Corazones unidos - Barbara Mcmahon - E-Book
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Corazones unidos E-Book

BARBARA MCMAHON

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Beschreibung

Una aventura de verano… ¿o un nuevo comienzo? Desde que los acantilados que rodeaban su hogar mediterráneo reclamaron la vida de su esposo, Jeanne-Marie Rousseau se había ocupado ella sola de su hijo pequeño, Alexander. Hasta que el atractivo Matthieu Sommer llegó para alojarse en su acogedor hostal, había logrado mantener su corazón a salvo. Alexander estaba encantado con Matt, y el brillo de sus ojos ayudó a Jeanne-Marie a volver a sonreír, aunque estaba segura de que el temerario escalador sólo quería una aventura de verano. Pero ¿y si los bailes a la luz de la luna y los paseos por la playa eran sólo el principio?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Barbara McMahon. Todos los derechos reservados.

CORAZONES UNIDOS, N.º 2434 - noviembre 2011

Título original: From Daredevil to Devoted Daddy

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-078-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

EL SONIDO de las olas acariciando la arena de la playa debería haber bastado para tranquilizar a Jeanne Marie Rousseau, pero no fue así. El sol, ya alto en un cielo sin nubes, destellaba sobre las aguas del mar Mediterráneo, que se extendía ante su mirada hasta el límite del horizonte. La playa de arena casi blanca que había ante la casa estaba salpicada aquí y allá por las sombrillas y toallas de los bañistas. Para un forastero, aquél sería un lugar perfecto en el que pasar unos días de descanso. St. Bartholomeus era un lugar ideal para aquéllos que buscaban liberarse unos días del frenético ritmo de la vida moderna. Vivir allí todo el año sería un auténtico sueño para muchos.

Para Jeanne Marie, aquél era su hogar. Un hogar feliz en ocasiones, pero que aquel día contenía un matiz de tristeza.

Aquel día era el tercer aniversario de la muerte de su marido. Aún lo echaba de menos con un dolor y una intensidad que nunca parecían mermar. Mezclada con aquellas sensaciones también había un resto de rabia por la despreocupación con que su marido se había enfrentado a la vida, arriesgándola cada vez que iba a escalar. Sin haber cumplido aún los treinta años, estaba viuda, tenía un hijo y era la dueña de un hostal que se hallaba a miles de kilómetros de su familia. Agitó la cabeza en un esfuerzo por alejar aquellos melancólicos recuerdos. Tenía muchas cosas por las que estar agradecida, y era ella quien había elegido su lugar de residencia. Sabía que no debería cuestionar sus decisiones una y otra vez, pero a veces echaba de menos la comida de los Estados Unidos, las discusiones familiares, los viejos amigos a los que tan poco veía…

Pero aquel pequeño trozo de tierra le recordaba tanto a Phillipe que no podía hacerse a la idea de abandonarlo. Allí pasaron varias vacaciones juntos, disfrutando del mar, explorando el pequeño pueblo, o limitándose a sentarse en el porche a contemplar la puesta del sol, satisfechos con estar juntos, sin sospechar que aquello no iba a durar siempre.

Y para Phillipe tenía la ventaja añadida de Les Calanques, los acantilados que ofrecían retos diarios a las alpinistas y los alpinistas de toda Europa.

Su hijo, Alex, estaba echando la siesta. Jeanne Marie estaba sola con su añoranza y sus recuerdos. Se tomó unos minutos para sentarse en el porche a recordar tiempos más felices. Lo peor de su dolor había pasado hacía tiempo. Ya era capaz de recordar la época en que convivió con su marido y lamentar la muerte de éste sin olvidar los aspectos más prácticos de la vida.

Habría regresado a los Estados Unidos tras la muerte de Phillipe, pero quería que su hijo conociera a sus abuelos. Alexander era todo lo que les quedaba a los padres de Phillipe de su único hijo, al margen de las fotografías tomadas a lo largo de los años. Sus propios padres acudían a visitarlos una temporada cada año, y el resto del tiempo se mantenían en contacto a través de los ordenadores. Además, tenían otros seis nietos. Los Rousseau sólo tenían a Alexander.

Y no es que a ella no le gustara Francia. Desde pequeña quiso estudiar allí, e incluso trabajar una temporada. No había planeado enamorarse de un apuesto francés, pero el amor había triunfado y llevaba más de una década viviendo en Francia. Los primeros años de su matrimonio fueron tan maravillosos…

¿Qué impulsaba a algunas personas a arriesgar la vida sólo por la emoción de hacerlo?, se preguntó por enésima vez. Phillipe solía decir que escalar montañas con cuerda y artilugios que minimizaran el daño que se hacía a las rocas, como si a la montaña fuera a preocuparle aquello, era un reto contra sí mismo.

Sin embargo, a ella le bastaba con tener una familia en que reinara el amor y el afecto. Nunca entendió la pasión de Phillipe, aunque él trató muy a menudo de tentarla con ella. Viajaron mucho por Europa, siempre con una montaña que escalar como destino. Las pocas veces que intentó escalar, asustada y torpe, pero deseando con toda su alma estar con él, sólo logró impacientarlo. Al final llegaron a la conclusión de que lo mejor sería que él fuera a hacer sus escaladas solo mientras ella se quedaba en casa.

Volvió de nuevo la mirada hacia los acantilados que tanto atraían a los alpinistas de todo el mundo. Muchos de ellos se alojaban en su hostal, al menos los que no querían disfrutar de la vida nocturna de Marsella. Phillipe siempre fue un montañero entregado; la vida nocturna y las fiestas que podían perjudicar al día siguiente su rendimiento en la escalada no eran para él. Muchos compartían aquella filosofía.

Jeanne Marie estaba agradecida por ello. No todas las madres tenían un medio de ganarse la vida que les permitiera estar con su hijo todo el tiempo. También sabía que no todos los escaladores encontraban la muerte ejercitando su pasión, pero seguía sin comprender qué impulsaba a aquellas personas a arriesgar sus vidas.

Pero había otras muchas cosas en la vida que no llegaba a comprender. Su momento de introspección había terminado. Había llegado el momento de prepararse para recibir a los huéspedes que iban a llegar a lo largo de las siguientes horas. Las siete habitaciones con que contaba su pequeño hostal estaban cubiertas. El negocio solía florecer en verano y era raro que hubiera alguna habitación vacía más de una noche. Llevaba una vida austera y frugal y se las arreglaba bien con lo que ganaba. Sin ser ni mucho menos rica, su hijo y ella llevaban una vida indudablemente cómoda.

Todas las habitaciones estaban preparadas. Sólo tenía que dar los últimos retoques, como sustituir las flores de las habitaciones de los huéspedes que habían llegado un par de días antes. Volvería a enfrentarse con sus agridulces recuerdos en otro momento. Tenía que prepararse para la llegada de los nuevos huéspedes.

Dos horas después Jeanne Marie estaba sentada en un taburete tras el mostrador que se hallaba a un lado de la sala de estar. Echó un vistazo a los cómodos sofás y sillas agrupados para que los huéspedes pudieran sentarse a charlar. Su hijo jugaba al sol cerca de las puertas correderas que daban al porche. No había una mota de polvo y el suelo de mármol brillaba sin el más mínimo rastro de arena, la pesadilla de su existencia.

Al escuchar el sonido del motor de un coche volvió la mirada hacia la parte delantera. Tan sólo faltaba por llegar un huésped que iba a acudir solo. En cuanto se ocupara de él tendría el resto del día bastante libre.

Unos momentos después vio por la ventana al huésped que, en lugar de acudir directamente a la entrada, se detuvo en el porche para observar el mar y los acantilados que se alzaban a la izquierda del hostal. Jeanne Marie aprovechó el discreto lugar que ocupaba el mostrador para observarlo. Tenía un porte de arrogante seguridad en sí mismo que normalmente no le gustaba. Los hombres franceses solían tener un alto concepto de sí mismos, pero lo cierto era que aquél tenía razones para ello. Debía de medir casi un metro noventa y tenía anchos hombros y piernas largas. Su oscuro pelo brillaba a la luz del atardecer; a pesar de que lo llevaba corto, se notaba su tendencia a rizarse.

Jeanne Marie echó un vistazo a su ficha. No lo acompañaban ni esposa ni hijos. ¿Estaría casado? ¿O estaría demasiado ocupado siendo el macho superlativo como para conformarse con una sola mujer?

La bolsa de viaje que llevaba no era grande. Había reservado la habitación para una semana. Al ver que seguía observando atentamente los acantilados, Jeanne Marie supo que había acudido a escalarlos. Lo imaginó haciéndolo; su estilizado y poderoso cuerpo podría enfrentarse con facilidad a las exigencias de la escalada.

Dejó el bolígrafo sobre la tarjeta de registro que tenía preparada en el mostrador y esperó. A pesar de que lo intentó, no logró apartar la vista del recién llegado. No había duda de que estaba en forma, pero la fuerza era una obligación para aquéllos que se atrevían a retar a la implacable montaña. Cuando el hombre se volvió para entrar en el hostal, se fijó en sus firmes labios y su fuerte mandíbula. Sus oscuros ojos escudriñaron la sala y se posaron un momento en Alexander. Luego, con el ceño ligeramente fruncido, se volvió hacia ella.

Su enérgica forma de caminar llamó la atención de Jeanne Marie. Se notaba que era un hombre acostumbrado a enfrentarse triunfalmente a la vida. Cuando la miró, Jeanne Marie captó un destello de evidente aprecio en sus ojos, y se sintió más consciente de ser mujer que hacía mucho tiempo. Lamentó no haberse tomado un momento para cepillarse el pelo y pintarse los labios…

Tonterías, se dijo con firmeza. Sólo era un huésped. Nada más. Aunque debía reconocer que se trataba de un huésped realmente atractivo. ¿Cómo se ganaría la vida? Tal vez fuera actor, o modelo, aunque no parecía lo suficiente consciente de su atractivo como para comerciar con él.

–Bonjour –saludó el recién llegado.

–¿Señor Sommer? –preguntó Jeanne Marie, negándose a dejarse cautivar por su profunda voz. Cuando se miraron, sintió que sus ojos ocultaban secretos y hablaban de dolor. Aquello la sorprendió, y despertó su curiosidad. ¿Quién era aquel hombre?

–Tengo una reserva.

–Por supuesto –Jeanne Marie deslizó la tarjeta hacia él para que la firmara. Al captar una vaharada de su loción para el afeitado experimentó una involuntaria reacción de añoranza. Estaba claro que llevaba demasiado tiempo sola; eso era todo. Reprimió sus reacciones y bajó la mirada hacia las manos del recién llegado. Eran fuertes y conservaban la marca de varias cicatrices, lo que hizo que resultara aún más interesante. Su vestimenta sugería que se trataba de un hombre de negocios, pero su actitud era la de un aventurero.

–¿Puede recomendarme un buen lugar para comer? –preguntó tras firmar.

–El Gato Negro –dijo Alexander mientras se acercaba al recién llegado–. Hola, soy Alexander, tengo cinco años y vivo aquí.

Matthieu Sommer bajó la mirada hacia el pequeño y lo miró un largo momento antes de hablar.

–¿Seguro que es un buen lugar?

Alexander sonrió y asintió enfáticamente.

–Siempre que salimos fuera a comer vamos al Gato Negro. Es el favorito de mamá.

–En ese caso, seguro que es bueno. Las mujeres siempre saben cuáles son los mejores sitios –contestó el señor Sommer en tono serio.

Alexander le dedicó una sonrisa radiante.

A Jeanne Marie le complació que hubiera hecho el esfuerzo de tomarse a su hijo en serio. Estaba claro que Alexander necesitaba un modelo de conducta masculino. Le hubiera gustado que su hermano Tom viviera cerca, o su padre, o sus primos. Tenía a su abuelo, por supuesto, pero éste ya era mayor y empezaba a encontrar agotadora la presencia prolongada de un niño a su alrededor.

Matthieu alzó la mirada hacia ella.

–¿Realmente es su restaurante favorito? –preguntó.

–Sí. Es excelente y asequible. Aunque puede que quiera probar en el Les Trois Filles. Tiene unas magníficas vistas de las tres formaciones rocosas conocidas como las doncellas. Supongo que ha venido a escalar –Jeanne Marie no pudo evitar cierto matiz de curiosidad en sus palabras.

–He venido a escalar. Tengo entendido que los acantilados suponen un auténtico reto y que las vistas son espectaculares –Matthieu Sommer observó un momento a Jeanne Marie y luego ladeó ligeramente la cabeza–. ¿Alguna recomendación?

Jeanne Marie se encogió de hombros.

–No se mate.

–Mi padre se cayó de una montaña –era evidente que Alexander quería meter baza, y Jeanne Marie lamentó haber hecho aquel comentario–. Si no, me habría enseñado a escalar.

–Eso pasó hace mucho, Alexander. Estoy segura de que el señor Sommer tendrá cuidado. Y recuerda que no hablamos con nuestros huéspedes de asuntos de la familia –dijo con delicadeza.

Matthieu Sommer miró al pequeño y luego a ella. Jeanne Marie se preguntó qué estaría pensando.

–Le he dado la habitación número seis. Está en una esquina y tiene unas magníficas vistas de Les Calanques –le entregó una llave y señaló las amplias escaleras que ascendían junto a una de las paredes–. Arriba a la izquierda.

–Merci –Matthieu Sommer tomó su bolsa de viaje y unos momentos después se perdía de vista por las escaleras.

Jeanne Marie suspiró, aliviada. El encuentro con el nuevo huésped le había hecho experimentar innumerables emociones. Prefería las familias con niños pequeños a los hombres solteros y atractivos que se sentían capaces de conquistar el mundo… sobre todo cuando el mero hecho de mirarlos afectaba a su equilibrio. Llevaba demasiado tiempo sola; eso era todo.

¿Qué habría causado el dolor que acechaba en la mirada de aquel hombre? ¿Y por qué habría decidido acudir al tranquilo St. Bart en lugar de elegir algún lujoso hotel en Marsella?

Con un suspiro, terminó de rellenar la ficha y trató de dejar de pensar en el huésped recién llegado.

René, el estudiante que tenía contratado por las tardes para que le echara una mano, no tardaría en llegar. En cuanto lo hiciera, y después de ponerle al tanto sobre los nuevos huéspedes, podría irse a la playa con Alexander.

Mientras esperaba, sus pensamientos volvieron a Matthieu Sommer. Debía de tener unos treinta y cinco años. Demasiado mayor como para no estar casado. Probablemente, su esposa no compartía su entusiasmo por la escalada, algo que ella podía comprender muy bien, aunque siempre había acompañado a Phillipe a sus escaladas. ¿Estaría soltero el guapo francés, o simplemente se habría ido de vacaciones solo?

Matt Sommer entró en la habitación número seis y miró a su alrededor mientras dejaba la bolsa en la cama. Era espaciosa, de techos altos y ventanales que llegaban hasta el suelo y ofrecían unas vistas magníficas. Un florero con flores frescas adornaba el tocador. Reconoció el valor de los esfuerzos que se había tomado la dueña del hostal, pero podría habérselos ahorrado. Para él, un dormitorio era meramente un lugar en que dormir. Cuando lograba hacerlo, claro.

Se acercó a la ventana y observó los acantilados que había acudido a escalar. Un amigo les había recomendado Les Calanques para escalar, pero Paul había preferido quedarse en Marsella. Él sabía que aquello equivalía a una intensa vida nocturna, algo nada recomendable para dedicarse a escalar por las mañanas. Aquella exigente actividad le permitía escapar al menos unos ratos del pasado. Mientras escalaba era lo suficientemente prudente como para saber que no estaba tratando de matarse. Pero si llegara a sucederle algo, que así fuera. No sería más que lo que se merecía.

Había reservado la habitación para una semana y planeaba dedicarse a la escalada libre con o sin Paul. Su amigo podía disfrutar de la vida nocturna de Marsella si quería. La primavera era una época tranquila en el viñedo. Nadie de su familia sabía dónde encontrarlo. Había dado instrucciones a su secretaria para que sólo se pusiera en contacto con él en caso de una emergencia real.

Se apartó del ventanal y ocupó una de las cómodas sillas que había junto a éste. Miró un momento la cama. Si se lo permitía, habría podido imaginar lo que Marabelle habría pensado de aquel dormitorio. Pero no se lo iba a permitir. Marabelle ya no estaba. Sin embargo, sabía que aquel lugar le habría parecido delicioso, y que le habría encantado estar alojada junto al mar.

Se levantó y, tras vaciar su bolsa y guardar la ropa en el armario, decidió que había llegado el momento de dar una vuelta por el pueblo y obtener alguna información sobre las mejores escaladas.

El hostal era más antiguo de lo que esperaba. Se preguntó cómo habría llegado a ser su dueña la joven viuda que lo regentaba. Era una mujer bonita y bastante cordial, un atributo necesario para dedicarse a aquel trabajo. Madame Rousseau parecía demasiado joven para estar viuda… aunque tampoco había una edad adecuada para quedarse viudo. Su hijo parecía encantador. ¿Sabría lo afortunada que era? Él habría dado cualquier cosa por que su hijo siguiera vivo, pero la dura realidad era que había muerto en el accidente de coche en el que también falleció su esposa. Un coche que conducía Marabelle, cuando debería haber sido él quien estuviera al volante. Trató de contener su angustia. Nada aliviaría nunca su dolor. El resto de su familia le había dado todo su apoyo tras el accidente, pero nada logró consolarlo. Nadie entendía. Ninguno de ellos había experimentado aquella clase de pérdida, la clase de pérdida que desgarraba incesantemente el corazón.

Pero la dueña del hostal sí podría entenderlo. Hasta cierto punto. ¿Cómo habría logrado sobrevivir?

Se preguntó si su familia le habría ofrecido la misma clase de consuelo cuando murió su marido. ¿Le habría servido de algo, o tan sólo habría querido que todo el mundo se fuera para quedarse a solas con su pena?

Aunque a él le daba igual. Era una mujer bonita, ¿y qué? Marabelle era preciosa. El amor había llegado velozmente y había acabado en un instante.

Estaba allí para tratar de recordar las actividades de las que disfrutó en otra época… y para olvidar, aunque sólo fuera unas horas de vez en cuando.

–Es hora de volver a casa para cenar –dijo Jeanne Marie a su hijo a última hora de la tarde.

–No quiero volver ya –protestó Alexander, que estaba jugando en la orilla.

–Se nos va a hacer tarde.

–¿No podemos ir al Gato Negro? Me apetece la comida que tienen allí.

Jeanne Marie se acercó al niño y revolvió cariñosamente su pelo.

–Pensaba preparar una ensalada y una sopa para cenar.

–Por favor, mamá. Es un día especial. Te he oído decir que el hostal está lleno, y eso siempre es bueno, ¿no?

Jeanne Marie rió al ver cómo imitaba lo que le había escuchado decir a su amiga Madeline.

–Sí, es bueno. Supongo que merece la pena celebrarlo comiendo fuera, ¡pero no antes de que te hayas quitado la arena de los pies y te hayas cambiado!

Alexander ni siquiera sabía que era el aniversario de la muerte de su padre. Jeanne Marie se alegraba en parte de ello, pero lamentaba los pocos recuerdos que iba a tener de su padre, que lo había adorado.

Con un grito de alegría, el niño salió corriendo hacia el hostal. Jeanne Marie lo siguió, sonriente. Al entrar saludó con un gesto al estudiante que se hallaba tras el mostrador de recepción. Jeanne Marie solía aprovechar al máximo las tres horas libres que tenía al día gracias a la presencia de René.

–¿Va todo bien?

–Tan tranquilo como siempre –respondió René. Era un joven aficionado a la lectura y siempre tenía un libro en las manos, pero también era muy efectivo trabajando.

–Vamos a salir a cenar fuera –dijo Jeanne Marie.

El joven asintió y volvió a concentrarse en la lectura.

Ya eran las seis cuando Jeanne Marie y su hijo se encaminaron al centro del pueblo. Sólo estaban a primeros de mayo, pero ya hacía suficiente calor como para que los turistas disfrutaran del sol y la playa. El pueblo estaría lleno a finales de aquel mismo mes.

Estaban a punto de entrar en el Gato Negro cuando Alex exclamó:

–¡Ahí viene uno de nuestros huéspedes!

Jeanne Marie volvió la cabeza y contuvo el aliento al ver que Matthieu Sommer se encaminaba hacia ellos. Hizo un esfuerzo por sonreír. Era evidente que su último huésped había seguido el consejo de Alexander.

Al llegar hasta ellos, Matthieu rodeó a Jeanne Marie para abrir la puerta del restaurante y se apartó para dejarlos pasar.

–He seguido vuestro consejo y he decidido venir aquí a cenar –dijo mientras entraban.

Jeanne Marie asintió a la vez que tomaba a Alexander de la mano.

–Creo que le gustará.

–¿Vas a comer con nosotros? –preguntó Alexander.

–No –dijo Jeanne Marie rápidamente. Al darse cuenta de que su rápida negativa podía haber resultado un tanto grosera, trató de sonreír–. Estoy segura de que el señor Sommer no está interesado en compartir la mesa con un niño de cinco años.

Matthieu inclinó un poco la cabeza.

–No soy la mejor compañía.

Jeanne Marie asintió y se volvió hacia el maître, que se había acercado al verlos.

–¿Sólo usted y Alexander? –preguntó.

–Sí –Jeanne Marie miró a su huésped–. Que disfrute de su cena.

No le decepcionó que hubiera preferido no comer con ella. Normalmente no solía relacionarse con los huéspedes, y seguro que un hombre como aquél no estaría interesado en la charla de un niño de cinco años. A pesar de todo, le habría gustado que hubiera hecho caso omiso de su comentario y hubiera dicho que le gustaría comer con ella… con ellos.

Una vez sentados, echó un vistazo al menú a pesar de saber ya lo que iban a pedir.

Matthieu Sommer ocupó una mesa cercana. Repentinamente consciente de su presencia, Jeanne Marie trató de concentrarse en el menú. Afortunadamente, el señor Sommer se había sentado de espaldas a ellos, de manera que podía arriesgarse a mirarlo sin que la viera. ¿Por qué le intrigaba tanto aquel hombre? No era especialmente amistoso; de hecho, parecía llevar un cartel en la frente en el que decía: Mantenga las distancias. No sabía si le gustaba o no, pero lo que estaba claro era que había captado su interés.

–Quiero pollo –dijo Alex.

–Como siempre. Y yo tomaré quiche.

–Como siempre –repitió Alex, sonriente.

Jeanne Marie cerró el menú y lo dejó en la mesa. Miró de reojo a Matthieu Sommer y lamentó no haberle pedido que comiera con ellos. Así podría haber averiguado más cosas sobre él… y se habría dado cuenta de que no tenían nada en común. Además, si hubiera comido con ellos, seguro que se habría quedado tan muda como una adolescente enamorada.

Tras pedir la comida, y mientras esperaban a que les sirvieran, Alexander sacó un par de cochecitos que siempre llevaba consigo y se puso a jugar con ellos en la mesa. Jeanne Marie agradeció la distracción. Tenía que dejar de mirar a su nuevo huésped que, tras pedir la comida, había empezado a echar un vistazo a unos folletos que llevaba consigo. Jeanne Marie supuso que eran los que tenía en el hostal. Uno de ellos era sobre las tiendas para pescadores, otro sobre Les Calanques y un tercero sobre las tiendas de deporte locales, que surtían de material a los escaladores.

–¿Podré llevarme los coches cuando vaya a la escuela en septiembre? –preguntó Alexander.

–Probablemente no. Tendrás que prestar atención en clase para aprender todo lo que puedas –contestó Jeanne Marie, diciéndose que debía prestar atención a su hijo e ignorar al señor Sommer.