Cuentos de hadas - Susan Mallery - E-Book

Cuentos de hadas E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

Y fueron felices... Hacía mucho tiempo que Beth había dejado de creer en los cuentos de hadas. Una mujer de casi cuarenta años, viuda y con dos hijos adolescentes a su cargo no tenía tiempo ni humor para soñar tonterías... Y, entonces, sus amigos la pusieron en contacto con el mismísimo Príncipe Azul... El problema era que Todd Graham era un hombre maravilloso e increíblemente sensual, así que, ¿cómo iba a fijarse en la pobre Cenicienta? Pero, si la Cenicienta no le interesaba, ¿por qué se empeñaba en darle aquellos besos que la dejaban temblando de anhelo? Todd no había prometido que fuera para siempre, pero un cuento de hadas como el de ella necesitaba un final feliz, de modo que Beth se centró en la tarea de convertir a su atractivo príncipe en su atractivo marido...

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Seitenzahl: 281

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública otransformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2008 Susan Mallery

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cuentos de hadas, Elit nº 461 - noviembre 2024

Título original: Beth and the Bachelor

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total oparcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410747159

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–¿Dices que me habéis comprado qué? –preguntó Beth Davis mientras miraba a la pareja que estaba sentada frente a ella en el salón.

Seguramente estaba soñando. Se había acostado muy tarde y muy cansada y estaba teniendo una pesadilla. Eso explicaría por qué creía que Mike había dicho lo que había dicho. Meneó la cabeza, tratando de despejar su confuso oído. No podía ser. Algo iba muy mal.

–No es tan terrible –comentó su amiga Cindy–. De verdad. No sabía que lo había hecho, pero ahora que lo pienso, es bastante dulce.

Beth intentó reír, pero el sonido que emitió fue más parecido a un gemido.

–Dulce. Desde luego. Estoy segura de que esa era su intención –centró su atención en Mike, el marido de Cindy–. ¿Cuál era tu intención?

Mike sonrió. El atractivo guardaespaldas convertido en agente de seguridad no se mostraba inquieto por su reacción.

–Pensé que te hacía un favor. Llevabas hablando de ello mucho tiempo. Cindy lo ha mencionado varias veces. Pensé que así aceleraría las cosas.

Beth se levantó y fue hasta los ventanales que alineaban la pared de su sala de estar. La tormenta bramaba en el exterior, pero no se podía comparar con el pánico que crecía en su interior.

–Siempre me habéis odiado. Ahora lo comprendo. ¿Es por algo que he hecho?

–Beth, no –dijo Cindy–. Si de verdad va a ser tan terrible para ti, no tienes por qué hacerlo.

–En realidad, sí –indicó Mike–. Eh, es para un acto de beneficencia.

Beth giró en redondo y contempló a sus dos amigos. Sus expresiones mostraban preocupación y una buena dosis de diversión. Se dijo que solo intentaban ayudarla. La querían. No habría conseguido sobrevivir a los últimos dieciocho meses de no haber sido por ellos.

–Pero, ¿por qué tuviste que comprarme un hombre? –inquirió.

–No te lo compré para siempre. Solo por una noche. Una cita. Te divertirás –prometió Mike.

–Es imposible –volvió a gemir y se dejó caer en la silla más cercana.

–No, no lo es –la voz de Mike fue firme–. Es una cena en un buen restaurante. Pasa a recogerte, charláis un rato, coméis algo rico y vuelves a casa. Nada del otro mundo. He visto a Todd Graham un par de veces y parece un buen tipo. No es tan ostentoso como dicen los periódicos.

El fino hilo que había mantenido la serenidad de Beth se rompió. Miró fijamente a Cindy, quien de pronto empezó a moverse incómoda en el sofá.

–¿Todd Graham? –preguntó. Su amiga asintió.

–Tengo entendido que es…

–¿Todd Graham? –repitió, interrumpiéndola–. ¿El único Todd Graham? ¿El millonario, el miembro vitalicio del club bombón-del-mes? –miró a Mike con ojos centelleantes–. ¿Me has comprado una cita con Todd Graham?

–¿Es tan malo? –la observó desconcertado.

–No si lo comparas con salir con un asesino en serie.

–No entiendo –musitó él–. ¿Por qué lo empeora?

–Tengo treinta y ocho años –indicó Beth.

–¿Eso es importante? –Mike se inclinó hacia su esposa–. ¿Se trata de algo de mujeres que yo no logro entender?

–Soy una madre de treinta y ocho años con dos hijos –se levantó de un salto–. Tengo pechos y caderas.

–A riesgo de que me grites –Mike se echó para atrás–, la mayoría de los hombres casi siempre aprecian esas cosas.

–No cuando son tan viejas. Todd Graham no quiere una mujer, sino una modelo de veintiún años, con un cuerpo flaco y sin estrías. No puedo creer que lo hayas hecho, Mike –señaló a Cindy–. No puedo creer que lo permitieras. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? ¿Salir con él?

–Ese era el objetivo –comentó Cindy con suavidad–. Beth, estás exagerando. Solo será una noche. Una cita por un acto de beneficencia.

Volvió a dejarse caer en la silla. ¿Cómo podía explicárselo sin parecer que estaba loca? Respiró hondo… quizá ya era imposible evitarlo.

–No es que no aprecie el gesto –comenzó–. Sé que ambos estáis preocupados por mí y pensáis que ya es hora de que empiece a tener citas. Y puede que lo sea. Quizá necesite un empujón. Pero no así. No necesito una humillación pública.

–No va a haber ninguna humillación –afirmó Cindy–. Eres una mujer muy atractiva, Beth. Él te va a adorar.

–Estoy en la mediana edad. Desde que Darren murió, he ganado nueve kilos; Todd Graham y yo no tenemos nada en común. No quiero conocerlo. No quiero que me comparen con niñas postadolescentes que parecen más jóvenes que mi hija. Además, es rico. Odio eso en un hombre.

–Ya está. Me largo –Mike se incorporó, se acercó a Beth y le dio un beso en la mejilla–. Esto va a convertirse en una charla de mujeres y vais a decir cosas que sé que no quiero oír. Beth, te compré esta cita porque pensé que sería divertida. Si no quieres ir porque la consideras moralmente errónea, lo respetaré. Si solo te asusta salir ahí afuera, entonces, vas a ir. Si no, jamás volveré a arreglarte un grifo que gotee.

–He aprendido a arreglar mis propios grifos –lo miró furiosa. Él no respondió, solo enarcó las cejas–. Estupendo. Creo que es de muy mala educación que me recuerdes que la última vez fue un desastre. Aprovecho la ocasión para decirte que solo perdió un poco de agua.

–Hablo en serio –afirmó. Le sonrió a su esposa–. Nos vemos luego –se marchó.

–Su intención era buena –comentó Cindy cuando se quedaron solas–. Se preocupa por ti. Yo también.

–Lo sé –Beth quiso hundir la cara entre las manos, pero consideró que ya se había humillado bastante por un día–. Lo que pasa es que no puedo hacerlo. Me sentiría ridícula. Como si tuviera que pagarle a un hombre.

–Para él es peor. Era él quien estaba en venta. Piensa que se trata de un esclavo.

Sabía que Cindy intentaba ayudar. Por desgracia, ninguna palabra iba a desatar el nudo que tenía en el estómago.

–No estoy preparada.

–Sí que lo estás. Tienes miedo. Después de mi divorcio me insististe durante meses para que tuviera citas. Lo hiciste porque me querías. Ahora, yo te devuelvo el favor.

–Tendría que haber mantenido la boca cerrada –musitó. Miró a su amiga–. Sé que te preocupas por mí, pero no debes hacerlo. Estoy bien.

–Dijiste que querías empezar a salir.

–Mentí.

–No puedes estar de luto siempre.

–Sí que puedo. Me gusta. Es seguro. Tengo una vida plena. Mis hijos, mi trabajo, la comunidad, los amigos.

Cindy se colocó el pelo corto y castaño detrás de las orejas.

–Estás sola –alzó una mano–. Espera. Deja que acabe. Sé cómo te sientes porque recuerdo cómo me sentí cuando me divorcié de Nelson. Si fueras una persona diferente, no te insistiría. Pero eres el tipo de mujer que quiere formar parte de una pareja. Lo necesitas.

–No –soltó–. No necesito más de lo que tengo. Estoy muy satisfecha –Cindy guardó silencio. No tenía por qué hablar. Eran amigas desde hacía bastante tiempo, el suficiente para saber leer la verdad en la otra–. Él no –añadió Beth en voz baja–. Tienes razón. Es hora de que salga y haga lo que suelen hacer las personas cuando tienen una cita hoy en día.

–No creo que eso haya cambiado mucho.

–No de este modo –ni siquiera quiso pensar en eso–. Todd Graham no pertenece a mi ambiente. Me sentiría fatal toda la velada. Él se aburriría, y yo seguro que olvidaría dónde estaba y empezaría a cortar la carne para él.

–Buen intento –Cindy sonrió–, pero no va a funcionar. Tus dos hijos son adolescentes. Hace años que no necesitan que les cortes la comida –la sonrisa se desvaneció–. Reconozco que Todd Graham quizá no sea el ideal de una primera cita sencilla, pero eso es lo que hace que sea tan estupendo.

–Lo siento, pero vas a tener que explicármelo mejor.

–Es práctica –indicó Cindy–. Él no es tu tipo y tú no eres el suyo. Así que no va a suceder nada. Ya lo sabes. Considéralo una prueba para una cita de verdad… una que te importe, con alguien que podría interesarte. Si fueras a conocer al hombre perfecto, te gustaría tener un poco de experiencia, ¿no?

Beth lo meditó. No creía que alguna vez pudiera encontrar al hombre perfecto. Ya había disfrutado de un matrimonio maravilloso de dieciocho años. Ya había estado enamorada. Si alguna vez volvía a relacionarse con un hombre, sería por tener compañía.

–Estoy oxidada –reconoció–. Empecé a salir con Darren en el instituto, y nos casamos cuando cumplí los diecinueve años.

–Exactamente. Todd será la transición. Será tu sesión de práctica. Sin expectativas.

–Seguro que durante la cena voy a querer vomitar.

–Estupendo –Cindy rio–. Estoy segura de que también Todd sabrá apreciarlo. Vas a averiguar cuánto han cambiado las citas con un hombre al que no volverás a ver jamás. Tu misión es mantener una conversación normal las dos o tres horas que estés con él y no vomitar. Puedes hacerlo.

–Si fuera cualquier otro, estaría de acuerdo. Pero Todd Graham. ¿Qué nombre es ese? Parece salido de una agencia de citas.

–¿Y tú cómo lo sabes?

–Estoy generalizando –rio por primera vez desde que se enteró del regalo de Mike.

–Di que irás –instó Cindy–. Y la próxima vez que una amiga bienintencionada te insista con algo parecido, podrás decirle que ya lo conoces.

–Eso tiene su atractivo –reconoció Beth.

Lo que quería hacer era gritar y salir corriendo de la habitación. Por desgracia, no serviría de nada. Cindy iría tras ella y hablaría y hablaría y hablaría hasta que ella aceptara. Conocía la tenacidad de su amiga. Y si Cindy no lograba convencerla, ya regresaría Mike.

Pensó en Darren, su maravilloso marido. «¿Por qué tuviste que morirte?» En los últimos dieciocho meses se había formulado esa pregunta docenas de veces, sin una respuesta.

–Iré –aceptó.

–No lo lamentarás –prometió Cindy.

Beth asintió, a pesar de que tenía la impresión de que su amiga se equivocaba.

 

 

–Estoy hecha una vaca –comentó Beth el sábado siguiente mientras se miraba en el espejo.

Jodi, su hermosa hija de dieciséis años, la miró.

–Estás preciosa, mamá. Y sabes que no deberías pensar de esa manera. Siempre nos insistes a Matt y a mí en que tengamos pensamientos positivos.

–Es verdad. No soy una bruja fea –dijo.

–No, eso tampoco sirve. ¿Qué te parece… soy una mujer atractiva, vital, y cualquier hombre se sentiría afortunado de tenerme?

–Para ti es fácil decirlo –comentó al besar la mejilla de su hija–. Porque eso es verdad. Cualquier hombre sería afortunado de tenerte.

–Mamá…

–Vale, vale –enderezó los hombros y centró su atención en el espejo–. Intentaré pensar de forma positiva.

En honor de su primera cita después de veinte años, se había recortado el pelo corto y rojizo con una semana de antelación. A pesar de la humedad de abril, había adquirido un volumen agradable después de la ducha. Acentuó sus ojos azules con un poco de sombra, e incluso se pintó los labios.

Después de cambiarse ocho veces de ropa, incluyendo el vestido rojo, que se había puesto dos veces, se había decidido por un vestido azul marino y crema con una chaqueta a juego. El escote redondeado realzaba su rostro, y era lo bastante discreto como para no mostrar siquiera el nacimiento de sus senos. Durante toda la semana, Cindy le había dicho que si tenía algo, que lo mostrara, pero Beth había llegado a la conclusión de que sus pechos de casi cuarenta años estarían más cómodos bajo unas cuantas capas de tela.

Tras varios titubeos, había elegido unos pendientes de perlas. Un sencillo reloj de oro, medias y zapatos azules completaban su atuendo. Cindy le había prestado un pequeño bolso azul.

Su mirada se tornó crítica. Había algunas arrugas en torno a sus ojos, pero aún tenía la piel bastante tersa, y tan limpia y clara como a los veinte años. Nunca más volvería a lucir una talla treinta y ocho, pero con un metro setenta de estatura, los nueve kilos que había ganado desde que Darren murió resultaban fáciles de ocultar. Si volvía a dar paseos y cortaba el chocolate, podría perderlos en un par de meses… o quizá en seis. O quizá podría estabilizarse en una talla cuarenta y dos.

–Estás preciosa –su hija la abrazó.

–Gracias, pequeña. Mi objetivo es no quedar como una tonta, así que tendré pensamientos elegantes y sofisticados.

–Eh, mamá, estás estupenda.

Beth se volvió y vio a su hijo menor de catorce años, Matt, de pie en la puerta del cuarto de baño. Mientras Jodi había heredado su color de pelo y de ojos, Matt había salido a su padre. El pelo, los ojos castaños y las gafas hacían que pareciera un Darren mucho más joven. Todavía sentía un profundo dolor en el corazón cada vez que miraba a su hijo. Al principio, eso hizo que echara mucho de menos a su marido, pero en ese momento poder ver el reflejo de Darren en la expresión de Matt la consolaba.

–Gracias –comentó, luego miró a Jodi–. Esa será mi afirmación de la velada. «Estoy estupenda».

–¿A qué hora piensas volver a casa? –preguntó Matt–. Porque vamos a celebrar una fiesta increíble. He pedido tres barriles de cerveza y Jodi prometió que una de sus amigas haría un numerito…

–Maaatt –Jodi se volvió hacia su hermano–. No bromees con eso. Mamá ya está bastante nerviosa –le sonrió a su madre–. No habrá ninguna fiesta. Sara va a venir y nos dedicaremos a estudiar para el examen de trigonometría de la semana próxima. No sé qué es lo que va a hacer Matt, pero lo hará solo.

–Yo pienso molestar a mi hermana y a su amiga porque Sara siempre se pone ropa ceñida y quiero verla de cerca y…

–Eres asqueroso –anunció Jodi, dándole la espalda.

–Tengo catorce años y soy sincero. Según mi profesor, los chicos de mi edad están llenos de hormonas. Solo soy normal. Estás celosa porque no vas a alcanzar tu apogeo sexual hasta los cuarenta.

La mirada de Matt adquirió una expresión especulativa. Beth sabía cómo funcionaba su mente adolescente y no quería mantener una conversación con sus hijos sobre el hecho de que apenas le faltaban dos años para los cuarenta y, por ende, para alcanzar su supuesto apogeo sexual.

–¿Has hecho tu trabajo para la clase de inglés? –preguntó Beth.

–Sí –gimió Matt–. Acabo de terminarlo y está sobre la mesa de la cocina. Puedes echarle un vistazo, y gritarme por la mañana por las faltas de ortografía.

–Claro –sonrió. Sus hijos eran lo mejor de su vida. Se dirigió a la cocina–. El estofado de atún estará listo en unos veinte minutos. Hay helado y un poco de tarta –se detuvo junto al mostrador. Matt y Jodi la siguieron–. Jodi, he alquilado un par de películas para Matt. Puede verlas en mi cuarto, para que Sara y tú podáis estudiar en la sala de estar.

–Estupendo –comentó Jodi–. Estaremos bien. Tengo dieciséis años, y aunque Matt aún es un bebé, es maduro para su edad.

–Repítelo, hermana –Matt adoptó una postura de boxeo–, y te mostraré lo maduro que soy.

–No puedes pegarme, soy una chica.

–Vamos, mamá –suplicó él–. Deja que le pegue solo una vez. Solo una. ¿Por favor?

–Lo siento, no –le revolvió el pelo–. No puedes ir por ahí pegando a la gente.

–Pero se lo merece.

–Y tú también, a veces, pero yo no te pego.

–Porque soy tan alto como tú y soy un tipo duro.

Beth contempló a su niño, que casi era tan alto como ella. Jodi había dejado de crecer con un metro setenta, pero Matt sobrepasaría el metro ochenta.

Matt retrocedió un paso.

–Jo, ya tiene esa expresión. Cuando empieza a hablar de lo guapos que éramos de pequeños. Es mejor que huyas.

El sonido del motor de un coche los distrajo a todos. Beth sintió un vacío en el estómago. Santo cielo, iba a vomitar.

–Ya ha llegado –anunció Matt al correr a la entrada de la casa–. Es una limusina, mamá –gritó–. Negra y muy elegante. ¿Cuánto dinero tiene este tío? ¿Crees que querrá comprarme un coche?

–Lo pasarás bien –Jodi le tocó el brazo–. Estás estupenda. Solo sonríe. Si hay un silencio en la conversación, pídele que te hable de él. A los hombres les encanta hablar de sí mismos.

–¿Tú cómo sabes todo eso? –inquirió Beth.

–Repito el consejo que siempre me das –Jodi sonrió–. Funciona.

Beth sintió una presión en el pecho. Iba a desmayarse o algo aún más humillante.

–Al menos, eduqué bien a mis hijos –dijo mientras besaba a su hija. Con paso lento se dirigió a la puerta. Matt estaba arrodillado sobre el sofá que daba a la ventana y le hizo un gesto para que se acercara.

–El chófer está girando al final de la calle. Es una limusina con ventanas ahumadas. Es fantástico. Quizá sí que puedas salir con ese tío, mamá. Yo fingiré que no me cae bien y él me dará dinero para que cambie de idea. ¿Qué te parece?

Se inclinó y le dio un beso en la cabeza.

–Creo que tienes mucha imaginación, y por eso te presiono para que hagas bien tus trabajos de inglés. Sé que eres capaz de hacerlos mejor.

–Me pregunto si es un chófer con uniforme y todo eso –indicó él, haciendo caso omiso de su comentario–. ¿Cuánto crees que pagó Mike por esta cita?

Beth no quería pensar en ello. No quería pensar en el hecho de que Todd Graham iba a echarle un vistazo y a salir corriendo en la dirección opuesta, o al menos desear poder hacerlo. Cambiaba de modelos jóvenes del mismo modo que otra gente lo hacía con los pañuelos de papel, tirándolos a la basura en cuanto estaban un poco usados.

Se recordó que era en favor de un acto de beneficencia, que si Todd no hubiera querido tener una cita, no se habría presentado a la subasta de solteros. Luego se repitió las palabras de Cindy… solo se trataba de una sesión de práctica, nada más. Mejor quitarse el miedo de la primera vez con alguien que no le importara. Y si la velada se tornaba horrible de verdad, podría irse del restaurante, tomar un taxi y volver a casa. Se había cerciorado de llevar suficiente dinero en el bolso.

Respiró hondo, fue hacia la puerta, encendió la luz del porche… y esperó.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Todd Graham miró por la ventanilla ahumada de la limusina y se dio cuenta de que, hasta ese momento, nunca antes había estado en la periferia de la ciudad. No parecía que se hubiera perdido gran cosa.

La calle residencial se veía alineada con casas de dos plantas. La arquitectura era similar en todas, y en las entradas había aparcadas minivans y furgonetas. Así que esa era la América de clase media. ¿Quién habría pensado que solo se hallaba a veinticinco minutos de su ático?

El chófer detuvo el vehículo delante de una casa como todas las demás de la calle. Todd llegó a la conclusión de que, a pesar del parecido en la construcción, el vecindario no carecía de atractivo… a su manera. Ojalá pudiera decir lo mismo de su cita. Las mujeres de mediana edad no eran su estilo, pero se había visto obligado a participar en la subasta de solteros y no se le ocurría ninguna excusa para retractarse.

Ya se había resignado a pasar una velada larga y aburrida. Al menos, a la mañana siguiente a las siete y media tenía un partido de golf, lo cual le brindaba una excusa perfecta para retirarse pronto. Iban a ir directamente al restaurante, luego la llevaría de vuelta a su casa. Ignoró el sentimiento de culpa que le recordó que el precio pagado por él para una velada al menos debería incluir ir a un sitio agradable a tomar unas copas, antes o después de la cena, pero no creía que pudiera soportar tanta conversación insípida.

R.J., su chófer, abrió la puerta de atrás y Todd salió a la húmeda noche de Texas. Aunque el sol se había puesto hacía una hora, aún había varias personas en la calle. El sonido de risas atrajo su atención. Miró a la izquierda y vio a un padre jugando con su hijo en el jardín delantero de una casa. El niño parecía tener cinco o seis años. Ambos se lo estaban pasando en grande.

Se detuvo para mirar. La punzada de soledad era tan familiar que apenas registró el dolor. Hubo un tiempo en que había anhelado tener alguna relación con su padre. Pero el viejo jamás tenía tiempo para nada salvo para la última señora Graham, quienquiera que pudiera ser ese mes. Ciertamente, jamás se había molestado en fijarse que tenía un hijo creciendo en la casa.

Descartó la emoción, apartó la vista de la familia y se dirigió a la entrada de la casa de ladrillo. Cuanto antes empezara esa cita, antes acabaría.

–¿Señor Graham? –dijo R.J. a su espalda, luego le entregó un estuche con rosas de tallo largo.

–Gracias –casi las había olvidado. No le veía sentido a llevar flores, pero su secretaria había insistido, y él rara vez la contradecía.

Llamó al timbre y esperó. En menos de diez segundos la puerta se abrió. Quedó cara a cara con su cita para esa noche. La recorrió de un rápido vistazo, volvió a centrar su atención en su cara y esbozó una sonrisa.

–Buenas noches, Beth. Soy Todd Graham.

Era tal como había esperado. Quizá con apariencia más juvenil, pero no mucho. El vestido insinuaba una figura plena, no gorda, pero más redondeada de a lo que estaba acostumbrado o le gustaba. El pelo rojo era interesante, aunque prefería a las rubias. Tenía unos ojos hermosos, de un bonito azul profundo. Parecía exactamente lo que era, una atractiva mujer de mediana edad de un barrio residencial. Se recordó que solo era una cita.

–Encantada de conocerte –dijo ella en voz baja y un poco tensa–. Yo, mmm… –titubeó–. ¿Quieres pasar?

Bajo ningún concepto lo deseaba, pero estaba decidido a ser educado.

–Claro. Unos minutos. Tenemos una reserva.

–Qué agradable –se apartó y le indicó que entrara.

En el recibidor pequeño, captó la impresión de muebles poco interesantes, espacios pequeños y poca decoración. Una vez más, lo que había esperado.

–Son para ti –le entregó el estuche de la floristería.

–Son preciosas. Gracias –esbozó una sonrisa tan tensa como poco sincera–. Iré a ponerlas en agua.

Sus tacones resonaron en el parqué al dirigirse hacia lo que Todd supuso que era la cocina. Miró otra vez a su alrededor y vio una bolsa con unos patines en línea junto a la puerta cerrada de un armario. Beth no le parecía que fuera el tipo de mujer que patinara. Entonces se puso rígido. La mujer tenía hijos. Claro. Como casi todas las de su edad.

Hijos. Nunca había tratado con niños. Algunos de sus amigos bromeaban con que las chicas con las que salía eran lo bastante jóvenes como para ser niñas, aunque sabía que esos comentarios eran provocados por los celos.

–Las he puesto en agua –Beth regresó–. Gracias de nuevo. Son preciosas –recogió un pequeño bolso de mano de una mesita junto a la puerta–. ¿Nos vamos?

–Claro.

Aguardó mientras cerraba con llave su casa, luego la escoltó al coche. R.J. mantuvo la puerta abierta para ellos. Beth se deslizó sobre el asiento y siguió moviéndose hasta quedar prácticamente pegada al rincón.

Todd se sentó sobre el cuero suave y señaló el champán en una cubitera.

–¿Puedo ofrecerte una copa?

–Estoy convencida de que es mejor que lo que jamás he probado… –meneó la cabeza. El coche se puso en marcha y se aferró al manillar de la puerta–. No creo que deba.

Todd frunció el ceño. ¿Acaso temía que intentara emborracharla?

–Beth, estás perfectamente segura en mi compañía.

–Como si no lo supiera –abrió mucho los ojos y soltó una risita, que se convirtió en un gemido estrangulado.

–Entonces no lo entiendo.

Giró hacia él, aunque Todd notó que tuvo cuidado de mantenerse anclada en el rincón.

–Quiero decir que esta es una de las maneras más bonitas de expresarlo, pero realmente yo no quería salir contigo esta noche.

Él quedó tan atontado que casi no pudo hablar.

–¿No quieres esta cita? –no podía creerlo. Así como era normal que él no quisiera estar ahí, le resultaba imposible creer que ella no estuviera entusiasmada.

–Me parece que preferiría que me hicieran una endodoncia… sin anestesia.

–Entonces, ¿por qué pujaste por mí en la subasta?

–No lo hice –respiró hondo–. Unos amigos con muy buenas intenciones compraron esta velada para mí. Pensaban que ya era hora de que empezara a salir al mundo, y esta les pareció una manera fácil de que sucediera –sacudió la cabeza–. Fácil para ellos, pues no serán quienes vomiten en tu coche.

–¿Quieres que baje la ventanilla? –¿vomitar? Se apartó un poco.

–No, estoy bien. Hablaba más en términos emocionales que físicos, aunque es uno de los motivos por los que no quiero arriesgarme a beber champán –lo miró–. Para serte sincera, hace veinte años que no tengo una cita. No sé de qué hablar, ni cómo se supone que debo comportarme. Tampoco imagino que sea tu ideal de pareja perfecta, ya que tengo más de veinticinco años –sonrió al soltar ese último comentario–. Por lo que he leído, preferirías alguien más joven.

–Así que sabes quién soy –no le gustaba el rumbo que tomaba la conversación.

–Es difícil vivir en Houston y no haber oído hablar de ti, señor Graham.

–Entonces ¿estamos de acuerdo en que yo soy el experto en esta situación?

–Tal vez –ella entrecerró los ojos.

Estaba claro que no confiaba con facilidad en alguien que acababa de conocer y que no era tonta. A pesar de los evidentes nervios que sentía y al hecho de lo incómoda que se hallaba, decía cosas terribles sobre él. Todd tuvo que respetar su honestidad.

–Voy a darte algunos consejos sobre las citas. Usa mi nombre. Señor Graham hace que me sienta como el director del instituto.

Ella abrió la boca para hablar, pero la cerró. Se ruborizó.

–No creo que deba continuar. No era buena para las citas de joven y me parece que no he mejorado.

–Es como montar en bicicleta… lo recordarás todo –le gustó su vulnerabilidad. Puede que la velada no resultara tan horrible, después de todo.

–Lo dices como si fuera algo bueno. Yo no estoy segura. Recuerdo que en el instituto me quedaba muda y muy nerviosa. No quiero volver a pasar por eso.

–¿Qué te parece si me ocupo yo de las partes difíciles? Introduciré temas de conversación y haré que las cosas fluyan con suavidad. Lo único que tienes que hacer tú es recordar respirar y responder cuando sea apropiado.

–¿Tomo notas? –bromeó con una sonrisa que hizo que momentáneamente resultara muy atractiva. Parte de la rigidez del cuerpo la abandonó.

–Creo que eres lo bastante inteligente como para recordar lo esencial.

–Mantén las instrucciones en monosílabos y todo saldrá a la perfección –se adelantó un poco–. En realidad, tengo algunas preguntas, si no te importa responderlas.

–En absoluto.

–¿Te gustan todas las citas que mantienes? ¿No te cansas de tantas mujeres diferentes? ¿Y cómo diablos no te confundes con sus nombres? Siempre me he preguntado eso. ¿Usas alguna palabra cariñosa común? ¿Son todas cariño o, al ser tan jóvenes, nena?

El primer impulso de Todd fue sentirse insultado. Si las preguntas se las hubiera formulado uno de sus amigos, le habría dado un puñetazo. Pero Beth no era uno de sus amigos, y al mirarla comprendió que no intentaba ser grosera.

–Te lo pregunto porque tu vida es muy distinta de la mía o de la gente que conozco. Yo estuve casada y todos mis amigos lo están. Lo más romántico que sucede en mi casa es cuando pasan una película de amor por la tele.

–Fichas –dijo, fingiendo seriedad–. Le pido a mi secretaria que me escriba fichas sobre las mujeres con las que salgo, luego memorizo la información. Si empiezo a confundirme, la saco para echarle una rápida ojeada. Claro que todo se complica más en el dormitorio, ya que no tengo acceso a los bolsillos de mis pantalones. En ese caso, la oculto bajo el colchón o la almohada.

Beth lo contempló largo rato, luego volvió a sonreír. La sonrisa se extendió y se convirtió en una carcajada. Él la imitó al tiempo que estudiaba su rostro. Era más bonita de lo que en un principio había pensado.

–Fichas –repitió ella–. Qué gran idea. Si alguna vez me encuentro en esa situación, lo recordaré. Aunque es poco probable que se convierta en un problema.

–Creo que te irá bien. Ahora te sientes cómoda, ¿no?

Tenía las manos apoyadas en el regazo. Todd observó sus dedos largos y desnudos y no le costó imaginar una fina alianza de oro. Beth era una de esas mujeres nacidas para casarse.

–Si no siento náuseas, es gracias a ti –indicó.

–Un cumplido para consolar mi corazón.

–Hablo en serio –le devolvió la sonrisa.

–Me lo imagino.

–No, de verdad –insistió ella–. Jamás pensé que sería así –indicó el interior de la limusina, luego a él–. No pensé que todo sería tan agradable o que podría hablar contigo.

–¿Qué esperabas?

–Pensé que serías una especie de esnob, y que te molestaría que no fuera joven… ya sabes, un bombón.

Todd no recordaba la última vez que alguien lo había insultado sin ser consciente de lo que decía.

–Oh, no –continuó Beth–. Has puesto una expresión tensa. He dicho algo horrible, ¿no? Lo siento. No era mi intención molestarte.

–No estoy molesto.

–Entonces, ¿qué?

–No tienes una opinión muy elevada de mí. Hasta ahora, has dado a entender que salgo con mujeres mucho más jóvenes, que a todas las llamo «nena» porque no soy capaz de recordar sus nombres y que deben ser unos bombones.

Beth se tapó la cara con las manos y emitió un sonido ronco.

–No deberían dejarme salir sola –gimió–. En especial en una situación como esta –alzó la cara y lo miró con remordimiento–. Lo siento de verdad. No pretendía ser ofensiva. Ni siquiera pensaba así. Supongo que se debe a que no te imagino como una persona real. Quiero decir que he leído mucho sobre ti en los diarios y las revistas. Eres como una estrella de cine o una celebridad… mucho más grande que la vida misma. No pienso en ti como en alguien parecido a los demás.

Todd no supo cómo tomarse eso. En cierto sentido, su opinión era halagadora. Le gustó que lo viera más grande que la vida misma, pero no quería que se sintiera intimidada. La limusina se detuvo delante del restaurante. Beth miró por la ventanilla y leyó las letras discretas del cartel.

–He oído hablar de este lugar –murmuró–. Es muy caro.

–Puedo permitírmelo –musitó, acercándose.

Ella lo miró. Sus caras no estaban tan separadas, y de pronto él experimentó el impulso súbito de besarla. Sorprendido, se echó atrás.

Un portero uniformado abrió la puerta del vehículo. Todd bajó y se detuvo para ayudar a Beth. Tomó su mano y luego la soltó.

–Estoy segura de que pretendías tranquilizarme cuando comentaste que te lo podías permitir –comentó ella al caminar a su lado hacia las puertas dobles del restaurante–. Pero no funcionó.

–¿Piensas que te sería más fácil si fuera un conductor de camiones o un maestro?

–Tal vez –ladeó la cabeza pensativa–. Aunque no puedo imaginarme una cita tan divertida. Pero sí, me gustaría si no fueras tan…

–¿Triunfador? ¿Rico? ¿Increíblemente atractivo? –aventuró.

–Por no mencionar modesto –se detuvo y lo observó.

–Lo pasarás bien –Tod dobló el brazo y pasó la mano de ella por la curva de su codo–. No dejaré que te suceda nada malo.

–No sabes cuánto deseo creerte.