Cuentos - Hans Christian Andersen - E-Book

Cuentos E-Book

Hans Christian Andersen

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Beschreibung

Los cuentos de Hans Christian Andersen han marcado a múltiples generaciones de niños y adultos, que han encontrado en ellos hermosas historias, modelos de conducta y un fiel reflejo de la sociedad humana. Esta antología recoge algunos de los cuentos más famosos del autor: "El patito feo", "La princesa y el guisante", "La sirenita", "La pequeña cerillera", "Pulgarcita" o "El traje nuevo del emperador".

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Seitenzahl: 276

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Καί νέους ϑάρσυνε· νίϰης δ᾽ ἐν ϑεοῐσι πείρατα.

ΑΡΧΙΛΟΧΟΣ

ΕΛΕΓΕΙΑ, ΤΕΤΡΑΜΕΤΡΑ (57 D)

Anima tú a los jóvenes: a los dioses les toca determinar el triunfo.

ARQUÍLOCO

Elegías, tetrámetros (57 D)

ÍNDICE

Introducción

Hans Christian Andersen: escritura y vida

Infancia y juventud

Éxito literario y madurez

El mundo literario de Andersen: formas y motivos recurrentes

Los finales tristes

El animismo en los cuentos de Andersen

La voz de las cosas

El narrador en los cuentos de Andersen

Personajes narradores

Esta edición

Cuentos

Cuentos de criaturas maravillosas

El patito feo

Los cisnes salvajes

Pulgarcita

La sirenita

El valiente soldadito de plomo

Cuentos de princesas y emperadores

El ruiseñor

La princesa y el guisante

El traje nuevo del emperador

Cuentos de invierno

El abeto

La pequeña cerillera

El muñeco de nieve

La reina de las nieves.Un cuento en siete cuentos

Después de la lectura

La belleza del canto del cisne

Créditos

INTRODUCCIÓN

La vida en sí es el más maravilloso cuento de hadas.

HANS CHRISTIAN ANDERSEN

Los cuentos maravillosos parecen situarse en realidades muy alejadas de la nuestra, donde ocurren fenómenos sobrenaturales, habitan criaturas imaginarias y los objetos inanimados cobran vida. Pero esto no es más que una ilusión, pues son historias que ahondan, a través de sus personajes de ficción y sus universos de fantasía, en las grandes preguntas de la vida humana. A veces, para poder hablar de lo más cercano y a la vez escondido, debemos hacer uso de la imaginación, salir de la existencia cotidiana y dejarnos cautivar por relatos tan asombrosos como verdaderos. Es precisamente un viaje como ese el que nos ofrecen los cuentos de Hans Christian Andersen.

«El mundo entero es una serie de milagros, pero estamos tan acostumbrados a ellos que los llamamos cosas ordinarias», decía el escritor danés. Para introducirnos en su obra hemos de olvidar ciertas premisas y convenciones, e identificarnos con sus criaturas de ficción. Todos hemos escuchado alguna vez hablar de la sirenita, el patito feo, el soldadito de plomo, Pulgarcita o la reina de las nieves; los personajes de Andersen han pasado a formar parte de nuestra cultura y aparecen en numerosas adaptaciones y representaciones. Acercarnos a los textos originales, no obstante, nos ofrece la posibilidad de redescubrir su hondura, expresada a través de un lenguaje lleno de matices y reflexiones, caracterizado por el asombro y una sensibilidad única.

Andersen es universalmente conocido como un autor de cuentos infantiles. Y, en efecto, sus cuentos han emocionado a generaciones enteras de niños. Sin embargo, para comprender su alcance hemos de extender el significado de la palabra infancia. Harold Bloom, un importante crítico literario norteamericano, dijo que «Andersen escribió para niños extraordinariamente inteligentes de todas las edades, desde los nueve a los noventa años»; y, en otra ocasión, que «Andersen tenía un proyecto secreto: cómo seguir siendo un niño en un mundo aparentemente adulto». La infancia, por tanto, se convierte en un propósito, no es la simple denominación de una etapa de la vida, sino el deseo encendido de conservar el asombro y la capacidad de sentir intensamente y maravillarse ante la realidad de la vida.

Las historias de Andersen comparten ciertas características con los cuentos de la tradición oral, pero a la vez son irremediablemente suyas, con temas y obsesiones que se repiten, y una insólita capacidad para ahondar en el dolor y la tristeza. Su preferencia por los personajes desdichados, apartados y que no pueden cumplir sus deseos remite a la biografía del autor, pero también a la de cualquier ser humano, pues ninguno de nosotros tenemos exactamente la vida que queremos. La mudez de la sirenita, o la de Elisa, la protagonista de Los cisnes salvajes, se acompañan de las más hermosas palabras: el poder contar su historia es en sí mismo un milagro, es la puerta que permite entrar en el lugar de los secretos.

Hans Christian Andersen: escritura y vida

En el prólogo que Ana María Matute escribió a una compilación de los cuentos de Andersen, titulado «Ala de cisne», se puede leer: «Mientras escribía sus cuentos, seguían hablando sus muñecos, seguía hablando él. A despecho de tantas como llegó a recoger, y a crear, Ala de Cisne [Andersen] solo narró una sola historia: la suya propia». Él era, siempre en palabras de Matute, el niño que se sentía distinto a todos los niños, que aparece una y otra vez en su obra. Como si volviendo una y otra vez a él mantuviera viva la esperanza de que se cumplieran sus deseos, o al menos de situarse muy cerca de ellos, de poder casi tocarlos con la yema de los dedos. Una buena parte de lo que sabemos de su vida fue relatado por el propio autor en su autobiografía El cuento de mi vida (de la que publicó dos versiones, en 1847 y en 1859), cuyo título ya da idea de la íntima relación que establecía entre la escritura y la vida.

Infancia y juventud

Hans Christian Andersen nació en la ciudad danesa de Odense en 1805. Su familia era muy pobre, y esto le marcó profundamente; en sus cuentos la pobreza está omnipresente: se presenta como indiscutible fuente de miseria, pero también es el refugio escondido de la verdad y la belleza. Su padre era zapatero y su madre, que padecía un grave problema de alcoholismo, lavandera. Pasaron tantas penurias que conoció la mendicidad durante su infancia. Apenas pudo estudiar, pero sus padres le introdujeron en el mundo del relato: su padre le contaba historias tradicionales nórdicas y también solía leerle Las mil y una noches. El niño Andersen vivía con intensidad esos momentos, que contribuirían a su pasión por los cuentos y a su incipiente vocación artística y literaria.

Hans Christian era un niño tímido y retraído, que a menudo se sentía poco aceptado y aislado de los demás. Poseía una enorme imaginación y jugaba con un teatrillo de títeres que le habían regalado, inventando representaciones y hablando solo durante largas horas. Iba a una escuela para niños pobres donde cosechó pésimos resultados tanto en lectoescritura como en matemáticas.

Con catorce años quedó huérfano de padre y, al poco tiempo, también de madre. Sin haber conseguido concluir ninguna instrucción formal, se marchó a Copenhague con el sueño de poder trabajar en el mundo del teatro, que siempre había ejercido una gran fascinación sobre él. Deseaba ser actor, dramaturgo o cantante de ópera, y parecía tener una hermosa voz para cantar, según los testimonios de la época.

Sin embargo, sus inicios en Copenhague fueron muy duros, no consiguió ningún reconocimiento y pasó hambre y frío, hasta tal punto que las pésimas condiciones en que vivía y el frío del invierno dañaron su voz. William Bloch, dramaturgo y director teatral danés, lo describía así en aquella época: «Extraño y bizarro en sus movimientos. Sus piernas y sus brazos son largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas. Su nariz es, digamos, de estilo romano, pero tan desproporcionadamente larga que domina toda la cara; cuando uno se despide de él, su nariz es lo que más recuerda». El poco atractivo físico y su dificultad para la seducción amorosa le produjeron a lo largo de su vida una sensación de aislamiento y un hondo sufrimiento. Mucho se ha escrito sobre su homosexualidad y sus ademanes afeminados. Sabemos, por otra parte, que se enamoró perdidamente de algunas mujeres. Quizá lo más relevante fuera su incapacidad para el amor correspondido, que le llevó a padecer múltiples frustraciones y un profundo sentimiento de rechazo. No en vano, uno de los primeros cuentos que publicó fue El patito feo.

En esta época compuso varias obras de teatro, que se estrenaron en general sin apenas éxito, y conoció a algunos músicos, hasta que uno de ellos, Jonas Collin, director del Teatro Real de Copenhague, se sintió atraído por su talento tras asistir a una representación de su tragedia Alfsol y decidió ayudarle. Una profunda amistad los uniría a lo largo de los años. Collin consiguió una beca para que Hans pudiera estudiar en la Escuela Latina de Slagelse, y así mejorar su precaria educación. Allí le pusieron con los alumnos más jóvenes, dados sus escasos conocimientos, y Andersen recuerda esta época como un período especialmente desdichado. No obstante, a los 23 años pudo culminar su formación y obtuvo el título de Bachillerato.

Éxito literario y madurez

Abandonado su deseo de llegar a ser bailarín o cantante, se centró en su vocación literaria. En 1827 publicó un poema, titulado «El niño moribundo», en la revista literaria danesa más prestigiosa de la época. Y en los siguientes años se dedicó a viajar por Europa, con un espíritu inquieto de exploración y descubrimiento de diferentes países y culturas. Sus impresiones fueron apareciendo en periódicos y publicaciones, y así conservamos textos sobre sus travesías por Alemania, Italia, Grecia, Turquía o España. El bazar del poeta (1842), donde narró su experiencia desde el Mar Negro hasta el Danubio, es considerado su mejor libro de viajes.

Mientras viajaba con diferentes becas o trabajando como periodista, publicó varias novelas, obras de teatro, poemarios y un libreto de ópera. En 1835 apareció su primer volumen dedicado a los niños, Historias de aventuras para niños. Estos cuentos le otorgaron rápidamente un reconocimiento que no había logrado con ninguna de sus obras anteriores. Así, en 1838 ya era un escritor reconocido en diversos países de Europa. La fama de sus relatos infantiles fue creciendo y en 1843 apareció la colección Cuentos nuevos, en la que se incluyen algunos de sus títulos más célebres, como La sirenita, El valiente soldadito de plomo, La reina de las nieves, El traje nuevo del emperador o La princesa y el guisante, entre otros.

En pocos años Hans Christian Andersen llegó a ser en un autor de gran fama. Sus cuentos fueron traducidos al francés, al inglés y al alemán. En 1847 viajó a Inglaterra, donde fue recibido con todos los honores, y acompañado por el escritor Charles Dickens. En 1847 y 1848 publicó otras dos colecciones de cuentos, que fueron de nuevo acogidas con entusiasmo por el público.

Sin embargo, y a pesar de su éxito internacional, Andersen se sintió frustrado y desdichado en su vocación de escritor. Él no deseaba ser aclamado por sus cuentos para niños, sino por sus novelas, obras dramáticas o poemas. Toda la vida lo acompañó este sentimiento de inadecuación y de fracaso, que contrastaba con los reconocimientos y agasajos que recibía allí donde iba. Durante muchos años cultivó la costumbre de narrar sus cuentos en voz alta, reuniendo a grandes audiencias y siendo a menudo aclamado, incluso por reyes y príncipes de diversos países. Una anciana que había sido testigo de sus narraciones a los niños las describió de la siguiente forma: «Solía sentarse en ese rincón, junto a la ventana; y cada vez que había escrito un nuevo cuento, venía a contárselo a los niños».

En 1863, tras un largo viaje a España, publicó un libro relatando sus experiencias. Narró su visita a ciudades como Málaga, Granada, Alicante o Toledo, que le parecieron fascinantes y pintorescas.

En el plano de la intimidad, Andersen se sintió profundamente desdichado por sus repetidos fracasos sentimentales. Sabemos que se enamoró, casi platónicamente, de dos mujeres. Su gran amor de juventud fue una muchacha llamada Riborg Voigt. Se encontró una carta que ella le había escrito guardada en una bolsita bajo las ropas del escritor cuando este murió. Su pasión amorosa más célebre, sin embargo, fue la que le unió a la cantante de ópera Jenny Lind. A ella le dedicó el cuento El ruiseñor. Sus sentimientos no eran correspondidos, e incluso se dice que Jenny le mandó un espejo después de que Andersen le declarara su amor. El autor interpretó que el regalo llevaba implícito el mensaje de que contemplara su fealdad, lo cual habría impedido cualquier unión entre ellas.

Andersen se mostró siempre extremadamente tímido con las mujeres, a las que le costaba mucho acercarse. A menudo pintaba y decoraba recortables con sus figuras y los diversos vestidos que las adornaban. Pero tuvo también amores homosexuales, igualmente difíciles y tormentosos. La más conocida fue su relación con el bailarín del Teatro Real de Copenhague Harald Scharff, a quien le unió un intenso vínculo que acabó cuando Harald se fue alejando progresivamente.

El escritor siguió ampliando su colección de cuentos para niños hasta el año 1872, a la vez que continuaba escribiendo obras de teatro y poemas, frustrado por el escaso éxito de estos últimos. En ese mismo año sufrió una caída desde su propia cama, tras la que quedó gravemente herido. Nunca llegó a recuperarse. Murió el 4 de agosto de 1875 en su casa de Rodighed, cerca de Copenhague, donde hoy se puede visitar su tumba.

El mundo literario de Andersen: formas y motivos recurrentes

«Cuando Andersen desea expresar los valores vitales que para él tienen más importancia, se limita por lo general a tres únicos conceptos: lo bueno, lo verdadero y lo bello», escribió en una ocasión el crítico literario Erling Nielsen. La belleza se puede apreciar tanto en el estilo –cuidado, evocador y natural–, de las narraciones, como en el contenido, lleno de imágenes y criaturas que desde la publicación de los cuentos pueblan la imaginación universal. La verdad está relacionada con la autenticidad de los relatos. Andersen es un escritor fantasioso, pero a la vez profundamente introspectivo, que compone su obra desde sus experiencias e impresiones más íntimas. A la luz de su biografía, historias como El patito feo, por ejemplo, alcanzan una nueva dimensión. En cuanto a la bondad, esta se relaciona con la facultad para entregarse al otro y al mismo tiempo no dejar de perseguir los propios deseos. Por ello, la bondad está íntimamente relacionada con la verdad y con la belleza: parte del reconocimiento de lo que se desea, y pasa por su cuidado y por la aparición de una dimensión ética, en la que el otro en ningún caso debe ser instrumentalizado: se le debe respetar y admirar en su alteridad, por diverso que sea, sin hacer juicios precipitados.

Aparecen en los cuentos de Andersen personajes que se dejan llevar por sus aspiraciones, cueste lo que cueste, como la sirenita o el soldadito de plomo; otros que anhelan aquello que no puede sino acabar con ellos, y que sucumben a tal deseo, cual el abeto o el muñeco de nieve; protagonistas que se salvan gracias a la amistad, cuyo ejemplo más claro son Kay y Gerda, los niños de La reina de las nieves. El traje nuevo del emperador es un relato que desenmascara la realidad, pues en él la verdad, encarnada en la inocencia de un niño, acaba imponiéndose a un vacuo entramado de engaños y apariencias. Algunos personajes, cual la princesa del guisante o Pulgarcita, son seres misteriosos que nunca acabamos de saber lo que quieren. Otros nos conmueven en su desdicha: es el caso del patito feo o de la niña de los fósforos.

Los finales tristes

El universo literario de Andersen explora a fondo sentimientos como la marginación o la tristeza. Sus protagonistas quieren ser algo distinto de lo que son, lo cual genera en ellos una frustración, pero también una tensión narrativa y un deseo de transformación que no siempre termina bien. En la tradición de los cuentos populares infantiles, en la que Andersen se inspira para crear su obra, suele imperar el final feliz. Bruno Bettelheim, psicólogo y estudioso de los cuentos de hadas, escribe a este respecto:

Los protagonistas y los acontecimientos de los cuentos de hadas también personifican e ilustran conflictos internos, pero sugieren siempre, sutilmente, cómo pueden resolverse dichos conflictos, y cuáles podrían ser los siguientes pasos en el desarrollo hacia un nivel humano superior. El cuento de hadas se presenta de un modo simple y sencillo; no se le exige nada al que lo escucha. Esto impide que incluso el niño más pequeño se sienta impulsado a actuar de una determinada manera; la historia nunca hará que el niño se sienta inferior. Lejos de exigir nada, el cuento de hadas proporciona seguridad, da esperanzas respecto al futuro y mantiene la promesa de un final feliz. Por esta razón, Lewis Carroll lo llamó un regalode amor.

Pues bien, nuestro autor rompe dicho principio y nos ofrece a menudo cuentos con finales desgraciados, en los que se cuestiona que los deseos siempre se cumplan, por mucho que se afane uno en la búsqueda, y se confronta al lector con la existencia de injusticias que no pueden ser remediadas y con la propia fatalidad de la vida.

Alice Munro, escritora canadiense que recibió el premio Nobel de Literatura en 2015, contó en una entrevista con motivo de la recepción de esta distinción que de niña se había rebelado contra el final de La sirenita, que le había producido dolor y rabia. La autora sitúa en esta escena el origen de su vocación de escritora. Así es como lo relata:

Me interesó la lectura desde muy pronto, por una historia que me leyeron de Hans Christian Andersen, que fue La sirenita, y no sé si lo recuerdan pero La sirenita es muy triste. La sirenita se enamora del príncipe, pero no puede casarse con él por ser una sirena. Es tan triste que no puedo ni contarte los detalles; pero bueno, tan pronto como terminé la historia me fui afuera y caminé dando vueltas y vueltas a la casa donde vivíamos, una casa de ladrillos, e hice una historia con mi propio final feliz, pues pensé que se lo debía a la sirenita y, por alguna razón, se me metió en la cabeza que el único propósito de aquella historia era que el final fuera distinto para mí; no iba a ir a parar a todo el mundo, pero sentí que lo había hecho mejor, y, de entonces en adelante, la sirenita se casaría con el príncipe y viviría feliz para siempre, lo cual era como un postre, porque ella había hecho cosas terribles para ganarse al príncipe, su favor. Tuvo que renunciar a su cola. Tuvo que conseguir las piernas que tienen las personas ordinarias y con las que caminan, pero para ella cada paso era doloroso. Estuvo dispuesta a hacer aquello para ganarse al príncipe. Así que pensé que se merecía más que una muerte en el agua. Y no me preocupé de que a lo mejor el resto del mundo no conociera esta nueva historia, porque sentí que se había publicado tan pronto como la pensé. Así que ahí lo tienes, el mío fue un principio temprano en la escritura.

Sus palabras expresan la imposibilidad de aceptar el final trágico de La sirenita, que angustia y desorienta a la niña lectora. No debió de ser la única, puesto que el crudo desenlace fue también transformado, por ejemplo, en la célebre versión cinematográfica que realizó Walt Disney (1989). Sin embargo, cabe preguntarse qué función cumplen en la mente infantil este tipo de historias. Los cuentos tristes, incluso trágicos, son necesarios porque no hay una sola vida humana sin rastros de tragedia. Incluso las personas más felices alguna vez se han sentido abandonadas, rechazadas, enmudecidas, doloridas. Y personajes como la sirenita expresan la totalidad de ese momento: su verdad, su intensidad, su principio y su fin. Frente a las llamadas a relativizar los problemas la literatura nos ofrece otra opción para enfrentarnos a los sufrimientos de la vida: verlos, por un tiempo, a través de una obra de ficción, como un absoluto, identificarnos y sumergirnos en ellos; para después salir, porque los libros se acaban. Las historias con un final triste también tienen un final.

Y si de algo huye Andersen, incluso en sus cuentos más tristes, es de la desesperanza. Casi siempre ofrece al lector la oportunidad de salvar algo del desastre: una promesa, un recuerdo, una prenda de la belleza y la verdad vividas. Esto es muy significativo en cuentos tan desgraciados como El valiente soldadito de plomo,La siernita o incluso La pequeña cerillera. Mucho se ha hablado, en este sentido, sobre la posible religiosidad, o incluso el misticismo, que se dejaría traslucir en algunos de sus cuentos. Nuestra impresión es que Andersen introduce dichos elementos con la voluntad de embellecer lo más terrible, y que entroncan con un sentimiento de trascendencia que puede ser compartido por diversas tradiciones espirituales.

La exploración del dolor, tanto físico como psicológico, es otra característica definitoria de la cuentística de Andersen. Y es algo que vuelve a llamar la atención en un autor que escribe para niños. Sus personajes a menudo sufren de una forma dura y descarnada —la sirenita siente como si se le clavaran cuchillos en las piernas cuando camina, el patito feo casi muere congelado por el frío del invierno, el abeto experimenta el calor lacerante de la quema—, pero transmiten al mismo tiempo una impresión de pureza y dignidad —el caso más paradigmático es el soldadito de plomo, siempre firme y valiente con su fusil al hombro. De algún modo, nos hacen sentir que el sufrimiento forma parte de la vida, y que no tiene por qué destruir la esencia de quien lo padece: que es posible experimentar dolor y mantenerse fiel a uno mismo, no abandonar ese reino de la verdad, la bondad y la belleza que el autor nos presenta.

La mudez se erige como la metáfora última de la obra de Andersen. Es posible pensar, si así lo deseamos, en su malograda voz de cantante, pero la simbología del no tener voz va mucho más allá de este hecho. Tanto la sirenita como Elisa, la muchacha protagonista de Los cisnes salvajes, renuncian a su voz por amor. O, lo que es lo mismo, para perseguir sus deseos más íntimos. La sirenita es una adolescente que desea conocer el mundo, ser una mujer. Elisa anhela salvar a sus hermanos de un encantamiento y poder regresar a su vida feliz junto a ellos. Ambas pagan muy cara su renuncia: es precisamente esa falta la que les impide expresarse, narrar lo que les ocurre, y lo que las lleva al borde la muerte. No poder hablar es una condena porque les impide contar su historia, y es en los relatos donde se esconde la verdad. Andersen construye su obra como una rebelión contra el silencio; tras haberse sentido rechazado y apartado, encuentra en la palabra un camino de salvación: la palabra que opera un encantamiento en los otros y que da sentido a sus deseos y emociones. Eso es lo que el escritor nos ofrece.

El animismo en los cuentos de Andersen

En un cuento que no aparece en esta selección, titulado La virgen de los ventisqueros, podemos leer la siguiente reflexión en un diálogo entre un gato y un niño:

—Vente conmigo al tejado —le había dicho el gato, en lenguaje perfectamente claro e inteligible; pues cuando se es niño y no se sabe hablar todavía, se entiende a los pollos y a los patos, a los gatos y a los perros; se les entiende con la misma claridad que al padre y a la madre; solo que hace falta ser muy pequeñín. Hasta el bastón del abuelo puede entonces relinchar y transformarse en caballo, con cabeza, patas y cola. Algunos niños tardan más que otros en perder esa facultad, y se dice de ellos que son muy atrasados, que su desarrollo es muy lento. ¡Tantas cosas se dicen!...

Este texto expresa con claridad la comunión entre el mundo de la infancia y el lenguaje de los animales, e incluso de las cosas inertes. Late en los cuentos de Andersen la posibilidad de la magia, de acercarse a lo que es completamente otro, de escuchar y ver aquello que permanece escondido.

La palabra animismo, que tiene que ver con el alma, designa la creencia en que todos los seres, animados o inanimados, poseen vida anímica propia. En la literatura infantil encontramos a menudo personificaciones de animales, como por ejemplo en las fábulas. Pero nuestro autor da un paso más allá.

Andersen posee una mirada hacia el mundo en la que nada es solo lo que parece. Y eso es precisamente lo que más acerca su obra a la infancia: no tanto los temas, la ingenuidad o la sencillez, sino una capacidad de asombro y una apertura a lo maravilloso que muchos adultos parecen haber perdido. Algunos de sus cuentos más memorables, como El valiente soldadito de plomo,El abeto o El muñeco de nieve son protagonizados por seres inanimados que se acaban convirtiendo en personajes complejos, con una sorprendente actividad mental de tipo introspectivo. En palabras del crítico literario Harold Bloom: «Uno de los mayores y más sorprendentes regalos de Andersen es que sus historias se sitúan en un universo animista, donde no hay simples objetos. Cada árbol, arbusto, animal, artefacto, prenda de vestir, terrón de arcilla posee un alma angustiada, una voz, deseos sexuales, necesidad de reconocimiento, y terror ante la perspectiva de su aniquilación».

De este modo, Andersen amplía las fronteras de la realidad, pues la abre a una multiplicidad de puntos de vista que nos lleva a hacernos preguntas que hasta entonces habían permanecido ocultas: ¿Qué siente un árbol cuando lo talan? ¿Qué piensa el abeto cuando lo adornan con bolas de Navidad y después lo abandonan? ¿Cómo vive un muñeco de nieve la llegada del calor, el momento en que se derrite? ¿Qué les ocurre a los juguetes cuando se rompen, o simplemente al llegar el momento en que los niños dejan de jugar con ellos?

El escritor José María Merino afirma que Andersen es «la voz de las cosas», aquel que hace hablar «incluso a lo que no puede tener voz», en claro contraste con la mudez de algunos de sus personajes. Nuestro autor es capaz de jugar, de explorar terrenos que casi se acercan al surrealismo, pero también, o sobre todo, de adoptar perspectivas narrativas inauditas, siempre silenciadas, en su singular ejercicio de acercamiento a la realidad. En sus cuentos se desafían las leyes de la lógica y se alcanzan altas cotas de imaginación e introspección. Pues no es solo que los objetos cotidianos cobren vida, en el sentido de que se muevan o actúen, sino sobre todo que se convierten en seres pensantes, dotados de una conciencia sensible y a menudo trágica.

La voz de las cosas

El abeto, un personaje del reino vegetal, siente una intensa ansiedad por crecer y conocer el mundo. El lector asiste con angustia a su ingenuidad, puesto que es consciente del triste destino que le espera y que él, en su desconocimiento del mundo humano, no puede ni siquiera sospechar. Los sentimientos que el protagonista describe al inicio del relato son similares a los de un niño que imagina cómo será su futuro, lleno de idealización y de esperanza. Ve cómo se llevan a algunos árboles del bosque, y unos gorriones le cuentan que su destino es el de ser bellamente adornados en casas humanas.

Al abeto le sucede como a la sirenita: son dos criaturas cuya curiosidad las lleva a la perdición. El arbolito parece enloquecer de deseo. Cuando está todavía en el bosque, se pregunta, soñando con un maravilloso porvenir: «¿Será ese el destino que me espera? ¡Es aún mejor que ir por el mar! ¡Cómo me atormenta el deseo! ¡Ojalá fuera Navidad!». Más adelante, tras haber sido llevado a un hogar humano, se muestra turbado y entusiasta, sin entender nada de lo que ocurre a su alrededor: «Bueno, luego habrá algo aún mejor, aún más hermoso. Si no, ¿por qué habrían de adornarme? ¿Pero es que puede haber algo todavía más magnífico, todavía más espléndido? ¿Pero qué es? ¡Oh, cómo sufro, cómo ardo de deseo! ¡Ni yo mismo sé lo que me pasa!». El deseo y el sufrimiento son inseparables en el pensamiento de Andersen; el ser deseante se encuentra poseído por algo que no elige ni comprende, y que por tanto le domina sin remedio.

Algo similar le sucede al protagonista de El muñeco de nieve. Es un personaje inocente y trágico, que desconoce su naturaleza y ansía solo aquello que le va a destruir. Posee una extraña dignidad, como el abeto o el soldadito de plomo. Andersen deja a veces en sus cuentos pistas de los finales trágicos: imágenes o metáforas que son prefiguraciones de lo que va a ocurrir después. Así habla el muñeco de nieve al inicio de la historia:

—¡Qué cosquillitas siento dentro de mí con este frío tan estupendo que hace! —dijo el muñeco de nieve—. Con el viento te sientes vivo. ¡Y el abrasador ese, cómo abrasa! —se refería al sol, que estaba a punto de ocultarse—. ¡Pero no conseguirás ni que pestañee, aquí seguiré bien firme!

La forma en que se denomina al sol, «el abrasador», es una referencia velada a la estufa que aparecerá más tarde. Todo aquello que genera tibieza, calor, un entorno acogedor, es al mismo tiempo destructivo para el muñeco de nieve, que se cree con poder para influir mágicamente sobre la realidad:

El sol se ocultó, asomó la luna llena, redonda y grande, clara y bella en el cielo azul.

—Ahí está otra vez por otro lado —dijo el muñeco de nieve, que creía que era el sol, que asomaba de nuevo—. Le he quitado ese vicio de abrasar. Ahora puede quedarse ahí arriba dando luz para que yo pueda verme a mí mismo. ¡Si supiera qué he de hacer para poderme mover! Si pudiera, me gustaría patinar por el hielo como he visto que hacen los chicos. Pero no sé correr.

Esta escena provoca al mismo tiempo incredulidad y ternura en el lector. El muñeco de nieve parece tener un concepto de la realidad similar al de un niño muy pequeño, que aún no ha aprendido a caminar ni sabe cuáles son las leyes de la realidad. De algún modo, en su inocencia reside su encanto, al igual que ocurría con el abeto. Cuando descubre la estufa a través de la ventana reflexiona sobre el deseo y anhela por encima de todo poder acercarse a ella:

—¡Qué hormigueo tan extraño siento! —dijo—. ¿Nunca podré bajar hasta allí? Es un deseo inocente, y nuestros deseos inocentes seguro que se pueden realizar. Es mi mayor deseo, mi único deseo, y sería una injusticia no poder satisfacerlo. Tengo que entrar ahí, tengo que acercarme a ella aunque tenga que romper la ventana.

El deseo es descrito a través de la sensación física de hormigueo. Es decir, el muñeco de nieve no posee solo pensamientos o sentimientos, sino que también experimenta sensaciones identificables para nosotros. Además, el personaje proclama la hegemonía absoluta del deseo, de lo que él denomina un «deseo inocente», es decir, puro y sin dobleces, diáfano y encendido: la voluntad de satisfacerlo parece estar por encima de todo, incluso de la propia vida.

El final trágico del muñeco ocurre tras intensas cavilaciones y sin perder en ningún momento la compostura. Aparece una imagen de la materialidad del pensamiento «La noche fue muy larga, pero no para el muñeco de nieve enfrascado en sus hermosos pensamientos, que se congelaban y crujían». Una vez que el sol y la llegada de la primavera derriten al muñeco, queda al descubierto el raspador de estufa que llevaba en su interior: «—Ahora entiendo su añoranza —dijo el mastín—. El muñeco de nieve llevaba dentro un raspador de estufa, eso es lo que se movía dentro de él y eso es lo que ha quedado. ¡Guau, guau!». El deseo era en realidad añoranza. Andersen nos transmite que en realidad deseamos aquello que llevamos dentro y desconocemos acerca de nosotros mismos. Es lo mismo que le ocurrió al patito feo y su secreta añoranza por los cisnes al verlos volar.

El narrador en los cuentos de Andersen

Los cuentos de la tradición popular suelen poseer un narrador omnisciente y comenzar con fórmulas fijas, como «érase una vez…». Han heredado estas expresiones de la narración oral que les dio origen y de su transmisión de boca en boca a lo largo de los siglos. Andersen se inspira en buena medida en ellos, pero, tal como se ha visto, introduce también elementos temáticos y estilísticos de creación propia.

Uno de ellos es el lugar otorgado al lector en sus relatos. En muchas historias cobra gran importancia lo que está ocurriendo mientras se narra, y a veces la voz narrativa apela directamente al lector, involucrándolo directamente en la historia, abriéndole una puerta para que pase y se instale dentro del propio cuento. Es lo que ocurre al inicio de La reina de las nieves: «Bueno, empecemos. Cuando hayamos llegado al final del cuento sabremos más que ahora, porque había un trol malo, uno de los peores: era el demonio. Un día estaba de un humor de perlas porque había hecho un espejo que tenía la propiedad de que todo lo bueno y bello que se reflejaba en él desaparecía de inmediato y se quedaba prácticamente en nada, mientras que lo malo y feo resaltaba y se volvía aún peor». Se presenta el conflicto inicial de la historia y se promete al lector un conocimiento si continúa leyendo o escuchando. La voz del narrador es personal, y hace uso de la complicidad, el humor, el suspense o la repentina ocurrencia. Algo similar ocurre al comienzo de El ruiseñor: «Ya sabéis que en China el emperador es chino, y chinos son también todos los que están con él. De esta historia hace muchos años, pero precisamente por eso vale la pena oírla, pues podría olvidarse». A veces incluso se involucra a los niños y niñas que escuchan en el devenir de los personajes, como sucede al final de La sirenita, donde se afirma que cada vez que las hijas del aire encuentren a un niño bueno se reducirá su tiempo de espera para conseguir un alma inmortal.

En todo cuento hay un conflicto, algo que rompe la armonía inicial y desencadena el relato. En Los cisnes salvajes el narrador afirma, tras haber presentado a la familia protagonista: «Sí, los niños lo pasaban muy bien, pero no podían seguir las cosas así para siempre». Late aquí la cuestión de qué supone creer y abandonar la niñez, a la que Andersen hace referencia una y otra vez a lo largo de su obra.

Pulgarcita, por su parte, concluye con una referencia directa al narrador que está contando la historia: «Allí tenía un nido pequeño en una ventana de la casa del hombre que cuenta cuentos; cantó para él su pío-pío, y gracias a ello nos enteramos de esta historia». El hombre que cuenta cuentos es sin duda Hans Christian Andersen, que utiliza el recurso de la historia dentro de la historia —o de las cajas chinas— para fantasear con la idea de que conoce sus cuentos gracias a su comunicación con los pájaros.

En un fragmento de El muñeco de nieve el guiño a los lectores trata de acercarlos a la comprensión de los sentimientos del protagonista: