Cuentos completos - Virginia Woolf - E-Book

Cuentos completos E-Book

Virginia Woolf

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En Cuentos completos se reúnen relatos y cuentos escritos por Virginia Woolf. Autora también de novelas y con una vasta producción ensayística, la literatura de Virginia Woolf puede observarse pulida y prolija a través de sus cuentos y relatos breves, como en La sociedad: "Así comenzó todo. Éramos un grupo de seis o siete reunidas después del té. Algunas miraban hacia la sombrerera de enfrente, donde las plumas rojas y las pantuflas doradas seguían iluminadas en la vidriera; otras dejaban pasar el tiempo construyendo pequeñas torres de azúcar en el borde de la bandeja del té. Pasado un momento, según lo recuerdo, nos ubicamos alrededor del fuego y comenzamos, como de costumbre, a elogiar a los hombres. Qué fuertes, qué nobles, qué inteligentes, qué valientes, qué bellos eran; y cómo envidiábamos a aquellas que, por las buenas o por las malas, lograban unirse a uno de por vida. Hasta que Poll, que había permanecido en silencio hasta el momento, rompió a llorar. Poll, debo admitirlo, siempre ha sido algo extraña. Para empezar, su padre era un hombre extraño. Le dejó una fortuna en su testamento, pero con la condición de que leyera todos los libros de la biblioteca de Londres. Intentábamos consolarla lo mejor que podíamos, pero en el fondo sabíamos que era inútil."

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Virginia Woolf nació en Londres, Inglaterra, en 1882, con el nombre Adeline Virginia Stephen. Su padre era sir Leslie Stephen, distinguido crítico e historiador; por esta razón, Virginia Woolf creció en un ambiente frecuentado por literatos, artistas e intelectuales. Después del fallecimiento de su padre, en 1905, se mudó con su hermana Vanessa (pintora) y sus dos hermanos al barrio londinense de Bloomsbury, que pasó a ser el centro de reunión de antiguos compañeros universitarios de su hermano mayor, entre los que figuraban intelectuales como el economista John Maynard Keynes y los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein. De estos encuentros surgió la denominación “Grupo de Bloomsbury”, que designaría a este colectivo de intelectuales que se reunían periódicamente. En 1912, se casó con Leonard Woolf, economista y miembro del grupo, con quien fundó cinco años después la editorial Hogarth Press, que editó la obra de Woolf, así como también la de Katherine Mansfield, T. S. Eliot y Sigmund Freud. Después de varios períodos de depresión, Virginia Woolf se suicidó en Londres, en 1940.

Woolf, Virginia Cuentos completos / Virginia Woolf. - 2a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2015. Libro digital, EPUB - (Ensayo) Archivo Digital: descarga y online Traducción de: Carolina Orloff ; Micaela Ortelli. ISBN 978-987-3847-94-31. Literatura.CuentosI. Orloff, Carolina, trad.II. Título.II. Ortelli, Micaela, trad.III. Título. CDD 823

Cuentos completos Virginia Woolf.

Traducción Micaela Ortelli y Carolina Orloff

Ilustración de Virginia Woolf Juan Pablo Martí[email protected]

Digitalizado en EPUB v3.0.1 y KF8 (DIC/2017) por DigitalBe.com©.

Este libro cumple con la especificación EPUB Accessibility 1.0 y alcanza el estándar WCAG 2.0Level A.

[email protected]

EdicionesGodotEdicionesGodot@EdicionesGodot

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Índice

La marca en la pared

Jardines de Kew

Objetos sólidos

Una novela no escrita

Una casa encantada

Lunes o martes

El cuarteto de cuerdas

La sociedad

Azul y verde

En el huerto

La señora Dalloway en Bond Street

Un colegio de mujeres visto desde afuera

El vestido nuevo

Momentos de vida. “Los alfileres de Slater no tienen punta”.

La mujer en el espejo

Día de caza

La duquesa y el joyero

Lappin y Lapinova

El hombre que quería al prójimo

El foco

El legado

Juntos y separados

Un resumen

Phyllis y Rosamond

El extraño caso de la señorita V.

El diario de la señorita Joan Martyn

Un diálogo sobre el monte Pentélico

Memorias de una novelista

La fiesta

Compasión

La cortina de la niñera Lugton

La viuda y el loro: una historia real

La felicidad

Antepasados

La presentación

Una melodía simple

La fascinación de la piscina

Escenas de la vida de un oficial de la Marina Británica

La señorita Pryme

Oda escrita parcialmente en prosa

Retratos

El tío Vanya

Gitana, la perra mestiza

El símbolo

La marea

Guía

Tapa

Introducción

Índice

La marca en la pared

[Publicado por primera vez en Two Stories, en 1917.

Publicado en Monday or Tuesday, por The Hogarth Press, en 1921]

Creo que fue a mediados de enero de este año cuando levanté la vista y vi la marca en la pared por primera vez. Para indicar una fecha primero debo recordar lo que vi. Así que ahora pienso en el fuego, en la luz amarilla fija sobre la página de mi libro, en los tres crisantemos en el florero redondo sobre la chimenea. Sí, seguramente era invierno, y recién habríamos terminado de tomar el té, porque recuerdo que estaba fumando un cigarrillo cuando levanté la vista y vi la marca en la pared por primera vez. Miré por entre el humo del cigarrillo y mi vista se detuvo un instante en el carbón ardiendo; se me vino a la mente aquella vieja imagen de la bandera roja flameando en la torre del castillo, y pensé en los caballeros rojos ascendiendo por la ladera de la roca negra. Para mi alivio, ver la marca en la pared interrumpió el pensamiento, pues es una imagen vieja, una imagen automática, que construí de niña tal vez. La marca era pequeña y redonda, negra sobre la pared blanca, situada a unos quince centímetros sobre la chimenea.

Con qué facilidad los pensamientos se lanzan sobre un nuevo objeto; lo elevan unos instantes —como hormigas cargando una brizna de paja con tanta avidez— y luego lo abandonan… Si un clavo había dejado esa marca, no podía haber sido por un cuadro; tendría que haber sido por una miniatura, la miniatura de una dama de rulos blancos, de mejillas empolvadas y labios como rojos claveles. Una falsificación desde luego, pues los que vivían en esta casa antes que nosotros habrían elegido ese tipo de cuadros: un viejo cuadro para una vieja habitación. Esa clase de personas eran personas muy interesantes. Y pienso en ellos tan a menudo, en lugares tan extraños, pues nunca los volveré a ver, nunca supe lo que pasó después. Dejaban esta casa porque querían cambiar el estilo de los muebles, así dijo él; y estaba por decir que, en su opinión, detrás de todo arte debe haber ideas cuando nos separaron, como nos separamos de la señora que está por servir el té, o del joven que está por golpear la pelota de tenis en el patio trasero de una casa en las afueras al pasar rápido en el tren.

Pero en cuanto a la marca, no estoy segura; no creo que haya sido provocada por un clavo después de todo. Es demasiado grande, demasiado redonda. Debería levantarme, pero si lo hago y la miro, apuesto diez a uno que no sabría decirlo, pues cuando algo está hecho, nunca nadie sabe cómo sucedió. ¡Oh, pobre de mí! ¡Qué misteriosa es la vida! ¡Qué inexacto es el pensamiento! ¡Qué ignorante es la humanidad! Para demostrar cuán poco control tenemos sobre nuestras posesiones, qué fortuita es la vida aun después de todos estos años de civilización, déjenme hacer un recuento de algunas de las cosas que perdemos a lo largo de la vida, comenzando por la que siempre me ha parecido una de las pérdidas más misteriosas… ¿Qué gato mordisquearía, qué rata roería, tres latas celestes con herramientas para encuadernar? Y estaban las jaulas de los pájaros, los aros de hierro, los patines de acero, los cubos para el carbón estilo Queen Anne, la tabla de bagatelas, el órgano, todos perdidos; y las joyas también. Ópalos y esmeraldas yacen bajo las raíces de los nabos. ¡Qué asunto tan trivial por cierto! Lo asombroso es que esté vestida, que esté aquí sentada entre muebles sólidos. Porque… ¡Si uno quiere comparar la vida con algo, habría que hacerlo con salir despedida por el túnel del metro a ochenta kilómetros por hora y aparecer del otro lado sin una sola horquilla en el cabello! ¡Arrojarse a los pies de Dios completamente desnuda! ¡Caer rodando por las praderas de asfódelos como un paquete marrón arrojado por la oficina de correos! Con el cabello al viento, como la cola de un caballo de carrera. Sí, eso parece expresar la rapidez de la vida, el gasto y la renovación constantes; todo tan pasajero, tan arbitrario…

Y después la vida. Los gruesos tallos verdes tirando suavemente hacia abajo para que el capullo de la flor, al abrirse, nos invada con su luz púrpura y roja. Después de todo, ¿por qué no podríamos nacer allí como nacemos aquí, indefensos, sin poder hablar ni fijar la vista, andando a tientas entre las raíces del césped, entre los dedos de los gigantes? En cuanto a decir qué son los árboles y qué son los hombres y las mujeres, o si existen tales cosas, no estaremos en condiciones de hacerlo en, digamos, cincuenta años. No habrá nada más que espacios de luz y oscuridad atravesados por gruesos tallos, y más bien en lo alto, tal vez, manchas con forma de rosa de vagos colores, tenues rosas y azules que, con el tiempo, se volverán más definidos, se volverán no sé qué cosa…

Y aún esa marca en la pared no es en absoluto un agujero. Algo negro y redondo la debe haber dejado, algo así como la hoja de una pequeña rosa que haya quedado allí desde el verano y yo, que no soy un ama de casa demasiado atenta… Mira el polvo sobre la chimenea, por ejemplo, el polvo que, así dicen, enterró a Troya tres veces, tan solo fragmentos de vasijas que se resistieron a la aniquilación total, lo cual parece ser cierto.

El árbol junto a la ventana golpea suavemente contra el cristal… Quiero pensar con tranquilidad, con calma, con tiempo, sin que nada me interrumpa, sin tener que levantarme del sillón; deslizarme fácilmente de una cosa a la otra, sin dificultad ni obstáculos. Quiero hundirme más y más profundo, lejos de la superficie y de sus duras verdades. Para recobrar el equilibrio, déjenme atrapar la primera idea que pase… Shakespeare… Bueno, servirá tan bien como cualquiera. Un hombre permanecía horas sentado en el sillón, mirando el fuego, y una lluvia de ideas caía sin cesar desde el alto cielo directo hacia su mente. Llevaba la frente a la mano, y las personas miraban por la puerta abierta (pues esta escena debe haber tenido lugar una noche de verano). ¡Pero qué aburrida es la ficción histórica! No me interesa en absoluto. Desearía dar con una línea de pensamiento agradable, una línea de la que, indirectamente, me sienta orgullosa, pues tales son los pensamientos agradables, muy frecuentes incluso en las personas modestas y sencillas que de veras creen que les desagrada escuchar elogios. No son pensamientos que nos elogien directamente —en ello radica su belleza—; son pensamientos así: “Entré en la habitación. Discutían sobre botánica. Conté cómo había visto crecer una flor en un montículo de tierra en el terreno de una vieja casa en Kingsway. La semilla, dije, debe haber sido sembrada durante el reinado de Carlos I. ¿Qué flores había durante el reinado de Carlos I?”, pregunté (pero no recuerdo la respuesta). Flores altas con capullos púrpura tal vez. Y así sucesivamente. Todo el tiempo intento embellecer la imagen de mí misma en mi mente, cariñosamente, a hurtadillas, sin adorarla abiertamente, pues me descubriría haciéndolo y tomaría instantáneamente un libro para protegerme. Es curioso cuán instintivamente protegemos nuestra imagen de la idolatría o de cualquier otro trato que pudiera ponerla en ridículo, o la hiciera tan diferente de la original que ya no se pudiera creer en ella. ¿No es curioso después de todo? Un asunto de gran importancia. Imaginen que el espejo se rompa en pedazos: la imagen desaparecería; la romántica figura rodeada de verdes y profundos bosques ya no está allí, sino tan solo la envoltura de una persona tal como es vista por los otros, ¡qué sofocante, superficial, vacío, imponente se vuelve el mundo! Un mundo inhabitable. Cuando cruzamos miradas en los metros y los autobuses vemos el espejo que refleja el vacío, lo vidrioso en nuestros ojos. Y los escritores en el futuro caerán más y más en la cuenta de la importancia de estos reflejos, pues, desde luego, no existe uno solo sino una infinidad de reflejos. Tales son las profundidades que explorarán, los fantasmas que perseguirán; dejarán cada vez más de lado la descripción de la realidad en sus historias, dando por sentado que todos la conocen, tal como lo hicieron los griegos, y Shakespeare tal vez. Pero estas generalizaciones no sirven para nada. El sonido militar en el mundo es suficiente. Nos recuerda a artículos de primera plana, a ministros de Estado, a toda una serie de cosas que, de chico, uno pensaba en sí mismas; la referencia, lo real, de lo que no podía apartarse a riesgo de sufrir una indecible condena. Las generalizaciones, de alguna manera, traen de vuelta los domingos en Londres, las caminatas de domingo por la tarde, los almuerzos de domingo; y también formas de hablar de los muertos, vestimenta y hábitos, como el hábito de sentarse todos juntos en una habitación hasta cierta hora, aunque a nadie le agradara. Una regla para cada cosa. La regla de los manteles en ese momento era que fueran bordados, con pequeñas divisiones amarillas, como las de las alfombras de los pasillos de los palacios reales que se ven en las fotografías. Manteles de otro tipo no eran verdaderos manteles. Qué espantoso, y a la vez, qué maravilloso era descubrir que estas cosas reales, los almuerzos de domingo, las caminatas, las casas de campo y los manteles, no eran completamente reales, que en verdad eran casi fantasmas, y la condena para el que no creía en ellos era tan solo una sensación de ilegítima libertad. ¿Qué ocupa el lugar de esas cosas ahora?, me pregunto. El lugar de esas cosas reales, los puntos de referencia. Los hombres tal vez, si eres mujer; el punto de vista masculino que gobierna nuestras vidas, que marca el parámetro, que establece la Tabla de Precedencias de Whitaker, que desde la guerra se ha convertido, creo yo, en una especie de fantasma para muchas mujeres y hombres y pronto, cabe esperar, causarán gracia e irán a parar a la basura, adonde van a parar los fantasmas, los aparadores de caoba y las impresiones de Landseer, los dioses y los demonios, el Infierno y todo lo demás, dejándonos con una embriagadora sensación de ilegítima libertad, si es que la libertad existe…

Bajo ciertas luces la marca pareciera, en efecto, proyectarse desde la pared. Tampoco es completamente circular. No podría asegurarlo pero pareciera proyectar una sombra perceptible que hace creer que, de recorrer con el dedo esa grieta, en determinado punto se elevará y descenderá un pequeño montículo, un montículo suave como los de South Downs que, según dicen, son cementerios y campamentos. De los dos, preferiría que fueran cementerios, con ese gusto por la melancolía tan propio de los ingleses, que nos resulta natural pensar, al final del camino, en los huesos desparramados bajo el césped… Debe haber un libro sobre ello. Algún coleccionista de antigüedades habrá desenterrado esos huesos y les habrá dado un nombre… Me pregunto qué clase de hombre es un coleccionista de antigüedades. Coroneles retirados en su mayoría, diría yo, líderes de partidos de trabajadores retirados, examinando terrones de tierra y piedra, enviándose correspondencia con el clero vecino. Las cartas se abren en el desayuno, lo que las hace parecer importantes; y la comparación de puntas de flecha exige emprender viajes a lo ancho del país, rumbo a los pueblos del condado; algo que los alegra a ellos y a sus ancianas esposas, que desean hacer dulce de ciruela o limpiar el estudio, y tener todas las razones para mantener en perpetuo suspenso la pregunta sobre los campamentos o las tumbas, mientras el coronel mismo se siente agradablemente filosófico acumulando evidencia a ambos lados de la cuestión. Es cierto que al final se inclina por creer en los campamentos; y encontrando oposición redacta un panfleto que está por leer en la reunión trimestral de la sociedad local cuando tiene un derrame cerebral y en lo último que piensa no es en su esposa o en su hijo sino en el campamento y la punta de flecha, que ahora está en una vitrina en el museo junto al pie de un chino asesino, un puñado de uñas isabelinas, unas cuantas pipas de cerámica de los Tudor, una pieza de cerámica romana, y la copa de vino que se bebió Nelson, lo cual es evidencia… No sé de qué verdaderamente. No, no, ninguna evidencia, nada se sabe. Y si me fuera a levantar en este mismo momento y asegurar que la marca en la pared es en verdad, ¿qué diría?, la cabeza de un clavo gigante que alguien martilló hace doscientos años y que ahora, debido al paciente trabajo de generaciones de amas de casa, reveló su cabeza sobre la capa de pintura y está echando su primer vistazo de la vida moderna frente a una pared blanca en una habitación con el fuego encendido, ¿qué ganaría? ¿Conocimiento? ¿Qué son nuestros sabios sino los descendientes de brujas y ermitaños que se agachaban en las cuevas y preparaban brebajes de hierbas en el bosque, hablando con las musarañas y escribiendo el idioma de las estrellas? Y cuanto menos los honramos, a medida que disminuye la superstición y aumenta el respeto por la belleza y la salud mental… Sí, uno podría imaginarse un mundo realmente agradable, calmo, espacioso, con flores rojas y azules en los campos. Un mundo sin maestros, ni especialistas, ni amas de casa con el perfil de policías; un mundo que uno pudiera recortar con el pensamiento, como un pez recorta el agua con su aleta, rozando los tallos de los lirios, suspendidos sobre nidos de blancos huevos de mar… Qué bien se está aquí en el fondo, enclavado en el centro del universo y observando a través de las aguas grises, con repentinos destellos de luz y sus reflejos. ¡Si no fuera por el Almanaque Whitaker, si no fuera por la Tabla de Precedencia!

Debo levantarme y ver por mí misma qué es en verdad la marca en la pared: ¿un clavo, la hoja de una rosa, una grieta?

Aquí está la naturaleza otra vez, con su viejo juego de la propia preservación, creyendo que este tren de pensamiento amenaza con ser un mero gasto de energía, incluso, tal vez, un choque con la realidad, ¿pues quién se atreverá alguna vez a levantar un dedo contra la Tabla de Precedencia de Whitaker? El Arzobispo de Canterbury está por encima del Presidente de la Cámara de los Lores, el presidente de la Cámara de los Lores está por encima del arzobispo de York. Todos están por encima de alguien, tal es la filosofía de Whitaker; y lo importante es saber quién está por encima de quién. Whitaker sabe y no se hable más; así la Naturaleza te aconseja, te consuela, no te regaña; y si nada te sirve de consuelo, si debes arruinar esta hora de tranquilidad, piensa en la marca en la pared.

Entiendo el juego de la Naturaleza, cómo nos motiva a entrar en acción de modo que aniquilemos cualquier pensamiento que amenace con alterarnos o causarnos dolor. Así, supongo, comienza nuestro leve desprecio por los hombres de acción. Hombres que no piensan, creemos. Sin embargo, no causa ningún daño ponerle punto final a pensamientos desagradables mirando la marca en la pared.

De hecho, ahora que acabo de fijar los ojos en ella, siento haber dado con una tabla en medio del mar; siento una gratificante sensación de realidad, que de inmediato transporta a los dos arzobispos y al presidente de la Cámara de los Lores a las sombras. Aquí hay algo definido, algo real. Así, saliendo de un horroroso sueño de medianoche, rápidamente uno enciende la luz y se queda inmóvil, admirando la cajonera, admirando la solidez, admirando la realidad, admirando el mundo impersonal que es la prueba de la existencia de otras cosas aparte de nosotros mismos. De eso es de lo que queremos estar seguros… La madera es algo bueno en qué pensar. Nace de un árbol, y los árboles crecen, y no sabemos cómo. Crecen durante años y años, sin prestarnos ninguna atención; en praderas, en bosques, al costado de los ríos… Todas cosas en las que nos gusta pensar. Las vacas golpean sus colas sobre sus troncos en las tardes de calor; pintan los ríos tan verdes que cuando un pájaro se zambulle uno espera ver sus alas color verde al salir. Me gusta pensar en los peces nadando contra la corriente como banderas flameando y en los escarabajos de agua atravesando lentamente montículos de lodo sobre las camas de agua. Me gusta pensar en el árbol en sí mismo: primero, en la cercana sensación de sequedad de la madera; después, pensarlo bajo la tormenta; y más tarde en el lento, delicioso rezumar de la savia. Me gusta pensar en él, también, en las noches de invierno, en el campo vacío, con las hojas casi plegadas, sin nada expuesto abiertamente a las balas de acero de la luna; un mástil desnudo sobre una Tierra que va dando vueltas y vueltas durante toda la noche. El canto de los pájaros debe sonar muy fuerte y extraño llegado junio; y qué fríos se deben sentir los pies de los insectos mientras caminan, trabajosamente, por las grietas de la corteza, o se tumban al sol sobre las hojas verdes y miran a su alrededor con ojos rojos como diamantes… Una a una las fibras se parten con la inmensa y fría presión de la tierra. Después llega la última tormenta y las ramas más altas, al caer, vuelven a hundirse en la tierra. Así y todo, la vida no se acaba; todavía hay millones de vidas pacientes esperando por un árbol, por todo el mundo, en habitaciones, en barcos, en la vereda, en habitaciones revestidas, donde hombres y mujeres se sientan a fumar cigarrillos después de tomar el té. Está lleno de pensamientos agradables, felices, este árbol. Me gustaría pensarlos de a uno, pero algo se interpone en el camino… ¿Dónde estaba? ¿A qué venía todo esto? ¿Un árbol? ¿Un río? ¿Las Downs? ¿El Almanaque Whitaker? ¿Los campos de asfódelos? No recuerdo nada. Todo se mueve, cae, resbala, desaparece… Son demasiadas cosas. Hay alguien de pie enfrente de mí que dice:

—Voy a comprar el periódico.

—¿Sí?

—Aunque de qué sirve comprar el periódico… Nunca pasa nada. ¡Maldita guerra!... Como sea, no veo por qué deberíamos tener un caracol en la pared.

—Ah, ¡la marca en la pared! Era un caracol.

Jardines de Kew

[Publicado en Monday or Tuesday, por The Hogarth Press, en 1921]

Del cantero ovalado se elevaban alrededor de cien tallos que, más o menos hacia la mitad, se abrían en hojas con forma de corazón o de lengua, y desplegaban en la punta pétalos rojos, azules o amarillos con manchas de colores. Y de la oscuridad roja, azul o amarilla del centro sobresalía un tallo grueso, recto, rugoso, cubierto de polvo dorado y con terminación compacta. Los pétalos eran lo suficientemente grandes como para agitarse con la brisa de verano y, al moverse, las luces rojas, azules y amarillas se entremezclaban, manchando un pequeño diámetro de la tierra marrón del cantero de un color de lo más intrincado. La luz caía, o bien sobre la superficie suave y gris de una piedra, o bien sobre el caparazón de un caracol, con sus venas circulares color marrón; o sobre una gota de lluvia, ensanchando con tal intensidad las delgadas paredes de agua; de rojo, azul y amarillo, que parecía que iba a explotar y desaparecer. Sin embargo, la gota recuperó en un segundo su tono gris plata habitual, y la luz se posó luego sobre la superficie de una hoja, revelando las nervaduras de la superficie; y otra vez se movió y se posó sobre los vastos espacios verdes bajo el montículo de hojas con forma de corazón o de lengua. Después, la brisa sopló con más intensidad y el color se expandió en el aire, hacia los ojos de los hombres y las mujeres que caminaban por los Jardines de Kew en julio.

Las figuras de esos hombres y mujeres caminaban lentamente detrás del cantero con un curioso movimiento irregular, no muy diferente al de las mariposas blancas y azules, que atravesaban el césped volando en zigzag de cantero en cantero. El hombre caminaba despreocupado, apenas unos centímetros delante de la mujer, mientras que ella iba a paso decidido, volviéndose solo de vez en cuando para vigilar que los niños no se hayan alejado demasiado. Él mantenía la distancia deliberadamente, aunque tal vez de modo inconsciente, pues deseaba seguir abstraído en sus pensamientos.

“Hace quince años vine aquí con Lily”, pensó. “Nos sentamos por allí junto al lago y durante toda esa tarde calurosa le supliqué que se casara conmigo. La libélula nos sobrevolaba: con qué claridad veo la libélula y el zapato de Lily, con la hebilla de plata cuadrada en la punta. Mientras yo hablaba, miraba su zapato, y si ella movía el pie con impaciencia yo sabía, sin levantar la vista, lo que iba a decir. Todo su ser parecía estar en el zapato; y todo mi amor, mi deseo, en la libélula. Por alguna razón pensaba que si se posaba allí, en esa hoja ancha con la flor roja en el medio; pensaba que si la libélula se posaba en esa hoja ella diría que sí de inmediato. Pero la libélula volaba y volaba: nunca se detuvo en ninguna parte; desde luego que no, afortunadamente, pues de lo contrario no estaría aquí paseando con Eleanor y los niños.

—Dime, Eleanor, ¿piensas a menudo en el pasado?

—¿Por qué lo preguntas, Simon?

—Porque he estado pensando en el pasado. He estado pensando en Lily, la mujer con la que pude haberme casado… ¿Por qué estás callada? ¿Te molesta que piense en el pasado?

—¿Por qué lo haría, Simon? ¿Acaso no todos pensamos en el pasado cuando estamos en un jardín con hombres y mujeres recostados bajo los árboles? ¿No son ellos, acaso, nuestro pasado, todo lo que queda de él, esos hombres y mujeres, esos fantasmas recostados bajo los árboles… nuestra felicidad, nuestra realidad?

—En lo que a mí respecta, una hebilla de plata cuadrada y una libélula.

—En lo que respecta a mí, un beso. Imagina seis niñas sentadas frente a sus caballetes hace veinte años, a la orilla del lago, pintando los nenúfares, los primeros nenúfares rojos que vi en mi vida. Y de repente un beso, justo detrás del cuello. Y la mano temblorosa durante el resto de la tarde que me impedía pintar. Me saqué el reloj y fijé la hora en la que me permitiría volver a pensar en el beso durante tan solo cinco minutos. Qué beso tan preciado, el de una mujer de cabello gris y verruga en la nariz, la madre de todos los besos de mi vida. Vamos Caroline, vamos Hubert.

Pasaron el cantero caminando los cuatro juntos ahora, y pronto se fueron encogiendo entre los árboles hasta verse casi transparentes, mientras la luz del sol y la sombra flotaban a sus espaldas formando grandes y temblorosas manchas irregulares.

En el cantero ovalado, el caracol, con el caparazón teñido de rojo, azul y amarillo durante aproximadamente dos minutos, parecía moverse ahora muy lentamente. Se empezó a arrastrar sobre los grumos de tierra floja que se desintegraban a medida que les pasaba por encima. Parecía perseguir un objetivo específico, y en ello se diferenciaba del curioso insecto, verde y anguloso, que intentaba adelantársele. Esperó unos segundos, la antena le temblaba como si vacilara, hasta que de un salto rápido y curioso salió disparando hacia el lado contrario. Barrancos marrones, en cuyos huecos se formaban lagos verdes y profundos; árboles chatos, con hojas como briznas de hierba, se agitaban de la raíz a la punta; cantos rodados grises; superficies rugosas, de textura delgada y quebradiza... Todo esto veía el caracol, que iba de tallo en tallo en dirección a su objetivo. Antes de que pudiera decidir si esquivaría la hoja muerta en forma de arco o la treparía, pasaron junto al cantero los pies de otros seres humanos.

Esta vez eran dos hombres. El más joven tenía una expresión de tranquilidad quizás algo artificial. Levantaba la vista y miraba al frente mientras su compañero hablaba y, al hacer silencio, la fijaba otra vez en el suelo, separando los labios tras largas pausas y, por momentos, sin abrirlos en absoluto. El mayor caminaba de forma curiosamente inestable, balanceando los brazos y sacudiendo la cabeza, como si fuera un caballo de tiro, impaciente, cansado de esperar en la puerta de una casa. Pero en aquel hombre estos gestos eran indecisos y sin objeto. Hablaba casi incesantemente; sonreía y seguía hablando, como si esa sonrisa hubiera servido de respuesta. Hablaba de espíritus, los espíritus de los muertos que, según él, incluso en ese momento, le contaban acerca de sus extrañas experiencias en el cielo.

—Los antiguos llamaban al cielo Tesalia, William; y ahora, con esta guerra, lo espiritual anda como el trueno entre las colinas.

Hizo una pausa, como si escuchara algo, sonrió, sacudió la cabeza y continuó:

—Tienes una pequeña batería eléctrica y un pedazo de goma para aislar el cable. ¿Aislar se dice? Bueno, ahorrémonos los detalles, de qué sirve entrar en cuestiones que nadie entendería. En fin, la maquinita se coloca en una posición conveniente en la cabecera de la cama, diremos, en un limpio estante de caoba. Una vez que los obreros hayan hecho todos los preparativos de acuerdo a mis indicaciones, las viudas acercarán la oreja y convocarán a los espíritus con la señal acordada. ¡Mujeres! ¡Viudas! Mujeres de negro…

En este momento pareció ver el vestido de una mujer a lo lejos, que a la sombra parecía de un negro violáceo. Se quitó el sombrero, llevó su mano al corazón y se apuró a alcanzarla murmurando y gesticulando febrilmente. Pero William lo sujetó de la manga y tocó una flor con la punta de su bastón para desviar la atención del anciano. Después de contemplarla unos segundos, el anciano, algo confundido, inclinó el oído hacia la flor y pareció responder a una voz que surgía desde allí, pues comenzó a hablar sobre los bosques de Uruguay que había visitado hacía tantos años acompañado por la joven más bella de Europa. Podía escuchárselo murmurar sobre esos bosques, cubiertos de pétalos de rosas tropicales, ruiseñores, playas, sirenas y mujeres ahogadas en el mar; y se dejaba conducir por William, sobre cuyo rostro una expresión de estoica paciencia se iba dibujando lenta y profundamente.

Detrás del anciano, lo suficientemente cerca como para que les llamara la atención sus gestos, venían dos mujeres entradas en edad, de clase media baja, una regordeta a paso lento, la otra ágil y de mejillas sonrojadas. Como la mayoría de las personas de su posición, se sorprendían abiertamente con cualquier signo de excentricidad que señalara algún tipo de desorden mental, sobre todo en los mejor posicionados. Pero estaban muy lejos de poder asegurar si esos gestos eran meramente excéntricos o de veras se trataba de un desequilibrado. Después de observar al anciano un rato en silencio, mirándose con malicia, siguieron caminando enérgicamente, retomando su complicado diálogo:

—Nell, Bert, Lot, Cess, Phil, Pa, dice él, digo yo, dice ella, digo yo, digo yo, digo yo…

—Mi Bert, Sis, Bill, el abuelo, el anciano, azúcar. Azúcar, harina, arenque ahumado, verduras. Azúcar, azúcar, azúcar.

La mujer regordeta miró con expresión de curiosidad ante la catarata de palabras. Las flores crecían firmes, rectas en la tierra. Las miró como alguien que despierta de un profundo sueño y ve un candelero de metal reflejar la luz de modo extraño, y cierra los ojos otra vez y al abrirlos por segunda vez y ver —ahora sí, habiendo despertado completamente— el candelero todavía allí, lo observa con toda su atención. Así, la pesada mujer se paralizó frente al cantero de forma ovalada, dejando incluso de aparentar estar escuchando lo que la otra mujer decía. Allí se detuvo, dejando que las palabras le cayeran encima, balanceando suavemente la parte superior del cuerpo, hacia adelante y hacia atrás, y mirando las flores. Después sugirió ir a sentarse a tomar el té.

El caracol consideraba ahora todas las formas posibles de llegar a su objetivo sin bordear la hoja seca ni treparla. Dejando de lado el esfuerzo necesario para hacer esto último, dudaba de si la delgada textura, que vibraba con ese alarmante crujido incluso al rozarla con la punta de sus antenas, soportaría su peso. Esto hizo que finalmente se decidiera por arrastrarse por debajo, pues en un punto la hoja se curvaba lo suficiente como para darle lugar. Había metido ya la cabeza y observaba el techo marrón; comenzaba a acostumbrarse a la fresca luz allí abajo, cuando dos personas pasaron. Esta vez eran los dos jóvenes, un varón y una mujer; ambos en los primeros años de la juventud, o incluso en la etapa previa a esos años; la etapa previa a que los suaves pliegues rosas de la flor desplegasen su capullo pegajoso, cuando las alas de la mariposa, aunque ya desarrolladas por completo, yacieran inmóviles al sol.

—Por suerte no es viernes —observó él.

—¿Por qué lo dices? ¿Crees en la suerte?

—Debes pagar seis peniques los viernes.

—¿Qué son seis peniques de todos modos? ¿Acaso esto no lo vale?

—¿Qué es “esto”? ¿A qué te refieres con “esto”?

—Oh, a lo que sea, quiero decir, tú sabes a lo que me refiero.

Largas pausas les seguían a cada comentario que soltaban con su voz monótona. Se detuvieron en el borde del cantero y presionaron la punta de la sombrilla de ella hasta enterrarla en la tierra blanda. Esta acción, y que él apoyara su mano sobre la de ella, expresaba sus sentimientos de un modo extraño, como esas palabras cortas e insignificantes que también expresaban algo, palabras con alas cortas para cargar tanto significado, insuficientes para llevarlos demasiado lejos; y así se posaban con incomodidad sobre los objetos corrientes que los rodeaban; y eran para su tacto inmaduro tan macizas... ¿Pero quién sabe (pensaban mientras presionaban la sombrilla) qué precipicios se hallan ocultos en ellas, o qué laderas de hielo no brillan en el sol del otro lado? ¿Quién sabe? ¿Quién ha visto esto antes? Incluso cuando ella se preguntaba qué clase de té servían en los Jardines de Kew, él sentía que algo se avecinaba detrás de las palabras de la muchacha, y se mantuvo firme y decidido detrás de ellas. Y la neblina se dispersó lentamente y descubrió (oh, Dios, ¿qué eran esas formas?) pequeñas mesas blancas y meseras que la miraban primero a ella y después a él. Y después habría una cuenta que él pagaría con dos verdaderos chelines. Y era real, todo era real, pensó él tocando la moneda en su bolsillo, real para todos excepto para ellos dos, incluso para él comenzaba a parecer real. Y después —pero era tan emocionante seguir pensando— desenterró la sombrilla de un sacudón, impaciente por encontrar el lugar sonde se tomaba el té junto a las otras personas, como las otras personas.

—Vamos, Trissie, es hora de tomar el té.

—¿Dónde se toma el té? —preguntó ella con un dejo de emoción en su voz de lo más extraño, observando a su alrededor y dejándose conducir por el camino de césped, arrastrando la sombrilla, volteándose de un lado al otro, olvidándose del té, deseando ir para allí y para allá, recordando las orquídeas y las aves del paraíso entre las flores salvajes, una pagoda china y un pájaro de copete color carmesí; pero siguió caminando.

Así, una pareja detrás de la otra, a un ritmo bastante similar, a paso irregular e indeciso, pasaban el cantero y terminaban envueltos en un halo de vapor verde azulado en el que, al principio, los cuerpos mantenían la sustancia y algo de color, pero luego se disolvían en la atmósfera verde azulada. ¡Qué calor hacía! Tanto que hasta el zorzal decidía saltar, como un pájaro a cuerda, hacia la sombra de las flores, con largas pausas entre un movimiento y el siguiente. En lugar de deambular sin sentido, las mariposas blancas danzaban una sobre la otra, dibujando con sus blancas escamas superpuestas la forma de una columna de mármol rota sobre las flores más altas. El techo de cristal del invernadero brillaba como si un mercado repleto de relucientes sombrillas verdes se hubiera abierto bajo el sol. Y entre el zumbido del avión, la voz del cielo de verano descubría su alma abrumadora. Amarillo y negro, rosa y blanco como la nieve; formas de todos estos colores, hombres, mujeres y niños se distinguían por un instante en el horizonte, y después, viendo tanto espacio amarillo sobre el césped, titubeaban y buscaban la sombra bajo los árboles, disolviéndose como gotas de agua en la atmósfera amarilla y verde, manchándola apenas con rojo y azul. Parecía como si todos los cuerpos sólidos se hubieran hundido en el calor y yacieran amontonados sobre la tierra; pero sus voces salían flotando, como llamas saliendo de los gruesos cuerpos de cera de las velas. Voces. Sí, voces. Voces sin palabras, rompiendo el silencio de repente con expresiones de pura satisfacción, de deseo apasionado o, en las voces de los niños, de inocente sorpresa. ¿Rompiendo el silencio? Pero no había silencio, todo el tiempo se escuchaba el motor de los autobuses poniéndose en marcha o cambiando la velocidad; la ciudad murmuraba como un nido gigante de cajas chinas, todas de hierro forjado, girando incesantemente unas dentro de las otras; y en la cima, las voces gritaban y los pétalos de millones de flores esparcían sus colores en el aire.

Objetos sólidos

[Publicado por primera vez en la revista Athenaeum, en 1920. Publicado en The Haunted House, and other short stories, por The Hogarth Press, en 1944]

Lo único que se movía sobre el vasto semicírculo de la playa era una pequeña mancha negra. A medida que se acercaba al esqueleto del bote de sardinas encallado, se advirtió, por una cierta tenuidad en su negrura, que tenía cuatro piernas; y segundo a segundo era más evidente que estaba compuesta de dos hombres jóvenes. Aunque solo se veían sus contornos sobre la arena, había una inconfundible vitalidad en ellos, un vigor indescriptible en la forma de juntarse y alejarse de los cuerpos, un movimiento sutil, pero que indicaba que de las diminutas bocas en las pequeñas cabezas redondas borboteaba una fuerte discusión. No cabían dudas de esto al observarlos de cerca, al ver el bastón en la mano derecha elevarse una y otra vez. “Quieres decirme… Realmente crees…”, parecía decir el bastón en la mano derecha junto a las olas, y dibujaba largas rayas rectas sobre la arena.

—¡Maldita política! —se le escuchó decir con claridad al de la izquierda.

Y al decir estas palabras, las bocas, narices, mentones, pequeños bigotes, gorras de tweed, botas de campo, trajes de caza y medias de los dos hablantes adquirieron más y más nitidez. El humo de las pipas flotaba en el aire. Nada era tan sólido, tan vivo, tan consistente, rojo, hirsuto y viril como estos dos cuerpos en miles y miles de kilómetros de mar y arena.

Se sentaron junto al esqueleto del bote de sardinas negro. Es sabido cómo el cuerpo intenta deshacerse de una discusión y disculparse por el exabrupto, dejándose caer, y expresando en esa actitud de relajación, que está listo para cambiar de tema (a cualquiera que esté a mano a continuación). Así Charles, cuyo bastón había estado surcando la playa por al menos un kilómetro, comenzó a raspar los trozos de pizarras sobre el agua, mientras John, que había exclamado “¡maldita política!”, enterraba los dedos en la arena. A medida que la arena le llegaba más y más arriba de la muñeca —por lo que debió arremangarse aún más— sus ojos fueron perdiendo intensidad; o más bien fue desapareciendo la marca del pensamiento y la experiencia que da a los ojos de los adultos una inescrutable profundidad, dejando tan solo una superficie transparente, que no expresaba sino la sorpresa de los ojos de los niños. Sin duda el acto de escarbar en la arena tenía que ver con eso. Recordó que, después de cavar un rato, el agua se junta alrededor de los dedos; el agujero se convierte en una fosa, un pozo, un manantial, un canal secreto hacia el mar. Mientras se decidía en cuál de estas cosas se convertiría, con los dedos todavía enterrados en la arena, rozó algo duro, algo completamente sólido, y despacio sacó a la superficie un objeto grande e irregular. Al quitarle completamente la arena apareció algo verde. Era un trozo de vidrio, tan grueso que era prácticamente opaco. El roce del mar había desgastado los bordes quitándole la forma, de manera que era imposible decir si había sido una botella, un vaso, o el cristal de una ventana; era tan solo vidrio, casi una piedra preciosa. Solo había que incrustarlo en un anillo de oro o atravesarlo con un alambre y se convertiría en una joya: un collar, o una luz verde y apagada sobre un dedo. Tal vez sí era una joya después de todo, una que haya usado una oscura princesa, con los dedos en el agua, sentada en la popa del bote, escuchando a los esclavos cantar mientras la cruzaban al otro lado de la bahía. O quizás un cofre de roble isabelino hundido en el mar se hubo quebrado y las esmeraldas hayan rodado y rodado hasta finalmente alcanzar la orilla. John lo tomó en sus manos; lo miró a contraluz; lo sostuvo de manera tal que su cuerpo irregular tapara el brazo derecho extendido de su amigo. El verde se encogía y se agrandaba al sostenerlo contra el cielo o contra el brazo. Estaba impresionado; era tan sólido, tan concentrado; un objeto tan definido a comparación del mar infinito y la orilla desdibujada.

Un suspiro lo desconcentró, un suspiro profundo, terminante, que le hizo notar que su amigo Charles había arrojado todas las pizarras que tenía cerca o había llegado a la conclusión de que no valía la pena hacerlo. Comieron sus sándwiches uno al lado del otro. Al terminar, se sacudieron las migas y se incorporaron. John tomó el pedazo de vidrio y lo miró en silencio. Charles también lo miró; pero de inmediato vio que no era plano, y llenando su pipa dijo con la energía que echa por tierra una tonta línea de pensamiento:

—Volviendo a lo que decía…

No vio, y de haberlo visto no se habría percatado, que John, tras observar indeciso el trozo de vidrio unos segundos, lo metió en el bolsillo del pantalón. Tal impulso podría haber sido el mismo que lleva a un niño a recoger una piedra en un camino, prometiéndole una vida cálida y segura sobre la repisa de la chimenea de una guardería, regocijándose en la sensación de poder y benevolencia que brinda acción semejante, creyendo que el corazón de la piedra rebosa de felicidad al saberse elegida entre millones iguales; disfrutar de esa bendición en lugar de una vida de frío y humedad sobre una ruta. “Podría haber sido cualquier otra tan fácilmente, ¡pero me eligió a mí, a mí!”.

Pensara John esto o no, el hecho es que el trozo de vidrio tenía su lugar sobre la repisa, donde aplastaba una pequeña pila de cuentas y cartas, y se convirtió además, no solo en un perfecto pisapapeles sino en un lugar de reposo natural de los ojos del joven al desviarse del libro. Al ser observado una y otra vez, casi inconscientemente, por una mente que piensa en otra cosa, cualquier objeto se mezcla tan profundamente con los pensamientos que pierde su forma real y se recompone en otra ideal, algo diferente, que acecha al cerebro cuando menos se lo espera. Así John se veía atraído por las vidrieras de las tiendas de curiosidades cuando salía a caminar, simplemente porque veía algo que le recordaba el trozo de vidrio. Cualquier cosa, basta que sea un objeto de algún tipo, más o menos redondo, quizá con una llama moribunda enclavada en el cuerpo, lo que sea (porcelana, vidrio, ámbar, roca, mármol); hasta el suave huevo ovalado de algún ave prehistórica servía. Llegó, incluso, a caminar con la vista fija en el suelo, sobre todo en basurales, a donde van a parar los desperdicios domésticos. De vez en cuando se encuentran objetos así en la basura, inútiles, sin forma, desechados. En pocos meses había recogido cuatro o cinco objetos que ocuparon su sitio en la repisa. Eran útiles además; un hombre que se presentaba como candidato al Parlamento, a punto de comenzar una brillante carrera, tiene muchos papeles que mantener en orden: direcciones de electores, documentos, peticiones de suscripción, invitaciones a cenas y demás.

Un día que debía reunirse con sus electores, al salir de su despacho en el Colegio de Abogados para tomar el tren, vio un curioso objeto medio escondido en uno de esos pequeños bordes de césped que rodean los inmensos edificios públicos. Solo podía tocarlo con la punta del bastón por entre las rejas, pero vio que se trataba de un trozo de porcelana de una forma de lo más curiosa. Era una perfecta estrella de mar; parecía que la porcelana había sido tallada, o se había roto por accidente en cinco inconfundibles puntas irregulares. Era azul en su mayor parte, pero rayas o unas manchas verdes atravesaban el azul, y unas líneas rojas le daban una vivacidad y un brillo de lo más atractivos. John estaba decidido a recogerla, pero cuanto más la tocaba con el bastón, más lejos la empujaba. Finalmente no tuvo otra opción más que regresar a su despacho e improvisar un aro de alambre que adhirió a la punta de un palo y, con cuidado y destreza, finalmente logró acercar el trozo de porcelana, ante lo cual, soltó un grito triunfal. En ese momento el reloj dio la hora. De ninguna manera llegaría a tiempo a cumplir con su compromiso. La reunión se llevó a cabo sin él. Pero ¿cómo se había partido la porcelana en esa forma tan magnífica? Al observarla con detenimiento concluyó que la forma de estrella había sido accidental, la hacía incluso más extraña, y resultaba prácticamente imposible que hubiera otro objeto igual. Ubicó el objeto en la otra punta del trozo de vidrio que había desenterrado en la playa; era una criatura de otro mundo, extraña, fantástica, como un arlequín. Parecía hacer piruetas en el espacio, titilando como una estrella intermitente. El contraste entre la porcelana, tan vivaz y alegre, y el vidrio, tan sombrío y contemplativo, lo fascinaba. Y entre sorprendido y maravillado se preguntó cómo los dos podían existir en el mismo mundo; ni hablar de estar ubicados en el mismo delgado borde de mármol en la misma habitación. No encontró respuesta.

Comenzó a frecuentar los lugares donde era más probable encontrar porcelana rota, como terrenos baldíos en los alrededores de las estaciones de ferrocarril, casas derribadas y zonas en las afueras de Londres. Pero rara vez las personas arrojan porcelana desde una gran altura; algo de lo más extraño a decir verdad. Debe haber al mismo tiempo una casa alta y una mujer bastante imprudente e impulsiva como para arrojar la jarra o la tetera por la ventana sin mirar si hay alguien debajo. Porcelana rota se encontraba a montones, pero rota en algún nimio accidente doméstico, de forma completamente involuntaria. De todos modos, si lo pensaba mejor, a menudo se sorprendía con la inmensa variedad de formas que encontraba únicamente en Londres, e incluso había más razones para sorprenderse y maravillarse con las distintas características y diseños. Los mejores se los llevaba a casa y los colocaba sobre la repisa donde, sin embargo, su función se fue volviendo cada vez más ornamental ya que los papeles para pisar disminuían más y más.

Descuidaba sus tareas, o las cumplía a desgano, y sus electores, cuando iban de visita, se extrañaban de cómo lucía la repisa. De ninguna manera lo eligieron para representarlos en el Parlamento, y su amigo Charles, tomándose la situación muy a pecho, corrió a consolarlo, pero lo encontró tan poco conmovido por el fracaso que supuso que se trataba de algo demasiado serio como para que lo digiriera tan pronto.

Lo cierto es que ese día John había estado en Barnes, donde bajo una aulaga, encontró un extraordinario trozo de hierro. Era prácticamente idéntico al de vidrio en su forma, macizo y redondo; pero tan frío y pesado, tan negro y metálico que, evidentemente, no pertenecía a la Tierra y había caído de una estrella muerta, o era él mismo una ceniza de la luna. Le pesaba en el bolsillo, pesaba en la repisa, irradiaba frío. Pero aun así el meteorito fue a parar a la misma repisa que el trozo de vidrio y la porcelana con forma de estrella.

Al recorrerlos todos con la vista, la determinación de recoger objetos incluso más extraordinarios que estos atormentaba al joven. Se dedicaba cada vez con más ímpetu a la búsqueda. De no haber estado enceguecido por la ambición y convencido de que, algún día, un nuevo descubrimiento echado a la basura lo recompensaría, las desilusiones que había sufrido —ni hablar del cansancio y la burla—, le habrían hecho abandonar la búsqueda. Con una bolsa y una vara larga con un gancho adaptable, revolvía todos los terrenos baldíos, escarbaba entre los matorrales, buscaba en todos los callejones y espacios entre paredes donde sabía que podía encontrar objetos de este tipo arrojados a la basura. Al volverse más exigente en la búsqueda y menos flexible en su gusto, las desilusiones se volvieron innumerables, pero la esperanza de encontrar algún trozo de porcelana o vidrio, marcado o roto de forma curiosa, lo animaba. Pasaron los días. Ya era un adulto. Su carrera —esto es, su carrera política— era parte del pasado. Ya nadie lo visitaba. Era demasiado introvertido como para invitarlo a cenar. Nunca hablaba con nadie acerca de sus verdaderas ambiciones; era evidente, por cómo se comportaban los demás, que no lo comprendían.

Apoyó la espalda contra el respaldo del sillón y miró a Charles tomar con indiferencia los objetos de la repisa una y otra vez y volverlos a apoyar enfáticamente para remarcar lo que decía acerca de la conducción del Gobierno.

—Dime la verdad, John —dijo Charles de repente, volviéndose y mirándolo a los ojos—. ¿Qué ha sucedido para que abandonaras todo de un día para el otro?

—No he abandonado —contestó John.

—Pero ya no tienes la más mínima oportunidad —dijo Charles con severidad.

—No estoy de acuerdo contigo —dijo John con convicción.

Charles lo miró con profunda incomodidad; estaba completamente confundido. Tenía la extraña sensación de que hablaban de cosas distintas. Miró alrededor para encontrar algún tipo de sosiego ante ese horrible pesar, pero con el desorden de la casa se sintió aun más abatido. ¿Qué significaban esa vara y esa vieja bolsa de arpillera colgada en la pared? ¿Y esas piedras? Miró a John: algo duro y distante en su expresión lo alarmó. Estaba completamente seguro de que jamás integraría una plataforma electoral. —Lindas piedras —dijo tan alegremente como pudo. Y diciendo que tenía un compromiso por cumplir, se despidió de John para siempre.

Una novela no escrita

[Publicado por primera vez en la revista London Mercury, en 1920. Publicado en Monday or Tuesday, por The Hogarth Press, en 1921]

Semejante expresión de tristeza bastaba por sí sola para hacer que los ojos se deslizaran del borde del periódico hacia el rostro de la pobre mujer, insignificante sin esa mirada, casi un símbolo del destino de la humanidad con ella. La vida es lo que se ve en los ojos de las personas; la vida es lo que se aprende, y una vez aprendido, nunca, aunque se intente ocultarlo, se olvidará… ¿Qué cosa? Que la vida es así, al parecer. Cinco rostros enfrentados, cinco rostros adultos, y lo que cada uno sabe. ¡Pero qué extraño cómo intentan ocultarlo! En todos ellos hay dibujada una expresión de reticencia: los labios apretados, los ojos entrecerrados; cada uno de los cinco hace algo para esconder o reprimir eso que saben. Uno fuma; otro lee; el tercero consulta la agenda; el cuarto observa el mapa de trenes colgado enfrente; y el quinto… Lo terrible del quinto es que no hace nada en absoluto. Contempla la vida. ¡Oh, pero mi pobre y desdichada mujer, únete al juego, por el amor de Dios, intenta ocultarlo!

Como si me hubiera escuchado, levantó la vista, se acomodó en el asiento y suspiró. Parecía disculparse y al mismo tiempo decirme: “¡Si tan solo supieras!”. Y siguió contemplando la vida. “Pero sí, lo sé”, respondí en silencio, ojeando el Times para disimular. “Lo sé todo. La paz entre Alemania y los Aliados fue firmada oficialmente ayer en París… Signor Nitti, el primer ministro italiano… Un tren de pasajeros chocó con uno de carga en Doncaster… Todos lo sabemos, el Times lo sabe, pero fingimos que no”. Mis ojos se escurrieron otra vez hasta el borde del periódico. La mujer se estremeció; llevó el brazo en forma muy extraña hacia el medio de la espalda y sacudió la cabeza. Otra vez me sumergí en mi gran manantial de vida. “Toma lo que sea”, continué, “nacimientos, muertes, matrimonios, comunicados reales, la vida de los pájaros, Leonardo da Vinci, el asesinato de Sandhilsl, los salarios altos y el costo de vida, lo que sea”, repetí. “Todo está en el Times”. Otra vez con ese infinito desgano, comenzó a mover la cabeza de lado a lado hasta que, como una tapa cansada de enroscarse, se detuvo sobre el cuello.

El Times no ofrece ninguna protección contra una tristeza como la de ella. Pero los otros impedían el acercamiento. Lo mejor que se podía hacer en contra de la vida era doblar el periódico formando un cuadrado perfecto, grueso, impermeable incluso a la vida. Hecho esto, levanté la vista de golpe, armada con un escudo de mi propio ser. Ella lo atravesó y me miró a los ojos como buscando algún sedimento de coraje en lo profundo de ellos y humedecerlo hasta convertirlo en barro. El mismo movimiento brusco de su brazo negó toda esperanza, descartó cualquier ilusión.

Pasamos Surrey y cruzamos la frontera en dirección a Sussex. Pero con los ojos concentrados en la vida no vi que los otros pasajeros se habían bajado, uno a uno, hasta que, salvo por el hombre que leía, nos habíamos quedado solas. Habíamos llegado a la estación Three Bridges. El tren aminoró la marcha hasta detenerse completamente. ¿Se iría? Deseaba tanto lo uno como lo otro. Al final rogué que se quedara. En ese momento se puso de pie, abolló el periódico con desdén —como a algo que ha perdido toda utilidad—, abrió la puerta de golpe y nos dejó solas.

La triste mujer, inclinándose hacia adelante, pálida y descolorida, comenzó a hablarme. Habló de estaciones y vacaciones, de hermanos en Eastbourne y el momento del año que era, no recuerdo ahora si era principios o fines. Pero al final, mirando por la ventana y contemplando —yo lo sabía— tan solo la vida, suspiró. “Vivir lejos, ese es el problema”. Oh, la catástrofe era inminente. “Mi cuñada…”. La acidez de su voz era como limón sobre acero frío, y dirigiéndose —no a mí sino a sí misma— murmuró: “Tonterías, diría ella, es lo único que dicen todos”. Y mientras hablaba se movía con nerviosismo, como si la piel de su espalda se sintiera como la de una gallina desplumada en una pollería.

“¡Oh, esa vaca!”, dijo con desazón, como si la gran vaca de madera en la pradera la hubiera sorprendido, evitándole así cometer una indiscreción. Se estremeció, y luego hizo ese torpe movimiento angular que ya le había visto antes, como si, después del espasmo, algún punto entre los hombros le quemara o picara. Luego, su rostro recuperó la expresión más infeliz del mundo, y otra vez se lo reproché, aunque no con la misma convicción, pues si había una razón, y si yo sabía la razón, el estigma sería eliminado. “Cuñadas…”, dije.

Frunció los labios como si fuera a escupir veneno al mundo; y así permaneció. Todo lo que hizo fue quitarse el guante y rascar con avidez una mancha en el cristal de la ventanilla. Frotó como si quisiera quitar algo para siempre, una suciedad, una imborrable impureza. Pero la mancha no desapareció a pesar del esfuerzo, y otra vez se hundió en el asiento, con el estremecimiento y el movimiento en el brazo que ya me había acostumbrado a esperar. Algo me impulsó a quitarme el guante y rascar mi lado de la ventanilla. Allí también había una pequeña mancha. Tampoco desapareció al frotarla. Un escalofrío me hizo estremecer y llevé el brazo al medio de la espalda. Mi piel también se sentía como la húmeda carne desplumada del pollo. Un punto entre los hombros me picaba y parecía irritado; me sentí avergonzada, enrojecida. ¿Lo alcanzaría? Lo intenté de golpe. Ella me vio. En su rostro se dibujó una sonrisa de infinita ironía, infinita tristeza, que enseguida se esfumó. Pero se había comunicado, había compartido su secreto y, pasado el hechizo, no volvería a hablar. Apoyándome en el respaldo del asiento, protegiendo mis ojos de los suyos, viendo tan solo las laderas y los valles grises y púrpuras del paisaje de invierno, comprendí su mensaje, descifré su secreto, lo leí en su mirada.

Hilda es la cuñada. ¿Hilda? Hilda Marsh, Hilda la exuberante, la de los grandes senos, la matrona. Hilda aguarda con una moneda en la mano junto a la puerta mientras el chofer se detiene. “Pobre Minnie, más pobre que nunca, con esa misma vieja capa del año pasado. Bueno, con dos niños no puedes hacer mucho más en estos tiempos. No, Minnie, lo tengo. Aquí tiene, señor. Entra, Minnie. ¡Oh, podría cargarte a ti, imagina a tu valija!”. Entran en el comedor. “Niños, la tía Minnie”.

Lentamente los cuchillos y tenedores empiezan a hundirse. Bajan (Bob y Bárbara), extienden los brazos con formalidad; regresan a sus sillas, miran entre un bocado y otro. [Pero esto lo obviaremos; los adornos, las cortinas, la vajilla de porcelana, los rectángulos de queso amarillo, los bizcochos cuadrados, lo obviaremos, ¡pero espera! A mitad del almuerzo vuelve a estremecerse; Bob la mira con la cuchara en la boca. “Termina tu budín, Bob”. Pero Hilda se opone. “¿Por qué se estremece de esa forma?”. Haremos como si nada, como si nada, hasta que lleguemos al piso de arriba; las escaleras con barandilla de metal; linóleo gastado; ¡oh, sí! La pequeña habitación con vista a los techos de Eastbourne, techos zigzagueantes como el cuerpo de una oruga, para un lado y para el otro, con rayas rojas y amarillas, con empizarrados negros azulados]. Ahora, Minnie, la puerta está cerrada; Hilda baja con pasos firmes; desabrochas las correas de la valija; sobre la cama, un viejo camisón negro; lado a lado, las pantuflas forradas. El espejo, no, no puedes evitar el espejo. Ordenas cuidadosamente las hebillas para los sombreros. ¿Tendrá algo adentro la cajita de carey? La sacudes; el pendiente de perlas, igual que el año anterior, es todo lo que hay. Y después sollozas, suspiras y te sientas junto a la ventana. Las tres en punto de una tarde de diciembre; afuera llovizna; una luz en la claraboya de la mercería; otra en la habitación de la criada que se apaga enseguida. Ya no tiene nada que mirar. Un momento de negrura, y después, ¿en qué piensas? (Déjame espiarla; duerme o finge hacerlo; ¿qué pensará sentada junto a la ventana a las tres de la tarde? ¿Salud, dinero, cuentas, su Dios?). Sí, sentada bien al borde de la silla, mirando los techos de Eastbourne, Minnie Marsh les reza a los Dioses. Muy bien; y hasta podría frotar el vidrio también, para ver mejor a su Dios; ¿pero qué Dios está viendo? ¿Quién es el Dios de Minnie Marsh, el Dios de los callejones de Eastbourne, el Dios de las tres de la tarde? Yo también miro los techos, miro el cielo, pero, ¡mi querida! ¡Ver Dioses! Más parecido al presidente Kruger que al príncipe Alberto… Es lo mejor que puedo hacer. Y lo veo en un trono, de levita negra, no demasiado alto. Puedo darle una nube o dos para que se siente; y su mano, atravesando las nubes, sostiene una vara, ¿un garrote? Negro, grueso, lleno de espinas; ¡el Dios de Minnie es un viejo matón! ¿Él envió la picazón, la mancha, el espasmo? ¿Es por eso que reza? Lo que frota en la ventana es la mancha del pecado. ¡Oh, ha cometido un delito!

Puedo elegir entre varios delitos. Las palomas revolotean y vuelan; en verano aparecen las campanillas, y con la primavera, las rosas. Una separación, ¿cierto? ¿Hace veinte años? ¿Una promesa rota? ¡No fue Minnie quien la rompió! Ella fue fiel. ¡Cómo cuidó a su madre! Gastó todos sus ahorros en la lápida, las coronas bajo los cristales, los narcisos en los jarrones… Pero me estoy desviando del punto. Un delito… Ellos dirán que se guardó la tristeza, que ocultó el secreto, su sexo, dirán, los hombres de ciencia. Pero qué tontería cargarla con eso. Caminando por las calles de Croydon hace veinte años, las cintas púrpura en la vidriera de la mercería brillando bajo la luz blanca llamaron su atención. Se detuvo un momento. Eran pasadas las seis. Si se apuraba todavía podía llegar a casa. Empujó la puerta giratoria. Era temporada de descuentos. Los mostradores atestados de cintas. Espera, toma una, toca aquella con las rosas; no es necesario elegir, no es necesario comprar. Cada bandeja tiene sus sorpresas. “No cerramos hasta las siete”. Y se hacen las siete. Corre, se da prisa, llega a casa, pero es demasiado tarde. Los vecinos, el doctor, su hermano bebé, la pava con agua caliente, el hospital, la muerte. ¿La sorpresa? ¿La culpa? Pero los detalles no tienen importancia. Es lo que ella lleva consigo; la mancha, el delito, eso que debe enmendar, siempre sobre los hombros. “Sí”, parece asentir, “es por lo que hice”.

Lo que sea que hayas hecho, si lo hiciste, no me interesa; no es lo que quiero. Las cintas púrpura serpentean en la vidriera de la mercería, eso servirá. Algo fácil, trillado. Pues uno puede elegir entre varios delitos, pero tantos delitos —déjame espiarla otra vez, sigue durmiendo, o finge hacerlo; blanca, cansada, la boca cerrada, algo de obstinación, más de lo que se podría llegar a pensar, no hay rastro de sexo— no son tu delito; tu delito fue ínfimo. Solo el castigo fue solemne, pues ahora se abren las puertas de la iglesia; los duros bancos de madera la reciben; se arrodilla en las baldosas marrones; todos los días, en invierno, en verano, al anochecer, al amanecer (allí está, rezando). Todos los pecados caen, caen para siempre. La mancha los recibe. Está levantada, es roja, arde. Y después el estremecimiento. Los niños señalan. “Bob viene a almorzar”. Pero las señoras mayores son las peores.

Pero ya no puedes seguir aquí rezando. Kruger se ha hundido bajo las nubes, como barrido por una pincelada gris, y el pintor añade un poco de negro. Hasta el garrote ha desaparecido. ¡Siempre sucede eso! Justo cuando lo ves, lo sientes, alguien interrumpe. Es Hilda ahora.