Crímenes sin castigo - Oscar Sat - E-Book

Crímenes sin castigo E-Book

Oscar Sat

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Beschreibung

Un joven del interior intenta abrirse camino en el mundo, trabajando y estudiando para lograrlo. Mientras tanto, se ve traicionado en el amor e involucrado en crímenes que no tienen castigo. Esto despierta su interés por la investigación criminal; un camino que lo lleva a conocer las miserias humanas y la psicopatología. Los motivos de la infidelidad del hombre y de la mujer generalmente se vinculan con terceros. La reacción violenta puede tener como causa el odio, los celos, el miedo, y algunos otros. Su origen puede nacer en la vida adulta o incluso en la niñez. Al poner ciertas cuestiones en un contexto real, el autor pretende buscar por qué suceden ciertos crímenes e infidelidades que no tienen ningún castigo.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Sat, Oscar

Crímenes sin castigo : historia de un amor traicionado / Oscar Sat. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2020.

232 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-648-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Policiales. 3. Novelas de Misterio. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución

por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2020. Sat, Oscar

© 2020. Tinta Libre Ediciones

Este libro está dedicado a Ramiro, Luciano y Marcelo.

Agradezco la colaboración desinteresada que me prestaron Gaby y Sebastian para escribir mi segundo libro, a Meche Aliaga por haberse encargado de revisarlo antes de su impresión, y a los demás amigos que me alentaron a seguir escribiendo, luego de haber leido mi anterior publicacion Soy Inocente

Crímenes sin castigo

Capítulo 1

Había nacido en San Rafael, provincia de Mendoza, Argentina, en un distrito llamado Rama Caída. Nunca pudo saber por qué razón a ese lugar le habían puesto ese nombre tan extraño, tampoco sus padres, ni sus amigos. Este hermoso lugar se encuentra cerca de una zona llamada Valle Grande, donde el Río Atuel tiene su cauce entre cerros rocosos y laderas rodeadas de árboles que llegan hasta el dique del mismo nombre. El dique controla sus aguas que vienen de los Nihuiles, diques que se encuentran aguas arriba. El camino desde el dique Valle Grande hasta el costado del Cañón del Atuel es de una belleza sin igual, que invita al visitante a sacar sus mejores fotos. En el lago que se forma se pueden practicar deportes acuáticos. Catamaranes, canoas y lanchas lo atraviesan diariamente. Más abajo, se encuentra otro pequeño lago donde Jorge, con sus amigos, nadaban horas y horas en los veranos sanrafaelinos, con temperaturas que superaban los 30° grados.

Su adolescencia transcurrió en esos lugares en especial en horas de la tarde, el resto del día ayudaba a sus padres junto con sus dos hermanos Bautista y Pablo, en el negocio de artesanías y productos regionales, colocado frente a la casa, paterna en una especie de quincho, al costado de la ruta que va al Valle Grande. En época de clases, como las ventas disminuían, se dedicaba solamente a estudiar. Durante las vacaciones, vendía las mermeladas que hacía su madre y las artesanías que conseguía de su padre y su tío Pedro, mientras que durante el invierno estudiaba. Así terminó los estudios secundarios. El problema era que no sabía qué hacer de su vida, no le gustaba el negocio, aunque era buen vendedor, y las carreras universitarias que se ofrecían San Rafael tampoco le convencían. Sus relaciones con chicas siempre habían sido pasajeras y por consejo, sobre todo de su madre, nunca dejó embarazada a ninguna de sus novias. Todavía resonaban en sus oídos las palabras de su madre, que le repetía una y otra vez: “Cuídate, cuídate, ¡ya sabes lo que tenés que usar para que después no te usen!”.

Sus hermanos eran más chicos, así que él salía con amigos de su edad, dieciocho años. La relación más duradera que tuvo en esa época fue con una vecina de su misma edad, relación de la que su madre nunca se enteró, porque sus encuentros eran a la hora de la siesta, a la orilla de un canal de agua, donde hacían el amor, para después cada uno irse para su casa. Su tío un día se dio cuenta, pero nunca dijo nada, solamente le preguntó si se cuidaba y se quedó tranquilo cuando le dijo que sí.

Fue su tío quien al año siguiente de haber terminado el secundario y estar desorientado, le propuso irse con él a Buenos Aires. Había conocido a una señora viuda de su misma edad —55 años—, que vivía en la calle Larrea, en la zona de Palermo y pensaba irse a vivir con ella. Además, pondría un negocio de artesanías y productos de la zona, en un local que se encontraba en el mismo edificio donde vivía con su nueva señora. Ella era propietaria de un departamento amplio, un semipiso, con un altillo que tenía una habitación y un baño que el sobrino podría usar y que tenía salida independiente, porque el ascensor llegaba justo hasta dicho altillo. La oferta era sumamente tentadora.

Con el consentimiento de sus padres, en octubre se fue a Buenos Aires. Ya llevaba casi un año sin decidirse por ninguna carrera, a pesar de que sabía que quería estudiar algo. Conversaba seguido sobre esto con sus tíos.

—¿Y Ciencias Económicas? —lo animaba Pedro—. Es una buena alternativa, podrías hacerte cargo del negocio, armar una franquicia… O dedicarte al rubro inmobiliario, hay buena plata ahí.

Pero Jorge no estaba convencido de que su objetivo fuera solo ganar dinero. Quería encontrar algo que lo apasionara. Le gustaba el contacto con la gente, conversar, resolver problemas. Para seguir con un negocio, se hubiera quedado en San Rafael.

Pasaron un par de meses, hasta que una noche, mientras veía en el televisor de su habitación un programa periodístico, donde se hacían entrevistas y los panelistas debatían acaloradamente sobre un tema político de actualidad, le llamó la atención cómo hablaba uno de ellos que era abogado. La seguridad y la pasión con la que se expresaba lo decidió: estudiaría Derecho. Quería resolver los problemas de la gente y llegar a tener la solvencia para expresarse como lo hacía ese abogado. Al día siguiente fue a la UBA y se inscribió para rendir el examen de ingreso.

Con sus tíos irían a San Rafael a pasar las fiestas de fin de año y unos días de vacaciones. Uno de sus hermanos se había quedado con sus padres y ayudaba en el negocio y el otro había comprado, con la ayuda de ellos, un terreno donde comenzó a construir unas cabañas para turistas. Los tres hermanos ya habían comenzado a recorrer cada uno su destino.

Pasaron unas de las mejores fiestas de su juventud, toda la familia unida en una Noche Buena y un fin de año inolvidables. Comieron como se come en Mendoza: empanadas, lechón y buenos postres, regados con el vino suave de los viñedos del sur. Muchas historias contadas por su tío, por María, su esposa, y por su padre, quienes eran los más conversadores y por una familia vecina que pasó esas fiestas con ellos. Rieron y bebieron hasta la madrugada de cada una de esas fiestas. La decisión de Jorge fue el tema más comentado.

—¿Así que abogado? Vos sí que querés llegar lejos —afirmó un amigo de su padre.

—Quiero hacer muchas cosas, sobre todo conocer el mundo y tener algún caso importante para resolver.

Luego de pasar unos días de vacaciones, para gozar de los baños del lago, de hacer kayak en el río y de tener la suerte de ver un cóndor sobrevolando por el Cañón del Atuel, volvieron a Buenos Aires.

Jorge se dedicó full time a estudiar los apuntes del examen de ingreso. Los tíos se fueron a Mar del Plata, donde María tenía un departamento, así que se quedaron hasta mediados de febrero. En esa fecha abrieron el negocio. Jorge estudiaba unas horas a la mañana, y luego reemplazaba a su tío en la atención del local hasta el cierre y seguía estudiando hasta altas horas de la noche. En marzo rindió bien y ya se sintió un estudiante de Derecho.

Cuando empezaron las clases en la Facultad, se encontraba medio perdido porque no conocía a nadie, hasta que al poco tiempo un compañero lo invitó a jugar al fútbol los sábados a la tarde. Ahí comenzó a tener unos buenos amigos, los primeros que hizo en Buenos Aires. Además, a los pocos meses comenzó a ir tres veces por semana a un gimnasio, donde se relacionó con dos amigos, que iban al mismo turno.

Las semanas transcurrieron rápido porque entre las horas de estudio, el trabajo, las clases en la facultad, el gimnasio y los partidos infaltables de los sábados no le quedaba tiempo ni para pensar. A mediados de ese año comenzaron los asados después de los partidos y, sin darse cuenta, ya estaba rindiendo las primeras materias de ese primer año. Terminó de rendir todas las materias de primer año al inicio de marzo del año siguiente, lo que le decían todos que era muy bueno.

Así fue llevando la carrera de forma regular y después de cinco años y unos meses, se recibió de abogado.

Además de conocer la ciudad y de hacerse de buenos amigos, durante ese tiempo le habían pasado algunas cosas que marcarían su destino. Todo comenzó cuando estaba estudiando materias de tercer año y ayudaba en el negocio de su tío. Una mañana, Aníbal, que era paseador de perros y frecuentaba el local, entró desencajado, pálido y nervioso. Se habían conocido tiempo atrás y charlaban sobre el barrio, sobre sus proyectos, sobre chicas y fútbol. Aníbal paseaba entre ocho y diez perros, todos de la vecindad, desde las diez de la mañana hasta el mediodía. Uno de los perros era la Golden de la señora Clarita, una viuda, vecina de Jorge, que vivía sola en el 3.er semipiso del edificio.

Esa mañana, Aníbal entró al local balbuceando:

—Se perdió Colita.

Ese era el nombre de la Golden de Clarita y le pidió que lo acompañara para avisarle, porque no sabía cómo lo iba a tomar. Clarita adoraba a su mascota que, salvo por una chica que iba unas horas a la mañana para limpiarle el departamento, era su única compañía. Cerca de las tres de la tarde, mientras se organizaban para hablar con Clarita, ella apareció en el negocio, los miró y pareció adivinar lo que pasaba, porque preguntó:

—Y Colita, ¿dónde está?

Cuando Jorge le dijo que se le había escapado a Aníbal, creyeron que se desmayaba. Le acercaron una silla y entre los dos comenzaron a consolarla, diciéndole que la iban a buscar, que iba aparecer. Cuando se recobró, lo miró fijo a Aníbal y le preguntó cómo se le escapó Colita. Aníbal no podía explicar nada, estaba destruido, solo atinó a explicar con palabras entrecortadas.

—Estaba con todos los perros jugando con una pelotita en el parque, cuando me di cuenta de que faltaba Colita.

Clarita no dijo nada, entendía la angustia de Aníbal ya que era un buen chico y muy responsable. Se dirigió a Jorge y, llorando, le pidió:

—Jorge, ayudame.

Jorge la tomó de la mano y la llevó a su departamento junto con Aníbal, que no sabía qué hacer. Se sentaron en el living y ahí se les ocurrió que podían hacer en la computadora unos volantes con la foto de Colita y los repartirían por todo el barrio.

Aníbal se recompuso y entre los dos empezaron a armar el plan para recuperar a Colita. Años más tarde recordarían esa primera vez en la que formaron una sociedad para resolver un problema. Aunque la próxima vez que el destino los juntara, las circunstancias serían mucho más graves.

Decidieron sumar gente. Pidieron ayuda a sus amigas del gimnasio y, en el departamento de una de ellas, comenzaron a organizar la búsqueda: las chicas hicieron los volantes y Aníbal y Jorge los distribuyeron por el barrio. Volvieron un par de veces al parque, pero Colita no estaba allí. Cuando se hizo de noche volvieron al departamento de sus amigas, pidieron unas pizzas y gaseosas y se quedaron conversando hasta las doce de la noche.

Durante los días siguientes continuaron la búsqueda, con el mismo infructuoso resultado. Clarita estaba destruida, se había deprimido y hacía ir a la chica que le limpiaba el departamento a la mañana y a la tarde, había días que no se levantaba de la cama y casi había que obligarla a comer. Jorge se preocupó por su salud y todas las tardes, después de cerrar el local, la acompañaba un rato. Pero ella no tenía consuelo era como si hubiera perdido una hija.

Así pasaron dos meses, hasta que un día mientras Jorge estaba atendiendo el negocio, casi se desmaya cuando vio que por la puerta se asomaba Colita, muy tranquila, moviendo la cola. Corrió y la abrazó, no podía creerlo.

—¡Colita! ¿Dónde estuviste? —le preguntaba, como si la perrita pudiera contestarle. Cuando se tranquilizó, cerró el negocio y subió al piso de Clarita. Estaba muy feliz, pero preocupado a la vez. No sabía cómo reaccionaría Clarita al reencontrarse con su tan querida perrita. Tocó el timbre. Cuando sintió que la anciana se acercaba a la puerta le anunció:

—¡Clara! Soy Jorge. Tengo una buena noticia para usted, pero necesito que esté tranquila.

Y entonces Clarita abrió la puerta, la vio y se tiró al suelo a abrazarla y lloraba. Hasta parecía que Colita también lloraba. Jorge la ayudó a levantarse y los tres fueron hasta la cocina, donde Colita no paraba de tomar agua y Clarita no paraba de llorar. Jorge se sentó y lo llamó a Aníbal para darle la noticia, otro que parecía que iba a llorar.

Los días siguientes fueron de alegría para todos los que habían estado buscando a la mascota y ya habían perdido las esperanzas. A partir de ese encuentro Clarita quedó muy agradecida con Jorge y le pidió que paseara a Colita, y así lo hizo durante unos meses, hasta que la convenció de que volviera a contratar a Aníbal.

Pero, durante el tiempo que él se hizo cargo de la perrita, sucedió algo que marcaría su destino: mientras la paseaba, conoció al amor de su vida.

Capítulo 2

Llegó la primavera. Buenos Aires estaba hermosa. Las calles reverdecieron, los árboles de la zona donde Jorge vivía estaban dando sus primeras flores, el parque en frente de la Avenida Libertador invitaba a hacer unas buenas caminatas al sol.

Una mañana fue a buscar a Colita para sacarla a pasear y ya Clarita lo esperaba en la puerta con la pala, una bolsita y una pelota de tenis para que jugara. Conversaron unos minutos y con Colita y unos apuntes de la materia que estaba estudiando, caminaron hasta el parque. Se sentó en un banco y comenzó a tirarle la pelota a Colita, hasta que se cansó y se echó a su lado.

Aprovechó para ponerse a leer sus apuntes y luego de una hora, dio una vuelta con Colita y se volvieron para el departamento. Cuando iban por la vereda de enfrente, unas dos cuadras antes de llegar, vio que a media cuadra venían dos chicas. Por su atuendo y por el palo que cada una llevaba en sus manos, dedujo que jugaban al hockey. Sus risas le llamaron la atención y, justo cuando estaban llegando a donde él se encontraba, a Colita no se le ocurrió mejor idea que ponerse a hacer caca junto a un árbol. Se puso rojo como un tomate y eso fue advertido por las chicas, que se rieron, pero se acercaron a acariciar a la perrita que se creía el centro de atención. Una de las chicas lo dejó boquiabierto, tenía unos ojos celestes verdosos impactantes que miraban con ternura a Colita. Las saludó con un “hola” muy tímido, mientras levantaba las heces y las ponía en la bolsita, y ellas le respondieron entre risas y siguieron su camino.

Esos ojos celestes lo habían dejado con las piernas temblando, más todavía cuando estaban en una carita dulce y un cuerpo delgado y esbelto, con cabello rubio y unas piernas firmes propias de una jugadora de hockey. Le costó reponerse, pero para sus adentros se dijo: «esta chica no puede ser más hermosa». Y le preguntó a Colita si opinaba lo mismo y ella coincidió moviendo la cola. Tiró la bolsita al basurero de la esquina y siguió hacia el departamento pensando en los ojitos celestes.

Los días siguientes hizo el mismo recorrido, pensando en encontrar a las chicas de hockey, pero solo las encontró una semana después, por lo que dedujo que iban los sábados y miércoles a jugar. Ese día miró fijo a la de ojos celestes y las saludó, y ambas le correspondieron. Pero la de ojitos celestes parecía más interesada en mirar a Colita que a él. Las siguió con la mirada cuando se alejaron y así pudo advertir que entraban a un edificio que estaba justo al frente del local de artesanías.

Al poco tiempo, Aníbal volvió a de encargarse de los paseos de la perrita, por lo que, a pesar de quedarse horas en la puerta del negocio, no vio a la chica salir ni entrar en su departamento.

Mientras tanto, Jorge, en un par de semanas ya conocía parte del movimiento de los habitantes de ese edificio: a la mañana salían del edificio dos jóvenes que parecían pareja, porque algunas veces se tomaban de la mano; también que allí vivía una mujer de unos 50 años muy elegante, que salía sola y volvía al rato con bolsas del supermercado; Walter que, al parecer, era el encargado del edificio porque lo había visto varias veces limpiar la vereda y en algunas oportunidades conversaba con Aníbal cuando este paseaba con los perros. Y varias veces vio a un hombre con un portafolio que bajaba de una camioneta que se estacionaba temprano frente al edificio.

—Es el administrador del campo de Irazábal —le contó Clarita—. Además, en el último piso vive una señora mayor con su hija que es médica y sale muy temprano cada mañana, casi no las veo. Y en el 3.er piso vive un coronel retirado con su señora, que salen solo los días feriados.

Intentando disimular el interés, comenzó a indagar a Clarita sobre la chica que lo había cautivado. Clarita, con ese sexto sentido que tienen las mujeres, se dio cuenta de inmediato, qué era lo que estaba pasando.

—Vos hablás de Paulina Irazábal, la chica de enfrente, parece que te gusta.

Jorge sintió que se le subían los colores hasta las orejas y no pudo controlarse. Entonces ella le contó que era muy buena chica, hija única, que los padres tenían una estancia en Carmen de Areco a 135 kilómetros de la capital y que tenían una enorme fortuna. Además, eran dueños de casi todo el edificio donde vivían. El señor Irazábal había sido amigo de su marido.

—Casi todos los fines de semana, salvo cuando Paulina tiene partidos de hockey, se van a la estancia, donde tienen una hermosa casa de campo. Les gusta tanto ir que incluso, algunos fines de semana, la esperan después del partido de hockey y vuelven directamente el lunes para que ella vaya al colegio. Hace mucho que no converso con ellos, son una familia muy reservada.

Para Jorge, esta revelación fue un tanto incómoda. Saber que pertenecía a una familia que tenía tanta fortuna, lo intimidó y optó por tratar de olvidarla.

Pero no le resultó sencillo. Incluso tres años después de haberla conocido y de verla esporádicamente, ese amor platónico persistía, inexplicablemente, porque Jorge nunca había hablado con Paulina. No le conocía la voz ni qué carácter tenía, era un amor que solo se podía definir como de un adolescente. En ese tiempo se dedicó con todas sus energías a estudiar y finalmente se recibió de abogado.

Con su orgulloso título bajo el brazo, viajó a Mendoza donde sus hermanos habían encaminado sus vidas y sus padres estaban muy bien. Pero las posibilidades de lograr su sueño de conocer el mundo y participar en un caso importante eran muy pocas, decidió volver a Buenos Aires. Habló con su tío, quien trató de vincularlo con un amigo que era abogado, y con un compañero de la facultad, quien le aconsejó hacer un máster de Derecho Criminal, para tener más posibilidades de ejercer como abogado penalista en algún estudio. Optó por esto último.

Llevaba tres meses haciendo el máster, cuando Clarita lo llamó a su departamento y, para su sorpresa, le presentó a su nueva pareja, Alberto, jubilado como ella, quien le pareció un señor muy correcto. Además, Clarita quería comunicarle una buena noticia.

—Mi hermana, Josefa, vive en Madrid. Te conté sobre ella. Hace unos meses quedó viuda y tiene un solo hijo.

—Sí, me acuerdo, tu sobrino Pepe, que tiene más o menos mi misma edad, ¿ese?

—Claro, tiene 25 años, como vos. Ellos tienen una pequeña fortuna, pero mi cuñado también les dejó un negocio muy rentable ubicado en la Plaza Mayor, la zona más turística de Madrid. La propuesta que me hizo es que viajes a España a trabajar para ella, necesita una persona de confianza para que, junto con su hijo, se haga cargo del restaurante.

Jorge se dio cuenta de que Clarita había pensado en todo. Ese trabajo le podía ofrecer una muy buena ganancia y, además, Josefa le ofrecía un piso cerca del negocio, donde podría vivir.

Recordó sus deseos de viajar y de conocer el mundo y otras culturas. Además, sus padres eran descendientes de españoles, por lo que le encantó la idea, así que les dijo que lo pensaría, consultaría con sus padres y tíos y pronto le contestaría.

Habló con sus tíos esa misma noche, quienes le dijeron que probara un tiempo y, si no le gustaba, que regresara. Sus padres también estuvieron de acuerdo, aunque les hubiera gustado que ejerciera la profesión para la cual había estudiado tanto.

Decidió aceptar, porque era una oportunidad única la que el destino le brindaba y quizás nunca más se le presentaría.

Al mes siguiente, Jorge viajó Europa. No pudo dormir en todo el viaje, tanto por los nervios como por su compañero de asiento, un señor con sobrepeso que, después de intercambiar algunas palabras y de cenar, se durmió y comenzó a roncar como una trompeta. Al llegar al aeropuerto de Barajas, retiró las maletas y tomó un taxi que lo llevó a la dirección que le había indicado Josefa.

Ella misma lo estaba esperando en la puerta, la reconoció porque era muy parecida a Clarita, más alegre y simpática. Se saludaron y le mostró el departamento. Era pequeño, con una cocina-comedor, un baño y un dormitorio, suficiente para él. Además, tenía ventanas grandes y un balcón a la calle. A Jorge le gustó porque estaba en pleno centro de Madrid, a cinco cuadras del Corte Inglés y a diez cuadras de su lugar de trabajo. Mientras estaba instalándose, llegó Pepe, el hijo de Josefa. Se saludaron y de inmediato se dio cuenta de que se llevarían muy bien, porque parecía tener muy buena onda.

—Oye, chaval, ¿qué te parece si nos encontramos esta tarde en el restaurante para que lo conozcas y conversemos sobre las condiciones del trabajo?

Jorge demoró unos segundos en reaccionar. No estaba acostumbrado a la forma tan directa que tienen los españoles de decirse las cosas. Sonrió y aceptó:

—Perfecto. A las siete de la tarde estaré por allá.

Se dio una ducha y descansó un rato. El viaje y la intensidad con la que estaba viviendo su primer día lo habían agotado. Durante el recorrido hacia la Plaza Mayor entendió que finalmente estaba cumpliendo uno de sus sueños: conocer el mundo. La variedad de gente y el movimiento en La Gran Vía, es esplendor de la Puerta del Sol y el bullicio del Mercado San Miguel lo fascinaron. Cuando llegó a la Plaza Mayor, quedó sorprendido por la originalidad de la distribución, no era una plaza como las que él conocía. Totalmente rodeada de edificios, una estatua ecuestre en el centro, varios portales desde lo que se podía acceder a ella y miles de personas caminando o sentadas en las “terrazas” ante unas tapas y la obligada “caña” de cerveza.

Pepe lo estaba esperando y le mostró el restaurant, que se encontraba en una esquina de la plaza. Comenzó por la cocina, la barra, un pequeño espacio adentro donde había ocho mesas y otras tantas en el exterior. Todo el equipamiento era de primera, el personal eran dos cocineras y cuatro jóvenes que servían las mesas, todos con turnos rotativos, Pepe le advirtió que a los jóvenes no los llamara mozos, porque en España caía mal, que los llamara por sus nombres o apodos.

Al día siguiente se reunieron Pepe, Josefa y Jorge dejando aclarado cuál sería su trabajo y la remuneración, realmente era mucho más de lo que pensaba ganar, así que quedo conforme. Además, sería el encargado del negocio junto con Pepe. Convinieron que comenzaría luego del fin de semana, un lunes primero de mes. Como le quedaban cuatro días para empezar a trabajar los dedicó a recorrer Madrid, el Palacio Real, algunos museos y el domingo Pepe lo invitó a una corrida de toros.

Tomaron el metro hasta la plaza de toros de Las Ventas y, antes de entrar, compraron gaseosas y dos grandes sándwiches de jamón serrano, con los que se deleitaron, mientras Pepe le comentaba algunas reglas de la corrida de toros. La plaza era impactante por fuera, pero más aún por dentro. Los arcos de estilo morisco, el ruedo, los azulejos, las columnas… Todo era nuevo para Jorge quien algunas pocas veces había ido a una cancha de fútbol. Las gradas eran de cemento por lo que alquilaron unos almohadones en la entrada por consejo de Pepe.

Cuando comenzó a tocar la orquesta se le puso la piel de gallina, entró el primer torero y comenzaron los aplausos del público. Pero cuando salió el toro, se produjo un silencio y ante cada embestida se escuchaba un “¡ole!” estremecedor. Luego de hacer unos pases, el torero se retiró del ruedo e ingresó el primer banderillero, fue uno de los momentos más bonitos, ver la agilidad del joven, que con elegancia levantaba los dos brazos con una banderilla en cada mano y luego de observar al toro, cuando este se quedaba quieto, corría sutilmente hacia él y le clavaba las banderillas, para salir corriendo adelante del toro y saltar la baranda del ruedo para evitar las cornadas. Jorge notó que algunos banderilleros eran los mismos toreros que luego comenzaban su faena, envolviendo en el capote que había usado cuando comenzó su toreo, una especie de espada. La faena del torero y su elegancia dependían mucho del toro que le tocaba, cuanto más bravo mejor, entre la música de los instrumentos de viento, los oles y movimientos de pañuelos, Jorge quedó maravillado, salvo por la muerte final del toro, que pocas veces se salva y que da para un gran debate que ha crecido en España en los últimos años, entre los que quieren prohibir el toreo y los que lo defienden.

Cuando salieron fueron a tomar unas cañas.

—¿Y? ¿Qué te pareció? —le preguntó Pepe mientras probaban unas tapas.

—Fue fascinante. La plaza, la música, la pasión de la gente, la lucha entre el torero y el toro… Lo único que no me gustó, tengo que confesar, fue la muerte del toro.

—Pues, es que de eso se trata, hombre. Es un enfrentamiento a muerte. Que muchas veces es el torero el que tiene ese final. Y que al que no le guste, que no venga a las corridas.

Con este comentario quedó en evidencia que Pepe era un gran defensor de las corridas de toros. «Probablemente yo no vuelva a presenciar una», pensó Jorge. De acuerdo a su sentido de justicia, ese era un enfrentamiento desigual. Entonces, decidió cambiar la conversación y se dedicó a preguntarle algunas cosas que le interesaban sobre su nuevo trabajo. Trabajo que comenzaría al día siguiente.

Capítulo 3

El lunes a la ocho de la mañana, Jorge estaba en el restaurant, controlando la limpieza y la mercancía que traían los proveedores para el resto del día. Los jóvenes que hacían el turno de la mañana de 8 a 15, como los de la tarde, parecían muy competentes, alegres y trabajaban con armonía entre ellos, lo que le pareció muy importante.

Los días fueron transcurriendo con tranquilidad, el negocio trabajaba bien y todos los días parecían iguales, de vacaciones constantes, porque los turistas eran los principales y únicos clientes, para los que evidentemente no existían ni sábados ni domingos o días de semana en la Plaza Mayor de Madrid. Con Pepe se repartían los horarios y con algunas innovaciones que decidieron juntos, como manteles de colores, flores en todas las mesas, música flamenca y caribeña, mejoró notablemente la clientela y los ingresos del local.

Josefa estaba contenta y se despreocupó del negocio, todos los fines de mes se reunían los tres, Pepe, Josefa y Jorge, y repartían las ganancias. Al poco tiempo Jorge conoció y se fue haciendo amigo de una mesera del negocio que estaba al lado del restaurante. Era brasileña, divertida y siempre dispuesta a recibir y hacer bromas. Un día la invitó a salir después del horario de trabajo y ella aceptó de inmediato. Fue una relación que duró mientras estuvo en Madrid o sea más de dos años y se cortó amigablemente cuando Jorge le dijo que se iba a trabajar a Málaga.

Jorge había recibido una propuesta de Pepe de abrir un restaurant en Málaga, formarían una sociedad, ya que serían los únicos dueños. Jorge pagaría una parte con sus ahorros de los casi tres años que estuvo en Madrid; Pepe pondría su parte y al resto pensaban pagarlo con las ganancias del mismo negocio. Pepe había vivido en Málaga y conocía el restaurant, que estaba frente al mar. Además, en la planta alta tenía un departamento que podía ocupar Jorge, porque Pepe viviría en otro que era de Josefa.

Antes de empezar una nueva etapa de su vida, Jorge viajó a ver a sus padres. Cuando estuvo en Buenos Aires se enteró por sus tíos que el esposo de Clarita había fallecido. Fue a visitarla y Colita empezó a saltar como loca cuando lo vio. Todos los días que estuvo en Buenos Aires almorzó con Clarita, quien se sentía muy sola. Pero tenía que volver a España. Antes de partir para Málaga, fue al restaurante de la Plaza Mayor, que tantas satisfacciones le había dado. El último día en Madrid sufrió la amargura más grande de su vida.

Estaba parado frente a la puerta del restaurant mirando para el centro de la Plaza cuando una pareja se sentó en una de las mesas. Los miró una y otra vez, sintiendo un sobresalto y una duda a la vez. Le pidió al camarero que le diera las cartas, que él atendería esa mesa. Cuando se acercó a la mesa, comprobó que la joven que tomaba de la mano al hombre que estaba con ella era nada más ni nada menos que Paulina Irazábal. Dejó las dos cartas sobre la mesa, sin antes observar que Paulina llevaba un anillo de compromiso y otro de casada igual al que llevaba quien, ahora confirmaba, era su esposo.

Sin entender por qué, después de tanto tiempo, sufría esa desilusión, se quedó petrificado en la puerta de restaurant hasta que tomaran lo que habían pedido y se levantaran para irse. Ella no lo reconoció, estaba al parecer obnubilada con su esposo. Iba vestida con un pantalón blanco, zapatillas blancas y una remera tipo marinera de rayas celestes y blancas, con el pelo largo. Mantenía esa sonrisa que lo había cautivado. Era evidente que Clarita no le había querido contar nada de lo que había pasado con Paulina y Jorge tampoco le había preguntado, por miedo más que nada a enterarse de lo que ahora comprobaba en forma directa.

Al día siguiente tomó sus cosas y partió hacia Málaga. El restaurant y el departamento daban al mar, la vista era maravillosa. Luego de hacer los papeles en la notaría con el vendedor, se dedicaron a arreglar el restaurant, que estaba prácticamente abandonado: limpiaron, pintaron, compraron la vajilla, los manteles y muebles. Contrataron a dos chicas colombianas como meseras y un joven cocinero con bastante experiencia. Compraron también un buen equipo de música y un domingo, a los diez días de haber comprado el local, lo inauguraron con el nombre de “La cantina de Pepe”.

Buena comida, buenos precios y buena música, hicieron que desde el primer día el negocio se llenara, durante todo el día, de clientes. Servían desayunos, almuerzos, bebidas por la tarde y a la noche ofrecían tapas de todo tipo. Al poco tiempo tuvieron que triplicar el personal, y en dos meses terminaron de pagar la deuda. Durante los tres años siguientes Jorge hizo un capital que nunca se hubiera imaginado: había ahorrado casi medio millón de euros. Hizo varios amigos y conoció a muchas mujeres, de distintas nacionalidades. Fueron días maravillosos que para un joven de treinta años serían inolvidables. Nunca pudo enamorarse, pero lo pasaba, como dicen los españoles, “de puta madre”.

Llevaba cinco años fuera de Argentina y cuando estaba pensando en un posible regreso, recibió una triste noticia. Clarita había fallecido y en su testamento le pedía que él cuidara de Colita. Una cosa llevó a otra y decidió venderle su parte a Pepe, quien aceptó entregarle dos departamentos en Buenos Aires y el saldo en efectivo. Era lo que Jorge quería, porque hacía un tiempo que extrañaba a sus padres y a sus tíos, así que quería volver a su país.

Volvió a Buenos Aires y se reencontró con sus tíos, fue a visitar a sus padres y hermanos a su ciudad, pero, luego de unos días, volvió a Buenos Aires a arreglar todos los papeles e instalarse en uno de sus departamentos, al otro lo alquiló. contaba entonces con una buena renta más sus ahorros. Los fines de semana comía con sus tíos en algún restaurant de la zona o con ellos cuando su tía se decidía a cocinar. Volvió a encontrarse con sus amigos, con los que formaron de nuevo el equipo de fútbol y jugaban todos los sábados. Comenzó nuevamente el gimnasio y paseaba a Colita que no se separaba de él ni cuando iba a dormir.

Habían pasado cinco años en los que aprendió y vivió muchas experiencias, conoció personas interesantes y trabajó en tareas impensadas. Pero ya de regreso a su país, volvió a sentir aquel llamado que lo había llevado a estudiar derecho.

Y el destino, nuevamente, jugó a su favor.

Un día, recibió un mensaje. Era Osvaldo, un médico argentino que vivía en Alemania y del que se había hecho muy amigo en Málaga, porque vacacionaba cada seis meses allí. Y la última vez, se había quedado en el departamento que Jorge tenía en la planta alta del restaurant. Lo habían pasado muy bien, porque como él hablaba alemán podían tratar con las turistas alemanas y todo se facilitaba. Se alegró enormemente y lo llamó. Hablaron como una hora. Osvaldo le contó que en poco tiempo viajaría a Buenos Aires, porque quería comprar un departamento y contactarse con algunas clínicas y hospitales para aportar todo el conocimiento y la experiencia médica que había adquirido en Alemania durante más de veinte años. Jorge le prometió que lo ayudaría en la búsqueda, que contara con él en esta etapa de repatriación. Se despidieron con la promesa de que se verían en Buenos Aires.

El domingo siguiente fue con sus tíos a comer pasta a un restaurant de avenida Santa Fe y, durante el almuerzo, Jorge les contó la conversación con Osvaldo. Cuando comentó que era especialista en cirugía de columna, le hicieron una serie de preguntas que no supo responder: en qué hospital trabajaba, si era buen médico, etc.

—¿Por qué tantas preguntas? —se extrañó Jorge.

—Porque el año pasado mataron al matrimonio Irazábal…

Jorge casi se atragantó con la comida.

—¿Los “mataron”?