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Beschreibung

Esta obra describe las vivencias de una persona nacida en Rio de Janeiro, a mediados del siglo XX, posteriormente crece en Perú en un hogar muy conservador, luego narra sus experiencias como estudiante en una escuela de padres católicos en Miraflores y años después, su vida como estudiante universitario, inicialmente en universidades peruanas y por último su viaje para continuar estudios en Estados Unidos, donde pasa a ser parte de la revolución cultural de los años 70, con el movimiento hippie del amor libre, entregándose a una vida desenfrenada y errática con muchos eventos muy cerca de lo delincuencial. Esta etapa marcó el carácter del personaje y lo lleva a actuar como un eterno adolescente, haciendo innumerables viajes, arriesgando el patrimonio familiar, perdiéndolo todo varias veces, una vida llena de eventos disimiles, por causa de la terquedad y arrogancia en la toma de decisiones, caracterizando su comportamiento como el de un joven inmaduro, hasta que después de 40 años de buscar el futuro ideal, cuando la mayoría de las personas alcanza el sueño dorado de la jubilación, el inicia una nueva etapa de la vida, a los 60 años, mudándose a un nuevo y final destino, la isla de Guarujá en el litoral paulista em Brasil. (Esta obra, escrita em espanhol descreve as vivências de um carioca em meados do século XX. A vida dele transcorre em 3 países: Peru, Estados Unidos e Brasil. No Peru, ele cresceu em um lar muito conservador, tendo estudado até mesmo em uma escola católica e para continuar seus estudos, ele viaja aos Estados Unidos, que é quando ele se depara com uma revolução cultural dos anos 70: o movimento hippie, do amor livre. Esta etapa marcou fortemente o caráter do personagem e o levou a agir como um eterno adolescente, fazendo muitas mudanças, entregando-se numa vida desenfreada e errática, com múltiplas passagens que chegam à beira do delinquencial e ao chegar aos 60 anos, quando a maioria das pessoas alcança o sonho dourado da aposentadoria, ele inicia uma nova etapa da vida, no Guarujá, litoral Paulista.)

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Copyright © Paulo Taboada Moretti

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Todos los derechos reservados.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, en cualquier forma o por cualquier medio electrónico o mecánico, incluso a través de procesos xerográfico, incluido el uso de Internet, sin permiso expreso Editora Viseu, en la persona de su editor (Ley N ° 9.610, de 2.9.198).

Editor Jefe: Thiago Domingues Regina

Coordinación Editorial: Giselle Rocha

Revisión: Paulo Oscar Taboada Moretti

Copyesque: Isis Maureen

Versão Digital: Fabio Martins

Diseño: Ytana MayanneCubrir: Pamela Luz

e-ISBN 978-65-5985-274-1

Todos los derechos sobre este problemaestán reservados a Editora Viseu Ltda.

[email protected]

www.editoraviseu.com

PrólogoEl comienzo del final

Este libro narra detalles de la vida de una persona, y transcurren en tres países. Inicia con su nacimiento en Rio de Janeiro; luego la infancia y adolescencia (hasta los 19 años) en la Lima de los años sesenta, para pasar después a los viajes entre Perú, Estados Unidos y Brasil. Es decir, la vida de un adolescente eterno, con todos sus éxitos y decepciones, propios del común denominador de las personas.

Lo que quiero aquí transmitir, es que, a pesar de los infaltables sinsabores, es posible alcanzar la felicidad en la vida y obtener las metas anheladas, especialmente si aprendemos a vivir el presente, cuando el pasado es solo una guía para ser mejores, y así llegaremos a decir: “Hoy soy feliz”. Construyendo el futuro día a día, con optimismo.

Los años setenta fueron escenario de muchos eventos que afectaron el mundo, y en especial a nosotros, los jóvenes de aquella época, en Norteamérica al terminar la guerra de Vietnam, con la retirada del ejército estadounidense; los jóvenes americanos que regresaban perdiendo una guerra, tuvieron que enfrentar situaciones de repulso de la mayoría, por los genocidios ocurridos, por la droga consumida y por las nuevas enfermedades que trajeron con ellos. No hubo desfiles de bienvenida con bandas de música, como sí tuvieron sus padres, cuando regresaban victoriosos de Europa, 30 años antes: fue un frío recibimiento. Muchos pasaron a ser pensionados por los múltiples traumas de guerra, tanto físicos como síquicos, que los inutilizó de por vida.

El auge de los estupefacientes en todo el mundo también llegó al Perú, la marihuana que era una “droga” para nuestros padres, pasó a ser un vínculo de comunicación y compañerismo en las universidades, como en toda fiesta de juventud de la clase media, de nuestra sociedad limeña.

Los primeros años de adultez del personaje transcurrieron en Lima, caminando de bar a bar, de barrio en barrio, comprando y usando aquella droga elitista, a veces combinada con cocaína. El licor no era tan importante, era de obreros.

De tanto andar al borde de la delincuencia, termina siendo erradicado a Estados Unidos por sus padres y comienza a vivir como estudiante extranjero en Oklahoma, donde pasa de ser un simple observador de la vida americana, como un elemento más de la historia de esa época, fértil en acontecimientos. Después de cinco años, de vagabundear de costa a costa, regresa al Perú con el mismo sentimiento de los que regresaron de Vietnam: “Angustia por el futuro incierto, decepción por el pasado”.

Episodio 1Llegando al mundo

Mi padre llegó agitadísimo al departamentito del tercer piso de la Plaza Unión, hoy plaza Mariscal Castilla. Al entrar vio a mi madre dando el almuerzo a Meche, con 3 años de edad, y a Carmen con 1 año. Mi madre, medio asustada, le preguntó: “¿Óscar pasó algo?”. A lo que mi padre respondió: “He ganado una beca para estudiar ingeniería química en la Escuela Técnica del Ejército, en Brasil, en Rio de Janeiro”. Yo salgo este fin mes, y tú con las niñas viajan un mes después, así tendré tiempo para alquilar un departamento y amoblarlo, para que cuando lleguen esté todo acomodado”.

Mi padre siempre fue así, haciendo de todo para que nosotros estemos bien, super preocupado, ejemplo de esposo, padre y hombre, siempre fue el número uno en todos los estudios que hizo, pero yo nunca lo escuché de él, porque su humildad era una regla en su manera de vivir, nunca se jactó de sus triunfos; es más, nunca se comparaba con nadie, y siempre elogiaba a los demás, como si fuera el menos favorecido, cuando fue siempre el mejor, un ejemplo de hombre.

Dos meses más tarde, mi madre, con las dos niñas, llegaba al aeropuerto de Rio de Janeiro, acompañadas de mi tía Luzmila, hermana solterona de mi padre. Iba encopetada, y siempre menospreció a los demás, en especial a mi madre; pero para subirse a un avión gratis y pasa un mes en Rio, en la casa de mis padres, no sentía ningún tipo de remordimiento de lo que pudiera haber dicho de mi madre.

Apenas aterrizó la aeronave, abrieron la compuerta y bajaron por la escalera. Mi tía, lejos de ayudar a mi mamá con las maletas (llenas con biberones y pañales para el viaje) corrió para saludar a mi padre, quien prácticamente la esquivó y fue al encuentro de mi hermana Meche, que venía solita, arrastrando su maletita, para luego levantarla en brazos e inmediatamente besar a Elba, la mujer de su vida: mi querida mamá.

Así comenzó esta nueva etapa en la vida de mis padres en Brasil, un hecho que marcó la existencia de los dos. Quién iba pensar que dos años más tarde mi madre, con ayuda de la empleada, Lourdes (una negra bahiana buenísima gente) iba a estar dando de comer a Meche, Carmen y Elizabeth, que había nacido hacía ocho meses en Botafogo, en la clínica Santa Luzia, y ella estaba con una tremenda barriga de 8 meses, de la próxima hijita, porque mi padre ya había perdido las esperanzas de tener un heredero varón.

Durante ese invierno en Rio debe de haber habido un fenómeno de El Niño. Si bien es cierto que el invierno era siempre muy templado, ese año las temperaturas oscilaban entre 35 y 42 grados Celsius, calor extremo para una señora embarazada, con 3 hijitas de 5, 3 y 1 años, respectivamente.

Mi padre llegó a la conclusión de llevar a toda la familia a la sierra, escogió una ciudad pequeña poblada por descendientes de suizos, donde aún se veían en las fiestas los trajes tiroleses y ese instrumento de cuerno enorme, que servía como comunicación en los Alpes suizos, donde el eco de su sonido avisaba la llegada de alguien entre las montañas. Esa era Nova Friburgo en 1953, ciudad con diez mil habitantes, donde la mayoría de pobladores llegaron procedentes de la región de Friburgo.

A novecientos metros de altura sobre el nivel del mar, la ciudad en ese invierno mantuvo una temperatura agradable de veinte grados en el día y unos ocho en la noche. Qué alivio fue para mamá, las meninas y Lourdes, cuando llegaron a Nova Friburgo, huyendo de ese calor insólito, para un invierno en Leme, Ipanema.

Mi padre arribaba todos los viernes en tren desde Niteroi, donde lo dejaban sus amigos después de clases en la Escuela Técnica del Ejército brasilero, hoy IME, el prestigiado instituto militar de engenharia (ingeniería).

Un sábado en la noche, mi padre y mi madre, salieron del hotel Sans Souci, que quedaba en lo alto de una pequeña colina, donde estaban hospedados con las 3 niñas y Lourdes. Desde lo alto bajaron a pasear por las calles de la ciudad; había una fiesta junina, un tipo de quermese brasilera que siempre se celebra los fines de semana, entre el 20 de junio y 20 de julio. Participan y las organizan las iglesias y colegios locales. En esas festividades, hasta el día de hoy, el atuendo es siempre trajes tipo cowboy, de personas de campo con sombreros; hay abundante comida, baile y música. Es en estas celebraciones donde se pone de manifiesto el temperamento conocido de esa tierra alegre brasilera, que acogió tan bien a mis padres y les dio dos hijos.

Luego de pasear un poco, mis padres decidieron regresar al hotel. Había que subir 42 pasos de escalera. Mi padre ayudaba tiernamente a mi mamá, mirándola con cariño, orgulloso de esa barriguita de 8 meses y medio. Cuál sería su sorpresa, cuando mi madre, asustada, le dijo: “Óscar, creo que es hora, estoy sintiendo dolores”. Mi padre respondió presuroso hilando soluciones: “Espérame un segundo, voy a avisar a la doctora”. Era ella una suiza rubia (para variar). Inmediatamente regresó luego de haber hablado confundido por teléfono. Sabiendo que la ambulancia y la doctora venían en camino completaron el paso 42, y mi madre jadeando entró en el hotel. Allí estaba ya la doctora esperando. Cuando vio a mi madre supo que ya estaba en labor de parto, pidió inmediatamente toallas calientes, agua hervida, no había tiempo para trasladarla al hospital. Tras aquella lucha por la vida, Paulinho estaba asomando su cabeza al mundo.

Media hora después la doctora llamó a mi padre, para avisarle que había nacido un varoncito. Al escuchar Lourdes esa palabra, explotó en gritos: “Um menino, Seu Oscar, um menino”, tomando a mi papá de los brazos y dando vueltas con tamaña alegría. Mucho después supe que Lourdes había hecho una apuesta con mi padre, que iba tener un menino, a lo que mi padre respondió: “Después de 3 hijas, imposible. Te apuesto 100 contos que va a ser mujer”. Lourdes ganó la apuesta y la semana siguiente de ese lejano 3 de julio de 1953, mi padre llegaba al hotel con un ajuar completo de niño, ya que jamás iba a ponerme los ropones rosaditos de mis hermanas mujeres.

Episodio 2Llegando al Perú. Mi abuelo Juan

Mi madre subió en el avión de apoyo brasilero, en esa época había uno semanal, yendo y trayendo personas y cosas para la embajada brasilera en Perú. Estaba con mis tres hermanas: la mayor de 5 años, la segunda de 3, la tercera de un año y medio, que había nacido en Rio de Janeiro, en Botafogo, exactamente; y yo, de 6 meses.

Al levantar vuelo el cuatrimotor, Elbita miraba la bahía de Guanabara, Pan de Azúcar, el Cristo de Corcovado, con nostalgia, donde los primeros tres años habían sido los más felices de su vida. Qué maravilla de ciudad, del país donde tuvo dos hijos, fruto de un amor de aquellos que se ven solo en películas, el cual iba durar casi 50 años.

Después de mirar ese escenario tan lindo, mi madre volteó el rostro para mirar con tristeza a mis dos hermanas mayores, las dos habían sido contagiadas, por una empleada que se presentó a trabajar con un carné de salud falso, de otra persona, del terrible bacilo de Koch, la inefable tuberculosis, que en ese momento diezmaba al mundo, como hoy el sida. Recién se estaban haciendo los primeros ensayos con penicilina para atacarla y estos remedios eran carísimos. Tan caros que los ahorros de 4 años de mis padres se habían acabado, regresaban sin nada a un futuro incierto por la salud de mis dos hermanas. Mi padre, todo un ingeniero químico, graduado con honores en el IME (Instituto Militar de Ingeniería), instituto con una reputación excelente en el Brasil y el mundo, pero nada de eso lo alegraba, solo pensaba en cómo salvar la vida de sus dos hijitas, tan frágiles por la enfermedad, en un estado que se denomina complejo 3.

Ya en Lima, mis padres fueron a vivir en la casa de mi abuelo en Barranco, en el pasaje Sánchez Carrión. Una enorme casa antigua, donde nos dieron un cuarto para todos. Mi viejo solo trabajaba y cuidaba de sus hijos, sin ningún otro tipo de interés o distracción, la preocupación lo agobiaba y escuchaba toda la noche, a través de la puerta, la radiola Telefunken nuevecita, a todo volumen. Mis tíos solteros se juergueaban de lo lindo, todos eran jóvenes profesionales, tres ingenieros, un aviador; la casa llena de chiquillas casamenteras, nadie tomaba en cuenta que había dos niñitas con fiebres, al borde de una muerte prematura.

Mi padre no aguantó mucho, buscó con desesperación otra casa y nos mudamos a ella. Mis hermanas fueron mejorando, hasta que salieron de ese cuadro, pudiendo tener una vida normal. Mi madre decidió reiniciar su trabajo de profesora y me llevó donde mi abuela para que ella me cuidara. Fui recibido con mucho cariño: era el primer nieto, tenía 3 años, el orgullo de mis abuelos, me mostraban a todo el vecindario como un trofeo.

Mi abuelo era muy cariñoso conmigo, las primeras memorias que tengo de él son diciéndome: “Pauliño, cuando veas una chica linda, la miras mordiéndote los labios”. Un día me preguntó: “¿Cuál de las chicas del barrio te gusta más?”, todas eran señoritas de 15 o 16 años, yo tenía 4; le respondí: “Sofía”. Para qué hablé. Llegando a la casa mi abuelo alzando la voz le dijo a Sofía: “Paulino está enamorado de ti”. Salí corriendo y me metí debajo de mi cama.

Unos meses después mi abuelo fue a trabajar a Quilmaná, un pueblito de Cañete. Había comenzado a sentir los dolores de la artritis, que con el tiempo lo dejaría inválido; le habían recomendado clima seco y sol. Quilmaná era perfecto. Ahí me hizo mi primera cometa, una estrella más grande que yo, y la hizo volar. Yo agarraba el pabilo medio asustado, con miedo de perderla, jalaba fuerte por el tamaño. Mi abuelo la amarró a una bicicleta y me recomendó: “No la sueltes, déjala siempre amarrada a la bici”, diciendo esto se fue a ver a sus alumnos, él era director de la escuelita del pueblo. Después de 10 minutos me comencé a aburrir, desamarré la cometa, y me jaló con tanta fuerza que la solté, se fue de mis manos y la vi desparecer entre unas chacras. Cuando llegó mi abuelo no me dijo nada, pero me miró medio enojado.

Era muy pequeño, cuatro años y poco; pero hay algunas escenas que quedaron grabadas en mi mente infantil. Me acuerdo de ver a mis abuelos discutiendo; luego mi abuelita llorando y mi abuelo tirando unos billetes en la mesa al salir y no volver hasta el día siguiente. Ya tenía una querida, no era novedad, él siempre había hecho honor a su nombre: “Don Juan”.

Hijo de italiano, mi abuelo fue un hombre adelantado para su época, un romántico, mujeriego, escritor. Algo de él debo de haber heredado. Tuvo muchas cualidades para poder ser un buen esposo. Mi abuelo nació en Corrales, una provincia de Tumbes, casi en la frontera con Ecuador. Su padre, Giovanni, fue un inmigrante genovés, un pelirrojo de ojos azules, quien fugó de la casa de sus padres con solo doce años. Él y un amigo de esa misma edad fueron al puerto de Génova con un atado de ropas, con la intención de conocer América; al intentar subir al barco el capitán los mandó para sus casas, pero los dos niños no le hicieron caso y se quedaron esperando, para conseguir en la oscuridad de la noche subirse como polizontes. A eso de las 6:00 de la tarde el capitán vio que no regresaron dos marineros; al encontrarse con los dos chicos cerca del barco los llamó: “Tú ¿cuál es tu nombre?”, a lo que mi bisabuelo respondió: “Marcelo”. El capitán le respondió: “No, ahora eres Giovanni, y tu amigo es Paolo”, diciendo esto les extendió los documentos de los dos marineros que no habían llegado: las tarjetas de embarque, de los ausentes. Así inició este largo viaje para los dos chicos, con nuevos nombres y apellidos.

Después de dos meses el barco ancló en Argentina, luego pasó por el Cabo de Hornos, continuó hasta Chile, para llegar finalmente al Perú, por alguna razón desembarcaron en Pisco, de ahí fueron a pie hasta Chincha, donde se quedaron algunos años. Dicen las malas lenguas que en esa ciudad hay unos pelirrojos que bien podrían ser familia. Años después reiniciarían el viaje llegando a Guayaquil, donde mi bisabuelo conoció a la que sería su esposa, y desde allí terminó su periplo de vida en Tumbes. Giovanni debe de haber causado sensación en esas tierras calientes, hasta hoy nadie puede contar exactamente cuántos hijos dejó.

Como la mayoría de los italianos inmigrantes, Giovanni tuvo un almacén en la plaza de armas de Tumbes. Para él todos los hijos deberían ser tenderos, el verano de 1917, Giovanni encomendó a mi abuelito (que había nacido con el siglo), ir a comprar el inventario de un año para el almacén. Mi abuelito fue hasta el puerto de Paita, desde donde se embarcó con destino a Lima; al llegar se enamoró perdidamente de la vida en el jirón de La Unión. Le encantó el centro, las limeñas y lamentablemente se “chupó” el inventario. Al verse sin dinero, después de 3 meses de juergas, decidió estudiar en el Instituto Pedagógico de Varones de Lima, y así evitó volver a Tumbes para recibir la tunda que le esperaba.

Al terminar la carrera lo enviaron a trabajar como profesor en la ciudad de Llata, en el departamento de Huánuco, la tierra de mi abuelita. En un rodeo, donde hizo gala de su destreza como jinete, mi abuelita, hija del más renombrado hombre de la ciudad, cayó prendada en las artes de mi abuelito, para luego escaparse a la usanza antigua y casarse, sin poder oponerse el severo papá.

Trece hijos fueron el resultado de esa unión, solo 8 sobrevivieron, mi abuelito les puso a todos los hombres Juan y a las mujeres Lía, haciéndole más fácil la labor al hombre de los registros municipales en Tumbes. Mi abuelo tuvo una serie de cargos importantes, siendo subprefecto uno de ellos, además de inspector de educación. A mi abuelo le gustaba la buena vida, las fiestas y sobre todo las féminas. Tuvo veinte hijos en total. Siete con otros “compromisos”, palabra política para describir romances fuera del matrimonio. Como inspector de educación, recibía a las profesoras en su oficina. Debido al calor andaba sin camisa, creo que hasta en ropa interior.

Mi madre, la mayor de las hijas, Lía Elba, fue siempre la defensora de mi abuelita, ante la actitud machista de mi abuelo, quien se paseaba en convertible con la querida de turno en la plaza de armas de Tumbes. Ella, con solo 11 años, al ver a mi abuelo acompañado en el carro, montó en rabia y coraje, salió a la defensa de mi abuelita, subió al segundo piso de la casa y desde el balcón les dio un baño a los amantes con un pote de tinta negra líquida.

Pero mi abuelo continuó, hasta los últimos años, con sus andanzas. A pesar de la artritis deformante que lo consumía, él siempre fue un Don Juan. Debido a esta enfermedad, su última casa fue en Chaclacayo, por el clima saludable. Yo iba a pasar mis vacaciones en la casa de mis abuelos, esta casa era la última de la urbanización al pie del río. Le encantaba dormir con el ruido de las aguas. Al lado de la casa había unas tierras que mi abuelo compró de una yanacona, sin título, a pesar de la oposición de los hijos. Él decía: “Qué me importa si después se pierden, yo solo quiero sembrar”, y así fue, sembraba todo tipo de verduras, como también criaba todo tipo de animalito.

Ese lugar terminó siendo un santuario para él. Yo veía que continuamente venía un albañil y le entregaba cartas a mi abuelo, él las leía sonriente. Una tarde de esas llegó el albañil con un triciclo, de esos para llevar carga; de repente vi sorprendido que el hombre subía a mi abuelo en ese vehículo, con silla de ruedas y todo. Yo comencé a seguirlos y le preguntaba: “Abuelito ¿dónde vas, dónde vas?”. A lo que él respondía: “Muchacho de mierda, anda a la casa. No me jodas”. Paré de seguirlo de cerca, pero continúe a lo lejos, hasta que vi que entraba en una construcción. Fui corriendo y subí entre los andamios sin hacer bulla; ya parapetado entre unas escaleras, pude ver nítidamente la escena: una mujer salió de uno de los cuartos para darle un gran beso a mi abuelo; vi que se quedaban entrelazados, hasta que entraron en un cuarto oscuro. No pude ver más. Regresé ya cagándome de risa, pensando: “Qué pendejo mi abuelo”, al fin sabía de quién eran esas cartas.

Episodio 3Paulinho 1963

Mi pasión por las figuritas me había llevado a ese oscuro quiosco en Surquillo. Ya pasadas las 7:00 de la noche, estaba ahí junto con los vecinos de al frente, el popular Surquillo, más conocido como Chicago Chico, por ser un lugar peligroso, lleno de marginales; pero era ahí donde estaban los capos de las figuritas, que se las sabían todas en los cambios y ventas del álbum de moda; esas que no encontrabas nunca, aquellas que costaban un ojo de la cara. Aquel día tuve que pagar mucho, en mi magra economía de hijo de mayor del Ejército honesto y mi mamá una profesora de primaria (con el tiempo llegaron muy lejos en sus carreras, pero eso lo narraré en otro capítulo). Finalmente conseguí la que me faltaba para terminar una hoja de ese álbum, que me dejaba sin plata, regresaba a casa ya de noche, y en el camino en bici iba pensando en las excusas que iba dar a mi padre, sintiendo ya el coscorrón en la oreja.

En ese tiempo jugábamos trompo, volábamos cometas y comíamos anticuchos, en la esquina de la avenida Mariscal Cáceres, anticuchos de carne de dudosa procedencia; en casa comíamos lo que hacía la pobre Nieves, que si Gastón1 la hubiera conocido, la hubiera llamada “la pionera de la cocina novoandina en los 60s”, porque en casa nadie sabía qué michi era lo que había en el plato, y menos lo que era novoandina. La causa de esto era que Nieves era tuerta, y para disimular ese defecto usaba lentes oscuros de aviador y veía muy poco.

Hoy estamos en otro barrio, las comidas ya no son peruanas, difícil encontrar un cau-cau, pero sí abundan los soufflés, los zucchinis rellenos con mozzarella, los cappelletti al pesto y no podía faltar la torta del domingo, que inconfundiblemente, tiene que ser de “La Crocante”. ¡Qué diferencia! Cuando éramos chicos las tortas las comprábamos en la panadería del chino Gerardo; que no era chino, sino japonés.

Aún recuerdo los primeros días en la casa de Miraflores. Cómo salimos en una camioneta de Jesús María con la mudanza. Yo iba atrás, casi ahorcando al gato que era mi mascota, porque él quería saltar y quedarse, cosa que finalmente logró, llorando Llegué a la casa nueva y vi que estaba bien, por lo menos para mí lo estaba; actitud diferente a las de mis hermanas mayores, más críticas, miraban a los vecinos y alrededores, con un aire de desaprobación; luego en el colegio me di cuenta del porqué de esa mirada.

Ocho de la mañana, salgo con mi terno nuevo, hecho en Harry´s, que mi papá iba terminar de pagar mensualmente. Saco azul, pantalones cortos grises, camisa blanca, corbata azul, la insignia del Champagnat en el bolsillo del blazer, y mis horribles botines ortopédicos, que tanto odiaba y tanto problema me causaron en el colegio durante años. Me servían para destrozar canillas; pero por ellos era el punto de las bromas, maldad de chiquillos seudopitucos miraflorinos, a lo que me fui adaptando.

Más tarde en el colegio entendí aquella mirada de mis hermanas. Yo era un fronterizo, no de cabeza, sino social: mitad Surquillo, mitad Miraflores; vivíamos en la frontera de los que se autodenominaban “decentes miraflorinos” y los surquillanos, hijos de cholo, o zambo, pero nunca blanco; el típico sentimiento heredado de la colonial Lima, repitiéndose en la Lima provinciana de 1963. Donde a pesar de muchos que no quieren reconocerlo, todos sin excepción, tenemos la misma ascendencia.

1 ChefGastónAcurio,artíficedelacomidafusión,novoandinaenel Perú,desdecomienzodelosaños2000.

Episodio 4Quique y Coco

En la esquina de la casita de Cáceres, vivía el viudo Valdizán, general de la Policía, su carro contrastaba con todos los del barrio, ni mencionar de los del frente en Surquillo. Era un Belair del año, nuevecito, color esmeralda, carro de general de la Policía. Dentro de esa casa se vivía una guerra civil, comandada por la señora Alicia, la amable cuñada, que siempre recordaba a los 7 hijos que cuando su mamá agonizaba en el lecho de muerte, el papá visitaba a la querida, la cual el general aún mantenía y veía diariamente. Él llegaba de noche para cumplir con el horario de papá, en esa época de costumbres y hábitos que hoy nos harían reír. El general era considerado un viudo respetable, porque no convivía con esa mujer con la que no se había casado, para mantener el nombre de buen papá, y soportar estoicamente a la Señora Alicia, quien solo hablaba mierdas de él y lo odiaba a muerte; pero sí recibía el diario para la comida, que incluía a: los siete Valdizán, el hijo de la señora y la propia Alicia; nueve bocas para el bolsillo del general, quien no comía en su casa ni un pancito, por miedo a ser envenenado.

La señora Alicia había creado dos bandos: el de los blancos favorecidos, y el de los de piel más oscura, los inefables negros, como ella los llamaba; mismas facciones, mismos padres, pero la mala leche los hizo de piel morena, lo cual cagaba la vida para ellos.

Por entonces, yo llegaba a casa a la hora del lonche, siempre con hambre, y le preguntaba a mi amigo Quique Valdizán: “¿Qué comes?”. Él me respondía entre risas: “¡Pan con libertad!”, frase emblemática de un antiguo partido político en Perú. Mientras Giorgio, el Colorado, comía un pancito con huevo preparado por la señora Alicia, quien era una auténtica sacalagua. Detrás del pelo rojo se podía entrever las facciones de una negra, cosa que ella nunca iba admitir, porque era una auténtica “Rodríguez Paz”.

Así estaba dividida la casa: los blancos, Martita, Jorge y Luci; los más oscuritos y muy discriminados en cada comida, eran, Elsa, Maritza, Quique y Judi.

El primer beso que tuve en mi vida fue con Maritza, una vez que la vi regresar toda bronceadita, luego de unas vacaciones en la casa de playa en Punta Hermosa, donde pasaban el verano; por alguna razón el general había hecho esa casa mucho más bonita que la de Lima, debe haber sido el jato para llevar a la querida lejos de las maldiciones de la señora Alicia.

Volviendo al tema de mis agarres, el segundo que tuve fue con Judi, cinco años mayor que yo, pero sus piernas provocadoras dejaron mi timidez atrás y le daba sus agarradas jugando a la pega entre las escaleras de la casita.

A medida que mi padre iba avanzando en su carrera, y mi mamá también, ya con mejores ingresos, nos mudamos a la avenida Ricardo Palma, cerca del “O Q BUENO”, una de las más memorables heladerías tipo USA de esos años. Del helado que más me acuerdo era el fabuloso “Banana Split”, solo lo había comido una vez en ``SEARS´´ de Limatambo. Esta casa sí nos devolvió el buen nombre, esquina de Ricardo Palma con la célebre avenida Panamericana, el corazón de San Antonio, un barrio lindo de Miraflores, desafortunadamente un poco tarde, yo ya estaba acabando el colegio.

En esos años entre mudanzas había dejado de ver a Quique. Sabía por algunos amigos que el Chato andaba lleno de guita, hasta que un día lo encontré en la playa, en Barranquito; ya no era el mismo, lo encontré fumando, con cara de marginal y me ofreció una chela y un ceviche, para quien llegaba a la playa, con un sol para regresar en micro a casa, el cual terminaba usándolo para comprar un “Glacial”, era un tremendo banquete. Quique estaba sentado en uno de los vagones de un ex tranvía, que en ese momento había sido adaptado para restaurant en Barranquito. El Chato me comentó cómo cajoneaba a su viejo y se robaba diariamente como 100 soles, “qué enorme botín” pensaba yo. Comí el ceviche, le agradecí, y no lo volví a verlo más. Con el tiempo me enteré de que cuando su viejo lo ampayó y puso la plata en otro lugar, el Chato al verse condenado a ser misio de nuevo, comenzó a robar radios de los carros; después el carro y el radio también, para poder mantener ese ritmo de vida al cual se había acostumbrado, con chelas, ceviches y pitos.

Para hacerla corta, pasaron unos meses, lo pescaron. El general consiguió una vara y salió; la segunda vez que lo agarraron, ya no fue así, el viejo general ya no pudo hacer nada, estaba retirado, no pesaba más. Quique terminó en Lurigancho, donde se hizo adicto a la pasta. Salió nuevamente, pero pasó lo esperado, comenzó a vender pasta, además de consumirla, y volvió a la cárcel en poco tiempo. Su adicción fue creciendo fuertemente, y Quique sin medios para mantener el vicio. Lo último que supe de él es que durante sus últimos años en Lurigancho, la “Quica” andaba en faldita y así la pasó, hasta que murió de sida en su calabozo.

Jorgito Valdizán continuó el buen camino de Dios y creo que hasta hoy es un curita en Bolivia.

Episodio 5¿Soñando?

La tarde estaba muy animada, la televisión en la sala prendida, pero nadie prestaba atención, mis hermanas con sus amigas, mis papás conversando con mi tía Vicky y su esposo alemán, Ewald; yo sin tener con quién conversar, observaba atento todo a mi alrededor; cuando esto ocurría, comenzaba a sentir un poco de miedo, un cosquilleo en los sentidos, entre dormitando y despierto; de repente comenzaba a verme a mí mismo, suspendido en una especie de palco, viendo todo lo que estoy describiendo, como si mi alma se hubiera desdoblado, escuchaba las voces animadas, veía las paredes de la casa, mis tíos y mis padres conversando… y también me veía, sentado mirando la televisión, pero sin ver nada: una mirada limpia de un niño de 9 años, pero perdida en el espacio. ¿Qué era eso?, ¿dónde estaba?, ¿quién soy yo?, me preguntaba.

Esta sensación me acompañó durante años, hasta bien entrado en la adolescencia, felizmente la mantuve en secreto; en esa época hubiera terminado en un sanatorio. Con el tiempo, al leer libros sobre viajes astrales que estuvieron de moda en la época, dejé de preguntarme el porqué y comencé a divertirme con ellos, ya sin miedo. Solo cuando probé el LSD fue que esos pensamientos resurgieron y me aterrorizaron durante horas y después en los flash backs ráfagas de alucinaciones, que duraban segundos, las que eran peores, porque eran inesperadas, indeseadas, cuando yo solo quería estar normal.

Mi vida transcurría de esa forma. Era un niño incomprendido, siempre ausente. Creo que me salvé de ser autista por un pelo, en el colegio asistía a las clases, pero la pizarra siempre fue un borrón, nunca sabía qué era lo que estaban escribiendo o hablando los docentes; mi imaginación iba más rápido que la elocuencia de mis profesores. Muchas veces me despertaban con una pregunta, a lo que yo ponía cara de bobo, sin saber qué decir, con la consiguiente expulsión del salón y frecuente castigo: la maldita “Academia”, que era para los rezagados en todo, como yo. La hora de salida en esa época era a las 5:00 pm. Yo siempre llegaba a casa a las 6:30, porque permanecía de castigo hasta las 6:00 pm.

Fui calificado casi como un fronterizo. Nadie se tomó la molestia de ver qué era lo que yo pensaba, mi vida transcurría entre relatos del escritor brasilero Monteiro y Lobato, leí todos sus libros con avidez, siendo los mejores compañeros para mi solitaria vida. Tenía solo un amigo, el gringo Saetta. En una época éramos como hermanos, hacíamos nuestros goles olímpicos imaginarios en el parque del barrio, nunca pudimos ser del equipo del salón, ni soñar en la selección del colegio; pero en ese lugar sí éramos campeones y los dos nos alabábamos mutuamente de nuestros torpes goles en nuestro querido parque Tradiciones en San Antonio.

Con Monteiro y Lobato le di la vuelta al mundo.

Entré en la historia a través del túnel del tiempo, despertando en medio de una batalla de espartanos, acompañé a Ulises en su periplo y luché al lado de Julio César. Mi vida se dividía en dos partes, la real y monótona en el colegio Champagnat, donde era considerado un inútil; y la irreal, pero fascinante de ese autor brasilero, donde me paseaba triunfante después de una batalla, o despertaba inconsciente en una isla griega, escondiéndome del Minotauro.