CRÓNICAS DEL REINO OSCURO - Angélica Madrid - E-Book

CRÓNICAS DEL REINO OSCURO E-Book

Angélica Madrid

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Beschreibung

Nicolás es el príncipe de Oscuro, una isla que permanece oculta del mundo exterior tras un misterioso domo. Luciana es una ermitaña con dones especiales que ha intentado mantenerse alejada de cualquier tipo de confrontación a lo largo de su vida. El destino los lleva a conocerse en la ciudad de Cartagena, hecho que cobrará un papel trascendental en la guerra que amenaza con destruir la tranquilidad del reino y todo lo que ambos aman. Esta es una novela que mezcla la fantasía y el steampunk para mostrar lo mejor y lo peor de la esencia humana, en medio de una revolución que confrontará a sus protagonistas con el destino y sus designios.

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©️2024 Angélica Madrid.

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Abril 2024

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-84-7

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: Maria Fernanda Carvajal.

Corrección de estilo: Alejandra Ortega

Corrección de planchas: Jimena Torres Archila

Maqueta e ilustración de cubierta: David Avendaño @art.davidrolea

Diagramación: David Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Para el Dios de la vida.

Para Colombia, la tierra que inspiró esta historia.

PREFACIO

¿Qué quiere el hombre?

¿Un Dios? ¿un demonio?

¿Fama, fortuna, poder, belleza, placer, salud…

tal vez… inmortalidad?

¿Qué quiere el hombre?

Parece que solo quiere molestar.

CAPÍTULO I

Era 26 de julio y aún no volvía a casa. Había postergado de nuevo su regreso un par de semanas, consciente de su deber de regresar con prontitud a su tierra, para estar con su pueblo y con su padre. Sus ánimos eran escasos y los hechos recientes no se lo facilitaban. Caminaba meditando en estos asuntos, mientras transitaba por la calle San Pedro rumbo a la Torre del reloj, donde se encontraría con Rafael, para ultimar los detalles de su regreso, cuando advirtió la situación: en la esquina de la iglesia San Pedro Claver, un hombre espiaba a una joven que guardaba un fajo de billetes en su bolso. Una que otra persona o vehículo transitaba cada tanto, pero en ese instante, no había nadie cerca, salvo él, por su parte, el rufián parecía no percatarse de su presencia.

Este se escondía detrás de unas palmeras en el otro extremo de la calle, diagonal a ella; no obstante, acobijado por la soledad momentánea, se resolvió a avanzar. Miró a diestra y siniestra para no confiarse del todo en el azar, sacó del bolsillo derecho de su pantalón una navaja y dio unos cuantos pasos rápidos y sigilosos hacia ella.

—¡Cariño! —la llamó en voz alta, lo que atrajo su atención. Se apresuró a cruzar la calle—. Comenzaba a preocuparme —añadió mientras subía los escalones de piedra y besó el dorso de su mano derecha mientras que la veía por primera vez a los ojos—. ¿Por qué tardaste tanto? —alcanzó a pronunciar antes que aquel hombre, quien de cerca parecía bastante joven, pasara de largo con su ofensiva y retorcida marcha hasta perderse de vista al final de la calle.

—Lo lamento, señor. Está confundido, no lo conozco —Ella zafó con delicadeza la mano que él, en su sorpresa, aún retenía.

—¿Acaso no advirtió al hombre? Iba a asaltarla. Debería ser más cuidadosa con el manejo del dinero, no todos los lugares son seguros —la reprendió con torpeza, le temblaba la voz y el corazón le latía de forma descontrolada.

—¿Dice usted que iban a asaltarme? —preguntó con desconfianza.

—Así es, acabó de pasar a su lado. ¿Usted no lo vio?

—No. No lo vi.

—Una vez fingí ser su acompañante, se acobardó y huyó.

—¡Ah! Entonces se lo agradezco, que tenga una buena tarde —se despidió con cortesía y caminó alejándose confundida.El joven permaneció inmóvil, solo sus ojos la siguieron hasta que se detuvo frente a la colosal puerta roja de la iglesia San Pedro Claver. La joven levantó la mirada y retrocedió lo suficiente hasta contemplar por completo la majestuosa fachada.

—Es hermosa, ¿no lo cree? —Se acercó de nuevo y ella lo miró.

—Estoy de acuerdo.

—¿No le gustaría entrar?

—Claro que sí —contestó—, sin embargo, no creo que se me permita: parece que se celebra una boda y temo no estar vestida de manera adecuada —bajó la mirada hacia el modesto vestido color beige que usaba, cuyo largo y negro cabello cubría hasta la mitad. El joven sonrió. Hacía tiempo que no lo hacía.

—Me parece que no hay vigilancia que nos impida el ingreso —comentó mientras observaba en derredor—, además, ¿acaso no están las iglesias siempre abiertas para la feligresía?

—Es cierto —admitió con timidez.

Entraron al templo, se persignaron y caminaron en silencio varios metros hasta sentarse en la última banca. La mirada de la joven no estaba fija en ningún lugar: alternaba entre la arquitectura de la iglesia, el altar, la pomposa decoración, la llamativa vestimenta de algunos invitados, la pareja de novios y el sacerdote con acento paisa que oficiaba la ceremonia.

—¿No le parece desquiciada tanta suntuosidad para la celebración de un matrimonio que no durará ni diez años? —dijo de repente, ella volteó a verlo.

—¿Por qué lo dice? Si se casan es porque se aman —respondió, volvió enseguida sus ojos al altar y él la imitó.

—¿Amor? El amor es paciente, servicial, no es envidioso, ni es vanidoso, no se engríe, es decoroso, no busca su interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, sino de la verdad, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta —murmuró con rapidez en un tono apenas audible para ella; con especial énfasis en la última palabra—. Esas son cualidades difíciles de encontrar —concluyó. Ella volteó a verlo, pero él no se atrevió a mirarla: se hubiera sentido obligado a darle una explicación.

Se pusieron todos de pie, el sacerdote comenzó la lectura del evangelio según San Marcos.

—En aquel tiempo se le acercaron a Jesús unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?». Él les respondió: «¿Qué os prescribió Moisés?». Ellos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre». Palabra de Dios.

—¡Gloria a ti, Señor Jesús! —exclamó la comunidad.

—Pueden sentarse. Hoy nos reunimos para celebrar la unión de Carla y Rodrigo, una pareja joven que ha decidido unirse en el sagrado sacramento del matrimonio, para compartir sus vidas desde ahora y hasta su muerte. Hoy Marcos nos habla en el evangelio de un precepto divino, muy antiguo, el de la unión del hombre y la mujer en uno solo (…)

Vinieron las acciones propias del sacramento: el escrutinio, el consentimiento, la bendición de los anillos. Los nervios entorpecían los movimientos del novio mientras que la novia luchaba para no arruinar el maquillaje con sus lágrimas. De repente, el joven se sintió hastiado al ver toda esta escena, y, sin referir palabra alguna a su acompañante, salió del templo. Al cuarto de hora ella salió.

—Creí que ya no estaría aquí —comentó al verlo de pie junto a la entrada. Tenía la mirada distraída y las manos cubiertas por los bolsillos de su pantalón. Para ese entonces, los alrededores de la iglesia y la plaza estaban concurridos por estudiantes, parejas, familias y vendedores ambulantes.

—¿Para eso retrasó su salida, para no encontrarme? —la cuestionó sonriente y ella no pudo evitar devolverle la sonrisa—. Mi nombre es Nicolás —Le extendió la mano.

—Lucía —respondió estrechándola con delicadeza—. Fue un placer haberlo conocido, Nicolás, pero creo que es tiempo de irme. Que tenga una feliz tarde —se despidió y antes que el joven tuviera la oportunidad de convencerla de lo contrario, avanzó hacia la plaza.

—¡Espere!, ¿por qué tiene tanto afán por irse? —preguntó dándose prisa para alcanzarla—. Ya se ha despedido de mí dos veces. ¿Acaso huye de mí?

—¿Por qué huiría de usted? —respondió con tranquilidad mientras avanzaba hacia la sombra más próxima.

—Dígamelo usted, ¿la he incomodado con mi presencia?

—Hace muchas preguntas, Nicolás —señaló con amabilidad. Ella era una mujer joven, de ojos negros, piel clara, estatura promedio y contextura saludable. Su fisionomía era el resultado de una interesante mezcla racial propia de su origen.

—Lo lamento. Es un defecto, ha de ser por mi oficio —se defendió el joven, quien, a diferencia de Lucía, tenía serias dificultades para mezclarse entre los locales; medía un metro ochenta de estatura, era rubio y tenía los ojos azules.

—¿Y a qué se dedica? —preguntó con interés.

—Hago parte del departamento de seguridad y defensa de mi país.

—¡Qué interesante! Supongo que está de descanso.

—No con exactitud, este viaje es parte de mi trabajo.

—No logro comprender cómo es eso posible, pero supongo que, en asuntos de seguridad, la discreción es fundamental.

—Está usted en lo correcto —admitió—. ¿Y a qué se debe su visita a este lugar?, ¿está de vacaciones? Esas fueron dos preguntas, ¡lo lamento! —agregó llevándose la mano al rostro, avergonzado. Ella sonrió ampliamente. El joven ya se empezaba a acostumbrar a su sonrisa.

—He venido a acompañar a mi hermano. Estamos aquí por negocios, en busca de nuevos destinos.

—Les deseo suerte en su empresa.

—Gracias.

—¿Y a dónde se dirige?

—Voy al hotel, está cerca de la Torre del reloj, ¿y usted?

—Es una grata coincidencia que también vaya hacia allá, ¿le molesta si la acompaño?

—No, en absoluto —confirmó y retomaron la marcha—. Debo confesarle que, aunque me es agradable pasear por lugares desconocidos, en este lugar no me he atrevido a ir más lejos por temor a perderme. Hay tantas calles, tantas personas, las calles atestadas de vehículos me asustan un poco —explicó, Nicolás se rio. —¿Se burla de mí?

—No, es solo que encuentro adorable su reacción. Es la primera vez que escucho a alguien hablar así. ¿Qué le parece si cambiamos de dirección y caminamos sobre las murallas? —propuso —. A esta hora el sol es más clemente, podríamos pasear sin temor a los vehículos y puedo asegurarle que le complacerá la vista al anochecer.

—¿No tiene usted un compromiso?

—Nada que no se pueda posponer, además, desde mi llegada, no he podido disfrutar de la ciudad.

—No sé si sea apropiado.

—¿Desconfía de mí? —le preguntó risueño.

—Debería, lo conozco hace menos de una hora —admitió sonrojada.

—Igual que yo a usted —La miró un par de segundos en silencio—. ¿Qué le parece si nos damos un voto de confianza? —propuso y le extendió la mano de nuevo. Se sintió avergonzado de sí mismo: era ya la tercera vez que pretendía tocarla.

—Estoy de acuerdo —respondió en cuanto estrechó su mano—. Confiaré en usted —Ambos sonrieron.

Se dieron vuelta, atravesaron la plaza rumbo a la iglesia y en la esquina doblaron a la izquierda por la calle San Juan de Dios. Avanzaron en tímido silencio hasta el final de la calle, donde subieron a las murallas por una pendiente de piedra.

—Debo suponer que no es la primera vez que visita este lugar —comentó Lucía.

—Así es —admitió deteniéndose en el puente rojo para observar el mar al final de las calles atestadas de vehículos a las que la joven había confesado temer—. Acostumbro a venir con frecuencia por mi labor.

—¿Y, eso le complace o le disgusta?

—En realidad, me es indiferente.

—A mí me parece un lugar hermoso, sin embargo, me gusta más mi tierra.

—¿De qué lugar proviene usted?

—De muy lejos —respondió nerviosa—. Posiblemente no lo conozca.

—Podría sorprenderla.

—Vengo de una isla al norte —contestó y retomó la caminata de inmediato para evitar más preguntas. Él lo comprendió. A la plática le siguió un incómodo silencio. Lucía temía decir algo incorrecto. Nicolás recordaba su hogar y a ella, a quien con empeño se había propuesto olvidar; le era inútil, pocos eran los recuerdos a los que accedía en los que ella no estuviera presente.

—Discúlpeme si actúo con imprudencia, no puedo evitar tener curiosidad por aquello que le ocupa el pensamiento —comentó Lucía después de un rato, él la miró.

—Discúlpeme por ofrecerle mi compañía y a la vez estar distraído en otros asuntos.

—No tengo nada que disculparle. Le ruego a Dios que aquello que le arrebata la calma, lo abandone pronto.

—Se lo agradezco —respondió Nicolás, a quien hasta entonces sus divagaciones le habían impedido advertir la forma de hablar de la joven. Se comunicaba en español, pero el uso de sus palabras, en especial, su acento, daba la impresión que el español no era su lengua nativa, cansado de especular —añadió—. Intento dilatar un poco más mi viaje antes de volver a casa.

—¿Alguna razón en especial?

—No. Personas, conversaciones y situaciones que todavía me temo no estar preparado para enfrentar.

—No siempre se está preparado para enfrentar dificultades. La mayoría de las veces, Dios nos obliga a hacerlo.

—Tiene usted razón. Debería suplicar a Dios un plazo.

—Y yo intercederé por usted para que se lo conceda.

—Gracias —le mostró su alegría—. Es usted muy amable.

—Usted lo fue primero.

El tiempo pasó más rápido de lo que los dos lo hubieran deseado. Caminaron sobre la muralla hasta bajar por una pendiente en la calle de la Serrezuela donde se dirigieron a un restaurante ya conocido para Nicolás. Tomaron una bebida mientras él le platicaba a Lucía sobre lo que conocía de la ciudad; ella permanecía atenta a su relato y él encontraba agradable hablar con ella. El ambiente festivo del viernes colmó los alrededores del centro histórico; Nicolás pensaba a qué lugar invitarla, pero el Dios de los plazos lo sorprendió.

—¡No puede ser! Son las siete y cuarenta —exclamó Lucía al mirar por accidente el reloj de pulsera que llevaba—. ¡Es muy tarde! Debo irme. No le avisé a mi hermano, debe estar preocupado. Debo irme —añadió levantándose con rapidez.

—¡Espere! Permítame acompañarla, por favor —suplicó Nicolás, también de pie. Llamó la atención de uno de los meseros, puso más dinero del que debía pagar sobre la mesa y salieron del restaurante.

—Si se siente exhausta o tiene demasiada prisa podríamos tomar un taxi hasta su hotel.

—¿Tan rápido desea alejarse de mí? —bromeó Lucía.

—Yo quisiera que me acompañara toda la noche —contestó en un impulso. La joven se ruborizó.

—El lunes volveré a mi hogar —confesó—. Es poco probable que vuelva aquí y es aún menos probable que volvamos a coincidir —añadió, esto logró que los latidos del corazón de Nicolás se aceleraran.

—¡Vaya!, ¿no cree que sea muy pronto?

—No es una decisión que dependa solo de mí. Supongo que usted también deberá regresar a su hogar pronto.

—Tiene razón. Ahora me doy cuenta, Dios la ha utilizado a usted como instrumento para hacerme enfrentar mis asuntos pese a considerar no estar listo para ello.

—¡Qué amargo uso me ha dado el Señor!

—Ya lo creo —asintió, mirándola con pesar.

—¿Por qué no recorremos mañana el lugar? —propuso con entusiasmo—. Me encantaría subir al gran cerro del que me dijo que se podía ver toda la ciudad.

—Me parece una maravillosa idea —respondió Nicolás lo más alegre que pudo fingir.

Lucía llegó al hotel, Daniel ya interrogaba a la recepcionista. Hacía pocos minutos que había regresado de buscarla por todo el centro de la ciudad. Apenas la vio fue a su encuentro y la abrazó. Era un hombre alto, fornido y de piel trigueña; tenía el cabello lacio y castaño y los ojos cafés.

—¿Dónde estabas? —la reprendió y no pudo evitar levantar la voz—. Estaba muy preocupado por ti. ¿Acaso no teníamos un acuerdo?

—Lo lamento, hermano. Me distraje entre tantas cosas hermosas. ¡Mira lo que compré! Amanda los va a adorar —mintió enseñándole unos recordatorios que había comprado antes de conocer a Nicolás. Daniel la miró unos instantes y exhaló.

—Seguro que sí —Le acarició el rostro con ternura y no pudo conservar por más tiempo su enojo—. Dejémoslo en la habitación y vayamos a cenar.

A la mañana siguiente, Lucía despertó temprano, dejó sobre el nochero una nota en la que le informaba a su hermano que regresaría antes del atardecer y salió de la habitación sin que él lo advirtiera.

Había acordado encontrarse con Nicolás en la Torre del reloj, así que avanzó con confianza, ya conocía el camino. Al llegar, él ya estaba ahí. Vestía una camiseta azul que combinaba con el color de sus ojos, una bermuda y un sombrero de ala corta que a Lucía le pareció atractivo.

—Buenos días —la saludó cortés.

—Buenos días —Lucía acompañó el saludo con una cálida sonrisa.

—¿Cómo pasó la noche?

—La tarde fue mucho mejor —respondió en un impulso y de inmediato se avergonzó.

—Coincido plenamente con usted —reconoció Nicolás con alegría, para mitigar así los sentimientos de vergüenza en la joven—. Reservé dos lugares para un tour —continuó—, juzgué que era lo más conveniente, así conocería usted más lugares de la ciudad. Espero no le disguste el cambio.

—No, en absoluto.

—¡Me alegro! —expresó aliviado—. ¿Partimos ya?

Abordaron un taxi hasta la cafetería desde la cual empezarían el tour. Lucía iba distraída, observaba el camino por la ventana, mientras Nicolás se complacía en verla a ella. Usaba aquel día un sencillo vestido largo color rosa pastel y cargaba sobre sus piernas una mochila artesanal. Pero no había duda, su cabello, intensamente negro, de hebras gruesas y largas, era lo que más captaba su atención.

El auto se detuvo, Nicolás le pagó al conductor y se bajó del vehículo con prisa para abrir la puerta de Lucía.

—¿Ha tenido ya la oportunidad de probar el café colombiano? —le preguntó una vez el taxi se marchó.

—En pocas oportunidades.

—¿Qué le parece si tomamos un café mientras esperamos el autobús? —propuso, la joven empezaba a sentirse avergonzada por tantas atenciones y pensó en negarse; sin embargo, no había desayunado y, por ende, sentía náuseas por el movimiento del taxi y por el olor a gasolina que se respiraba en el ambiente. La aliviaba el aroma y el ruido del mar que rodeaba el terreno—. La noto algo pálida, ¿se encuentra bien?

—Sí, solo estoy un poco mareada. No acostumbro a utilizar estos vehículos con frecuencia.

—Entonces será mejor que nos sentemos —le aconsejó y entraron al lugar. Una vez dentro, el olor de la gasolina se dispersó para dar paso al dulce y embriagante aroma del café—. ¿Se siente mejor?

—Sí, mucho mejor. Gracias.

—Estoy seguro de que podemos acusar su mareo al hecho de no haber desayunado, ¿o me equivoco?

—Siempre hace muchas deducciones —señaló.

—Castígueme Dios si me privo de ellas, pues entonces se podría ver amenazada su salud.

—Exagera —se rio Lucía—. Puedo cuidarme bastante bien y pese a no parecerlo, soy muy fuerte.

—Ya lo creo —cedió entre risas.

Después de desayunar y de referir algunas particularidades sobre el café, abordaron el bus turístico. Nicolás se sentó junto a ella. El recorrido tomó alrededor de tres horas. Lucía había llevado una cámara y no dejaba de fotografiar por doquier. Se detuvieron en el Castillo de San Felipe de Barajas, en el Convento de La Popa, en Las Bóvedas, en el Centro de Convenciones, en el Monumento a Los Zapatos Viejos, en la India Catalina, en el Teatro Adolfo Mejía, entre otros lugares más.

Durante su recorrido en el castillo, eran tantos los turistas, que Nicolás y Lucía se encontraban con frecuencia separados, pese a los intentos de ambos por acercarse; sin embargo, una vez la alcanzó, el joven la tomó de la mano y la haló con delicadeza hacia él.

—Espero no le incomode —comentó. Ella enmudeció y él se cuidó de no volver a soltarla.

En el cerro de la Popa, visitaron la iglesia y el convento. Los jóvenes permanecían tomados de la mano y debido a las sonrisas frecuentes, a los gestos amables y a las atenciones que tenían el uno para con el otro, nadie podía haber sospechado que no se trataba de una pareja.

—Esta ciudad me parece demasiado contradictoria y debo confesar que, en ocasiones, salvo por la historia que esconden algunos lugares, me resulta desagradable —Lucía observaba el paisaje urbano rodeado por el mar azul.

—¿Qué es lo que la contradice?

—La opulencia de unos lugares, respecto a la arquitectura y descuido de otros. Me es difícil pasar por alto ver personas en la mendicidad, el trato que algunos les dan a los animales, en especial, a los caballos destinados para los carruajes; el olor que emiten tantos vehículos, el terrible ruido que provocan y todo esto solo consigue sofocar la tranquilidad característica del mar.

—Quisiera no estar de acuerdo con usted, pero no puedo contradecirla; por el contrario, podría referirle aspectos que podrían disgustarla aún más.

—De no ser por usted, no me habría aventurado a conocer más de lo que ya conocía. En verdad, aprecio su compañía —Le dedicó una sonrisa y él se la devolvió.

—¿Les tomo una instantánea? —les preguntó un local, obligándolos a voltearse.

—¿Disculpe? —preguntó Lucía confundida.

—Se refiere a una fotografía instantánea. Nos la entrega minutos después de tomarla —explicó Nicolás—. ¿Qué dice usted?, ¿qué le parece una fotografía en una ciudad tan contradictoria? —La miraba entusiasmado, a la espera de su consentimiento. Ella aceptó, incapaz de negarse a las demandas de su compañero de viaje.

—Bueno, acérquense más y sonrían —les ordenó el hombre de mediana edad. Nicolás dejó de estrechar la mano de Lucía y la pasó por su espalda hasta oprimir con suavidad su brazo derecho, intentaban ubicarse de la manera menos incómoda posible para ambos hasta que el sonido de la cámara los distrajo y los hizo dejar de mirarse—. ¡Qué pena!, ya les tomé una foto sin queré’, ahora les tomo una buena y ustedes la miran y ahí negociamos —dijo al sacar una foto de la cámara y colocarla sobre una silla blanca de plástico que estaba a su lado—. ¡Ahora sí! Miren pa’ acá y sonrían.

Les mostró ambas fotos, la joven apenas pudo disimular su asombro: nunca antes se había sacado una fotografía a color y fue sorpresivo advertir la forma en que brillaban sus ojos al observar a su acompañante.

—Conservaremos las dos —decidió Nicolás sonrojado.

En Las Bóvedas, Lucía compró cuanto llamaba su atención. Recorrieron varias tiendas por insistencia suya. Nicolás, quien no estaba interesado más que en complacerla, la acompañaba sin quejarse, incluso le mostraba objetos que había pasado por alto y que pensaba que podrían gustarle. Siempre acertaba.

—Yo pago —dijo en una ocasión.

—De ninguna manera. Ya he dejado que costee varios gastos —replicó Lucía mientras sacaba el dinero de su bolso—. Además, son solo míos —añadió, él sonrió sabiéndose vencido.

Alrededor de medio día estaban libres, no tenían ningún otro plan. Se acercaron a un cesto de basura para deshacerse de los recipientes vacíos de los dulces típicos que habían comprado y de las botellas plásticas. La joven no quería despedirse de él, no quería dejarlo ir, pensaba en que no lo volvería a ver y una angustia peregrina se apoderó de su ser.

—¡Vayamos al Oceanario! —propuso Nicolás como si estuviera al tanto de los sentimientos de Lucía—. Podemos almorzar un plato típico y disfrutar del contradictorio paisaje. He escuchado que es un lugar hermoso, y por supuesto, nos permitirá posponer la melancólica despedida que ninguno de los dos quiere enfrentar —Ella aceptó.

El viaje en lancha hasta las islas del Rosario duró alrededor de cuarenta minutos. Los jóvenes no se separaron, aunque no iban tomados de la mano, Nicolás se desenvolvía con soltura entre los locales mientras que ella empezaba a preocuparse de lo lejos que había llegado en tierras extranjeras, pensaba en su hermano, quien no sabía dónde estaba y la inquietaba la idea de no volverlo a ver.

—Creí que disfrutaría más el viaje —Nicolás rompió el silencio al llegar al Oceanario.

—Lo lamento, es solo que estoy muy lejos de casa —confesó. Él apenas logró escucharla en medio de las voces de expectación de las personas que veían con asombro cuanto había a su alrededor.

—Podemos regresar si lo desea —propuso preocupado. Ella se acercó al borde de la barandilla a contemplar a los delfines que nadaban en el agua cristalina. Él se acercó a ella.

—No fue sencillo convencer a mi hermano de salir de donde estábamos. Supongo que el temor hace parte de la aventura —comentó después de un rato.

—Pero regresará pronto.

—Así es, todo viaje tiene su fin.

—No tiene por qué ser así, podría quedarse unos días. Yo la acompañaría, si me lo permite.

—Eso dilataría aún más su regreso —respondió ella al regresar su mirada hacia el joven—. ¿De qué escapa? —se atrevió a preguntarle.

—¿De qué escapa usted?

—Me parece que yo pregunté primero.

—De un amor no correspondido y supongo que, de la muerte. ¿Y usted?

—De la oscuridad que me mantiene a salvo.

—Eso no es muy específico.

—El lugar de donde vengo no es muy seguro —intentó explicar—. Mi familia… era pequeña y en ese entonces ocurrió algo terrible, desde aquella ocasión mis hermanos y yo hemos vivido escondidos, a veces creemos estar a salvo; pero después de años, estar a salvo resulta insuficiente, ya no solo quieres estar viva, también quieres vivir —confesó conmovida.

—¿Y por qué regresa entonces? —preguntó preocupado.

—Porque este no es el lugar adecuado para nosotros —contestó y se separó de la baranda —. ¿Damos un paseo? —La conversación había terminado.

Desde entonces la plática se encaminó a cuestiones triviales. A Lucía le sorprendió la poca vestimenta que utilizaban la mayoría de las personas, mientras que Nicolás procuraba apartar la vista de los cuerpos casi desnudos de algunas mujeres. Lucía siguió tomando fotografías durante su recorrido, almorzaron comida de mar y la tristeza de los jóvenes se convirtió de nuevo en entusiasmo.

Hacia las cinco de la tarde estaban de regreso en el muelle en Cartagena. Nicolás detuvo un taxi y le indicó ir hacia la Torre del reloj, pero ya estando cerca, Lucía le pidió al conductor que los dejara en la Iglesia San Pedro Claver.

—Me parece justo que termine nuestro encuentro en el lugar donde nos vimos por primera vez —explicó en cuanto se bajaron del vehículo.

—Venga conmigo. Yo puedo protegerla —expresó, lo cual tomó por sorpresa a la joven.

—¡Qué es lo que dice!

—No estaré en paz si permito que se vaya después de lo que me ha confesado.

—No puedo dejar a mis hermanos —respondió conmovida.

—Sus hermanos pueden venir también. Le prometo que no volverá a vivir con miedo —insistió y, acercándose a ella, la tomó de las manos. Aquello era lo más cerca que se habían permitido estar después de la fotografía.

—Lo lamento, pero no puedo aceptar su propuesta —respondió aún más conmovida y, con suavidad deslizó sus manos de las de Nicolás. Él no se resistió a soltarla. Quiso insistir todavía más, acordar una fecha para un próximo encuentro, aunque no volvería a Cartagena en años; tenía que dejarla ir. Miró al templo y sintió una terrible angustia.

—Entonces será Dios quien decida si coincidimos de nuevo —dijo con dificultad. Sentía un nudo en la garganta.

—¡Que así sea! —respondió con los ojos llorosos. Después, como si se acordara de algo repentinamente, empezó a buscar en su mochila—. Le obsequio esto como un recuerdo de este viaje —dijo extendiéndole un pequeño barco ornamental y una pulsera artesanal.

—Gracias. Me apena no tener algo para usted.

—Estaré complacida si me obsequia una de las dos fotografías que nos tomamos en el cerro.

—Por supuesto, lo había olvidado —dijo alegremente y buscó en su bolso hasta encontrar las fotografías—. ¿Cuál de las dos desea conservar?

—No lo sé.

—¿Prefiere que elija yo?

—Deme un segundo —respondió, Nicolás sonrió.

—Ambos queremos esta —señaló la primera foto que había tomado aquel hombre. Ella se ruborizó—. Consérvela usted, yo forzaré mi mente a recordar su mirada con fidelidad.

—Gracias —no había nada más por decir, era el momento del adiós—. ¡Que encuentre el amor, Nicolás! —dijo la joven lo más tranquila que sus emociones le permitieron; el joven besó el dorso de su mano derecha.

—¡Que sea libre! —se despidió y soltó su mano, lo cual permitió que Lucía tomara el camino de regreso a su hotel. Él se dio vuelta y siguió su camino por la calle San Pedro por donde había salido la primera vez que la vio, cada paso lo hacía más consciente, quizá, nunca más volvería a verla.

CAPÍTULO II

Lucía y Daniel atravesaron el portal de regreso a casa, Julián y Felipe ya se encontraban ahí. Julián era casi tan alto como Daniel, tenía la piel trigueña, sus cabellos eran lacios y negros, como sus ojos; en cambio, Felipe, era más joven, tenía la piel morena y era de cabellos negros y rizados. Tanto era el entusiasmo por su regreso que los abrazaron como si se hubieran separado seis años, no seis días. Aligeraron la carga de los recién llegados y se pusieron en camino a la cabaña.

Encontraron a Isabel sentada en la mesa de la terraza, leía con detenimiento el periódico local de semanas atrás. Era la más alta de las hermanas, el parecido con su hermano era llamativo: rubicundos, pecosos y de ojos verdes.

—¡Mira tu piel! —exclamó, dejó el periódico en la mesa y caminó hacia Lucía—. ¿Qué te sucedió?

—Creo que me expuse con demasiada libertad al sol.

—Como si exponerte con demasiada libertad no fuera propio de ti —comentó, Lucía lo pasó por alto, como de costumbre, y la abrazó.

—¡Lucía! —llamó Amanda, era una hermosa rubia de ojos grises, se acercaba con prisa para abrazarla—. Me alegra que ya estés aquí. No te sienta mal algo de color —añadió acariciándole el rostro. Miró a Daniel y fue a abrazarlo—. No saben lo feliz que estoy porque estén de vuelta. Felipe y yo les preparamos un almuerzo delicioso.

—Nosotros también les trajimos obsequios —dijo Lucía contagiada por el entusiasmo de su hermana—. Te traje unas telas preciosas, Amanda y a ti, Isabel, unas pulseras bellísimas, y traje unos ornamentos. Tengo también las fotografías a color de todos los lugares que visitamos.

—Seguro fue un gran paseo —interrumpió Alejandro, el hermano de Isabel, que salía de detrás de la cabaña—. Entonces, ¿nos podemos ir de este maldito lugar de una vez por todas?

Nicolás meditaba sobre lo que le deparaba a su regreso. Había dicho a cuantos les extrañaría su ausencia que iba a retirarse a orar por sus nuevas responsabilidades al Monasterio de los Franciscanos, ubicado a las afueras de la ciudad de Andalucía. Solo su familia y el Consejo estaban enterados de su estancia en el mundo exterior, la cual había extendido de forma voluntaria e irresponsable por siete meses.

Después de despedirse con tristeza de Rafael, entró al portal y en menos de un segundo apareció en el túnel. Agustín y Luis lo esperaban de pie junto al tren, apenas lo vieron acercarse inclinaron la cabeza hacia delante. El primero, un hombre en sus treinta, de vestimenta elegante, alto, corpulento y de piel morena, era el supervisor; y el segundo, un veinteañero de buena apariencia, recién graduado de la Academia Real, tenía el oficio de mensajero. Después de un cordial saludo, caminaron hasta el último vagón. Luis abrió la puerta para permitir que Agustín y Nicolás entraran y luego de cerrarla, se dirigió a encontrarse con el maquinista.

Nicolás se desvistió antes de entrar al cuarto de baño para la respectiva desinfección. Después caminó al siguiente vagón que estaba adaptado como un consultorio donde aguardaba Agustín, quien además era médico. El joven le entregó un anillo plateado que portaba en una cadena y el hombre lo guardó en un estuche para dar paso a los exámenes físicos de rigor y a la toma de muestras. Acto seguido, Nicolás abrió sus maletas y desinfectó los objetos que había traído, en presencia de Agustín; tomó la pulsera que le había obsequiado Lucía, se la colocó en la muñeca izquierda, y la cubrió con la manga de su camisa. Luego se dirigieron al segundo vagón, donde se encontraron de nuevo con Luis y con Leonardo, el maquinista, cuyos rasgos físicos y de carácter eran similares a los de su hermano, Agustín. Su saludo inicial fue igual que el de sus compañeros, pero Nicolás, ya desinfectado, rompió la formalidad y los abrazó a todos.

—¡Su alteza! —lo saludó Fray Alonso, un monje muy entrado en años, lo vio bajarse del tren—. ¡Qué alegría que esté devuelta en la isla! —añadió. Nicolás caminó hacia él para abordar el elevador, se acercó y le arrebató afanosamente las maletas que tenía en las manos pese a los achaques de su edad y a las insistencias de Nicolás de cargarlas él mismo.

—Permítame servirlo, joven, debe estar exhausto por el largo viaje. Todos estarán muy contentos de verlo otra vez —comentó—. ¿Le apetece algo en especial?

—Dudo que cualquier cosa que me ofrezca pueda superar tan cálido recibimiento —respondió y posó su brazo sobre los hombros del anciano en un fraterno y cariñoso abrazo. El fraile se rio.

—Me alegra que el mundo exterior no haya alterado su espíritu —dijo ya en el elevador con Nicolás.

—¡Qué cosas dice!

La recepción de los franciscanos siempre era muy amena. Ellos habían sido custodios del secreto del túnel desde hacía más de dos siglos y pese a estar dispuestos a defenderlo con su vida, jamás curioseaban sobre lo que veían afuera, en realidad, solo les alegraba que los visitantes, como se había nombrado a quienes viajaban al mundo exterior, regresaran bien.

El rey envió un auto al monasterio apenas el superior llamó a informar de la llegada de Nicolás, o, mejor dicho, de su salida. El joven experimentó una sensación de nostalgia al abordar el vehículo: pensó en que debió haber sido más insistente con Lucía, le preocupaba que no estuviera a salvo, sin embargo, ya no había nada que pudiera hacer, él era un patriota empedernido y no podía evadir para siempre sus responsabilidades como príncipe.

Era de noche al llegar al Fuerte. Uno de los guardias abrió el portón de la entrada principal y el auto atravesó la muralla rumbo al palacio. Pudo ver a su derecha el establo, donde lo esperaba Valiente, su caballo predilecto. El paisajismo del interior del Fuerte lucía prodigioso aún bajo la tenue luz de la luna. El joven lo contemplaba distraído hasta que el auto se detuvo frente al atrio, donde Azucena esperaba su atrasado regreso.

—¡Nicolás! —gritó una mujer alta y de ojos verdes, cabello castaño y vestiduras elegantes que se complementaban con joyas de gran valor—. Me alegro que por fin hayas vuelto —Lo abrazó con fuerza.

—Tenía que volver algún día —respondió resignado.

—Temí que no regresaras.

—Ya estoy aquí.

—Agradezco a Dios por ello. ¡Ven! —dijo y lo haló del brazo hacia el interior del palacio—. Padre está esperándote en su estudio.

Nicolás caminó del brazo de su hermana por el amplio corredor hacia el último salón a la vista, cuya puerta permanecía entreabierta. El rey estaba sentado en su sillón con un libro en las manos y la mirada apagada puesta en el estante frente a él. Era un hombre de mediana edad, de cabello castaño y ojos verdes, como su hija; tenía vello en la mitad inferior del rostro, este le daba la apariencia de un carácter confiable y sabio. Era respetado en todo el reino y no solo por su alta jerarquía, era un hombre virtuoso y justo.

—¡Padre! —llamó Nicolás al verlo. Azucena permaneció en la entrada para contemplar con regocijo tan amoroso encuentro.

—¡Nicolás!, ¡hijo mío! ¡Ven aquí! —exclamó el rey al dejar el libro sobre el escritorio e ir hacia él con los brazos extendidos.

—¿Cómo ha estado su salud, padre? —preguntó el príncipe separándose de su abrazo para observar su rostro.

—No mejor que la de cualquier hombre de mi edad.

—Usted goza aún de mucho vigor.

—¡Bah! Mis huesos solo andan porque Dios así lo quiere.

—No diga eso, padre.

—No digo más que la verdad. Cuéntame, ¿qué tan provechoso fue tu viaje?

—Hay mucho para discutir.

—Bien, lo haremos en su momento —El brazo derecho del monarca descansaba sobre los hombros de su hijo y dejaba expuesto el grueso anillo dorado que portaba—. ¡Vayamos a celebrar tu regreso!

Se dirigieron todos hacia el comedor en la parte posterior del palacio. Sebastián estaba sentado frente al piano y tocaba una suave melodía de su propiedad. Eran tan alto como su hermano, aunque físicamente muy parecido a su madre: cabello castaño y ojos cafés.

—¡Nicolás, hermano! —exclamó al verlo entrar a la habitación y se levantó para recibirlo con un abrazo—. Es bueno que estés de vuelta. ¿Cómo estuvo tu viaje? —preguntó separándose de su abrazo.

—Mejor de lo que esperaba.

—¿Por eso no querías regresar? —El joven sonrió, pues se acordó de Lucía y, con dicho recuerdo, volvió el pesar.

La semana siguiente a su regreso, a Lucía se le dificultaba ocultar su tristeza: pensaba que lo sucedido con aquel joven pudo haber sido la primicia de un bonito amor. Nada más recordar su mirada, su sonrisa, sus ojos, su mano estrechada en la suya, producían en ella una mezcla de nervios y alegría. Después de lo discutido sobre aquella ciudad, los hermanos decidieron no volver allí nunca más a excepción de si su vida peligrara, lo que los dejaba de nuevo donde estaban: en medio de la selva.

—Parece que el viaje no fue una buena idea —Julián se sentó a su lado en una banca frente al improvisado gimnasio que habían construido en la parte izquierda del terreno—. Si hubiera sabido que volverías más triste que al irte, me hubiera opuesto mucho más a tu partida —añadió.

—Es difícil fingir ante ti.

—Es que te conozco muy bien, ¿qué viste allá que te decepcionó tanto?

—No es decepción lo que siento.

—Entonces, ¿qué es?

—Sucedió algo en aquel lugar que me avergüenza decirte. No es que hubiera cometido un pecado mortal, pero tampoco me enorgullece referirlo.

—Sabes que estoy interesado en todo lo que tenga que ver contigo —La animó.

—Conocí a un joven —empezó con timidez—. Su nombre es Nicolás. Nos vimos por primera vez el viernes por la tarde, paseamos un par de horas y al día siguiente acordamos vernos de nuevo. En la mañana, hicimos un recorrido por la ciudad en un autobús gigante junto con un grupo de turistas: fuimos al gran cerro y a muchos otros lugares y después, decidimos ir a la isla que aparece en las fotografías. Fue amable y respetuoso todo el tiempo y me sentía alegre y en paz con él. Se hizo tarde y nos tuvimos que despedir, me pidió que me fuera con él a su hogar, por supuesto que no acepté, no los dejaría de ninguna manera; sin embargo, decirle adiós, fue doloroso, desgarrador. Todavía me cuesta poner en palabras lo que sentí, lo que siento en este momento, supongo que pronto no será más que un sueño y mi memoria tan débil borrará sus recuerdos de mi mente. Nunca más lo volveré a ver —El corazón de Julián estaba agitado y no sabía qué responder. Miró a lo lejos por un momento y luego volvió su mirada hacia ella con alegría, como siempre.

—¿Así que un joven es el motivo de tu tristeza? —se burló. Ella sonrió.

—Por un momento creí que me desaprobarías. ¡Estoy tan aliviada!

—Debiste ser más precavida.

—Lo sé, pero al estar con él no pensaba con claridad. No sé si lo has sentido, es como una confianza ciega e inexplicable que sientes por alguien más.

—Sí, lo he sentido.

—¿De verdad?, ¿por aquella joven de La Arboleda?

—Sí.

—Entonces entiendes mi aflicción. Somos jóvenes, no vamos a vivir aquí por siempre. ¿No deseas casarte y conformar una familia? Yo deseo salir con más libertad, quizás pueda encontrar un empleo como docente o como retratista. Es que debe haber más para nosotros que esto. Todos merecemos más.

—Claro que sí.

—¿Y qué se supone que debo hacer ahora?, ¿cómo convenzo a Daniel?

—Ya hallarás la manera —La besó en la coronilla y se marchó a la cabaña. Lucía tenía sobre sus piernas el periódico y lo tomó en sus manos por quinta vez; era el que Isabel leía cuando llegaron de la ciudad. Anunciaba que el sábado siguiente, 3 de agosto, el hijo menor del rey visitaría La Arboleda, una provincia de San Francisco de Asís, como parte de su recorrido por el nombramiento como el nuevo jefe de la Guardia Real. Isabel había rayado su rostro con un bolígrafo, pero en el pie de foto aparecía su nombre: Nicolás Maxwell Olivera. La joven se levantó y corrió a buscar a Felipe, tenía una idea. Lo encontró en la huerta que estaba en la parte posterior de la cabaña, cortaba unos limones y susurraba una vieja canción de su tierra, que trataba sobre las mujeres y el mar.

—¿Hasta cuándo leerás ese periódico? —la cuestionó al verla.

—Será en La Arboleda, pasado mañana. No está muy lejos de aquí.

—Sé lo que piensas.

—¿Y qué dices?, ¿vendrás conmigo?

—¿Por qué quieres ir? Es muy arriesgado.

—Tú sabes porqué.

—¡Ya deja eso! Seguramente será otra decepción.

—¿No crees que debemos darle una oportunidad? Esta es nuestra tierra.

—Digámosle a Daniel y a los demás, como debe ser.

—¡Olvídalo! No dejarán que vaya de nuevo —respondió frustrada—. Daniel no me dará permiso para salir nunca más después de lo de Cartagena.

—Estamos a un día de camino, Lucía —intentó convencerla.

—Por eso debemos irnos mañana, apenas amanezca, para que podamos llegar a la provincia al anochecer.

—Está bien, iré contigo, pero le dejaremos una nota a Amanda para que sepan dónde estamos.

El terreno alrededor de la cabaña tenía un área aproximada de seiscientos metros cuadrados. A la derecha había un gimnasio, a la izquierda un gallinero y en la parte posterior una huerta generosa. La cabaña estaba construida con madera y tenía dos niveles y un ático. Al entrar en el primer nivel, se podía observar un amplio corredor que daba a la puerta trasera. En el lado derecho estaba el comedor y la cocina, y del lado izquierdo, dos habitaciones grandes que los hermanos acomodaron como sala de estar y biblioteca respectivamente y al final, el cuarto de baño. El segundo nivel estaba dividido en cuatro habitaciones. Daniel compartía habitación con Felipe, Julián con Alejandro, Lucía con Isabel y Amanda tenía una pequeña habitación para ella sola, que estaba repleta de recortes de tela e hilo y parecía más un taller de costura.

La cabaña no tenía electricidad, por lo cual los jóvenes procuraban mantener velones de reserva. El baño funcionaba con una fosa séptica, cocinaban a leña y el agua que utilizan era recogida de un arroyo que pasaba a unos diez metros del terreno. Acostumbraban a cenar todos juntos durante el crepúsculo. La cena, con frecuencia, era silenciosa, a no ser por uno que otro comentario referente a la comida. Daniel seguía enojado con Lucía, así que evitaba encontrarse con su expresión afligida para no verse tentado a consolarla.

—Comer bajo la luz de una bombilla debe ser una experiencia agradable —comentó Amanda.

—Lo es —afirmó Lucía—. En Oscuro hay electricidad.

—Se acabaron las expediciones —se anticipó Daniel. Isabel rio con disimulo y miró a Lucía para divertirse con su frustración.

Una vez acabada la cena, Lucía y Amanda recogieron los platos de la mesa y fueron a lavarlos a la cocina, era su turno.

—No le hagas mucho caso a lo que dice Daniel. Él solo quiere protegernos a todos.

—¿Tú eres feliz aquí? —le preguntó y dejó de fregar los platos con la esponjilla. Amanda la miró sorprendida.

—Soy feliz porque estoy con mi familia. ¿Tú no lo eres?

—¿Qué futuro nos espera?, ¿acaso vamos a envejecer todos aquí y luego moriremos uno por uno, escondidos por los árboles para siempre?

—¿Por qué te comportas así, Lucía?, ¿qué viste en esa tierra que te cambió tanto?

—Esperanza —respondió con los ojos llorosos—. Aquí no la hay —añadió y subió a la habitación de Amanda para llorar con mayor privacidad.

Al día siguiente, en cuanto Daniel tuvo conocimiento del escape de Lucía, se preparó para ir en su búsqueda. Felipe y ella le llevaban tres horas de diferencia, así que empacó su maleta de prisa.

—Déjame acompañarte —le pidió Julián.

—Prefiero que te quedes aquí con Amanda y los demás.

—¿Por qué no te quedas tú y me dejas ir por ella?

—No estoy seguro de que te obedezca a ti.

—A ti tampoco te obedeció en aquella ciudad —replicó y ante la mirada de sorpresa de Daniel, bajó la suya—. Ella ya no es una niña y es capaz de tomar decisiones por sí misma.

—Tu juicio está debilitado por tus sentimientos.

—Es mi juicio el que respeta el tiempo que me has pedido antes de confesarle mis sentimientos —respondió con enojo y salió de la habitación.

Daniel llegó a La Arboleda, para entonces ya era media mañana. No le llevó mucho tiempo encontrarlos en medio del desayuno en el restaurante de la posada en la cual solían hospedarse en sus infrecuentes excursiones a la vida social. Ambos usaban un velo sobre sus cabezas y se habían bajado el pañuelo que cubría la mitad inferior de sus rostros para comer. Se sentó a la mesa con ellos. Miró a Felipe y luego a ella. Los jóvenes palidecieron: no lo esperaban tan pronto.

—¿Qué sucede contigo, Lucía?, ¿cómo debo juzgar tu reciente comportamiento?, ¿acaso no valgo nada para ti que ni siquiera respetas mis órdenes? Lo mismo hiciste en aquel lugar, te expones al peligro. Si te escapas, ¿cómo voy a poder protegerte?, ¿cómo estaremos todos seguros si andas de un lugar a otro sin protección? —Modulaba con dificultad su tono de voz para evitar llamar la atención. La joven no pudo sostener la mirada.

—Lo lamento —se disculpó con lágrimas en los ojos.

—¿Lo lamentas?, ¿solo eso dirás?, ¿se te han acabado las explicaciones o es que ya has perdido la vergüenza?

—Es que ya quiero salir de la selva, hermano —su confesión lo tomó por sorpresa—. Me siento sofocada. Debe haber algo más para nosotros que vivir escondidos. Tengo la esperanza de recibir buenas noticias por parte del príncipe, quizás él logre cambiar las cosas y estemos a salvo —intentaba contener el llanto.

—Te prometo que buscaré la manera de salir de la selva —Estrechó su mano. Estaba más nervioso que conmovido—, pero debes prometerme que esta conducta no se volverá a repetir.

—Te lo juro por mi vida, hermano —Daniel la abrazó.

La Arboleda de San Francisco de Asís habría de ser testigo de lo que ocurriría aquella tarde de agosto. Desde la mañana los organizadores habían preparado el escenario donde se presentaría el joven príncipe. Después de su discurso, los principales del pueblo habían planeado un banquete y un festejo en honor al recién llegado, pues, en más de una década, aquella provincia no había sido visitada por un personaje tan egregio como el hijo de Su majestad. La seguridad en el lugar estaba celosamente resguardada, habían cercado la plaza y alrededor del príncipe había un séquito de guardias.

Hacia las cuatro de la tarde empezó el evento. Nicolás transpiraba no solo por la alta temperatura, sino por los nervios. Usaba el uniforme de la Guardia Real: un abrigo rojo de cola larga con hombreras, camisa blanca, pantalón beige, botas negras hasta las rodillas y sombrero azul de ala corta. En el lado izquierdo del abrigo, sobre el corazón, se encontraba el escudo del reino y a su lado una llamativa insignia dorada con forma de espada que develaba su cargo. Había aceptado asumir un cargo que nadie deseaba, el oficio que los hombres más valientes y sensatos del reino habían rehusado, el ser el jefe de la Guardia Real de Oscuro.

—Los saludo cordialmente —empezó con un tono de voz bajo y entrecortado—. Mi nombre es Nicolás Maxwell Olivera y soy su servidor. No es para mí desconocido que en estos tiempos ocupar este cargo es un gran desafío y casi una sentencia de muerte, esa es la razón por la que decidí venir aquí antes que a cualquier otro lugar. No quiero ser yo un estratega de planes de guerra, un justiciero, un soldado o un vengador; quiero, como con frecuencia pidió San Francisco de Asís al Dios clemente y misericordioso, ser un instrumento de paz. No quiero que nuestra tierra se vea manchada de sangre, que este maravilloso lugar se convierta una vez más en un campo de batalla. Es momento de armarnos de valor y luchar por un reino sin violencia, por una paz duradera y estable, una paz real. Por eso, mi objetivo el día de hoy no es solamente comunicarles que les serviré, he venido a invitarlos a que se sirvan unos a otros, a dejar que Dios los convierta a cada uno en instrumentos de paz, a denunciar los abusos y a los abusadores, y a que se atrevan ustedes mismos a cuidarse entre sí. ¿Quién es un rey?, ¿quién es un príncipe? ¿Acaso es más que un simple hombre? He venido aquí con certeza de la paz de nuestra tierra, sé que es posible si trabajamos juntos, si tenemos todos el valor de luchar por la verdad y, aunque nos incomode, pasar por el desierto, subir al monte Calvario o incluso morir para vivir y para que otros vivan.

No había terminado su discurso y más de la mitad del público tenía lágrimas en los ojos. Pocas veces habían escuchado hablar a un noble de esa forma. Los que estaban a cargo de la estación de radio trasmitían las palabras de Nicolás en todo Oscuro, en cada casa con un radio, en cada plaza, en cada ómnibus, en la estación del tren, en las fábricas, en las montañas y hasta en el palacio. Los críticos se preguntaban de dónde había sacado el joven tanto coraje. El aplauso fue inminente, la selva se estremeció por los gritos y el chocar de palmas de la multitud. Aquellos que por recelo y desconfianza no habían acudido a la plaza, después del discurso fueron a verlo, querían conocer en persona a quien les había hablado tan solemnemente.

La actitud del príncipe no era distinta a la de su discurso. Su amabilidad, su cortesía, su buen trato hacia todos, sin distinción, embelesaba a los presentes; gustaba de todo cuanto le ofrecían y saludaba a todos con el mismo agrado y con el mismo respeto.

Apenas Lucía lo vio al salir, su corazón se agitó dentro de su pecho. Le parecía imposible que el príncipe de verdad fuera Nicolás y aunque estaba oculta bajo el pañuelo, temió ser descubierta. Se escondió entre la multitud, que ya superaba las tres mil personas, y resolvió marcharse, aunque deseaba poder presentarse ante él.

—Debemos irnos —les dijo a sus hermanos.

—No nos podemos ir hasta mañana, pronto anochecerá. Además, apenas empecé a disfrutar del banquete —respondió Felipe quien estaba a punto de degustar una torta de chocolate.

—Ya quiero regresar, hermano —insistió con Daniel, quien miraba vigilante a su alrededor, pues tenía un mal presentimiento.

—Eso será lo mejor. Vamos por sus cosas a la posada.

Lucía fue con Felipe a buscar sus pertenencias en sus respectivas habitaciones en lo que Daniel se encargaba de realizar el pago.

—¿Por qué se van tan rápido?, ¿no quieren saludar al ríncipe? —preguntó entusiasta la mujer, situación que no era muy común, pues nadie solía hablarles a los ermitaños, se les creía agresivos y de modales groseros, así que solo se limitaban a venderles lo que pedían. De repente, se escucharon tres explosiones. Le siguieron gritos y gemidos de dolor que les erizó la piel.

Lucía pensó de inmediato en Nicolás. Dejó caer su maleta al piso y se apresuró hacia la salida, no obstante Daniel la agarró por el brazo.

—¿Qué haces?

La mujer que atendía la posada se llevó las manos al rostro y se acercó con prisa a la ventana a ver lo que sucedía.

—Tenemos que ir a ayudar.

—Eso no nos incumbe.

—Estoy de acuerdo con Lucía —dijo Felipe.

—No —sentenció—. Nos regresamos ahora mismo.

—Hay gente herida, hermano. ¿Cómo puedes pensar en abandonarlos?

—Quienes los hirieron seguramente siguen ahí.

—Y nosotros estamos preparados para enfrentarlos, ¿o no? —replicó zafándose con fuerza de la mano de Daniel y corrió fuera de la posada.

Había escombros por doquier, fuego y humo, la vista era dificultosa y la movilidad más. Buscó con angustia al príncipe, hasta que lo vio a varios metros rodeado por sus guardias y se sintió aliviada, entonces se fijó en los heridos. Eran alrededor de trescientas personas, algunos cuerpos estaban inmóviles y sangrantes en el piso, otros gemían de dolor y miedo. Los que pudieron ponerse de pie corrían sin rumbo lejos del lugar. La Gobernación, el estrado y la fuente en el centro de la plaza habían estallado.

—Ten cuidado y no te alejes demasiado —le ordenó Daniel quien había salido detrás de ella—. ¡Ven Felipe! Debe haber muchas personas bajo los escombros.

Lucía fue de un lado a otro para ayudar a quienes podía. Algunas personas estaban tan impresionadas por lo ocurrido que les costaba valerse por sí mismas, ella los ubicaba en un lugar seguro, fuera de los escombros y de la imagen aterradora de los fallecidos. Pronto se le unieron más, entre esos, la mujer de la posada, a quien nada más se le veía ir y venir con agua y paños limpios para auxiliar a los heridos. Se ubicaron por familias, amigos y conocidos, de tal forma que unos eran apoyo para los otros. El vestido de Lucía se tiñó de sangre, se quitó el velo y lo rasgó para detener el sangrado abundante de algunos heridos, pero conservó el pañuelo, por temor a ser descubierta por el príncipe, pese a que lo había visto partir con varios de sus escoltas.

Las explosiones habían sido casi simultáneas. El séquito de guardias del príncipe lo auxilió de inmediato y no tuvo más heridas que algunas raspaduras y moretones. En medio de su aturdimiento observó correr a mucha gente desesperada lo más lejos posible del lugar; era un paisaje desolador: los que minutos atrás se habían mostrado valerosos, se marchaban ahora temerosos. Ordenó a unos guardias buscar auxilio médico y se apresuró a ir en busca de los responsables.

El jefe de la Guardia Real persiguió a los rebeldes hasta las afueras de la provincia. No fue difícil identificarlos: llevaban atado un pañuelo verde en las muñecas y corrieron en grupo en un instante posterior al estallido. Nicolás los siguió a pie, hacía caso omiso a las súplicas de los guardias, quienes lo persuadían de ponerse a salvo. Hubo disparos de parte y parte. El príncipe alcanzó a dispararle a cinco y se enfrentó a espada con otros más. La mayoría de ellos fueron puestos bajo custodia, solo cuatro lograron escapar de la justica porque huyeron en caballos; entre esos estaba Rogelio.

Para el momento en el que el príncipe volvió a la plaza, ya había anochecido. Los heridos recibían atención médica y muchos se habían marchado a sus casas. Pasó cerca de Lucía y no la reconoció. Este acercamiento repentino motivó a la joven a ir en busca de sus hermanos. Él volteó en su dirección: el cabello negro largo que llevaba sin velo, sobre su espalda, llamó su atención, pero con la misma rapidez volvió su vista hacia los informes que le daba un guardia.

—Hermano, debemos marcharnos ya —dijo la joven acercándose a Daniel, quien tomaba agua junto a Felipe y estaba sentado en la escalera afuera de la posada.

—¿Por qué quieres irte ahora? Es muy peligroso. Además, podrían estar los rebeldes cerca y no te voy a exponer a semejante peligro.

—Por favor, hermano. Vámonos ya.

—Estoy cansado, Lucía. Dame una buena razón para irme y me levantaré de inmediato —Lucía frustrada se sentó junto a Felipe.

Nicolás volvía a buscarla con la mirada, aunque lo intentara, no lograba dejar de observarla. En Oscuro era usual que los ermitaños usaran ese tipo de atuendos, eran personas pacíficas que vivían en zonas apartadas y que iban ocasionalmente a abastecerse en las pequeñas provincias. El fenómeno empezó después de la masacre del 2000, muchos de ellos habían perdido la fe en el poder que tenía el Estado para protegerlos y se resguardaban de los rebeldes por su cuenta.

—¡Adiós, señorita! —se despidió un niño, acercándose a Lucía. Ella le sonrió y lo acarició en la mejilla, entonces se agitó el corazón de Nicolás. Esa mirada le recordó a la joven, aunque le parecía imposible que se tratara de ella. No podía dejar de pensarla últimamente.

Hacia las ocho de la noche, la plaza estaba casi vacía. Una que otra persona la atravesaba con prisa, todos procuraban no permanecer allí mucho tiempo. Daniel, Felipe y la posadera, arreglaban su alojamiento aquella noche, Lucía esperaba afuera. La joven observaba el oscuro cielo y pensaba en la terrible tragedia que había acontecido aquel día. Al bajar la mirada aún había sangre en el suelo, lo que la hizo estremecerse y apartar la mirada hacia su derecha para encontrarse con los ojos del príncipe, quien la observaba fijamente. Se asustó. Él caminó hacia ella y ella caminó para alejarse de él. Avanzó hacia el otro lado de la plaza y entró a una de las tantas calles residenciales cuyos habitantes estaban encerrados por el miedo.

—¡Señorita! —la llamó, pero ella lo ignoró y empezó a caminar con prisa hasta que encontró una calle cerrada. Entonces se giró para enfrentarlo con el corazón agitado, jadeaba.

—¿Por qué me persigue? —preguntó nerviosa.

—Porque parece que usted quiere huir de mí.

—¿Y qué hay de incorrecto en eso?

—Eso es grosero.

—Soy una ermitaña.

Varias personas se habían percatado de la situación: un príncipe que perseguía a una ermitaña era algo poco común.

—¡Descúbrase!

—No tengo que hacerlo, la ley me respalda.

—Es una orden.

—¿Desde cuándo?

—Desde la masacre de esta tarde.

—No puede obligarme.

—¿Prefiere pasar entonces la noche en prisión por desacato a la autoridad?

—Lo prefiero.

—¿Junto con los dos hombres que la acompañan?

—¡No involucre a mis hermanos! —respondió enojada, el príncipe en ese momento hubiera apostado su vida a que se trataba de ella.

—Por favor, descúbrase —insistió más como una súplica que como una orden.

La joven se desató el pañuelo que cubría su rostro, dejándolo perplejo.

—¡Es usted! —exclamó y su corazón latió con mayor rapidez. Se acercó a ella en un impulso y la abrazó—. Sabía que era usted, sabía que no había perdido la razón —añadió estrechándola. El día había sido muy difícil, pero la noche lo recompensó: ella estaba con él. Su tormenta interior desapareció para dar lugar a la calma. Se apartó de ella y la miró de nuevo para verificar que no se tratara de una ilusión, acarició con delicadeza su rostro y tuvo un fuerte deseo de besarla, y lo habría hecho de no advertir las personas y guardias a su alrededor.

—¿Qué sucede? —preguntó Daniel al ver al príncipe abrazado a su hermana.

—Si hubiera tenido conocimiento de su presencia, la hubiera puesto a salvo hace horas.

—¿De dónde conoce usted a Lucía? —preguntó Daniel confundido.

—La llevaré conmigo al Fuerte. Todos vendrán conmigo.

—De ninguna manera. No se llevará a mi hermana.

—Hermano, debemos ir con él —intervino Lucía—. Te lo explicaré todo.

CAPÍTULO III

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