Cuando Google encontró a Wikileaks - Julian Assange - E-Book

Cuando Google encontró a Wikileaks E-Book

Julian Assange

0,0
8,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

En junio de 2011 Julian Assange estaba viviendo bajo arresto domiciliario en Norfolk (Inglaterra), en casa de unos amigos. Allí recibió al entonces presidente de Google, Eric Schmidt, que había solicitado encontrarse con él. Schmidt se presentó con otras tres personas y durante horas mantuvo una larga conversación con Assange. Hablaron de los problemas a los que la sociedad tiene que hacer frente y de las soluciones tecnológicas que podía ofrecer la red global. Posteriormente, en 2013, Schmidt y uno de los presentes, Jared Cohen, publicaron un libro fruto de aquella conversación. Cuando Julian Assange lo leyó constató que la versión que daban desde Google de su encuentro distaba mucho de ser precisa, y decidió escribir su propia versión de la charla, Cuando Google encontró a WikiLeaks: "Fue una reunión muy interesante […] Yo estaba bajo arresto domiciliario. Teníamos en ese momento un conflicto muy importante con el gobierno de Estados Unidos, con Hillary Clinton y el Pentágono por la publicación de los cables diplomáticos de Estados Unidos ese año […] me dijeron que Eric Schmidt, el jefe de Google, quería venir a verme. Dijimos que sí, que sería interesante escuchar a esta empresa tan potente e influyente, para ver lo que quería".

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© 2014 Julian Assange

© De la traducción: Iván Barbeitos García 2014

© De esta edición, Clave Intelectual S.L., 2016

Velázquez 55, 5º D- 28001 Madrid- España

www.claveintelectual.com

[email protected]

Derechos mundiales en lengua española. Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin el permiso escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-945281-8-7

Diseño de cubierta: Lucía Bajos – [email protected]

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Más allá del bien y del «no seas malo»

La banalidad del «no seas malo»

Ellingham Hall, 23 de junio de 2011

De los que ven a los que actúan

El nombre de las cosas

Comunicándose en un momento revolucionario

La censura siempre es motivo de celebración

El secretismo es criminógeno

Interludio

No es fácil hacer Wikileaks

Publicación total

El proceso es el juego final

Líbranos del «no seas malo»

La nueva era digital tras Snowden

Trasfondo de «EE.UU. contra Wikileaks»

El gran jurado de Wikileaks

La persecución a Chelsea Manning

Peticiones de asesinato para Julian Assange y los trabajadores conocidos de Wikileaks

Censura directa

Vigilancia y campañas de subversión contra Wikileaks

Censura financiera: el bloqueo bancario

Incautación de registros electrónicos

Amenazas concurrentes

Asilo

Agradecimientos

Notas sobre las referencias

Notas

Notas del traductor

A mi familia, a la que quiero y añoro mucho

«El cráneo conectado a los auriculares,

los auriculares conectados al iPhone,

el iPhone conectado a Internet,

conectado a Google,

conectado al gobierno»

MIA, «The Message»

MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL «NO SEAS MALO»[I]

 

Eric Schmidt es una figura influyente, incluso entre el desfile de poderosos personajes con los que me he tenido que cruzar desde que fundé WikiLeaks. A mediados de mayo de 2011 me encontraba bajo arresto domiciliario en la zona rural de Norfolk, a unas tres horas en coche al nordeste de Londres. Las severas medidas aplicadas contra nuestro trabajo se encontraban en su punto culminante, y cada momento desperdiciado parecía una eternidad, por lo que era realmente difícil conseguir mi atención. Sin embargo, cuando mi colega Joseph Farrell me dijo que el director ejecutivo de Google deseaba reunirse conmigo, accedí a escucharle.

En cierto modo, los estratos superiores de Google me resultaban aún más distantes, impenetrables y oscuros que las salas de audiencia de Washington. Por aquel entonces ya hacía años que nos veníamos enfrentando a los altos funcionarios de Estados Unidos y su mística ya se había disipado, pero los centros de poder que crecían en Silicon Valley aún eran opacos, por lo que fui consciente de que se me presentaba una oportunidad de oro para intentar comprender e influir en la que se estaba convirtiendo en la compañía más influyente de la tierra. Schmidt había sido nombrado consejero delegado de Google en 2001, y había logrado convertirla en un imperio[1].

Me intrigaba sobremanera que la montaña estuviese dispuesta a acudir a Mahoma, pero hasta que Schmidt y su séquito no llegaron y se fueron no me di cuenta de quién me había visitado realmente.

 

* * *

 

La razón esgrimida como motivo de su visita fue un libro. Schmidt estaba redactando un tratado en colaboración con Jared Cohen, director de Google Ideas, un departamento de Google que se describía y se describe a sí mismo como un «comité interno de expertos teórico-prácticos». Por entonces yo sabía poco más que eso sobre Cohen. Lo cierto es que en 2010 se había trasladado a Google desde el Departamento de Estado de Estados Unidos, donde, contratado con veinte y pocos años, había sido un creativo de la «Generación Y» con gran verborrea que trabajó bajo dos administraciones distintas, un cortesano del mundo de la creación de ideas políticas, que llegó a ocupar el cargo de asesor jefe de las secretarias de Estado Condoleezza Rice y Hillary Clinton. Como parte del Personal de Planificación Política, Cohen fue bautizado como «el organizador de fiestas de Condi», y se encargó de introducir los términos informáticos de moda en los círculos políticos de Estados Unidos, sacando de su chistera productos retóricos tan deliciosos como la «Diplomacia Pública 2.0»[2]. En la página adjunta de personal del Consejo de Relaciones Internacionales se incluyó como experto en «terrorismo; radicalismo; impacto de las tecnologías de comunicación en el arte de gobierno del siglo xxi; Irán»[3].

Fue el propio Cohen, según se dice, quien desde el Departamento de Estado contactó con el consejero delegado de Twitter, Jack Dorsey, para pedirle que demorase el mantenimiento programado con el fin de asistir al abortado alzamiento en Irán en 2009[4]. Su documentada relación amorosa con Google comenzó ese mismo año cuando conoció y se hizo amigo de Eric Schmidt durante la evaluación de los daños de la ocupación de Bagdad. Unos meses después, Schmidt recreó el hábitat natural de Cohen en el seno de Google creando el mencionado «comité interno de expertos teórico-prácticos», con base en Nueva York, y nombrando a Cohen como su director. Google Ideas acababa de nacer.

Ese mismo año, ambos escribieron conjuntamente un artículo para la revista bimensual del Consejo de Relaciones Internacionales, Foreign Affairs, en el que alababan el potencial reformador de las tecnologías de Silicon Valley como instrumento en la política exterior de Estados Unidos[5]. Describiendo lo que denominaban las «alianzas de los conectados»[6], Schmidt y Cohen afirmaban que:

 

Los estados democráticos que han establecido alianzas entre sus sectores militares tienen la capacidad de hacer exactamente lo mismo con sus tecnologías de comunicación. […] Estas tecnologías ofrecen una nueva forma para ejercer el deber de protección a los ciudadanos de todo el mundo [cursiva añadida][7].

 

En dicho artículo también afirmaron que «con mucha diferencia, la mayor parte de esta tecnología procede del sector privado».

En febrero de 2011, menos de dos meses después de la publicación de este artículo, el presidente egipcio Hosni Mubarak fue depuesto por una revuelta popular. Hasta ese momento Egipto había sido un aliado de Estados Unidos, pues su dictadura militar contaba con el apoyo de Washington a cambio de que esta apoyase a su vez los «intereses geopolíticos estadounidenses en la región»[8]. Durante las primeras fases de la revolución, las élites políticas occidentales apoyaron a Mubarak. El vicepresidente Joe Biden, que apenas un mes antes había afirmado que Julian Assange era un «terrorista tecnológico», sostenía ahora que Hosni Mubarak no era un dictador, y recalcaba que no debería dimitir de su cargo[9]. El exprimer ministro británico Tony Blair insistía en que Mubarak era «inmensamente valiente y una fuerza del bien[10]. En opinión de la secretaria de Estado Hillary Clinton, los Mubarak eran «amigos de la familia»[11].

Tal y como muestra una lectura atenta del flujo de sus comunicaciones internas, durante años el Departamento de Estado había estado apostando en secreto a ambos caballos, pues al tiempo que contribuía a mantener a Mubarak en el poder también apoyaba a ciertos elementos de la sociedad civil egipcia. Sin embargo, cuando Estados Unidos se percató de que la salida de Hosni era inevitable, se esforzó apresuradamente por encontrar alternativas. En primer lugar intentó impulsar a su sucesor preferido, Omar Suleiman, el odiado director de inteligencia interna, pero el corresponsal diplomático del Departamento de Estado en El Cairo, que por entonces colaboraba bastante con nosotros, publicó una sincera opinión sobre su historial político: Suleiman era el jefe de los torturadores de Egipto, el preferido de la CIA y también de Israel como sustituto de Mubarak[12]. Por estas y otras razones, Suleiman acabó perdiendo el apoyo internacional y los egipcios lo rechazaron igual que habían hecho con Mubarak. Como de costumbre poco deseoso de apoyar a un perdedor, Estados Unidos modificó su postura e intentó situarse al frente de la multitud; olvidó rápidamente su antigua vacilación, y el largo y difícil camino hacia la revolución egipcia fue considerado por Hillary Clinton como un triunfo para las corporaciones estadounidenses de tecnología, y posteriormente para el propio Departamento de Estado[13].

De repente todo el mundo deseaba estar en el punto de intersección entre el poder global de Estados Unidos y los medios de comunicación sociales, y Schmidt y Cohen ya se habían preocupado de vigilar de cerca el territorio. Con el título provisional de «El imperio de la mente», comenzaron a expandir su artículo hasta ir alcanzando poco a poco el tamaño de un libro y, como parte de su investigación, trataron de contactar con personas importantes de la tecnología y el poder global.

Dijeron que deseaban entrevistarme, y yo accedí.

Se fijó fecha para el mes de junio.

 

* * *

 

Cuando llegó junio ya había mucho de lo que hablar. Ese verano WikiLeaks aún estaba ocupada con la revelación de comunicados diplomáticos estadounidenses, publicando miles de ellos cada semana. Siete meses antes, poco después de que comenzáramos a publicar estos comunicados, Hillary Clinton había denunciado esta publicación diciendo que era «un ataque a la comunidad internacional» que se proponía «dañar la estructura» del gobierno. En cierto modo, no le faltaba razón.

En muchos países, la «estructura» a la que se refería Clinton había sido construida con mentiras: cuanto más autoritario era el país, mayores eran las mentiras; cuanto más dependía de Estados Unidos una determinada fuerza política para afianzar su poder, más se quejaba esta ante sus apoyos estadounidenses acerca de sus rivales por el poder. Este patrón se repetía en capitales de todo el mundo: un caprichoso sistema global de lealtades secretas, favores debidos y falsos consensos, de decir una cosa en público y la contraria en privado. La escala y la diversidad geográfica de nuestras publicaciones superaron con creces la capacidad del Departamento de Estado para hacer frente a la crisis. Los vínculos entre los jugadores se quebraron, dejando grietas por las que podían colarse décadas de resentimiento[14].

Los «daños en la estructura» del gobierno aparecieron casi de inmediato en el norte de África, donde el 28 de noviembre de 2010, en medio de un entorno político ya considerablemente inestable, se publicaron los primeros comunicados. En Túnez, donde la corrupción del régimen de Zine el-Abidine Ben Ali no era ningún secreto, la población sufría pobreza generalizada, alto desempleo y represión gubernamental, mientras los favoritos del régimen organizaban ostentosas fiestas y cuidaban bien de sus amigos. Sin embargo, fue la propia documentación interna del Departamento de Estado sobre la decadencia del gobierno de Ben Ali la que desencadenó la ira pública y las llamadas a la rebelión entre la población tunecina. El ministro de propaganda de Ben Ali, Oussama Romdhani, confesaría más tarde que nuestras filtraciones fueron «el golpe de gracia, aquello que acabó definitivamente con el sistema de Ben Ali»[15]. El régimen comenzó a censurar las comunicaciones por Internet, enfureciendo aún más a la población: WikiLeaks y las páginas web de los periódicos Al Akhbar y Le Monde desaparecieron del ciberespacio tunecino, reemplazados por el mensaje «Ammar 404: Página no encontrada». El blog online Nawaat.org se resistió y se dedicó a distribuir traducciones de los comunicados que estaban bajo el radar del sistema de censura tunecino. Durante veinte días la ira popular fue hirviendo a fuego lento hasta que, llevado hasta la desesperación por los corruptos funcionarios municipales, el 17 de diciembre el joven frutero Mohamed Bouazizi se quemó a lo bonzo en público; su muerte le convirtió en un mártir y un símbolo, y la rebelión abierta se extendió por las calles.

Las protestas continuaron hasta 2011. El 10 de enero, cuando Túnez aún estaba en plena revuelta, Hillary Clinton se embarcó en lo que ella misma describió como su «gira de disculpas» por WikiLeaks, empezando por Oriente Medio[16]. Cuatro días después cayó el gobierno tunecino; y once días después de este hecho la agitación civil se extendió a Egipto, y las imágenes de las protestas, sin posibilidad de bloqueo, fueron ofrecidas por la red vía satélite de la cadena Al Jazeera de Catar. En menos de un mes se produjeron «días de furia» y alzamientos civiles en Yemen, Libia, Siria y Baréin, y protestas a gran escala en Argelia, Irak, Jordania, Kuwait, Marruecos y Sudán; incluso en Arabia Saudí y en Omán hubo manifestaciones de descontento. 2011 se convirtió en un año de importantes despertares políticos, severas medidas y oportunistas intervenciones militares; en enero Muamar Gadafi denunció a WikiLeaks[17], pero no llegó a ver el final del año.

La oleada de furor revolucionario tardó poco en extenderse por Europa y otros lugares; para cuando me reuní con Schmidt en junio, la Puerta del Sol de Madrid estaba ocupada y los manifestantes se enfrentaban a la policía antidisturbios por toda España; había campamentos en Israel; Perú había tenido varias protestas y un cambio de gobierno[18]; el movimiento estudiantil en Chile había tomado las calles; el Capitolio estatal en Madison, Wisconsin, había sido sitiado por decenas de miles de personas defendiendo el derecho de los trabajadores[19]; y había motines en ciernes en Grecia y posteriormente en Londres.

Paralelamente a los cambios ocurridos en las calles, Internet estaba sufriendo una rápida transformación, pasando de ser un apático medio de comunicación a una especie de demos, un pueblo que compartía cultura, valores y aspiraciones, un lugar en el que tenía lugar la historia, con el que sus habitantes se identificaban y del que incluso sentían que procedían.

Todo el mundo había sido testigo del trato dispensado por el gobierno de Estados Unidos a la supuesta fuente de la filtración de los comunicados del Departamento de Estado, Chelsea Manning. En junio, una campaña global, coordinada a través de Internet, había logrado presionar a dicho gobierno para que dejase de acosarla y torturarla[20].

El bloqueo financiero de Estados Unidos contra WikiLeaks había provocado masivas protestas por denegación de servicio, realizadas por la que hasta el momento había sido una apolítica juventud usuaria de Internet. Anonymous pasó de ser apenas un oscuro y poco conocido foco de protesta a convertirse en la punta de lanza de la emergente ideología política a través de Internet.

En un espectacular ejercicio de intrusión electrónica y publicación de información, algunos expertos en informática afines a la causa, operando bajo el estandarte de Anonymous, habían revelado la existencia de una campaña dirigida contra WikiLeaks y sus simpatizantes (incluyendo el reportero Glenn Greenwald), organizada y coordinada por un grupo de contratistas de seguridad privada en nombre del Bank of America, con un presupuesto de dos millones de dólares mensuales[21].

Por entonces, Barrett Brown, un joven periodista freelance de gran talento, había comenzado un trabajo de investigación sobre este eje de seguridad estatal que, en última instancia, le acabaría llevando a una cárcel federal[22]. La divisa virtual Bitcoin había pasado de no valer nada a alcanzar la paridad con el dólar[23]. Y ya en junio se podían leer en Internet términos como «Operación Rebelión Empire State» y «Día de Furia en Estados Unidos», los primeros signos del desencanto público que en septiembre se unirían para crear «Ocupa Wall Street».

El mundo entero estaba en llamas, pero los terrenos agrícolas de Ellingham Hall aún estaban en calma. Norfolk era un marco idílico, pero mi situación estaba muy lejos de ser igual de idílica, pues al estar retenido allí bajo arresto domiciliario me encontraba en desventaja táctica. WikiLeaks siempre había seguido el método de guerra de guerrillas en sus publicaciones: si atraíamos la vigilancia y la censura en una jurisdicción, nos trasladábamos a otra, atravesando fronteras como fantasmas. Sin embargo, en Ellingham me convertí en un activo inamovible en estado de sitio; ya no podíamos escoger nuestros terrenos de batalla, y se abrieron frentes desde todas partes, por lo que tuve que aprender a pensar como un general. Estábamos en guerra abierta.

Nuestra «base industrial» estaba siendo bombardeada. Secciones enteras de la infraestructura física y humana de WikiLeaks estaban despareciendo, a medida que los bancos nos imponían bloqueos financieros ilegales mientras las compañías de comunicación, los gobiernos extranjeros y nuestras redes humanas debían soportar la presión de Washington. Aunque no se me acusaba de ningún crimen, el caso de mi extradición fue de apelación en apelación, consumiendo mis ahorros y mi tiempo, y amenazando con la posibilidad de que en cualquier momento WikiLeaks quedase decapitada[24].

Cada mes traía consigo la noticia de nuevos organismos gubernamentales involucrados. De hecho, llegó a haber tantas agencias estadounidenses y australianas implicadas que ambos países comenzaron a remitir sus comunicados internos a la «totalidad del gobierno»[25]; la «Sala de Guerra a WikiLeaks» del Pentágono, por ejemplo, se había apropiado por sí sola de más de cien personas[26]. En un momento dado se creó un gran jurado estadounidense contra nosotros, dirigido específicamente contra mí y contra mis colaboradores, y en la actualidad aún sigue en activo[27]. El FBI continuó rastreando nuestra extensa plantilla en busca de posibles informadores; repentinamente, mucha gente tenía impreso el logotipo de WikiLeaks en sus tarjetas de visita, pero en realidad no trabajaban para WikiLeaks.

Una larga lista de pelotas y aduladores también estaba llamando a mi puerta, intentando surfear la ola económica creada por el conflicto; cada uno de ellos deseaba aprovechar un momento de proximidad y convertirlo en un jugoso escándalo que poder vender a algún periódico sensacionalista o en un favor que pudiese reclamarse en el momento más beneficioso.

Todo cuanto podíamos hacer era mantener un perfil bajo y seguir luchando, por ejemplo, mediante el envío de 251.000 comunicados del Departamento de Estado de Estados Unidos, junto con miles de páginas de archivos secretos de la base de Guantánamo a más de cien países, todo un esfuerzo logístico, legal, cultural y político[28]. En los escasos momentos de pausa –debidos a una conexión a Internet poco fiable, que en ocasiones se cortaba a causa de la nieve– vigilábamos de cerca los cambios que se iban produciendo y reflexionábamos sobre el significado de todo ello. Prometíamos a nuestras fuentes un gran impacto, y no les estábamos defraudando; si alguno acababa en la cárcel, no habría sido en vano.

 

* * *

 

En el mes de junio, en este ambiente convulso, fue cuando Google se presentó ante mí, aterrizando en un aeropuerto de Londres y cubriendo en coche el largo trayecto hacia el este de Inglaterra hasta Norfolk y Beccles. Schmidt llegó el primero, acompañado por su entonces compañera, Lisa Shields, aunque cuando él me la presentó como vicepresidenta del Consejo de Relaciones Internacionales –un comité de expertos estadounidenses especialistas en política exterior– tampoco le di excesiva importancia; Shields parecía recién salida de Camelot, y a principios de los años 90 se la pudo ver junto a John Kennedy Jr. Ambos se sentaron conmigo e intercambiamos cumplidos y bromas durante un tiempo de cortesía, pasado el cual me comunicaron que habían olvidado traer su dictáfono, por lo que tuvimos que utilizar el mío, acordando que yo les enviaría la grabación y ellos a su vez me remitirían la transcripción para su revisión a efectos de exactitud y claridad. Nada más comenzar, Schmidt se lanzó sin miramientos a la parte más honda de la piscina, interrogándome sin tapujos acerca de las bases organizativas y tecnológicas de WikiLeaks.

Poco tiempo después llegaron Jared Cohen y un tal Scott Malcomson, el editor del libro. Tres meses después de la reunión, Malcomson sería nombrado jefe de redactores de discursos en el Departamento de Estado y principal asesor de Susan Rice (entonces embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas y actualmente consejera de Seguridad Nacional); anteriormente había sido asesor senior en la ONU, y durante muchos años ha sido miembro permanente del Consejo de Relaciones Internacionales. En el momento de escribir este libro, trabaja como director de comunicaciones en el Grupo de Crisis Internacionales[29].

En aquel momento, la delegación era una cuarta parte Google y tres cuartas partes del departamento de política exterior de Estados Unidos, pero yo eso aún lo ignoraba. Cumplidos los apretones de manos de rigor, nos metimos rápidamente en materia.

Schmidt demostró ser un formidable entrevistador. A sus cincuenta y muchos años, ligeramente bizco tras sus grandes anteojos y vestido a la antigua, su adusta y taciturna apariencia ocultaba la mente analítica de una máquina. Sus preguntas se dirigían a menudo al corazón mismo del asunto, revelando una poderosa inteligencia estructural, el mismo intelecto que había logrado abstraer los principios de ingeniería de software para convertir a Google en una megaempresa, asegurándose de que la infraestructura corporativa siempre estuviese a la altura de la tasa de crecimiento. Era una persona que sabía perfectamente cómo construir y mantener sistemas: sistemas de información y sistemas de personas. Mi mundo era nuevo para él, pero también era un mundo de procesos humanos en desarrollo, escalas y flujos de información.

Para ser un hombre de inteligencia tan sistemática, las ideas políticas de Schmidt –por lo que pude inferir de nuestra discusión– eran sorprendentemente convencionales, incluso banales. Entendía con rapidez las relaciones estructurales, pero le costaba mucho verbalizar buena parte de ellas, a menudo tenía que meter con calzador las sutilezas geopolíticas en la jerga mercantil de Silicon Valley o en el osificado microlenguaje de sus compañeros, típico del Departamento de Estado[30]. Cuando realmente se encontraba en su elemento era cuando hablaba (tal vez sin ser consciente de ello) como un ingeniero, fragmentando las complejidades en sus componentes ortogonales.

Cohen me pareció un buen oyente, pero un pensador menos interesante, poseedor de esa incansable cordialidad que se ve con frecuencia en generalistas de carrera y académicos de Rhodes. Como era de esperar dado su historial en política exterior, Cohen tenía un buen conocimiento de los puntos candentes y los conflictos internacionales, y se movía con soltura de uno a otro, detallando diferentes situaciones hipotéticas para poner a prueba mis afirmaciones. Sin embargo, en ocasiones daba la impresión de que se extendía en exposiciones ortodoxas de una forma que parecía diseñada para impresionar a sus antiguos colegas en el ámbito oficial de Washington. Malcomson, más mayor, era más reflexivo, y sus aportaciones eran meditadas y generosas. Shields permaneció en silencio durante la mayor parte de la conversación, tomando notas y siguiéndoles el juego a los mayores egos presentes alrededor de la mesa, mientras hacía el verdadero trabajo.

En tanto que entrevistado, lógicamente se esperaba de mí que llevase el peso de la conversación, y a lo largo de las horas que pasamos juntos intenté guiar a mis interlocutores hacia mi visión del mundo. Para gran mérito suyo, considero que aquella fue tal vez la mejor entrevista que me han hecho nunca. Me encontré todo el tiempo fuera de mi zona de confort, y eso me gustó. Tras un ligero almuerzo dimos un paseo por los campos adyacentes, siempre con la grabadora en marcha. Pedí a Schmidt que filtrase a WikiLeaks peticiones de información realizadas a Google por el gobierno de Estados Unidos, y él se negó, súbitamente nervioso, aludiendo a la ilegalidad de revelar peticiones según la Patriot Act. Finalmente, llegó la noche y todo terminó; se marcharon de vuelta a las irreales y remotas salas de audiencias del imperio de la información, y yo me quedé para ocuparme nuevamente de mi trabajo. Fue el final de todo aquel asunto, o eso pensé.

 

* * *

 

Dos meses después, la publicación de los comunicados del Departamento de Estado por parte de WikiLeaks llegó abruptamente a su fin. Durante nueve meses habíamos gestionado cuidadosamente la progresiva publicación, atrayendo a más de cien medios de comunicación de todo el mundo, distribuyendo los documentos en sus regiones de influencia, y supervisando un sistema global y sistemático de publicación y redacción, con vistas a lograr el máximo impacto para cada fuente.

Sin embargo, en un acto de suprema negligencia, el periódico The Guardian –antiguo colaborador nuestro– había revelado la contraseña confidencial para el descifrado de los 251.000 comunicados en el título de un capítulo de su libro, publicado apresuradamente en febrero de 2011[31]. A mediados de agosto descubrimos que un antiguo empleado alemán –al que yo mismo había despedido en 2010– estaba manteniendo relaciones comerciales con un amplio abanico de organizaciones e individuos para intentar vender al mejor postor la localización del archivo codificado y de la contraseña que aparecía en el libro. Al ritmo al que se estaba difundiendo esta información, estimamos que en menos de dos semanas todas las agencias de inteligencia, contratistas e intermediarios tendrían acceso a todos los comunicados, pero el gran público no.

Entonces llegué a la conclusión de que era necesario dar a conocer nuestro programa de publicaciones para los próximos cuatro meses y contactar con el Departamento de Estado para que quedase constancia de que les habíamos advertido con suficiente antelación, y de esta forma impedir que se produjese otro ataque legal o político. Incapaces de contactar con Louis Susman, por entonces embajador estadounidense en el Reino Unido, probamos entonces a llamar a la puerta principal. La directora de investigaciones de WikiLeaks, Sarah Harrison, contactó entonces con el Departamento del Tesoro e informó al operador que «Julian Assange» deseaba hablar con Hillary Clinton. Como era de prever, esta información fue recibida inicialmente con incredulidad burocrática, y pronto nos encontramos representando una nueva versión de la famosa escena de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, en la que uno de los personajes interpretados por Peter Sellers llama por teléfono a la Casa Blanca para informar de una inminente guerra nuclear e inmediatamente es puesto en espera. Al igual que en la película, fuimos poco a poco escalando la jerarquía, hablando con funcionarios de rango creciente hasta llegar al jefe de asesores legales de Clinton, quien nos dijo que nos llamaría en breve. Colgamos el teléfono y esperamos pacientemente.