CAPÍTULO I
NUESTRA SOCIEDAD
Cranford, en primer lugar, está
en poder de las Amazonas; los inquilinos de todas las casas que
sobrepasan cierto alquiler son mujeres. Cuando un matrimonio viene
a establecerse a la ciudad, de una manera u otra el marido
desaparece, bien por el miedo cerval que le causa ser el único
hombre en las veladas de Cranford, bien porque debe permanecer con
su regimiento o en su buque, o los negocios que le ocupan le
retienen toda la semana en la gran ciudad comercial vecina de
Drumble, que dista sólo veinte millas por ferrocarril. En suma, que
sea lo que sea lo que les ocurra a los caballeros, no viven en
Cranford. ¿Y qué iban a hacer allí? El médico tiene un partido de
treinta millas y duerme en Cranford, pero no todos los hombres
pueden ser médicos. Para mantener los cuidados jardines repletos de
flores exquisitas sin que una mala hierba los afee; para ahuyentar
a los rapaces que contemplan con anhelo dichas flores a través de
las verjas; para espantar a los gansos que se aventuran en los
jardines si por azar queda la cerca abierta; para decidir en
materia de literatura y política sin inquietarse por razones o
argumentos innecesarios; para obtener una información clara y
correcta de los asuntos de todos los miembros de la parroquia; para
mantener a las pulcras sirvientas en admirable disciplina; para la
generosidad (un poco dictatorial) con el menesteroso y para los
tiernos y mutuos buenos oficios que se prestan cuando están en
dificultades, las damas de Cranford se bastan por completo. «¡Un
hombre estorba tanto en una casa!», me comentó una de ellas una
vez. Aunque conocen a la perfección los procederes de cada una,
muestran una indiferencia absoluta por la opinión de las otras. En
efecto, puesto que cada una tiene su propia individualidad, por no
decir excentricidad (fuertemente desarrollada), nada les resulta
más fácil que la represalia verbal; pero podría decirse que entre
ellas reina una considerable buena voluntad.
Entre las damas de Cranford sólo
ocasionalmente se produce alguna pequeña desavenencia que se
traduce en unas palabras subidas de tono y algunas airadas
sacudidas de cabeza: lo estrictamente necesario para que sus vidas
no caigan en una monotonía excesiva. Su indumentaria está reñida
con la moda, pues eso es lo que opinan: «¿Qué más da cómo nos
vistamos aquí, en Cranford, donde nos conoce todo el mundo?». Y
cuando se alejan de casa, el razonamiento es igualmente
convincente:
«¿Qué puede importar cuál sea
nuestro atuendo, si nadie nos conoce?». Los tejidos de su ropa son,
por lo general, discretos y de buena calidad, y la mayoría de ellas
son casi tan escrupulosas como la señorita Tyler[1], de límpido
recuerdo, pero a eso puedo responder que las últimas mangas
llamadas «de jamón» y las últimas enaguas sucintas y ceñidas que se
llevaron en Inglaterra pudieron verse en Cranford. Y no
provocaban ni una sonrisa.
Fui testigo de un espléndido
paraguas familiar de seda roja bajo el cual, en los días lluviosos,
una solterona dulce y menuda que había sobrevivido a numerosos
hermanos y hermanas se dirigía apresuradamente a la iglesia. ¿Han
visto alguna vez un paraguas de seda roja en Londres? Se conserva
el recuerdo del primero que apareció en Cranford: los mozalbetes se
apiñaban a su alrededor y le llamaban
«bastón con enaguas». Bien podría
tratarse del paraguas de seda roja que he descrito, sostenido por
un robusto padre de familia que cobijaba a una tropa de chiquillos;
la menuda solterona —la que los había sobrevivido a todos— apenas
tenía fuerzas para llevarlo.
En aquel tiempo había un
reglamento establecido para ir de visita y para recibir en casa,
que se comunicaba debidamente a las jóvenes que llegaban a la
población con la misma solemnidad con que antiguamente se leían las
antiguas leyes de la isla de Man, en el monte Tiwald, una vez al
año[2].
«Nuestras amigas se interesan por
su estado, querida, tras el viaje de esta noche» (quince millas en
un carruaje de lujo). «Mañana la dejarán reposar, pero sin duda
pasado mañana vendrán a visitarla. Así pues, deberá estar
disponible a partir de las doce (nuestra hora de visita es de las
doce a las tres).»
Y luego, tras la visita:
«Hoy es el tercer día; me atrevo
a suponer que su señora madre le ha aconsejado que no deje pasar
más de tres días entre recibir una visita y devolverla, y también
que nunca debe permanecer en la casa más de un cuarto de
hora».
—Pero… ¿tendré que mirar el
reloj? ¿Cómo voy a saber que ha pasado un cuarto de hora?
—Hay que pensar constantemente en
el tiempo y no dejar que la conversación la lleve a
olvidarlo.
Como todo el mundo tenía en mente
tales normas, tanto si se iba de visita como si se recibía en casa,
jamás se iniciaba un tema de conversación absorbente y nos
limitábamos a frases cortas de charlas triviales que dábamos por
finalizadas puntualmente.
Me figuro que algunas de las
buenas familias de Cranford eran pobres y tenían dificultades para
llegar a fin de mes, pero ocultaban sus pesares tras un rostro
sonriente, como los espartanos. Jamás hablábamos de dinero, pues
era un tema propio del comercio y, aunque algunas pudieran ser
pobres, éramos todas aristocráticas. Las gentes de Cranford tenían
ese bondadoso esprit de corps que les permitía pasar por alto los
intentos fallidos de las que querían ocultar su pobreza. Cuando la
señora Forrester, por ejemplo, ofrecía una merienda en el saloncito
de su casa y la joven doncella debía molestar a las señoras que se
sentaban en el sofá para sacar la bandeja del té que estaba debajo,
todas aceptábamos aquel original proceder como si fuera la
cosa más natural del mundo;
hablábamos de buenas formas y ceremonias domésticas como si
creyéramos que nuestra anfitriona tenía una gran casa llena de
criados, con otra mesa, ama de llaves y mayordomo, en vez de
aquella criadita procedente de la escuela de caridad cuyos brazos
cortos y enrojecidos no hubieran tenido la fuerza suficiente para
subir la bandeja al piso superior de no haberla ayudado, a
escondidas, su señora; esta permanecía ahora sentada muy solemne,
pretendiendo ignorar qué clase de pasteles iban a subir, aunque
sabía, y nosotras sabíamos, y ella sabía que nosotras sabíamos, y
nosotras sabíamos que ella sabía que nosotras sabíamos que se había
pasado la mañana haciendo bollos y bizcocho.
Esta pobreza general,
inconfesable, así como el refinamiento ampliamente reconocido,
tenían algunas consecuencias nada malas y que, de adoptarse en
muchos círculos de la sociedad, contribuirían a su mejora. Por
ejemplo, las habitantes de Cranford se recogían muy temprano; a eso
de las nueve de la noche se dirigían a sus casas repiqueteando con
los zuecos y precedidas de alguien que alumbraba el camino con un
farol, y a las diez y media todo el mundo estaba en cama durmiendo.
Además, se consideraba «vulgar» (terrible palabra en Cranford)
ofrecer en las reuniones algo de comer o beber que resultase muy
caro. Barquillos, pan con mantequilla y bizcochuelos, sólo a eso
convidaba la honorable señora Jamieson. ¡Y eso que era la cuñada
del difunto conde de Glenmire! Sin embargo, también ella practicaba
tan
«elegante economía».
«¡Elegante economía!». ¡Con qué
naturalidad cae una en la fraseología de Cranford! Allí, economizar
era siempre «elegante», y gastar dinero resultaba «vulgar y
ostentoso»: un perpetuo sentimiento de «las uvas están verdes» que
nos permitía vivir tranquilas y satisfechas. Jamás podré olvidar el
sentimiento general de consternación cuando un tal capitán Brown
vino a vivir a Cranford y declaró abiertamente que era pobre; y no
a un amigo íntimo, no en voz baja y con las puertas y ventanas bien
cerradas, ¡sino en plena calle y con su vozarrón de militar!,
alegando su pobreza como motivo para no alquilar determinada casa.
Las damas de Cranford ya se lamentaban bastante porque un hombre,
un caballero, había invadido su territorio. Era este un capitán a
media paga que había conseguido un empleo en un ferrocarril
cercano; este ferrocarril había sido objeto de vehemente oposición
por parte de la pequeña ciudad; así pues, si además de pertenecer
al género masculino y de estar relacionado con el odioso
ferrocarril, tenía la desfachatez de afirmar que era pobre,
entonces con toda seguridad había que condenarlo al
ostracismo.
La muerte era un hecho tan real y
tan común como la pobreza, y sin embargo la gente no hablaba de
ella en voz alta por la calle. Era una palabra que no se debía
pronunciar ante oídos educados. Habíamos acordado tácitamente
ignorar que alguna de las personas con quien nos relacionábamos
hasta el punto de visitarnos pudiera verse privada de cumplir sus
deseos por culpa de la pobreza. Si íbamos o volvíamos a
pie de una reunión, era porque
hacía una noche magnífica y el aire resultaba refrescante, no
porque las sillas de mano fueran demasiado costosas. Si nos
vestíamos con telas estampadas en vez de frescas sedas, se debía a
que preferíamos prendas lavables; y así todo, hasta el punto de
negarnos a ver el hecho vulgar de que todas éramos personas de
recursos modestos. No es de extrañar, pues, que no supiéramos qué
hacer con un hombre que hablaba de la pobreza como si no fuese una
deshonra. Sin embargo, el capitán Brown consiguió hacerse respetar
en Cranford y ser invitado a pesar de las resoluciones tomadas en
sentido contrario. Cuando aproximadamente un año después de haberse
instalado en Cranford visité la ciudad, constaté con sorpresa que
sus opiniones eran citadas con respeto. Sólo doce meses antes, mis
propias amigas se contaban entre los que se oponían con mayor
vehemencia a cualquier propuesta de visitar al capitán y a sus
hijas, y sin embargo ahora le abrían las puertas de su casa incluso
a horas tan vedadas como eran las que precedían al mediodía. Bien
es cierto que se trataba de descubrir la causa de que una chimenea
humease antes de encender el fuego, pero el capitán Brown había
subido a la planta superior nada amilanado, hablando en un tono
demasiado elevado para aquella estancia y bromeando con
familiaridad acerca de la casa. Había ignorado los pequeños
desaires y las omisiones de las ceremonias triviales con que le
habían recibido. Se había mostrado amable, aunque las señoras de
Cranford lo trataban con frialdad; había respondido con buena fe a
sus cumplidos sarcásticos y con su franqueza varonil venció el
encogimiento con que fue recibido por no avergonzarse de su
pobreza. Y finalmente, su excelente y varonil sentido común y su
facilidad en idear recursos ingeniosos para vencer problemas
domésticos le habían valido una inmejorable posición de autoridad
entre las damas de Cranford. Él siguió su vida, ignorando su
popularidad del mismo modo que antes había ignorado lo contrario, y
estoy segura de que un día se quedó atónito al ver su opinión tan
altamente valorada que un consejo que él había dado en broma había
sido considerado de la manera más seria del mundo.
Así fue como ocurrió: una anciana
tenía una vaca de Alderney, a la que consideraba como una hija. Era
imposible pasar un cuarto de hora de visita con ella sin que
cantara las excelencias de la magnífica leche o de la admirable
inteligencia del animal. La ciudad entera conocía y miraba con
afecto la vaca de Alderney de la señorita Betty Barker, por lo cual
grande fue la compasión y el pesar cuando, en un instante de
descuido, la pobre vaca cayó en un noque. Berreó tan ruidosamente
que pronto fue oída y rescatada, pero entretanto la pobre bestia
había perdido la mayor parte del pelo y la sacaron ante todos
desnuda, muerta de frío, con un aspecto lastimoso, tan pelada.
Todos se compadecieron del animal, aunque algunos no pudieron
contener una sonrisa ante su cómico aspecto. La señorita Betty
Barker lloraba desconsoladamente llena de pesar y consternación y,
según dijeron, había
pensado en probar con un baño de
aceite; el remedio tal vez fuera recomendado por alguna de las
numerosas personas a las que pidió consejo, mas si así ocurrió,
mereció este rotundo rechazo del capitán Brown: «Si desea
mantenerla viva, señora, póngale un chaleco y unos calzones de
franela. Pero mi consejo es que mate al pobre animal
inmediatamente».
La señorita Betty Barker se
enjugó los ojos y dio las más sinceras gracias al capitán. Se puso
manos a la obra y al poco toda la ciudad pudo ver que la vaca de
Alderney iba mansamente a pastar vestida de franela gris oscuro. Yo
misma la vi muchas veces. ¿Alguna vez han visto una vaca vestida de
franela gris en Londres?
El capitán Brown había alquilado
una casita en las afueras de la ciudad y allí vivía con sus dos
hijas. La primera vez que regresé de visita a Cranford tras haber
abandonado mi residencia allí, el capitán debía de tener más de
sesenta años, pero conservaba una figura enjuta, elástica y en
buena forma, una manera rígida y militar de echar hacia atrás la
cabeza y un paso ligero que le hacía parecer mucho más joven de lo
que era. Su hija mayor parecía casi tan vieja como él y delataba
que su edad real era muy superior a la aparente. La señorita Brown
tenía unos cuarenta años y una expresión forzada, afligida y
preocupada en el semblante que parecía dar a entender que la
alegría de la juventud se había desvanecido hacía ya mucho tiempo.
Incluso en sus años mozos debía de tener unos rasgos duros y poco
agraciados. La señorita Jessie Brown era diez años más joven que su
hermana y veinte veces más bonita. Tenía una cara redonda y llena
de hoyuelos. La señorita Jenkyns dijo una vez, en pleno arrebato
contra el capitán Brown (enseguida les diré el motivo), que opinaba
que ya era hora de que la señorita Jessie renunciara a sus hoyuelos
y tratara de no seguir pareciendo una niña. Es cierto que su cara
tenía algo de infantil, y que lo tendrá, creo, hasta su muerte,
aunque viva cien años. Tenía unos ojos grandes y azules, llenos de
asombro, que miraban con fijeza; una nariz informe y respingona y
unos labios rojos y jugosos; además, llevaba el pelo en pequeñas
hileras de bucles que acentuaban esta sensación. No sé decir si era
bonita o no, pero su cara me gustaba, y también a los demás, y creo
que no podía evitar que se le formaran los hoyuelos. Tenía algo del
andar garboso y de las maneras de su padre y cualquier observador
femenino podía detectar una ligera diferencia en el vestuario de
las dos hermanas, pues el de la señorita Jessie era unas dos libras
anuales más caro que el de la señorita Brown. Dos libras
representaban una suma considerable en los gastos anuales del
capitán Brown.
Esta fue la impresión que me
causó la familia Brown la primera vez que los vi a todos juntos en
la iglesia de Cranford. Al capitán ya lo había visto antes con
motivo de la chimenea que humeaba, problema que él solucionó con
una simple alteración en el tiro. En la iglesia, durante el himno
matinal, se llevó las gafas a los ojos, irguió la cabeza y se puso
a cantar estentórea y jubilosamente. Sus respuestas resultaban
más
audibles que las del clérigo, un
anciano de voz débil y aflautada que, tal vez ofendido por el
sonoro vozarrón de bajo del capitán, elevaba cada vez más su voz
trémula.
Al salir de la iglesia, el brioso
capitán dedicó la atención más galante a sus dos hijas; saludó con
la cabeza y sonrió a los conocidos, pero no dio la mano a nadie
hasta que hubo ayudado a la señorita Brown a abrir la sombrilla, y
luego le sostuvo el devocionario y esperó pacientemente hasta que
ella, con mano insegura y nerviosa, consiguió recogerse el vestido
para andar por los caminos mojados.
Deseaba saber cómo se comportaban
las damas de Cranford cuando coincidían en sus reuniones con el
capitán Brown. Antes solíamos regocijarnos porque en las partidas
de naipes no había ningún caballero a quien atender ni dar
conversación, y nos felicitábamos por lo acogedor de nuestras
veladas. Nuestro amor por el refinamiento y el disgusto que
sentíamos por el género masculino casi nos habían convencido de que
ser hombre era una «vulgaridad»; así pues, cuando tuve noticias de
que mi amiga y anfitriona, la señorita Jenkyns, pensaba organizar
una reunión en mi honor a la que estaban invitados el capitán y las
señoritas Brown, me pregunté qué ocurriría en el transcurso de la
velada. Durante el día, como de costumbre, se montaron las mesas de
juego, cubiertas con un paño verde; estábamos en la tercera semana
de noviembre y anochecía a eso de las cuatro. En cada mesa se
habían dispuesto velas y una baraja limpia y el fuego estaba
encendido; la pulcra sirvienta había recibido las últimas
instrucciones y ahí estábamos nosotras muy elegantes, con una tea
en la mano y dispuestas a precipitarnos sobre las velas para
encenderlas tan pronto como sonase la campanilla. Las reuniones de
Cranford eran solemnes celebraciones y las señoras sentían un
contenido alborozo al sentarse juntas con sus mejores galas. En
cuanto hubieron llegado tres, nos pusimos a jugar al preference y a
mí me tocó ser la desgraciada cuarta jugadora. Las cuatro invitadas
siguientes fueron conducidas inmediatamente a otra mesa y las
bandejas de té que por la mañana había visto preparadas en la
despensa quedaron depositadas inmediatamente en el centro de cada
mesa. La vajilla era de porcelana fina y la plata, un poco
anticuada, resplandecía de tan bruñida; pero la merienda era la
mínima expresión. Cuando las bandejas estaban ya en las mesas,
llegaron el capitán y las señoritas Brown y pude comprobar que en
cierto modo el capitán Brown gozaba de la predilección de todas las
damas allí presentes. Los ceños arrugados se suavizaron y las voces
agudas bajaron de tono a su llegada. La señorita Brown parecía
enferma, abatida, casi lúgubre. La señorita Jessie sonreía como
siempre y daba la impresión de ser casi tan popular como su padre.
Este asumió inmediatamente y con toda naturalidad el puesto del
hombre en la sala; atendía a los deseos de todas, aligeraba el
trabajo de la bonita criada llenando las tazas y sirviendo pan con
mantequilla, y sus gestos eran siempre tan naturales y dignos como
si fuera habitual que los fuertes atendieran a los débiles; era
todo un caballero. Jugaba por monedas de tres peniques con el mismo
grave interés que si
fueran libras, y sin embargo, aun
atendiendo a todas aquellas extrañas, no perdía de vista a su hija
sufriente; porque yo estoy segura de que sufría, aunque a los ojos
de muchos fuera simplemente irascible. La señorita Jessie no sabía
jugar, pero charlaba con las que habían quedado excluidas de la
partida y que antes de aparecer ella parecían más bien
malhumoradas. Cantó también, acompañándose de un antiguo piano
desvencijado que en sus buenos tiempos había sido, creo, una
espineta. La señorita Jessie entonó Jock of Hazeldean desafinando
un poco, pero ninguna de nosotras tenía dotes musicales aunque la
señorita Jenkyns llevase el compás, a destiempo, para
aparentarlo.
Fue un gesto digno de agradecer
el de la señorita Jenkyns, pues un poco antes la había visto muy
molesta con la señorita Jessie porque esta afirmó sin reservas (à
propos de la lana de Shetland) que un tío suyo, el hermano de su
madre, era tendero en Edimburgo. La señorita Jenkyns intentó ahogar
tal confesión con un terrible ataque de tos, pues la honorable
señora Jamieson estaba sentada a la mesa contigua a la de la
señorita Jessie y ¡qué iba a decir o a pensar, si descubría que
estaba en la misma sala que la sobrina de un tendero! Pero la
señorita Jessie Brown (que no tenía el menor tacto, como convinimos
todas a la mañana siguiente) repitió la afirmación y aseguró a la
señorita Pole que le podría conseguir exactamente la lana de
Shetland que necesitaba «por medio de mi tío, que tiene el mejor
surtido de género de Shetland de Edimburgo». Fue entonces cuando,
para sacar el mal sabor de boca y el impacto en los oídos que tal
declaración nos había producido, la señorita Jenkyns propuso un
poco de música; fue, lo repito, un gran gesto por su parte llevar
el compás de la canción.
Cuando volvieron a aparecer las
bandejas con galletas y vino, a las nueve menos cuarto en punto, la
conversación estaba animada: se comparaban jugadas y se hablaba
sobre trucos. Pero al poco rato el capitán Brown sacó a relucir un
tema de literatura.
—¿Han visto alguna entrega de The
Pickwick Papers[3]? —preguntó (en aquel momento se estaban
publicando por entregas)—. ¡Son soberbios!
Ahora bien: la señorita Jenkyns
era hija del difunto párroco de Cranford; la inmensa cantidad de
sermones manuscritos y la importante biblioteca de teología que
poseía la hacían considerarse una mujer de letras, y toda
conversación que tratase de libros la consideraba un desafío. Así
pues, respondió:
—Sí, los he visto; es más, puedo
afirmar haberlos leído.
—¿Y qué opina de ellos? —exclamó
el capitán Brown—. ¿Acaso no son realmente magníficos?
Ante tal insistencia, la señorita
Jenkyns no tuvo más remedio que responder:
—Sinceramente, no me parece que
igualen en nada a los escritos del doctor Johnson. Tal vez el autor
sea aún demasiado joven. Que persevere y quién sabe adónde llegará
si toma al gran doctor como modelo.
Aquello era demasiado, sin duda,
para que el capitán Brown lo aceptara sin inmutarse: vi que tenía
el comentario en la punta de la lengua aun antes de que la señorita
Jenkyns terminara la frase.
—Son totalmente distintos,
querida señora —empezó a decir.
—Lo sé perfectamente —replicó
ella—. Y lo tengo en cuenta, capitán Brown.
—Permítanme sólo que les lea una
escena del número de este mes —rogó él—. Lo he recibido esta misma
mañana y no creo que ninguna de las presentes haya podido leerlo
aún.
—Como le plazca —dijo la señorita
Jenkyns adoptando un aire de resignación.
El capitán leyó el relato de la
swarry[4] que Sam Weller dio en Bath. Algunas de las presentes se
rieron con ganas, pero yo no me atreví porque me hospedaba en la
casa. La señorita Jenkyns siguió sentada, paciente y circunspecta.
Cuando terminó la lectura, se volvió hacia mí y dijo en tono de
dulce dignidad:
—Querida, tráeme Rasselas de la
biblioteca.
Así lo hice, y ella se volvió
hacia el capitán Brown:
—Ahora permítame que lea yo una
escena y luego nuestra amable compañía podrá juzgar entre su
favorito, el señor Boz[5], y el doctor Johnson.
Leyó una de las conversaciones
entre Rasselas e Inlac en tono agudo y solemne, y
al finalizar dijo:
—Supongo que ha quedado
justificada mi preferencia por el doctor Johnson como escritor de
ficción.
El capitán Brown frunció los
labios y tamborileó con los dedos sobre la mesa, pero guardó
silencio. Ella sintió deseos de asestarle un par de golpes
decisivos.
—Publicar por entregas me parece
vulgar e indigno de la literatura.
—¿Cómo se publicó Rambler[6],
señora? —preguntó el capitán Brown en voz baja (tan baja que diría
que la señorita Jenkyns ni lo oyó).
—El estilo del doctor Johnson es
un modelo para los jóvenes principiantes. Mi padre me lo recomendó
cuando empecé a escribir cartas y he basado mi estilo en él. Se lo
recomendaría a su favorito.
—Lamentaría profundamente que
cambiara su estilo literario por este otro tan pomposo —replicó el
capitán Brown.
La señorita Jenkyns lo tomó como
una afrenta personal, aunque nada estaba más lejos de la intención
del capitán Brown. Ella y sus amigas consideraban que el género
epistolar era su forte. La he visto muchas veces escribir y
corregir borradores de cartas hasta la última media hora antes de
la recogida del correo para informar a sus amigas de tal cosa u
otra, y el doctor Johnson era, tal como ella dijo, su modelo en
estas redacciones. Se irguió con dignidad y se limitó a responder a
la observación del capitán Brown recalcando enfáticamente cada una
de las sílabas:
—Prefiero el doctor Johnson al
señor Boz.
Se dice —y no respondo de la
veracidad de tal afirmación— que el capitán Brown murmuró sotto
voce: «¡Al diablo el doctor Johnson!». Si así fue, se arrepintió
posteriormente, tal como demostró al acercarse al sillón de la
señorita Jenkyns y esforzarse en entretenerla con una conversación
sobre un tema más placentero. Mas ella se mostró inexorable y al
día siguiente hizo la observación que he comentado antes acerca de
los hoyuelos de la señorita Jessie.
CAPÍTULO II
EL CAPITÁN
Era imposible vivir un mes en
Cranford y no conocer las costumbres cotidianas de cada habitante;
así pues, mucho antes de finalizar mi visita, estaba bien informada
respecto al trío de los Brown. Nada había que descubrir referente a
su pobreza, pues desde un principio la habían declarado simple y
abiertamente y no hicieron misterio alguno de su necesidad de vivir
modestamente. Sólo quedaba por descubrir la infinita bondad del
capitán y las distintas maneras en que, inconscientemente, la
manifestaba. Algunas pequeñas anécdotas dieron que hablar hasta
mucho después de haber ocurrido. Puesto que leíamos poco y
estábamos todas satisfechas de nuestras criadas, escaseaban los
temas de conversación. Ocurrió un incidente del que se habló mucho:
un domingo, el suelo estaba muy resbaladizo y el capitán se ofreció
a llevar la cesta de una mujer. Al salir de la iglesia, se la
encontró cuando ella volvía de la tahona y reparó en su paso
inseguro; con la grave dignidad que caracterizaba sus actos, la
aligeró de la carga y la escoltó a lo largo de la calle hasta
dejarla en su casa, a salvo el cordero asado con patatas que
llevaba. El hecho se consideró una auténtica excentricidad y se
esperaba que el lunes por la mañana efectuase una serie de visitas
para justificar su acción y disculparse según marcaban los cánones
del decoro imperantes en Cranford, pero no hizo tal cosa; se
decidió, pues, que estaba avergonzado y evitaba dejarse ver.
Compadecidas de él, empezamos a decir: «Al fin y al cabo, el
incidente del domingo por la mañana demuestra una gran bondad», y
decidimos consolarlo la próxima vez que se presentase ante
nosotras. Pero he aquí que compareció sin aparentar el menor signo
de vergüenza y hablando en el mismo tono fuerte y sonoro de
siempre, la cabeza echada hacia atrás y la peluca garbosa y rizada
como de costumbre; nos vimos obligadas a concluir que había
olvidado el incidente del domingo.
La señorita Pole y la señorita
Jessie Brown habían trabado amistad en virtud de su dedicación a la
lana de Shetland y a los nuevos puntos de calceta. Así pues,
resultó que visitando a la señorita Pole vi más a los Brown que
estando en casa de la señorita Jenkyns, quien nunca pudo perdonar
al capitán Brown por lo que ella llamaba sus comentarios
despreciativos de la literatura ligera y amena del doctor Johnson.
Descubrí que la señorita Brown estaba gravemente enferma de una
dolencia prolongada e incurable, a cuyo padecimiento se debía su
expresión atormentada que yo había tomado por indicio de mal
carácter. Aunque enojada estaba también a veces, cuando la
irritación nerviosa ocasionada por su enfermedad le resultaba
intolerable. En tales ocasiones, la señorita Jessie la soportaba
aún más pacientemente que cuando la enferma, invariablemente, se
dirigía a sí misma amargos reproches por lo sucedido.
La señorita Brown solía acusarse
no sólo de su temperamento impetuoso e irascible, sino también de
ser la culpable de que su padre y su hermana se vieran obligados a
hacer economías a fin de proporcionarle los pequeños lujos
necesarios en su situación. De buen grado se habría sacrificado por
ellos para aliviar sus preocupaciones y la innata generosidad de su
carácter agriaba aún más su temperamento. La señorita Jessie y su
padre sobrellevaban la situación con la mayor placidez y con
absoluta ternura. Perdoné a la señorita Jessie sus cantos
desafinados y su indumentaria infantil cuando la vi en su casa. Me
percaté de que la oscura peluca estilo Brutus y la chaqueta
acolchada (a menudo, ¡ay!, demasiado raída) que usaba el capitán
Brown eran vestigios de la elegancia militar de su juventud, que
ahora llevaba inconscientemente. Era un hombre de infinitos
recursos adquiridos en su vida de cuartel. Tal como confesaba,
nadie más que él era capaz de lustrarle las botas a su gusto; pero
sin duda hacía lo posible por aligerar la carga de las tareas
cotidianas de la criada, sabiendo, probablemente, que la enfermedad
de su hija era difícil de sobrellevar.
Trató de hacer las paces con la
señorita Jenkyns poco después de la memorable disputa que ya he
referido y para ello le regaló un badil de madera para la chimenea
(fabricado por él mismo), porque la había oído quejarse de que la
molestaba el chirrido que producía la paleta de hierro. Ella
recibió el regalo con fría gratitud y le dio las gracias
formalmente. Cuando se marchó el capitán, me mandó llevarlo al
cuarto trastero considerando, probablemente, que el obsequio de un
hombre que anteponía el señor Boz al doctor Johnson en sus
preferencias no podía chirriar menos que un badil de hierro.
Así estaban las cosas cuando
partí de Cranford para regresar a Drumble. No obstante, seguí
manteniendo contacto epistolar con varias amigas que me mantenían
au fait de los acontecimientos de mi pequeña y querida ciudad. Una
de ellas era la señorita Pole, tan absorta ahora en las labores de
ganchillo como antes lo estaba en la calceta, la esencia de cuyas
cartas venía a ser más o menos esta: «No olvide el estambre blanco
que venden en la casa Flint», de la antigua canción; porque al
final de cada noticia venía un nuevo encargo relacionado con la
labor de ganchillo que había de llevar a cabo para ella. La
señorita Matilda Jenkyns (no le importaba que la llamasen señorita
Matty si la señorita Jenkyns no estaba presente) escribía unas
cartas cariñosas, amables y llenas de divagaciones en las que de
vez en cuando aventuraba una opinión propia, aunque se contenía
enseguida; entonces, o bien me rogaba que no divulgara lo que había
dicho, pues Deborah opinaba de distinta manera y ella lo sabía, o
bien añadía una posdata en la que daba a entender que, después de
escribir lo anterior, había hablado de ello con Deborah y estaba
plenamente convencida de que… etc. (aquí probablemente seguía una
retractación de las opiniones vertidas en la carta). Luego estaba
la señorita Jenkyns, o Deborah (tal como le gustaba que la
llamase la señorita Matty, pues
su padre había dicho una vez que así se pronunciaba el nombre
hebreo). Yo pensaba secretamente que tomaba a la severa profetisa
hebrea como modelo de su carácter; y, verdaderamente, en ciertos
aspectos no dejaba de parecerse a ella, dejando aparte,
naturalmente, las costumbres modernas y la distinta indumentaria.
La señorita Jenkyns llevaba fular y una gorrita como de jockey, y
en conjunto ofrecía el aspecto de una mujer decidida, aunque
hubiera despreciado la idea moderna de que las mujeres son iguales
a los hombres. ¿Cómo, iguales? Ella sabía que eran superiores. Pero
volvamos a las cartas. Su contenido era majestuoso y espléndido,
como ella misma. Las he ojeado (¡querida señorita Jenkyns, cuánto
la veneraba!) y ofreceré un extracto, en especial porque se refiere
a nuestro amigo el capitán Brown: