Crisis en la eurozona - Costas Lapavitsas - E-Book

Crisis en la eurozona E-Book

Costas Lapavitsas

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Beschreibung

Primero fue la crisis del crédito, y gobiernos de todo el mundo intervinieron para rescatar a los bancos; después vino la crisis de la deuda soberana, que ha golpeado duramente a la eurozona. Ahora es el momento de pagar las consecuencias, y ciudadanos de a pie de toda Europa están empezando a comprender que el socialismo de los pudientes significa hacer unos cuantos agujeros más en sus ya apretados cinturones. Lapavitsas afirma que la austeridad europea es contraproducente: los recortes en el gasto público supondrán una recesión más larga y profunda, agravarán la carga de la deuda, pondrán aún más en peligro a los bancos y puede que pronto impliquen el final de la propia unión monetaria. Crisis en la eurozona traza un camino prudente para afrontar una reestructuración que dependa de la fuerza de los sindicatos y de la sociedad civil. El lúcido racionalismo de este libro transmite un mensaje polémico, poco grato en determinados círculos, pero que pronto resonará por todo el continente: los estados empobrecidos deben abandonar el euro y reducir sus pérdidas o sobrevendrá una penuria mayor.

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Prólogo

La tormenta que azota la moneda común de Europa es una parte integrante de la gran crisis que comenzó en 2007. Apenas cinco años después de que la especulación bancaria en el mercado inmobiliario de Estados Unidos hiciera que los mercados monetarios internacionales se congelaran, tres países periféricos de la zona euro recibieron planes de rescate, Grecia estaba a punto de abandonar la unión monetaria y los mecanismos del euro se enfrentaban a presiones de ruptura.

La cadena causal que une la agitación del mercado financiero estadounidense con la inestabilidad de la Unión Monetaria Europea ha sido analizada por varios economistas, entre los que se encuentran los autores de este libro. Para resumir, el colapso de Lehman Brothers en 2008 provocó una grave crisis financiera que llevó a una recesión global; como resultado se han producido unos déficits fiscales crecientes en varios de los países líderes de la economía mundial. En los países de la periferia de la eurozona, ya sumamente endeudados después de años de debilitamiento de la competitividad con respecto al núcleo de la eurozona, esos déficits fiscales hicieron que se les restringiera el acceso a los mercados internacionales de obligaciones en divisas. Los estados periféricos se vieron amenazados por la insolvencia, hecho que suponía un riesgo para los bancos europeos que se encontraban entre sus mayores prestamistas. Para rescatar a los bancos, la zona euro tuvo que ayudar a los estados periféricos. Pero dichos rescates fueron acompañados de medidas de austeridad que provocaban profundas recesiones y hacían difícil permanecer en la unión monetaria, especialmente para Grecia.

Quizá la amenaza que ello representaba para el euro se hubiese entendido antes si se hubiera prestado más atención a la historia. En 1929, la especulación en la Bolsa de Nueva York provocó un colapso que llevó a una recesión global; en 1932 fue necesario abandonar el patrón oro que se acababa de reintroducir en 1926. Las fuerzas que empujaban hacia la recesión se habían extendido en la economía mundial debido en parte a que los estados habían estado intentando proteger sus reservas de oro y los tipos de cambio fijos asociados al mismo. Se hizo imposible aferrarse al rígido sistema de moneda internacional en metálico.

Obviamente, la Unión Monetaria Europea es muy diferente del patrón oro. Es un sistema de gestión de moneda que no depende del funcionamiento ciego y automático del oro en el mercado mundial. Por lo menos, los Estados miembros no necesitan mantener grandes reservas de euros, a diferencia de la presión por atesorar reservas de oro bajo el patrón oro. Pero es similar a este último en la medida en que fija los tipos de cambio, exige un conservadurismo fiscal y requiere flexibilidad en los mercados laborales. Y, desde el momento en que impone una política monetaria común en todos los Estados miembros, es incluso más rígido.

Los estratos dirigentes de Europa estaban decididos a crear una forma de moneda capaz de competir con el dólar en el mercado mundial y, por tanto, promover los intereses de grandes empresas y bancos europeos. Los gobiernos no han desistido en su empeño incluso cuando los mecanismos del euro han aumentado gravemente las fuerzas de recesión presentes en la economía europea. La carga se ha trasladado a los trabajadores europeos en forma de reducción de salarios y pensiones, aumento del desempleo, disolución del estado de bienestar, desregulación y privatización.

Para imponer los costes que representa la defensa de una moneda común a los trabajadores, los gobiernos líderes en Europa no han cesado de advertir de las nefastas consecuencias que tendría el desmantelamiento de la unión monetaria. En este empeño han recibido el respaldo de los estudios de los bancos así como de los académicos dispuestos a plantear escenarios apocalípticos de la vida después del euro. También en este sentido la Unión Monetaria Europea se parece al patrón oro: el debate público a finales del siglo XIX y principios del XX se horrorizaba ante la idea de su abandono.

Por supuesto, el patrón oro se desechó sin que se acabara el mundo. Las uniones monetarias internacionales, además, suelen tener una duración limitada, incluso aunque se hayan creado bajo los compromisos más solemnes. Independientemente de lo que puedan afirmar los políticos y los periodistas, la Unión Monetaria Europea es insostenible en su forma actual. Conforme las tensiones inherentes lleguen a un punto crítico, los países europeos se verán obligados a concebir nuevos acuerdos monetarios para sus transacciones nacionales e internacionales.

El dominio del europeísmo entre las fuerzas intelectuales y políticas que podían haber ofrecido un discurso alternativo ha facilitado la propagación del sentimiento de temor. Durante más de dos décadas, la noción de que el euro es el paradigma de la unidad europea ha ido ganando influencia entre los políticos y los líderes de opinión de Europa. Es incluso más notable el hecho de que una forma de dinero cuyo objetivo es servir a los intereses de los grandes bancos y los grandes negocios se haya presentado como un proyecto intrínsecamente social y democrático.

La creencia de que la unión monetaria representa un progreso social que podría beneficiar realmente a los trabajadores mediante una acertada intervención institucional se ha hecho acreedora de apoyos en lugares inesperados. Así, los principales defensores del euro han surgido de la tradición keynesiana, incluso aunque esta última haya rechazado históricamente los rígidos acuerdos monetarios internacionales. Resulta asombroso que el respaldo al euro haya provenido también de secciones de la Izquierda Europea, incluidas las más extremas. ¿Quién habría imaginado que los supuestos herederos de Karl Marx se transformarían en defensores de una variante del patrón oro?

Este apoyo a la unión monetaria por parte de la Izquierda Europea ha influido de forma decisiva en las consecuencias políticas de la crisis. Mucho se ha hablado sobre las iniquidades del capitalismo, la desastrosa naturaleza del neoliberalismo, lo absurdo de la austeridad, el veneno de la desigualdad, etcétera. Pero en cuanto el debate gira en torno al euro, que, después de todo, ha sido el punto central de la crisis, gran parte de la Izquierda ha intentado simplemente cambiar de asunto. O ha presentado unas propuestas con unas impecables credenciales principales, entre las que se incluyen la emisión de eurobonos y los préstamos del Banco Central Europeo a los Estados miembros. Ante la crisis más profunda del capitalismo europeo desde la Segunda Guerra Mundial, la alternativa de la izquierda ha parecido a menudo una nueva versión del consejo de Bagehot a la clase dirigente británica a finales del siglo XIX, que consistía en prestar libremente y preguntar después. No es extraño que la Izquierda se haya quedado al margen de las ideas políticas de la crisis hasta ahora.

El análisis de este libro considera al euro como una parte esencial de la crisis a la que se enfrenta la Unión Europea. El marco teórico se basa en la tradición de la economía política marxista, en especial la teoría de la moneda internacional, a la vez que recurre ampliamente a la economía convencional. El objetivo ha sido identificar las causas sociales y económicas de la tormenta en que se ha visto envuelta la zona euro desde finales de 2009. El rasgo más distintivo del trabajo, sin embargo, y que coincide plenamente con sus argumentos intelectuales, es su disposición a debatir el abandono de la UEM. En este momento, Europa necesita ideas drásticas que la ayuden a salir del letargo intelectual del neoliberalismo y a fijar una trayectoria que sea beneficiosa para los trabajadores. Pero un radicalismo que no está preparado para considerar el abandono de la moneda común puede contribuir muy poco al debate público o a la lucha política que tiene lugar actualmente en Europa.

El libro es un esfuerzo colectivo por parte de miembros del grupo de economistas Research on Money and Finance (RMF, investigación sobre el dinero y las finanzas) perteneciente a la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS, por sus siglas en inglés) de Londres. Partes del mismo comenzaron a aparecer en marzo de 2010 como informes del RMF, que fueron ampliamente leídos. Este trabajo solo se podía haber sacado a la luz en la SOAS en dos sentidos característicos. En primer lugar, se vale de la dinámica tradición de economía política marxista existente en la escuela, que ha estado siempre totalmente familiarizada con los métodos y argumentos de la corriente principal y abierta a las ideas de la economía heterodoxa. En segundo, se aprovecha de la tradición aún más larga de la escuela de economía del desarrollo y de la experiencia en el análisis de las intervenciones del FMI en los países en vías de desarrollo que se enfrentan a crisis de las monedas y la deuda. Para los que formamos parte de la SOAS, los resultados probables de los programas de «rescate» impuestos a la periferia de Europa eran terriblemente obvios desde el principio.

En este momento, Europa está en la cúspide de una profunda transformación. Si la respuesta conservadora a la crisis prevalece finalmente, el futuro parece desalentador. Los intereses financieros e industriales impondrán un acuerdo que condenará a los trabajadores al estancamiento de los ingresos, un elevado desempleo y un debilitamiento de las prestaciones sociales. Los derechos democráticos se pondrán en duda y el continente se dirigirá hacia un deterioro incluso más rápido. Si, por otro lado, predominan las fuerzas radicales, el equilibrio se podría inclinar en contra del capital y a favor del trabajo. Las sociedades europeas podrían rejuvenecerse en sentido económico, ideológico y político. Pronto lo sabremos.

Costas Lapavitsas

Londres

Marzo de 2012

Agradecimientos

El análisis de la crisis de la eurozona en

este libro se basa en un continuo debate dentro del RMF. Gracias en particular a J. Arriola,

A. Callinicos, A. Cibils, R. Desai, P. Dos Santos, G. Dymski, I. Levina, T. Marois, O. Onaran,

J. Rodrigues, S. Skaperdas, E. Stockhammer,

A. Storey, D. Tavasci, J. Toporowski

y J. Weeks.

Todos los errores son responsabilidad

de los autores.

Introducción:

el fin del europeísmo

La historia del capitalismo es la historia de sus crisis. Cada vez que ha tenido que afrontar un estallido de sus propias contradicciones, el modo de producción no ha tenido otra salida que reinventarse, hacer retroceder sus límites adquiriendo así nuevas fuerzas pero siempre con un cierto coste, reproduciendo esos límites a una escala mayor pero modificada. Por tanto, aparecen nuevas contradicciones que conducen a nuevas crisis y reconfiguraciones dentro de las mismas coordenadas estructurales básicas. Al menos, este ha sido el patrón de todas las crisis graves del sistema —aquellas que han afectado a su esencia histórica desde el siglo XIX—.

La crisis de los años setenta y ochenta del siglo XIX llevó al fin de la era liberal clásica y el avance de los monopolios, una nueva ola de expansión imperial y los primeros intentos de racionalizar la economía y regular el antagonismo de clases por medio de la intervención estatal. Esta primera gran transformación del modo de producción condujo, a su vez, a la Primera Guerra Mundial —o, mejor dicho, a la nueva guerra de los treinta años del «breve siglo XX»—, de la cual surgió un bloque socialista como sistema de estados, el desmantelamiento de los imperios coloniales, nuevas formas de dominio imperialista y, por último, si bien no menos importante, el estado del bienestar. Esta forma civilizada de capitalismo quedó limitada a los países del núcleo occidental, pero combinaba un crecimiento económico sin precedentes con una situación de democracia parlamentaria y estabilidad política, estableciendo así nuevos estándares de legitimidad para el modo de producción.

A posteriori, resultó claro que esta configuración era producto de unas circunstanciales excepcionales —el impacto de dos guerras mundiales y el peso de la victoria de una revolución socialista en una sexta parte del globo—, situación que era muy poco probable que se repitiera en el futuro. En cualquier caso, el ímpetu se agotó después de tres décadas, y dio comienzo una nueva era: el neoliberalismo, época durante la cual —gracias a la crisis seguida del colapso del campo socialista— el modo de producción consiguió hacer retroceder la mayoría de las concesiones que se habían hecho previamente a las clases trabajadoras. De las ruinas de los experimentos socialistas, incluidas sus atenuadas versiones del bienestar controlado por el estado, surgió un nuevo mundo —el mundo del capitalismo global orientado a las finanzas—.

Es demasiado pronto para afirmar si la crisis actual, que comenzó como una crisis del sector inmobiliario en Estados Unidos, se transformó en una crisis del sistema bancario y después se concretó en una crisis de la deuda soberana, señalará el fin de la era neoliberal. En cierta manera, las placas tectónicas acaban de empezar a moverse y el equilibrio de fuerzas es incierto todavía, aunque la ventaja estratégica conseguida por las clases dominantes durante el periodo de elevado neoliberalismo permanece totalmente operativa. Lo que parece cierto, sin embargo, es que esta crisis causará al menos una baja: el llamado «proyecto europeo» o «integración europea», encarnado en las instituciones de la Unión Europea con la Unión Económica y Monetaria en el corazón de la misma. Si pensamos que este proyecto ha sido el único de verdadera importancia diseñado conscientemente por las clases dominantes del Viejo Continente, queda claro que en este momento somos testigos de un punto de inflexión de importancia histórica mundial, comparable en ciertos sentidos a la victoria de Occidente en la guerra fría. La importancia del proyecto emprendido por Costas Lapavitsas y sus colaboradores en el grupo Research on Money and Finance de la SOAS reside en su pionera contribución a la explicación de las causas de estas graves turbulencias.

Por supuesto, con respecto a la UE, se sabe que la coordinación y la difusión de las políticas neoliberales han estado consistentemente en el meollo del proyecto, sobre todo después de su relanzamiento en 1986 con el Acta Única Europea. También es de sobra conocido, gracias especialmente a la influyente argumentación de Perry Anderson,[1] que el aislamiento de cualquier forma de contabilidad y control popular es la lógica en que se basa todo el complejo nexo de agencias tecnocráticas de expertos que constituyen la columna vertebral de las instituciones de la UE. Lo que se ha llamado de manera eufemística el «déficit democrático», en realidad una negación de la democracia, legitimada de varias formas por los defensores del proyecto europeo, se ha vuelto especialmente obvio desde los referéndums sobre la propuesta constitución de la UE llevados a cabo en Francia y Países Bajos en 2005, varios años antes del comienzo de la agitación actual. El elemento ausente de la situación de aquel entonces era, sin embargo, la economía política de la estructura. Parece que la llegada de la crisis actuó, como suele suceder en estos casos, como detonador, haciendo aflorar contradicciones preexistentes y posibilitando la reflexión teórica sobre ellas.

Desde el Tratado de Maastricht (1992) quedó claro que todo el proyecto de la UE, no solo en sus dimensiones económicas y políticas sino también como objetivo fundamental de la ideología europeísta, dependía cada vez más de la materialización de la UEM. Era, de hecho, la primera vez en la historia que, partiendo de cero, se había creado una moneda común para más de trescientos millones de personas de diecisiete países diferentes, sin el respaldo de un estado unificado. El análisis propuesto por Lapavitsas y sus colegas del RMF en los siguientes capítulos es crucial para poner de relieve la base lógica de esta iniciativa —las fuentes de su solidez pero también sus contradicciones y limitaciones intrínsecas—.

Cabe destacar en primer lugar que no es casualidad que este análisis haya sido iniciado por uno de los raros economistas marxistas que lleva mucho tiempo trabajando en temas de teoría monetaria y finanzas contemporáneas. Es cierto que el euro solo se puede entender en el contexto de un capitalismo cada vez más financiarizado, como expresión de esta tendencia actual dominante y como herramienta poderosa que lleva a su mayor expansión. El euro es un proyecto de moneda internacional, que funciona como divisa de reserva y como medio de circulación y pago, diseñado para competir con el dólar estadounidense. Y este tipo de ambición imperial no podría haber sido realizado por ninguna moneda nacional dentro de la UE, ni siquiera la de la economía más poderosa, Alemania. Pero tampoco podría haber sido conseguido por la moneda de un superestado europeo unificado, pues el capitalismo europeo existe solo gracias a la convergencia de economías nacionales, de espacios nacionalmente definidos para la acumulación de capital o, dicho de otro modo, de formaciones sociales nacionales, donde cada una viene determinada por una configuración específica y un equilibrio de fuerzas de clases.

La solución a la oscilación «ni… ni», que representa la naturaleza del proyecto europeo en conjunto, reside en los famosos pactos de estabilidad, que generalizaron en toda la eurozona los principios fundadores de lo que Habermas, en plena forma, había llamado muy acertadamente el «nacionalismo del marco alemán»: un banco central independiente, prioridad absoluta a la lucha contra la inflación, una disciplina presupuestaria estricta y toda una cultura de estrategias de procedimiento al amparo de una gestión tecnocrática sólida y virtuosa. Lo que está en juego aquí representa mucho más que una tradición particular, ya sea cultural (supuestamente «protestante») o política (la de la república federal surgiendo de las cenizas de un proyecto de expresión imperial condenado a la derrota), o incluso la simple manifestación del destacado papel económico de Alemania dentro de la UE. Estas condiciones, que graban el neoliberalismo en el código genético de la UEM, son de hecho prerrequisitos necesarios del proyecto de una moneda internacional dadas las circunstancias sumamente particulares, prácticamente únicas, arriba mencionadas. Dicha situación preparó el terreno para una convergencia estratégica voluntaria de las clases dominantes de Europa a la vez que otorgaba a Alemania un papel adecuadamente hegemónico —aunque nunca políticamente explícito— «siempre y como siempre»como si estuviera envuelta en alguna forma de legitimación «posnacional» y generalmente «europea».

Las consecuencias de estas circunstancias son de amplio alcance. Uno de los principales logros de la demostración de Lapavitsas y sus colaboradores consiste en su análisis de la forma en que una polarización entre un «núcleo» y una «periferia» emerge de la propia estructura de la UEM. La idea general, y los términos mismos, resultan por supuesto familiares para cualquier lector de la abundante literatura marxista y radical sobre el desarrollo desigual y combinado, la brecha entre la «metrópolis» y la «periferia», y las desigualdades espaciales de tipo sistémico. Pero ahora tenemos una demostración sistemática del modo concreto en que esto es aplicable al área de los países más desarrollados del capitalismo europeo. Los diferentes informes incluidos en este libro muestran cómo la pérdida de competitividad de la periferia (los ahora famosos PIGS:[2] Portugal, Irlanda, Grecia y España), resultado de unos niveles inflacionarios superiores y un aumento de los costes laborales nominales, era solo la otra cara de la habilidad exportadora de Alemania y de otros países de la zona central, donde los déficits del primer grupo reflejaban los crecientes superávits del segundo. Todo este mecanismo se ha visto enormemente amplificado por la simple existencia de la moneda común, hecho que ha resultado en un abaratamiento del crédito tanto para los agentes privados como para los estados, y por el aseguramiento de una alta credibilidad de estas obligaciones de deuda, públicas y privadas, en los mercados internacionales. ¿Quién podía imaginar que hubiera el más mínimo riesgo de impago por parte de un país perteneciente a un área de moneda internacional tan fuerte y próspera como la zona euro?

El éxito duró pocos años, estimulando la financiarización global de las economías en el nivel internacional y las burbujas de todo tipo en la periferia (sobre todo del sector inmobiliario, de la banca y del consumo privado que se alimentaba del crédito), acompañadas de rendimientos de las exportaciones y gigantescos flujos de crédito desde el núcleo. Los desagradables aspectos negativos como, entre otros, el aumento de las desigualdades sociales, la destrucción medioambiental y el debilitamiento de la capacidad productiva de los «perdedores» se quedaron en la trastienda, borrados por la historia de éxito de una nueva moneda única que traería prosperidad y estabilidad a todos. Era el momento del triunfo de la ideología europeísta: un jubilado griego o portugués, con unos pocos cientos de euros como pensión, se sentía parte del grupo de los ricos y poderosos, en un plano de igualdad con sus homólogos del Norte de Europa. Por fin «Europa» significaba algo más concreto y simbólicamente vinculante que unas remotas instituciones burocratizadas, carentes de toda legitimidad popular. Como afirmó Marx en una famosa frase, citando a Shakespeare, el dinero es «el nivelador radical que […] elimina toda distinción».[3]

Cuando comenzó la recesión de 2007-2008, la realidad que había sido reprimida se tomó venganza, disolviendo el fetichismo de la moneda única y la euroeuforia. Por supuesto no sería sensato culpar al euro como tal de una crisis que tiene proporciones internacionales y unas profundas raíces en las contradicciones del modo de producción en sí. Pero el euro y, en términos más generales, el mecanismo completo de la UE, es de primordial importancia para explicar la forma concreta que tomó la crisis en esta parte del mundo y para las estrategias adoptadas por los grupos dominantes para afrontarla. Dicho de otra manera, la divergencia preexistente entre la periferia y el núcleo de la eurozona empezaba a parecer un abismo.

A pesar de las bajas tasas de crecimiento en los primeros años del nuevo milenio y la recesión de 2009, la economía alemana resultó ser resistente, mientras que los PIGS se sumergieron en una recesión continua, donde Grecia, que sufría algo parecido a la Gran Depresión de los años treinta, era de nuevo el talón de Aquiles del capitalismo europeo. Pero este patrón no es el resultado de la interacción ciega de fuerzas económicas puras. Todo el conjunto de instituciones europeas, donde el FMI solo ha jugado un papel secundario y relativamente tolerante, ha mediado en cada paso de este descenso a las profundidades. Cuando la crisis bancaria se transformó en una crisis de la deuda soberana, la pesadilla arraigó en los estados periféricos. Cada cumbre de la UE, cada ronda de negociaciones entre deudores y acreedores conducía a una larga serie de rescates acompañados de memorandos draconianos, interminables paquetes de austeridad y «terapias de choque» que se ajustan enteramente a los modelos estándares del FMI aplicados con anterioridad al Sur, donde países enteros se han situado bajo regímenes de «soberanía limitada». La crisis de la zona euro abrió el camino al «capitalismo del desastre», que se desplaza ahora hacia el oeste, hacia los bordes del Viejo Continente, el cual se ha convertido en un laboratorio de políticas que podrían implementarse en otras partes, solo si se modifican y se suavizan.

Solo ahora se puede percibir y entender por completo el poder total de esa mezcla de autoritarismo supranacional híbrido, pero todavía interestatal, y neoliberalismo institucionalmente incrustado que constituye el ADN de la Unión Europea. Y este proceso no podía dejar intacto el ámbito ideológico. El lado oscuro del europeísmo ha salido ahora a la superficie: culpar a los perdedores, los «vagos» y «derrochadores» habitantes del Sur, se ha convertido en la sabiduría convencional de los políticos y medios de comunicación mayoritarios. Sin embargo cabe destacar aquí que el resurgimiento de estos estereotipos racistas no se debería entender como una vuelta al pasado, incluso aunque se apoye fuertemente en viejas reservas orientalistas. Este neorracismo intraeuropeo es más bien el resultado más puro de la realidad recién polarizada creada por la lógica interna de la llamada «integración europea», cuyas realidades resultaban ya bastante familiares a los habitantes del Mezzogiorno europeo constituido por los países del antiguo bloque del Este.

En las siguientes páginas, el lector encontrará un análisis clínico paso a paso de este proceso, que confirma por completo los escenarios presentados en el primer informe del RMF (marzo de 2010) sobre los efectos de las políticas de austeridad. También hallará una crítica inflexible a las ilusiones creadas por todas las variantes presuntamente «izquierdistas» de ideología europeísta, que coinciden en su indiferencia hacia los mecanismos reales que operan en la UEM y su marco institucional. Sobre el papel, por supuesto, es perfectamente posible mostrar que una única entidad europea unificada, que asume plenas responsabilidades fiscales y monetarias, podría abordar con facilidad problemas como el de la deuda soberana de Grecia. Un Banco Central Europeo con el respaldo de un adecuado aparato estatal podría rescatar a los bancos europeos y gestionar las pérdidas. Pero esto equivale a pretender que, en virtud de algún «decreto», se pudiera cambiar como por arte de magia la realidad existente a una totalmente opuesta. Es decir, se equipara al tipo de quimera que ha paralizado a toda la Izquierda Europea, incluso a esas corrientes que rechazaban comprometerse con el neoliberalismo y luchaban, a veces con éxito (como en el referéndum francés de 2005), contra ciertos aspectos del proyecto europeo. Tales perspectivas han hecho que la Izquierda no se diera cuenta de que cuanto más «europea» era cada «solución» o «estrategia», más cerca estaba del neoliberalismo radicalizado o de la regresión antidemocrática.

Además de conducir a una impotencia política, esta perspectiva también ha resultado ser una clase de «obstáculo epistemológico» al análisis de la reciente crisis y, más concretamente, a un conocimiento de la manera en que los actores políticos, los estados o las alianzas entre grupos de estados de desigual peso económico y político, actuando dentro de un marco supranacional híbrido como la UE, intervienen en las tendencias sistémicas generales (como la inestabilidad creada por la financiarización, las cuestiones de rentabilidad y las presiones sobre los trabajadores). En este sentido, se debería entender el euro no solo como un feroz mecanismo de clase para controlar los costes laborales —comenzando con los salarios de los trabajadores alemanes, que no se modificaron durante toda la primera década del nuevo siglo— sino también como un medio a través del cual se forja la hegemonía del capital alemán y se impone sobre el escenario europeo y, más ampliamente, el internacional. Esa es la razón por la cual toda agenda política que pretenda ser firme en su objetivo de ruptura con el neoliberalismo, incluso dentro de una perspectiva global reformista o gradualista, debe plantear la cuestión de romper con el euro y enfrentarse a la UE como tal.

Esto nos lleva al punto final pero probablemente también el más crucial del material recopilado en este volumen: no satisfechos con ofrecer un análisis pionero de las particularidades de la crisis capitalista dentro de la eurozona, Lapavitsas y sus colaboradores del RMF fueron un paso más allá, proporcionando el guion de una estrategia alternativa. Este resumen comienza con la propuesta de impago de la deuda soberana —un asunto de mera supervivencia para los países de la periferia, comenzando por supuesto con Grecia— y se amplía a una salida unilateral del euro por parte de los países que no pueden evitar el impago, lo que les permitiría recuperar el control de una parte de su soberanía nacional y escapar del cataclismo de la devaluación interna impuesta por las terapias de choque diseñadas por la UE. Por supuesto, estas medidas necesitan complementarse con otras como la nacionalización bajo auténtico control público del sistema bancario, el control de los flujos de capital y la redistribución de la renta, incluida una reforma del sistema tributario que contrarrestara años de una reducción impositiva neoliberal en beneficio del poder de las empresas y de los ricos. Esta propuesta de un camino alternativo desató inmediatamente la polémica, que se inició en Grecia, pero poco a poco dio forma a toda la agenda del debate dentro de la Izquierda pero también más allá de ella.

Algunos encontraron estas ideas irracionalmente radicales; otros las consideraron demasiado discretas y moderadas. Fueron criticados por ser nacionalistas o utópicos, reformistas o aventuristas. Por lo menos, se debe reconocer que marcan una brusca ruptura con la totalidad de la mencionada tradición profundamente arraigada de quimera europeísta, y su creencia de que esta autoritaria fortaleza neoliberal meticulosamente construida podía ser modificada y transformada desde dentro. Cabe destacar que el método utilizado aquí por Lapavitsas y sus colegas es fiel a lo que cierta tradición del movimiento obrero ha llamado «demandas de transición».

Lo que este planteamiento significa no es ni el programa máximo ni el mínimo, ni la petición de una «imposibilidad» utópica ni el manejo del orden existente de las cosas, sino un conjunto cohesionado de demandas concretas estratégicamente diseñadas para alcanzar el corazón del adversario, donde las contradicciones de la situación tienden a concentrarse, con el fin de crear la palanca necesaria para cambiar el equilibrio global de fuerzas. Cuestiones como el impago de la deuda soberana, el desmantelamiento de la UEM y la confrontación con la autoritaria fuite en avant de la UE son el equivalente contemporáneo de las demandas de paz, pan, tierra y autogobierno popular de las que dependía el resultado del primer asalto al cielo del siglo XX. Planteadas urgentemente como asuntos de relevancia inmediata en los lugares donde la crisis ha golpeado de forma más dura —o sea, en la periferia de la zona euro y más concretamente en Grecia—, son fundamentales para el debate estratégico de la Izquierda en el Viejo Continente en su conjunto.

En un momento en el que cualquier tipo de quimera se ha vuelto cada vez más escaso, e incluso más en la Izquierda, y donde la crisis del capitalismo parece inspirar perplejidad y vergüenza entre lo que queda de sus organizados adversarios en lugar de una nueva energía que desencadene más batallas, el trabajo que se ha llevado a cabo en el presente libro debe ser reconocido en su justa medida: un gran logro intelectual que combina una erudición rigurosa e innovadora con un compromiso político coherente pero también radical.

Stathis Kouvelakis

[1] P. Anderson, El nuevo viejo mundo, Madrid, Akal, 2012.

[2] PIGS: es un acrónimo peyorativo en inglés con el que medios financieros anglosajones se refieren al grupo de países de la Unión Europea: Portugal, Italia, Grecia, España, donde se requiere incidir en los problemas de déficit y balanza de pagos de dichos países. (N. del E.)

[3] K. Marx (1887), Capital, vol. 1, cap. 3, s. 3A

Glosario

ABE: Autoridad Bancaria Europea

BC: Banco Central

BCE: Banco Central Europeo

BCN: Bancos centrales nacionales

BoG: Banco de Grecia

BIS: Banco de Pagos Internacionales

CAC: Cláusulas de acción colectiva

CDO: Collateralised Debt Obligation

ELA: Emergency Liquidity Assistance

ELG: Eligible Liabilities Guarantee

FEEF: Fondo Europeo de Estabilidad Financiera

FMI: Fondo Monetario Internacional

IFM: Institución financiera monetaria

IVA: Impuesto sobre el Valor Añadido

MEDE: Mecanismo Europeo de Estabilidad

MRO: Operación principal de refinanciación

OMA: Operación de mercado abierto

PIB: Producto Interior Bruto

PMV: Programa para los Mercados de Valores

PYMES: Pequeñas y medianas empresas

SEBC: Sistema Europeo de Bancos Centrales

SPV: Special Purpose Vehicle

TAF: Facilidad de Subasta a Término

TARGET: Sistema automatizado transeuropeo de transferencia urgente para la liquidación bruta en tiempo real

UEM: Unión Económica y Monetaria de la Unión Europea

VAN: Valor actual neto

Parte 1

Empobreciéndote a ti y a tu vecino

C. Lapavitsas, A. Kaltenbrunner, D. Lindo, J. Michell,

J.P. Painceira, E. Pires, J. Powell, A. Stenfors, N. Teles

Marzo de 2010

1.ASPECTOS DE UNA CRISIS DE LA DEUDA PÚBLICA

Una crisis de raíces profundas

La crisis de la deuda soberana que estalló en Grecia a finales de 2009 se debe básicamente a la inestable integración de los países periféricos en la eurozona. Sus causas directas, sin embargo, se pueden encontrar en la crisis de 2007-2009. Los préstamos hipotecarios especulativos concedidos por instituciones financieras estadounidenses y las transacciones de las obligaciones derivadas resultantes llevadas a cabo por bancos internacionales creó una amplia burbuja en el periodo 2001-2007, que condujo a una crisis y una recesión. La liquidez y el capital que proporcionaron los estados en 2008 y 2009 rescataron a la banca, y el gasto público evitó un empeoramiento de la recesión. El resultado para la zona euro fue una crisis de la deuda soberana, agravada por la debilidad estructural de la unión monetaria.

La crisis de la deuda pública, por consiguiente, representa la Fase Dos del periodo convulso que empezó en 2007 y se puede llamar una crisis de financiarización.[4] Las economías maduras han sido financiarizadas a lo largo de las tres últimas décadas, hecho que ha dado como resultado el aumento del peso de las finanzas con respecto a la producción. Las grandes empresas se han vuelto menos dependientes de los bancos y participan cada vez más en los mercados financieros. También los hogares se han involucrado mucho en el sistema financiero tanto en el activo (pensiones y seguros) como en el pasivo (hipotecas y deuda no garantizada). Los bancos se han transformado; buscan el beneficio a través de tarifas, comisiones y transacciones orientando sus actividades más hacia los hogares que hacia las empresas. El beneficio financiero se ha convertido en una parte importante del beneficio total.[5]

Pero la financiarización se ha desarrollado de forma diferente en los países maduros, incluidos los de la Unión Europea. Alemania ha evitado la explosión de la deuda de los hogares que últimamente ha tenido lugar en países de la periferia de la eurozona y en otros países maduros. Durante muchos años, el comportamiento de la economía alemana ha sido mediocre, mientras se ejercía una gran presión sobre los salarios y las condiciones de los trabajadores alemanes. La principal fuente de crecimiento de Alemania ha sido su superávit por cuenta corriente dentro de la zona euro, resultado de la presión sobre salarios y condiciones más que sobre un crecimiento superior de la productividad. Dicho superávit se ha reciclado a través de inversión extranjera directa y préstamos concedidos por bancos alemanes a países periféricos y a otros más lejanos.

Las implicaciones para la eurozona han sido graves. La financiarización en la periferia se ha desarrollado en el marco de la unión monetaria y bajo la sombra dominante de Alemania. Los déficits por cuenta corriente se han afianzado en las economías periféricas. El crecimiento se ha debido al aumento del consumo financiado mediante la deuda creciente de los hogares, o a las burbujas de inversión características de la especulación inmobiliaria. Se ha producido un incremento general del endeudamiento, tanto por parte de los hogares como de las empresas. Mientras tanto, se ha ejercido una presión sobre los salarios y condiciones de los trabajadores en todos los países periféricos, pero no de manera tan persistente como en Alemania. La integración de dichos países en la zona euro ha sido, por tanto, inestable; los ha dejado indefensos ante la crisis de 2007-2009 y ha llevado finalmente a la crisis de la deuda soberana.

Sesgo institucional y fallos de funcionamiento en la eurozona

Los mecanismos institucionales en torno al euro han sido una parte fundamental en la crisis. Concretamente, la Unión Monetaria Europea está respaldada por multitud de tratados y acuerdos multilaterales, entre los que se encuentran el Tratado de Maastricht, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y la Estrategia de Lisboa. Está respaldada también por el Banco Central Europeo, responsable de la política monetaria en toda la eurozona. La concurrencia de estas instituciones ha producido una mezcla de políticas monetarias, fiscales y laborales con importantes implicaciones sociales.

Se ha puesto en práctica una política monetaria única para toda la zona euro. El BCE se ha planteado como meta la inflación y se ha centrado exclusivamente en el valor del dinero en el nivel nacional. Para conseguir este objetivo, el BCE ha tomado en consideración las condiciones fundamentalmente en los países principales en lugar de asignar el mismo peso a todos. En la práctica esto ha supuesto unos tipos de interés bajos en toda la eurozona. Además, el BCE ha operado de forma deficiente pues no se le permitió adquirir y manejar deuda del Estado ni tampoco se ha opuesto de forma enérgica a la especulación financiera contra los Estados miembros. Como resultado, el BCE aparece como protector de los intereses financieros y avalista de la financiarización en la zona euro.

La política fiscal se ha situado bajo las duras restricciones del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, pero los Estados miembros conservan una considerable soberanía residual. La disciplina fiscal ha sido fundamental para que el euro sea aceptado como reserva internacional y actúe como moneda internacional.[6] Como la eurozona carece de una política y un estado unitario, no ha tenido un sistema tributario integrado ni transferencias fiscales entre regiones. En la práctica, la normativa fiscal se ha aplicado con cierta laxitud tanto en los principales países como en el resto. Los países periféricos han intentado disfrazar los déficits presupuestarios de diversas formas. No obstante, durante este periodo ha predominado el rigor fiscal.

Dadas estas restricciones, la competitividad nacional dentro de la zona euro ha dependido de las condiciones de trabajo y el funcionamiento de los mercados laborales, y a este respecto la política de la UE ha sido inequívoca. La Estrategia Europea de Empleo ha fomentado tanto una mayor flexibilidad del empleo como las contrataciones a tiempo parcial y temporales. Se ha ejercido una gran presión sobre salarios y condiciones laborales que ha dado lugar a una «competición a la baja» en toda la zona euro. Sin embargo, la aplicación real de esta política ha variado considerablemente según los sistemas de prestaciones sociales, la organización de los sindicatos y la historia política y social.

Es evidente que las instituciones de la eurozona son más que simples acuerdos técnicos cuyo fin es apoyar al euro como moneda común interna y como moneda internacional. Al contrario, han tenido profundas implicaciones sociales y políticas. Han protegido los intereses del capital financiero al disminuir la inflación, promover la liberalización y asegurar operaciones de rescate en tiempos de crisis. También han empeorado la posición del empleo con respecto al capital y, no menos importante, han facilitado el dominio de Alemania en la zona euro a expensas de los países periféricos.

Países periféricos a la sombra de Alemania

En general, los países periféricos se incorporaron al euro con tasas de intercambio mayores para, aparentemente, controlar la inflación, renunciando de ese modo a parte de su competitividad desde el principio. Puesto que el BCE ha fijado la política monetaria y el Pacto de Estabilidad y Crecimiento ha contenido la política fiscal, se ha animado a los países periféricos a aumentar su competitividad principalmente aumentando la presión sobre los trabajadores. Pero se han enfrentado a dos grandes problemas a este respecto. En primer lugar, los salarios reales y las prestaciones sociales son por lo general peores en la periferia que en el centro de la eurozona. En consecuencia, el alcance del aumento de la competitividad mediante la presión sobre los trabajadores es menor. En segundo lugar, Alemania ha exprimido implacablemente a sus propios trabajadores a lo largo del periodo. Durante las dos últimas décadas, la economía más poderosa de la eurozona ha generado los menores incrementos en los costes laborales nominales, mientras que sus trabajadores han perdido de forma sistemática parte de la producción. La UEM ha supuesto un auténtico calvario para los trabajadores alemanes.

De este modo, la competitividad alemana ha aumentado aún más dentro de la zona euro. El resultado ha sido un superávit estructural por cuenta corriente para Alemania, que se refleja en déficits por cuenta corriente para los países periféricos. Este superávit ha sido la única fuente de dinamismo de la economía alemana a lo largo de la década de 2000. En términos de producción, empleo, productividad, inversión y consumo, entre otros factores, el rendimiento alemán ha sido mediocre. En el núcleo de la eurozona se encuentra una economía que distribuye crecimiento mediante superávits por cuenta corriente que provienen en gran parte de los acuerdos del euro. Los superávits alemanes, mientras tanto, se han traducido en exportaciones de capital —principalmente préstamos bancarios e inversión extranjera directa— cuyo principal destinatario ha sido la eurozona, incluida la periferia.

Esto no significa que los trabajadores de los países periféricos se hayan librado de las presiones sobre salarios y condiciones. De hecho, la participación del trabajo en la producción ha disminuido en toda la periferia. Es cierto que la remuneración del trabajo ha aumentado en términos reales y nominales en la periferia, pero la productividad ha crecido en mayor proporción —y, por lo general, más rápidamente que en Alemania—. Pero las condiciones dentro de la eurozona no han fomentado un crecimiento rápido y sostenido de la productividad en los países periféricos —debido en parte al mediocre estado de la tecnología— con excepción de Irlanda. De este modo, los países periféricos han perdido competitividad mientras que la retribución en términos nominales de los trabajadores alemanes ha permanecido prácticamente estancada a lo largo de todo el periodo.

Enfrentados a una Alemania perezosa pero competitiva, los países periféricos han optado por estrategias de crecimiento que han reflejado su propia historia, política y estructura social. Grecia y Portugal han mantenido niveles elevados de consumo, mientras que Irlanda y España han tenido periodos de auge de inversión que han fomentado la especulación inmobiliaria. En toda la periferia se ha incrementado la deuda de los hogares al caer los tipos de interés. El sistema financiero ha aumentado su peso y presencia a lo largo de toda la economía. Pero en 2009-2010 se hizo evidente que estas estrategias eran incapaces de producir resultados positivos de crecimiento a largo plazo.

La integración de países periféricos en la zona euro ha sido inestable a la vez que ha redundado en favor de Alemania. La crisis de la deuda soberana tiene sus raíces en esta realidad subyacente más que en el despilfarro de los países periféricos. Cuando la crisis de 2007-2009 golpeó la eurozona, las debilidades estructurales de la unión monetaria brotaron con violencia, en forma de crisis de la deuda pública para Grecia, y potencialmente para otros países periféricos.

El impacto de la crisis de 2007-2009 y el papel de las finanzas

Las causas directas de la crisis de 2007-2009 se encuentran en la burbuja inmobiliaria de Estados Unidos que se hizo mundial debido a la titulización de los activos de alto riesgo. A partir de agosto de 2007, los bancos europeos comenzaron a enfrentarse a problemas de liquidez y los bancos alemanes, en particular, se encontraron muy expuestos a títulos de alto riesgo problemáticos. Durante la primera fase de la crisis, los bancos del núcleo de la eurozona continuaron prestando grandes cantidades a prestatarios de países periféricos bajo la errónea creencia de que dichos países eran un mercado seguro. A lo largo de 2008 la exposición bancaria neta aumentó de manera considerable.

Pero poco a poco la realidad fue cambiando conforme la liquidez comenzó a escasear en 2008, sobre todo después del «rescate» de Bear Sterns a principios de 2008 y el colapso de Lehman Brothers seis meses después. Para rescatar a los bancos, el BCE se ha comprometido a proporcionar gran cantidad de liquidez mediante la aceptación de muchos tipos de efectos controvertidos como avales de la deuda garantizada. Las acciones del BCE han permitido que los bancos comiencen a ajustar sus balances, reduciendo así su apalancamiento financiero. A finales de 2008 los bancos ya estaban disminuyendo los préstamos, incluidos los destinados a la periferia. También dejaron de adquirir títulos a largo plazo, pues preferían mantener los instrumentos a corto plazo —respaldados por el BCE— con el fin de mejorar la liquidez. El resultado fue una escasez de crédito y una aceleración de la recesión por toda la eurozona, incluida la periferia.

Estas eran las condiciones bajo las que los estados —tanto en el núcleo como en la periferia de la eurozona, pero también en Reino Unido y otros estados— comenzaron a buscar fondos prestables adicionales en los mercados financieros. Una de las principales causas del aumento del endeudamiento de los estados fue el descenso de los ingresos públicos debido a que la recesión hizo que disminuyera la recaudación fiscal. Después de 2007, el gasto del gobierno también se incrementó en varios países debido a que el rescate de los bancos resultó caro y, en menor medida, a que los estados intentaron apoyar la demanda agregada. La aceleración del endeudamiento público en 2009 fue provocado por la crisis y, por consiguiente, por las especulaciones previas del sistema financiero. A este respecto, el Estado griego actuó como algunos otros, entre los que se incluyen Estados Unidos y Reino Unido.

Bajo las condiciones en que se encontraban los mercados financieros en 2009, con los bancos reacios a conceder préstamos, la oferta creciente de títulos del Estado creó una presión alcista sobre los intereses. Los especuladores encontraron este ambiente propicio para sus actividades. En el pasado, una presión similar en los mercados financieros habría producido ataques especulativos sobre las monedas y un colapso de los tipos de cambio para los prestatarios muy endeudados. Pero, obviamente, es imposible que esto suceda en la zona euro y, por tanto, las presiones especulativas se tradujeron en la caída de los precios de la deuda soberana.

Los especuladores se centraron en la deuda pública griega debido al elevado y afianzado déficit por cuenta corriente del país y al pequeño tamaño del mercado de letras del Tesoro. El Gobierno griego también perdió credibilidad a causa del sistemático amaño de los datos estadísticos nacionales con el fin de reducir el tamaño de los déficits presupuestarios. Pero el significado profundo de la crisis griega no fue debido a la importancia intrínseca del país sino a que, en potencia, Grecia representaba el comienzo de los ataques especulativos sobre otros países periféricos —e incluso de fuera de la eurozona, como Reino Unido— que se enfrentaban a una deuda pública creciente.

Por tanto la crisis griega es un síntoma de una enfermedad más grave. Hay que destacar que las instituciones de la eurozona, sobre todo el banco central, han actuado torpemente en este contexto. Para el BCE los bancos privados, cuyo mérito consistía en una provisión extraordinaria de liquidez, eran obviamente «demasiado grandes para caer» en 2007-2009. Pero no existía una sensibilidad similar hacia los países periféricos que se encontraban en graves aprietos. Poco importaba que los problemas de deuda pública fueran debidos en gran parte a la crisis así como a las propias acciones del BCE al proporcionar liquidez a los bancos.

Para estar seguro, los estatutos incapacitan al BCE y le impiden adquirir deuda pública directamente. Pero esto prueba aún más la naturaleza sesgada y mal diseñada de la Unión Monetaria Europea. Un banco central que funcionara correctamente no se hubiera limitado a sentarse y observar cómo los especuladores participaban en juegos desestabilizadores en los mercados financieros. Por lo menos, habría utilizado parte de su ingenio para contener la especulación, y el BCE ha demostrado bastante ingenio a la hora de proporcionar liquidez a los bancos privados con generosidad durante el periodo 2007-2009. Y no menos importante, un banco central que funcionara correctamente no habría decidido qué tipo de efectos aceptaba como garantía basándose en calificaciones crediticias emitidas por organizaciones privadas desacreditadas que fueron determinantes en la burbuja de 2001-2007.

Opciones de políticas para los países periféricos

La crisis es tan grave que no existen opciones blandas ni compromisos fáciles para los países periféricos. Las alternativas son duras, similares a las de los países en vías de desarrollo que se enfrentan a crisis recurrentes desde hace tres décadas.

La primera alternativa es adoptar políticas de austeridad recortando salarios, reduciendo el gasto público y aumentando los impuestos, con la esperanza de que disminuyan los requisitos al endeudamiento público. La austeridad deberá ir acompañada probablemente de préstamos puente o garantías de potencias económicas para reducir los tipos de interés de los préstamos comerciales. Es posible que también fuera necesaria una reforma estructural que incluiría, entre otros aspectos, una mayor flexibilidad del mercado laboral, condiciones más duras para las jubilaciones y la privatización de las empresas públicas restantes y de la educación. El objetivo de dicha liberalización sería presumiblemente el aumento de la productividad del trabajo, mejorando así la competitividad.

Esta es la opción que prefieren las élites que gobiernan los países que componen la periferia y el núcleo de la zona euro, pues desplaza la carga del ajuste a los trabajadores. Pero hay varios imponderables. El primero es la oposición de los trabajadores a la austeridad, que conduce a una situación de agitación política. Además, la zona euro carece de mecanismos consolidados para conceder préstamos puente y hacer que se respete la austeridad en los miembros periféricos. Existe también una fuerte oposición política dentro de los países de la zona central a rescatar a otros países de la eurozona. Por otro lado, la opción de obligar a un país periférico a solicitar ayuda al FMI sería perjudicial para la zona en su conjunto.[7]

Sin embargo, a pesar de las limitaciones legales, corresponde a la UE encontrar la manera de promover préstamos puente a la vez que hace cumplir la austeridad mediante la presión política. El verdadero problema de esta opción no es la maquinaria institucional de la eurozona, sino que esa política posiblemente empeoraría la recesión en los países periféricos lo que dificultaría aún más la consecución de los objetivos de endeudamiento público. La pobreza, la desigualdad y la división social aumentarían de forma considerable. Peor aún, con una estrategia de liberalización es poco probable que se produzcan incrementos a largo plazo en la productividad, pues estos requieren inversión y nuevas tecnologías, factores que no proporcionan de forma natural los mercados liberalizados.

Con toda probabilidad, los países periféricos se verían inmersos en una desigual lucha competitiva contra Alemania, cuyos trabajadores continuarían siendo duramente exprimidos. El intento de permanecer en la eurozona mediante la adopción de políticas de austeridad y liberalización llevaría a continuas caídas de los salarios reales con la inútil esperanza de invertir los déficits por cuenta corriente contra Alemania. Mientras tanto, la zona euro como conjunto seguiría enfrentándose a una economía mundial más débil debido a la crisis de 2007-2009. No es un futuro alentador para los trabajadores de la periferia ni tampoco un lecho de rosas para los del país alemán.

La segunda alternativa es la reforma de la eurozona. Hay un acuerdo casi universal sobre el error que ha sido aunar una política monetaria unitaria con una política fiscal fragmentada. También existe una crítica generalizada al BCE por la forma en que ha proporcionado abundante liquidez a los bancos, mientras se mantenía alejado de los estados endeudados, incluso hasta el punto de ignorar los ataques especulativos. Sí sería posible una serie de reformas que no desafiaran las reglas básicas del Tratado de Maastricht, del Pacto de Estabilidad y Crecimiento o de la Agenda de Lisboa. El objetivo sería generar una interacción más suave entre las fuerzas monetaria y fiscal, manteniendo a la vez el conservadurismo subyacente en la zona euro.