Un regalo de amor - Barbara Mcmahon - E-Book
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Un regalo de amor E-Book

BARBARA MCMAHON

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Beschreibung

¡Una niñera que hace milagros! A Stacey Williams le encantaban los niños y viajar, así que no se lo pensó dos veces cuando el atractivo Luis Aldivista le ofreció cuidar a sus adorables gemelos en España. Lo único que el guapísimo viudo quería era ver a sus hijos sonreír de nuevo, pero el entusiasmo que la niñera sentía por la vida era contagioso. Stacey sabía que podía hacer reír a los niños, aunque sería mucho más difícil conseguir que el melancólico Luis abriera su corazón. A pesar de que era una empleada temporal, Luis empezó a desear que se quedara… ¡como su mujer!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Barbara McMahon. Todos los derechos reservados.

UN REGALO DE AMOR, N.º 2486 - octubre 2012

Título original: The Nanny and the Boss’s Twins

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1100-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

STACEY Williams miró el reloj por décima vez. Aún faltaban unos minutos para la hora acordada pero, de todos modos, examinó a los pasajeros que pasaban a su lado en la terminal internacional del aeropuerto JFK. Estaba en el mostrador de facturación correcto, pero no tenía billete. Su nuevo jefe se lo daría.

Para buscar a Luis Aldivista concentró la atención en los hombres con niños, ya que reconocería a los gemelos y a su padre tras haberlos visto el día anterior. ¿Los acompañaría su niñera habitual al aeropuerto? ¿O Luis esperaría que ella se hiciera cargo de los niños inmediatamente? La reunión del día anterior había sido breve y a Stacey se le habían ocurrido diversas preguntas después de que se acabara.

Al ver a un matrimonio con tres niños, sintió envidia. La única familia que tenía era su hermana pero, un día, le gustaría enamorarse, casarse y formar una familia numerosa. Por eso trabajaba de niñera, aunque no era lo mismo cuidar hijos ajenos que criar a los propios.

El aeropuerto estaba atestado de gente, pues era el comienzo de las vacaciones de verano. Stacey volvió a consultar el reloj y, al alzar la vista, vio a Luis con los dos niños de la mano. Un mozo los seguía con el equipaje. Volvió a sorprenderle que Luis no pareciera el típico español. En vez de tener el pelo negro, lo tenía castaño claro. Era alto y estaba en forma, pero la mandíbula prominente y los labios finos y apretados no concordaban con la imagen del latino fogoso y apasionado que, al susurrarle palabras al oído, hacía que una mujer se sintiera especial.

Luis no se parecía en absoluto a sus fantasías.

Él la divisó y dijo algo a los niños. Stacey se preguntó cómo lograría distinguirlos, ya que físicamente eran idénticos, aunque de distinta personalidad. Juan era mucho más extravertido que su hermano Pablo.

Se dirigió hacia ellos con su bolsa de equipaje colgada al hombro.

–Señor Aldivista –dijo al acercarse.

–Ya veo que es puntual.

Ella asintió y sonrió a los niños, que se aferraron a la mano de su padre con expresión de recelo.

–Niños, saludad a la señorita Williams.

–No quiero irme –se quejó uno de ellos.

–No necesito a una niñera –protestó el otro.

Stacey se había dado cuenta en la entrevista del día anterior de que le iban a dar mucho trabajo, pero esperaba estar a la altura del desafío.

Al presentarse a la entrevista, lo primero que le había dicho Luis Aldivista había sido que era muy joven para ser la niñera de sus hijos, aunque fuera de manera temporal para su viaje a España. Stacey creyó que la iba a rechazar, pero como se marchaban al día siguiente no había mucho que pudiera hacer.

Ella le dijo que era licenciada en Educación Infantil, cosa que él ya sabía pues Stephanie, la encargada de la agencia, le había informado de su currículum.

–Dejad de comportaros así –Luis apretó aún más los labios. Después miró a Stacey–. Espero que este viaje no sea un error. Aún no hemos embarcado y ya están causando problemas.

–Deje que me ocupe yo de ellos. Para eso me ha contratado –dijo ella alegremente al percibir que aumentaba la tensión. Normalmente le gustaba pasar más tiempo con los niños que iba a cuidar que los diez minutos de una entrevista, pero esa vez no había sido posible porque justo el día anterior había acabado otro trabajo–. ¿Me decís otra vez cómo os llamáis?

–Yo, Juan –dijo el niño de la izquierda–. Y él, Pablo.

–¿Tenéis ganas de montaros en el avión?

–No quiero irme.

–No quiero estar contigo. Quiero que venga Hannah –dijo Juan mirando a su padre.

–Ya os he dicho mil veces que Hannah no puede venir. Stacey os cuidará mientras estemos de vacaciones –afirmó Luis con impaciencia–. Vamos a facturar el equipaje.

Al cabo de unos minutos, todo estaba facturado salvo el ordenador portátil de él y la bolsa de viaje de ella.

La idea de crear una agencia de niñeras para las vacaciones había sido de Stacey. Su hermana, Savannah, y ella la habían abierto cinco años antes con la idea de que las familias que necesitaran una niñera temporal pudieran encontrarla allí. Tras el primer año se habían dado cuenta de que era un negocio floreciente y habían tenido que ampliarlo contratando a más niñeras. Dos años después se habían trasladado de oficina y habían contratado a Stephanie para que lo coordinara todo. La agencia tenía una excelente reputación y más trabajo del que podían llevar a cabo.

Stacey miró a los niños. No eran dulces y encantadores como los de su trabajo anterior. Se quejaban, se contradecían entre ellos sin dejar de hablar y tiraban constantemente de la mano de su padre, como si quisieran soltarse.

Después de pasar el control de seguridad, Luis se dirigió a Stacey.

–Tengo que hacer una llamada. Quédese con ellos, por favor. Nos veremos en la puerta de embarque.

Ella agarró la mano de los niños.

–No quiero irme contigo –dijo Juan. ¿O era Pablo? Tenía que hallar la forma de distinguirlos.

–Vuestro padre volverá antes de que embarquemos. Vamos a buscar la puerta.

–No quiero ir a España –dijo Pablo.

–Yo nunca he estado. ¿Y tú?

El niño negó con la cabeza.

–Quiero que venga Hannah.

–Hannah se ha ido de vacaciones –les explicó ella.

–Ella es nuestra niñera, no tú.

–Quiero irme con ella de vacaciones –dijo Juan.

–Vais a ver a vuestra bisabuela y Hannah va a ver a su familia. Yo iré con vosotros y os cuidaré mientras estéis de vacaciones.

Los dos hicieron un mohín y ella tuvo que dejar de mirarlos para que no la vieran sonreír. Los gemelos solían ser adorables, y aquellos probablemente lo serían cuando los conociera mejor.

Encontró la puerta de embarque y se sentó con los niños a esperar a que su padre volviera. ¿Estaría Luis Aldivista preocupado por cómo se iban a llevar los cuatro? ¿O sería el típico adicto al trabajo que no prestaba atención a sus hijos?

Luis Aldivista escuchó lo que le decía su jefe de ventas acerca de las negociaciones. Hacía algunos años, había creado un programa informático para que los médicos se comunicaran con los hospitales donde trabajaban, y el negocio se estaba ampliando a otras zonas del país, por lo que quería estar al tanto de cómo iba todo.

Era importante, y le hubiera gustado convencer a su abuela de ello, pero ella le había pedido que fuera y, como le debía mucho, no había podido negarse. Era la primera vez que le pedía que volviera a España desde que los niños habían nacido, aunque los había visitado varias veces, por lo que ya conocía a los gemelos.

Pero los niños nunca habían estado en lo que él siempre consideraría su hogar.

De todos modos, el momento era pésimo.

Al terminar de hablar por teléfono, miró el reloj. Se tomó un café y se dirigió a la puerta de embarque. Vio enseguida a la niñera y a sus hijos. Hablaba con ellos, y los niños parecían estar portándose bien.

Stacey lo vio y le sonrió.

–¿Todo bien en la oficina? –le preguntó.

–No es el mejor momento para irse de vacaciones. Me necesitan aquí.

De todos modos, pensaba trabajar en casa de su abuela durante aquellos días.

–Pero es una gran oportunidad para los niños y para usted. Creo que viajar es muy educativo.

–Son demasiado pequeños para que el viaje les resulte educativo. Hubiera sido mejor esperar unos años.

Luis sabía que la empresa quedaba en buenas manos. Los sueldos que pagaba le garantizaban que sus empleados fueran los mejores. Pero le resultaba extraño marcharse en aquella época crucial y, además, durante tres semanas. Hacía seis años que no se tomaba unas vacaciones, desde que había vendido la primera versión del programa informático.

Stacey dirigió su atención a Juan, que volvía a quejarse. Luis conocía a sus hijos y sabía que se pondrían cada vez más pesados, hasta que tuviera que mandarlos a su habitación, lo cual en aquel momento era imposible. Esperaba que se durmieran durante el vuelo.

Se sentó al lado de Pablo. Stacey siguió hablando a los niños sobre aviones, y estos la escuchaban aparentemente embelesados. Aunque a él le seguía pareciendo demasiado joven, se le daban bien los niños. No recordaba la última vez que los gemelos habían permanecido sentados tan quietos y atentos.

Tal vez les gustara mirarla. Luis frunció el ceño. Había que reconocer que era guapa.

Llevaba el pelo, rubio y largo, recogido en una cola de caballo. Tenía los ojos azules y estaba ligeramente bronceada.

Luis dejó de mirarla y volvió a consultar el reloj. No le interesaba la niñera como persona, sino solo como alguien que cuidaría de sus hijos. Tenía cosas más importantes que hacer que fijarse en lo guapa que era, aunque tenía que reconocer que había despertado su interés. Y hacía mucho tiempo que no le interesaba el otro sexo. Pero era una complicación que no deseaba. Estaba confundiendo el interés con la gratitud. Estaba agradecido a Stacey por haber sustituido a Hannah habiéndoselo solicitado con tan poco tiempo; en caso contrario, no habrían podido hacer el viaje, ya que él estaría muy ocupado para estar con los niños y no tenía la seguridad de encontrar en España una niñera que supiera inglés.

Stacey observó que Luis fruncía el ceño. ¿Nunca sonreía? Los niños querían acercarse a la ventana a ver los aviones, así que los tomó de la mano y pronto se enfrascaron en la contemplación de los que despegaban y en el tamaño del aparato en el que iban a volar.

Stacey recordó lo que Stephanie le había dicho justo antes de salir para la entrevista con Luis Aldivista. Era uno de los solteros más cotizados de Nueva York. Había creado un programa informático que usaba la mayoría de los médicos del país y que lo había hecho inmensamente rico. Pero, según Stephanie, Luis era tan guapo que habría estado en la lista de los solteros más deseados aunque no tuviera dinero.

Stacey no estaba segura de eso. Hasta entonces, Luis se había mostrado malhumorado, y tan centrado en su trabajo que no compartía el placer de sus hijos por los aviones.

–¿Cuál es ese, Stacey? –preguntó uno de los gemelos.

Ella se lo dijo. Después miró al padre, que estaba totalmente absorto en una conversación telefónica. Stacey pensó en quitarle el teléfono para que disfrutara del primer vuelo de sus hijos. Pero estaba acostumbrada a los padres que anteponían el trabajo a sus hijos.

Se preguntó por qué se casaban y los tenían si no querían estar con ellos. Si ella se casaba, su marido debería dedicar tiempo a ella y a los niños.

Miró a los gemelos, rubios y de ojos azules. Tenían que parecerse a su madre, ya que los ojos y el pelo de su padre eran castaños.

Juan le tiró de la mano.

–¿Cuándo vamos a montarnos en el avión? Quiero ver cómo es por dentro.

–Lo verás cuando embarquemos. Mira, otro que despega.

–Yo también quiero verlo por dentro –afirmó Pablo.

– Y lo harás. Ten paciencia. Mira aquel que aterriza. ¿De dónde vendrá?

–De España –dijo Juan.

–De Ohio –afirmó Pablo–. Hannah se ha ido de vacaciones a Ohio. La echo de menos.

Stacey se agachó y lo abrazó.

–Claro que la echas de menos. Y ella a ti. Cuando lleguemos a España le escribiremos una carta. Y puedes llevar un diario de todas tus aventuras para enseñárselo cuando vuelvas a casa.

–¿Qué es un diario? –preguntó Juan–. ¿Puedo llevar yo también uno?

–En un diario se escribe lo que te pasa cada día para poder recordarlo.

–Yo sé escribir mi nombre –afirmó Juan con orgullo.

–Yo os ayudaré a escribirlo.

–¿Podemos escribir sobre los aviones?

–Claro que sí. Compraremos un cuaderno en cuanto lleguemos a casa de vuestra bisabuela.

En ese momento anunciaron el embarque del vuelo.

Los niños corrieron hacia su padre tirando de ella.

–Tenemos que montarnos en el avión ya, papá.

–Ya lo he oído.

En pocos minutos estuvieron dentro del avión, sentados en primera clase. Los cuatro asientos estaban en la misma fila, dividida en dos por el pasillo.

–Yo me sentaré con uno de los niños y usted con el otro –dijo Luis–. Si quiere, después podemos cambiar.

–Muy bien –respondió ella. Así tendría tiempo de conocer un poco mejor a cada niño por separado. Se sentó al lado de Juan.

Mientras el avión despegaba, Luis miró a la nueva niñera, inclinada para oír lo que le decía el niño. Tuvo ganas de hacerles una foto. Y deseó que sus hijos siempre parecieran tan felices como Juan en aquel instante.

Era en momentos como aquellos cuando más echaba de menos a Melissa, su esposa, que había muerto de aneurisma antes de dar a luz a Pablo. Ni siquiera había podido tener a sus hijos en brazos.

A Stacey le gustó la compañía de Juan, que no dejó de hablarle hasta que despegaron. Miraba por la ventanilla, pero el mar le parecía aburrido. Pablo parecía más callado. Estaba coloreando unas páginas que le daba su padre.

Luis abrió el ordenador y se enfrascó en la lectura de un documento. Stacey se preguntó por qué lo miraba, ya que ella estaba allí por los niños no para dedicarse a contemplar a su padre.

Volvió a mirar a Juan. ¡Qué suerte tenía Luis de tener a los gemelos! Ella tenía vagos recuerdos de sus padres, ya que tenía seis años, y Savannah cuatro, cuando se fue a vivir con su abuela, una mujer malhumorada de más de sesenta años. De no ser por su hermana, Stacey no sabía qué habría hecho. Las dos habían aprovechado al máximo lo que les ofrecía su abuela, pero apenas habían salido de casa. No habían viajado ni ido de vacaciones. Al cumplir los dieciocho, Stacey decidió cambiar de vida.

Se estiró en el asiento y reconoció la suerte que tenía de poder pasar tres semanas en España, en la costa.

Cuando era pequeña, soñaba con el mar. Y, por fortuna, a los ricos y famosos para los que trabajaba les gustaba el mar tanto como a ella.

Cuando les sirvieron la comida, ayudó a Juan a partir la carne y a tomarse el refresco. Cuando acabaron de comer, le preguntó a Luis si quería que los niños cambiaran de sitio. Juan protestó diciendo que se quería quedar con Stacey y, como los asientos eran amplios, Pablo se sentó con ellos. Pronto se pusieron a hacer un rompecabezas que Stacey sacó de su bolsa. Era la primera vez que los niños hacían uno y ella tuvo que explicarles cómo hacerlo.

Volvió a mirar a su jefe. Seguía trabajando en el ordenador. ¿Qué haría cuando se le agotara la batería?

Sus años de trabajo habían demostrado a Stacey que los millonarios tenían hijos para lucirlos o para dejarles su fortuna.

Su abuela había hecho todo lo que había podido por ella y su hermana, y les había hablado de parientes ya fallecido a los que Stacey no conocía. Su infancia había sido pobre, sin bicicleta ni otros juguetes que los niños de la escuela tenían, pero le gustaba recordarla. Y echaba de menos a su abuela.

Comenzó a hacerse preguntas sobre su jefe. Había dicho que solía pasar los veranos en España. ¿Con sus padres? ¿O estos lo mandaban allí para que no los estorbara? Nunca lo sabría.

Se había hecho de noche. Pronto los niños tendrían que dormir. Aterrizarían en Madrid a la mañana siguiente.

Cuando los pequeños se durmieron, Stacey volvió a mirar a su jefe, que seguía concentrado en su trabajo.

–Señor Aldivista –dijo en voz baja.

–¿Sí?

–Creo que debiéramos hablar algo más de lo que espera del viaje. ¿Tengo que llevar a los niños de paseo o estarán fundamentalmente en casa de su abuela?

–En casa de su abuela María, supongo –frunció el ceño–. No tengo expectativas concretas. Vigílelos para que no cometan travesuras y se porten bien.

–¿Por qué iban a portarse mal?

–Son muy traviesos. Si uno quiere hacer algo, el otro decide hacer lo contrario. Hannah los controla mucho, porque dan mucha guerra.

Stacey miró a los niños durmiendo y le parecieron angelicales.

–Creo que me las arreglaré.

–Eso espero. No quiero que perturben a mi abuela.

–Nunca he estado en España –dijo ella–. Tampoco los niños, así que espero que podamos ver algo.

Él miró la pantalla y suspiró.

–Me he quedado sin batería –dijo y volvió a mirar a Stacey–. La casa de mi abuela está al lado del mar. Los niños tendrán suficiente con jugar en la playa. Es más fácil tenerlos controlados de esa forma.

–¿Pasará usted mucho tiempo con ellos?

–No puedo prometérselo. Dependerá de cómo vaya el trabajo.

–No hablan español, ¿verdad?

Él negó con la cabeza.

–¿Usted sí? –continuó ella.

–Desde luego. Pasé en España todos los veranos desde que era más pequeño que los niños hasta que fui a la universidad.

–¿No cree que las cosas les resultarían más fáciles si estuviera con ellos parte del día?

–Para eso la he contratado, señorita Williams. ¿No se considera capacitada? Si es así, tenía que habérmelo dicho antes de marcharnos de Nueva York.

–Soy capaz de ocuparme de sus hijos. Solo pensaba que…

–No le pago para que piense. Limítese a hacer el trabajo para el que la he contratado.

Stacey le sonrió cortésmente aunque tenía ganas de darle un golpe en la cabeza. Se recostó en su asiento y trató de dormir. Ya había realizado vuelos trasatlánticos con anterioridad y sabía que el primer día en Europa era difícil a causa de la diferencia horaria y la falta de sueño, aunque eso no pudiera aplicarse a los niños, que estarían completamente emocionados al día siguiente. Era mejor que durmiera un poco.

Antes de dormirse, se imaginó que su jefe cambiaba de opinión y decidía dedicar parte de su tiempo a sus hijos. De todas las familias para las que había trabajado, solo un par había antepuesto la diversión de los niños a todo lo demás durante las vacaciones. Deseaba que eso cambiara.

Cuando aterrizaron en Madrid, tuvieron que tomar otro avión para volar a la costa. Después de aterrizar en Alicante, Stacey se quedó con los niños mientras Luis iba a recoger el equipaje y el coche de alquiler.

Cansados del viaje y sin entender lo que decían a su alrededor, los pequeños no se soltaron de la mano de Stacey y dijeron que querían irse a casa. Ella trató de entretenerlos hablándoles de su bisabuela.

–¿La conocéis?

–Vino a vernos cuando éramos pequeños –afirmó Juan, lo que provocó la sonrisa de Stacey, que los seguía considerando pequeños.

–Olía muy bien –añadió Pablo.

–Así que será divertido hacerle una visita, ¿no os parece?

–Quiero irme a casa –repitió Pablo.

–Seguro que nos vamos a divertir mucho. Y, cuando volvamos, podréis contarle a Hannah todo sobre el viaje.

En el coche, Stacey se sentó en el asiento del copiloto y los niños lo hicieron detrás.

Había mucho tráfico, pero pronto se alejaron de Alicante y se dirigieron hacia el norte. Stacey veía de vez en cuando el mar por la ventanilla. Esperaba que el tiempo fuera bueno para que los niños pudieran jugar en la playa.

Luis puso la velocidad en automático. Estaba cansado por la falta de sueño. Pero en cuanto pudiera conectarse a Internet, mandaría a la oficina el trabajo que había hecho y se echaría la siesta.

Miró a Stacey. Era una persona tranquila y no hablaba si no era necesario. Tampoco flirteaba con él. Luis frunció el ceño. ¿Por qué se le ocurrían esos pensamientos? Según su hermana, era inmune a las mujeres que buscaban una relación. Tal vez fuera así, pero había estado enamorado de Melissa y, cuando ella murió, una parte de él también lo hizo.

Además, si volviera a interesarse por una mujer no sería por una como Stacey Williams. Melissa era alta, rubia, reservada y muy sofisticada. Stacey, salvo por el pelo, ero lo contrario.

La vida bullía en su interior y había conectado inmediatamente con sus hijos.

De todos modos, no estaba pensando en volver a casarse. Ya lo había hecho una vez. Le quedaban los niños.

Stacey era joven, despreocupada y divertida, justo lo que sus hijos necesitaban. Volvió a mirarla. Ella giró la cabeza y lo miró a su vez.

–Esto es precioso. Estoy deseando ver dónde vamos a alojarnos.

–La casa es más grande de lo habitual. Mi abuela tuvo seis hijos. Mi padre es el tercero. Hay también un bungaló donde caben diez invitados. Hay mucho sitio.

Luis cruzó el pueblo de Alta Parisa, que tan bien conocía desde su niñez. Casi habían llegado. Pronto apareció el edificio y le sorprendió la sensación de volver a casa.

El edificio estaba rodeado de todo tipo de flores. Las altas ventanas de cada planta tenían postigos oscuros que estaban abiertos. Más allá estaba el bungaló, a unos pasos del edificio principal. A la derecha de Luis estaba el mar.

Los niños trataban de verlo todo. La curiosidad había vencido su malhumor y su añoranza. Luis esperaba que saludaran a su abuela con naturalidad.

–Hemos llegado –afirmó aunque no hiciera falta. Miró a Stacey preguntándose qué pensaría del sitio. Melissa solo había estado una vez y se encontró fuera de su elemento por no hablar el idioma ni conocer a nadie.

¿Cómo se sentiría Stacey? Tampoco le importaba mucho, ya que solo era una niñera temporal. Tenerla lo dejaría libre para estar con su abuela, sus primos y sus padres cuando llegaran. Y para trabajar.

–Es precioso –afirmó Stacey.