Puerta con puerta - Barbara Mcmahon - E-Book
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Puerta con puerta E-Book

BARBARA MCMAHON

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Beschreibung

La violinista Angelica Cannon llegó a Smoky Hollow con una mochila y su violín para intentar volver a sentir pasión por la música… no para enamorarse del soltero más atractivo del pueblo, Kirk Devon. Los pantalones vaqueros y el encanto de Kirk no se parecían en nada a los atributos de los estirados hombres de negocios de Nueva York. ¡Pero sus cálidos ojos marrones habían logrado que el alma de ella volviera a estar en armonía! La urbanita Angelica había caído prendida ante los encantos de Smoky Hollow… y estaba quedando hipnotizada por el hechizo de Kirk.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Barbara McMahon.

Todos los derechos reservados.

PUERTA CON PUERTA, N.º 2414 - agosto 2011

Título original: Angel of Smoky Hollow

Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-706-8

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

EPÍLOGO

Promoción

CAPÍTULO 1

ANGELICA Cannon se bajó del autobús y llegó a otro mundo. Arrastró su mochila por las escalerillas del vehículo y se aseguró de que la preciada funda de su violín no chocara con nada. Hacía mucha humedad y calor. Los árboles que había en la calle no ofrecían mucha sombra.

Se había marchado sin decirle a nadie a dónde iba. Había sacado una cuantiosa suma de dinero de su cuenta bancaria antes de comprar un billete de autobús con destino al sur.

Tres pares de ojos la observaron. Dos de ellos pertenecían a dos hombres de más o menos ochenta años, de pelo canoso y que estaban vestidos con una ropa que parecía haber sido diseñada durante la Gran Depresión. Estaban sentados en unas mecedoras, pero tenían el cuerpo muy rígido, como si el observar a la gente bajarse del autobús fuera demasiado importante como para perdérselo al balancearse en la mecedora.

El tercer par de ojos provocó que ella contuviera la respiración y que fuera incapaz de alejarse del autobús, incapaz de respirar. El poseedor de aquella intensa mirada estaba apoyado de manera casual en una de las columnas que daban soporte al techo de la estación.

Oscuros y peligrosos, sus ojos reflejaban una gran masculinidad. Llevaba su ondulado pelo negro más largo que el de los hombres con los que ella se relacionaba normalmente. Podría ser el nieto de los otros dos señores; seguramente no tendría más de treinta años. Al mirarlo y ver lo musculoso que era, casi se atragantó con su propia saliva. Le aturdió el brillo de sus ojos y la manera en la que le devoró el cuerpo con la mirada. Se le aceleró el corazón y su sofisticada apariencia se desvaneció durante unos segundos. Nunca antes había sentido una atracción sexual tan intensa.

Respiró profundamente y se acercó al trío que estaba en la terminal de autobuses, donde también había una tienda y una gasolinera.

De hombros anchos, brazos y pecho musculosos, aquel cautivador hombre no podía ocultar su estupendo cuerpo bajo la ceñida camiseta azul que tenía puesta, camiseta que llevaba combinada con unos pantalones vaqueros y unas botas de motociclista. Tenía la cara angulosa y oscura. Jamás en la vida había visto algo tan bello. Sintiéndose aún más alterada, deseó poder comprobar el estado de su maquillaje, de su pelo y de su ropa, así como encontrar algo interesante que decir para impresionarlo con su inteligencia y sofisticación.

Ropa… Miró la que llevaba puesta. La camiseta y los pantalones vaqueros que había elegido para el viaje conjuntaban, pero aquél no era su estilo habitual. De hecho, apostaría lo que fuera a que su madre ni siquiera sabía que tenía un par de pantalones vaqueros.

¡Pero no quería pensar en su progenitora! Había decidido marcharse para replantearse la relación con sus padres, su trabajo y lo que quería hacer con su futuro.

–¿Te has equivocado de parada, cielo? –le preguntó el hombre al verla acercarse al porche.

Angelica casi se desvaneció ante el profundo tono de voz y el dulce acento sureño de aquel extraño. Estuvo a punto de pedirle que hablara más. Pero decidió simplemente contestar.

–¿Es esto Smoky Hollow, Kentucky?

–Sí –respondió el hombre.

–¡Qué guapa! –dijo uno de los ancianos como si ella no estuviera delante.

–¿Por qué está aquí? ¿Es familiar de alguien que conozcamos? –preguntó el otro señor.

–Precisamente eso es lo que yo iba a preguntar –aseguró el fascinante joven, apartándose de la columna de una manera muy masculina.

Angelica se preguntó a sí misma si sus hormonas habían sufrido algún extraño tipo de alteración desde que había cruzado la frontera del Estado. Quería acercarse al hombre y coquetear con él.

¿Coquetear? Jamás había hecho nada parecido en toda su vida.

–¿Puedo ayudarte? –le preguntó él–. Soy Kirk Devon y conozco a casi todo el mundo de por aquí. ¿A quién has venido a ver?

–A Webb Francis Muldoon –contestó ella.

Kirk ladeó ligeramente la cabeza y la miró fijamente a la cara.

–Webb Francis no está aquí.

Angelica tragó saliva. Estupendo. Había recorrido cientos de kilómetros para ver a un hombre que ni siquiera estaba allí. Se sintió invadida por una gran incertidumbre.

–¿Cuándo regresará?

–No lo sé con certeza. Tal vez en un par de días. Quizá más tarde. ¿Qué quieres de Webb Francis? –quiso saber Kirk, acercándose a ella.

Angelica quiso dar un paso atrás. Aquel tal Kirk era llamativamente alto, pero no era sólo su altura lo que llamaba la atención de él. Tenía una bonita cintura estrecha, unas piernas largas y unos anchos hombros que aparentaban gran fortaleza. Denotaba una masculinidad a la que ella no estaba acostumbrada. Estaba fascinada… y abrumada.

–Prefiero explicárselo al señor Muldoon en persona –respondió con frialdad.

En ese momento la puerta del viejo autobús se cerró y éste comenzó a alejarse por la calle.

Angelica observó como se marchaba, tras lo que volvió a mirar al hombre que tenía delante.

–Parece que tu medio de transporte se ha marchado y te ha dejado aquí. Webb Francis está en el hospital de Bryceville. Tiene neumonía –explicó Kirk.

–Está enfermo… –respondió ella.

El profesor Simmons le había asegurado que sería bien recibida por Webb Francis. Nadie sabía nada de su enfermedad.

–¿Es amigo tuyo? –preguntó Kirk Devon, analizándola con la mirada.

–Es amigo de… un amigo –contestó Angelica, guardando silencio a continuación. No debía confiar en nadie. Miró de nuevo el autobús y se preguntó a sí misma dónde estaría Bryceville.

–¿Tienes algún lugar donde quedarte? –quiso saber Kirk.

Ella negó con la cabeza. Había pensado que Webb Francis le recomendaría algún hospedaje. Sabía que el profesor Simmons le había escrito una carta a su viejo amigo para explicarle toda la situación. La llevaba en su mochila. Debía entregársela al señor Muldoon una vez lo conociera. Miró a su alrededor y se enderezó. Había viajado por Europa y vivía en Manhattan, por lo que pensó que podría arreglárselas en un pequeño pueblo de Kentucky.

–¿Hay algún hotel cerca? –preguntó.

–Hay una casa de huéspedes, la de Sally Ann –contestó él–. Puedes quedarte allí esta noche y decidir qué hacer. No creo que Webb Francis vaya a regresar a casa antes de una semana. ¿Vas a quedarte mucho tiempo?

En ese momento se acercó aún más a ella, casi de manera intimidante. Intentó tomar la funda del violín para ayudarla, pero Angelica la apartó bruscamente y se echó para atrás.

–Puedo arreglármelas sola. Simplemente indícame qué dirección debo seguir.

Una gran tensión se apoderó de la atmósfera en ese momento. Kirk la miró con dureza, pero de inmediato esbozó una leve sonrisa y se relajó. Aquella sonrisa le alteró a ella los sentidos y fue consciente de que él sólo parecía un tipo inofensivo que quería ayudar. Pero no se sentía tranquila. Kirk era demasiado sexy. No podía superar la atracción que sentía por él, que tenía una sonrisa absolutamente arrebatadora.

Pero caer rendida ante el primer hombre atractivo que se encontrara en el camino no entraba en sus planes. Se colocó la mochila al hombro y lo miró fijamente. Aparte de ella, nadie tocaba su valioso violín.

–Entonces te llevaré la mochila –dijo Kirk, agarrándola antes de que Angelica pudiera evitarlo–. No puedo permitir que una señorita lleve tantas cosas pesadas –añadió, dándose la vuelta e indicándole que lo siguiera.

Anduvieron bajo el sol. Ella pensó que si hubiera sabido el calor que hacía en Kentucky en verano habría… En realidad no sabía qué hubiera hecho. Miró a su acompañante y le enojó mucho que no pareciera afectado por las altas temperaturas. Si el paso al que andaba suponía alguna indicación, no parecía ser consciente del calor… mientras que ella estaba quedándose sin aliento.

–No me has dicho cómo te llamas –comentó él tras unos momentos.

–Angelica Cannon –respondió ella, segura de que nadie de la zona habría oído su nombre.

Mientras miraba a su alrededor, sintió como si hubiera dado un salto en el tiempo. En aquel pueblecito no había mucho entretenimiento ni acción. Pero al mismo tiempo sintió una curiosa sensación de libertad al saber que la gente del lugar sólo llegaría a conocer de su vida lo que ella decidiera compartir con ellos. Si quería, podía ser una persona completamente anónima.

–Has dicho que Sally Ann tiene una casa de huéspedes, ¿verdad? –dijo, comenzando a sentirse agradecida con Kirk por llevarle la mochila. ¡Tenía tanto calor!

El arcén por el que iban andando era muy estrecho y estaba muy sucio.

–Así es. Prepara los mejores crepes de este lado del Mississippi. Cualquier mañana dile que quieres comerlos y te pondrá un montón en el plato. Pareces necesitar una buena comida casera.

Angelica frunció el ceño. Se preguntó si aquello había sido un comentario malintencionado acerca de su delgada figura. Quizá él pensaba que las mujeres necesitaban más curvas para ser atractivas. Pero a ella no debía importarle. Kirk era un tipo provinciano, no era artista ni músico.

Había salido de viaje en medio de la noche ya que no había querido enfrentarse a sus padres. ¡Éstos habían hecho tanto por ella! Sólo querían lo mejor. Sería una ingrata si les recriminara algo. No estaba dándole la espalda a su vida. Le gustaba la música, era sólo que… necesitaba un descanso. Estaba cansada.

Por mucho que lo intentara, sus padres jamás la escuchaban. Siempre la atosigaban y le decían que sabían lo que era mejor para ella, que casi tenía veinticinco años. Seguro que sabía lo que le convenía mejor que ellos.

Cuando por fin llegaron a la casa de huéspedes, vio que ésta se encontraba enclavada en una vieja casa que impresionaba mucho. Tenía un porche muy ancho, buhardillas con persianas verdes y un jardín con un césped maravilloso. La vivienda estaba rodeada de arbustos con flores.

Kirk entró en el porche y llamó a la puerta mosquitera de la casa. Un momento después, una mujer apareció en el vestíbulo de entrada. Estaba secándose las manos en un paño de cocina.

–Kirk, ¡qué ilusión verte! ¿Ocurre algo?

–Hola, Sally Ann. Te he traído una huésped.

–Ya veo –dijo la mujer, abriendo la puerta mosquitera y saliendo al porche. Miró a Angelica con curiosidad–. ¿Estaba esperándola? –preguntó, inclinando ligeramente la cabeza y sonriendo. Colocó el paño en la parte de arriba de su delantal.

Angelica negó con la cabeza.

–El señor Devon me ha dicho que admite huéspedes. He venido a ver a Webb Francis Muldoon, pero al llegar me he enterado de que no está aquí.

–No, pobre hombre, está muy enfermo. Mae fue a verlo esta mañana. Evelyn y Paul van a ir mañana.

¿Cuándo vas a volver a visitarlo, Kirk?

–Tal vez mañana lleve a esta joven a verlo, si es lo que quiere –contestó él, mirando a Angelica.

Ella lo analizó con la mirada durante algunos segundos. Su sentido común le advirtió que se mantuviera alejada de aquel hombre. Pero lo cierto era que si él le ofrecía llevarla, no tendría que volver a montarse en el autobús local…

–Te pagaré la gasolina para el viaje a Bryceville –dijo, mirando fijamente a Kirk.

–No si yo voy a ir de todas maneras –contestó él, frunciendo el ceño–. Saldré sobre las diez. Nos veremos en la tienda de la estación de servicio –añadió, dándose la vuelta y esbozando una gran sonrisa ante Sally Ann–. Cuídala. No está acostumbrada a Kentucky.

Entonces le dio a Angelica su mochila.

Ella no podía discutir aquello; se sentía como una extraña en un planeta diferente. Estaba acostumbrada al asfalto, al tráfico y a los edificios altos.

Antes de poder siquiera darle las gracias a su reacio guía, se dio cuenta de que él se había dado la vuelta y de que estaba alejándose por el mismo camino por el que habían llegado.

–Gracias –dijo en voz alta para que pudiera oírla.

Pero Kirk no pareció reconocer su agradecimiento.

–No puede oírte –explicó Sally Ann, tuteándola–. Pasa. Tengo una habitación muy agradable en la parte de delante de la casa. Por la noche es fresquita ya que le da la brisa.

Angelica asintió con la cabeza y siguió a su anfitriona al interior de la vivienda.

Los altos techos de la casa lograban que la temperatura dentro fuera tolerable. Era un alivio poder ocultarse del sol. Al subir a la planta de arriba por unas escaleras que chirriaban a cada paso que daban, se preguntó cuántos años tendría aquella edificación.

–Aquí está. ¿Qué te parece? –preguntó Sally Ann cuando entraron en una espaciosa habitación con amplias ventanas.

–Es muy agradable –respondió Angelica, observando la estancia.

Era muy diferente a su elegante apartamento de Manhattan, donde había sofás de cuero y modernas obras de arte en las paredes. Aquel dormitorio era cálido y acogedor. Le gustaba.

–La cena se sirve a las seis. Si no quieres comer aquí, hay un buen restaurante en el pueblo.

–Me gustaría cenar aquí –comentó Angelica, dejando la mochila en el suelo. A continuación apretó contra su pecho la funda de su preciado violín. Era lo único que le resultaba familiar en aquel momento.

Kirk regresó al pueblo. Decidió telefonear a Webb Francis en cuanto tuviera un teléfono a mano. Se preguntó si conocería a Angelica Cannon. Cuando lo había visitado el día anterior, el hombre no había parecido preocupado sobre ninguna visita. Se planteó qué podría tener en común una mujer joven de la que nadie había oído hablar con Webb Francis… aparte del violín. Webb Francis era un excelente violinista; en los festivales de música que se celebraban por la zona era conocido por su talento. Tal vez Angelica era una aspirante a estudiante.

Melvin y Paul todavía estaban sentados en el porche de la estación de servicio. Se les había unido un par de hombres más del pueblo. Estaban esperándolo. Cuando lo vieron, comenzaron a preguntarle acerca de la mujer que había ido a visitar a Webb Francis.

–No sé más de lo que ya sabéis vosotros. Pero mañana voy a llevarla a verlo. Tal vez averigüe qué quiere –dijo, tras lo que charló un par de minutos más con los vecinos.

Entonces se marchó a su casa. Hacía mucho calor. A finales de julio siempre hacía calor en Kentucky. En la siguiente ocasión que fuera al centro del pueblo lo haría en su motocicleta.

Cuando por fin llegó a su casa, se acercó al teléfono. Telefoneó a Webb Francis al hospital.

–¿Estás esperando a una tal Angelica Cannon? –le preguntó tras comprobar que su amigo estaba mejorando.

–¿Quién?

–Una mujer que lleva un violín, una mochila, unos pantalones vaqueros y que es muy reservada.

–No la conozco. Según puedo recordar, nadie iba a venir a verme.

–Pues ella dice que esperaba verte. Supongo que va a intentar convencerte de que le des clases.

Webb Francis comenzó a toser. Estuvo haciéndolo durante largo rato.

–No voy a hacerlo. Dile que se marche.

–Mañana voy a llevarla a verte.

–No me apetece hablar con ninguna estudiante. Los médicos ni siquiera pueden decirme cuándo podré irme a casa.

–Tranquilo. Veremos cómo te encuentras mañana. La mujer va a quedarse esta noche en la casa de huéspedes de Sally Ann. Si no te apetece recibirla, puede volver cuando te recuperes. ¿Necesitas algo?

Webb Francis volvió a toser.

–No, estoy bien. Será agradable verte, Kirk, aunque no sé si quiero verla a ella.

–No te angusties. Yo me ocuparé de todo.

–Siempre lo haces. ¡Qué bien nos ha venido a tu abuelo y a mí que regresaras a casa!

Kirk miró por la ventana los árboles que rodeaban su vivienda. Pensó que su regreso había tenido cosas buenas y malas. Si no hubiera vuelto a casa, podría creer que Alice estaba esperándolo.

–Mañana nos vemos –dijo antes de colgar.

El mantenerse ocupado lo ayudaba a apartar de su mente los recuerdos. Se levantó y se dirigió al taller que había detrás de su casa. Aquella tarde podría trabajar bastante. Incluso también por la noche. Y quizá podría pensar un poco en la extraña que parecía triste, perdida y levemente asustada. Era todo un enigma. Normalmente no iban muchos extraños a Smoky Hollow. Los pantalones vaqueros y la camiseta que había llevado aquella tal Angelica era ropa que podría ponerse cualquier persona, pero sus facciones de porcelana y sus grandes ojos azules reflejaban algo diferente. Tenía una maravillosa piel blanca y un bonito pelo rubio, muy liso y brillante. Lo había llevado arreglado en una coleta y se preguntó qué aspecto tendría suelto alrededor de su delicada cara…

Negó con la cabeza. No debía interesarse por nadie. Sabía perfectamente que cualquiera que fuera su historia, aquella joven no se quedaría mucho tiempo en Smoky Hollow. Y él ya había tenido suficientes problemas con las mujeres en el pasado. Siempre había faltado algo. Aunque ya no pensaba en ello. Le gustaba su vida tal y como era en aquel momento. No tenía complicaciones ni problemas.

Pero era un poco solitaria…

Apartó aquel pensamiento de su cabeza en cuanto entró en el taller. Había construido él mismo tanto la casa como el taller. Había realizado muchos proyectos de edificación durante los años, proyectos que le habían dado la capacidad para hacerlo. Por fuera, ambas edificaciones parecían meras cabañas de madera, pero por dentro había utilizado una carpintería excelente para darle a la vivienda un aspecto estiloso y crear un espacio cómodo. El taller era otro asunto ya que había querido crear un lugar completamente práctico donde trabajar.

Encendió la luz, aunque por las grandes ventanas de la estancia entraba mucha luz natural. En el centro de la sala se encontraba el trozo de madera esculpida con el que estaba trabajando. Medía un metro y medio. Representaba a una madre con un bebé en brazos y un niño aferrado a su rodilla. Creaba la ilusión de la maternidad sin especificar facciones ni edad.

Ya había terminado con el tallado. Dio la vuelta alrededor de la escultura para analizarla desde todos los ángulos. Le quedaba por terminar la última fase; pulirla hasta que fuera tan suave como el cristal y aplicar el tinte que haría surgir el brillo natural de la madera. Tenía que darle vida a la escultura. Tomó el primer papel de lija y comenzó a lijar la parte de detrás de la obra.

Absorto por el trabajo, no se dio cuenta de la cantidad de tiempo que había transcurrido hasta que sintió hambre. Miró su reloj y le sorprendió que fuera más de medianoche. No había comido nada desde el mediodía. Había llegado el momento de tomarse un descanso. Tiró a la basura el papel de lija que estaba utilizando y observó la escultura. Se sintió satisfecho. Sabía que Bianca querría tenerla en su galería. Al día siguiente tomaría algunas fotografías para enviárselas. En cuanto acordaran un precio, le mandaría la obra.