Cuentos de nubes y otros relatos - Manuel de la Escalera - E-Book

Cuentos de nubes y otros relatos E-Book

Manuel de la Escalera

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Una exquisita colección de cuentos, que recuerda una verdad hoy olvidada: la delicadeza esconde una pavorosa energía, la levedad presupone el heroísmo. Para mantener el espíritu abierto, la imaginación despierta, la mirada limpia, es preciso apoyarse en un carácter de roca, en la firma certeza de que nada hay tan sólido como una nube, la tierra no es sino materia que aspira a evaporarse. En estos relatos, Manuel de la Escalera pretende definir lo indefinible. Pero la precaria existencia que en ellos se plasma, no provoca en el lector angustia, sino una cierta sonrisa que se deriva de su humorismo y de una sabiduría de elegante socarrón. La nube y su espectáculo acaban siendo no sólo un remedio para la pobreza de abajo, sino una gloriosa aspiración a la que se tiende sin perder un segundo la lucidez sobre este encierro.

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Akal literaria

74

 

Diseño de cubierta: RAG

Motivo de cubierta:  Composición de M. Calvo Abad a partir de una fotografía de Pepe Lamarca, con la figura de Manuel de la Escalera

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

© Herederos de Manuel de la Escalera

© Ediciones Akal, S.A., 2004

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-4544-1

Manuel de la Escalera

Cuentos de nubesy otros relatos

Prólogo

Antonio Buero Vallejo

Ilustraciones

Manuel Calvo Abad

«Una exquisita colección de cuentos, que recuerda una verdad hoy olvidada: la delicadeza esconde una pavorosa energía, la levedad pre­su­pone el heroísmo; para mantener el espíritu abierto, la imagina­ción des­pierta, la mirada limpia, es pre­ci­so apoyarse en un carácter de ro­ca, en la muy firme certeza de que nada hay tan sólido como una nube, la tie­rra no es sino materia que aspira a evaporarse.»

Álvaro del Amo

«Y dentro de ella [la cárcel] soñamos, y desde ella vemos pasar las nubes y, cuando podemos, seguimos pretendiendo reali­zar los sueños. […] ¿Comprenderán siquiera por qué, en tan aciaga situación, expresaste el sutil encanto de esas nubes que veías vagar por tu ancho mundo interior, sin describir apenas, como harías más tarde, las inmediatas asperezas que nos aprisionaban?»

Antonio Buero Vallejo

«Su estremecedor ramillete de narraciones carcelarias –Cuentos de nubes– habrá de esperar a 1981, que aparecerá en una edición normal con un prólogo cálido y emocionado de otro preso con más suerte, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo. […] Estaba llamado a ser un grande y lo fue, pero sólo para muy pocos.»

Gregorio Morán

Manuel de la Escalera (San Luis Potosí, México, 1895-Santander, 1994), escultor, cineasta y escritor, estudió Bellas Artes en México y posteriormente, en Europa, psicología y cinematografía. Relacionado con la vanguardia cultural europea tanto en España como en París, en Santander fun­dó el Ateneo Popular y el Cine Club Pro­letario. Durante la Guerra Civil rodó diversos documentales en el frente. Tras la conclusión de la contienda, fue detenido y pasó 23 años de su vida en diversas cárceles, llegando a ser condenado a muerte en 1944.

Fruto de esta experiencia es Muerte después de Reyes, que se publicó en 1966, con el nombre de Manuel Amblard, en la editorial mexicana Era. A raíz de este hecho, le aconsejaron que saliese de España y se marchó a México, donde trabajó como traductor. Tras su regreso a Santander en 1970 siguió desarrollando esta labor, ade­más de colaborar en medios como Triunfo, Infor­maciones o Papeles de Son Armadans.

Entre sus libros cabe destacar Cuando el cine rompió a hablar, Mamá Grande y su tiempo, El caso del planeta asesinado y la pieza de teatro Alba diferida.

Prólogo

Carta a Manuel

—Estás hecho un mozo –te dijo quien nos presentaba. Y tú respondiste, risueño:

—Sí. Como dicen en los pueblos: mozo viejo.

Así te conocí. Yo sí era un mozo entonces. Tú –era evidente– me llevabas bastantes años. Treinta y cinco, más o menos, nos separan de aquella mínima escena que acaso habrás olvidado: los altos muros a nuestro alrededor, el bullicio colmenero que invade la hora del paseo; entre los dos, nuestro entrañable «Chicho» –Narciso–, hombre cabal, sencillo, bienhumorado de ordinario; un joven ferroviario de clara inteligencia y de acerada entereza. Bien sabes que aún vive. Me dijeron hace unos años que ciertos rigurosos tratos le dejaron inválido, por largo tiempo inválido, pero indómito. Entonces era gran andarín, en nuestras confinadas caminatas colmadas de palabras: el tenaz ejercicio diario del cuerpo y de la mente por aquellos patios. Andarines éramos casi todos, constreñidos a volver y volver sobre nuestros pasos en cerradas trayectorias diagonales o circulares, pero sintiéndonos en marcha hacia alguna parte.

Me agradó tu comentario irónico, tu risueña melancolía. ¿A dónde ibas tú? Pues muchos de nosotros íbamos también, o creíamos ir, hacia objetivos personales y no sólo colectivos: quién, a escribir, quién, a pintar, o a estudiar, o a enseñar, o a reunirse al fin con la mujer amada, con los hijos que apenas veía. ¿Hacia dónde ibas tú, Manuel de la Escalera? No lo supe bien por aquellos años. Después lo he sabido mejor. Habías gozado de buena formación, dominabas otros idiomas, te habías creído llamado a las artes escultóricas y –como yo– a las pictóricas, antes de optar por las letras. Habías viajado, frecuentaste a brillantes poetas de la anteguerra, y todo eso eran ya historias viejas cuando Chicho nos presentó. No era fácil, además, en el lugar donde coincidimos, cultivar la pintura; algo menos difícil, escribir. Multipliqué yo entonces, sin embargo, dibujos y acuarelas, cuando ya tú los habías abandonado y te presentías escritor. Pero también abandoné los pinceles, años más tarde. Porque no había sido fácil pintar –ni siquiera aprender a pintar–; porque había hartas cosas que decir. Mas nada supe de estas curiosas coincidencias, que se mantuvieron, años después, cuando te acercaste al cine con tus guiones y yo, con otros dos amigos de aquellos tiempos, probé, sin resultado, la misma aventura... Como todos, buscabas tu destino entre frías paredes. Y has debido de pensar a menudo, ya fuera de ellas, que el mundo entero es una cárcel.

Y dentro de ella soñamos, y desde ella vemos pasar las nubes y, cuando podemos, seguimos pretendiendo realizar los sueños. Con el fardo de los tuyos a cuestas lo intentaste y aún lo intentas –este libro es testigo–, aunque la vida haya impedido, torcido, segado con su ironía de mala ley, tantos anhelos. Lo intentas hoy, eso sí, con la melancólica sonrisa que te vi antaño, más a punto que nunca sobre tu rostro de anciano. No puedes ya perderla: es la elegancia que te queda después de tan prolongados reveses, y estoy seguro de que la acentuarás cuando veas en tardía letra impresa estos relatos tuyos, concebidos y redactados en los lejanos inicios de aquella etapa de sufrimiento y de esperanza que para ti ha durado tanto.

Lo he sabido ahora, no entonces. Eras y eres hombre púdico y caviloso; quizá no tenías escrito ninguno de estos cuentos cuando nos conocimos, o acaso te guardabas de mostrarlos. Pero, si aún no los escribías, te disponías a hacerlo y los concluiste poco después, desalentado ya de tus antiguas ilusiones plásticas; en tanto yo, sentado en cualquier rincón y todavía no desengañado de las mías, creía seguir una vocación pictórica hoy extinguida y dibujaba retratos de los compañeros.

Ha pasado el tiempo, Manuel. Literalmente, media vida. Aquel pintorzuelo debe ahora prologar tu libro, en lugar de pedirte que tú le concedas unas líneas para el catálogo de alguna exposición. Y también a mí se me esboza, al escribirte esta carta, una desolada sonrisa que tú comprenderás, no quienes nos lean.

¿Comprenderán siquiera por qué, en tan aciaga situación, expresaste el sutil encanto de esas nubes que veías vagar por tu ancho mundo interior, sin describir apenas, como harías más tarde, las inmediatas asperezas que nos aprisionaban? Tan sólo en el último cuento asoman, pero el recluso que las protagoniza también es aéreo y logra, por feérica magia, transponer su ventana. En algún libro hondo y verdadero he leído que cierto pianista, en un campo de concentración nazi, pudo fabricar un tosco simulacro de teclado donde tocaba la más silenciosa música, y cómo así logró sobrevivir. Mas ya oigo decir a alguno de esos muchachos –tan categóricos hoy como quizá lo fuimos nosotros en nuestra juventud–, a uno cualquiera de los que no han sufrido experiencias tales y creen poder enjuiciarlas con sus cartillas recién aprendidas: «Evasiones disculpables, pero lastimosas. Flaquezas de intelectuales incapaces de asumir, sin consoladores engaños, la descarnada realidad que les tocó vivir». No sabrá, no puede saber quien así se exprese, lo que las gentes como tú han sabido asumir, ni las experiencias que a él mismo le acechan... Y algún otro, más sagaz, acaso invoque uno de tus propios párrafos, aquel que dice, en Las tres Musas:

Recordó que a la sazón el corso estaba en Santa Elena y que los amigos del Emperador se veían perseguidos; así comprendió que a veces era ventajoso andarse por las nubes.

Y quizá te conceda, magnánimo, la hipótesis de que también a ti te convino andarte por las nubes en tus narraciones, antes que por el frío cemento que te guardaba, para amenguar la siempre posible peligrosidad de los papeles que se escriben y se conservan en tales lugares. Y quien lo piense habrase acercado un poco más a la verdad, mas sin llegar a entender la legitimidad profunda de tus supuestas «evasiones». Tú y yo, sí; tú y yo, y nuestros amigos de otrora, sabemos que de nada te evadías. Que tus remembranzas e invenciones no trataban de negar nuestros pesares, sino de mantener la premeditada memoria de que la vida era más amplia y completa; que apuntalaban la obstinada preservación de irrenunciables vivencias y valores culturales; que ejercitaban, en suma, la voluntad de reapropiarnos el mundo del que se nos había separado.

Y así fue como echaste a volar tus nubes, sin andarte por ellas y mientras pisabas lúcidamente el suelo por el que paseábamos y donde, de noche, se tendía nuestro insomnio. Y aquí está el panorama entero de cúmulos, de cirros, de nimbos, paradójicos testificadores de aquellos años sin literatura testimonial. He aquí que no se han esfumado y que retornan inesperadamente, grávidos de recuerdos. Reemprenden un remozado vuelo que te ha de reportar alegrías, aun cuando las recibas –lo sé– con tu ya imborrable sonrisa de melancolía. Pues, como en tu Biografía para Cello, no has dejado de comprobar más tarde, cuando has podido asomarte a otros países, lo que ya entonces sabías:

Cincunvaló el mundo –dices allí– y tardó bastante, pero aun así lo encontró chiquito.

Cierto. Chiquito y decepcionante, como lo son incluso las alegrías de nuestro existir, porque el mundo no es lo que debiera ser. Chiquitas, primorosas, tristes, son asimismo tus nubes, pues lo reflejan. No las imaginaste para dar la espalda a la realidad que nos acosaba, sino para atestiguar desde ella, una vez más, nuestro irrevocable empeño de que, un día, el planeta sea humano Abajo todo es frustración, y también tus cuentos lo corroboran. Pero hay nubes, y en ocasiones nos baña su bienhechora lluvia.

Que tu palabra siga viva; que tu libro vuele. Creo que fue el primero de una vocación que reconociste como definitiva y que has ejercido desde entonces con poca fortuna e inflexible fe. Otros libros lo han seguido: diarios, novelas, ensayos, dramas, casi todos inéditos. Una terrible odisea te ha atenazado durante larguísimo tiempo y escamoteó tu normal aparición y continuidad en el mundo de las letras, mientras otros, con menor carga de desdichas, las alcanzaban. Te has visto condenado a pensar y a sentir en tus laberintos de piedra cuando la mayor parte de los antiguos compañeros que no habían muerto transitaban ya por los campos, las calles, los cafés literarios, los panoramas de la infinita gente. Y, ya reincorporado a ella, has tenido que traducir y traducir libros de otros como un forzado, para ganar tu pobre pan. No te gustará que lo diga, pero yo quiero decirlo.

Tampoco te resolvías a pedir este prólogo y otros me lo solicitaron para ti. Tranquilízate. Suelo negarme a escribirlos, pero éste no es un prólogo al uso: es una carta que hubiera querido escribirte mucho antes. ¿Cómo iba a atreverme a cumplir contigo el trivial protocolo del escritor conocido que dispensa su aprobación? Ni sabría ni querría hacerlo. Es el humilde comentario de un viejo conmilitón, que ha sufrido menos que tú, lo que te mando. Pues ambos sabemos lo dudoso que es todo prestigio, lo casual y discutible de casi cualquier fama o autoridad, la ciega lotería en que consisten los avatares de todos. En un mundo más sensato y más justo, ¿quién habría tenido que hablar de quién? Quizá tú de mí. Y si algún obstinado ignorante se empeña en afirmar el supuesto carácter «evasivo» del presente libro, yo le invito a que lea otro libro tuyo del que éste es sutil complemento: aquel que se titula Muerte después de Reyes, de lejana publicación en Méjico bajo pseudónimo, de precaria edición española algo más cercana y de –ojalá– futura reedición ineludible. Pues conociendo muy bien, como tú, la realidad represiva y carcelaria en él descrita, no vacilo en proclamar que, de cuantos libros han podido al fin leerse acerca de aquellas tremendas experiencias del dolor hispano, el tuyo que aquí cito es, sin menoscabo de su punzante veracidad, la más admirable conversión en bella y honda literatura, merecedora de perduración, de las terribles vicisitudes padecidas por nuestro pueblo, cuando quiso edificar una España liberada de la agresión reaccionaria y fue derrotado por las traiciones y los balazos.

Muy viejo eres, pero «aún hay sol en las bardas», Manuel, después de tantos años duros. Que su resplandor te caliente y vivifique, entre lluvia, nubes y muerte trascendida.

Antonio Buero Vallejo

 

El Maestro del Retablo de la Iglesia de Los Áridos

Dadnos el verso de cada día.

José Luis Gallego

A fines del siglo xiii vivía en una hermosa ciudad de Alemania un joven artífice llamado Peter Werghaare. Lo de Peter o Petrus le cuadraba bien, por ser escultor, pero aún mejor lo de Werghaare, que en lengua tudesca significa «cabellos de estopa», pues los suyos eran desvaídamente rubios y muy lacios. Tenía entre sus convecinos fama de haragán, porque acostumbrada a vagar por los campos, no sólo los días de fiesta, sino también algunos de labor. Días en que permanecía las horas muertas tumbado en la hierba viendo pasar las nubes.

Si alguien le afeaba esa conducta, se excusaba diciendo que en esas masas que volaban por el cielo era donde el escultor podía hallar las formas más apropiadas para la labra de las imágenes celestes.

Era discípulo muy aventajado de un famoso constructor de templos, arquitecto y escultor, quien cierto día le dijo:

—Hijo mío, te he enseñado todo cuanto sé. Por tanto, tu aprendizaje a mi lado terminó. Ahora, siguiendo las tradiciones de nuestro gremio, debes viajar. Toma el camino que te plazca. Pero yo te aconsejaría que fueras hacia el sur. A todos los septentrionales nos conviene visitar aquellas tierras de cielos despejados, donde habitan gentes morenas y vivaces. Pero tú, más que ningún otro, lo necesitas. Las imágenes que labras son muy bellas; pero salen de tus manos vagorosas y nubladas. Se diría que un velo de piedra las envuelve todavía. Si lograras desceñirles ese último cendal, creo que parecerían criaturas verdaderas. Los soles del sur pueden obrar ese milagro en ti. Además –y aquí el maestro amortiguó la voz–, se dice que un artífice de esos países ha encontrado el secreto de hacer sonreír a las vírgenes, los ángeles y los niños.

Peter quería a su maestro y se hallaba muy a gusto a su lado, bajo el ceniciento cielo teutón. Pero, como era obediente, se puso en camino, sin más equipaje que el hatillo de su ropa y la arqueta tallada donde guardaba los hierros de esculpir.

Anduvo, anda que te anda, siempre hacia el sur, y así llegó a cierto monasterio de Borgoña, donde, a cambio de la hospitalidad que le brindaron, hizo algún trabajo de su oficio.

Al despedirse del abad, para proseguir su camino, éste le preguntó:

—¿Hacia dónde peregrinas, hijo?

—Hacia el sur. Tengo el propósito de perfeccionar mi oficio, aprendiendo allí el secreto de hacer reír a las vírgenes y de tornar vivas las piedras.

—¿A qué parte del sur te diriges?

—Quisiera ver Florencia, Nápoles y Roma.

Con gran sorpresa de Peter, el abad frunció el gesto.

—No te lo aconsejo –dijo–. En esas tierras está el centro de la cristiandad, pero también el del averno. Según mis noticias, allí se han abierto boquetes del infierno, por donde éste arroja con furia piedras candentes y azufres inflamados. Los demonios andan sueltos y la peste asola el país. Pero, para ti, aún hay peligros más terribles. Pues de las tierras removidas brotaron mármoles paganos. A cada paso los arados tropiezan con estatuas hermosísimas, pero que deben destruirse por estar enteramente desnudas. Aprenderías mucho contemplando esas obras del infierno, pero tu alma se perdería para siempre.

—¿Sonríen esas estatuas? –preguntó Peter pensativo.

—No, están desnudas simplemente.

Al decirlo, el monje acariciaba con la palma de su mano la página miniada y amarilla de un códice abierto en un atril. Tras un largo silencio, miró al joven y añadió:

—En nuestros días, sólo se abren dos caminos ante el cristiano que quiera peregrinar: el que lleva a Tierra Santa y el que va a Santiago. Yo te aconsejaría este último, pues es allí donde puedes descubrir el secreto de trocar la piedra en sonrisa.

El libro del atril era una copia del tomo quinto del Códice Calixtino, y en él se señalaba al viandante la ruta que había de seguir para llegar a Compostela, siempre guiándose por la polvareda estelar que de noche la señala. Decía también qué aguas y frutos podían beberse y gustarse al pasar y cuáles no; si las reliquias, guardadas en los monasterios situados a lo largo del camino, eran auténticas y dignas de veneración; en qué parajes los ríos eran vadeables y dónde abundaban los salteadores.

También recomendó el abad a Peter que evitara el contacto con ciertas mujeres que solían ofrecer sus cuerpos en el camino al peregrino devoto, pero que, a cambio de un momento de placer, transmitían bíblicos males. Y que no comiese de ciertos barbos que cabrilleaban en las aguas de ciertos ríos, cuya carne, como la de las hembras errabundas, acarreaba enfermedades incurables.

Cuando dejó el monasterio, Peter siguió a pie su camino, y también al pie de la letra los consejos del abad y las instrucciones del códice.

Por el paso que éste señalaba, atravesó una barrera de montañas encrespadas y llegó a un país enclavado en una alta planicie. Abajo, todo eran surcos infinitos y paralelos; arriba, cielo terso, limpio de todo celaje. Y el sol caía a plomo sobre los surcos y quienes los labraban, abrasando por igual a la tierra y a los hombres, fundiéndolos de tal modo que sólo la movilidad diferenciaba al siervo de la gleba en que se afanaba.