Creep (AdN) - Philipp Winkler - E-Book

Creep (AdN) E-Book

Philipp Winkler

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Beschreibung

UNA MIRADA AL LADO OSCURO DE LA HIPERMODERNIDAD Nos conocen porque nos observan. Les hemos dejado entrar en nuestras casas, compartimos nuestras imágenes y pensamientos más íntimos en la red. En Japón, Junya apenas sale de su habitación, no habla con nadie y se pasa el día frente al ordenador. Solo deja su casa por las noches, y lo hace para cometer actos atroces, siguiendo las instrucciones que encuentra en un oscuro foro de internet. Por primera vez siente que forma parte de algo importante que le ayuda a dejar atrás todo el acoso y maltrato que sufrió de pequeño. Pero ahora el verdugo es él. En Alemania, Fanni no tiene vida social y su familia la desprecia, así que busca consuelo observando a otras personas a través de las cámaras de seguridad de la compañía para la que trabaja. También navega por lo más profundo de la red, donde se mete en negocios turbios. Cuando se dé cuenta de la magnitud de estos, será demasiado tarde. Junya y Fanni buscan en la vida de extraños las cosas que han perdido en sus vidas: control, pertenencia, liberación. Y, al hacerlo, cruzan límites que dejaron de aplicarse a sí mismos hace tiempo. Creep es una novela tan impactante como implacable en su visión de cómo el hipermodernismo digital nos deforma y de lo que somos capaces de hacer para huir de la oscuridad que reside dentro de nosotros.

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Seitenzahl: 423

Veröffentlichungsjahr: 2023

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«Full agoraphobic, losing focus, cover blownA book on getting better hand-delivered by a droneTotal disassociation, fully out your mindGoogling derealization, hating what you find»

Bo Burnham, That Funny Feeling

«Don’t you dare go hollow»

Laurentius of the Great Swamp in Dark Souls

«Don’t touch meWhats up wit itI stay noided, stimulation overload account for itDesensitized by the mass amounts of shit»

Death Grips, I’ve Seen Footage

Fanni

Mientras los Naumann ponen la mesa para el desayuno, Fanni mueve el teclado hasta el pie de su monitor principal para hacer sitio a su bolsa de ración.

En el campo de reproducción de Video Annotation Tool, Moira ayuda a sus padres a poner la mesa, pone tres alfombrillas de corcho rectangulares, con las esquinas redondeadas. Su okapi ya está a la cabecera.

La mesa es de madera maciza y fue la pieza con la que se examinó Georg. Lo había contado en una ocasión en que se lo pidieron sus amistades invitadas en casa de los Naumann a una velada de juegos de mesa. La encontraron impresionante. Fanni también. Aunque, sin duda, de un modo más elemental.

Salvo el ordenador, nunca ha construido nada material. Y montar un PC es algo distinto a construirse una mesa. Se encajan componentes prefabricados interoperables atendiendo ante todo a su rendimiento y eficiencia, en vez de dar forma a algo desde el principio partiendo de un material de base.

Fanni saca de la mochila la 24 Hour Civilian Ration turca, variante de menú 2. Al contrario de las raciones militares que Fanni suele utilizar, esta es colorida, de colores saturados. La foto de un lago de Turquía, cree Fanni, con las montañas al fondo, está impresa alrededor de toda la bolsa.

Sacando, concentrada, la punta de la lengua, Moira deja encima de la mesa tres cuencos de cereal metidos uno dentro de otro.

Fanni clasifica los componentes del desayuno, metidos en bolsas plateadas selladas, del paquete de la ración. Cuatro rebanadas de pan lavash, bolitas de queso, salsa de adjika y olivas negras, con hueso. Una bolsa de té Lipton Yellow Label y un tubito de miel.

La madre de Moira, Uta, aparece en el marco de la cámara. Lleva el pelo castaño oscuro, interminablemente largo, recogido en un moño que siempre hace pensar a Fanni en una indefinible y obstinada planta de las estepas. Uta recoge de la mesa unos cuantos folletos y los deja en algún sitio fuera del marco de la cámara.

Cuando Fanni ha abierto antes Video Annotation Tool en su ordenador de trabajo y se ha registrado enseguida en la cuenta y la cámara interior de los Naumann, Georg ya estaba sentado a la mesa con su primera taza de café, mirando los folletos. Hasta donde Fanni podía distinguir, se trataba de folletos de distintas empresas de automóviles… Fanni podía ver pequeños mapas dominados por el azul del agua y la bandera sueca.

A finales de cada verano, los Naumann iban a visitar a los padres de Georg, que habían emigrado a Suecia después de jubilarse. Al menos, así lo habían hecho los dos veranos pasados.

Fanni había topado, hacía un poco más de dos años, con aquella familia de tres miembros cuando zapeaba en su tiempo libre por el banco de datos de la clientela.

Fanni miró por la ventana, que llegaba hasta el suelo, detrás de la mesa. Uta y Georg plantaban tiestos en la terraza. No podía oír de qué hablaban. Moira corría descalza, repartiendo con expresión seria tierra para flores por todas partes, como si no hubiera nada más importante en el mundo. Era algo distinto de la habitual impulsividad de los niños pequeños, de los niños en general, que Fanni conocía de vista por la señal de vídeo y por Real Life. Los padres de Moira no se preocupaban por la suciedad. Parecían felices. Reían y daban la impresión de tener existencias satisfechas, sin el regusto de la obviedad. A Fanni aquello le resultaba simpático. Y, para su propia sorpresa, se había quedado enganchada. Se quedó con el apellido registrado en el banco de datos BELL y la correspondiente dirección para poder volver a encontrarlos.

Incluso vivían allí, en la ciudad. Al norte. No en cualquier parte, sino en Alemania, en alguna ciudad random. Aunque a los ojos de Fanni el patriotismo local es una forma de nacionalismo a llama baja, lo encuentra de alguna manera hermoso.

Pone el flameless ration heater en el fondo de la heating bag, mete el brik de bebida abierto y vierte cien mililitros de agua en la heating bag para desencadenar la reacción redox del FRH. Luego exprime la salsa de adjika en las redondas rebanadas de lavash y se come una de las aceitosas olivas mientras mira a Moira trepar de rodillas a su silla al extremo de la mesa. Uta trae dos tazas de café y un vaso de zumo de naranja sin colar para Moira. Georg acerca más la silla a la mesa y vierte en su cuenco muesli de un recipiente de cristal cilíndrico.

Fanni reparte las bolitas de queso por las rebanadas de lavash, las aprieta contra la salsa para que no resbalen con tanta facilidad cuando enrolle el fino pan ácimo en forma de tortilla.

—Dime cuándo es suficiente —llega la voz de Georg de los altavoces del PC, colgados de los biombos que separan el cubículo que sirve de oficina a Fanni.

Cada vez se acumula más muesli en el cuenco de Moira. Ella sonríe taimada a su padre y apoya los brazos en el tablero de la mesa. Fanni casi no puede mirar.

Hace unas semanas, Moira se había escurrido al ponerse en esa misma posición y se había golpeado con el borde de la mesa al caerse. Incluso tenía una pequeña brecha en la frente. Sus padres limpiaron la herida y le pusieron un esparadrapo. Antes de que Moira pudiese siquiera empezar a llorar, Georg y Uta la distrajeron con un espejo de bolsillo y le enseñaron los mechones rojos que la sangre había dejado en el flequillo de su corte a tazón.

—Qué guay —dijo Uta, y Georg reflexionó en voz alta sobre la posibilidad de teñirse él también un mechón de su pelo rubio platino. Moira negó riendo con la cabeza, y a Fanni le alegró.

—¿Cómo? —dice Georg con fingido asombro—. ¿Tanta hambre tienes? ¿Nos vas a dejar algo a mamá y a mí?

Moira asiente con vehemencia y afirma. Se le mueve el flequillo. La resolución nativa Full-HD de la cámara interior no basta para distinguir si le ha quedado una pequeña cicatriz donde se hizo la herida.

Fanni espera que las cifras de venta de la versión actual de la cámara interior bajen, porque eso significaría que BELL va a lanzar la siguiente al mercado. Esa estará en condiciones de hacer zoom. En cuanto las ventas de ese modelo bajen, se publicará la versión con 4K de resolución y cámara orientable mediante app. Los prototipos de las dos próximas generaciones de cámaras ya se han probado y están listos para pasar a producción en serie. Fanni lo sabe por un documento que alguien ha decodificado y dejado tirado en la Intranet de manera bastante sloppy… Ella estaba matando el tiempo cuando la clienta a la que en ese momento observaba hacer yoga entró en una zona de su casa no abarcada por la cámara. Pero como todos los modelos actuales de cámara BELL siguen vendiéndose como pan caliente en Europa, India y partes del Asia Oriental, el consorcio no tiene ninguna prisa por publicar las siguientes generaciones.

Durante el desayuno, Uta y Georg hablan de una ocupante de la residencia de ancianos en la que Uta trabaja como ergoterapeuta. El mes pasado la ocupante se cayó, pero no se rompió nada ni se hizo contusión alguna. Desde entonces, la mujer insiste en recorrer en silla de ruedas hasta el trecho más corto. Uta dice que está preocupada y que a menudo esos miedos acaban convirtiéndose en profecías autocumplidas.

Fanni se come los panes enrollados. Las bolitas de queso que hay dentro crujen. Observa a Moira, que a su vez observa a sus padres con las cejas subidas de preocupación mientras charlan en torno a la mesa. Se mete en la boca cucharadas de muesli, yogur y grosellas y mastica por un lado, de manera que el ojo de ese lado está un poco guiñado. Parece como si en cualquier momento fuera a hacer una pregunta muy crítica, bien meditada, pero se limita a seguir escuchando en silencio. Observa. Como Fanni.

Después del desayuno, quitan juntos la mesa. Los tres Naumann, a su mesa de comedor de madera maciza. Fanni, a su escritorio blanco del cubículo blanco.

Vuelve del servicio de señoras, en el que ha tirado la bolsa vacía de la ración, y cambia al videoportero de los Naumann. Moira se está poniendo las sandalias. Georg empuja la bicicleta de carga hasta al campo de visión del ojo de pez de la cámara. Uta se despide de los dos, sube al coche pequeño y sale del marco marcha atrás. Luego, también Moira y Georg se van. La mayoría de las veces él la lleva a la guardería que está de camino hacia su ebanistería.

Fanni mira el reloj. Son las 7:43. A partir de las nueve, sus compañeros de Research & Development empezarán a llegar por goteo al Office Space.

Abandona la cuenta de los Naumann y pasa pantallas al azar por el banco de datos de BELL. Luego abre el registro de un cliente de Regensburg y se cuela en una de sus cámaras interiores, para ver si hay alguien en casa.

—Hola —dice Marcel, que se sienta en el cubículo de al lado de Fanni.

—Hola —dice ella, e intenta dar la impresión de que acaba de llegar. De que acaba de arrancar el ordenador.

Marcel es estudiante. Se ha tomado un semestre de vacaciones para ganar dinero. Ha olvidado lo que estudia, o no lo ha dicho al presentarse en su primer día. Hablan dos veces al día. Hola, cuando llega. Ciao, cuando se va. Es el vecino de asiento perfecto. Nunca (al menos, no que Fanni se haya dado cuenta) se ha reclinado en su asiento para mirarla desde su cubículo.

Su anterior vecino de asiento, cuyo nombre ella ha borrado de su disco duro, era, por desgracia, un charlatán, pero era aún peor el balanceo de la silla cada vez que se agarraba al biombo común que los separaba. En cuanto oía crujir los cojinetes de la silla de su escritorio, Fanni ya sabía que en cualquier momento esa familia de sanguijuelas de cuatro miembros treparía por el costado del biombo. Uñas que se convertían en ojos y miraban sin párpados el teclado, los monitores.

No puede evitar pensar en la foto de la bolsita de ultracongelados llena de cortados en distintos grados de descomposición que vio hace una eternidad en Rotten.com. Ya no recuerda la sarcástica descripción que aparecía en la pantalla.

Arranca el VAT como si fuera la primera vez que lo hace en el día.

En el Office Space las conversaciones de saludo van apagándose y son sustituidas por susurrados clics de los ratones y el insatisfactorio sonido de los teclados de membrana.

Su primer caso de hoy. Un videoportero en Winsen (Luhe). Pequeño jardín delantero. Valla baja por tres lados. Fanni teclea la fila de casas. Tres peldaños bajan de la puerta de la calle. Mala hierba que brota entre las losas de piedra del sendero. Tres turismos aparcados en la acera…, todos gris antracita. Al otro lado de la calle, a la izquierda, una sucesión de garajes de alquiler, a la derecha la vista lateral de un edificio de ladrillo de varias plantas, con ventanas verticales, que parecen tan diminutas como si estuvieran a la escala equivocada.

Fanni pone un Bounding Box en torno a cada coche y los etiqueta en la lista de objetos, a la derecha del campo de reproducción, Car-1, Car-2, Car-3.

Clica el marcador de la barra de tiempo de la cámara y lo desplaza hacia la derecha. Los setos delante del edificio de ladrillo tiemblan de manera tan imperceptible que también podría ser fallo del pixelado.

Algo repta con velocidad antinatural por el camino que divide el jardín delantero. Fanni suelta la tecla del ratón. Ese «algo» es lo bastante grande como para ver su existencia grabada, pero demasiado pequeño para distinguir lo que es. Piensa un momento en inventar una nueva categoría de etiquetas y marcarla de la forma correspondiente: Insecto-1. Si con eso creara un precedente que hiciera fortuna, sus colegas de R&D la achicharrarían en el chat de su grupo de internet diciendo que por qué cojones tenía que darles ese trabajo extra a todos ellos. Lo deja y sigue avanzando.

Una persona aparece detrás de la esquina del edificio de ladrillo, va hacia la acera, hacia la derecha, y sale de la pantalla. Es una mujer entrada en años, de cabellos grises y bata con estampado de flores. Va arrastrando unos de esos carritos de la compra que, aparte de a los jubilados, Fanni solo ha visto al alumnado de intercambio chino y a los nerd totales.

Retrocede, enmarca a la mujer con un Bounding Box y la etiqueta como Persona-1. Pulsa Play. La mujer avanza a velocidad real hacia la acera. A Fanni le llama la atención que cojea y se pregunta qué se habrá hecho. ¿Se habrá caído, como la ocupante de la residencia de la que Uta hablaba durante el desayuno? Probablemente no haya ni ascensor en la vivienda plurifamiliar de la que viene. Una silla de ruedas no entraría en consideración ni aunque ella quisiera. Quizá ya no tenga parientes o conocidos que puedan hacerle la compra, o al menos ayudarle a hacerla. O tiene un marido con menos movilidad aún que ella, por lo que tiene que andar cojeando sola hasta el supermercado descuento más próximo.

La Bounding Box la pierde cuando llega al extremo de la acera. Fanni pulsa Stop y arrastra la Bounding Box para volver a enmarcar a la mujer. Play. Recorre la calle. Stop. Fanni arrastra la Box y vuelve a pasar la toma. Al llegar al marco, cuando cada pixel de la mujer ha dejado el segmento, vuelve a parar. Aún se ve el carrito, pero, en sentido estricto, ya no pertenece a la Persona-1. Tampoco cuenta como Carried Object. Fanni chequea la cajita de atributos de la mujer para hacer un «outside of view frame».

Retrocede de forma manual por la línea temporal. Ahora, la mujer que camina hacia atrás empuja el carrito de la compra en lugar de arrastrarlo tras ella. El algoritmo hace a la Bounding Box seguir exactamente a la mujer durante la mitad del camino. Fanni para en el frame en el que la mujer ha desaparecido completamente detrás de la esquina del edificio. Hace clic en Occluded or obstructed.

Luego, vuelve a pulsar Play y deja que la mujer siga su camino. En la descripción de los metadatos dice que la grabación es de hace dos semanas. Es probable que entretanto la mujer y su cónyuge, si es que existe, hayan consumido los alimentos, de manera que al menos ha vuelto a pasar cojeando una vez con su carrito.

Ese día, Fanni elabora un total de cuarenta y siete Instances de toda Alemania. Enmarca personas, coches, animales domésticos, paquetes. Todo aquello a lo que la gente se refiere cuando habla de cotidianeidad. De normalidad. Lo que se ve cuando se remachan los clavos que sobresalen. Cuando se recortan todas las esquinas, para que solo quede el centro. Jardines delanteros, el cortacésped, los paseos con el perro, la charla con la gente del vecindario, la recogida de basuras, las manos llenas de bolsas de la compra, el maletero del coche que se cierra sin contacto, los niños con mochila. Alisados hasta alcanzar una inofensiva bidimensionalidad y reducidos a un sentido único fácil de manejar. La vida, liberada del campo de minas de la interacción. Depurada de su carga emocional, de expectativa y actitud. Todas las trampas enterradas y aplanadas.

Como todos los días, Steve, el director del equipo de Research & Development, es el último en salir del Office Space. Cuando Fanni oye el ruido del manillar, la rueda trasera o delantera de su bicicleta de carreras, primero contra la puerta de su cubo de cristal, separado del resto de la oficina, y luego contra la puerta de entrada del Office Space, sabe que vuelve a estar sola. Sola en la oficina. Cola con los 5001277 clientes de BELL en todo el mundo.

Lo primero que hace Fanni es meter el USB en su ordenador. Abre el banco de datos de BELL y extrae un nuevo Batch de credenciales de cliente escogidas al azar.

Los distintos paquetes de datos contienen: nombre y apellidos del cliente. Dirección de e-mail registrada. Contraseña. Zona horaria. Dirección postal. Número y nombre, que en el 99 por ciento de los casos coincide con su ubicación, de todos los modelos de cámara conectados a la correspondiente dirección.

Cuando, con ayuda de las credenciales, se entra en una cuenta, se pueden encontrar además todos los números de teléfono registrados y dispositivos vinculados a aplicaciones, así como las informaciones de pago de la cuenta. En el caso de tarjetas de crédito figuran por ejemplo el tipo de tarjeta, las últimas cuatro cifras del número de esta y el CVV.

A esto se añade que, naturalmente, también se tiene acceso al livefeed de la cámara y a su archivo de Recordings, si es que el o la cliente no lo han desactivado en el Feature. Y, con su acceso profesional, Fanni puede cargar las videohistorias de ese o esa cliente. Como está enterrada en el AGB de BELL y encriptada hasta la absoluta ininteligibilidad, casi nadie sabe que cancelar la propia videohistoria no significa que eso se extienda a su registro y almacenamiento por parte de BELL.

Fanni saca el USB y lo devuelve al angosto bolsillo frontal de su mochila. Luego abre Video Annotation Tool.

Los Naumann suelen cenar entre las seis y las siete de la tarde. En eso, apenas se distinguen de la mayoría de la clientela de BELL. Fanni aún pasa un rato con ellos. Hasta que llevan a Moira a la cama.

Antes y después, mira el videoportero y las cámaras interiores y exteriores y se remueve en su silla de oficina cuando se le duermen las nalgas o los muslos. Está presente cuando el mensajero de DabbaWala lleva la anhelada comida griega para la cena con las amistades. Hace compañía a una mujer de Kassel que viene a casa y enseguida, todavía con la bata de médico puesta, sale a la terraza con una lata de cerveza y toma un primer trago digno de un spot publicitario. Mira cómo un hombre entrado en años se acomoda en el sofá en Schneverdingen con un boyero de Berna y comparte con él un helado de palo. Cómo un matrimonio de Pforzheim discute con el cuello tenso por los deberes escolares de su hijo. Ve a otro en Markkleeberg sacar un columpio del amor del armario ropero y colgarlo del gancho de la lámpara del dormitorio. Observa a un hombre en Oberhausen que se queda varios minutos sentado en su coche, con el motor apagado, la frente apoyada en el volante, antes de entrar en casa.

A las 23:01, la iluminación interior del edificio pasa con un sonoro clac a intensidad máxima y anuncia la llegada del equipo de limpieza.

Fanni levanta la vista de sus monitores y regresa parpadeando de la realidad filtrada al aquí y ahora del IRL1. Baja la tapa del PC y se echa la mochila al hombro.

Como todas las tardes, en el último pasillo antes de llegar al vestíbulo se cruza con las limpiadoras. Empujan carritos cuyo arsenal de productos químicos a Fanni siempre le recuerda a Ricardo López. El acosador de Björk envió en el año 1996 una carta bomba con ácido sulfúrico a la cantante islandesa. El paquete fue interceptado por Scotland Yard y pudo ser detonado en lugar seguro. A veces, cuando las limpiadoras interrumpen su conversación a voces, que llenan todo el pasillo, en cuanto Fanni dobla la esquina se imagina que debajo de ellas hay un Ricardo López disfrazado que, en secreto, trabaja en casa en una mezcla de los limpiadores más corrosivos para vengarse de alguien.

Fanni mantiene la cabeza baja y elude el carrito y las miradas, como si recorriera una calle muy transitada. Hasta que sale del edificio todo lo que ve son sus deportivas y el suelo de vinilo en el color corporativo de BELL, Pale Robin Egg Blue.

Se detiene en la parada Businesspark Süd, junto al cono de luz de las farolas, y espera el siguiente tranvía, que un par de estaciones más allá se convierte en metro.

En la pared lateral de la marquesina de la parada están pegados los restos de algún escarabajo. Delante del asiento se proyecta la sombra del insecto aplastado, arrojada en el suelo por la luz de la farola. Fanni piensa en un post, título: Human Shadow of Death, que ha visto en SickeningReality-Subreddit. Contiene una galería de imágenes con toscos contornos negros de personas que se hallaban dentro del radio de la explosión de la bomba atómica de Hiroshima. Con su presencia habían impedido que la zona que estaba inmediatamente detrás de ellos quedara, al contrario del resto del entorno, como palidecida por el calor nuclear. Así surgieron esas huellas similares a sombras sobre la piedra y el asfalto.

El tranvía avanza traqueteando por la no-oscuridad encendida del polígono industrial. Está, en su mayor parte, vacío. Fanni sube. El tranvía arranca. Primero pierde de vista la huella del insecto aplastado. Luego, la materia que hace posible esa sombra. Poco después, también el complejo de edificios de la compañía Zenith, la matriz de BELL, deja de ser visible.

1 Del inglés In Real Life (‘vida real’), es decir, todo lo que ocurre fuera del entorno digital. También hace referencia a las emisiones en vídeo en directo sobre la vida cotidiana. (N. del T.)

Junya

El índice puesto en el ratón. La tecla del ratón y los nudillos hacen clic. En los auriculares, depositados encima de la torre del PC, resuenan martillazos. Junya desplaza el ratón por la alfombrilla, en cuyo centro el material similar al neopreno se ha vuelto ya fino y quebradizo. El cable del ratón susurra por entre los clínex arrugados y el papel de impresora, topa con vasos de ramen instantáneo cubiertos de moho y botellas de Ramune vacías y caídas. Con otro clic del ratón, Junya corta el final del vídeo. Acto seguido, pone en marcha el proceso de rendering y exportación.

Mientras espera, abre al azar un tankōbon amarillento de Hokuto no Ken. El protagonista, Kenshiro, se enfrenta una vez más a una banda de gánsteres postapocalípticos que, no obstante, no representan ningún obstáculo para él y sus puñetazos hiperrápidos. Impresionados por aquella exhibición de violencia bruta y sin esfuerzo, el resto de los gánsteres empiezan a sudar a conciencia y se retiran con las palabras: «¡Es un monstruo!».

La exportación ha terminado. Junya devuelve el libro al montón de mangas, que brotan como setas en la repleta estantería de aluminio junto a su escritorio. Las ruedecitas de la estantería gimen más cada año bajo el peso de los gastados ejemplares, gruesos como guías telefónicas, de Shūkan Yangu Sandē, Bessatsu Māgaretto y Gekkan Afutanūn, así como la colección de Junya de libros sobre yōkai y ediciones de tankōbon de Hokuto no Ken, Yokohama Kaidashi Kikō, Nozokiya y otras series de manga terminadas en su mayoría hace ya una eternidad.

A pesar de los esfuerzos de Junya por abrir la puerta tan solo para lo absolutamente imprescindible, el tiempo ha lanzado su aliento destructor sobre sus pertenencias. Ha secado la pasta termoconductora de su ordenador, sembrado el moho en su cubo de la basura y en las bolsas de Katto Yocchan Ika caídas a su alrededor, descompuesto el asiento de su sillón bajo sus huesos y dejado manchas húmedas y oscuras en los rincones de su habitación, como si el demonio Tenjōname se hubiera instalado en el cuarto de Junya. Desde hace poco, el tiempo se complace en hacer brotar verrugas de cabeza clara en el cuerpo de Junya, que él, contorsionándose, trata de fotografiar y diagnosticar con el buscador de imágenes.

Abre el foro del browser inicial, se registra y sube el vídeo al Creator’s Corner.

Un coche toca el claxon en la calle. Enseguida, un chirrido de neumáticos y un choque metálico. La curiosidad de Junya se impone. Apenas pasa la vista por su captura, ignora los errores de inglés y pone un post con su última obra. Luego, se pone de puntillas en la ventana para mirar por encima del seto.

En el cruce, un hombre baja de su coche con la corbata al viento. Levanta las manos cuando rodea el capó del motor, sobre el que hay hojas sueltas de gran tamaño. Algunas caen revoloteando al suelo. Una rueda de bicicleta retorcida y una mochila cuyo material parece poliuretano impermeable asoman detrás del seto. El hombre habla a alguien que Junya no puede ver, y mira nervioso a su alrededor. Luego se quita el reloj de pulsera. Junya ve que la boca del hombre emite una vocal de espanto que a Junya no le resulta desconocida, aunque la haya oído en otro contexto y con una calidad mucho más alta. El hombre regresa a su coche. Luego baja la ventanilla del copiloto y deja caer un puñado de billetes. La ventanilla aún no ha vuelto a cerrarse cuando el coche retrocede y se marcha de allí.

Más tarde, Junya vuelve a sentarse delante de su hilo abierto en el foro, pulsa F5 una y otra vez y trata de calcular qué hora es en ese momento en las zonas horarias de otros miembros del foro. El contador de visitas de su hilo ha subido a ocho desde que Junya colgó el post con el vídeo, lo que significa que en ese tiempo solo lo han visto otras dos personas. Aun así, continúa esperando un primer feedback. Vuelve a pulsar F5.

Ruido de platos y el sonido de palillos que ruedan de un lado para otro por bandejas de madera anuncian el desayuno.

Junya minimiza la ventana del browser y enfoca el fusuma de madera. Su madre no se atreverá a entrar a su cuarto. No ha vuelto a hacerlo desde que tenía diecisiete años; en su último intento de mandarlo de vuelta al colegio con su «¡nokotta!», que había visto exclamar a los árbitros de sumo.

Ella deja la bandeja en el pasillo. El estómago de Junya, que hierve bajo las costillas, le empuja a levantarse. Oye cómo ella intenta ocultar la tos con el puño. Espera que sus zapatillas se alejen arrastrándose. Entonces se levanta y mete el desayuno en la habitación.

Junya se come el cuenquito de tsukemono y vuelve a ver el vídeo, con un auricular en la oreja y el otro caído. Cuando se está llevando a la boca la última rodaja de pepino, llaman a la puerta. El pepino se le escurre de los palillos y cae entre sus pies desnudos en la alfombrilla de PVC que tiene debajo de la silla. Se quita los cascos y cierra el vídeo y el browser. Se agarra a los brazos de la silla e intenta quedarse completamente quieto. Quizá así el intruso se vaya. Vuelven a llamar.

—¿Junya-kun? —se oye detrás de la puerta. Es la voz de Maeda.

Junya mira con rapidez a su alrededor. En el suelo, delante de la mesita de noche, están el juego de ganzúas abierto y algunas de sus cerraduras para ensayar. Del montón de toallas a los pies de la cama sobresalen su pantalón de correr arrugado y el impermeable. En alguna parte del montón está la máscara. Delante están los jika-tabi, viejos zapatos de trabajo con el pulgar separado. El mango del viejo martillo de su padre sobresale debajo de la cama. Junya iba a limpiar todo aquello después del desayuno. El cubo en el que se encuentran los paquetes de natrón y gasificante está justo al lado de la puerta, listo para ser utilizado. Le tiemblan los párpados, como si unas agujas microscópicas les animaran a hacerlo.

—¿Junya-kun? —Maeda-sensei carraspea ruidosamente—. Tu madre me ha dicho que acaba de traerte la comida. Así que calculo que aún no te has ido a la cama ni tampoco estás dormido.

Junya tiene el reflejo de encoger los dedos de los pies, como si quisiera agarrar algo con ellos. ¿Por qué el viejo no puede dejarle en paz? Se deja caer de la silla al suelo y desliza los cerrojos de prueba hacia las sombras densamente pobladas debajo de su cama.

¿Acaso no acaba de tener un encuentro motivado por un Maeda que provoca compasión, e incluso se ha expuesto para eso a la luz del día? Había esperado que eso le quitara de encima al viejo durante cierto tiempo.

—Sí —dice Junya, y se estremece ante la altura de su propia voz. No está acostumbrado a hablar en voz alta. Ni siquiera a hablar—. Un momento, por favor.

—Estoy jubilado, Junya-kun. Cuando se está jubilado se tiene todo el tiempo del mundo.

El sudor le cae del labio superior al estuche con sus caras herramientas. En vez de poner las ganzúas ordenadas por tamaños en su sitio, las deja caer sueltas en el interior, cierra el estuche y lo mete en el cajón de su mesilla.

—Solo desearía poder sentarme. Estos viejos huesos vuelven a darme qué hacer. —Junya ignora el guiño.

—¿Qué puedo hacer por usted? —dice, y se sitúa, como medida de seguridad, cerca de la puerta.

—Podrías —Maeda carga el verbo «poder» con el peso de una invitación oculta— abrir la puerta. A mi generación le gusta charlar cara a cara. De lo contrario, ¿cómo va uno a brindar a su congénere la sonrisa que tanto necesita? Pero, naturalmente, no debes sentirte forzado, Junya-kun.

Junya busca en sí la fuerza para la confrontación verbal. En vano. Solo hay impotencia en él.

—Muy bien. Tan solo estoy haciéndoos una visita a tu madre y a ti para saber cómo estáis.

—Bien. Gracias por su visita.

—Si es así, naturalmente me alegra, Junya-kun. Pero ojalá sepas que puedes ser sincero conmigo si las cosas son de otra manera.

Ese viejo dice todo el tiempo cosas de las que Junya no puede deducir si se trata de preguntas o afirmaciones. No soporta esa imprevisibilidad, igual que no soporta la mención a su madre.

—He estado charlando con tu madre. —Hace una pausa—. Tengo que ser sincero. —Otra pausa—. Estoy preocupado.

—Disculpe que le cause preocupaciones, Maeda-sensei. De verdad que…

Maeda le interrumpe:

—Estoy hablando de tu madre, Junya-kun. ¿Recuerdas cuándo hablaste una sola palabra con ella por última vez?

—No. Supongo que hace mucho —miente Junya, y se pega a la pared. Le gustaría fundirse con ella. Mira nostálgico a su ordenador, cuyo ventilador llena la estancia con su zumbido—. Yo… tengo cosas que hacer.

Deja vagar la mirada y se detiene en el montón de pañuelos que ha metido bajo los pies de la cama. Con la prisa, tiene que haber pasado por alto que el extremo negro de la máscara, similar a un pico, todavía se ve.

—Está bien. Tal vez en otra ocasión —dice Maeda—. Pero también he venido por si podía convencerte de que volvieras a una de nuestras reuniones mensuales.

Había estado a punto de creer que esta vez Maeda se lo ahorraría.

—Gracias por la invitación, pero me temo que aún no me siento preparado, tan pronto, después de la última reunión.

Se oye un ruido que suena como si Maeda se aclarase la mucosidad de la garganta.

Luego dice:

—¿Serías tan amable de decirme en qué mes estamos?

La pregunta sorprende a Junya:

—En julio. Estamos en julio —dice, después de haber tenido que pensarlo un momento.

Maeda resopla al otro lado de la puerta.

—Junya-kun. La última vez que tomaste parte en una reunión aún había nieve. Hace ya casi un semestre.

Junya inclina la cabeza. No puede ser cierto. No puede entender que haya pasado tanto tiempo.

—La próxima reunión será dentro de unas dos semanas. Así que tienes tiempo para pensarlo. ¿De acuerdo, Junya-kun?

Él asiente, asiente como por control remoto, y se pregunta qué es lo que hace que el tiempo pase tan deprisa fuera de su cuarto.

Maeda se despide, y justo cuando Junya ha vuelto a sentarse y levanta la loncha de pepino, vuelven a llamar a la puerta.

—Casi se me olvida. Tu madre me ha dado una carta para ti. Ha olvidado dejarla junto a tu comida. Es de la Geidai. Ha vuelto a pasar un año. Me parece asombroso que no cedas.

Con la resbaladiza desnudez del pepino fermentado entre los dedos, Junya espera a que el viejo deje la carta delante de la puerta y se vaya.

—¿Puedes abrir la puerta para que pueda darte la carta?

Junya va a negarse. Quiere que Maeda se largue para que pueda volver la calma. Para que pueda restablecerse la ilusión de que su cuarto flota en un vacío negro e intemporal. En vez de eso, abre un poco la puerta. La cuadrada cabeza de Maeda llena el hueco de la rendija. Como sorprendido, retrocede un paso. No parece que esperase que Junya abriera de hecho. Por encima de sus gafas, arrugas similares a olas surcan su frente, y hacen que parezca una duna marcada por rachas de viento.

Maeda tiende el sobre a Junya. Sus uñas, divididas por rayas longitudinales, parecen tejas en miniatura. Junya coge la carta y el viejo le brinda la sonrisa que ha traído de casa. Está bien dosificada y es agradable como una cucharada de sirope de ume caliente. Junya da las gracias con una escueta cabezada y cierra la puerta.

El escrito de rechazo de la escuela superior de arte de Tokio corresponde exactamente al del año pasado en la literalidad de su texto. Le agradecen formalmente su interés por estudiar en la Tōkyō Geijutsu Daigaku. Sigue una disculpa y la comunicación de que la comisión examinadora ya no va a tomar en consideración nuevas candidaturas suyas. Por una parte, porque ya hace años que ha alcanzado el número máximo de solicitudes carentes de éxito. Por otra, porque ya se le ha dicho varias veces que cuando se trata de candidatos sin estudios básicos terminados en el Geidai o una escuela de arte comparable tiene que advertirse una extraordinaria capacidad artística, que no se da en su caso. Dice además que, por lo que califican de motivos logísticos, no pueden devolver a Junya la memoria USB entregada. Como todos los años, concluyen diciendo que le desean mucha suerte en su ulterior recorrido y vuelven a rogarle que se abstenga de presentar nuevas solicitudes.

Cuando va a dejarse caer en la silla, esta rueda debajo de su trasero y Junya se golpea con el coxis en el suelo. Su rostro se contrae, como si quisiera absorber el dolor y ahogarlo en su cráneo, entre piel, masa cerebral y astillas de hueso.

Un jadeo mucoso en el pasillo. Sus ojos miran hacia la puerta cerrada. Los cuencos tintinean en la bandeja cuando la madre de Junya la recoge del suelo y se la lleva.

Una vez más, pasa la vista por la carta. Más tarde la pegará en el clasificador, junto a las otras. Pero primero quiere borrar de la ropa los rastros de la noche pasada y el martillo sanmoku.

De pronto, en la otra mitad de la casa se oye un estrépito de platos rotos. Antes de ser siquiera consciente de lo que se hace, se ha puesto en pie, ha salido de la habitación y camina descalzo por el pasillo.

Mira a hurtadillas hacia el saloncito que sirve al mismo tiempo de zona de paso y de cocina. Los cuencos de los que Junya ha estado comiendo hace un momento están repartidos por el tatami en un disperso mosaico. Su madre está sentada sobre una pierna, de espaldas al pasillo. La otra está doblada hacia un costado. La zapatilla reposa junto a su pie. Parece una postura muy incómoda, como si posara para un escultor o un pintor. Su anticuado peinado, en el que, salvo el encanecimiento, no ha cambiado nada desde hace cuarenta años, está desordenado. Por primera vez desde que tiene memoria, el peinado de su madre parece hecho de pelo auténtico, y no un parásito escapado de un laboratorio que ha anclado en su cabeza.

La observa desde el pasillo. Mira cómo está sentada, junto a ella la estufa kotatsu derribada, con sus cortas patas alzadas hacia el techo y la resistencia al descubierto. No da señales de ir a levantarse o cambiar de postura.

La kotatsu es vieja… como toda la casa. Una de las primeras generaciones que estaban equipadas con resistencias eléctricas debajo del tablero de la mesa. Antes, la gente metía pebeteros con carbones al rojo debajo de las mesas camillas.

De niño, Junya solía esconderse de su madre allí debajo. Cuando las burlas habían vuelto a alcanzar tales dimensiones que por la mañana rompía a llorar ya antes de ir al colegio. O cuando ella volvía a obligarle a comerse la cena aunque él no pudiera tragar bocado.

Bajo la gruesa vestimenta olía a pelusas secas y a los pies de su padre. Junya se enroscaba todo lo que podía, y se imaginaba que era un cuco en una incubadora y no se le podía molestar hasta que hubiera salido del huevo. Pero a su madre no le preocupaban las imaginaciones ni los estados de ánimo. Cuando lloraba y sollozaba por las mañanas diciendo que no quería ir al colegio, ella le perseguía por la casa. Si era un mes impar, y por tanto la época del próximo gran torneo de sumō, la madre de Junya era especialmente implacable. Entonces daba patadas en el suelo como un gyōji, un juez árbitro, levantaba la sartén de hierro como si se tratara de un abanico gumbai y le gritaba repetidas veces, con voz profunda, su «¡hakkeyoi!», seguido de un esquinado «oi», mientras él escapaba gimoteando.

Una mañana, Junya había conseguido volver a esconderse en el vientre cálido, oloroso a pies de trabajador, de la kotatsu, cuando el tatami tembló debajo de él, anunciando la llegada de ella. Cuando su mano se lanzó como una serpiente venenosa debajo de las vestiduras, Junya intentó encogerse más de lo que ya lo estaba. Pero la mano de su madre, áspera a causa del trabajo en casa, lo agarró por un tobillo. Junya gritó y se dio con la cabeza contra la resistencia, que zumbó como un agresivo enjambre de abejas. Después de meterle la cabeza en agua helada, ella le puso a la espalda su randoseru y lo mandó al colegio, diciéndole que no «llegara tarde a clase». La resistencia había quemado un cráter en el pelo de Junya a lo largo de la sien y abrasado la piel debajo. Aquel día, las bromas que tuvo que soportar de sus compañeros fueron peores que nunca y marcaron un nuevo estándar para los años venideros.

Si ahora tuviera en la mano el martillo de su padre… Podría hacerlo. A posteriori podría alegar incapacidad mental, al declarar en el interrogatorio que solo había querido liquidar el parásito canoso que se había apoderado de su querida madre.

La cabeza de ella se yergue. Estira la espalda, de forma que su torso crece hasta casi el doble de tamaño. Pasa un segundo. Luego, su cabeza se doblega en un violento ataque de tos. Su espalda se curva en una joroba bajo la chaquetilla violeta. La imagen le da miedo, de una forma que le resulta ajena. Como si su madre hubiera renunciado a toda tensión corporal, en el fondo a sí misma, y se hubiera entregado por completo a esa tos ruidosa y estremecedora.

Cuando la tormenta de ladridos se calma, ella se queda allí, encorvada. La punta de su nariz casi toca el tatami. Respira pesadamente, agotada, como un felino moribundo.

Junya sale de su estupefacción. Regresa, descalzo, a su cuarto.

Fanni

La casa en la que vive Fanni, en una de las dos buhardillas, pertenece, junto a algunos otros inmuebles de la ciudad, a su padre. Aun así paga el alquiler.

Nunca hablaron de un descuento por parentesco, ni nada parecido. Como nunca hablaban de nada. Nada más acabar el bachillerato, ella firmó el contrato de arrendamiento de la vivienda amueblada, se mudó y pagaba el alquiler al principio de cada mes sin hacer comentario alguno. Y exactamente igual, sin comentario alguno, recibía el dinero la cuenta bancaria de su padre. Lo único que no había pagado era la fianza. Eso lo había descartado su madre durante una conversación poco antes de mudarse, de pasada, pero en tono imperativo. Fanni no sabía si sus padres habían hablado y llegado a un acuerdo al respecto. O si su madre se lo decía de parte de su padre. Tampoco preguntó. Se limitó a aceptarlo. Cada vez que se ven para el cumpleaños de su madre, él pregunta por el piso, sin verbos ni adjetivos. La mayoría de las veces le recuerda que ventile.

Lo que su padre no sabe es que, durante sus estudios, ella regaló la mayor parte del mobiliario mediante pequeños anuncios en eBay. Quería librarse de todo aquello. Formaba parte de su proceso de optimización. Todo lo que no tenía una utilidad diaria o estaba clavado a la pared de alguna manera voló. Naturalmente, tirar por encima de la barandilla del balcón sillas y estanterías habría sido más catártico, pero no quería cargar con la culpa de la muerte de un ridículo transeúnte «abatida por un aparador».

La minimización de las relaciones interpersonales directas también era parte elemental de ese proceso. Siempre que venía gente a recoger muebles u otros objetos, como DVD o utensilios de cocina, Fanni les dejaba entrar en la casa, abría la puerta del piso y se retiraba al dormitorio. Desde allí le gritaba a la gente que pasara y les decía que simplemente se sirvieran ellos mismos. La excusa para no salir del dormitorio, y no digamos ayudarles a cargar, era una enfermedad muy contagiosa. Algunas de las cosas tuvo que volver a ofrecerlas porque más de uno no quiso correr el riesgo de contagiarse con los gérmenes adheridos a los objetos.

El mobiliario que sobrevivió a la subasta fue la cama, la mesilla de noche, el sofá y la mesita que lo acompañaba y el armario de la cocina. En él almacena Fanni sus raciones de Meal Ready to Eat.

El aire en la vivienda es seco, y se respira como una fina niebla de polvo.

Hace semanas que los visillos del balcón y el estor de la ventana de la cocina están corridos. Fuera es verano. También la luz está apagada. El acceso al interruptor es completamente innecesario. Los distintos caminos que recorre se han grabado a fuego en su memoria corporal. Incluso escoger una ración MRE de la despensa para el día siguiente puede hacerse a oscuras sin problema alguno. Sabe exactamente qué ración, qué variante de menú reposa dónde. Todo su inventario, que abarca raciones del mundo entero, está almacenado en su cabeza y listo para ser requerido. Opta por la tercera de delante, en la fila de la derecha. Una ración australiana de PRIM, desarrollada para las unidades de las fuerzas especiales.

Después de haber rellenado en el grifo una botella de agua, coloca la mochila delante del biombo que separa la cocina del salón. Deja en la mesita del sofá el lápiz USB con el último Batch de clientes de BELL. Luego va al dormitorio y se desnuda. De camino al baño, al pasar por la puerta corredera, recoge la mochila y la deja, hecha, delante de la puerta del piso.

Se ducha en la oscuridad, girando el grifo hacia la izquierda. El agua sale helada de la ducha. Su cuerpo todavía reacciona queriendo huir en el momento en el que las primeras gotas salpican su epidermis. Se obliga con violencia a no saltar fuera de la cabina. Una vez superado un cierto umbral, se produce el entumecimiento en todo el cuerpo y todo se vuelve soportable. Entonces se siente casi como si se quitara de encima su Meat Prison y no fuera más que un cerebro que levita.

En el dormitorio, abre una rendija la ventana. Le gustaría abrirla más para que entrara más aire nocturno, pero eso también abriría las puertas a las oleadas sonoras de la ciudad. Jóvenes borrachos que vociferan. Grupos de turistas y estudiantes bebidos, que cantan. Estrépito de platos rotos. El ruido lejano que llega de las principales arterias de tráfico. El temblor de las vías férreas. Y todos los olores que los acompañan.

Fanni se tumba en la cama. La tablet está cerrada encima de la almohada, donde está siempre. Arranca su app de adormecimiento, programada por ella misma. La banda de vídeo está hecha de fotografías de Bell-Indoor-Cams tomadas en dormitorios. En cada una de ellas no se ve otra cosa que personas que duermen tumbadas tranquilamente. La banda de audio del bucle de varias horas está formada por varios vídeos de su favorita ASMRtist Ephemeral Rift. La pantalla granulada de color negro verdoso y el agradable susurro la ayudan a menudo a dormirse. No siempre. Para ese caso, tiene paquetes de Tranquinox en el cajón de la mesilla.

Junya

\CreeprXchange >> Creator’s Corner >> Martillo_sacerdote Kaidan\

<<…>>

<<querido coentusiasta, me ha gustado tú último vídeo. felicidades. logras una inmersión que por desgracia raras veces se alcanza, es admirable la manera tan consecuente con la que te atienes a tu idea. a propósito de inmersión: estoy pensando en actualizar también mi s.o.p., tu setup de cámara gopro e iluminación ir me parece sensato. he conseguido por vías seguras las piezas necesarias y voy a reorganizar la cámara con ayuda del tutorial que colgaste hace mucho tiempo. por desgracia el host al que habías subido el vídeo está caído. también podría intentarlo con las instrucciones en texto que pusiste, pero no me gusta dejar nada al azar y preferiría acompañarme con el vídeo. si aún no has destruido el fichero, te agradecería que pudieras apoyar a un “colega”. gracias de antemano. gv. >>

—GermanVermin, 21 minutes ago

Junya relee varias veces el post. GermanVermin es una institución en el foro, y raras veces comenta el material de otros. Junya no puede evitar sentirse honrado. Pero también es consciente de que el elogio es la muerte del verdadero arte. De la rebelión. Sin embargo, también se pregunta si es que su emoción es tan desdeñable. Como la satisfacción que siente al abrir una cerradura cerrada. O la alegría, que se parece casi a una experiencia extracorpórea, cuando está a la sombra de un dormitorio ajeno y su propia respiración besa sus mejillas, devuelta por la madera de la máscara. No hay nada malo en experimentar satisfacción cuando uno ejerce su vocación.

Junto con otros ficheros del foro y para el foro, ha enterrado el vídeo muy abajo, junto a las raíces de un índice de árbol, en un clasificador codificado.

Mientras Junya sube el tutorial a otro proveedor de File-Hosting en la Darknet, vuelve a verlo. Cuanto más avanza por el temporizador del vídeo, más fuerte agarra el ratón. Ve en el vídeo sus dedos, de finas falanges, sacando con una tenaza el objetivo montado en fábrica. Ve cómo colocan la iluminación infrarroja en el nuevo objetivo de visión nocturna. Ve cómo, para la presentación, abren la pequeña caja negra en la que previamente ha montado el convertidor de voltaje y el compartimento de las pilas.

Sus manos, que hurgan en la cámara, le repugnan. La suciedad debajo de esas uñas como garras, la piel finísima sobre los metacarpianos y el titubeo con el que las puntas de los dedos tiran de la lente.

El cursor vuelve hacia el aspa de la esquina superior derecha de la pantalla. Permanece la barra de herramientas de Upload en Tor-Browser. Y los dedos de Junya sobre el ratón. Como las patas de una tarántula que se ha precipitado sobre un roedor en el suelo del bosque para clavarle los colmillos en la carne e inyectarle el veneno, y poder devorar el pronto inanimado cuerpo.

Junya se lleva la mano al pecho, y la deja caer sobre la otra, en el regazo. Sujeta las dos entre los muslos. Parece como si no tuviera más que muñones al final de los brazos.

Fanni

Ha vuelto a pasar horas despierta. El armario de la mesilla sigue cerrado. Ha librado su combate. Luego, en algún momento, por fin se ha dormido.

A las 5:30 suena el despertador y la libera de la noche y de su cinta de Moebius mental empapada de sangre. Cuando decimos «despertador» queremos decir su smartphone de la marca Bittium. Cuando decimos «suena» nos referimos al rugido de la palabra «Blow» lanzado por MC Ride como una ametralladora en la canción Song Hot Head.

Después de ducharse, Fanni se sienta delante del sofá. Lo emplea como respaldo y se acerca la mesita. Tiene las piernas estiradas en el suelo laminado.

Abre su VivoBook y arranca un USB en forma de cola de sirena. Después de que el SO se haya cargado por completo, abre Tor-Browser y copia el Onion-Link del MonstroMart de un fichero codificado en la barra de direcciones.

Por suerte, la señal WLAN del vecino es lo bastante fuerte, así que el diseño de página del mercado negro no tarda eones en formarse. Desde luego, también ayuda que la página tenga un diseño extremadamente rudimentario, incluso para la Dark Web.