Muerte después de reyes. Cielo en la cárcel - Manuel de la Escalera - E-Book

Muerte después de reyes. Cielo en la cárcel E-Book

Manuel de la Escalera

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"Eliminados, mediante la narración directa en tiempo presente, los vicios que a veces suponen el filtro de la historia contada por los vencedores, la contaminación ideológica y las traiciones a las que se ve sometida la memoria con el paso del tiempo, "Muertes después de Reyes" relata, desde un prisma único, las experiencias sufridas por los presos del Régimen durante y tras la Guerra Civil Española: el hambre, la lealtad inquebrantable, el valor de las ideas, lo valioso y efímero de la libertad, la capacidad de adaptación al sufrimiento y la de disfrazar de "amable normalidad" los pocos momentos buenos que se vivieron entre muros; todo ello, acontecido y narrado cuando la libertad no suponía más que un concepto borroso y desde la dolorosa certidumbre de no saber a quién apiolarían o darían garrote cada noche, y contado con el pulcro y cuidado estilo de un escritor de vocación. La presente edición, siguiendo la voluntad del autor, incluye el texto Cielo en la cárcel, escrito en Santander en 1977."

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Akal literaria

68

 

Diseño de portada: RAG

Fotografías, dibujo y motivo de portada «Los enmudecidos»: Manuel Calvo Abad

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Herederos de Manuel de la Escalera, 2015

© Ediciones Akal, S. A., 2017

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-4551-9

Manuel de la Escalera

Muerte después de Reyes

• • •

Cielo en la cárcel

Eliminados, mediante la narración directa en tiempo presente, los vicios que a veces suponen el filtro de la historia contada por los vencedores, la contaminación ideológica y las traiciones a las que se ve sometida la memoria con el paso del tiempo, Muerte des­pués de Reyes relata, desde un prisma único, las experiencias sufridas por los presos del Régimen durante y tras la Guerra Civil Española: el hambre, la lealtad inquebrantable, el valor de las ideas, lo valioso y efímero de la libertad, la capacidad de adaptación al sufrimiento y la de disfrazar de «amable normalidad» los pocos momentos buenos que se vivieron entre muros; todo ello, acontecido y narrado cuando la libertad no suponía más que un concepto borroso y desde la dolorosa incertidumbre de no saber a quién apiolarían o darían garrote cada noche, y contado con el pulcro y cuidado estilo de un escritor de vocación.

La presente edición, siguiendo la voluntad del autor, incluye el texto Cielo en la cárcel, escrito en Santander en 1977.

«En la cárcel de Alcalá de Henares, Manuel de la Escalera escribió un diario impresionante y de una alta calidad literaria y humana: Muerte después de Reyes.»

Marcos Ana

«Conociendo muy bien, como tú, la realidad represiva y carcelaria en él descrita, no vacilo en proclamar que, de cuantos libros he podido al fin leer acerca de aquellas tremendas experiencias del dolor hispano, el tuyo es, sin menoscabo de su punzante veracidad, la más admirable conversión en bella y honda literatura, merecedora de perduración, de las terribles vicisitudes padecidas por nuestro pueblo cuando quiso edificar una España liberada de la agresión reaccionaria.»

Antonio Buero Vallejo

«Muerte después de Reyes constituye un gran relato sobre la experiencia carcelaria de un condenado a muerte. […] Manuel de la Escalera estaba llamado a ser un grande y lo fue, pero sólo para muy pocos.»

Gregorio Morán, El cura y los mandarines

 

Manuel de la Escalera (San Luis Potosí, México, 1895-Santander, 1994), escultor, cineasta y escritor, estudió Bellas Artes en México y posteriormente, en Europa, psicología y cinematografía. Relacionado con la vanguardia cultural europea tanto en España como en París, en Santander fun­dó el Ateneo Popular y el Cine Club Pro­letario. Durante la Guerra Civil rodó diversos documentales en el frente. Tras la conclusión de la contienda, fue detenido y pasó 23 años de su vida en diversas cárceles, llegando a ser condenado a muerte en 1944.

Fruto de esta experiencia es Muerte después de Reyes, que publicó en 1966, con el nombre de Manuel Amblard, en la editorial mexicana Era. A raíz de este hecho, le aconsejaron que saliese de España y se marchó a México, donde trabajó como traductor. Tras su regreso a Santander en 1970 siguió desarrollando esta labor, además de colaborar en medios como Triunfo, Informaciones o Papeles de Son Armadans.

Entre sus libros cabe destacar Cuando el cine rompió a hablar, Mamá grande y su tiempo y Cuentos de nubes.

 

Muerte después de Reyes

En la cárcel de Alcalá de Henares, Manuel de la Escalera escribió un diario impresionante y de una alta calidad literaria y humana: Muerte después de Reyes. En sus páginas, día a día, desde su celda de condenado a muerte, va narrando con nombres y fechas, escenas de la prisión, una original fuga, los planes colectivos… Y, sobre todo, las tensas escenas de «las sacas», los nombres de los condenados a morir, los vivas a la libertad y a la República que sobresaltaban el silencio de la madrugada. El manuscrito salió clandestinamente de la cárcel en 1945 y el autor lo recobró 17 años después al ser puesto en libertad en 1962.

Nos conocimos en la prisión de Burgos y fuimos grandes amigos.

Marcos Ana, Decidme cómo es un árbol

 

15 de diciembre de 1944

Esta noche dormimos ya entre las paredes blanqueadas del cubo que se nos destina como domicilio postrero. Desde aquí, una madrugada negra, inverniza, pasaremos, a través del humo de la descarga, a otra geometría, pero de tierra.

El día fue agitado y en contraste tan violento con nuestro vivir monótono de presos, que los nervios desentrenados acusan el cambio. Así, esta noche la pasé en duermevela, punteada por el sonar de las horas del reloj lejano y los alertas. Presenciando un desfile desordenado de imágenes diurnas. El momento que ahora se me presenta con mayor intensidad no es aquel en que nos comunicaron la sentencia de muerte, sino el de la llegada a la pequeña cárcel de la localidad, después de salir del penal, donde esperamos turno para comparecer ante los jueces militares, y la cara del funcionario que salió a recibirnos con malos modales y miradas recelosas por ambos lados de su poderosa nariz, pero que después resultó tan campechano y acabó contándonos gran parte de su vida, la juerga que se había corrido la noche anterior y los expedientes a que se vio sometido por fugas de presos bajo su custodia. Esto último explica sus recelos, pues habituado a tratar con carteristas y descuideros, nosotros, para él, somos «peligrosos».

También revivo con todo detalle la caminata de los dieciocho procesados, entre filas de civiles y esposados por parejas, a lo largo de las calles de Alcalá de Henares, empedradas con guijarros. Y la sala donde se celebró el Consejo de Guerra, con el aire propio de las estancias que no se habitan. Las hileras de bancos sin respaldo, para un público casi inexistente, y el estrado al fondo, con cierta apariencia de escenario, que lo es. Allí se fue formando una teoría de señores con uniformes diversos y chafarotes entre las piernas, dispuestos a hacer la digestión –serían las cuatro de la tarde– sin perder la dignidad de jueces, lo que lograron salvo alguno que otro cabeceo. Hay muchos balcones y un último rayo del sol de la tarde, entrando por uno de ellos, va a iluminar de refilón la peana del cristo que está en el centro de la mesa del tribunal. El cristo de los juramentos, hecho probablemente en algún taller de Olot, entre juramentos y blasfemias de los vaciadores, porque el molde no ajustaba o porque la pasta tardaba en fraguar.

El fiscal es encanijado y nervioso, voluntario en el cargo porque su padre cayó en la guerra. El defensor, un jovencito que hace sus primeros ensayos forenses con nosotros y que mira a sus superiores jerárquicos de vez en cuando en busca de su asentimiento, temeroso de excederse. No han llegado todavía ni el juez instructor, ni el presidente del tribunal. Éste, un teniente coronel, aparece al fin; viene apresurado y envuelto en una airosa capa azul. Sin quitársela, se pone a leer, acto seguido, algo que no se entiende; pero la luz se apaga y ha de terminar la lectura al fulgor de una cerilla. Hay restricciones de fluido eléctrico. El sol se ha ido del todo y traen velas. Al poco rato vuelve la luz.

El ponente fue a hablar con el fiscal y con el abogado. Supe después que era para proponerles que se me desglosara del expediente, por haber sido juzgado ya del mismo delito –y en la misma sala– hacía mes y medio, en juicio sumarísimo de urgencia, y sentenciado a quince años de prisión. Pero en aquel momento entró el juez instructor, coronel Eymar, hubo un conciliábulo de botas militares ante la mesa del tribunal y dese­chada la propuesta, el fiscal y el abogado volvieron a ocupar sus puestos respectivos. El juez instructor también fue a ocupar el suyo, frente al tribunal, y, después de quitarse la capa, tiró su espadón sobre la mesa, llena de legajos y papelotes, con el gesto de quien tira una baza en la brisca.

Ahora mis ojos han ido a posarse –la luz no se apaga en las celdas de muerte– sobre la corbata que cuelga de un clavo mohoso de la pared, y recuerdo que no es mía y he de devolverla. Fue la que lucí ante el Consejo de Guerra. El traje y el abrigo, también prestados, los he devuelto ya. Ellos, nuestros jueces, visten sus flamantes uniformes militares y nosotros, los reos, para no ser menos, nuestras prendas civiles más lucidas. Pero como muchos no tenemos otra cosa que la ropa que llevábamos puesta cuando nos detuvieron, con la que dormimos en el suelo de los calabozos y con la que sufrimos los interrogatorios de tercer grado, caso de no estar manchada de sangre o desgarrada y recosida, se halla sucia y poco presentable. No queremos aparecer ante ellos como víctimas lastimeras y, con espíritu de dignidad colectiva, los que tienen ropa en buen estado la prestan a quienes no la tenemos. Hay corbatas que comparecieron docenas de veces ante el Consejo de Guerra y abrigos que volvieron con varias penas capitales. Muchos de aquellos que abrigaron están ahora bajo una capa de tierra.

Como en realidad se trata de una comedia, hay que vestirse o disfrazarse para representarla. Ellos y nosotros. Acaso fuera mejor calificarla de farsa trágica. En Madrid, pese al terror, hubiéramos tenido mucho más público. Por eso se trasladó el tribunal especial de delitos contra el régimen a este lugar. Aquí no tuvimos otros espectadores que unos cuantos familiares –una docena– al fondo de la sala, pero que representaban a todo un pueblo, acaso a toda una nación, si se exceptúa al estamento juzgante.

Al retirarse el tribunal a deliberar, fue cuando en realidad comenzó el juicio. Si bien no cabe esperar muchas reducciones sobre las condenas fijadas de antemano.

Cuando volvimos a la prisión, después del Consejo, el coronel Eymar nos comunicó las sentencias. Este juez instructor especial, brazo derecho del caudillo, es caballero mutilado por la patria. Es decir, tiene una bala alojada en el cerebro, que mantiene su odio al rojo vivo. O más bien al «rojo» muerto.

Al volver del primer Consejo, hace ahora mes y medio, me dijo:

—Firma –tutea a todos–. Esta vez sales del paso con quince altos. Pero te espero a la próxima.

—¿La próxima? –pregunté sin comprender. No obtuve respuesta.

La próxima es la de ahora. Lo que en términos jurídicos se denomina pena capital o de muerte, pero que los condenados bautizaron con un nombre propio y femenino: la Pepa. Este apodo de la parca franquista fue inventado por los presos de los primeros años de la represión, recién terminada la guerra, cuando había muchos miles con la Pepa. Nosotros usamos menos ese nombre. Como todo, con los años ha ido pasando de moda. La Pepa es hoy un personaje histórico.

16 de diciembre

El patio al que salimos los condenados a muerte, con sus jardincillos, el estanque y los bancos con azulejos, tiene aire conventual, que se acentúa más por el portalón y los muros de la iglesia. La conocía ya, pues salía a él cuando no era «condenado», sino sólo «peligroso», y también porque todos los presos lo cruzamos el domingo para ir a la misa obligatoria. Ahora, acaso por ser menos, me resulta más acogedor y tranquilo. En él se juega, se pasea y se charla, aunque a veces hay grandes pausas en las conversaciones. Desde luego, nadie habla del Consejo de Guerra. En parte por considerarlo una farsa y en parte porque seríamos como fantasmas que se contaran unos a otros pormenores del entierro.

Sin embargo, predomina el criterio de que el condenado a muerte ha de tener buen humor. Y, para combatir esta atmósfera de plomo, se organizan partidos de pelota y otros deportes de ocasión, donde no falta cierta pugnacidad cordial y hasta violencia. También se ríe, con naturalidad o con jactancia. Pero en la cara de los «maduros» hay ciertos rasgos que no se borran con la risa. Ellos, los antiguos, no lo notan; pero sí los recién llegados.

Lo cierto es que la vida, pese a todo, recobra su ritmo normal. El plazo de existencia con que contamos, un par de meses, mientras la sentencia sigue sus trámites y es aprobada en el Consejo de Ministros de Madrid, después de pasar por el capitán general, se nos antoja larguísimo. Y aunque vivimos de propina, vivimos normalmente. El sueño por lo general es profundo y el apetito bueno. Yo me he quedado sorprendido al verme comiendo con más apetencia que en la calle. Quizá sea una reac­ción de defensa del organismo; no lo sé. Y también ignoro si este buen apetito se acabará cuando se acerque el término de los dos meses. Pero de momento, a los dos o tres días, los nuevos nos sentimos ya aclimatados. La tragedia no puede prolongarse más sin hacerse habitual y perder intensidad, y el condenado vive relativamente tranquilo, esperando el fin y sabiendo que cada día que pase la acelera, como sabe el canceroso que fabrica poco a poco la bomba que destruirá su organismo.

Esta normalidad provisional ha sido una sorpresa para mí. Imaginaba que al saber limitadas nuestras vidas, esta limitación nos haría vivir con más intensidad y cada minuto tendría una significación inusitada. Pero no hay nada de eso. Todo es normal y la normalidad es lo colectivo. Pues hoy estar condenado a muerte no tiene nada de excepcional y, en consecuencia, el que va a morir no esta solo.

Mi celda tiene cuatro metros por tres, las paredes están encaladas y los muros que dan al patio son casi de un metro de espesor, lo que se aprecia en las ventanas de recios barrotes. El piso es de baldosines rojizos sin esmaltar y en un ángulo hay un retrete rudimentario, que no se usa, y un botijo de agua que ha de llenarse cuando salimos al patio.

Pues bien, mi celda la comparto con mis dos compañeros de expediente y de piquete.

Uno se llama Manuel Mota Montero. Es un encuadernador madrileño que dedicó toda su vida a la lucha social. Cuando está de buen humor, tiene la gracia castiza del pueblo de Madrid. Pequeñito y engafado, pasea por la celda, angosta para tres, «barrenando», es decir, pensando en su mujer, madrileña castiza también, que ahora se ve obligada a vender décimos de lotería por las calles. La conozco porque formó parte del reducido grupo que asistió a nuestro consejo. Mota, al pasear, se sujeta con la diestra el codo izquierdo que, tras los «interrogatorios», le quedó sin juego. Cuando los policías llevaban un buen rato pegándole sin cesar, y sintiendo que iba a perder otra vez el sentido, se volvió hacia uno de ellos y le dijo: «Pero ¿no descansan ustedes nunca? En todos los oficios se fuma». Sin duda, aquel polizonte carecía del sentido del humor, pues se indignó de tal modo que, viéndolo tan pequeño, lo levantó en vilo y lo tiró por la ventana. Era un segundo o tercer piso, pero Mota tuvo la suerte de tropezar al caer con un toldo o algún otro obstáculo que amortiguó el golpe. De no ser así, ahora el coronel Eymar tendría menos trabajo.

Mi otro compañero, Alfonso Salueña, exbrigada de aviación, tomó el partido de la República al iniciarse el alzamiento, estando, creo, en Ifni, y degradado fue a la cárcel. No sé mucho de él. Aun cuando, detalle curioso, es al único que conozco del expediente. A Mota lo conocí en la Comisaría de Policía, y a los demás, en la cárcel. En realidad, se me ha incluido en ese expediente con el único propósito de juzgarme de nuevo y condenarme a muerte, sin ninguna acusación concreta, salvo la de «intento de suicidio» y de «rehuir a la justicia».

A derecha e izquierda de nuestra celda hay otros condenados que esperan una muerte mas próxima, pues llevan más tiempo que nosotros. Además, en nuestras paredes quedan inscripciones, algunas muy antiguas y borrosas, otras recientes, en las que nos hablan otros que pasaron por aquí, nuestros antecesores. Algunas de estas inscripciones son de una simplicidad conmovedora. Se esfuerzan en registrar con rigor notarial el día y la hora en que entraron a la celda con la condena de muerte, dando su nombre y apellidos, el nombre del pueblo donde nacieron, o, en otras, la hora, día, nombre, apellidos y pueblo de los sacados, de aquellos que vieron salir a la muerte, estando allí, siendo testigos. ¿A quiénes se dirigen esas líneas? Sin duda a nosotros, a los que venimos detrás. En una u otra forma, a la posteridad, aun cuando sea en su forma más rudimentaria.

Por consiguiente, no somos navegantes solitarios de la Estigia, sino que vamos a la muerte como iban antaño los toreros a la plaza: en un coche repleto y sentados en dos hileras frente a frente.

En estos momentos, desearía estar solo. Creo que escribiría mejor. Pero pese a ese ansia de soledad que sentí toda la vida y que ahora se hace más acuciante, no me decido a seguir el ejemplo de A. A. y solicitar una celda para mí solo, que posiblemente me concederían. Algo dentro de mí se subleva al pensar que he de separarme de mis dos compañeros.

Ahora, la conversación de nuestra celda ha cesado. Salueña, que afronta la muerte con perezoso estoicismo, se ha echado a dormir. Mota «barrena». Con el silencio debiera escribir más a gusto. Pero no se me ocurre nada más y tengo los dedos engarabitados por el frío.

17 de diciembre

Cómo les gusta a los condenados a muerte pergeñar instancias, escribir cartas, lanzar llamamientos con la pluma. Limitado nuestro espacio y nuestro tiempo, las posibilidades de acción son escasísimas. Pero el trazo de la pluma ¡dura tanto!, ¡puede ir tan lejos! Hay varios condenados que escriben versos y narraciones. Pero el correo es la preocupación principal y la esperanza mayor del preso. Sabe que no podrá decir todo cuanto quiere; que entre él y la persona que aguarda su carta con ansiedad está el censor, metiendo la nariz en sus intimidades, en sus afectos e ilusiones. Que ha de entregar la carta abierta y que recibirá violada la que venga en respuesta; que sus líneas están contadas y que cualquier frase de sentido dudoso puede hacer que la carta no salga o salga cubierta de negros tachones. Mas pese a todo, ¡con qué ansiedad se espera el correo y con qué avidez se lee –cuando llega– una carta! Primero, echándole un vistazo general, en busca de la frase o del nombre esperado: «Nació ayer, es niña. Rosa se encuentra bien, pero muy agotada; es natural». «Mary se ha colocado. Tú estate tranquilo, ya nos arreglaremos.» «El hermano de don José va a hablar con un sobrino del general…» Después se lee la carta de arriba abajo, palabra por palabra, letra por letra. A continuación… ¿cuántas veces leerá su carta el preso?

Generalmente, las noticias son esperanzadoras. La familia o los amigos han ido a ver al Excelentísimo Don Fulano o a Monseñor Mengano. Cuando se trata de la madre o de la esposa, se le dan buenas palabras y se le acompaña hasta la puerta. Luego… los condenados a muerte no se hacen por lo general tantas ilusiones como las familias; tienen la triste experiencia de haber visto ir al piquete a muchos compañeros, que llevaban en el bolsillo cartas como ésas. A una mujer que implora, llorosa y arrodillada, hay que decirle algo. El gran señor queda como un caballero. Después…

Hay también los que escriben, como yo, sin saber exactamente a quién ni por qué. Los que pensamos que, de no escribir ahora, ya no podremos escribir jamás.

Yo me he propuesto llenar cada día unas cuantas hojas de este cuadernillo, no sé exactamente cómo. Ignoro lo que va a ocurrir o lo que diré. Deseo hablar de la vida cotidiana de la cárcel y de mis compañeros; pero a cada paso me siento acosado por recuerdos de «la calle». ¿Qué es «la calle»? Algo que empieza al otro lado de las rejas y de los muros. No comprende sólo las zonas urbanas, sino abarca los montes, los mares, los continentes; el resto del mundo donde uno puede desplazarse sin ver su camino interceptado con rastrillos y cerrojos. «La calle» es la libertad.

Todo preso vive con la mente en «la calle». Así, es muy probable que en cuanto escriba predominen los recuerdos. No quisiera irme sin referir algunas experiencias personales que me acosan. Quiero decir que, quizá, la fuente más caudalosa del relato sea el pasado, aunque en su transcurrir vayan reflejadas también las riberas del presente. Mas sea como sea, han de fluir estas líneas incesantemente, como el río va a la mar, «que es el morir».

Sin embargo, no puedo menos de preocuparme del destino que les espera. Una vez que lleguen a su destino final truncado, quedarán a merced de las circunstancias, flotando al azar como botella de náufrago. ¿Quién las recogerá? Su destino depende de los vientos y de las mareas. Mas entonces ya no seré yo responsable de su suerte. No quisiera que fuesen a parar a manos enemigas y haré cuanto pueda para evitarlo. Ante la posibilidad de que esto ocurra, pondré nombres con iniciales y haré circunloquios para hablar de ciertas cosas, que, de otro modo, podrían acarrear males a muchos. Pero aun cayendo en manos amigas, ¿sabrán los amigos comprenderlas?

Nacidas sin plan preconcebido y en un lugar como éste, no serán estas líneas una obra perfecta, pues, al contar con un límite tan corto, se impone la celeridad.

Así pues, de haber aquí algo que sirva al lector –caso de llegar a tenerlo– encontrará ese algo mezclado con su ganga. No tengo tiempo de cribar o de elegir. Que cada cual escoja lo que quiera. Será como un baratillo del Rastro, donde el que busca puede hallar algo que le sirva, entre objetos inútiles o descabalados.

Tampoco quisiera que mañana me podasen o estirasen mucho. Pero eso sí; que hagan leña de mí si lo desean. De ese modo, el calor de estos momentos recobrará otra vez la forma de la llama.

18 de diciembre

Ha ocurrido un incidente. Por la general, los funcionarios no exigen al condenado con rigor la disciplina. Pero siempre hay excepciones. Hoy nos tocó de guardia Fraile, un expastor orgulloso de haber trocado el zurrón por el correaje, como lo estaba Hitler, según cuenta en Mein Kampf, de su padre, que de obrero «ascendió» a guarda forestal uniformado. De los pastores han surgido guerrilleros, bandidos, conquistadores, caudillos y hasta reyes. Éste quedó en carcelero y, al verse al frente de un grupo de hombres que han de obedecerle y alinearse a su voz, a quienes encierra en compartimentos angostos y saca a pasear a un recinto semejante a un redil, hombres a quienes cuenta cinco veces al día, como se cuentan las ovejas, y de entre los que –no él, sino «el amo»– escoge algunos para matarlos, el expastor debe de sentirse muy satisfecho de sus progresos.

Durante toda la mañana, estuvo importunándonos con órdenes molestas. Al romper filas, gritando por tres veces el nombre del caudillo, ese grito, siempre forzado y de rutina, fue más débil que nunca.

Durante muchos años, hasta hace poco, se ha exigido también a los presos republicanos que cantaran los himnos del vencedor. Es decir, los del Movimiento: «Cara al Sol», de la Falange, el «Oriamendi» de los requetés y la marcha real española con nueva letra. En algunas cárceles se exigía un cuarto himno: el de la Legión, no se sabe por qué. Acaso como homenaje al fundador del tercio extranjero, el caudillo. Los cánticos se fueron suprimiendo, pero el saludo con la mano alzada y el triple «Franco» continuó. Era la voz de abracadabra, el ensalmo que mantenía la disciplina y que recordaba a millones de españoles su derrota, tanto en la calle como en la cárcel. Durante estos días, cuantos fueron al piquete o al garrote hubieron de gritar reglamentariamente esta especie de ¡Ave César! de gladiadores en la arena.

Pero durante ese tiempo, el mundo ha dado muchas vueltas. Hitler y Mussolini están a punto de caer y ha pasado de moda el saludo a la romana. Por eso, en la prensa de hoy ha aparecido una orden que exime a los españoles de este gesto anticuado. Y aunque reglamentariamente los presos no puedan leer periódicos, las noticias circulan y poco a poco todos las conocen. A Fraile no le habían dado ninguna orden todavía y no pudo leer la noticia en la prensa porque es analfabeto.

Furioso, ordenó que volviéramos a formar y a gritar, mirándonos colérico, al socaire de su gorra galoneada. Esta vez ya había corrido la noticia y nadie contestó. Sólo Ignacio, el maño, a quien no se pudo avisar a tiempo, gritó como de costumbre: «¡Rancho, rancho, rancho!».

Diariamente, estos gritos sustitutivos pasan desapercibidos entre el griterío general. Basta alzar la mano, abrir la boca y decir algo con aes y oes. Pero hoy ese grito sonó aislado, en medio de un silencio absoluto.