Cuentos de lo mágico y lo real - Víctor Delegido - E-Book

Cuentos de lo mágico y lo real E-Book

Víctor Delegido

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Beschreibung

Un marinero desembarca a una ciudad abrumada por el clima y pierde la razón tras el olor de una mujer, una matriarca florece tras la muerte y crea vida una vez muerta, un forastero pobre se enfrenta a una venta imposible en un pueblo hostil, la mujer de un hombre fallecido intenta descubrir quién era realmente su marido muerto o la historia real de un trágico suceso ocurrido en Valencia en 1998 son solo algunos de los relatos que integran este libro.

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Cuentos de lo mágico y lo real

Víctor Delegido

ISBN: 978-84-19692-04-7

1ª edición, septiembre de 2022.

Portada y maquetación: Fernando Zanardo

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

Índice

NOTA DEL AUTOR

I. LO MÁGICO

YO SOY LEÓN

LA POESÍA O LOS NEGOCIOS

VIVIANA FLORECIDA

A ESTE PUEBLO SOLO SE VIENE A VENDER

II. LO REAL

PINOCHO EN NAZARET

MAMBO

LA INSTRUCCIÓN

UN CIUDADANO EJEMPLAR

III. UNA FÁBULA URGENTE

LA PENÚLTIMA OPORTUNIDAD

NOTA DEL AUTOR

Aquí se reúnen una serie de relatos resultantes de un proceso inmersivo en el mundo de la escritura. Estos son los frutos de un viaje de exploración y toda exploración entraña un riesgo. A través de ella, el autor novel va desbrozando un terreno por el cual abrirse paso, siguiendo otras sendas ya recorridas y encontrando el camino propio que le lleve a su voz narrativa.

En una época convulsa, en la que pareciera que se camina dando palos —y pasos— de ciego, el lector reclama la narración original, la historia viva, el cuento fabuloso. En una sociedad paralizada por el shock permanente, incapaz de digerir un modelo desbocado, cada vez es más difícil vislumbrar un futuro esperanzador, un futuro que no sea gris. Y el lector, aquel soñador humano, necesita volver al cuento en su más honda expresión, al relato maravilloso y verdadero, a la autenticidad, a las historias que desde siempre han empujado al escritor a mostrar un mundo fascinante, un mundo que merezca la pena ser narrado y en última instancia, vivido.

Si algo define este libro es la variedad; hay distopía, hay realismo mágico, hay narrativa contemporánea y hay crítica social. Los hay más largos y más cortos, más abstractos y más concretos, más sobrios y más expresivos; pero en todos hay movimiento, cambio, transición, que no es otra cosa que el estado natural del universo.

Este es el resultado de dos años de exploración literaria. Espero haber llegado a algún lugar. El lector dirá.

Después del salto a la piscina, lo único que queda es mojarse.

Valencia. Agosto, 2022

LO MÁGICO

YO SOY LEÓN

El decreto que prohibía practicar el amor después de las ocho fue adoptado por la población con la misma indiferencia con la que habían recibido las demás medidas impuestas por el Gobierno, con el mismo desánimo con el que se convencían unos a otros de que estaba todo perdido, con la misma pasividad con la que continuaron haciendo su vida como si oyeran llover, una lluvia que cada año que pasaba era más preciada y menos común, una lluvia que nunca dejó de ser igual de necesaria.

Por aquel entonces, la ciudad sufría el reflujo de sus tiempos gloriosos en los que se había expandido sin control, impulsada por un desarrollo sin límites, esquilmada por planos y proyectos que la habían hecho crecer por todos sus costados, invadiendo tierra, cielo y mar como si fuera un hongo gigante y devastador que se alimentaba de sus propias miserias internas. Y ahora, anquilosada en un bochorno de derrota, la ciudad hervía de un deseo lánguido que lo embriagaba todo; un hambre que aumentaba con cada bocado, una sed imposible de satisfacer, unas llamas alimentadas por los deseos más prohibidos, azuzadas por un clima de sequía permanente que hacía que el fuego solar levantara el mar evaporado de las costas levantinas y lo vertiera sobre la ciudad, colmándolo todo de una zozobra de ciudad sumergida, de humedad perenne por donde sus gentes se buscaban unas a otras como babosas sudoríparas tratando de lidiar con unas ganas insípidas de morir de placer, en una ciudad consumida al fuego lento de la lujuria.

Así pues, los regidores de Salud Pública tuvieron que restringir las horas del amor con tal de que los ficus fundacionales, cuyas ramas milenarias se derrumbaban sobre el asfalto reverberante como si fueran brazos de gigantes dormidos, pudieran respirar algo más que no fueran los efluvios densos de tanto sexo sin ventilar, de tantos cuerpos abrazados, de tanto placer desmedido y entregado a las garras mortecinas del desenfreno.

Fue en aquel ambiente, en aquella desidia de derrota, en aquel tiempo largo y seco de vientos del Siroco y futuros inciertos, donde Leónidas Lisfranc, marinero errante y rostro barbado, cuerpo de cicatrices y ojos diminutos que brillaban como esquirlas de vidrio de mar, cruzó la pasarela del Cartagena desembarcando a aquella ciudad mermada al calor de sus propios excesos.

Y antes de poner un pie en tierra firme, sintió ese olor que le llegó desde algún rincón de la ciudad y que le hizo perder el poco uso de razón que le quedaba. Se dejó conducir por él, por ese olor pegajoso e indescriptible que se le instaló en la boca del estómago como un ancla atascada entre las rocas más profundas de su alma.

Siguió su rastro por los muelles portuarios, tropezándose con las amarras y apartando a manotazos las gaviotas que le picaban su gorro roñoso de brea y sebo de calafatear. Cruzó la puerta al Mar con sus anzuelos monumentales de hierro forjado y chapoteó sin rumbo los suelos ensangrentados de la Lonja Municipal. Continuó por el Paseo del Palmar apartando a los turistas ingleses, enrojecidos por el sol y la sangría que le sacaban fotos como si fuera un personaje más de aquella ciudad abocada a un exotismo nuevo y sin explotar. Arrastró los pies por entre las arenas de la playa larga de las Malvas, dejando atrás las heladerías de maestros italianos y los restaurantes de copa fina y arroz de señorito con sus terrazas blancas y sus olores a vinagretas, adentrándose en la ciudad por el barrio de la Pescadora.

Y cuando se aventuró por la calle de la Peseta y le llegó el olor de las freidurías de pescado y de las ollas humeantes del marisco, se dio cuenta de que aquella fragancia que seguía no tenía características nutritivas ni alimenticias, que iba mucho más allá, que era mucho más profunda, más imposible, más carnal. Entonces supo que ese olor palpitante y vivaz no era otra cosa que el olor a ella.

Cayó en un instinto enfermizo de animal primitivo, en una sinrazón de hombre silvestre, en una agonía de moribundo triste que solo pudo suplir con la búsqueda incesante de aquel olor a hembra necesitada. Olvidó de dónde venía y olvidó quién era. Olvidó su pasado de desgracias que arrastraba por el mundo después de navegar los siete mares bajo las órdenes del capitán Darimo Tatay. Olvidó las heladas de los mares Nórdicos, las credenciales de marino mercante expedido hacía más de veinte años, las peleas de las tabernas de Puerto Príncipe y el naufragio del año de las mareas negras, los cuerpos despedazados contra las rocas escarpadas de la Costa da Morte. Olvidó los huracanes del golfo de México y los monzones de la costa de Kerala, los días abrasadores sin viento ni lluvia del Pacífico, los piratas de Ormuz y los burdeles atestados de paludismo de las costas de Tailandia. Olvidó comer y dormir, olvidó todo lo que tuviera que ver con su presente y su pasado, hasta lo que tenía que hacer y para lo que había desembarcado en aquella ciudad abrumada por un clima de hastío permanente, de lascivia perezosa, de ambiente emponzoñado en los vahos viciados del pecado carnal. Olvidó regresar al Cartagena y olvidó las indicaciones del capitán Darimo Tatay de no salir del puerto, de no aventurarse más allá del barrio de Voramar y la Pescadora, de no dejarse arrastrar por la luz clara que desde siempre había inundado los cielos diáfanos de la ciudad de Viamare y que empujaba a los marinos desembarcados a adentrarse tierra adentro, alucinados por un pálpito providencial de llegar a una tierra donde poder echar raíces.

Y no pudiendo hacer otra cosa más que buscarla, la buscó entre las mujeres del puerto que mostraban sus encantos bajo la luz de los farolillos ensalitrados, encontrándose con sus cuerpos sin olor, desgastados por las barbas ebrias de los marinos que buscaban entre sus faldas el consuelo que el mar les quitaba con cada travesía. Visitó cada plaza y cada esquina de los barrios colindantes del puerto, sumergiéndose cada vez más en el calor soporífero de una ciudad ardiente, indagando en los cuerpos de las señoritas de alquiler sin encontrar nada más que perfumes baratos de tocador de oficio. Tocó a cada una de las puertas de las matronas de la calle Rosario y sacó de sus camas matrimoniales a los maridos asustados por la presencia de aquel energúmeno que parecía salido del fondo del mar. Y tras cada cuerpo que probaba, aquel olor a animal desesperado se hacía más fuerte, más intenso, más atroz. No hubo cuerpo de mujer que pudiera saciar su ahogo infinito de cachalote a la deriva.

Recorrió de punta a punta las calles de aquella ciudad ardiente, ensopado en los sudores de un delirio febril, dejando tras de sí un olor a meada de rata de bodega mercante, apartando con sus manazas cicatrizadas a los transeúntes que le estorbaban el paso y cruzando las calles sin mirar, obstaculizando el tráfico con su paso de gigante abotargado y cargando su cuerpo tras ese olor que se le había clavado en el corazón con la saña de un anzuelo de tres puntas, que tiraba de él como un hilo de pesca largo y tramposo, arrastrándolo como un pez al ahogo más inevitable.

Deambuló cuatro días con sus noches sumido en un trance odoríparo y se enredó por las calles laberínticas de la ciudad vieja, saliendo y entrando por las puertas y ventanas que le salían al paso según los encontronazos con el olor, callando con su sola presencia de gigante idiotizado a los habitantes que malvivían en sus callejuelas de medina árabe, destartalada y vieja, por cuyas paredes aún se podían ver las marcas del agua de la inundación del cincuenta y siete. Arrastró los pies por ese barrio de desperdicios y malhechores, colándose como una sombra prófuga por las casas polvorientas, cruzando de piso en piso por los balcones y las trampillas y los deslunados de aquellos edificios raquíticos que se apoyaban unos en otros sin llegar a caer nunca, formando un frágil castillo de naipes, derruido y amontonado que resistía con estoicismo al paso del tiempo y nunca acababa de ceder a las leyes omnipresentes de la gravitación universal.

Fue escurriéndose por los portales agrietados, apareciendo y desapareciendo por los cuartos y escaleras de aquel barrio histórico, recorriendo con su silueta desproporcionada de tonto inofensivo los salones de marroquíes sentados alrededor de las sishas afrutadas, los pisos impolutos de las ancianas con toda su caterva de gatos gordos, los fardos almacenados y las básculas trucadas de los vendedores del hachís, los roperos de los trans con sus espejos picados de cuerpo entero, las máquinas de los falsificadores de dinero y sus suelos repletos de billetes sin acabar, los estudios de tatuaje con sus perros adormilados por el sonido de la aguja, las paredes con carteles cenetistas y fotos de Durruti de los anarquistas viejos y nervudos, los pisos atestados de malayos y filipinos con sus ojos temerosos de ilegales hacinados, los humos condensados y los silencios densos de las timbas ilegales del juego, los cuartos con jirafas de madera y olor a jengibre de los curanderos africanos, las habitaciones blindadas de los comerciantes del oro, los trasteros rebosantes de los chatarreros y los vendedores de baratijas, los cuartuchos forrados de libros de los sabios enclaustrados, los talleres de los artesanos con sus pinzones y sus telares y sus cajas de herramientas de trabajar el cuero y el macramé, los altares luminosos de los pisos convertidos en iglesias evangelistas, los escaparates y probadores de los modistas de trajes regionales, las tascas avinagradas y los cuchitriles de borrachos, los antros oscuros con sus paredes insonorizadas, los pisos okupados de los malabaristas callejeros, los anticuarios de relojes de péndulo, espejos de damisela y muebles de caoba colonial, los estudios de cinceleros y ceramistas con sus tornos y sus delantales manchados de barro, los sillones rajados de los barberos argelinos y los salones de belleza venezolanos, las azoteas atestadas de cagadas y plumas de colores de los criadores de palomas, las salas de masaje con sus señoritos anónimos, las imprentas y los pisos clandestinos de los grupúsculos revolucionarios, las casas de caridad y las clínicas de la metadona, los bazares pakistaníes y los pisos de los contrabandistas de animales, con sus pitones y sus reptiles y sus guacamayos enjaulados, los jardincitos y plazuelas con sus setos ocultos y sus luces cálidas de citas urgentes, los yacimientos arqueológicos y las ruinas romanas a medio excavar de la Vía Augusta, llenas de bolsas de basura y trapos roídos arrojados desde los balcones.

Y cuando cruzó la catedral y se encaminó por la plaza de Tabarca, dejando atrás sus cafés de señorona, sus acordeonistas tristes, sus terrazas de limosnas, sus tiendas de souvenirs para turistas y sus gitanas con romero y mal de ojo, llegó al medio de la plaza y se plantó en ella, rodeado de las floristerías que bordeaban la explanada. Y aquel olor maldito, que venía siguiendo como un perro sin dueño por las calles de una ciudad sofocante, se diluyó entre las fragancias de las gardenias, las rosas y las lavandas perfumadas, refugiadas del sol bajo los toldos de los quioscos centenarios.

Y Leónidas Lisfranc, animal de agua y hombre de mares, se vio de repente rodeado de flores y árboles y mundo sólido y edificios estáticos. Y al verse perdido en una plaza inmensa y abandonado por aquel olor que le había encendido una llama del deseo apagada desde siempre, estalló contra los puestos de flores con toda su fuerza de monstruo enardecido y maremoto descontrolado.

—¡Dónde estás! —exclamó una y otra vez, mientras volaban macetas y plantas despedazadas de un lado al otro de las floristerías.

Tres patrullas de la Guardia Nacional y dos dardos de ketamina para caballos hicieron falta para reducirlo. Y horas después, magullado y dolorido, despertaba de la anestesia en el suelo de un calabozo, encharcado en sus propios sudores de delirio.

—¿Quién eres? —le preguntó una voz desde un rincón sombrío de la celda.

Leónidas Lisfranc hizo un esfuerzo sobrehumano por levantarse, irguió su cuerpo babilónico de animal drogado, tosió los restos de tierra húmeda y sangre seca que le quedaban en la boca y se plantó a pocos pasos de su compañero de prisiones. Y cuando abrió la boca para pronunciar la única certeza de la que había sido consciente en toda su vida de errante triste, aquel olor diabólico y embaucador le volvió a llegar por entre los barrotes y le ahogó la palabra.

—Maldito loco —dijo desde el rincón su compañero de celda al ver enmudecer a aquel gigante.

El comisario Carmona, sin nada que hacer en una ciudad donde los ladrones y maleantes habían dejado de delinquir desolados por una desgana de bochorno permanente, sacó al gigante de la celda y lo sentó en la mesa de interrogatorios a fin de sonsacarle cualquier tipo de información relevante.

Pero no hubo manera de que aquel cuerpo sin vida respondiera a sus métodos carcelarios. No consiguió extraerle ni una sola respuesta clara tras las preguntas y las palabras de amenaza bajo la luz tibia de la lámpara de techo. No consiguió verle en los ojos ni la más mínima muestra de rabia tras los golpes e insultos que le dio como si estuviera golpeando a un saco de arena inerte. No pudo verle en el rostro el menor atisbo de dolor cuando le apagó una tras otra las colillas en el dorso de la mano.

Y el comisario Carmona, exasperado ante aquel trozo de carne con ojos que no respondía a estímulo alguno, ordenó que lo sacaran de allí y lo llevaran a algún apartado lugar de la ciudad donde no pudiera causar más estragos.

—Deshaceos de él —profirió.

Pero las palabras rotundas del comisario llegaron con una connotación equivocada a oídos de Manuel Quintana, joven policía recién ingresado al cuerpo, con el uniforme por estrenar y deseoso de hacer valer su nuevo grado de autoridad incuestionable. Metieron al gigante harapiento en un coche patrulla y lo llevaron a las afueras de la ciudad, una zona deshabitada y alejada de toda ley y orden. Y cuando lo bajaron del coche y le quitaron las esposas, descubrieron que, bajo la luz de la luna, aquella silueta elefántica parecía aún más descomunal y fornida de lo que realmente era.

Manuel Quintana, provisto de una autoridad a la que no estaba acostumbrado, se dejó llevar por el fuego de sus complejos. Sacó la porra con la mano izquierda y de un golpe certero en la boca del estómago, hizo doblar a aquel tronco humano que le sacaba medio metro de estatura. Y Leónidas Lisfranc, marino nacido en tierra de nadie y náufrago insólito, cuerpo de buey y cabeza de piedra, hombre abandonado por la suerte, humillado y embrutecido, pero hombre al fin y al cabo, solo pudo susurrarle a la cara, levantando la cabeza y directo a los ojos de su agresor, lo que su alma rota y extraviada sentía con la rabia contenida de toda una vida de infortunios.

—Belcebú —le dijo.

Manuel Quintana no se pudo contener y con un movimiento fugaz de la mano, desenfundó el arma reglamentaria y le puso el cañón entre ceja y ceja. La voz del compañero de patrulla le llegó por el costado.

—No le hagas ese favor, Quintana —dijo.

El joven policía digirió su arrebato y bajó el arma.

—Miserable —escupió.

Decidieron dejarlo allí. Y cuando se subieron al coche patrulla y arrancaron, lo vieron levantarse con todo el peso de sus derrotas, tambaleándose y apoyándose en los troncos podridos de los naranjos abandonados, por donde desapareció entre las ramas fantasmagóricas, diluyéndose en la oscuridad de la noche como una sombra más.

*

En el barrio de la Montaña, María de los Ángeles Cruz Santa Ana alimentaba el insomnio balanceándose entre la duda y el desasosiego sin encontrar la causa de sus ansiedades crecientes. Sentía la imperiosa necesidad de algo que no sabía describir con palabras, la urgencia de un dolor desconocido, el abrazo de un todo incoercible, una llamita nerviosa e inquieta que le recorría el pecho y le encendía un instinto nuevo que no llegaba a entender, escudriñando con sus ojos inocentes cada uno de los cráteres de una luna que se elevaba silenciosa y lenta como una pompa de jabón solitaria que flotaba en el aire suspendida en un pavor universal.

Pasaba las noches peinando el cabello de sus muñecas de trapo, las cuales le hacían recordar su infancia en Puebla y el día en que fue con su tía Milana a visitar a la Virgen de Guadalupe, la más india de todas las santas, la Reina de las Américas, aquel doce de diciembre, día en que, cinco siglos atrás, se le apareció al indio Juan Diego en el cerro del Tepeyac. Recordó las lágrimas de la muchedumbre fervorosa que habían llegado de tantos lugares de México, recordó las rodillas ensangrentadas de los penitentes que iban dejando su sangre por los adoquines de la plaza de piedra, recordó el brillo fugaz y repentino de cuando la tuvo enfrente y cómo la imagen de la Virgen se le fue emborronando entre sus lágrimas de súplica. Y ahora, después de dos años y al otro lado del océano, le preguntaba a la Mamacita, con las manos entrelazadas en su medallita al cuello, cuáles eran las causas de esas ansiedades nuevas que habían irrumpido en su tranquilo mundo de niña, esa demanda nueva de su alma, esa desazón de su espíritu, ese ímpetu ardiente de sus carnes.

—Ay, virgencita. ¿Qué es? —se decía, con la mirada velada a través de la ventana—. Mándeme una señal. Deme un consuelo. Dígame qué es, virgencita madre.

Y era eso, el abrazo más voraz de la vida, la llamada más inequívoca de la naturaleza, la necesidad más urgente a través de la cual el mundo se había hecho mundo y sus seres se habían hecho unos a otros con la ambigüedad de amarse y matarse al mismo tiempo, unos a otros, infinitamente y sin tregua, dándose a la guerra y al amor con las mismas fuerzas y el mismo abatimiento con que ahora María de los Ángeles Cruz Santa Ana, se removía inquieta buscando una señal que le resolviera sus dudas de niña crecida, de mujercita despertada a un sentir nuevo.

Y cada día, abocada a una inquietud creciente, las mismas indescifrables hambres de un deseo desconocido le turbaban sus pausadas maneras de niña buena. Y la noche, cada vez más profunda, se le presentaba con sus pozos de silencio, sigilosa y verdadera, instalándose con su devenir taciturno y sus huecos de soledad, alimentando un fuego interno que le consumía las fuerzas y le hacía removerse de un lado al otro de la cama sin encontrar una sola respuesta a sus sensaciones físicas sin resolver, hirvientes y alarmantes, sin un instante de paz ni un minuto de sosiego. Y cuando no podía más, cuando estallaba algo dentro de sí, cuando desde su fuero interno una fuerza incontrolable le impulsaba a resolver aquellas ganas de un algo ignoto, era cuando solo podía recobrar la serenidad encendiendo la vela de guardar, la candelita de las Trinitarias, cuya llama recta miraba fijamente con sus ojos agotados, varada en una espera infinita a que pasara algo, lo que fuera, en su cuarto de trenzar muñecas, en el último piso del número catorce de la calle de Rosales.

—Ay virgencita. Dígame algo. Mándeme una señal —suplicaba.

Y la señal no tardó en llegar.

Una nube solitaria solapó la luna llena y la noche se agudizó. La ciudad entera contuvo la respiración y en la calle silenciosa, un maullido largo lo inundó todo de una agonía de mal presagio. Y entonces, María de los Ángeles Cruz Santa Ana lo oyó.

—¡Ay virgencita, ahí está! —dijo ella persignándose.

Oyó sus pasos de hombre de las cavernas que le llegaban por la calle desierta, su caminar lento y pesado, sísmico y prehistórico. Oyó sus resoplidos de rinoceronte encendido, su respiración fuerte de macho, sus bocanadas agónicas de pez sacado del agua. Lo oyó entrar en el edificio y subir las escaleras de dos en dos, a grandes zancadas, metódicas y descomunales. Oyó con el corazón en la boca, cómo cada crujido de los peldaños se iba haciendo más cercano, más violento, más premonitorio de un desastre inminente. Lo oyó llegar al rellano y pararse enfrente de la puerta.

—¡Ay virgencita, qué es! —exhaló.

Pensó que aquel ser del Averno, volcado a la realidad desde sus peores pesadillas de niña, iba a abalanzarse contra la puerta con la fuerza de un toro embravecido. Pero no fue así. Fue mucho peor. Oyó cómo la puerta se desencajó de sus cerraduras y cómo las bisagras fueron chirriando al ritmo de sus resoplidos de búfalo acorralado, tan fuertes e intensos, que fueron suficientes para que la puerta se le abriera ante los ojos sin tener que tocarla siquiera. Oyó cómo accedió al piso y cómo los vidrios de las ventanas vibraron con cada latido, lento y abismal de su corazón constreñido de rorcual solitario. Vio cómo aquella sombra deforme fue acrecentándose hasta que pudo distinguir entre sus fauces de ultramar, sus dos ojos diminutos de tiburón al acecho, que la enfocaron con un fulgor de caza desde la puerta del dormitorio.

Leónidas Lisfranc, bestia del mar y marinero del mundo, se encontró a María de los Ángeles Cruz Santa Ana temblando y encharcada en sus propios sudores de pánico, persignándose y suplicando al mismo tiempo, con sus dos ojos tiernos desbordados por el espanto.

Se acercó a ella y con una mano la cogió de la cintura. Con la otra, de un zarpazo, le quitó el pijama de noche. La tomó en el sillón de trenzar muñecas sin mediar palabra, envueltos en una oscuridad furtiva, urgentes y desconocidos. La tomó otra vez sobre el suelo del cuarto, cuando ella se le escurrió jadeante tras la primera acometida. La volvió a tomar sobre el colchón de muelle cuando ella trepó por el lado de la cama, exhausta y sin fuerzas, intentando escapar.

—Ay virgencita, qué es —balbuceaba ella, aprisionada bajo el cuerpo de él.