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Mía lo tiene todo: una familia estupenda, unas amigas a las que adora y un novio espectacular. Pero cuando Leo la abandona el mismo día en que se iban a casar, su mundo se derrumba. Su vida se convierte en un caos cuando su madre y su hermana se alían para formar el "comité de casamenteras" y la embarcan en una serie de citas desastrosas de las que Mía solo quiere salir corriendo. Jon parece un chico encantador, y es el único que ha conocido sin que el "comité" lo haya planeado. Si no fuera porque es totalmente opuesto a Leo, quizás le llamaría más la atención. Sin embargo, hay algo en él que no termina de encajar… ¿Qué será lo que esconde? "Este libro está escrito en primera persona. La narración es ágil y la trama sencilla, los diálogos son reales, tienen un hablar coloquial. La escena final es como la de las películas románticas, muy intensa. Es un libro entretenido, para pasar una tarde tranquila además se lee muy rápido." El Rincón de la Novela Romántica - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 226
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
www.harlequinibericaebooks.com
© 2013 Ana Gómez Vega. Todos los derechos reservados.
CUANDO NO ESTÉS, N.º 6 - 14.3.13
Publicada originalmente por Harlequin Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
HQÑ y logotipo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
I.S.B.N.: 978-84-687-3137-7
Editor responsable: Luis Pugni
Imagen de cubierta: ANDREKA/DREAMSTIME.COM
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
El cielo se rompe. Pienso en ello mientras conduzco bajo la intensa lluvia. Los faros del coche apenas consiguen alumbrar la carretera, el parabrisas no da abasto, y me doy cuenta que estoy disfrutando esa sensación de desafío, de peligro. Es extraño. Estoy al límite.
Una oportuna canción inunda la atmósfera en la voz de Adele. Traduzco un trozo del estribillo. A veces el amor dura, pero otras en cambio duele. Mi corazón se da una zambullida. Y al rato suspiro profundamente, cierro los ojos y trago saliva, y me cubro de mierda y de pensamientos espantosos; pero no lloro. Porque probablemente he gastado mi cupo de lágrimas, y a menos que me regalen otra vida, es posible que no vuelva a llorar por nada.
Y entonces no sé si es el otro conductor o soy yo quien invade el carril contrario, pero automáticamente doy un volantazo. Mi coche se sale literalmente de la carretera. No sé si estoy volando o derrapando por una cuneta, pero me sorprendo rezando por matarme. El coche se estrella contra algo y frena bruscamente. Me he golpeado la cabeza contra el volante y curiosamente una agradable sensación me invade. Todo ha terminado, por fin. Cierro los ojos, quiero dormir, y Adele termina su canción. A veces el amor dura, pero otras en cambio duele.
Vivi ha vuelto a probarse otro vestido. Estoy desesperada. Se mira detenidamente en los espejos que proyectan su reflejo hasta el infinito. Son las siete de la tarde y aún no se ha decidido. Miro el reloj y resoplo una vez más, pero ella parece no darse cuenta. Vuelve a poner esa cara de desacuerdo y yo adivino la frase:
—No, no me convence.
Se baja del taburete y le pide a la dependienta que le baje la cremallera con urgencia. Yo me echo hacia atrás en el sillón y pongo los ojos en blanco. Nerea está a mi lado ojeando alguna revista de complementos, mirando de vez en cuando por encima de sus gafas de pasta negra, ajena a la situación. En realidad, creo que siempre ha estado al margen de todo, desde que la conocí en el colegio cuando íbamos a preescolar. Su cigüeña la dejó en una órbita diferente a la nuestra.
Otro vestido vuela por encima de nuestras cabezas, de gasa vaporosa. Un azul precioso. Pienso que Viviana tiene que estar guapísima con él, a juego con sus ojos. Mi prima le dedica una mirada de desprecio.
—No voy a probármelo —dice tajante. La dependienta se detiene al instante—. Tiene miles de capas, pareceré una cebolla. Y no me gusta el color. —Yo me revuelvo en mi asiento.
—Lo tenemos en rosa —dice dubitativa la chica que sostiene el vestido.
—¿En rosa? —Vivi parece horrorizada—. Pareceré un pastelito de fresa y merengue.
Dudo mucho que Viviana parezca un pastelito ni nada parecido. Pero es tan guapa como testaruda y ya son las siete y cuarto. Miro hacia la puerta de cristal para distraerme. Julia sigue fuera hablando por teléfono. Debe ser algo bastante importante, porque gesticula mucho con las manos mientras mantiene la conversación. De repente parece que cuelga enfadada y entra en la tienda echando chispas.
—¿Qué le queda? —nos pregunta a Nerea y a mí señalando con la cabeza hacia la puerta del probador.
—Estamos peor que al principio —digo con desesperación.
Julia guarda el teléfono móvil en su bolso con brusquedad y da los pasos oportunos hasta acercarse al probador. Golpea la puerta con los nudillos y sin esperar respuesta comienza a hablar.
—Sal de una vez y elije un puto vestido. Tú no eres la novia, así que decídete ya. Ni siquiera Mía tardó tanto tiempo...
Dice poniendo los ojos en blanco. Así es mi hermana. Normalmente usa un taco por cada frase. El número de veces que suelta palabrotas es directamente proporcional a lo impaciente que esté y a la cantidad de palabras que enlace. Después me mira.
—Mía, tengo trabajo que hacer —me espeta en su estado permanente de enfado—. Tengo a Lola al teléfono poniendo a parir a todo el mundo. Si pasan diez minutos antes de que regrese a la oficina, te aseguro que esa zorra se encargará de que me despidan antes de que acabe la semana —yo pongo cara de «lo sé, lo sé». Julia parece relajarse—. Sé que es tu boda y que prometimos hacerlo todo juntas, pero ¿crees que podréis elegir ese puñetero vestido sin mí?
—Creo que podríamos intentarlo —digo con sorna—. Aunque no te aseguro que no muera nadie en el intento.
—Si hay que deshacerse de algún cadáver ya sabes que conozco al tipo perfecto —bromea. Nerea levanta los ojos de su revista y sacude la cabeza.
—Algún día alguien os oirá hablar así y os meterán en la cárcel.
He oído que en la cárcel se come y se duerme gratis —murmura Julia con sarcasmo, fingiendo que se lo plantea realmente—. No parece mala opción.
Y allí no tendrías que aguantar a Lola —le sugiero subiendo las cejas.
Puede que matarla a ella sea el plan perfecto —apunta. El teléfono suena en el interior de su bolso—. Y puede que sea muy pronto —añade mientras contesta al teléfono—. ¡Qué!
Luego desaparece de la tienda. La veo alejarse a través del cristal y Viviana abre la puerta del probador.
—¿Se ha ido ya? —pregunta asomando la cabeza atemorizada. Yo asiento—. Cuando la oigo hablar así me da miedo. Porque es mi prima, si no pensaría que habla en serio.
—¿Y quién te dice que no sea así? —masculla Nerea mientras pasa una hoja de la revista despreocupadamente. Vivi la mira horrorizada.
—Creo que me quedaré con este. —Se decide rápidamente señalando el vestido que lleva puesto. Yo sonrío, la situación me divierte, tanto que casi olvido que a las ocho he quedado con Leo, que son las siete y media, y que aún tengo que conducir hasta el otro extremo de la ciudad.
Aparco sin demasiado esfuerzo, y me alegraría por ello si no fuera porque he estado atrapada en un atasco y ya son más de las ocho y media. Tengo ganas de matar a alguien. No. Tengo ganas de matar a Vivi.
Cruzo corriendo sin mirar. Oigo el frenazo y el claxon de un coche que casi me atropella, y soy consciente de que el semáforo está en rojo para mí, pero es que llego demasiado tarde. Sacudo la mano a modo de disculpa y me cuelo en el vestíbulo del edificio.
Llamo repetidamente al botón del ascensor.
—Eso no hará que llegue antes —murmura alguien a mi espalda. Me giro. Lo miro con expresión de: «¿acaso te conozco?» Pero el chico me sonríe. Normalmente no soy tan borde con la gente. El ascensor abre sus puertas. Me cuelo dentro rápidamente. Él también—. ¿A qué piso vas?
—Al décimo —contesto, pero antes de que pulse el botón, yo ya tengo el dedo puesto sobre el número.
Llego a mi planta y me despido. Corro por el pasillo y en la carrera me doblo un pie. Mierda. Voy cojeando hasta la puerta, miro el reloj. Vaya... Las nueve menos cuarto. Llamo al timbre y la puerta se abre instantáneamente.
Y allí está Leo. Me mira con sus ojos verdes, casi grises, y yo me derrito. No necesito nada más. Sé que odia la impuntualidad, pero alguna vez me dijo que a mí podía permitírmelo todo, incluso que llegase tarde. Y el corazón se me infla cuando dice cosas así, cuando me sonríe como lo está haciendo ahora mismo. Le devuelvo la sonrisa y me besa inesperadamente. En mitad del pasillo de su edificio, sujetándome por el cuello y estrechándome contra su cuerpo. Y enseguida tengo unas ganas locas de hacer el amor, aunque sea allí mismo, contra la pared. Y me pregunto si siempre lo desearé de la misma forma, con la misma intensidad... Y cuando hablo de estas cosas con las chicas, Julia siempre pone los ojos en blanco, suelta algún disparate y luego dice que me tiene hechizada, que es un puñetero brujo.
Me suelta y logro recomponerme mientras entro en su casa y él cierra la puerta.
—¿Qué ha pasado? —pregunta mientras camina hasta la cocina. Yo le sigo.
—Viviana se ha probado todos los vestidos de la tienda. —Leo sonríe y sacude la cabeza. Coge una botella de vino y me tiende dos copas—. Ha sido desesperante. Ya sabes cómo es.
Y sabe muy bien cómo es porque la conoce desde antes que a mí. De hecho estudiaban juntos en la universidad, y fue precisamente ella quién me lo presentó una noche de fiesta. Yo estaba lo suficientemente borracha como para pedirle que me echase un polvo. Y aún me sorprende que accediera a mi proposición.
Cuando me desperté al día siguiente en su cama me sentí como una cualquiera. Nunca había hecho algo parecido. Era prácticamente virgen, como decía mi hermana. Aparte de un novio que tuve al acabar el instituto, y de un viejo amor de verano, no me había acostado con nadie más. Pero cuando levanté las sábanas y vi que no llevaba bragas, todo el concepto que tenía de mí misma comenzó a desmoronarse. Apenas recordaba su nombre, podía ser un psicópata o tener alguna enfermedad, pero allí estaba, desnuda, desmemoriada y en su cama.
Pero cuando Leo se despertó y me clavó sus ojos verdes grisáceos, comencé a caer en una espiral de deseo intenso. No lo recordaba tan guapo la noche anterior, pero de repente me atrapó y decidí que no quería volver a estar en la cama con ningún otro hombre.
Ahora me parecía increíble que fuésemos a casarnos en menos de un mes.
—¿Y se ha decidido al final?— pregunta con sorna mientras descorcha la botella. Yo salgo de mis pensamientos pasados.
—Sí. Julia ha estado a punto de matarla, pero por suerte no ha habido víctimas.
Leo sonríe divertido. Me sirve un poco de vino y yo lo pruebo. Está exquisito. Todo lo suyo lo está, pienso lujuriosamente. Leo es uno de esos tipos de gustos bonitos y caros, viste con tanta elegancia que a veces pienso que entiende más de moda que yo misma, y siempre sabe acertar con un regalo. Vuelvo a beber de mi copa, el vino debe haberle costado una fortuna, él siempre se rodea de cosas lujosas.
Estamos sentados uno frente al otro y huelo algo delicioso desde el salón, la cocina también se le da bien. Todavía estoy buscando algo en lo que no sea casi perfecto. Incluso sopesé la posibilidad de que fuese gay, pero me quedó confirmadísimo que no lo era. Aspiro el aroma de algo que ha metido en el horno y después bostezo.
—¿Estás cansada? —pregunta con aire preocupado.
—Un poco —confieso y estoy a punto de frotarme los ojos, pero recuerdo que estoy maquillada y me contengo.
—Qué pena —murmura bebiendo de su copa con aire distraído—. Tenía intención de hacerte el amor durante toda la noche, pero si tienes tanto sueño...
Suelta esa frase y algo se enciende súbitamente en mi interior. Como un interruptor que salta con una sobrecarga eléctrica. Y de repente siento que estoy completamente despierta, y que lo último que deseo es quedarme dormida.
—Creo que igual puedo hacer un esfuerzo —murmuro, bromista. Leo me sonríe lascivamente y al final acabamos haciendo el amor.
Cuando terminamos me doy cuenta de que aún sujeto mi copa y milagrosamente no he derramado ni una gota de vino. Leo me mira extasiado con las pupilas dilatadas. Bajo la luz tenue del salón y con el pelo revuelto está aún más guapo si cabe. Le sonrío hipnotizada por sus encantos y él me devuelve la sonrisa y me besa con ternura. Y de repente, casi estoy lista para hacer el amor de nuevo. Leo se da cuenta, porque él siempre nota ese tipo de cosas.
—¿Quieres más? —pregunta divertido. Yo ronroneo como un gatito y Leo suelta una carcajada—. ¿Qué te parece si cenamos y luego te llevo a la cama? —No me queda más remedio que asentir resignada.
Me dirijo al baño para arreglarme un poco. Leo se va hasta la cocina y le oigo soltar un taco cuando saca la comida del horno. Me recojo el pelo mientras me miro en el espejo y me arreglo la ropa comprobando que todo esté en su sitio.
—¿Te gusta la lasaña carbonizada? —le oigo gritar. Me acerco hasta la cocina que se ha llenado de humo. Y lo veo agitando un trapo, intentando disiparlo. Tose un poco y a mí me da la risa. Finalmente me mira con una mueca burlona, tira el paño sobre la encimera y me agarra los hombros dándome la vuelta para salir—. Al restaurante, definitivamente...
Sin reservar mesa entramos en uno de los restaurantes más chic de la ciudad. Lo único malo del caso es que es invierno y no se puede disfrutar de la terraza descubierta estilo chill out, pero aun así nos dan una mesa bajo la cúpula acristalada. El teléfono de Leo suena mientras el maître nos sirve el vino. Me mira con esa expresión tan suya de «tengo que contestar», y yo me quedo catando el vino, al más puro estilo de un buen sommelier, como me enseñó mi padre.
Mientras espero a que regrese le doy vueltas a mi anillo de pedida. Es una sortija refinada, de oro blanco y un diamante engastado. No dejo de observarla asombrada. Mi madre siempre dice que el precio de la alianza es directamente proporcional al cariño que la otra persona te tiene. Y a juzgar por el precio de esta, Leo me ama con locura.
Vuelve a la mesa con una expresión gris cruzando su cara. Me preocupa. Se desabrocha el botón de su americana y toma asiento.
—Problemas con la nueva fusión —me informa ante mi mirada inquisidora.
—¿Muy graves?
—Los chinos se han negado a firmar. —Leo mueve los cubiertos—. Dice Walter, el subdirector de Singapur, que no terminan de ver claras ciertas cláusulas del contrato.
—Ejem. —No entiendo mucho de finanzas.
—Tendré que volar a Malasia la próxima semana. —Yo asiento, ya estoy acostumbrada a sus vuelos inesperados. De repente me acuerdo de algo.
—La semana que viene es la prueba del menú —le informo con urgencia.
—Mierda —masculla al recordarlo él también—. ¿Podrás hacerlo sola? —me pide agarrando mi mano por encima de la mesa. Yo la aparto enfadada y pongo los ojos en blanco al tiempo que me echo hacia atrás en la silla—. Puede acompañarte alguna de las chicas. —Lo miro con desaprobación—. Le pediré a mi madre que vaya... No, mejor a mi hermano, tiene prácticamente mis mismos gustos.
—No —protesto—. No quiero que venga ni tu madre, ni tu hermano... Esto es algo entre tú y yo.
—Lo sé, nena. Lo sé. —Busca la forma de acariciarme la mejilla por encima de la mesa, Pero como es muy grande no alcanza. Se echa también hacia atrás en su asiento y saca el móvil del bolsillo. Hace un par de movimientos en su pantalla táctil y se lo lleva al oído—. Tatiana, necesito que retrases mi reunión de Singapur. No. A partir del jueves me viene bien. ¿Qué billete? Cancela el vuelo —de repente parece molesto—. Me da igual. ¿Agenda? Explícame cómo es posible que yo acabe de enterarme y tú hayas sido tan adelantada de reservar un avión. Pues agradezco tu competencia profesional, pero la próxima vez asegúrate de contratar vuelos con derecho a cancelación. —Leo espera, me mira. Está furioso con su secretaria, y de repente me siento tremendamente culpable por el rapapolvo que le está echando—. Dime. Genial —masculla enfadado sacudiendo la cabeza—. Reserva otro vuelo a partir del jueves —le ordena—, con derecho a cancelación. ¿Sabrás hacerlo? —Pobre chica. Espera de nuevo. A mí se me ha quitado el hambre, y tengo ganas de decirle que lo olvide todo. Yo iré sola a probar el menú—. Bien. ¿Listo? Debería descontarlo de tu sueldo —dice finalmente y cuelga sin más preámbulos.
Me mira y dulcifica su expresión. Yo le miro horrorizada, aún siento lástima por Tatiana. Me la imagino dándose cabezazos contra el teclado, corriendo a casa y llorando bajo la almohada.
—Pobre chica —susurro.
—¿Pobre chica? —repite extrañado.
—Te has pasado con ella.
—¿Eso crees? Le llamo la atención cuando comete errores en su trabajo. Simplemente —dice tajante.
—Sí, pero podrías ser menos duro con ella —insisto. Leo suspira y sacude la cabeza.
—No es así cómo funcionan las cosas —murmura.
—Pues deberían.
—Tú y tu forma rosa de ver el mundo.
Se ríe y me contagia su sonrisa. Y de repente ya me he olvidado de Tatiana y de sus cabezazos contra el ordenador. Y cuando llegamos a casa volvemos a hacer el amor en el sofá, y después una vez más en la cama. Esta última vez estoy tan cansada que me quedo dormida entre sus fuertes brazos, aspirando su aroma. Y sueño con el día de nuestra boda, con mi vestido al que aún hay que hacerle algunos arreglos, con la prueba del menú, con la luna de miel...
Me despierto acalorada. Leo está pegado a mi espalda, y me envuelve con uno de sus brazos. Me doy la vuelta con el cuidado suficiente de no despertarle. Él se mueve en sueños, se acomoda de nuevo y logro quedarme atrapada bajo su brazo, mirándolo a la cara. Estoy enamorada hasta la médula. Cada célula de mi cuerpo lleva su nombre, como un escrito de propiedad. Le observo en silencio. Es tremendamente guapo. Demasiado. Nerea siempre dice que tiene una de esas bellezas peligrosas, que te engancha como la cocaína sin que puedas escapar. Y cuando Vivi me cuenta sus escarceos amorosos de la universidad tengo que pedirle que pare antes de que el corazón me estalle de celos.
Leo se estremece en sueños, parece que tenga una pesadilla. Y estoy tentada a despertarle, pero por otro lado me gusta disfrutar de esos momentos de paz, y observarle detenidamente sin que se dé cuenta. Mueve sus caderas y logra encajarse de tal manera que su erección mañanera me saluda intensamente, yo subo una de mis piernas y le rodeo apretándome contra él. Aún está dormido, pero sólo con ese roce ya estoy a mil.
Suspira y entreabre sus somnolientos ojos. Intenta moverse, pero yo se lo impido. Me sonríe travieso.
—¿Estoy atrapado, señorita Sena?
—Eso parece...
No sé cómo lo hace, pero logra zafarse de mi atadura, gira sobre su costado y acaba sobre mí, sujetándome las muñecas por encima de mi cabeza, de manera que ahora soy yo la que está presa.
—Has sido una chica mala —dice juguetón—. Creo que tendré que darte tu merecido.
—Umm... ¿Y de qué se trata? —pregunto entrando en su juego. Leo se acerca hasta mi oído y me susurra cosas muy calientes. Todo lo que va a hacerme con pelos y señales. Y antes de que empiece yo ya me desbordo de placer.
He escogido un vestido negro azabache para la prueba del menú. Me miro en el espejo de mi habitación antes de irme, indecisa sobre qué ponerme para completar el modelito. Julia ha pasado a visitar a nuestros padres y me pilla frente a un despliegue de complementos.
—¿Piensas montar un mercadillo con todo esto? —pregunta con ironía al tiempo que coge algunos collares.
—Debería... No encuentro nada que combine —digo desesperada señalando el vestido.
—Es negro. El negro va con todo —dice y se queda tan ancha. Como si acabara de resolver el misterio del universo—. ¿Hoy es la prueba del menú? —Yo asiento distraída mientras me pruebo una pulsera y algún collar—. ¿Vais solo Leo y tú? —arrugo la nariz, suelto el collar y asiento a la pregunta de mi hermana—. ¿Necesitas que te acerque a algún sitio?
—No hace falta.
—Aparcar en el centro es prácticamente imposible a esta hora.
—Leo viene a buscarme. Tiene plaza de aparcamiento.
—Oh, olvidaba que el magnate de las finanzas tiene dinero para permitírselo —suelta con mordacidad. Quiere que piense que solo se trata de una broma, pero yo sé que a Julia no le cae bien Leo, y el sentimiento es mutuo. No se soportan más de lo necesario, pero a mí no me preocupa, siempre y cuando no estalle ninguna batalla campal entre ambos—. Toma —la miro a través del espejo y veo que se está quitando su collar de perlas—, póntelo.
—Estás loca. No —me niego—. La abuela te lo dio y...
—La abuela ya está muerta —me interrumpe con su falta de tacto habitual—. No creo que venga del más allá a reclamarlo.
—Julia...
—Vamos, sé que te gusta. Cógelo antes de que me arrepienta —me lo extiende en su mano y cierra los ojos fingiendo que no quiere ver cómo lo cojo. Es la primera vez que me lo pongo, sé que para Julia tiene un valor especial, a pesar de que bromee con el tema. Me miro al espejo. No estoy muy convencida. Mi hermana se coloca a mi lado y mira mi reflejo—. Perfecta. Al más puro estilo Audrey Hepburn.
Llegamos puntuales al restaurante, con Leo es imposible no hacerlo. Está lloviendo de nuevo, y me alegro de haberme recogido un moño, o el pelo comenzaría a encresparse y a cobrar vida propia.
Nos atiende el gerente en la puerta. Leo suelta mi mano para saludarle y yo hago lo propio. Nos pide que le sigamos y Leo coloca su mano en mi espalda mientras caminamos. Se acerca a mi cuello y oigo cómo aspira el perfume que él mismo me regaló. Sé que le encanta que lo use. Yo sonrío y noto como coge aire para susurrarme algo.
—Estás preciosa esta noche. Siempre lo estás... Pero hoy especialmente.
Y entonces adoro fervientemente a mi hermana, su collar de perlas, a mi abuela y a Audrey Hepburn.
—En noviembre —resopla Nerea y me mira por encima de sus gafas...
—¿Y bien? —me hago la sueca ignorando su comentario. Nerea sigue tecleando en su portátil.
—Lluvia —dice finalmente—. Intervalos nubosos y mucha lluvia.
Me da el parte meteorológico del día de mi boda. Se echa hacia atrás en su silla, se quita las gafas y me mira interrogante, con esa expresión de «¿a quién se le ocurre?». Nadie se casa en noviembre, lo sé. Todo el mundo espera a la primavera o al final del verano. Pero nosotros queremos ser diferentes. Bueno, eso y que en la iglesia escogida por la familia de Leo solo tenían hueco para entonces. Hueco que conseguimos a partir de un donativo muy sustancioso que mi suegro abonó voluntariamente al sacerdote. «El dinero es el motor del mundo», dice siempre. Yo no me he criado en una familia tan adinerada como la suya, pero prefiero pensar que el motor del mundo es el amor.
Leo ya ha llegado a Malasia. Me llama sin tener en cuenta la diferencia horaria y el teléfono me despierta de madrugada. Me alegra que lo haga, pero no puedo evitar dar un salto en la cama. El corazón se me ha subido a la garganta del susto, y mientras intento tragármelo, él me habla al otro lado. A miles de kilómetros.
—Te echo de menos —susurra con voz dulce. Aún no llevamos ni veinticuatro horas separados y yo siento lo mismo.
—Lo sé —digo medio dormida—. ¿Crees que podría coger un vuelo de última hora e ir hasta allí? —bromeo. Leo finge que se lo piensa.
—Creo que tengo en mi empresa una nave de teletransporte. Viene genial para estos casos. Úsala. —Yo suelto una carcajada.
—¿Qué tal el vuelo?
—Largo y pesado —contesta—. ¿Qué tal tu día?
—Bien... Pero lloverá —recuerdo con abatimiento.
—¿Lloverá?
—El día de la boda. Lloverá a mares —le explico.
—¿Qué importa eso? —dice restándole importancia—. Todo saldrá bien, Mía. Voy a casarme contigo, me da igual que el cielo planee soltar el diluvio universal. —Y de repente sus palabras se me cuelan hasta el corazón, haciéndome inmensamente feliz, y una tranquilidad abrumadora me envuelve—. Mía, estoy en la sala de reuniones con Walter. Tengo que dejarte, los chinos acaban de llegar.
—Está bien. Suerte —le deseo—. Estaré pensando en ti.
—Y yo más en ti. Un beso.
Me doy la vuelta en mi cama y me abrazo a la almohada para volver a coger el sueño. Pero ya no puedo dormirme. Estoy desvelada y emocionada por la boda, y por primera vez empiezo a sentir esos nervios de los que tanto habla la gente.
Mi padre está decidiendo qué corbata ponerse. Es el padrino, la primera vez que va a serlo y está nervioso. Las ha desplegado todas sobre la cama, junto a la camisa y el chaqué, y las va combinando como si fuera un asesor de imagen. Nunca creí a mi padre tan implicado con la moda. Mi hermana y yo lo observamos divertidas.
—Papá, esa —dice Julia. Y señala una en color púrpura.
—¿No es demasiado rojo? —pregunta mi padre arrugando la nariz. Una vieja costumbre familiar.
—No, es granate. Esto es rojo —responde Julia sosteniendo una—. Y por cierto, es horrible. ¿De dónde la habéis sacado?
—Mamá arrasó en la tienda ante la indecisión —le aclaro yo con sarcasmo. Julia me mira subiendo las cejas, luego sacude la cabeza.
—¿Tú qué opinas? —me pregunta papá.
Yo echo un vistazo. No soy muy de rojos intensos, así que señalo una color aguamarina. Nada que ver. Mi padre me mira ceñudo, luego mira a Julia. Ella se encoge de hombros con los brazos cruzados, y lo mira con cara de «tú sabrás».
—Mejor la granate —decide papá al fin.
Yo sonrió. Realmente me da igual qué corbata lleve. Sé perfectamente que elegirá la que a Julia le parezca bien. Ella siempre ha sido su ojo derecho. Tienen una complicidad especial, muy distante de la que tengo yo. La poca complicidad que yo pudiera lograr con mi padre la perdí de pequeña, el día que me llevó a pescar y solté la canoa antes de que nos subiéramos. Nadie la encontró jamás.
—Por cierto, Mía —me informa papá—. Han llamado de la agencia de viajes. Tienes que ir mañana a firmar no sé qué papeles. —Papá no es demasiado bueno cogiendo recados—. Han insistido mucho en que tengas el pasaporte en regla.
—¿Lo tienes en regla? —pregunta rápidamente Julia. En un tono estridente, como si tuviera que irme al fin del mundo dentro de dos horas.
—Sí, supongo que sí. —Nunca recuerdo ese tipo de cosas.