno a quinientos metros del mar y a tres kilómetros del pueblo; suficientemente aisladas como para vivir tranquilos y suficientemente bonitas como para alegrar el espíritu.

–¡No se la he quitado! Se la estaba metiendo en la boca y eso es asqueroso, papá. Está sucia. Mira…

El hombre, alto y de pelo castaño, un pelo precioso con reflejos rubios, aunque un poco despeinado, puso la mano sobre el hombro del niño.

–Puede que a ti te parezca asqueroso, Tim, pero Rowdy es muy pequeño. Devuélvesela. La lavaré mañana –dijo, tomando la mantita–. Sí, bueno, la verdad es que está un poco sucia, ¿no?

–¡Sí, Timmy, dámela! –gritó el niño.

–¡Toma tu estúpida manta! ¡Y ponte enfermo si quieres, a mí me da igual!

Los ojos de Rowdy se llenaron de lágrimas cuando su hermano lo empujó.

–¡Papaaaaa!

El hombre lo tomó en brazos.

–Tim, vete a tu habitación y quédate allí quince minutos.

–Me da igual. ¡Aquí no hay nada que hacer! ¡Este sitio es asqueroso, lo odio!

El chico, que debía de tener siete u ocho años, se alejó hacia la casa y el hombre hundió la cara en el pelo del niño. Rowdy le había echado los brazos al cuello y estaba dándole golpecitos en el hombro, como si quisiera consolarlo.

Jennifer observaba la escena, sorprendida. Pobres niños y pobre padre. Parecía tan estresado como sus hijos.

–¿Dónde estará su madre? –se preguntó.

¿Y no había una niña? Había visto por allí a una cría de pelo rubio y ojos azules que se parecía a Shirley Temple.

Justo entonces oyó un suspiro y luego otro más. Jennifer abrió un poco la ventana y se encontró con la niña rubia subida al árbol que daba sombra a su casa, con un dedo metido en la boca y los ojos azules tan grandes como platos.

Una niña de cinco años subida a un árbol.

Asustada, Jennifer se llevó una mano al corazón. Ella no era de las que se subían a los árboles. De niña, siempre había sido de las que jugaban con muñecas y organizaban meriendas, sin darle jamás un momento de preocupación a sus padres, que siempre sabían dónde estaba y qué estaba haciendo. Claro que ella era la más pequeña de cuatro hermanos y su madre siempre estaba en casa para cuidarlos.

¿Dónde estaba la madre de aquella niña?

Pollyanna o no, tenía que hacer algo.

–Hola, me llamo Jennifer.

La cría siguió chupándose el dedo con la furia de un niño asustado.

–Es un bonito árbol, ¿verdad? –siguió Jennifer, mientras salía de la casa por la ventana. No sabía si era un bonito árbol o el árbol de la bruja, pero tenía que conectar con la pequeña de alguna forma–. Es mi favorito.

Nada.

La niña era tan pequeña y el árbol tan alto…

–¿Cómo te llamas?

La cría seguía sin contestar, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas. Si perdía el equilibrio y se caía del árbol… a Jennifer se le encogió el corazón.

«Por favor, Dios mío, no podría soportar otro viaje en ambulancia con un niño moribundo».

–¿Quieres una galleta de chocolate? –le preguntó entonces, recordando que las guardaba en la despensa para los niños a los que cuidaba cuatro días por semana.

–Me gusta el pocholate –dijo la niña entonces en voz baja, como si fuera un secreto.

–Podríamos tomar leche con galletas de chocolate, ¿qué te parece? Yo creo que merece la pena bajar del árbol por eso.

–¿De verdad me vas a dar galletas de pocholate?

–Pues claro –sonrió Jennifer.

A Cody también le encantaba el chocolate. Pero Cody no volvería a mojar las galletas en la leche ni a organizar un desastre desde su trona. Ahora, Be, Amy, Sascha, Jeremy, Shanon y Cameron se sentaban en esa trona… al menos durante unas horas al día.

Llenar el vacío de su vida con los hijos de otras personas podría ser patético, como decía Mark, pero al menos así ese vacío no le gritaba día y noche. Durante el día estaba con niños que la miraban con confianza y cariño, niños con los que jugaba… ahora era una madre de guardería y, durante los últimos dieciocho meses, hacer eso había sido mejor que no hacer nada.

–Entonces, ¿vas a bajar del árbol? Incluso podría hacerte un plato de espagueti. ¿Te gustan los espaguetis con tomate?

«Por favor, baja antes de que te caigas».

–¿Espagueti? –repitió la niña–. ¡Eso también me gusta!

–Entonces, galletas de chocolate y espagueti. Ya tenemos todo el menú planeado, ¿no? Ahora sólo tienes que decirme tu nombre.

–Cilla –dijo la niña–. Priscilla Amelia Brannigan.

–Bueno, Priscilla Amelia Brannigan, si no bajas del árbol, no podré darte todas esas cosas tan ricas –insistió Jennifer.

Por el rabillo del ojo vio movimiento en la casa de al lado. El mayor, Tim, estaba saliendo de su habitación por una ventana.

Por lo visto, el señor Brannigan no ejercía ningún control sobre sus hijos, pensó. Pero sintió pena al recordar su cara de cansancio.

Jennifer le hizo un gesto al niño con la mano para que se acercase. Esperando que fuera por curiosidad, al menos. Alguien tenía que ayudar a ese pobre hombre… o, más bien, a sus hijos.

–¡Agárrame!

Por instinto, Jennifer levantó los brazos y, un segundo después, Cilla se lanzaba en ellos. Enseguida se sintió sobrecogida por el olor de un champú infantil que le recordaba…

Cuidaba de niños que no eran suyos todos los días, los consolaba cuando se hacían daño, los tomaba en brazos… ¿qué tenía aquella niña que la emocionaba de tal forma?

–¿La galleta? –le recordó Cilla, mirándola con los ojos muy abiertos.

Jennifer intentó contener la emoción, como había hecho todos los días durante los últimos dieciocho meses, cuando decidió que había dos posibilidades: caer en una depresión que no la permitiría levantar cabeza o seguir adelante con su vida.

–La galleta, sí –sonrió, dejándola en el suelo–. Pero primero vamos a lavarnos la cara y las manos.

–Timmy también quiere una galleta –dijo la niña, señalando la valla que separaba las dos casas, desde donde las miraba un niño con la cara sucia.

De nuevo, cuando Cilla le dio la mano, Jennifer tuvo que controlar una oleada de emoción. El recuerdo de algo hermoso, la maternidad, que se le había negado para toda la vida…

«No pienses en ello», se dijo, tragando saliva.

–Así que tú eres Tim.

El niño asintió con la cabeza.

–Tengo ocho años –contestó, con aire agresivo, como si Jennifer fuera a discutírselo.

–Ah, muy bien. Pues yo soy Jennifer, tu vecina. Seguro que a ti también te gustan los espaguetis y las galletas.

Tim saltó la valla de inmediato y sólo entonces Jennifer se dio cuenta de lo delgado que estaba. Delgado y serio.

Debería enviarlo a su habitación para cumplir con el castigo que le había impuesto su padre, pero lo que dijo fue:

–Bueno, pues entonces entremos en mi casa.

Seguramente a Tim no le haría gracia que le obligara a lavarse la cara y las manos, de modo que dejó que Cilla entrase en el cuarto de baño, esperando que él hiciera lo mismo por decisión propia.

No fue así. Tim fue directamente a la cocina y, cuando volvieron del baño, la miraba como retándola a ordenarle que se lavase las manos.

Pero Jennifer no era una novata y, levantando una ceja, tiró un paño húmedo sobre la mesa y esperó. Tim se cruzó de brazos y la miró a los ojos, retador. «Oblígame», parecía decir.

Cilla tiró de la mano de Jennifer. Su carita, tan bonita ahora que se había quitado el barro, estaba llena de esperanza.

–Tengo mucha hambre… y yo sí me he lavado.

–Tienes razón, cielo –dijo Jennifer, abriendo el armario para sacar los platos, los vasos y las galletas.

Un plato, un vaso.

–Aquí tienes, Cilla… No, Tim, yo que tú no lo haría –dijo luego, al ver que el niño iba a tomar las galletas–. Puedes comer si antes te lavas las manos. Voy a dejarlas sobre la mesa durante treinta segundos. Veintinueve, veintiocho…

¡Paf! Jennifer hizo una mueca cuando el paño mojado la golpeó en el cuello.

Debería haber imaginado que Tim reaccionaría así… pero antes de tirárselo se lo había pasado por las manos y la cara. Al menos había conseguido algo.

Jennifer se quitó el paño del cuello y lo lanzó directamente a la cabeza del niño.

Cilla soltó una carcajada infantil y empezó a dar palmas.

–¡Devuélveselo, Tim!

Sonriendo, el niño le tiró el paño. Y luego soltó una risotada cuando Jennifer fingió que le había entrado barro en la boca.

Cilla seguía muerta de risa cuando Jennifer la sorprendió tirándole el paño. La niña se lo tiró a su hermano y Tim, de nuevo, a Jennifer.

La cocina se llenó de risas, mientras se tiraban el paño húmedo de uno a otro.

 

 

Desde la ventana, con Rowdy en brazos, Noah Brannigan observaba la escena. Había visto a Tim dirigiéndose a la valla y había ido a buscarlo, pero ahora lo único que podía hacer era mirar lo que estaba pasando en aquella cocina, atónito. Tim estaba riéndose.

Habían pasado exactamente tres años desde la última vez que vio a su hijo riendo.

Y Cilla también estaba allí. Cilla, que nunca le hablaba sin sacarse el dedo de la boca. A él, su propio padre. Una niña tan tímida que no se atrevía a hablar con extraños. Cilla había estado desapareciendo cada día desde que se mudaron a Hinchliff y Noah nunca era capaz de encontrarla. Cuánto le gustaría entender por qué se había vuelto tan solitaria, tan silenciosa.

Pero ahora no sólo estaba hablando, estaba riéndose a carcajadas.

–Lo están pasando bien, papá –dijo Rowdy.

–Sí, es verdad.

–Yo también quiero una galleta –dijo el niño entonces, bajándose de sus brazos y entrando en la casa sin pedir permiso–. ¡Yo también quiero galletas! –anunció.

Aquella hada se llamaba Jennifer March. Noah sabía su nombre porque lo había mencionado Henry, mecánico y cotilla oficial del pueblo.

–Bueno, pues entonces será mejor que vayamos a lavarte las manos –estaba diciendo ella.

Luego, riendo, le tiró el paño a Tim por última vez y le sacó la lengua antes de tomar a Rowdy de la mano para llevarlo al baño.

Noah sabía algo de ella por la gente del pueblo. Divorciada, aún no había cumplido los treinta años y era la única persona que cuidaba niños en Hinchliff. Pero desde la primera vez que la vio en la puerta de su casa, se había negado a saludarla. Incluso a distancia, había algo en ella…

Una mujer serena que solía llevar sencillos vestidos de algodón y sandalias, el pelo casi siempre sujeto en una coleta, parecía tener una conexión natural con los niños a los que cuidaba, que la seguían a todas partes como si fuera El flautista de Hammelin. Y sus niños la habían sentido también, incluso a distancia. Las risas que salían de la casa los atraían hacia los árboles cercanos a la valla que conectaba las dos casas.

Había algo en aquella mujer que lo atraía de forma extraña…

Pero ahora no tenía más remedio que entrar en la casa y, a menos que pudiera ocultar cómo miraba a Jennifer March, la presentación sería un desastre. Durante los últimos tres años, el miedo de Tim de que su padre volviera a casarse había llegado a proporciones épicas. El niño se había convertido en una especie de perro guardián, comportándose peor que nunca con cualquier mujer que se acercara a treinta metros de él, a menos que fuese una anciana o estuviera casada. Si alguna mujer tenía valor para flirtear con él, las pesadillas de Tim eran más de lo que Noah podía soportar.

«Dile que se vaya o mamá no volverá nunca».

Lo que Tim no sabía era que él no tenía la menor intención de volver a casarse. Mientras Belinda no apareciese, no podía firmar los papeles del divorcio y hasta que hubieran pasado siete años seguía tan atado a ella como si su mujer siguiera en casa. Podría lograr un divorcio en ausencia, ¿pero a qué precio? Peter y Jan, los padres de Belinda, no le permitirían divorciarse de su hija sin organizar un escándalo y Noah no pensaba dejar que nada les hiciera daño a sus hijos.