Cuentos de Chejóv - Antón Chéjov - E-Book

Cuentos de Chejóv E-Book

Anton Chejov

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Beschreibung

El libro 'Cuentos de Chejóv' es una recopilación magistral de relatos breves que reflejan la aguda observación de Antón Chéjov sobre la condición humana, la rutina y las pequeñas tragedias de la vida cotidiana. Su estilo literario, caracterizado por la sutileza y la economía de palabras, permite al lector adentrarse en una atmósfera introspectiva y reflexiva. Chéjov utiliza un realismo casi fotográfico que capta la esencia de la sociedad rusa del siglo XIX, con personajes complejos atrapados en sus circunstancias, ofreciendo una crítica social y psicológica sin precedentes en su época. Este contexto literario, que se inscribe dentro del giro hacia la literatura moderna, sitúa a Chéjov como un precursor del cuento contemporáneo, donde el énfasis no solo recae en la anécdota, sino en las emociones subyacentes y la trayectoria existencial de las personas. Antón Chéjov, médico de profesión y escritor por vocación, posee una profunda comprensión de la naturaleza humana, adquirida a lo largo de sus vivencias en la Rusia zarista. Su interés por la psicología y el comportamiento humano, así como su deseo de plasmar la vida real sin adornos, lo llevaron a experimentar con el cuento como forma literaria. Influenciado por su entorno y la filosofía del positivismo, su obra se caracteriza por un enfoque humanista que revela las contradicciones y anhelos de sus personajes, convirtiéndolo en un pionero de la narrativa breve. Recomiendo fervientemente 'Cuentos de Chejóv' a cualquier lector que busque una exploración profunda y conmovedora de las emociones humanas. Esta colección no solo ofrece relatos entrelazados con la cotidianidad, sino que también invita a la reflexión sobre cuestiones universales como la soledad, el amor y la búsqueda de sentido en la vida. La maestría de Chéjov en la construcción de sus personajes y su habilidad para hacer que lo trivial se convierta en extraordinario lo posicionan como una lectura esencial para aquellos interesados en la literatura que trasciende el tiempo. En esta edición enriquecida, hemos creado cuidadosamente un valor añadido para tu experiencia de lectura: - Una Introducción amplia expone las características unificadoras, los temas o las evoluciones estilísticas de estas obras seleccionadas. - La Biografía del Autor destaca hitos personales e influencias literarias que configuran el conjunto de su producción. - La sección de Contexto Histórico sitúa las obras en su época más amplia: corrientes sociales, tendencias culturales y eventos clave que sustentan su creación. - Una breve Sinopsis (Selección) oferece uma visão acessível de los textos incluidos, ajudando al lector a seguir tramas e ideias principais sin desvelar giros cruciais. - Un Análisis unificado examina los motivos recurrentes e los rasgos estilísticos en toda la colección, entrelazando las historias a la vez que resalta la fuerza de cada obra. - Las preguntas de reflexión animan a los lectores a comparar las diferentes voces y perspectivas dentro de la colección, fomentando una comprensión más rica de la conversación general. - Una selección curada de citas memorables muestra las líneas más destacadas de cada texto, ofreciendo una muestra del poder único de cada autor.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Antón Chejóv

Cuentos de Chejóv

Edición enriquecida. Exploración psicológica y realismo sutil en la Rusia del siglo XIX
Introducción, estudios y comentarios de Candela Montero
Editado y publicado por Good Press, 2023
EAN 8596547783930

Índice

Introducción
Biografía del Autor
Contexto Histórico
Sinopsis (Selección)
Cuentos de Chejóv
Análisis
Reflexión
Citas memorables

Introducción

Índice

Cuentos de Chejóv reúne, en un solo volumen y bajo un mismo arco autoral, una selección de relatos que atraviesa la trayectoria cuentística de Antón Chejóv. El propósito de esta colección es ofrecer una puerta de entrada sólida y, a la vez, una panorámica coherente de su obra breve: desde estampas humorísticas como Cirugía o ¡Chist! hasta piezas maestras como La señora del perrito, Ionich o Los campesinos. El alcance es deliberadamente nítido: solo narrativa de ficción en forma de cuento, sin teatro, cartas ni ensayos. Así, el volumen concentra la energía del Chejóv narrador en su medio más propio: la brevedad.

Los textos aquí reunidos son, en su totalidad, cuentos: relatos breves, medianos y de mayor aliento. Conviven viñetas de una o dos páginas —como El camaleón, El gordo y el flaco o Una bromita— con narraciones que desarrollan mundos más amplios, entre ellas Los campesinos, Ionich o Un hombre enfundado. También se incluyen piezas de comicidad aguda como Historia de un contrabajo, y relatos de tono íntimo como Vanka, La tristeza o El beso. No hay novelas, poemas ni textos documentales: el foco está en la ficción corta, tal como Chejóv la practicó en periódicos y revistas y la llevó a su máxima depuración.

Los temas que vertebran este conjunto dibujan un mapa de la vida rusa finisecular donde el azar, la costumbre y el deseo colisionan. La burocracia y sus máscaras aparecen en Un escándalo, En la administración de Correos o El orador; el amor y su desasosiego laten en La señora del perrito, Verochka, Polinka o Un viaje de novios; la soledad adopta formas diversas en Un hombre enfundado y La pena. Relatos como Los campesinos y En el campo miran de frente la dureza material; otros, como Kashtanka, se abren a la compasión por los seres vulnerables sin forzar sentimentalismos ni moralejas.

En el plano estilístico, Chejóv combina economía expresiva con una sensibilidad abierta a lo implícito. La frase limpia, el detalle concreto y los finales sin estrépito sostienen un arte del subtexto que confía en el lector. Su vena humorística, visible en piezas tempranas como ¡Chist!, Cirugía, El camaleón, El trágico o El gordo y el flaco, jamás se reduce a chanza: exponen vanidad, miedo y ternura bajo situaciones menudas. Médico de formación, Chejóv traslada a la prosa una atención clínica por los síntomas del carácter, pero evita la tesis. Observa, sugiere y deja que los hechos y gestos hablen.

Otro rasgo decisivo es el manejo del punto de vista: Chejóv desplaza la cámara con discreción, se acerca y se retira de sus personajes, y deja que el tono surja de su circunstancia. De ahí la variedad de atmósferas: la luz pública de En la administración de Correos o En los baños públicos contrasta con los interiores de En el landó o En la oscuridad; el bullicio urbano de El teléfono dialoga con los ritmos del campo. Escenas como En el paseo de Sokólniki capturan la vida al paso. Incluso en tramas mínimas, late una percepción amplia del mundo social.

Leídos hoy, estos cuentos conservan una vigencia inusual. La indecisión afectiva, el desgaste profesional, la presión de las convenciones, la desigualdad y la fragilidad del deseo se articulan sin consigna, con una precisión que ilumina lo universal desde lo particular. Chejóv fue decisivo para el desarrollo del cuento moderno: su apuesta por la sugerencia, el final abierto y el detalle significativo orientó la narrativa breve del siglo XX y sigue dialogando con autores contemporáneos. La presente colección enfatiza esa modernidad formal y ética, mostrando cómo el humor, la compasión y la lucidez crítica no se excluyen, sino que se potencian.

Como antología de un solo autor, Cuentos de Chejóv busca servir tanto al lector que se asoma por primera vez como a quien regresa para redescubrir matices. Reúne títulos emblemáticos —La señora del perrito, Vanka, El beso, El estudiante— y otros menos transitados —La corista, Zínochka, En el paseo de Sokólniki, La cronología viviente, La víspera de la Cuaresma—, subrayando continuidades y contrastes. Cada relato puede leerse de forma autónoma, pero en conjunto traza un retrato plural del espíritu chejoviano. El objetivo es ofrecer un corpus compacto y fiel, capaz de mostrar la variedad, el rigor y la humanidad de su arte.

Biografía del Autor

Índice

Antón Pávlovich Chéjov (1860-1904) fue médico y escritor ruso, figura central del realismo fin‑decimonónico y uno de los arquitectos del cuento moderno. Su obra breve, de economía verbal y mirada compasiva, transformó la representación de la vida cotidiana al privilegiar matices psicológicos y silencios significativos sobre el giro argumental. En una época de cambios sociales en el imperio ruso, cultivó una prosa sin sermones que confía en la inteligencia del lector. Además de sus relatos, renovó el teatro con piezas que desplazaron el melodrama hacia el subtexto. La combinación de precisión clínica, ironía y empatía define su influencia perdurable.

Se formó como médico en Moscú y comenzó a escribir para la prensa mientras estudiaba, afinando una voz que unía observación científica y humor. Publicó sus primeras piezas bajo el seudónimo Antosha Chejónte, en revistas satíricas de gran circulación, donde la concisión y el remate irónico eran exigencias de formato. El clima intelectual del realismo ruso y el naturalismo europeo, junto con su práctica clínica, orientó su ética de la exactitud: describir sin exagerar, escuchar más que sentenciar. Desde temprano desconfió del moralismo y prefirió escenas abiertas, capaces de sugerir procesos sociales más amplios sin convertirlos en tesis literarias.

Sus relatos iniciales exploran el ridículo y la fragilidad de la vida urbana y burocrática. Textos como El camaleón, El gordo y el flaco, Cirugía, ¡Qué público!, Una bromita, Historia de un contrabajo, En los baños públicos o En la administración de Correos muestran cómo un gesto, un malentendido o un título pueden desnudar jerarquías y servilismos. En estas miniaturas condensó técnicas que nunca abandonaría: economía descriptiva, diálogos que revelan carácter por la vía indirecta y un humor que no excluye la piedad. Incluso cuando la situación es cómica, asoman la soledad, el miedo y la vulnerabilidad del individuo.

A la par del tono satírico, desarrolló una vertiente de compasión sobria hacia figuras vulnerables. En cuentos como Vanka, «Kashtanka», Polinka, La corista, La pena, Los muchachos o Una mujer sin prejuicios, la mirada se posa en niños, mujeres y trabajadores cuyo sufrimiento cotidiano rara vez encuentra palabras. Chéjov evita el sentimentalismo: se limita a registrar gestos, ambientes y silencios que permiten al lector inferir lo esencial. Su imparcialidad no es frialdad, sino respeto por la complejidad humana. Esta ética de la distancia, combinada con una atención minuciosa al detalle, amplió el alcance moral del cuento realista.

En su madurez, los relatos ganan profundidad psicológica y alcance social. Ionich, Los campesinos, Vecinos, El beso, El estudiante y La señora del perrito exploran el tedio provincial, las aspiraciones frustradas, la movilidad social y las grietas éticas de una sociedad en transición. Un hombre enfundado examina el encierro mental y el miedo a la vida; La obra de arte y La máscara observan cómo los objetos y las apariencias moldean conductas. Sin sermones ni clímax enfáticos, la tensión surge de atmósferas, pausas y el peso de lo no dicho. El final abierto deviene una forma de verdad.

En paralelo a los cuentos, su teatro consolidó una revolución del subtexto y el silencio. Piezas como La gaviota, Tío Vania, Tres hermanas y El jardín de los cerezos abandonan el efecto espectacular para escuchar el murmullo de lo cotidiano. Ese mismo método impregna relatos de esta colección, entre ellos La tristeza, Un drama, El trágico o El estudiante, donde el conflicto principal se juega en hesitaciones y cambios de tono. La recepción inicial mezcló sorpresa y resistencia, pero con el tiempo su dramaturgia y su prosa fijaron un ideal de naturalidad escénica y narrativa que marcó el siglo XX.

Problemas pulmonares lo obligaron a moderar la práctica médica y a residir temporadas en el sur, sin abandonar la escritura ni su compromiso cívico. Participó en iniciativas sanitarias y educativas en el campo y emprendió investigaciones sociales en regiones remotas, experiencias que reforzaron su sensibilidad ante la injusticia. Falleció en 1904, dejando un corpus breve y denso. Su legado perdura en la cuentística moderna y en un modo de mirar: precisión sin pedantería, ironía sin cinismo, compasión sin sentimentalismo. La vigencia de relatos como La señora del perrito, Un hombre enfundado o Los campesinos confirma su potencia en lectores actuales.

Contexto Histórico

Índice

Antón Chéjov (1860–1904) escribió la mayoría de sus cuentos entre los años 1880 y el cambio de siglo, periodo en que el Imperio ruso atravesó reformas, reacciones políticas y acelerada modernización. La colección reúne tanto estampas humorísticas breves de la primera etapa como relatos de madurez que exploran, con mayor gravedad, la psicología y la vida provincial. Textos como El camaleón, Vanka o Una bromita nacen del ecosistema de la prensa satírica, mientras otros, como El beso, Ionich o La señora del perrito, pertenecen al viraje de fin de siglo, cuando el autor afina una mirada sobria sobre aspiraciones frustradas, movilidad social y rutinas burocráticas.

Bajo los ecos de la emancipación de los siervos (1861) y las reformas administrativas, la burocracia imperial se expandió y penetró la vida diaria. Chéjov convirtió ese tejido de rangos, sellos y arbitrariedades en materia literaria. En la administración de Correos y El gordo y el flaco muestran la etiqueta jerárquica heredada de la Tabla de Rangos; El camaleón y Un escándalo apuntan al poder caprichoso de la policía en ciudades y distritos. La sátira nació en un clima de censura y de gobernación “paternalista”, especialmente bajo Alejandro III, donde la obediencia formal importaba más que la justicia sustantiva.

La modernización urbana transformó costumbres y espacios. El crecimiento de Moscú y San Petersburgo, los tranvías, el telégrafo y las primeras redes telefónicas de la década de 1890 crearon nuevas formas de contacto; El teléfono y En los baños públicos registran la vida material de esos cambios. Parques como Sokólniki, escenarios de paseo y ocio, aparecen en En el paseo de Sokólniki. La expansión ferroviaria impulsó veraneos y balnearios en el Mar Negro; La señora del perrito alude a esa movilidad y a Yalta como destino. La corista, Historia de un contrabajo y Los veraneantes documentan la cultura del espectáculo y la dacha.

Chéjov fue médico de formación, titulado en Moscú en la década de 1880, y atendió a campesinos y pacientes pobres en Melijovo. Su experiencia en campañas contra el cólera (1892–1893) y en la medicina de zemstvo nutre la observación clínica de Cirugía, la vida profesional de Ionich y el mundo doméstico de La mujer del boticario. La infraestructura sanitaria rural era precaria, con dispensarios distantes y personal sobrecargado; la compasión y la fatiga del servicio atraviesan estos textos. La tristeza y La pena, sin ser médicas, reflejan la sensibilidad humanitaria y el registro de sufrimientos anónimos que la práctica le impuso ver.

El campo posemancipación, con endeudamiento, migraciones estacionales y tensiones entre costumbres y mercado, ocupa un lugar central. Los campesinos ofrece una mirada descarnada a la aldea rusa tardonovecentista; En el campo explora la economía moral del trabajo rural. Vanka, desde la perspectiva de un aprendiz, alude a la circulación de niños y jóvenes hacia oficios urbanos. Vecinos y Los muchachos observan redes de parentesco y movilidad entre pueblo y ciudad. La gran hambruna de 1891–1892 y la persistente pobreza dan un trasfondo histórico verificable a estas escenas, que Chéjov conoció de primera mano durante labores de socorro.

El derecho y la moral pública cambiaron tras la reforma judicial de 1864, que introdujo jurados y abogados, aunque la práctica local siguió marcada por arbitrariedad policial. Cuentos como Una apuesta dialogan con debates sobre castigo, reclusión y valor de la vida humana que cruzaban prensa y círculos jurídicos; Un asesinato alude a conflictos religiosos y a los dilemas de una justicia imperfecta. El estudiante plantea, en clave histórica, la continuidad de experiencias espirituales en una sociedad sacudida por crisis económicas y tensiones internacionales. Réquiem y Exageró la nota muestran cómo el rito y la reputación se negocian públicamente.

La industria periodística rusa condicionó la forma y circulación de estos relatos. A comienzos de los 1880, Chéjov publicó piezas breves en semanarios humorísticos bajo seudónimo, ajustándose a censura y extensión. En los 1890 pasó a las revistas “gruesas”, con mayor ambición artística y análisis social; El beso, Los campesinos, Un hombre enfundado e Ionich pertenecen a esa etapa. La relación con editores influyó en su agenda: rompió con Alexéi Suvórin en 1898 por el caso Dreyfus. Enfermo de tuberculosis, se instaló largas temporadas en Yalta, donde escribió, entre otros, La señora del perrito, afinando su observación de la vida moderna.

Leídos en conjunto, estos cuentos trazan un comentario histórico sobre las tensiones de la Rusia tardoimperial: modernización técnica sin igualdad, crecimiento urbano con soledades nuevas, alfabetización y prensa que no eliminan el servilismo. La colección también registra cambios de sensibilidad —del chiste de redacción al relato abierto— y los vuelca en escenas como Kashtanka, La obra de arte, Polinka o Una mujer sin prejuicios. Los lectores soviéticos enfatizaron la denuncia de clases y del atraso rural; en la crítica posterior se privilegian ética, agencia individual y ambivalencia. Traducidos mundialmente, los textos siguen releyéndose a la luz de debates contemporáneos.

Sinopsis (Selección)

Índice

Funcionarios y farsas burocráticas (En la administración de Correos; El camaleón; El gordo y el flaco; Un escándalo; La cronología viviente; En los baños públicos; El orador; El teléfono; Lo timó; El trágico)

Oficinas, cuartelillos, baños públicos y tribunas improvisadas revelan jerarquías ridículas y abusos nimios. Chejóv convierte trámites y formalidades en cadenas de malentendidos y pequeñas humillaciones, con humor seco que desnuda la vanidad y la cobardía social. El tono va de la sátira amable al aguijón crítico, dejando ver la fragilidad humana detrás del uniforme.

Provincias y mundo rural (Los campesinos; En el campo; Vecinos; Los veraneantes; En la oscuridad; La víspera de la Cuaresma; Ionich)

En aldeas y pequeñas ciudades, la vida se mueve lentamente entre la penuria material y la monotonía afectiva. Estas historias muestran familias tensas, vecinos en conflicto y un médico de provincias que asciende hacia la comodidad mientras su espíritu se entumece, en un retrato sobrio de la inercia social. Predominan la observación serena, los silencios y un pesimismo templado por la compasión.

Amores, desengaños y encuentros (El beso; La señora del perrito; Polinka; Verochka; Un viaje de novios; En el landó; Poquita cosa; Zínochka; Aniuta; Una mujer sin prejuicios; Una pequeñez; Los simuladores; La máscara; La mujer del boticario; Los mártires)

Encuentros casuales, cartas y paseos en carruaje activan deseos, autoengaños y códigos morales en conflicto. Desde el flechazo tímido hasta el romance clandestino, Chejóv explora el vaivén entre la ilusión y la responsabilidad, evitando el melodrama y apostando por matices. El tono es melancólico y a veces irónico, con finales abiertos que subrayan la ambigüedad del afecto.

Artistas, escenarios y vanidades (Historia de un contrabajo; La obra de arte; El talento; ¡Qué público!; La colección; El álbum; La corista; Las Bellas)

Músicos, coristas y diletantes orbitan alrededor del aplauso, el gusto dudoso y el prestigio de salón. Las tramas exponen la fragilidad del “talento” frente a la moda, el ridículo del elogio interesado y la íntima soledad del artista. Predomina la comedia fina, el detalle costumbrista y una ironía que relativiza la gloria estética.

Humor negro y situaciones absurdas (Cirugía; ¡Chist!; Una bromita; Una noche de espanto; Mala suerte; Los extraviados; Exageró la nota; El fracaso; Un hombre irascible; Un drama; Las islas voladoras; Iván Matveich; En el paseo de Sokólniki)

Bromas inocentes que se tuercen, procedimientos médicos chapuceros y miedos nocturnos generan un catálogo de despropósitos. Chejóv lleva pequeñas exageraciones al punto de quiebre, revelando cómo el azar y la vanidad empujan al ridículo o a la zozobra. El tono alterna lo grotesco y lo ligero, con ritmo rápido y remates secos.

Infancia y despertar doloroso (Vanka; Los muchachos; Un niño maligno)

Niños que juegan o escriben piden afecto y justicia en entornos ásperos. La mirada infantil contrasta la imaginación con la indiferencia adulta, dejando entrever desigualdad y ternura frustrada. El estilo es sobrio y conmovedor, con un humanismo que evita lo sentimental.

Animales, lealtades y metáforas («Kashtanka»; Una perra cara)

Un perro que cambia de manos y el costo afectivo de una mascota sirven para hablar de pertenencia, fidelidad y valor. Los vínculos entre humanos y animales revelan la necesidad de afecto y el precio de la utilidad. El tono oscila entre la fábula compasiva y la sátira social.

Culpa, pérdida y consuelo (La pena; Réquiem; La tristeza; El estudiante)

Duelos, confesiones y una reflexión sobre el pasado se detienen en cómo el dolor se comparte y transforma. Chejóv explora la posibilidad de consuelo sin sermón, atento a gestos mínimos que iluminan la pena. La atmósfera es contenida y meditativa, con destellos de esperanza sobria.

Intriga, ley y conciencia (Una apuesta; Un asesinato; La víspera del juicio; El misterio)

Apuestas extremas, crímenes y vísperas judiciales plantean dilemas morales en situaciones límite. Más que el suspense del “quién”, interesa la erosión interior de quienes deciden, juzgan o callan. El tono es tenso pero analítico, con desenlaces que invitan a ponderar culpabilidad, libertad y responsabilidad.

Tipos y encierros cotidianos (Un hombre enfundado; Un padre de familia; Un hombre conocido)

Hombres atrapados en normas, reputaciones y miedos construyen su propia celda de hábitos. Chejóv perfila con precisión al sujeto respetable y al conocido oportunista, mostrando cómo la máscara social sustituye a la vida plena. Predomina el retrato psicológico sobrio y la ironía compasiva.

Rasgos y evolución del conjunto

A lo largo de estos cuentos, Chejóv depura una prosa de economía extrema, diálogos elípticos y finales abiertos que privilegian la sugerencia. Reaparecen la banalidad del poder, el tedio provincial, los amores contrariados y la compasión por los vulnerables, con un humor que va del guiño al aguijón. El conjunto muestra el tránsito de la farsa breve al retrato moral de mayor hondura, sin renunciar a la observación microscópica de lo cotidiano.

Cuentos de Chejóv

Tabla de Contenidos Principal
En la administración de Correos
El álbum
Aniuta
Una apuesta
Un asesinato
Las Bellas
El beso
Una bromita
El camaleón
Los campesinos
¡Chist!
Cirugía
La colección
La corista
La cronología viviente
Un drama
En el campo
En los baños públicos
En la oscuridad
En el paseo de Sokólniki
Un escándalo
Exageró la nota
El estudiante
Exageró la nota
Los extraviados
El fracaso
El gordo y el flaco
Historia de un contrabajo
Un hombre conocido
Un hombre enfundado
Un hombre irascible
Ionich
Las islas voladoras
Iván Matveich
«Kashtanka»
En el landó
Mala suerte
Los mártires
La máscara
El misterio
Una mujer sin prejuicios
La mujer del boticario
Los muchachos
Un niño maligno
Una noche de espanto
La obra de arte
El orador
Un padre de familia
La pena
Una pequeñez
Una perra cara
Polinka
Poquita cosa
¡Qué público!
Réquiem
La señora del perrito
Los simuladores
El talento
El teléfono
Lo timó
El trágico
La tristeza
Vanka
Vecinos
Los veraneantes
Verochka
Un viaje de novios
La víspera de la Cuaresma
La víspera del juicio
Zínochka

Antón Chejóv

Cuentos de Chejóv

En la administración de Correos

Índice

La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería (¡Dios la tenga en su gloria!) porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?

—Muy sencillas. Yo divulgaba por el pueblo ciertos rumores. Ustedes mismos los conocen muy bien. Yo decía a todo el mundo: «Mi mujer, Alona, sostiene relaciones con el jefe de Policía Zran Alexientch Zalijuatski». Con esto bastaba. Nadie se atrevía a cortejar a Alona, por miedo al jefe de Policía. Los pretendientes apenas la veían echaban a correr, por temor de que Zalijuatski no fuera a imaginarse algo. ¡Ja! ¡Ja!... Cualquiera iba a enredarse con ese diablo. El polizonte era capaz de anonadarlo, a fuerza de denuncias. Por ejemplo, vería a tu gato vagabundeando y te denunciaría por dejar tus animales errantes...; por ejemplo...

—¡Cómo! ¿Tu mujer no estaba en relaciones con el jefe de Policía? —exclaman todos con asombro.

—Era una astucia mía. ¡Ja! ¡Ja!... ¡Con qué habilidad os llamé a engaño!

Transcurrieron algunos momentos sin que nadie turbara el silencio.

Nos callábamos por sentirnos ofendidos al advertir que este viejo gordo y de nariz encarnada se había mofado de nosotros.

—Espera un poco. Cásate por segunda vez. Yo te aseguro que no nos volverás a coger —murmuró alguien.

El álbum

Índice

El consejero administrativo Craterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo, avanzó algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:

—Excelencia: Constantemente alentados y conmovidos hasta el fondo del corazón por vuestra gran autoridad y paternal solicitud...

—Durante más de diez años —le sopló Zacoucine.

—Durante más de diez años... ¡Jum!... En este día memorable, nosotros, sus subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto y de profunda gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo votos porque su noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo aún, hasta la hora de la muerte, nos honre con...

—Sus paternales enseñanzas en el camino de la verdad y del progreso —añadió Zacoucine, enjugándose las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la frente. Se veía que ardía en deseos de tomar la palabra para colocar el discurso que seguramente traía preparado.

—Y que —concluyó— su estandarte siga flotando mucho tiempo aún en la carrera del genio, del trabajo y de la conciencia social.

Por la mejilla izquierda de Serlavis, llena de arrugas, se deslizó una lágrima.

—Señores —dijo con voz temblorosa—, no esperaba yo esto, no podía imaginar que celebraran mi modesto jubileo. Estoy emocionado, profundamente emocionado, y conservaré el recuerdo de estos instantes hasta la muerte. Créanme, amigos míos, les aseguro que nadie les desea como yo tantas felicidades... Si alguna vez ha habido pequeñas dificultades... ha sido siempre en bien de todos ustedes...

Serlavis, actual consejero de Estado, dio un abrazo a Craterov, consejero de estado administrativo, que no esperaba semejante honor y que palideció de satisfacción. Luego, con el rostro bañado en lágrimas como si le hubiesen arrebatado el precioso álbum en vez de ofrecérselo, hizo un gesto con la mano para indicar que la emoción le impedía hablar. Después, calmándose un poco, añadió unas cuantas palabras muy afectuosas, estrechó a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras aclamaciones, se instaló en su coche abrumado de bendiciones. Durante el trayecto sintió su pecho invadido de un júbilo desconocido hasta entonces y de nuevo se le saltaron las lágrimas.

En su casa lo esperaban nuevas satisfacciones. Su familia, sus amigos y conocidos le hicieron tal ovación que hubo un momento en que creyó sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y que hubiera sido una gran desgracia para ella que él no hubiese existido. Durante la comida del jubileo no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las lágrimas. En fin, que Serlavis no esperaba que sus méritos fuesen premiados tan calurosamente.

—Señores —dijo en el momento de los postres—, hace dos horas he sido indemnizado por todos los sufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya de la forma ni de la letra, si se me permite expresarlo así, sino del deber. Durante toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de que no es el público el que se ha hecho para nosotros, sino nosotros los que estamos hechos para él. Y hoy he recibido la más alta recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este álbum que me ha llenado de emoción.

Todos los rostros se inclinaron sobre el álbum para verlo.

—¡Qué bonito es! —dijo Olga, la hija de Serlavis—. Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me lo das, papá? Tendré mucho cuidado con él... ¡Es tan bonito!

Después de la comida, Olga se llevó el álbum a su habitación y lo guardó en su secreter. Al día siguiente arrancó los retratos de los funcionarios, los tiró al suelo y colocó en su lugar los de sus compañeras de colegio. Los uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Colás, el hijo pequeño de su excelencia, recortó los retratos de los funcionarios y pintó sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los labios afeitados y barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando no tuvo nada más para colorear, recortó siluetas y les atravesó los ojos con una aguja, para jugar con ellas a los soldados. Al consejero Craterov lo pegó de pie en una caja de fósforos y lo llevó colocado así al despacho de su padre.

—Papá, mira, un monumento.

Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y, enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Nicolás.

—Anda, pilluelo, enséñaselo a mamá para que lo vea ella también.

Aniuta

Índice

Por la peor habitación del detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante de tercer año de Medicina Stepan Klochkov. Al par que paseaba, estudiaba en voz alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio, tenía la garganta seca y la frente cubierta de sudor.

Junto a la ventana, cuyos cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una silla, cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.

En el reloj del corredor sonaron, catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba aún arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio, lleno de agua enjabonada.

—El pulmón se divide en tres partes —recitaba Klochkov—. La parte superior llega hasta cuarta o quinta costilla...

Para formarse idea de lo que acababa de decir, se palpó el pecho.

—Las costillas están dispuestas paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano —continuó— Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un esqueleto o sobre un ser humano vivo... Ven, Aniuta, voy a orientarme un poco...

Aniuta interrumpió la costura, se quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante ella, frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.

—La primera costilla —observó— es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula... Esta es la segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta... Es raro; estás delgada, y, sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax... ¿Qué te pasa?

—¡Tiene usted los dedos tan fríos!...

—¡Bah! No te morirás... Bueno; esta es la tercera, esta es la cuarta... No, así las confundiré... Voy a dibujarlas...

Cogió un pedazo de carboncillo y trazó en el pecho de Aniuta unas cuantas líneas paralelas, correspondientes cada una a una costilla.

—¡Muy bien! Ahora veo claro. Voy a auscultarte un poco. Levántate.

La muchacha se levantó y Klochkov empezó a golpearle con el dedo en las costillas. Estaba tan absorto en la operación, que no advertía que los labios, la nariz y las manos de Aniuta se habían puesto azules de frío. Ella, sin embargo, no se movía, temiendo entorpecer el trabajo del estudiante. «Si no me estoy quieta —pensaba— no saldrá bien de los exámenes.»

—¡Sí, ahora todo está claro! —dijo por fin él, cesando de golpear—. Siéntate y no borres los dibujos hasta que yo acabe de aprenderme este maldito capítulo del pulmón. Y comenzó de nuevo a pasearse, estudiando en voz alta. Aniuta, con las rayas negras en el tórax, parecía tatuada. La pobre temblaba de frío y pensaba. Solía hablar muy poco, casi siempre estaba silenciosa, y pensaba, pensaba sin cesar.

Klochkov era el sexto de los jóvenes con quienes había vivido en los últimos seis o siete años. Todos sus amigos anteriores habían ya acabado sus estudios universitarios, habían ya concluido su carrera, y, naturalmente, la habían olvidado hacía tiempo. Uno de ellas vivía en París, otros dos eran médicos, el cuarto era pintor de fama, el quinto había llegado a catedrático. Klochkov no tardaría en terminar también sus estudios. Le esperaba, sin duda, un bonito porvenir, acaso la celebridad; pero a la sazón se hallaba en la miseria. No tenían ni azúcar, ni té, ni tabaco. Aniuta apresuraba cuanto podía su labor para llevarla al almacén, cobrar los veinticinco kopecs y comprar tabaco, té y azúcar.

—¿Se puede? —preguntaron detrás de la puerta.

Aniuta se echó a toda prisa un chal sobre los hombros.

Entró el pintor Fetisov.

—Vengo a pedirle a usted un favor —le dijo a Klochkov—. ¿Tendría usted la bondad de prestarme, por un par de horas, a su gentil amiga? Estoy pintando un cuadro y necesito una modelo.

—¡Con mucho gusto! —contestó Klochkov—. ¡Anda, Aniuta!

—¿Cree usted que es un placer para mí? —murmuró ella.

—¡Pero mujer! —exclamó Klochkov—. Es por el arte... Bien puedes hacer ese pequeño sacrificio.

Aniuta comenzó a vestirse.

—¿Qué cuadro es ése? —preguntó el estudiante.

—Psiquis. Un hermoso asunto; pero tropiezo con dificultades. Tengo que cambiar todos los días de modelo. Ayer se me presentó una con las piernas azules. «¿Por qué tiene usted las piernas azules?», le pregunté. Y me contestó: «Llevo unas medias que se destiñen...» Usted siempre a vueltas con la Medicina, ¿eh? ¡Qué paciencia! Yo no podría...

—La Medicina exige un trabajo serio.

—Es verdad... Perdóneme, Klochkov; pero vive usted... como un cerdo. ¡Que sucio está esto!

—¿Qué quiere usted que yo haga? No puedo remediarlo. Mi padre no me manda más que doce rublos al mes, y con ese dinero no se puede vivir muy decorosamente.

—Tiene usted razón; pero... podría usted vivir con un poco de limpieza. Un hombre de cierta cultura no debe descuidar la estética, y usted... La cama deshecha, los platos sucios...

—¡Es verdad! —balbuceó confuso Klochkov—. Aniuta está hoy tan ocupada que no ha tenido tiempo de arreglar la habitación.

Cuando el pintor y Aniuta se fueron, Klochkov se tendió en el sofá y siguió estudiando; mas no tardó en quedarse dormido y no se despertó hasta una hora después. La siesta lo había puesto de mal humor. Recordó las palabras de Fetisov, y, al fijarse en la pobreza y la suciedad del aposento, sintió una especie de repulsión. En un porvenir próximo recibiría a los enfermos en su lujoso gabinete, comería y tomaría el té en un comedor amplio y bien amueblado, en compañía de su mujer, a quien respetaría todo el mundo...; pero, a la sazón..., aquel cuarto sucio, aquellos platos, aquellas colillas esparcidas por el suelo... ¡Qué asco! Aniuta, por su parte, no embellecía mucho el cuadro: iba mal vestida, despeinada...

Y Klochkov decidió separarse de ella enseguida, a todo trance. ¡Estaba ya hasta la coronilla!

Cuando la muchacha, de vuelta, estaba quitándose el abrigo, se levantó y le dijo con acento solemne:

—Escucha, querida... Siéntate y atiende. Tenemos que separarnos. Yo no puedo ni quiero ya vivir contigo.

Aniuta venía del estudio de Fetisov fatigada, nerviosa. El estar de pie tanto tiempo había acentuado la demacración de su rostro. Miró a Klochkov sin decir nada, temblándole los labios.

—Debes comprender que, tarde o temprano, hemos de separarnos. Es fatal. Tú, que eres una buena muchacha y no tienes pelo de tonta, te harás cargo.

Aniuta se puso de nuevo el abrigo en silencio, envolvió su labor en un periódico, cogió las agujas, el hilo...

—Esto es de usted —dijo, apartando unos cuantos terrones de azúcar.

Y se volvió de espaldas para que Klochkov no la viese llorar.

—Pero ¿por qué lloras? —preguntó el estudiante.

Tras de ir y venir, silencioso, durante un minuto a través de la habitación, añadió con cierto embarazo:

—¡Tiene gracia!... Demasiado sabes que, tarde o temprano, nuestra separación es inevitable. No podemos vivir juntos toda la vida.

Ella estaba ya a punto, y se volvió hacia él, con el envoltorio bajo el brazo, dispuesta a despedirse. A Klochkov le dio lástima...

«Podría tenerla —pensó— una semana más conmigo. ¡Sí, que se quede! Dentro de una semana le diré que se vaya.»

Y, enfadado consigo mismo por su debilidad, le gritó con tono severo:

—Bueno; ¿qué haces ahí como un pasmarote? Una de dos: o te vas, o si no quieres irte te quitas el abrigo y te quedas. ¡Quédate si quieres!

Aniuta se quitó el abrigo sin decir palabra, se sonó, suspiró, y con tácitos pasos se dirigió a su silla de junto a la ventana.

Klochkov cogió su libro de medicina y empezó de nuevo a estudiar en voz alta, paseándose por el aposento.

«El pulmón se divide en tres partes. La parte superior...»

En el corredor alguien gritaba a voz en cuello:

—¡Grigory, tráeme el samovar!

Una apuesta

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Era una oscura noche de otoño. El viejo banquero caminaba en su despacho, de un rincón a otro, recordando una recepción que había dado quince años antes, en otoño. Asistieron a esta velada muchas personas inteligentes y se oyeron conversaciones interesantes. Entre otros temas se habló de la pena de muerte. La mayoría de los visitantes, entre los cuales hubo no pocos hombres de ciencia y periodistas, tenían al respecto una opinión negativa. Encontraban ese modo de castigo como anticuado, inservible e inmoral para los estados cristianos. Algunos opinaban que la pena de muerte debería reemplazarse en todas partes por la reclusión perpetua.

—No estoy de acuerdo —dijo el dueño de la casa—. No he probado la ejecución ni la reclusión perpetua, pero si se puede juzgar a priori, la pena de muerte, a mi juicio, es más moral y humana que la reclusión. La ejecución mata de golpe, mientras que la reclusión vitalicia lo hace lentamente[1q]. ¿Cuál

de los verdugos es más humano? ¿El que lo mata a usted en pocos minutos o el que le quita la vida durante muchos años?

—Uno y otro son igualmente inmorales —observó alguien— porque persiguen el mismo propósito: quitar la vida. El Estado no es Dios. No tiene derecho a quitar algo que no podría devolver si quisiera hacerlo.

Entre los invitados se encontraba un joven jurista, de unos veinticinco años. Al preguntársele su opinión, contestó:

—Tanto la pena de muerte como la reclusión perpetua son igualmente inmorales, pero si me ofrecieran elegir entre la ejecución y la prisión, yo, naturalmente, optaría por la segunda. Vivir de alguna manera es mejor que de ninguna.

Se suscitó una animada discusión. El banquero, por aquel entonces más joven y más nervioso, de repente dio un puñetazo en la mesa y le gritó al joven jurista:

—¡No es cierto! Apuesto dos millones a que usted no aguantaría en la prisión ni cinco años.

—Si usted habla en serio —respondió el jurista-apuesto a que aguantaría no cinco sino quince años.

—¿Quince? ¡Está bien! —exclamó el banquero—. Señores, pongo dos millones.

—De acuerdo. Usted pone los millones y yo pongo mi libertad —dijo el jurista.

¡Y esta feroz y absurda apuesta fue concertada! El banquero, que entonces ni conocía la cuenta exacta de sus millones, mimado por la suerte y despreocupado, estaba entusiasmado por la apuesta. Durante la cena bromeaba a costa del jurista y le decía:

—Piénselo bien, joven, mientras no sea tarde. Para mí dos millones no son nada, pero usted se arriesga a perder los tres o cuatro mejores años de su vida. Y digo tres o cuatro porque más de eso usted no va a soportar. No olvide tampoco, desdichado, que una reclusión voluntaria resulta más penosa que la obligatoria. La idea de que en cualquier momento usted tiene derecho a salir en libertad le envenenará la existencia en su prisión. ¡Tengo lástima de usted!

Y ahora el banquero, caminando de un rincón a otro, recordaba todo aquello y se preguntaba a sí mismo:

—¿Para qué esta apuesta? ¿Qué provecho hay en haber perdido el jurista quince años de su vida y en tirar yo dos millones de rublos? ¿Puede ello demostrar a la gente que la pena de muerte es peor o mejor que la reclusión perpetua? No y no. Es un dislate, un absurdo. Por mi parte ha sido el capricho de un hombre satisfecho y por parte del jurista, una simple avidez por el dinero...

Y él se puso a recordar lo que había ocurrido después de la velada descripta. Decidióse que el jurista cumpliera su reclusión bajo severa vigilancia, en una de las casitas construidas en el jardín del banquero. Se convino que durante quince años sería privado del derecho de traspasar el umbral de la casa, ver a la gente, escuchar voces humanas, recibir cartas y diarios. Se le permitía tener un instrumento musical, leer libros, escribir cartas, tomar vino y fumar. Con el mundo exterior, según el convenio, no podría relacionarse de otra manera que en silencio, a través de una ventanilla arreglada para este propósito. Mediante una esquela podría solicitar todo lo necesario, los libros, la música, el vino, etc., todo lo cual recibiría, en cualquier cantidad, únicamente por la ventanilla. El convenio preveía todos los detalles que conferían al recluido la condición de estrictamente incomunicado y le obligaba a permanecer en la casa quince años justos, a partir de las doce horas del catorce de noviembre de 1870 hasta las doce horas del catorce de noviembre de 1885. La menor tentativa de infringir estas condiciones por parte del jurista, aunque fuera dos minutos antes del plazo, liberaba al banquero de la obligación de pagarle los dos millones.

En su primer año de reclusión el jurista, por cuanto se podía juzgar a través de sus breves notas, sufrió mucho a causa de la soledad y el tedio. En su casita se oían constantemente los sonidos del piano. El vino y el tabaco fueron rechazados por él. El vino, escribía, provoca los deseos, y los deseos son los primeros enemigos del recluido; además, no hay cosa más aburrida que beber un buen vino y no ver nada. En cuanto al tabaco, vicia el aire de la habitación. En el primer año se le enviaba al jurista libros de contenido preferentemente fácil: novelas con complicada intriga amorosa, cuentos policiales y fantásticos, comedias, etc.

En el segundo año ya dejó de oírse la música en la casita y el jurista sólo pedía en sus notas libros de autores clásicos. En el quinto año se volvió a oír la música y el prisionero solicitó vino. Los que lo observaban por la ventanilla relataban que durante todo ese año no hacía sino comer, beber, quedarse en cama bostezando y conversar malhumorado consigo mismo. No leyó más libros. A veces, de noche, se ponía a escribir durante largo rato y a la madrugada hacía pedazos todo lo escrito. Más de una vez se le oyó llorar.

En la segunda mitad del sexto año el recluido se abocó con ahínco al estudio de los idiomas, la filosofa y la historia. Acometió estas ciencias con tanta avidez que el banquero apenas alcanzaba a pedir libros para él. En el lapso de cuatro años fueron solicitados por correo, a su pedido, cerca de seiscientos volúmenes. En este período el banquero recibió de su prisionero una carta que decía así: «Mi querido carcelero: Le escribo estas líneas en seis idiomas. Muéstrelas a personas entendidas. Que las lean. Si no encuentran ni un solo error, le ruego hagan disparar una escopeta en el jardín. Este disparo me dirá que mis esfuerzos no se perdieron en vano. Los genios de todos los tiempos y países hablan en distintas lenguas, pero arde en ellos la misma llama. ¡Oh, si usted supiera qué dicha sublime experimento ahora en mi alma porque puedo comprenderlos!». El deseo del recluido fue cumplido. El banquero mandó disparar la escopeta en el jardín dos veces.

A partir del décimo año el jurista permanecía sentado a la mesa, inmóvil, y sólo leía el Evangelio. Al banquero le pareció extraño que el hombre que en cuatro años había vencido seiscientos tomos difíciles, hubiera gastado cerca de un año en la lectura de un libro no muy grueso y de fácil comprensión. Al Evangelio lo sustituyeron luego la historia de las religiones y la teología.

En los dos últimos años de reclusión, el prisionero leyó una extraordinaria cantidad de libros, sin ninguna selección. Ora se dedicaba a las ciencias naturales, ora pedía obras de Byron o Shakespeare. En sus notas solicitaba a veces, al mismo tiempo, un libro de química, un manual de medicina, una novela y un tratado de filosofía o teología. Sus lecturas daban la impresión de que el hombre nadase en un mar entre los fragmentos de un buque y, tratando de salvar la vida, se aferraba desesperadamente ya a uno ya a otro de ellos.

El viejo banquero recordaba todo eso, pensando: «Mañana a las doce horas él obtendrá su libertad.

Según las condiciones, tendré que pagarle los dos millones. Y si le pago, está todo perdido: estoy arruinado definitivamente...».

Quince años antes no sabía cuántos millones tenía, mientras que ahora le daba miedo preguntarse ¿qué era lo que más tenía: dinero o deudas? El imprudente juego en la Bolsa, las especulaciones arriesgadas y el acaloramiento, del cual no pudo desprenderse ni siquiera en la vejez, poco a poco fueron debilitando sus negocios y el osado, seguro y orgulloso ricachón se transformó en un banquero de segunda clase, que temblaba con cada alza o baja de valores.

—¡Maldita apuesta! —farfullaba el viejo, agarrándose la cabeza—. ¿Por qué no habrá muerto este hombre? Sólo tiene cuarenta años. Me quitará lo último que tengo, se casará, disfrutará de la vida, jugará en la Bolsa y yo, como un mendigo, lo miraré con envidia y todos los días le oiré decir siempre lo mismo: «Le debo a usted la felicidad de mi vida, permítame que le ayude». ¡No, esto es demasiado! ¡La única salvación de la bancarrota y del oprobio está en la muerte de este hombre!

Dieron las tres. El banquero aguzó el oído: todos dormían en la casa y sólo se oía el rumor de los helados árboles detrás de las ventanas. Tratando de no hacer ningún ruido, sacó de la caja fuerte la llave de la puerta que no se abría durante quince años, se puso el abrigo y salió de la casa.

El jardín estaba oscuro y frío. Llovía. Un viento húmedo y penetrante paseaba aullando por todo el jardín y no dejaba en paz a los árboles. El banquero esforzó la vista, pero no veía ni la tierra, ni las blancas estatuas, ni la casita, ni los árboles. Acercóse entonces al lugar donde se hallaba la casita y llamó dos veces al sereno. No hubo respuesta. Por lo visto, el sereno, huyendo del mal tiempo, se refugió en la cocina o en el invernadero y se quedó dormido.

«Si soy capaz de llevar adelante mi propósito —pensó el viejo— la sospecha recaerá antes que en nadie sobre el sereno.»

En la oscuridad tanteó los escalones y la puerta y entró en el vestíbulo de la casita; luego penetró a tientas en el pequeño pasillo y encendió un fósforo. Allí no había nadie. Vio una cama sin hacer y una oscura estufa de hierro en un rincón. Los sellos en la puerta que conducía al cuarto del recluido estaban intactos.

Cuando la cerilla se había apagado, el viejo, temblando de emoción, miró por la ventanilla.

La opaca luz de una vela apenas iluminaba la habitación del recluido. Éste estaba sentado junto a la mesa. Sólo se veían su espalda, sus cabellos y sus manos. Sobre la mesa, en dos sillones y sobre la alfombra, junto a la mesa, había libros abiertos.

Transcurrieron cinco minutos y el prisionero no se movió ni una sola vez. La reclusión de quince años le había enseñado a permanecer inmóvil. El banquero golpeó con el dedo en la ventanilla, pero el recluido no hizo ningún movimiento. Entonces el banquero arrancó cuidadosamente los sellos de la puerta e introdujo la llave en la cerradura. Se oyó un ruido áspero y el rechinar de la puerta. El banquero esperaba el grito de sorpresa y los pasos, pero al cabo de tres minutos el silencio detrás de la puerta seguía inalterable. Decidió entonces entrar en la habitación.

Junto a la mesa estaba sentado, inmóvil, un hombre que no parecía una persona común. Era un esqueleto, cubierto con piel, con largos bucles femeninos y enmarañada barba. El color de su cara era amarillo, con un matiz terroso; tenía las mejillas hundidas, espalda larga y estrecha, y la mano que sostenía su melenuda cabeza era tan delgada que daba miedo mirarla. Sus cabellos ya estaban salpicados por las canas, y a juzgar por su cara, avejentada y demacrada, nadie creería que sólo tenía cuarenta años. Dormía... Delante de su inclinada cabeza, se veía sobre el escritorio una hoja de papel, en la cual había unas líneas escritas con letra menuda.

«¡Miserable! —pensó el banquero—. Duerme y, probablemente, sueña con los millones. Pero si yo levanto este semicadáver, lo arrojo sobre la cama y lo aprieto un poco con la almohada, el más minucioso peritaje no encontrará signos de una muerte violenta. Pero leamos primero estas líneas...».

El banquero tomó la hoja y leyó lo siguiente: «Mañana, a las doce horas del día, recupero la libertad y el derecho de comunicarme con la gente. Pero antes de abandonar esta habitación y ver el sol, considero necesario decirle algunas palabras. Con la conciencia tranquila y ante Dios que me está viendo, declaro que yo desprecio la libertad, la vida, la salud y todo lo que en vuestros libros se denomina bienes del mundo.

»Durante quince años estudié atentamente la vida terrenal. Es verdad, yo no veía la tierra ni la gente, pero en vuestros libros bebía vinos aromáticos, cantaba canciones, en los bosques cazaba ciervos y jabalíes, amaba mujeres... Beldades, leves como una nube, creadas por la magia de vuestros poetas geniales, me visitaban de noche y me susurraban cuentos maravillosos que embriagaban mi cabeza. En vuestros libros escalaba las cimas del Elbruz y del Monte Blanco y desde allí veía salir el sol por la mañana mientras al anochecer lo veía derramar el oro purpurino sobre el cielo, el océano, las montañas; veía verdes bosques, prados, ríos, lagos, ciudades; oía el canto de las sirenas y el son de las flautas de los pastores; tocaba las alas de los bellos demonios que descendían para hablar conmigo acerca de Dios... En vuestros libros me arrojaba en insondables abismos, hacía milagros, incendiaba ciudades, profesaba nuevas religiones, conquistaba imperios enteros...

»Vuestros libros me dieron la sabiduría. Todo lo que a través de los siglos iba creando el infatigable pensamiento humano está comprimido cual una bola dentro de mi cráneo. Sé que soy más inteligente que todos vosotros.

»Y yo desprecio vuestros libros, desprecio todos los bienes del mundo y la sabiduría. Todo es miserable, perecedero, fantasmal y engañoso como la fatal morgana. Qué importa que seáis orgullosos, sabios y bellos, si la muerte os borrará de la faz de la tierra junto con las ratas, mientras que vuestros descendientes, la historia, la inmortalidad de vuestros genios se congelarán o se quemarán junto con el globo terráqueo.

»Habéis enloquecido y marcháis por un camino falso. Tomáis la mentira por la verdad, y la fealdad por la belleza. Os quedaríais sorprendidos si, en virtud de algunas circunstancias, sobre los manzanos y los naranjos, en lugar de los frutos, crecieran de golpe las ranas y los lagartos o si las rosas comenzaran a exhalar un olor a caballo transpirado; así me asombro por vosotros que habéis cambiado el cielo por la tierra. No quiero comprenderos.

»Para mostrarles de hecho mi desprecio hacia todo lo que representa vuestra vida, rechazo los dos millones, con los cuales había soñado en otro tiempo, como si fueran un paraíso, y a los que desprecio ahora. Para privarme del derecho de cobrarlos, saldré de aquí cinco horas antes del plazo establecido y de esta manera violaré el convenio...».

Después de leer la hoja, el banquero la puso sobre la mesa, besó al extraño hombre en la cabeza y salió de la casita, llorando. En ningún momento de su vida, ni aún después de las fuertes pérdidas en la Bolsa, había sentido tanto desprecio por sí mismo como ahora. Al volver a su casa, se acostó enseguida, pero la emoción y las lágrimas no lo dejaron dormir durante un buen rato...

A la mañana siguiente llegaron corriendo los alarmados serenos y le comunicaron haber visto que el hombre de la casita bajó por la ventana al jardín, se encaminó hacia el portón y luego desapareció. Junto con los criados, el banquero se dirigió a la casita y comprobó la fuga del prisionero. Para no suscitar rumores superfluos, tomó de la mesa la hoja con la renuncia y, al regresar a casa, la guardó en la caja fuerte.

Un asesinato

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Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea:

«Duerme, niño bonito, que viene el coco...»

Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.

El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.

Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.

«Duerme, niño bonito...», balbucea.

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.

La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensueños.

La muchacha ve en ellos correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrerlas, y Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con talegos a la espalda y sombras. A uno y otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes de los talegos se tienden en el lodo.

—¿Para qué hacen eso? —les pregunta Varka.

—¡Para dormir! —contestan—. Queremos dormir.

Y se duermen como lirones.

Cuervos y urracas, posados en los alambres del telégrafo, ponen gran empeño en despertarlos.

«Duerme, niño bonito...», canturrea entre sueños Varka.

Momentos después sueña hallarse en casa de su padre. La casa es angosta y oscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no lo ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto —atacado de no se sabe qué dolencia—, que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.

—Bu-bu-bu-bu...

La madre de Varka corre a la casa señorial a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.

Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre, acostada en la estufa.

Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la obscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.

—¡Enciendan luz! —dice.

—¡Bu-bu-bu! —responde Efim, rechinando los dientes.

La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando cerillas. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.

—¡Espere un instante, señor doctor! —dice la madre.

Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.

Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.

—¿Qué es eso, muchacho? —le pregunta el médico, inclinándose sobre él—. ¿Hace mucho que estás enfermo?

¡Me ha llegado la hora, excelencia! —contesta, con mucho trabajo, Efim—. No me hago ilusiones...

—¡Vamos, no digas tonterías! Verás cómo te curas...

—Gracias, excelencia; pero bien sé yo que no hay remedio... Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella...

El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:

—Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarle al hospital para que le operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el doctor y te recibirá. ¡Pero enseguida, enseguida!

—Señor doctor, ¿y cómo va a ir? —dice la madre—. No tenemos caballo.

—No importa; hablaré a los señores y les dejarán uno.

El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.

—Bu-bu-bu-bu...

Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.

Pasa, al cabo, la noche y sale el Sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue el marido.

Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:

«Duerme niño bonito...»

A Varka le parece su propia voz la voz que canta.

Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice:

—¡Acaban de operarlo, pero ha muerto! ¡Santa gloria haya!... El doctor dice que se le ha operado demasiado tarde; que debía habérsele operado hace mucho tiempo.

Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca. Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:

—¡Mala pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!

Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza, como para ahuyentar el sueño irresistible y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.

El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka, que, cuando su amo se va, torna a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.

De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con talegos, yace dormida en tierra. Vorka quiere acostarse también; pero su madre, que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.

—¡Una limosnita, por el amor de Dios! —implora la madre a los caminantes—. ¡Compasión, buenos cristianos!

—¡Dame el niño! —grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka—. ¡Otra vez dormida, mala pécora!

Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad: no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle teta al niño.

Mientras el niño mama, Varka, de pie, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la mañana.

—¡Toma al niño! —ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa—. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!

Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerle. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante, no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero, sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna, y balancea el cuerpo al par que el mueble, para despabilarse; pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso plúmbeo.

—¡Varka, enciende la estufa! —grita el ama, al otro lado de la puerta.

Es de día. Hay que comenzar el trabajo.

Varka deja la cuna y corre por leña al porche. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentado.

Lleva leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.

—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.

Varka empieza a encender astillas, mas su ama la interrumpe con una nueva orden:

—¡Varka, límpiale los chanclos al amo!

Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse; pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, en evitación de que los chismes que hay a su alrededor sigan moviéndose y creciendo.

—¡Varka, ve a lavar la escalera! —ordena el ama, a voces—. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!

Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces a la tienda. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.

Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, mondando patatas. Su cabeza se inclina, sin que ella lo pueda evitar, hacia la mesa; las patatas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir...

Transcurre así el día. Llega la noche.

Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que se siente como de madera, y sonríe de un modo estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.

Hay aquella noche una visita.

—¡Varka, enciende el samovar! —grita el ama.

El samovar es muy pequeño, y para que todos puedan tomar té hay que encenderlo cinco veces.

Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.

—¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!