Cruor - Jean-Luc Nancy - E-Book

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Jean-Luc Nancy

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Beschreibung

El miedo ha reemplazado a la esperanza: el miedo a ser sacrificados, nosotros y quienes nos siguen, por una máquina que tritura no sólo las fuerzas, sino las referencias, las marcas o las huellas del sentido de existir. El miedo, por tanto, no ya a la muerte violenta, sino a una muerte inoculada en las venas de una vida controlada. - Jean-Luc Nancy (Cruor) Cruor es el libro de Nancy que da cuenta del entre. ¿Cómo nos relacionamos? Cada cuerpo se extiende hacia otro y a la vez hacia sí mismo en una pulsión. Esta manera de entender la comunicación como vida que surge naturalmente de una pulsión lleva a Nancy a una inteligente crítica de nuestra sociedad actual. Ahora mismo vivimos en un régimen de explotación de nosotros mismos y de los otros que no permite la extensión, o la expansión del ser. Con este libro continuamos nuestras publicaciones de Jean-Luc Nancy. El anterior, La frágil piel del mundo también trataba sobre la imposibilidad de comunicación.

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Cruor

la crueldad y la crudeza

 

 

Jean-Luc Nancy

 

 

 

Traducción

Cristina Rodríguez Marciel

Jordi Massó Castilla

 

 

Colección No ficción

Filosofía

Título:

Cruor. La crueldad y la crudeza

De esta edición:

© De Conatus Publicaciones S.L.

Casado del Alisal, 10

28014 Madrid

www.deconatus.com

Copyright © Jean-Luc Nancy

Título original: Cruor

© Editions Galilée 2021

© De la traducción: Cristina Rodríguez Marciel / Jordi Massó Castilla

Primera edición: marzo 2023

Diseño: Álvaro Reyero Pita

ISBN epub: 978-84-17375-77-5

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

[email protected]

PREFACIO

Cristina Rodríguez Marciel

Jordi Massó Castilla

Filosofía interrumpida

 

La filosofía se interrumpe con cada filósofo que muere,

pero también (y así) se interrumpe en sí misma:

verdad inagotable; música, en definitiva.

Jean-Luc Nancy, «Jean-Luc Nancy, por sí mismo».

 

[…] no carecemos jamás, vivos o muertos, de una lengua para saludarnos el uno al otro, los unos a los otros, eternamente, inmortalmente. Un saludo así, sin salvarnos, al menos nos afecta y, afectándonos, suscita esa turbación extraña de atravesar la vida para nada; aunque no exactamente como pura pérdida.

Jean-Luc Nancy, «Consolación, desolación»1.

 

En 2014, la revista Cités publicaba el segundo volumen de un monográfico titulado «La filosofía en Francia hoy»2. En él se exploraban las grandes vías que estaban continuando y consolidando lo que Alain Badiou había llamado, pocos años antes, el «momento filosófico francés»3, para referirse con este sintagma a la filosofía francesa contemporánea que se había iniciado en los años 60 del siglo xx y que no ha dejado de proporcionar, hasta hoy, complejos, heterogéneos y muy fértiles frutos. La tesis de Badiou afirmaba que, sin afectar a la vocación universal a la que debe aspirar la filosofía, era preciso constatar que su desarrollo histórico comporta discontinuidades, interrupciones, tanto en el tiempo como en el espacio. En consecuencia, hay que reconocer «momentos» de la filosofía (como lo fueron, por ejemplo, el momento griego en la Grecia clásica o el momento del idealismo alemán desde Kant hasta Hegel, incluyendo a Fichte y Schelling), «localizaciones particulares de la inventiva con la resonancia universal de la que la filosofía es capaz». Con ese espíritu, la revista Cités reunió a las filósofas y a los filósofos consagrados que, en 2014, estaban contribuyendo de manera relevante a prolongar y a revitalizar ese momento filosófico francés. La propuesta del editor fue que cada uno de ellos presentara por sí mismo su perspectiva de pensamiento y que se explicara a propósito de la inserción y de la situación de sus trabajos en el contexto de la filosofía contemporánea. Se trataba de que cada una y cada uno reflexionara en voz alta sobre el camino filosófico que había seguido hasta entonces, sobre el modo en que se percibía a sí mismo en su propia trayectoria, y de que volviera su vista a las principales etapas que había recorrido en el contexto francés de la investigación y de la enseñanza de la filosofía, esto es, en una localización particular, en efecto, pero que, ciertamente, había logrado ampliarse con una formidable repercusión internacional adquiriendo, en consecuencia, esa resonancia universal a la que la filosofía debe aspirar. Con ese objetivo, a Jean-Luc Nancy se le invitó, entre otros, a presentarse «a sí mismo». Aunque se trataba de abordar la situación de la filosofía hoy, la mirada que se requería para la tarea estaba dirigida a un «sí mismo» que, a quienes conocíamos a Nancy, y por mucho que lo hubiéramos estudiado, interpretado, glosado, analizado, traducido… durante años y años, obviamente, nos estaba vetada. En definitiva, lo que se le pedía a él mismo era lo que sus intérpretes no podíamos proporcionar: la pertinencia particular de la percepción que tiene «alguien» de «sí mismo» con respecto a «su propio recorrido» y que no puede sustituirse nunca por un examen hecho desde el exterior, por imprescindibles que sean esos exámenes. Si nos ha parecido adecuado recordar en esta introducción ese breve texto de Nancy, «Jean-Luc Nancy, por sí mismo», es porque, en primer lugar, ese singular e insustituible recorrido propio presentado por «sí mismo», quedó tristemente interrumpido, el 23 de agosto de 2021, con su fallecimiento. Ese día en que Jean-Luc Nancy pasó a transformarse, como él escribió para referirse a Derrida, en «aquel cuya existencia se ha convertido […] en ese hecho que no es tal, en ese factum negativum: el de no aparecer ya más en el mundo, el de no aparecérsenos ya más»4, llevándose con él el «solo y único mundo» que «hace de cada ser vivo un ser vivo solo y único», interrumpiendo de ese modo la filosofía en sí misma que, al igual que la vida, no es continua, sino intermitente, como la «verdad inagotable»5 que es. Pero, en segundo lugar, y como intérpretes (y como traductores, puesto que traducir siempre es interpretar) que tienen a su cargo la tarea de realizar ese examen externo, ese texto de Nancy nos resultaba valiosísimo en la medida en que nos permitía comparar nuestras miradas con la suya, confrontarlas, cotejarlas, vernos confirmados o recusados, nosotros, sus «intérpretes»; que, acaso y precisamente, hemos sabido siempre que todo lo que se reúne bajo la firma «Jean-Luc Nancy», y que, por tanto, lleva la marca de un pensamiento presumiblemente identificado, suele con frecuencia estallarnos entre las manos como una miríada de esquirlas con variopintas y abigarradas formas, múltiples facetas e indefinidos matices. No se trata de una obra, ni de una doctrina, ni de una filosofía, ni de un pensamiento, ni siquiera de un «original», sino de lo que el propio Nancy llamaba «una posibilidad exponencial de sentido», no ya del sentido fijado o coagulado en significados, sino su posibilidad o su apertura. «Sentido» fue su palabra clave, la palabra con la que trazó su surco en el camino de la filosofía, el distintivo propio que eligió para hablar por sí mismo, manteniéndose fiel a la exigencia de no darle descanso a esa palaba. Pero, en tercer y último lugar, si nos ha parecido importante aludir a ese trabajo en la redacción de este prefacio es porque, precisamente, el libro que el lector tiene entre las manos trata de ese extraño, inquietante y vertiginoso «sí mismo» cuando se ve confrontado, como es el caso de nuestra época6, a «una penuria de sentido para lo común».

Una penuria de sentido que ha provocado que «vivir juntos», como Nancy escribe en este libro, se haya transformado hoy en una expresión «insípida y endeble, en la que “juntos” se refiere menos a los cuerpos que a las sociedades y a las instituciones». En su anterior libro, La frágil piel del mundo7, se constataba ya la misma situación, hoy agravada, y que es la constante que moviliza el pensamiento de Nancy (implicado como estuvo siempre en la necesidad de que su pensamiento actuara en el mundo —ya que, como él solía decir, su pensamiento no provenía de ninguna otra parte más que del mundo—): «la catástrofe generalizada»8 que asola nuestro mundo. Catástrofe generalizada que aquí va a recibir el nombre de «enorme maquinaria autónoma y enloquecida» que pone en evidencia, con singular acuidad, una interconexión, casi simbiosis, entre los fenómenos que solemos llamar «naturales» y los complejos técnicos, sociales, políticos, económicos cuya interconexión es, precisamente, lo que nos angustia, nos inquieta, nos perturba y nos coacciona por depender de una interconexión también generalizada: la del dinero por el que funcionan todos esos sistemas, la del dinero al que, en última instancia, abocan todos esos complejos. Con una expresión que a Nancy le gustaba repetir, Marx llamó al dinero «la equivalencia general». La equivalencia de las catástrofes que padece nuestro mundo es esa equivalencia general porque lo catastrófico es, precisamente, la equivalencia, esto es, la interconexión que apunta a una intercambiabilidad ilimitada de fuerzas, productos, agentes, sentidos o valores; una interconexión que nos tiraniza con lo que él denomina un «inconsciente tecnológico», expresión con la que describe esta urdimbre de la existencia en el interior de un orden autónomo, donde los fines y los medios no cesan de intercambiar sus papeles; un régimen que absorbe por sí mismo, mucho más allá de las esferas monetarias o financieras, pero gracias a ellas y con la mirada puesta en ellas, todas las esferas de existencia de los seres humanos y, con ellos, la del conjunto de todo lo existente, de todo lo que hay. Todas las catástrofes que devastan nuestro mundo tienen que ver con el conjunto de interdependencias que componen y configuran la equivalencia general. No excluimos las guerras de esta interconexión: la guerra de hoy, las guerras de siempre, y sin olvidar la guerra económica que agita y corrompe desde dentro el sistema de la equivalencia general, una guerra total sin enemigo porque acaba por ser una guerra contra nosotros mismos. Nuestra civilización, expone Nancy, se ha legitimado por completo a través de su racionalidad tecnocientífica. Pero el progreso lineal de la economía tecnocientífica derivada de esa racionalidad no parece sino estar conduciéndonos a una autodestrucción. En consecuencia, lo que afecta a nuestro mundo es la ausencia de legitimación porque este conjunto interdependiente de civilización y de mundialización depende a su vez, y se sostiene en ella, de una concepción rígida, esclerotizada y vetusta, de lo que nuestra humanitas quiere decir.

Esta es la cuestión pendiente para lo que hemos llamado Antropoceno y, en definitiva, es la cuestión que Nancy tiene pendiente y que decide abordar en Cruor, esto es, cómo esa estructura lingüística que conocemos como un «yo» o como un «sujeto» no podía sino abocarnos de manera necesaria al antropocentrismo que ha configurado nuestro mundo y a una determinación muy concreta de lo que «anthropos» significa para nosotros, ya que la cuestión del Antropoceno no se plantearía siquiera si no existiera un sujeto humano que considera la Tierra, la naturaleza y el mundo como un consumible, como un recurso a su disposición (la complejidad de lo que está aquí en juego se percibe claramente en que ya no hay fenómenos naturales, puesto que estos manifiestan su interdependencia inextricable con aquello de lo que ya no son en absoluto separables: sus implicaciones o repercusiones técnicas, económicas, políticas, sociales). El mundo no puede considerarse, y así lo ha hecho toda la filosofía clásica, como un objeto opuesto a un sujeto, según lo ha pensado una obsoleta dicotomía, y si ya no hay obra que hacer con el mundo, si nuestro modo de hacer mundo es el del desobramiento9, según la célebre expresión de Nancy, es porque debemos hacer mundo sin apropiarnos de él, sin considerarlo como una obra o un inmenso taller o laboratorio a nuestra disposición. La tarea previa consiste entonces para Nancy en habérselas con esa estructura lingüística que es un «yo» o un «sujeto», para acercarse a «algo» (en este libro ese «algo» se manifiesta como un «eso» impersonal o como el «ello», o sea, el nivel de las pulsiones, instintos y deseos que conforma uno de los tres niveles con los que Freud explicó el funcionamiento del aparato psíquico humano: el ello, el yo y el superyó. El ello, oiremos decir aquí a Nancy, constituye un «fondo oscuro» compartido por todo lo que está vivo y lo que no lo está y del que emerge todo cuanto existe e incluso el hecho de la existencia) acaso no lingüístico en lo humano, pero de lo que, precisamente, surge lo humano. En este su último libro publicado póstumamente en 2021, titulado en latín Cruor, término que significa «sangre derramada», y que la lengua latina distinguía de sanguis, que es la «sangre que fluye y circula», Jean-Luc Nancy describe la «crueldad» como nuestra decisión de haber confiado todo aquello que nos excede infinitamente a esta gran y única máquina autónoma y loca, y escribe: «La cuestión de la “legitimidad de los tiempos modernos” no es nueva, pero se ha visto ostensiblemente transformada o alterada a partir del momento en que se ha suprimido lo que, con el nombre de “progreso”, constituía una legitimidad potencial en el sentido más fuerte del término. No solo se han vuelto cuestionables los efectos del progreso técnico, sino también la posibilidad de añadirle otra perspectiva a ese progreso técnico (moral, religiosa, ideológica), de oponérsela o de sustituirlo por ella. Con el progreso, el proyecto en general ha superado un umbral: el proyecto y todo tipo de proyecciones». La aniquilación de todos los proyectos ha vuelto más penosos unos padecimientos para los que ya no tenemos ninguna expectativa: «No solo las guerras, las guerrillas, los atentados, sino también los abusos de autoridad, las revueltas aplastadas, las sediciones encendidas y silenciadas, cárceles y torturas en todas partes, huidas, refugiados, hambrunas, desamparo, pueblos desplazados —así como drogas: chutes y sobredosis— pintarrajean un cuadro general de sufrimiento al lado del cual empiezan a aparecer los padecimientos por las perturbaciones climáticas, en consecuencia, agrícolas, médicas y energéticas». Por tanto, cruor confirma, en latín, la «crudeza» y la «crueldad» de nuestro mundo, y se constata que «tanto la crudeza (de los pensamientos, de los enunciados) como la crueldad (de los actos individuales o colectivos) ocupan todos los espacios del “entre”». Pero «cruor» dice también lo «crudo», lo que rechaza cualquier mediación y que, en consecuencia, es la forma y la fuerza de rechazo del entre. La exigencia, entonces, está en volver a pensar el «entre» como una «mediación» que aborde lo crudo10, esto es, lo idéntico, lo absoluto, lo compacto, lo cerrado (lo que define tradicionalmente un ego, un yo que, por definición, es lo crudo). Necesitamos, por tanto, mediaciones, formas de interrupción, rupturas de ese continuum autónomo y delirante al que le hemos entregado «nuestra propia insignificancia». Un «continuo» siempre es lo «absoluto» que rechaza la mediación, algo absuelto y, por completo, solo, compacto y separado. Así se ha concebido tradicionalmente al sujeto del individualismo —que encuentra su expresión más álgida en el actual neoliberalismo—, el «yo», el ego que, como individuo, esto es, como lo no divisible, es el residuo de la experiencia de la disolución de la comunidad, el yo clausurado que conforma la metafísica de lo absoluto. No obstante, ese continuum siempre ha estado interrumpido por «lo otro», por una alteridad previa y constitutiva que impide, a la vez que posibilita, de manera paradójica, ser «uno» consigo. No hay continuo sin interrupción. No hay interrupción sin continuo. Y esto es lo que la sangre va a poner en evidencia.

 

Por ese motivo, y como si 30 años fueran una especie de paréntesis abierto esperando su cierre, parecía que había llegado el momento de completar Corpuset Sanguis.Cruor se ofrece como una continuación de Corpus que se hubiera tomado su tiempo. Corpus se publicó en el año 1992 y se tradujo al español en Arena Libros11 en 2003. Ese libro trataba de la extensión de los cuerpos, o del cuerpo como extensión, y de lo que ocurría «entre-los-cuerpos». Pero, como explica Nancy, la conclusión de Corpus, su punto final, estaba formada por dos pronombres personales; «yo y tú». De repente, y sin previo aviso, de «dos» se deducía un «entre». Sin embargo, en ese «entre» había un salto para el que Nancy no nos había preparado. ¿Por qué? Porque para poder dar cuenta de ese «entre», esto es, de lo que va de un cuerpo hasta otro, del tuyo al mío, del mío al tuyo, tenía que explicitarse «lo que se extiende y se tensa en cada cuerpo como su pulsión propia», es decir, aquello que hace de un cuerpo un cuerpo, precisamente. Necesitaba poder dar cuenta de una «pujanza» que hace de él el cuerpo que es y que no es, en absoluto, nada parecido a un «sujeto»12. No hay relación con el mundo que pueda ignorar o separarse sin más de la relación de síconsigo.

Ciertamente, no se trata de sermonear al sujeto, como no hemos dejado de hacer desde que nos consideramos postmodernos. En definitiva, el origen de la catástrofe generalizada no radica en la maldad humana, sino en el hecho de que un yo es un yo, de que una vez constituido como yo ya es irreversible, como la flecha del tiempo, y de que un yo solo puede afirmarse en detrimento de toda alteridad. Se trata en consecuencia de algo estructural y de un problema primero ontológico y después ético porque un «yo» es, insistimos y como Nancy va a poner aquí en evidencia, una estructura lingüística. En lugar de sermonear al sujeto tenemos por delante la tarea de pensarnos cada uno de nosotros mismos como un cuerpo que se aventura más allá de la identidad subjetiva. Con ese objetivo, Nancy tratará de habérselas con ese momento lingüísticoreflexivo conformador de lo humano que, lejos de ser un yo absoluto, es una división de un sí consigo. Una distancia, un abismo, una separación insalvable entre un sí y un sí mismo; y la imposibilidad de un regreso a una condición previa anterior a la de la separación. Toda la fuerza argumentativa de este libro de Nancy se entrega a la exploración de esa distancia. Esa ruptura es lo que nos transforma en un animal humano, capaz de señalar a su pecho diciendo de sí mismo que es un yo. Giorgio Agamben ha llamado «máquina antropogénica» a ese dispositivo (una máquina, una prótesis, una técnica que va a producir una acción que impacta en un cuerpo para inscribirse de forma irreversible en él: se trata del nacimiento de un yo), un dispositivo que ha propiciado que en el mundo aparezca una criatura lingüística llamada sujeto. En definitiva, para el animal hablante que somos, un cuerpo meramente «animal» previo al lenguaje, sea lo que fuere lo que animal signifique, es para nosotros imposible de pensar. Un cuerpo animal se transforma en sujeto, en animal hablante, cuando es capaz de presentarse a sí mismo, de señalarse a sí mismo como un yo, cuando es capaz de decir de sí mismo que es un yo. La máquina antropogénica es un dispositivo que produce separación del yo con respecto a su propio cuerpo, del yo con respecto al mundo y del yo con respecto a los otros yoes (y así el yo resulta absolutizado). Ese dispositivo produce un ser vivo que es capaz de decir de símismo que es un yo que puede producir imágenes del mundo, produciendo con ello, a la vez, la separación, la distancia insalvable en un sujeto que, para siempre y de manera irreversible, como ya lo intuyó Freud —nos dice aquí Nancy—, se ha separado del mundo, de los otros y de sí mismo. Y lo que es más inquietante: se ha separado incluso de su propio cuerpo que ahora puede manejar como una exterioridad y como un recurso a su disposición. Toda la cuestión de lo que llamamos biopolítica está implicada en ese gesto y el colapso ecológico provocado por el anthropos acaso venga dado por la obsesión para un sujeto de decir de sí mismo que él no es todo lo demás. Conociéndose a sí mismo, sabiendo de sí, diciéndose a sí mismo, el daño ya está hecho, y la herida ha quedado abierta para siempre. La paradoja para un yo es que el mismo gesto que le permite formarse como un yo le impedirá, de una vez por todas y para siempre, serlo en sentido pleno. Entre un «sí» y un «sí mismo» lo que se ha introyectado desde siempre es la radical alteridad constituyente del yo.

La tarea de Nancy en este libro será, precisamente, sumergirse en el acto lingüístico de la separación para acercarse a pensar en una forma de vida que, siendo todavía humana, no esté vinculada con la necesidad identitaria ni con el egoísmo de un yo, una subjetividad humana no basada en el yo, una vida humana reflexiva, ciertamente, pero no subjetiva. Una singularidad, entonces. La pregunta que subyace en este libro de Nancy es cómo podríamos ir más allá de los aparatos categoriales y lingüísticos. Y va a encontrar la posible respuesta en un juego de aproximación que le permite su lengua, pero no la nuestra, y con el que va a tratar de sustituir al yo, al ego. El pronombre personal reflexivo de la tercera persona «sí» se dice en francés «soi» y ese pronombre tiene una resonancia acústica casi similar a la del ello freudiano que, en francés, se dice «ça»13. El juego homofónico, resonante, de las dos palabras, y que consiste en acercar ese sí al lugar de la indistinción freudiana, el del ello, le va a permitir a Nancy una operación teórica con la que desactivar la categoría lingüística de sujeto refiriéndose a un pronombre sí que ya no es un yo; en consecuencia, le va a permitir mostrar un cuerpo no colonizado por una conciencia, un cuerpo posthumano capaz de plantearse nuevos vínculos imprevisibles con el mundo vivo, con el cosmos y con todo lo que existe. De lo que se trata, entonces, es de plantear de otro modo nuestros aparatos categoriales y lingüísticos para hacer hablar a un mundo que vive de espaldas a nuestras categorías lingüísticas, de ahí el singular esfuerzo acometido por Nancy para sumergirse en el mundo mudo del que nace el animal lingüístico. El final de La frágil piel del mundo planteaba la cuestión de cómo tratar de interpretar y transformar un mundo con categorías que, siendo antrópicas (no se puede eliminar la humanidad de lo humano con un acto de voluntad), no sean las de un cruel antropocentrismo ni las de un crudo antropomorfismo. Hacerlo implicaría adentrarse en lo no lingüístico, algo que para nosotros es lo imposible mismo, pero que, siendo lo imposible, acaso sea lo necesario. De ahí la alusión constante de Nancy a la literatura y a la poesía: siempre es posible utilizar el lenguaje de un modo en el que no se privilegien sus funciones comunicativas e informativas14. El lenguaje es el que da acceso, en el ser humano (pero, como Nancy no se cansa de repetir, el ser humano habla por el mundo mudo a partir del cual se convierte en un ser hablante), a una alteridad por la que se indica un exceso sobre el lenguaje por el que podemos ir más allá de la mera significación. De ahí también la obsesión de Nancy por llevar el lenguaje a su límite y por inventar una singularidad humana que no esté basada en el yo, pero que, sin embargo, no siendo una subjetividad subjetiva, sea capaz de decirse a sí misma en ese gesto inquietante, asombroso y fascinante que produce (o, mejor, que impulsa) la humanidad de lo humano. Ese espacio es humano, pero está más allá de lo humano, y es algo que escapa al dominio del pensamiento y de la palabra; y que acaso se dice con la poesía.

 

La tarea inaplazable de Cruor es, entonces, pensar lo que en francés se dice «soi», es decir, el pronombre personal reflexivo español «sí» que permite a cada individuo el desdoblamiento de referirse a «sí» mismo como a «otro» y de estar consigo15 como con «más de uno». Nancy escribe en su lengua moi et toi, tú y yo; pero, se pregunta: ¿y qué ocurre con soi et soi?, ¿qué pasa entre un sí y ese mismo sí cuando retorna al punto del que partió convertido en un sí mismo?, ¿qué pasa con «eso», ça (y recordamos al lector que soi y ça son casi homófonos en francés), que permite la reflexividad y la relación desde sí hasta sí, consigo? ¿Qué es eso con-si-go que nos permite hablar de autoafección? ¿No es, por lo demás, la autoafección eso en lo que consiste la vida? Solo entregado a sí mismo y a la tarea singular de mantenerse con vida, un ser vivo se siente vivo y se sabe vivo. La vida se experimenta así circulando en sí misma. Como la sangre. Por eso, sí, soi, no se define como una relación consigo. Puesto que no se trata de la relación sino de la condición de posibilidad de la relación, esto es, una fuerza originaria y previa, como un «movimiento muy anterior a cualquier big bang