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Un rayo de solMelissa JamesEl magnate australiano Mark Hannaford se encerró en sí mismo después de perder a su esposa… hasta que Sylvie Browning apareció de nuevo en su casa. Él la contrató para que pusiera un poco de orden en su vida y, en lugar de eso, la atrevida Sylvie le llevó un nuevo mundo de caos y risas. Volver a emocionarseClaire Baxter¡No me puedo creer que esté en la Costa Azul y que vaya a aprender francés con un hombre maravilloso! Jacques está haciendo que me vuelva a sentir joven, sexy y especial. Me ha llevado por toda la costa, desde Niza hasta Mónaco. Me siento como una superestrella y no como una cansada y madura mamá. No cambiaría este sentimiento por nada del mundo. La madre de la noviaCaroline AndersonA tan solo unos meses de la boda de su hija, Maisie se encuentra expectante ante la perspectiva de volver a ver, después de tantos años, a Rob, el padre de Jenni. Como padres de la novia, ambos serán los anfitriones de un enlace que se celebrará en su magnífica finca escocesa. Dudando si es por la nostalgia o por el ajetreo de los preparativos, Maisie está empezando a preguntarse si podrá convencer a Rob de que el evento podría ser una oportunidad para que ambos retomen su propio "vivieron felices y comieron perdices".
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Seitenzahl: 571
Veröffentlichungsjahr: 2019
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 453 - marzo 2019
© 2009 Lisa Chaplin
Un rayo de sol
Título original: His Housekeeper Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
© 2009 Claire Baxter
Volver a emocionarse
Título original: Her Mediterranean Makeover
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
© 2010 Caroline Anderson
La madre de la novia
Título original: Mother of the Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradaspropiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin EnterprisesLimited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-919-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Un rayo de sol
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Volver a emocionarse
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
La madre de la novia
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Hospital de Santa Agatha, Sidney, quince años antes
ALLÍ estaba ella otra vez, de pie junto a la ventana, sonriéndole con dulzura, con una ternura que siempre le resultaba alentadora. Su joven amiga de rizos pelirrojos con reflejos dorados, de enormes ojos castaños y una sonrisa que a él le recordaba a Shirley Temple de niña.
Mark estaba en el bosquecillo de árboles y arbustos en flor que había en el centro del hospital para pacientes terminales, donde los enfermos esperaban la llegada de su último viaje. Aquél era el lugar que ella llamaba «su jardín». El jardín secreto, como el título de su libro favorito, un libro que ella leía y releía una y otra vez, para sí misma y a sus hermanos pequeños.
La lectura era la forma que tenía la joven de huir de una realidad y un futuro aún más sombrío que el de Mark.
Para él, ella era su oportunidad de escapar de la realidad que lo confinaba entre aquellas gruesas paredes. Mark y la joven sólo se veían dentro de los confines del hospital, cuando coincidían los ingresos de Chloe y de la madre de la joven. Pero ella le entendía, y eso era mucho más de lo que podía decir de su propia familia. A veces, Mark se sentía encerrado en un lugar oscuro, pidiendo socorro a gritos, pero rodeado de gente que sólo veía las necesidades de Chloe, que sólo reaccionaban a su voz.
Nadie parecía ver sus necesidades, sus deseos y sus frustraciones. Nadie excepto aquella niña de trece años que apenas sabía nada de su vida, una niña a la que no veía fuera de la residencia de enfermos terminales. «Shirley Temple» era su fuente de luz y de calor en un mundo frío y oscuro; era su fuente de color y de vida.
Mark le devolvió el saludo, haciéndole saber que pronto se reuniría con ella. Sus breves encuentros de quince o veinte minutos eran lo que hacía que los días de ambos fueran más soportables. A veces hablaban, o simplemente se hacían compañía en silencio. No importaba. Era el único momento del día en que ella no tenía que adoptar el papel de un adulto, y cuando él sentía el niño que todavía llevaba dentro.
Mark echó una rápida mirada al interior de la habitación. Todo estaba envuelto en una mortecina neblina blanca, una sombra pálida que presagiaba la muerte: las mantas, las paredes, el camisón de Chloe, su rostro, e incluso el tubo azul de oxígeno que se metía por la nariz de Chloe parecían haberse contagiado de la mortal palidez de la joven. Bajo la gorra rosa de punto, Chloe llevaba el pelo recogido en una trenza que caía sin vida sobre su hombro. Incluso el brillo que le cubría los labios parecía vencido, transparente. Sus ojos eran como una delicada telaraña cubierta de escarcha en una mañana invernal, y tenían una mirada frágil y quebradiza. Chloe tenía dieciséis años, y se estaba muriendo.
Él tenía diecisiete, y llevaba los últimos cinco interminables años viéndola morir. Chloe había pasado de ser su amiga de la infancia a su amante y esposa de cuatro semanas y, al mirarla, le entraban ganas de gritar, de agujerear las paredes a puñetazos, de salir de aquel lugar y marcharse lo más lejos posible.
¡Oh, no! No podía ser tan egoísta; debía continuar junto a Chloe, sobre todo ahora que estaba pasando por los momentos más duros. Cuando ella fue diagnosticada de cáncer Mark sintió como si una parte de él hubiera empezado a morir también, o como si lo hubieran encadenado a una jaula: él no estaba en la jaula, pero tampoco podía alejarse de allí, y la única persona que entendía cómo se sentía era aquella niña de trece años que pasaba horas y días junto a su madre en una de las habitaciones del hospital.
Carrie y Jen llegarían en cinco o diez minutos. Las mejores amigas de Chloe iban a verla todos los días después de clase. Entonces era cuando les contaban quién salía con quién, quién había roto con quién, qué nuevas parejas estaban en el aire. O cuando les contaban la discusión entre Joe Morrow y Luke Martinez sobre quién había perdido el primer partido de la temporada de fútbol. O les decían que el director del instituto iba a casarse, ¡a los cuarenta tacos! ¡Menudo viejo! ¡Y qué asco!
Cuando llegaban Carrie y Jen, Mark salía un rato al jardín. Era su momento de huida, su rato para respirar, para ser él.
Esperando la llegada de esos momentos de respiro, Mark dejó que su mirada se posara en los objetos que recordaban una vida normal. Como la enorme tarjeta firmada por todo el instituto, incluidos el viejo Buckley y la señorita Martin, llena de flores y corazones, con la frase Cúrate pronto, esperamos impacientes tu regreso, como si de Chloe dependiera ponerse bien. O los dibujos que le habían hecho sus hermanos, Katie de seis años y Jon de ocho; o las flores que Bren y Becky escogían para ella cada día. También había una foto de Chloe, Jen y Carrie en las montañas nevadas, sonriendo como si nada pudiera hacerles daño. Mark recordó su olor de aquel día. A viento helado y sol invernal. Para ella aquella excursión de seis horas a las montañas nevadas fue como si hubieran ido a la mismísima cima del Everest.
Fue la última vez que la joven salió de excursión con sus compañeros de clase.
De pie junto a la cama, Mark intentó recordar la última vez que no estuvo en todo el día en un hospital, o en la consulta de un médico, o pensando en enfermedades y muerte. Se sentía como un coche lento atrapado en una autopista. Todos a su alrededor pasaban volando, mientras él se arrastraba lentamente, incapaz de avanzar más deprisa. Como si sólo estuviera esperando.
Afuera era una soleada tarde de primavera, un día perfecto para probar su nuevo carrito motorizado, pero estaba atrapado en aquella habitación, viendo como Chloe se iba consumiendo y sin poder hacer nada.
–Profe, profe…
El dolor que teñía la voz de la joven le destrozó el corazón, pero Mark no pudo levantar la cabeza. La joven tendida en la cama, tan delgada y demacrada, totalmente sin fuerzas, no era su mejor amiga, sino alguien que se había rendido por completo. El cáncer se había extendido desde los huesos a los pulmones, y después al cerebro. Era el fin. Sólo quedaba esperar. Aquella espera interminable.
–Venga, profe, mírame –insistió Chloe en un hilo de voz, pero con la misma determinación con que le había perseguido y amado desde los cinco años, antes de convertirse en su inseparable compañera de juegos y en su ayudante en el taller donde él preparaba y probaba sus inventos. La misma determinación con la que siempre afirmó, desde que tenían cinco años, que algún día se casarían. La misma determinación y adoración con la que ella le aceptó en el instituto cuando el resto de sus compañeros pensaban que era un raro con la cabeza llena de ideas tontas y sin sentido.
–Ya sé que detestas mirarme, pero no te lo pediría si no fuera importante.
Mark no detestaba mirarla, en absoluto, pero sí odiaba lo que ella le iba a pedir, porque era lo mismo que le había estado pidiendo durante días, más bien semanas.
Hacía un mes que Mark había cumplido diecisiete años, y parecía que fue ayer cuando, con apenas trece años, preguntó qué era el osteosarcoma y cuándo se curaría Chloe, porque tenía una idea maravillosa para la que necesitaba su ayuda.
–Mark, por favor. Te necesito.
–Sí, Slowy, ¿qué quieres?
Mark y Chloe, el Profesor Chiflado y Slowy. Siempre lo habían sido, y siempre lo serían. La sonrisa de Chloe era débil, pero su rostro no podía ocultar el amor que siempre había sentido por él.
–Aún no me lo has prometido, George –continuó ella.
Por alguna razón que nunca había llegado a saber, ella siempre lo llamaba George cuando quería ser graciosa.
–Te juro que no me moriré hasta que me lo prometas –bromeó ella, con los ojos empeñados por las lágrimas, unas lágrimas por los años que ya no podrían compartir.
–Entonces no te lo prometeré nunca –respondió él con voz ronca.
Ella se puso seria.
–Por favor, Mark, hablo en serio. Estoy muy cansada. Sé que te va a costar mucho vivir sin mí, pero tienes que prometérmelo… –Chloe cerró los ojos, pero no pudo evitar que las lágrimas le rodaran por las mejillas–. No dediques todo el tiempo a estudiar o a tus inventos. Tienes que encontrar a otra chica de quien enamorarte y tener hijos cuando seas mayor…
Mark se llevó una mano al pecho. Sabía perfectamente lo mucho que le costaría vivir sin ella, y lo duro que era para ella extraerle aquella promesa, porque si fuera él quien estuviera tendido en aquella cama, no podría soportar la idea de que otro chico la tocara o la besara.
La náusea le subió con fuerzas desde el estómago y Mark tuvo que salir corriendo, seguro de que no iba a llegar al baño. Salió por la primera puerta al pequeño jardín y vomitó.
Sabía que ella iba a continuar tratando de sacarle aquella promesa, e insistir a sus padres.
«Prométeselo, Mark. Hazlo por ella».
Las mismas palabras que llevaba cinco años oyendo, y ante las que se sentía sin elección.
–Toma –dijo una suave vocecita detrás de él.
Mark no se volvió, pero supo quién era.
–Hola, Shirley Temple.
Le gustaba llamarla así. Ella tampoco lo llamaba nunca por su nombre. Si no se llamaban por sus verdaderos nombres, era como si la situación no fuera real, como si no sucediera nada, y su anonimato compartido los alejaba de la dura realidad.
La joven de trece años, de rodillas a su lado, le ofreció una toalla húmeda.
–Póntela en la cara y en el cuello. Te aliviará.
–Gracias –dijo él pasándosela por la cara y la garganta. Enseguida notó el frescor en la piel.
–Déjatela ahí –continuó ella, y le ofreció un vaso de agua–. Bebe un poco.
Mark asintió y bebió un sorbo. El agua sirvió para mitigar el ardor que le quemaba la garganta y el estómago.
–Gracias.
–De nada –dijo ella, y estirando la mano le rozó la suya.
Mark sintió el temblor de la pequeña mano, y el movimiento casi incontrolable de los rizos rubios.
–¿Te encuentras bien? –preguntó él sin alzar la voz.
Ella sonrió temblorosa.
–El médico nos ha dicho que nos despidamos –dijo la niña con resignación–. Mamá me ha dicho que tengo que ser valiente y cuidar de mis hermanos –continuó con los ojos empañados por las lágrimas que trataba a duras penas de reprimir.
Que Dios te ayude, pensó él. Que Dios nos ayude a los dos a enfrentarnos a lo que nos espera cuando salgamos de aquí y nos enfrentemos a la vida solos.
–Ven –dijo rodeándola con sus brazos y ofreciéndole su cuerpo como refugio.
Cuando la joven se apoyó en él, el único sonido que se oía era el de los intermitentes hipidos que escapaban de sus labios. Mark le secó las lágrimas con la misma toalla que ella le había ofrecido, y la llevó hasta un tronco donde se sentaron. La niña cerró los ojos y apoyó la cabeza en el pecho del joven, dejándose llevar por el cansancio que arrastraba desde muchos días atrás.
Nadie conocía la historia de la familia Brown, pues ninguno de sus miembros hablaba de su situación. Lo único que sabían era que Shirley Temple era la mayor de cuatro hermanos, y, por lo que decía la gente, su madre no debía haber tenido al pequeño, a causa de una grave enfermedad cardiovascular. El niño había nacido hacía tres años por cesárea, y desde entonces la mujer había estado agonizando lentamente, esperando un trasplante de corazón que para cuando llegó era demasiado tarde.
Y mientras el señor Brown lloraba desconsoladamente la inminente muerte de su esposa, Shirley Temple se ocupaba de las necesidades de sus tres hermanos pequeños. Era un escándalo entre los trabajadores de la residencia, pero la niña lo hacía todo con una sonrisa serena y desafiante, sin quejarse y negándose a admitir que necesitaba la ayuda de los servicios sociales.
–¡Mary! ¡Mary!
El grito aterrorizado los despertó de repente. Sobresaltado, Mark miró a su alrededor con ojos sangrientos. Lo último que recordaba era un bostezo y el peso de la niña contra él. Ahora el sol se había puesto por completo y apenas había luz en el jardín.
La niña dio un respingo y Mark la soltó. Frotándose los ojos y medio tambaleándose por el sueño, se puso en pie.
–¿Papá?
Un hombre se asomaba por una de las ventanas del ala opuesta a la de Chloe.
–Se ha ido –dijo, sin reparar siquiera en la presencia de un joven desconocido que había estado abrazando a su hija–. Se ha ido, Mary.
Una tos infantil y un lamento llegó desde el interior de la habitación y Mark vio el temblor de los labios y el rápido pestañeo de la niña llamada Mary.
Lo más sorprendente fue que en lugar de echarse a llorar, la niña se encogió hacia delante y dijo:
–Ya voy.
Perplejo, Mark vio la expresión de alivio en el rostro del hombre.
–Gracias, hija –dijo, y se retiró de la ventana.
Mark observó a la pequeña de trece años alejarse con una serenidad que parecía impropia de su edad y de su situación. Tenía trece años y acababa de perder a su madre. ¿Cómo podía estar tan tranquila?
–¿Mary? –dijo él, llamándola por su nombre por primera vez.
Mary volvió la cabeza y lo miró. En ese momento Mark vio no a la niña sino a la mujer que sería en el futuro. Porque ya había una mujer en su interior, y sus ojos eran dos ventanas abiertas a su alma, un alma bella y madura que él deseaba conocer. Y en ese momento se dio cuenta de que aquélla iba a ser la última vez que la vería: la niña se marchaba hacia un insoportable futuro sin él.
–¿Estarás… bien? –balbuceó.
La niña se mordía el labio inferior y tenía las mejillas cubiertas de lágrimas, pero se mantuvo serena.
–Lo prometí –se limitó a decir–. Adiós, Mark. Tengo que irme.
Y se alejó definitivamente.
Mark permaneció en el jardín hasta que la oscuridad de la noche lo envolvió. Después regresó a la habitación de Chloe donde estaba toda su familia, todos con idénticas expresiones de dolor y acusación en los ojos al mirarlo, incluso Katie y Jon.
La exhausta expresión en el rostro de Chloe lo desarmó por completo. Sin duda Chloe llevaba toda la tarde tratando de reunir las fuerzas suficientes para hacerle prometer lo que llevaba días insistiendo: que buscaría rehacer su vida y ser feliz con otra mujer cuando ella no estuviera.
Con un gesto frío, Mark indicó a los demás que salieran de la habitación.
–Te lo prometo –prometió por fin a Chloe en cuanto se quedaron solos.
Los delicados y frágiles ojos de la joven se cerraron y su expresión se relajó.
–Gracias –susurró, y se llevó la mano de su esposo desde apenas hacía un mes a la cara.
Mark le acarició el pelo. Al mirarla, a pesar de que Chloe seguía siendo una belleza, lo único que él pudo ver fue el rostro de la niña que acababa de abandonarlo. Quizá porque en la serena aceptación de la muerte de Chloe veía un reflejo de la actitud de Mary: la dignidad, la elegancia y la valentía para despedirse, hacer una promesa y cumplirla.
Odiándose a sí mismo por lo que acababa de prometer, Mark apretó el puño y se sentó en una silla junta al lecho de su esposa, mirándola. Esperando otra vez, y echando terriblemente de menos a su única amiga.
Despacho del Presidente, Industrias Howlcat, Puerto de Sidney, en la actualidad
–¿POR qué, Bren? ¿Por qué dem…?
Mark se interrumpió bruscamente al recordar que su sobrina de tres años estaba sentada en sus rodillas. A Shelby le encantaba repetir todo lo que él decía. Si se le escapaba alguna palabra malsonante delante de sus padres, la niña se limitaba a pestañear coquetamente, mirar a su padre con gesto inocente y exclamar: «¡Pues el tío Mark lo dice!».
–Tú crees que me parecerá bien, así que ¿para qué quieres que la entreviste yo? ¡Es la señora de la limpieza! ¡Tengo mejores cosas que hacer que…!
Brenda Compton, de soltera Hannaford, se recogió la melena rubia con una mano y se abanicó la garganta con la otra, pero sonrió a su hermano.
–Por supuesto. Si quieres que sea yo quien realice las entrevistas para encontrar a la mujer apropiada…
Mark se tensó al oír aquella expresión. Cierto que era presidente de Industrias Howlcat, la principal compañía australiana de ingeniería, una compañía que él levantó desde cero, pero su familia lo conocía bien, como no lo conocía nadie.
Y nunca dejaron de recordarle la promesa que todavía no había cumplido. Pero, ¿por qué su hermana había elegido aquel día para recordarle que debía encontrar la mujer apropiada?
Su madre y sus hermanos se habían ocupado siempre de contratar a sus empleadas domésticas, aunque él antes de firmar el contrato se ocupaba de que fueran investigadas y de que aceptaran firmar una cláusula de confidencialidad.
Aquél era un día que le recordaba que nunca había vuelto a arriesgar su corazón, que nunca se había vuelto a entregar totalmente a nadie, y mucho menos hasta el punto de arriesgarse a quedar tan roto y hundido por el dolor que casi había…
Apartó los sombríos recuerdos de su mente y respondió a su hermana.
–De acuerdo, la entrevistaré yo, pero que espere fuera hasta que tenga un momento.
Bren sonrió y fingió hacer una reverencia. Su hermano le lanzó el avión de papel que acababa de hacer. Era una de sus costumbres de siempre, hacer objetos de papel con un folio o una cuartilla mientras se concentraba en sus nuevos inventos.
Su familia era la única que podía permitirse aquel comportamiento con él. Su apodo en los periódicos y la televisión era «Corazón de Hielo», y él quería mantenerlo así.
Bren se levantó frotándose su prominente barriga de embarazada.
–Le diré a Sylvie que espere. ¿Me recogerás esta tarde? A Glenn no le ha hecho ninguna gracia tener que pedírtelo, pero como es un viaje de trabajo…
Mark sonrió y entregó a la pequeña Shelby a su madre.
–Tranquila, Bren. Podré soportar un par de clases de preparación al parto siempre y cuando me presentes como…
Su hermana levantó los ojos al techo divertida.
–Sí, sí, como si llamarte George fuera a engañar a nadie. Tu cara aparece en los periódicos casi todas las semanas.
–Todas las semanas no –negó él.
A él le gustaba que lo llamaran George de vez en cuando. Le hacía sonreír.
Llevaba casi una hora esperando.
Sylvie Browning sonrió para sus adentros. Si Mark esperaba disuadirla con una larga y descortés espera estaba muy equivocado. En la primera entrevista, su hermana Brenda le advirtió de que una reunión con su posible jefe no sería fácil. Mark Hannaford era un hombre duro y frío, y no le gustaba que nadie se metiera en su vida ni en su intimidad. Tampoco permitía mujeres en su vida, más allá de algunas breves relaciones puntuales, superficiales y sin compromiso.
Por eso estaba ella allí. Para cumplir una promesa hecha hacía quince años.
Después de hora y media, la secretaria se levantó y dijo:
–El señor Hannaford la recibirá ahora.
La mujer mayor la hizo pasar por un par de enormes puertas de roble.
–La señorita Browning, señor –anunció la mujer y a continuación salió y cerró las puertas tras ella.
Notando la sonrisa nerviosa en la cara, Sylvie siempre reía o hacía bromas cuando estaba tensa, dio unos pasos en el interior del despacho y por unos momentos dejó que sus ojos recorrieran la amplia oficina elegantemente decorada, pero sin mirar al presidente de Industrias Howlcat.
Varios cuadros del puerto y de las montañas Azules decoraban las paredes, y en el suelo de tarima había una alfombra en suaves tonos azules y grises.
Un despacho muy acogedor, pensó ella.
–No. No.
Sylvie parpadeo y miró al único ocupante del despacho.
–¿Perdón? –dijo ella tendiéndole la mano.
Con el pelo y los ojos castaño claros, el cuerpo ágil y atlético que se adivinaba debajo del elegante traje gris oscuro, Sylvie lo reconoció inmediatamente. Aunque, ¿quién no? Era uno de los hombres más famosos de Australia, un hombre que no había heredado su imperio sino que lo había levantado desde cero gracias a su inteligencia y a su tesón. Inventor y lobo solitario, la prensa sensacionalista lo apodaba «Corazón de Hielo» porque ninguna mujer había logrado conquistarlo.
Sólo su familia y ella conocían la verdad.
–He dicho que no –dijo él sin levantarse del sillón ni estrechar la mano que ella le ofrecía–. Si usted es Sylvie Browning, no puedo emplearla como señora de la limpieza.
Sin inmutarse, Sylvie alzó las cejas. Aquello también lo esperaba. Pero pronto cambiaría su actitud. La había cambiado antes, y volvería a hacerlo.
–Sé que parezco joven, pero tengo veintiocho años.
Mark la miró con escepticismo.
–Veinte como mucho. La respuesta sigue siendo no.
Puesto que era evidente que él no pensaba hacer uso de las reglas más básicas de cortesía, ella bajó la mano y se sentó en la silla que había delante del escritorio. Rebuscó en su bolso, sacó la cartera y le entregó el carné de conducir y la partida de nacimiento.
Mark Hannaford leyó ambos documentos en silencio y se los devolvió sin cambiar de expresión.
–Su edad no cambia nada, señorita Browning.
–Creía que era precisamente lo que lo cambiaba todo –le espetó ella divertida.
–No sea impertinente –dijo él frunciendo el ceño.
–Disculpe, señor Hannaford –dijo ella poniéndose seria, aunque le temblaba el hoyito junto a la boca, un gesto que siempre la delataba cuando no hablaba en serio–. Puesto que no va a contratarme, puedo ser todo lo impertinente que quiera.
El rostro masculino no se inmutó, pero sus labios formaron un esbozo de sonrisa casi con dificultades.
–Touché, señorita Browning.
Sylvie le sonrió, se puso en pie y le tendió de nuevo la mano.
–Ha sido un placer conocerlo, señor Hannaford. Espero que encuentre a la persona que se ajuste a sus exigencias en cuanto a físico y edad.
A Sylvie el corazón le latía tan deprisa que apenas podía respirar. Mentalmente cruzó los dedos. ¿Daría resultado su estrategia?
Él también se levantó, pero continuaba observándola con el ceño fruncido.
–¿No piensa tratar de convencerme? –preguntó él, sin estrecharle la mano, quizá molesto por haberla hecho cambiar de opinión tan pronto.
El corazón femenino se aceleró un poco más: sí, ahí estaba el tono de desafío y de sorpresa que ella esperaba.
–¿Para qué? –respondió encogiéndose de hombros–. Sé cocinar y limpiar, pero a usted eso no le preocupa. Cambiar eso sólo lo puede hacer el paso del tiempo, y si quisiera cambiarme de cara tendría que pasar por el quirófano.
–Su aspecto físico no tiene nada de malo –le aseguró él, sorprendido por su reacción.
–Gracias–repuso ella volviéndose hacia la puerta–. Quisiera pensar que no soy totalmente repulsiva.
–Tiene que saber que es una mujer guapa –dijo él, aunque sus palabras sonaron lejos de ser un cumplido. Más bien pareció un insulto–. ¿Los rizos son naturales? –preguntó siguiéndola hacia la puerta.
–Sí, lo son –respondió ella tocándose los rizos pelirrojos que escapaban del recogido que se había hecho en un intento de dominarlos–. Tratar de alisarlos es una lucha inútil. Si a eso le añade las pecas, el metro cincuenta y cinco de estatura y la talla treinta y ocho de ropa, no me queda más remedio que aguantar que todos me echen dieciséis años.
El número dieciséis no fue una casualidad, y vio a Mark fruncir de nuevo el ceño.
–Perdone, señorita Browning, pero tengo la extraña sensación de que no es la primera vez que nos vemos. ¿Nos conocemos?
¡Se acordaba! Ella asintió, con una sonrisa de oreja a oreja.
–Hace años que quería darle gracias por lo que hizo por mi familia, por la casa, por el dinero para pagar los estudios de mis hermanos. Cuando supe que este trabajo era para usted, me pareció una buena oportunidad para darle las gracias personalmente.
Por primera vez él la miró a los ojos y su expresión cambió.
–¿Shirley Temple?
–Ahora todos me llaman Sylvie –dijo ella, tendiéndole la mano por tercera vez, sintiendo la necesidad de que el contacto confirmara que todo aquello no era únicamente fruto de su imaginación.
–¿Sylvie? –repitió el con voz más ronca, más grave–. Pero tú te llamas Mary Brown.
–Mary Sylvie, y a mis hermanos y a mí nos gustaba más Browning. Es menos frecuente, sobre todo en mi caso, con un nombre como Mary. Yo lo cambié en cuanto cumplí los dieciséis, y después mis hermanos hicieron lo mismo.
–Entonces Joel tuvo que cambiárselo hace sólo unos meses.
«Sabe qué edades tenemos. Ha estado al tanto de nuestras vidas, aunque sea de lejos», pensó ella. Mark no la había olvidado, como tampoco ella lo había olvidado a él.
Perplejo, Mark le sujetó la mano.
–Vaya. Te has convertido en toda una mujer.
–Y tú también. Bueno, en un hombre –dijo ella, casi sin aliento, sintiendo de nuevo el contacto de su piel.
Por primera vez desde los quince años, el roce de un hombre no la asustó ni asqueó, sino al contrario, la hizo sentirse segura y protegida.
Como antes. Recordó la primera vez que lo vio en el hospital de Santa Agatha, con apenas ocho años. Entonces el príncipe azul de sus sueños infantiles cambió de moreno a rubio, y sus ojos de azul a castaño claro. En los meses y años que siguieron, el vínculo entre ellos se fue haciendo cada vez más fuerte y profundo, y cuando él la abrazó el día de la muerte de su madre ella supo, a pesar de que probablemente sería la última vez que lo veía, que ningún otro joven ocuparía su lugar.
–¿O sea que de verdad tienes veintiocho años? –dijo él sacudiendo la cabeza con incredulidad.
–Sí.
–Se te ha oscurecido el pelo.
–Suele pasar con el pelo pelirrojo.
Mark continuaba sujetándole la mano, y ella tuvo la sensación de que era la primera vez en mucho tiempo que sujetaba la mano de una mujer con el corazón.
–¿Por qué quieres el trabajo, o sólo has venido para darme las gracias? –preguntó él adoptando un tono más distante, como si no quisiera su agradecimiento ni ninguna razón de tipo personal para su visita, y menos en un día como aquél.
–Necesito el trabajo –respondió ella bruscamente–. Estoy en el último año de enfermería y necesito un sitio donde vivir.
–¿Por qué ahora?
Sylvie se tensó y reprimió el deseo de salir de allí a pasos acelerados. Por encima de su orgullo estaba su palabra, y tenía que mantenerla. Claro que, si hubiera sabido lo difícil que le resultaría plantarse de nuevo ante Mark después de tantos años, no habría hecho la promesa que le hizo a Chloe.
–Mi compañero de piso Scott se casa dentro de unas semanas y Sarah, su prometida, quiere traer sus cosas al apartamento. Podría vivir en la universidad, pero de todos modos seguiría necesitando un trabajo.
–Aún tienes la casa.
–Drew se casó con su novia de toda la vida y tienen un niño pequeño. Necesitan la casa. Él estudia tercero de Ingeniería y trabaja, pero con el tiempo que tiene que dedicar a estudiar, sólo trabaja media jornada, lo que le da para la comida y poco más. Simon, Joel y yo podemos alquilar –le explicó con una sonrisa, como si no tuviera importancia.
–Ya –dijo él, entendiéndola perfectamente.
Porque así era. Sabía que si ella aceptó su dinero lo hizo por su familia. Probablemente Mary, o Sylvie como se hacía llamar, no se había quedado ni con un solo centavo. Y a pesar de todo, aceptaba el papel que le había reservado la vida con una sonrisa.
–¿Tienes referencias de trabajos anteriores?
La vio relajarse y respirar profundamente antes de responder.
–Aquí hay una de mi jefe en Llama-A-Un-Ángel, y varias de mis clientes habituales –dijo ella entregándole un sobre de plástico con cartas en su interior.
Mark arqueó las cejas mientras las iba leyendo:
Sincera, trabajadora, discreta.
Convirtió nuestra casa en un verdadero hogar.
Se convirtió en parte de nuestra familia.
Sentimos mucho que se vaya.
–Impresionante.
Mark observó que las referencias más antiguas estaban actualizadas, sin duda para adaptarse a su cambio de nombre. Era evidente que Sylvie quería dejar su pasado atrás, por alguna razón que él desconocía y que se propuso averiguar. Él no había llegado hasta donde estaba confiando ciegamente en todo el mundo.
–Yo no les pedí que escribieran eso –se apresuró a asegurarle ella con las mejillas encendidas.
–Todos mis empleados firman el mismo contrato, que incluye una cláusula de confidencialidad. Si vendes un reportaje, si robas algo de mi casa o de mi vida, te llevaré a los tribunales y te dejaré si nada.
Ella lo miró sin ocultar lo ofensivas que resultaban sus palabras.
–¿Lo firmarás? –insistió él, reprimiendo el impulso de asegurarle que en su caso no lo consideraba necesario, que confiaba en ella.
Pero lo cierto era que hacía quince años que no la veía y no sabía nada de ella. No podía estar completamente seguro de que no había cambiado.
Ella asintió.
–Tengo una condición.
Mark arqueó una ceja. Era la primera empleada doméstica que intentaba negociar con él unas condiciones que profesionalmente eran inmejorables.
–Habla.
–Quiero vivir en la casita que se ofrece en el anuncio, pero… tú no puedes entrar dentro. Nunca.
A Mark casi se le escapó una carcajada. ¿Qué pensaba, que se liaba con el servicio?
–Hecho. Por favor, espera fuera. Comprobaré las referencias y si todo está correcto, el trabajo es tuyo.
–Gracias –dijo ella.
Salió del despacho con pasos silenciosos. Mark observó el balanceo de las caderas bajo la falda, los puños apretados y la cabeza alta, y no se molestó en llamar a sus anteriores jefes.
No era tonto ni ciego. El trabajo era para Sylvie, que viviría en la casita de servicio detrás de su casa el tiempo que necesitara. Siempre se había preocupado por ella, y no iba a dejar de hacerlo ahora.
De repente lo vio claro. Bren tenía que haber reconocido a Sylvie. Probablemente en aquel momento toda su familia sabría que la niña que Sylvie había sido, la Mary de la residencia de enfermos terminales, podía ser la única mujer capaz de romper sus defensas, sobre todo en un día como aquél.
Su madre y sus hermanas no habían cejado en su empeño de buscarle una mujer como… Chloe. Lo que no sabían era que si alguna vez la encontraba, su reacción sería la de salir huyendo a toda velocidad en dirección opuesta. Él no sería capaz de sobrevivir de nuevo a una pérdida como la de Chloe, una pérdida que lo había dejado totalmente vacío por dentro.
Para él era demasiado tarde. Ni todos sus éxitos profesionales ni todo su dinero podían cambiar lo que había hecho. Y Shirley Temple había llegado con quince años de retraso.
«Se llama Sylvie y ya no es una niña», le recordó una vocecita en su interior. «Pequeña, delicada, inquietante, pero una mujer, de la cabeza a los pies».
Y no podía permitirle que se acercara demasiado a él, porque su cercanía significaría su destrucción. Peor aún, la de ella también.
Mark se estremeció y apretó los puños.
No, otra vez no. Era el momento de levantar algunas barreras.
Con determinación, descolgó el teléfono y en lugar de marcar el número de la agencia de cuidado de niños Llama-A-Un-Ángel llamó a una mujer con la que había salido un par de veces, una actriz y modelo tan insensible e indiferente como lo era él desde hacía años, cuyo único objetivo era divertirse y disfrutar de la fama.
Si Sylvie dormía aquella noche en la casita de servicio, estaría sola. Él estaría de fiesta con Toni, haciendo lo que mejor se le daba: olvidar que hubo alguien que lo amó por lo que era y lo empujaba a esforzarse para ser el mejor.
En un día como aquél, sólo tenía dos opciones: beber hasta perder el conocimiento o llevarse a una mujer a un hotel.
Como de costumbre, eligió la segunda.
Balmain
Sylvie recorrió la casa con los ojos como platos y exclamando suavemente de vez en cuando. Construida en 1849 por el capitán de un barco junto al puerto de Sidney, la casa de Mark Hannaford era una fascinante mansión con una mezcla de estilo colonial, naval y victoriano, de vigas descubiertas, impresionantes vidrieras y suelo de listones de madera.
Era un sueño hecho realidad, el tipo de sueño que ella hubiera tenido de conocer la existencia de una casa tan maravillosa, ecléctica y acogedora como aquélla. Era perfecta, o casi.
Sylvie sonrió.
Aquella noche Mark tenía una cita, recordó. ¿Y qué? Gracias a él, ahora ella tenía un trabajo con el que pagar sus deudas y ahorrar mientras terminaba sus estudios. Estaba tan en deuda con él que jamás podría pagárselo; y además había prometido a Chloe que cuidaría de él.
Ya era hora de que hiciera algo por él, y sabía por dónde empezar: los mercadillos de The Rocks.
Si se daba prisa, llegaría a tiempo al puerto para tomar el siguiente ferry.
Más tarde aquella noche
MARK tuvo que hacer un esfuerzo para no cerrar la puerta de un portazo.
Después de las clases de preparación al parto, durante las que no había perdido la oportunidad de dejarle las cosas claras a Bren, y de dejar a su hermana en casa, invitó a Toni, una mujer espectacular, a cenar y bailar a los mejores locales de la ciudad.
Él cumplió con su parte, dando a Toni lo que ella deseaba, ser fotografiada con él y aparecer en todas las revistas. Eso le garantizaría un importante número de llamadas de productores y agencias de modelos al día siguiente. A cambio, ella habría estado encantada de pasar el resto de la noche con él en un hotel, y sin embargo él le había dicho:
–Otro día.
La divertida reacción de Toni tampoco le había hecho mucha gracia.
–Vaya, ¿cómo se llama?
Lo primero que se le vino a la cabeza fue «Shirley Temple».
Y era verdad. Aunque no, no sexualmente, eran remordimientos. Después de firmar el contrato, él le había entregado un juego de llaves de su casa y la dirección garabateada en un papel, diciéndole que podía hacer la mudanza durante el fin de semana y que esperaba el desayuno el lunes por la mañana a las seis y veinticinco. Ah, y que aquella noche no dormiría en casa.
La única respuesta de Sylvie fue:
–Oh. Claro. Gracias por todo.
Ella había ido a darle las gracias, a buscar un puesto de trabajo, y él había descargado con ella la rabia que sentía contra su hermana Brenda por inmiscuirse en su vida de forma tan descarada.
Había sido un grosero, y le debía una disculpa. Durante toda la cena no había dejado de recordar la valiente y desafiante sonrisa de Sylvie, hasta el punto de que ni siquiera notó cuando Toni lo besó.
Y por eso ahora estaba de nuevo en casa, pensando en su nueva señora de la limpieza cuando podría estar en la cama con una rubia despampanante olvidando el pasado. Peor aún, encima no podría dormir por culpa de los remordimientos y de la vergüenza que sentía por su comportamiento. Y además, Sylvie estaría durmiendo, por lo que no podría quitarse el peso de encima hasta el día siguiente…
Al encender las luces del vestíbulo de la entrada, se detuvo al instante. ¿Qué era aquel sorprendente y agradable olor?
¿Y la casa? También estaba diferente.
Fue pasando de habitación en habitación, encendiendo las luces. Nunca se había fijado en aquel cuadro de un barco velero en la pared del salón, ni en el grabado de la ruta seguida por el capitán Cook hasta Botany Bay.
Ni siquiera las luces eran las mismas. Las bombillas parecían emitir una luz más suave, iluminando las habitaciones con una calidez nueva y dándole un aspecto mucho más acogedor.
¿Qué le había hecho Sylvie a su casa?
Aspirando la agradable fragancia, recorrió las habitaciones y fue descubriendo toques delicados y sutiles en cada rincón. Una pequeña muñeca espantapájaros se sentaba orgullosa en el alféizar de la cocina, y en la mesa de su despacho, delante de la pantalla del ordenador, una simple piedra de río con una palabra escrita en ella: Cree. A ambos lados, dos de sus objetos de papel.
En el comedor, un mantel estampado con grandes flores cubría la mesa del comedor de su abuela. Sobre él, había un jarrón de flores cortadas del jardín.
Todo estaba escrupulosamente limpio, y aunque él no hubiera comprado todos aquellos adornos, dejaban clara la presencia de Sylvie en su vida.
Era como si le estuviera diciendo: «Mark, estoy aquí».
Era todo tan… tan ella, pensó tratando de buscar alguna emoción negativa por los cambios, pero no la encontró. Aunque debería estar furioso, la verdad era que estaba feliz. Sin pensarlo dos veces, cruzó la cocina, abrió la puerta del jardín de par en par y gritó al exterior:
–¡Sylvie!
Momentos más tarde una luz se encendió en la casita, y después la puerta se entreabrió unos centímetros. Una voz adormecida dijo desde el interior:
–Unos golpecitos en la puerta molestarían menos a los vecinos.
Él maldijo para sus adentros.
–¿Puedes venir un momento, por favor? –le pidió él lo más tranquilo que pudo.
–Atender al jefe a las dos cuarenta y siete de la mañana no estaba en el contrato, señor.
Sylvie tenía razón. Había vuelto a meter la pata, pero Mark no dio su brazo a torcer.
–Entonces mañana a las seis.
–Técnicamente es hoy, señor, y es sábado. ¿Tengo los fines de semana libre?
Que lo llamara «señor» lo ponía nervioso.
–¡Entra ahora mismo en mi casa! –exclamó él a punto de perder la paciencia.
De la casita llegó un suspiro. Sylvie salió por la puerta de la casa y Mark, cuando la vio, contuvo el aliento. Los mechones rizados caían despeinados sobre los hombros, y ella tenía las mejillas sonrosadas, los ojos muy abiertos, y el cuerpo apenas cubierto por un camisón azul claro bastante por encima de las rodillas.
Sylvie cruzó descalza la distancia que separaba las dos casas y, deteniéndose junto a la puerta del jardín de la casa principal, dejó caer un par de zapatillas al suelo y deslizó los pies en ellas.
Mark estaba en la puerta, mirándola ensimismado, totalmente paralizado.
–¿No quería que entrara? –preguntó ella con una mirada inquisitiva en los ojos.
–¿Qué? ¡Oh, sí! Sí, pasa, pasa –Mark se echó hacia atrás para dejarla pasar y ella se puso una bata sobre el camisón.
Él casi protestó en voz alta.
–¿Va a ocurrir esto con frecuencia, señor? Si es así, tendré que acostarme antes –dijo ella frotándose los ojos.
–Deja de llamarme señor –le espetó.
Sylvie volvió a suspirar.
–Señor Hannaford es muy largo, pero si lo prefiere…
–Haz el favor de dejar de ser tan impertinente. No lo toleraré.
Sylvie frunció el ceño y ladeó la cabeza.
–Lo siento, pero esta hora de la noche no es mi mejor momento. ¿Me está diciendo que llamarlo señor Hannaford es una impertinencia?
–Te estoy diciendo… –Mark sacudió la cabeza.
¿Cómo se habían enzarzado en aquella discusión? ¿Y cómo podía sentir aquel deseo lujurioso por alguien a quien apodaba Shirley Temple?
–Yo no discuto con mis empleados.
Ella le dirigió una sonrisa medio adormecida que tuvo un inesperado impacto en el cuerpo masculino, afectándolo con una intensidad que los besos de Toni no habían logrado.
–No sabe cómo me alegro de oírlo, dada nuestra… conversación de hace unos minutos –dijo ella con su sonrisa habitual–. Dígame, para que queden las cosas claras, ¿cómo quiere que lo llame?
Atrapado en el inesperado deseo que le había golpeado con la fuerza de una granada de cinco kilos, él dijo con voz ronca:
–Llámame Mark y tutéame.
–Creía que quería cierta distancia profesional entre nosotros –dijo ella frunciendo el ceño y dejando claro lo que pensaba.
Mark se encogió de hombros, reprimiendo una sonrisa. Oh, Sylvie lo leía como un libro abierto y no se sentía en absoluto intimidada por él.
–La distancia no parece muy importante ahora, dado donde estamos, lo que llevas puesto, y nuestro pasado compartido.
Rápidamente, Sylvie se apretó la bata.
–Me sentiría mejor si sonriera, señor –fue la respuesta de ella, mirándolo con sus enormes ojos castaños, tan abiertos y tan tentadores…
–Por favor, Sylvie, llámame Mark –murmuró él, y sonrió.
Ella tragó saliva y se humedeció los labios.
–Gracias, Mark –respondió ella con un esbozo de sonrisa.
Sylvie siempre sonreía, excepto cuando herían su orgullo. Parecía tener un pozo sin fondo de risas en su interior, una deliciosa alegría que quizá pudiera compartir con él si él se acercaba lo suficiente. Mark dio un paso hacia adelante, siguiendo la urgente necesidad de imbuirse de su calor, de su júbilo…
Sylvie tropezó con la alfombra al dar un apresurado paso hacia atrás.
Y él recordó la situación en el peor momento: ella era su empleada, en una posición vulnerable, y por mucho que quisiera olvidarlo, no dejaba de ser Shirley Temple. Durante cinco años fue la niña que le apoyó y entendió en silencio cuando nadie parecía comprender que él no quería hablar, que se sentía solo y perdido. Ella le cuidó a pesar de que no tenía nadie que cuidara de ella, y le dio lo que necesitaba: afecto y comprensión.
Si el informe que había recibido aquella tarde era cierto, Sylvie ya había sufrido bastante a lo largo de su vida: primero la pérdida de su madre, y después cuidando de su padre hasta su muerte, y de sus hermanos hasta asegurarles un futuro mejor. Sólo había empezado a tener vida propia cuando Joel se fue a vivir a la universidad. Apenas hacía tres meses.
–Bueno, ¿de qué querías hablar? –preguntó ella casi sin voz.
–Quería disculparme por mi comportamiento de esta tarde.
Ella bostezó cubriéndose la boca con la mano y lo miró perpleja.
–¿Has despertado a media calle a gritos a las dos de la mañana para disculparte? Y yo que creía que ibas a echarme la bronca por los regalos que te he traído –dijo con una sonrisa tan dulce como la expresión de sus ojos, una mezcla de mujer y de divertida diablilla.
–¿Por qué lo has hecho? –preguntó él todavía irritado.
Sylvie arrastró las zapatillas por el suelo, mirándose los pies.
–Todas las cosas buenas de mi vida me las has dado tú –dijo encogiendo un hombro–. Mark, sé que no puedo hacer mucho para darte las gracias por salvar a mi familia, pero quería intentarlo.
Toda la irritación de Mark se desvaneció ante la sinceridad de Sylvie.
–Lo que yo te di nunca será suficiente para pagar lo que hiciste por mí.
Ella levantó la cabeza, con una sonrisa entre tímida y ansiosa, y aunque él vio un atisbo de la Shirley Temple que recordaba, también se dio cuenta de que era una mujer. Una mujer que lo fascinaba totalmente. Mejor sería que pusiera cierta distancia entre los dos, por su propio bien, porque él desde luego no estaba logrando mantenerse alejado de ella.
–Cuando llegó la escritura de la casa, y el dinero del banco, y la tarjeta que nos mandaste… no puedes imaginar lo que hiciste por mí, por nosotros.
–Por ti, Sylvie–dijo el –. Lo hice por ti.
–Me salvaste la vida y… –lo miró con admiración–. En serio, me salvaste, Mark. Cuando llegó el dinero me estaba hundiendo. Mi padre estaba demasiado enfermo para trabajar, yo trabajaba en un restaurante, limpiaba casas, iba al instituto y estudiaba por las noches. No te… –tragó saliva y se interrumpió–. Al no tener que pagar alquiler, pude contratar a una señora de la limpieza y yo seguir yendo a clase y estudiar.
–Sólo era dinero –dijo él.
–No –Sylvie dio un paso hacia él –. Tu casa es preciosa. Se nota el amor que le tienes en los muebles antiguos, en todo. A mí también me encanta. Es como tú.
–¿Cómo yo? –dijo él embargado por un sinfín de emociones, pero también divertido.
Ella asintió seria.
–Al entrar aquí esta tarde ha sido como entrar en un remanso de paz. Aquí siento paz. Podías haber decorado esta casa como si fuera para una revista de decoración, pero en vez de eso has elegido muebles que la hacen muy acogedora. Es una casa para una familia.
Sirenas de alarma resonaron en la cabeza masculina.
«No lo hagas, no te desahogues con ella».
Y sin embargo continuó caminando hacia ella, mirándola con intensidad, y con helada frialdad dijo:
–¿Ves una familia viviendo aquí?
Sylvie retrocedió al instante asustada, como si le hubiera alzado la mano, y al ver el miedo en sus ojos, Mark se sintió horrorizado y se arrepintió de sus palabras.
–Sylvie, no quería…
Ella alzó una mano y él se detuvo. Cuando habló, lo hizo en un susurro, mientras las sombras de sus miedos la envolvían como un aura nocturna.
–Veo los fantasmas de una familia que debería vivir aquí. Esta casa eres tú, es donde te refugias para dejar de ser el «Corazón de Hielo». Compraste esta casa para ella, para Chloe, para los dos. Es todo lo que debías haber tenido con ella: el matrimonio, los hijos.
Mark cerró los ojos. No podía soportar más palabras que le recordaran en qué se había convertido: en un hombre solo.
–Vete a la cama, Sylvie. Tómate el fin de semana libre para instalarte en la casa y hacer la mudanza. No te preocupes del desayuno del lunes. Y no vengas hasta que me haya ido –ordenó él con voz áspera.
–Bien.
Sylvie se volvió y fue hacia la puerta, sin desearle las buenas noches.
Seguramente porque sabía que no lo serían. Lo único que él quería era que lo dejara en paz. Y una botella de whisky. Pero ya no tenía alcohol en casa.
Desde la puerta, Sylvie se volvió.
–¿Mark?
Él se sujetó a una silla, sabiendo que lo que iba a oír iba a ser totalmente inesperado. A ella no la había engañado. Sylvie no lo veía como el famoso «Corazón de Hielo», ni se sentía intimidada por su rabia ni por su ira, y mucho menos por su poder o su dinero. Ella lo veía como Mark, el muchacho que ella conoció entre las paredes de aquella triste residencia para enfermos terminales, y estaba segura de que aquel muchacho seguía estando en su interior.
Pero a él eso le asustaba, no podía volver a ser aquella persona. No podía abrir su corazón a ninguna mujer, ni siquiera a Sylvie.
Mucho menos a Sylvie. Ella era todo lo que él llevaba quince años evitando.
–¿Qué? –dijo cerrando los ojos y esperando el golpe.
–Chloe se merece que hayas comprado esta casa para ella. Se merece que la recuerdes y la ames, y tú mereces este refugio. Ya es hora de que dejes de ser esa persona fría e indiferente que nunca has sido por dentro.
Mark se sujetó a la silla y apretó con fuerza el respaldo mientras el dolor le escaldaba el alma.
«No sabe la verdad. No se la cuentes. No lo digas».
–Vete. Por favor –dijo con un nudo en la garganta, casi sin voz.
La puerta se cerró tras ella y él quedó solo con el interminable fantasma del dolor, la culpabilidad y los arrepentimientos. Lo único que quería era hablar con una botella de etiqueta negra.
Era lo que llevaba deseando los últimos quince años. Y ahora, en lo único que podía hundirse era en sexo pasajero y sin sentido…, pero nunca lo ayudaba a olvidar quién era.
Sylvie cerró la puerta de su nuevo hogar, cerró los ojos y suspiró.
No tenía que haberlo dicho. La agonía en los ojos masculinos revelaba la verdad sobre el famoso «Corazón de Hielo». Mark se envolvía en una frialdad que se podía hacer añicos con sólo una caricia. Pero no era más que una delicada capa que ocultaba sus verdaderas emociones a un mundo que no quería ver, que no quería conocer al hombre que había detrás de la leyenda.
¡Qué tonta! Sabía que era demasiado pronto.
Si Mark volvía a tratarla así, no tendría que molestarse en despedirla: ella saldría huyendo como un conejo asustado.
Se apoyó en la puerta y trató de recuperar el aliento, y la sonrisa, quizá esperando que él fuera tras ella.
Pero no fue.
Claro que no. Porque él era Mark, y ella Shirley Temple, la niña que le había dado una toalla húmeda, o un par de vasos de agua, o unos abrazos. Sin embargo él recordaba lo poco que hizo por él y la buscó, encontrándola cuando ella estaba empezando a recurrir a medidas desesperadas para pagar el alquiler y poner comida en la mesa, con amenazas de los servicios sociales de llevarse a sus hermanos.
Desde que Brenda la reconoció en la entrevista de aquella mañana, Sylvie confirmó lo que sospechaba desde hacía tiempo. Que la familia de Mark lo quería, pero no lo entendía. Querían que fuera feliz, y así poder dejar de preocuparse por él. Lo que sentían por él era amor, pero no el amor que él necesitaba.
Igual que su hermano Simon, que no paraba de buscarle pareja y concertarle citas románticas con hombres agradables, hombres suaves y poco exigentes, pero hombres que no despertaban la menor emoción en ella.
–Deja de soñar –le decía siempre su hermano–. No volverás a verlo.
Pero ella prefería vivir sola a estar con otro hombre. Mark había sido su príncipe azul durante su infancia, y volvió a serlo en su juventud, al acudir en su ayuda y la de su familia. Y el príncipe de sus fantasías infantiles se convirtió en el héroe de su adolescencia. Y más adelante, cuando lo vio en los periódicos sensacionalistas, cuando vio el sufrimiento bajo la sonrisa forzada, Mark se convirtió en su amor, tan arraigado en su corazón que nunca lo había olvidado.
El «Corazón de Hielo» no era el niño que ella recordaba, el que pasó años junto al lecho de muerte de una niña con una enfermedad terminal, con la que incluso se casó en los momentos más difíciles. El niño que vomitó cuando se vio obligado a prometerle que buscaría otra mujer a quien amar, porque sabía que era una promesa que no podría cumplir.
Quizá lo único que quería era estar en paz con sus recuerdos, pero Sylvie también había hecho una promesa, una promesa en un lecho de muerte.
Y por eso ella, al llegar el momento, decidió dejar su hogar, su trabajo, y sobre todo su anonimato, para cumplir dicha promesa.
Porque ello podría ofrecer a Mark algo que él no tenía: un hogar, una amiga… y si era capaz de hacer un milagro, quizá pudiera ayudarlo a volver a disfrutar de la vida.
EL LUNES por la mañana Sylvie estaba en la cocina preparando el desayuno cuando sonó el teléfono. Mark estaba fuera haciendo jogging y ella contestó.
–Hola, ¿cómo va todo, Sylvie? –dijo Brenda con ansiedad al otro lado del teléfono.
–Bien.
–¿Qué tal está Mark? ¿Te ha dicho algo?
Sylvie se mordió el labio. Era su primer día de trabajo. La prudencia le aconsejaba tomarse su tiempo, pero siendo como era una bocazas, hizo exactamente lo contrario.
–Brenda, te agradezco que me ayudaras a conseguir el trabajo, pero lo que Mark diga quedará entre los dos. Y no se hable más. Necesito el trabajo, y no quiero arriesgarme a ser poco profesional, pero no permitiré intromisiones en…
–Sylvie, Mark te necesita –la interrumpió bruscamente Brenda–. Ya has visto cómo está. No es el muchacho que conociste.
–Nadie puede curarle –dijo Sylvie con un suspiro–. Eso es algo que tiene que hacer él. Pero hay una cosa que debe quedar clara. En ningún momento hemos hablado de llamarme para que te ponga al día. Yo sólo estoy aquí para cocinar y limpiar. Hace quince años que no lo veía, pero estoy segura de una cosa: tu ansiedad no va a ayudarlo, más bien todo lo contrario.
Tras un silencio, Brenda dijo con voz fría y distante:
–Lo siento, pero tú también estarías ansiosa si fuera tu hermano.
Y antes del que Sylvie pudiera responder, la hermana de Mark colgó el teléfono y la línea se cortó.
Sylvie suspiró y colgó el auricular.
–Gracias.
Sylvie se volvió en redondo. Mark estaba en la puerta entre la cocina y el comedor, con ropa de deporte que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, sudoroso, con el pelo castaño pegado a la cabeza, y jadeando.
–De nada –repuso ella, con el corazón a cien, como si acabara de estar corriendo con él–. Sé que me he pasado, pero tenía que pararle los pies. Ya sé que es tu hermana, pero si no hubiera seguido…
–Lo sé, hubiera seguido llamando –dijo él con resignación–. Lo único que me parece raro es que no hayan llamado ni venido ni mi madre ni mis otras hermanas. Y te lo advierto: se pondrán a husmear y husmear hasta que consigan lo que quieren –explicó, sorprendido consigo mismo por la confidencia.
–Estaré en la facultad –dijo ella tratando de mantener una actitud neutral–. Espero que no te moleste que haya venido a prepararte el desayuno.
–Por algo que huele tan bien, puedes venir antes del amanecer –dijo él antes de ir a ducharse y cambiarse.
Quince minutos más tarde, Mark daba buena cuenta del desayuno que le había preparado.
–Tendré la cena preparada a las siete –dijo ella cuando éste se levantó para irse.
–No suelo volver antes de las nueve –dijo él.
¿Trabajaba desde las siete de la mañana a las nueve de la noche?
–La tendré preparada para las ocho, por si acaso –dijo ella, y enseguida se arrepintió.
¿Cómo tenía la desfachatez de imponer nuevas normas en su casa?
Tal y como esperaba, Mark no respondió.
–¿Qué tal tu nueva señora de la limpieza?–preguntó su hermano Pete al terminar la reunión de la mañana.
–Dile a Bren que si quiere información, que me lo pregunte ella misma.
Glenn, su cuñado, se echó a reír y Pete sonrió.
–A mí no me cuelgas el rollo ése del «Corazón de Hielo», hermanito. Hemos compartido habitación –le recordó–, nos hemos peleado, y he mentido por ti cuando te ibas con Chloe a medianoche a inventar algo.
Glenn volvió a echarse a reír, y a Mark no le quedó más remedio que sonreír a su vez. Los tres hombres se conocían desde siempre y además trabajaban juntos.
–Bueno, ¿cómo es? Ya sabes que hoy mismo mamá llamará para preguntármelo.
Mark soltó un exagerado suspiro.
–Fue un flechazo a primera vista, nos hemos pasado toda la noche haciendo apasionadamente el amor y nos casaremos en cuanto tengamos un día libre. ¿Contentos?
Pete arqueó las cejas.
–Sólo quería preguntarte si cocina bien –dijo.
Mark se ruborizó.
–Prepara un desayuno para morirte, y tiene la casa perfecta –respondió. La tensión había ido aumentando a lo largo del fin de semana y ahora estaba a punto de estallar–. Y además dice todo lo que se debería callar, me llena la casa de cosas que hacen que parezca más suya que mía, y después dice algo tan encantador que no puedo decirle que no. No se porta como una empleada normal, pero no puedo despedirla porque… –no pudo callar–… es Shirley Temple –miró a los otros dos hombros y frunció el ceño–. ¿Os acordáis de aquella niña que su madre estaba muriéndose en el mismo hospital que Chloe? Desde entonces lo ha pasado muy mal.
Su hermano y su amigo asintieron, pero los dos tenían un brillo sospechoso en los ojos.
–La vi el otro día. Es una monada –dijo Glenn.
–Preciosa, si te gustan así –añadió Pete sonriendo–. Guapa y encantadora. Aunque a ti te dará igual. Siempre te han gustado las mujeres más sofisticadas.
Pete mentía, y los tres lo sabían. Mark refunfuñó algo entre dientes y salió de la sala de conferencias. Por el pasillo se aflojó el nudo de la corbata y fue a su refugio, el laboratorio del sótano donde nadie le molestaba a no ser que fuera una emergencia. Ni siquiera su madre.
¿Por qué estaba en casa a las siete y media?, se preguntó Mark al aparcar en el garaje.
Sylvie no era más que su señora de la limpieza, pero los buenos modales que le había inculcado su madre le obligaban a estar preparado para las ocho, la hora en que estaría lista la cena.
Entró por la puerta de la cocina y enseguida el olor del horno le hizo la boca agua. Olía a pasta, a queso y a ajo, y del salón llegaba el sonido de la música.
Al llegar a la puerta, se quedó paralizado. Sylvie estaba descalza, con unos vaqueros cortados y una camiseta sin mangas color lavanda, con el pelo recogido en una coleta, y los brazos estirados a una pareja invisible a quien miraba con expresión muy seria, con los labios fruncidos en un delicioso mohín, y moviendo la cabeza al ritmo de los pasos.
–Uno, dos, tres. Uno, dos, tres…
Al volverse hacia un lado, tropezó y perdió el paso.
Por adorable que fuera, bailar no era lo suyo.
Mark se detuvo tres veces antes de decidirse a cruzar el salón y meterse entre sus brazos.