Mamá grande y su tiempo - Manuel de la Escalera - E-Book

Mamá grande y su tiempo E-Book

Manuel de la Escalera

0,0

Beschreibung

Entre las vicisitudes de la clandestinidad y la monotonía de un largo encarcelamiento, un viejo luchador político recuerda su infancia. Nacido a fines de siglo en la ciudad mexicana de San Luis de Potosí, tras un largo viaje trasatlántico de los de entonces, a los seis añios, desembarca en un Santander invernizo, lluvioso y triste. Con la llegada de la primavera y el verano -cambios estacionales que en el México tropical son casi imperceptibles- ve cómo la ciudad se transforma. Nos habla del tren de Pombo, las playas con bañeros y las ferias de la Alameda de Oviedo. Azares de la fortuna llevan a la familia a Valladolid, donde, distantes pero presentes, los acontecimientos importantes de la época influyen en la vida del pequeño y su familia: el conflicto ruso-japonés, la guerra de Marruecos, las primeras huelgas anarquistas, la trustificación de la incipiente industria española. Mamá Grande, como se llama en México a la abuela, vista por el niño con un talante entre admirativo y crítico, es el personaje adulto que llena el relato, que se interrumpe al llegar al umbral de la adolescencia, en la incertidumbre de la primera comunión.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 171

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Akal / Literaria / 71

Manuel de la Escalera

Mamá grande y su tiempo

traductor

Entre las vicisitudes de la clandestinidad y la monotonía de un largo encarcelamiento, un viejo luchador polí­tico recuerda su infancia.

Nacido a fines de siglo en la ciudad me­xicana de San Luis Po­tosí, tras un largo viaje tras­at­lántico de los de entonces, a los seis años, desembarca en un San­tander in­vernizo, lluvioso y triste. Con la llegada de la pri­mavera y el verano –cambios es­­tacio­nales que en el Mé­xico tropical son casi im­percep­ti­bles– ve cómo la ciudad se transforma. Nos habla del tren de Pombo, las playas con bañeros y las ferias de la Alame­da de Oviedo. Azares de la fortuna llevan a la familia a Valladolid, donde, distantes pero presentes, los acontecimientos im­portantes de la época influyen en la vida del pequeño y su familia: el conflic­to ruso-japonés, la guerra de Marrue­cos, las primeras huelgas anarquistas, la trustificación de la incipiente industria española.

Mamá Grande, como se llama en México a la abuela, vista por el niño con un talante entre admirativo y crítico, es el personaje adulto que llena el relato, que se interrumpe al llegar al umbral de la adolescencia, en la in­certidumbre de la primera comunión.

Manuel de la Escalera (San Luis Potosí, México, 1895-Santander, 1994), escultor, cineasta y escritor, estudió Bellas Artes en México y posteriormente, en Europa, psicología y cinematografía. Relacionado con la vanguardia cultural europea tanto en España como en París, en Santander fun­dó el Ateneo Popular y el Cine Club Pro­letario. Durante la Guerra Civil rodó diversos documentales en el frente. Tras la conclusión de la contienda, fue detenido y pasó 23 años de su vida en diversas cárceles, llegando a ser condenado a muerte en 1944.

Fruto de esta experiencia es Muerte después de Reyes, que publicó en 1966, con el nombre de Manuel Amblard, en la editorial mexicana Era. A raíz de este hecho, le aconsejaron que saliese de España y se marchó a México, donde trabajó como traductor. Tras su regreso a Santander en 1970 siguió desarrollando esta labor, además de colaborar en medios como Triunfo, Informaciones o Papeles de Son Armadans.

Entre sus libros cabe destacar Cuando el cine rompió a hablar, Mamá grande y su tiempo, Cuentos de nubes y la novela de ultraficción El caso del planeta asesinado.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

© Herederos de Manuel de la Escalera, 2017

© Ediciones Akal, S. A., 2017

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-4406-2

Fue de improviso. Como irrumpen esos volcanes que cambian los mapas y obligan a modificar sus textos a los profesores de geografía.

La carta decía solamente: «Inesita se casó. El tío Aurelio enviudó y se ha vuelto a casar. La tía Carmen no está ya en México; se hizo monja y es superiora de un convento en Roma. San Luis ha cambiado mucho. Ahora llueve en verano. Todos deseamos que sigas siendo tan bueno como de niño».

Estaba sentado en un banco, a la sombra de un árbol, cuyas hojas recién nacidas, de un verde tiernísimo, aprendían ahora a susurrar. Tras ellas, nubes y azul. Cuando alzó los ojos, cielo, hojas, ramas, nubes titilaron, se estremecieron. ¿Eh? ¿No estaba a punto de llorar? ¿Cuántos años hacía que no lloraba? ¿Treinta? ¿Cuarenta? Acaso más; desde aquel día de la primera comunión. Síntoma de vejez.

«No te faltaba más que eso, se dijo. Un hombre llorando en público atrae todas las miradas. Sigue por ese camino y esta noche dormirás en los calabozos de la Puerta del Sol.»

En el banco de enfrente un individuo con gabardina, sombrero echado sobre los ojos y bigotito recortado, parecía estar leyendo un periódico. Acaso le vio lagrimear. Se levantó y echó a andar sin otro propósito que alejarse de aquél. Pero después decidió irse.

«Date cuenta», prosiguió diciendo, «que no vives en 1900 sino en diciembre de 1945. Y que esto no es México sino España. Que vas a salir del Retiro por la Puerta de Alcalá y no tienes ni un nombre legal ni un domicilio fijo. Que todo cuanto posees en el mundo es un reloj Cima, quinientas pesetas y una documentación falsa.»

Cuando iba por la acera derecha de la calle de Alcalá, volvió la cabeza para ver si le seguían. Detrás venía el tipo de la gabardina. Decidió detenerse ante una tienda de paños. La luna del escaparate, espejeando sobre unas telas oscuras que se exhibían, le dio la imagen del otro cuando pasaba. No, no era el del Retiro. Tipos como ése los hay a millares por Madrid. Pueden ser provincianos que vienen a hacer oposiciones, funcionarios del Estado, estudiantes a punto de terminar la carrera, agentes de comercio... o agentes de la Policía Social. Pero no. Ése no lo era.

Muchas horas después, dadas las doce de la noche, llegó a la casa, abrió con llave el portal, sin ser visto por el sereno, subió sigi­losamente la escalera y también abrió la puerta del piso, sin el menor ruido, expresamente engrasada por la patrona. Cruzando el pasillo en puntillas, sacó del horno de la cocina la bandeja de la cena. Luego, ya en el cuarto, cerró su puerta con llave y abrió la ventana.

Nadie podía verle ahora. La ventana daba a unos solares. Todo el cielo estaba cuajado de estrellas y quedó absorto contemplándolas. Aquel cielo le recordó otro, el de la altiplanicie mexicana, San Luis. «Inesita se casó. El tío Aurelio...». El pasado irrumpió de nuevo barriendo el presente. Sólo por unos momentos. Se rehízo y encendió la luz. Sobre la mesa, dentro del círculo luminoso que trazó la pantalla de la lámpara, había un papel con la letra picuda de la patrona. Decía:

Don José: Si sale mañana, hágalo antes de las seis, porque el huésped nuevo me ha dicho que le despierte a esa hora. Vino el Jefe de Casa a informarse de las personas que tenía, pero no pasó del comedor. De la otra casa trajeron esta carta.

Tanteando en la parte en sombra, halló el sobre y lo abrió. La firma era ininteligible y la letra estaba contrahecha, de modo que no podía saberse si era de hombre o de mujer. Leyó:

Querido Pedro: Deseo que al recibo de la presente te encuentres bien de salud. Nosotros, bien. Pedro, ésta es para decirte que Genaro se puso malo y se lo llevaron al sanatorio, donde ya lleva cuatro días. Parece que en el delirio dice muchas tonterías. Los demás se han cambiado de casa por temor de que la enfermedad sea contagiosa. Pedro, cuídate mucho. Ya tienes bastantes años y una recaída sería muy mala para ti. Saludos de todos.

El presente, un presente apremiante, se imponía otra vez al pasa­do. Debía mantener los ojos bien abiertos y saber dónde pisaba. ¿Soñar? ¿Recordar? Nada. Guardó los papeles, para quemarlos después, y se puso a cenar, a devorar. No había comido en todo el día. Luego se tendió en la cama, frente al ventanal. Desde allí las luces amarillentas de la ciudad no eran visibles y sólo quedaban las estrellas.

«Bueno», se dijo, «habrá que cambiar de madriguera, pero aún quedan unas horas por delante.»

Mas la irrupción del pasado se hizo ahora más poderosa que nunca. Fue una avalancha de recuerdos, de imágenes remotas, de otros cielos, de otros tiempos. El ayer lo arrolló todo. ¿Qué hacer con semejante catarata? ¿Cómo contenerla? Si era imposible cerrarle el paso, sólo cabía labrarle un cauce.

Al alcance de su mano había cuartillas y disponía aún de seis horas.

1

La mente del niño es de forma insular. Me parece estar viendo todavía cómo aquellos trozos de tierra firme, trozos de conciencia, emergían unos tras otros de la tiniebla de un mar proceloso e iban aproximándose y reuniéndose para formar archipiélagos cada vez más nutridos y compactos.

La primera isla descubierta fue la de los juguetes dorados. Se me aparecieron de improviso, entre verdores de virutilla, al levantar la tapa de una caja, y su hallazgo tuvo caracteres de revelación. Representaban animales de especies y familias muy diversas, todas desconocidas para mí. Sólo pude identificar entre ellas a una cabrita de pelambre y cuerna de oro, pues me hizo pensar –por una semejanza tan remota y vaga como la de la idea platónica con las cosas corrientes y vulgares– en las cabras de un rebaño maloliente que cada mañana se detenía a la puerta de nuestra casa. El indio pastor ordeñaba a una hembra barbuda en el zaguán y el hato seguía calle adelante con gran estruendo de balidos y cencerros. (Los médicos de entonces recomendaban mucho la leche de cabra para los niños.) Pero lo que me atraía más de aquellos juguetes no era su intención representativa sino el brillo del latón. Apenas quedaron en mis manos, procedí a romperlos. Con paciencia y maña logré separar las dos valvas idénticas con que cada animal estaba formado y sufrí una gran decepción al ver que estaban huecos y descubrir que a cada relieve externo correspondía una depresión interna y que el brillo era superficial, pues por dentro el latón apareció sucio y mate.

Tras ésta, emergieron de la nada otras muchas islas. Todo un archipiélago hecho de fragmentos y retazos de nuestra casa; paisajes de rincones y suelos, de alfombras sobre todo. De éstas brotaban, como de praderas floridas, troncos enhiestos: las patas de las sillas. También recuerdo ciertos objetos relucientes, translúcidos y vibrátiles donde descansaban las ruedas del piano, así como las láminas de un álbum hojeado de bruces en el suelo, y vuelos de faldas y perneras de pantalones: basamentos de seres gigantescos que podían traerle y llevarle a uno por los aires a su antojo.

El descubrimiento del aire libre fue de fecha posterior. Se produjo durante un viaje que hizo toda la familia, fámulos inclusive, a unos baños medicinales sitos en un rancho próximo a la ciudad. Caminábamos por una llanura infinita, rota sólo por algún mezquite, y entonces, al alzar la vista, contemplé por primera vez el cielo estrellado y tuve una vislumbre de las dimensiones disparatadas de nuestro planeta, en comparación con las de nuestra casa. Ante tamaña mons­truosidad, escondí el rostro en el seno de mi madre y lloré con amargura. Eso al menos me contó ella años después y también me dijo que hicimos parte del viaje en carruajes y parte a lomo de caballerías. La primera noche que pasamos en el rancho, tuvimos que dormir todos, niños y mayores, sobre colchones tendidos en el suelo. Mejor dicho, los mayores no durmieron. Dentro del aposento con piso de tierra cantaba un alacrán, cuya picadura en México es mortal para las criaturas, y estuvieron buscándolo a la luz de las velas de sebo hasta que se consumieron todas. El inquietante bichejo siguió cantando a intervalos toda la noche y sólo al rayar el alba, cuando se recogieron los colchones, apareció, ya silencioso, bajo aquél donde mi madre y yo habíamos dormido. Ella exclamó: «¡Pobre de mi Angelito si llega a picarle!». Con este motivo me cubrieron de besos y pasé de unos brazos a otros. Debió ser en ese momento, al sentirme el centro de la atención general, cuando tuve conciencia de que se dirigían a un algo, que era yo, y que ese algo se llamaba Angelito.

También conservo de ese viaje el recuerdo de un croar de ranas en el silencio nocturno y la viva imagen de una hilera de camisas de víboras puestas a secar en una cuerda combada entre dos columnas del porche de una mansión colonial.

Fantaseando sobre el episodio del escorpión, llegué a creerme nacido bajo el signo de Escorpio. Pero lo cierto es que vine al mundo en plena canícula, bajo las luces de Sirio. Prueba de que, pese a los muchos esfuerzos que uno haga por depurar vivencias tan remotas, siempre se mezclan con ellas otras que nos fueron referidas con posterioridad y que, sin sernos ajenas del todo o falsas por completo, resultan ya de segunda mano y de fecha más reciente. También muchos de los recuerdos que creíamos conservar puros, no son sino reminiscencias de otros muy rumiados, es decir, que nos vinieron varias veces a la mente, cuando no a los puntos de la pluma, siendo otras tantas repelidos y olvidados, por lo que ahora carecen de su frescor primitivo. Hay además memoriaciones reconstruidas conscientemente, partiendo de una leve evocación, como el paleontólogo reconstruye un organismo completo mediante un leve huesecillo. Y también, en más de una ocasión, habrá ventriloquía: la voz del viejo junto a la del niño. Lo que, igualmente, es inevitable, pues ¿cómo recordar la infancia sin mezclar razón con fantasía?

Tras el viaje al rancho se reanudan los recuerdos caseros. En el San Luis Potosí de entonces, las mujeres y los niños salíamos poco a la calle. Las casas eran todas de una sola planta, sus ventanas se cerraban con rejas, cortinas, persianas y contraven­tanas, y las mansiones, ya fuesen pobres o no, respiraban por los patios. El nuestro parecía una habitación más de la casa, pero mayor que las otras y, por supuesto, sin techo, lo que contribuía a darle más aire de decorado teatral. Allí daban las puertas de todas las habitaciones de la casa y, además, otra pintada en la pared para hacer pendant. Todo a lo largo de sus paredes corría una greca clásica, aztequizada por el indio que la pintó. El cielo raso de este aposento no era otro sino el limpio de toda nube de la altiplanicie mexicana, cuyo azul, de tan intenso, parecía solidificado. Una vela, con apariencia de bambalina de viejo teatro, la velaba y desvelaba, según convenía por la marcha del sol, acrecentando aún más la impresión escénica del conjunto, donde las enredaderas, los rosales, el nopal, las mecedoras de enea, los macetones resquebrajados –semejantes a campanas bocarriba– y hasta el hormiguero del rincón del comedor eran parte de un decorado, cambiante con la luminotecnia alternada del sol y de la luna. Decorado corpóreo y practicable, donde los personajes a veces parecían menos grávidos, pero se movían con toda naturalidad; sobre todo de día.

El patio representaba lo interior, o mejor lo interno, la fantasía, lo subjetivo de nuestra casa. En oposición a las ventanas. Éstas eran el acceso a la realidad externa, la de todos, a la vida ajena y ciudadana, al bullicio colectivo. Por las mañanas, cuando las abrían de par en par, durante el trajín de la limpieza cotidiana, servían a las mujeres para seguir por ellas el ir y venir de los vecinos y los vendedores ambulantes. Pero al atardecer, mientras daban en todas las iglesias, unas tras otras, lentas, muy lentas las campanadas del ángelus, empezaban a velarse con cortinas y persianas, y, al pie de la ventana de la salita, se servía el chocolate a las señoras. Entonces, a esa hora, más que nunca, la ventana destacaba su cuadrilátero de claridad. Era como una pantalla de cine, cuadriculada por la reja, en la cual transcurría el espectáculo de la calle, que, desde sus butacas en la sombra, presenciaban las damas en silencio o platicando en voz baja. A veces, un transeúnte, como personaje de película, pasaba a primer plano y se acercaba a la reja para saludar a las espectadoras en la sombra.

El más asiduo era un padre cura anciano. Embozado en su capa española y tocado con una chistera, recostaba su silueta contra los hierros como un enamorado romántico y, con susurros confesionales, cambiaba cortesías y chismes con las damas. Al despedirse, sin deshacer el embozo, sacaba de entre los pliegues de su capa una mano peluda y la introducía entre los barrotes para que todas la besaran.

A la hora del cierre del comercio, regresaban los señores. Tam­bién era ése el momento de cerrar las ventanas con cristales, maderas, visillos, barras de hierro transversales, cortinas y cortinones. Se encendía el quinqué y, al resplandor del petróleo, el aposento cambiaba por completo, cobrando un aire más real y más prosaico. Las contertulias y los recién llegados se miraban, aquéllas como si salieran de un sueño, y sentían la necesidad de hacer algo. Las mujeres bordaban, cosían o zurcían, y mi padre, en cambio, recostándose en el sofá, se ponía a hojear El Estandarte o a hablar de negocios con el tío Aurelio o el tío Ignacio, los cuales, después de cerrar sus respectivos escritorios, venían a casa para recoger a sus esposas o a su hermana, la tía Carmen. Si Mamá Grande se hallaba presente, como cabeza que era de la familia, se sentaba también en el sofá y terciaba en la conversación de los señores, quienes escuchaban sus opiniones financieras, no siempre ortodoxas, con el mayor respeto.

Mamá Grande era gruesa, bajita y risueña. Sus cabellos canos con reflejos dorados, peinados siempre con esmero, se partían en dos por una raya, blanquecina también, pero mate. Su naricita resultaba tan breve que los anteojos de cristales ovalados que usaba para leer, amenazadoramente vencidos hacia delante, resbalaban a cada paso y había de sujetarlos con una cinta de seda negra para que al caer no se quebraran. Padecía del corazón y también de asma, mas, pese a la prohibición de los médicos, fumaba sin cesar. Acostumbraba a guardar sus cigarrillos de papel moreno en una caja de laca, donde chinitos de rostros desvaídos cazaban mariposas en cielos siniestros. A fin de no macularse los dedos, usaba unas tenacillas de oro. Pero como se distraía muchas veces hablando y hasta en ocasiones se dormía con el cigarrillo encendido, siempre había en su regazo cenizas y otras huellas de incendios sofocados. Era propietaria de una hacienda, de varios inmuebles en la ciudad y de alguna mina. Tenía coche y una casa más grande que la nuestra con muchos criados. Su patio también era mayor que el nuestro y en él tenía una enorme pajarera con multitud de pájaros. Pero su favorito estaba en la sala, en una jaula dorada. Era un sensontle, avecilla azteca que tenía que ser alimentada con fibras deshebradas de corazones para que cantara, lo que hacía muy bien cuando lo hacía.

Doña Refugio, como le llamaba mi padre, venía a nuestra casa algunas veces entre semana, pero el domingo su visita era oficial.

Ese día la rutina cotidiana se alteraba. Los preparativos para ir a misa de doce en la catedral empezaban a primera hora de la mañana y, al dar las terceras campanadas, no habían terminado. El domingo mi padre usaba chistera y chaqué, cuello almidonado y alto con pajaritas y, bajo éstas, el plastrón con alfiler. En una mano llevaba los guantes sin calzar y en la otra, la caña de indias con puño de plata. Mi madre se tocaba con un sombrero de aves disecadas y flores de trapo. Su velo era tan tupido que su rostro parecía otro, y aún la hacían más rara la pelerina y el polisón. En las manos, enguantadas hasta el codo, había de llevar, además del devocionario con tapas de nácar y el abanico de marfil y gasa pintada, una sombrilla de tul con volantes. En cuanto a mí, chorreando colonia y tirabuzones, se me introducía en un grueso traje de piqué, campanudo y hierático a fuerza de almidones, que se abrochaba por detrás y tenía peto y bocamangas con bordados de gran bulto, dentro del cual me sentía como un heraldo bajo su dalmática. Por imposición de la moda de aquel tiempo, bajo la faldamenta del traje asomaban una cuarta los calzones.

Terminada la misa de la catedral, dábamos tres vueltas a la Plaza de Armas, donde tocaba la música. Yo iba en medio, asido o más bien colgado de las manos de mis padres. Aunque resultara todo muy incómodo, avanzábamos despacio, respondiendo ellos con sonrisas y cabeceos o amagos de mi padre de quitarse la chistera, a todos los saludos. Hasta que, a la tercera vuelta, la cadena de las manos sé rompía frente al puesto de las charamuscas. Tras el tenderete, la india chaparra de boca ancha y sonriente, oseaba a las moscas con un oseador de tiras multicolores. Las golosinas que allí se exhibían sobre una tabla ensabanada –piloncillos diminutos, camotes en dulce, cuadraditos y losanges de jamoncillo, muertos de caramelo– formaban arabescos y pirámides, cuya complicada ejecución suponía un largo manoseo.

Cuando quedaba en mi poder la charamusca dorada, retorcida, como trenza de mujer o columna salomónica, emprendían el regreso. No me estaba permitido probarla hasta después de comer, pero, sin soltar la mano de mi padre, con la otra la enarbolaba, sujeta reverentemente con un papel de estraza. Los inditos descalzos que nos cedían la acera, quitándose los sombreros de petate, medio destrenzados por el tiempo, tendían manos tan cobrizas como las monedas que mi padre depositaba en ellas. Todo lo cual, ni que decir tiene, me parecía lo más justo y razonable.