Cuentos para niños - Luis Coloma - E-Book

Cuentos para niños E-Book

Luis Coloma

0,0

Beschreibung

Los Cuentos para niños de Luis Coloma son una antología de algunos de los relatos más conocidos del autor que incluye: Las dos madres Periquillo sin miedo La camisa del hombre feliz Las tres perlas y ¡Porrita componte!… En estos Cuentos para niños el lector encontrará una visión cristiana de la vida. Ello se evidencia a través de personajes como este Conde que citamos a continuación, de quien se dice que: «Pasó la niñez con su inocencia y llegó la juventud con sus devaneos… se separó de su madre, para ir agregado a una embajada, a una corte extranjera». … y: «poco a poco trastornó su cabeza la lisonja, y corrompieron su corazón el ocio y la opulencia». Ante este escenario Luis Coloma construye un relato en que la salvación de su protagonista es solo posible gracias a los recuerdos de su pasado y a sus oraciones. En el resto de los cuentos aquí reunidos la vida, la muerte, el crimen y el pecado son descritos con crudeza, y nos dan un panorama sobre las inclemencias de la vida.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 90

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Luis Coloma

Cuentos para niños

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Cuentos para niños.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica: 978-84-9953-880-8.

ISBN ebook: 978-84-9897-381-5.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Historia de un cuento 9

I 9

II 12

III 20

IV 27

Las dos madres 29

Periquillo sin miedo 33

I 33

II 35

La camisa del hombre feliz 49

I 49

II 49

Las tres perlas 57

¡Porrita componte!... 69

Libros a la carta 77

Brevísima presentación

La vida

Luis Coloma Roldán (Jerez de la Frontera, 9 de enero de 1851-Madrid, 14 de abril de 1915). España.

Ingresó a los doce años en la Escuela Naval de San Fernando y se licenció en Derecho por la Universidad de Sevilla. Su amistad con Fernán Caballero se afianzó hacia 1868, año de la Revolución de septiembre que destronó a la reina Isabel II de España. Más tarde Coloma se fue a Madrid, y trabajó como pasante en un bufete del abogado. En Madrid frecuentó tertulias literarias y colaboró en varios periódicos conservadores defendiendo la Restauración de los Borbones.

Tras recibir una grave herida en el pecho en 1872, mientras limpiaba un revólver, se dedicó al sacerdocio en la Compañía de Jesús y se fue a Francia.

En 1874 fue ordenado en la Compañía de Jesús y regresó a España. Por entonces fue maestro en diferentes ciudades españolas y ejerció el periodismo y la literatura. Escribió relatos costumbristas que fueron publicados con el título de Lecturas recreativas (1884) y Pequeñeces una novela de sátira social (1891). Este texto, apareció por entregas en la revista bilbaína de los jesuitas El Mensajero del Sagrado Corazón de Jesús durante los meses de enero de 1890 a marzo de 1891, y luego fue publicado en dos volúmenes.

El Heraldo de Madrid abrió un concurso de opiniones sobre Pequeñeces y durante quince días publicó críticas e interpretaciones que molestaron a Luis Coloma y a la Compañía de Jesús. Emilia Pardo Bazán alabó el realismo naturalista de Coloma en su revista Nuevo Teatro Crítico y entre las críticas adversas destacó la de Juan Valera.

Historia de un cuento

A un crítico de diez años que encuentra mis cuentos «my vomitos»1

I

Sembrad en los niños la idea, aunque no la entiendan: los años se encargarán de descifrarla en su entendimiento y hacerla florecer en su corazón.

Había en casa de mis padres un bonito jardín, que separaba la cuadra y cochera del resto del edificio. Levantábase en el centro una glorieta circular, y salían de ella varias callecitas sombreadas por parras y rosales, que iban a terminar en preciosos arriates, caprichosamente cerrados con verjas. En uno de éstos, en que no habían sembrado planta ninguna, guardaba yo dos cabritas, regalo de mi abuela, de quien siempre fui el nieto predilecto.

Estos inofensivos animalitos tenían un enemigo encarnizado en la persona de doña Mariquita, anciana ama de llaves, que desempeñaba este cargo en mi casa hacía veintidós años. Según ella, nada bueno podía esperarse de unos animalitos, que tenían con el diablo el peligroso punto de contacto de poseer como él cuernos y rabo.

Mis relaciones con doña Mariquita no eran muy cordiales: la disciplina doméstica, quebrantada a veces por mis cabras, y sobre todo, un individuo de la raza felina, un gato pardo, llamado Pilitón, en quien tenía ella puestos sus cinco sentidos, eran entre nosotros la manzana de la discordia. Solía yo cogerle por una pata sin el menor miramiento, y haciéndole sentar sobre sus cuartos traseros, le preguntaba muy serio:

—Pilitón... ¿quieres ir a la escuela?

Pisábale entonces el rabo con disimulo, y Pilitón mayaba furiosamente.

—¿Lo ves? —gritaba yo a doña Mariquita— ¿lo ves como Pilitón es un flojo que no quiere estudiar?...

Doña Mariquita corría detrás de mí, llamándome Nerón, y yo me refugiaba en cualquier asilo, mientras el señor Pilitón se atusaba los bigotes, erizados de cólera por mi falta de respeto a las conveniencias sociales.

Un día vino a verme mi amigo Juan Manuel, y entre los dos cometimos una iniquidad horrible, que tuvo a poco providencial castigo: atamos al rabo de don Pilitón un triquitraque de a dos cuartos, y le prendimos fuego. El pobre animal huyó desatentado a refugiarse entre las enaguas de su dueña, que a poco más se inflaman, como se inflamó su cólera al ver chamuscado el rabo de su gato.

Presentose a mi madre pidiendo justicia, y en un enérgico discurso probó hasta la evidencia mi complicidad en el atentado; y extendiéndose luego sobre el influjo de las malas compañías, vaticinó mi pronta e inevitable muerte en lo alto de un patíbulo, si continuaba siendo el Orestes de aquel maléfico Pilades, tan aficionado a la pirotecnia.

Asustó a mi madre la profecía, y me sentenció a tres días de encierro, en un cuarto que llamaban la alcoba oscura. Durante mi cautiverio ocuparon varias ideas mi mente: pensé primero hacer una cuelga general de amas de llaves, pendientes todas de rabos de gatos: proyecté después escribir un libro como Silvio Pellico, que llevase por título Mis prisiones; y decidí, por último, dedicarme a la cetrería, cazando moscas, que con un papelito puesto por cola, hacía volar por el cuarto.

Esta aventura me hizo variar mis relaciones diplomáticas con el señor Pilitón: dejé la franca política de los beduinos del Sahara, y sin haber leído a Maquiavelo, adopté la astuta y tortuosa política florentina. Hacíale mil caricias y fiestas delante de su dueña, y me las pagaba todas juntas cuando lo cogía a solas. Doña Mariquita era poco filóloga: por eso las quejas de don Pilitón eran oídas, mas no entendidas.

Un día (día aciago por cierto), cosía doña Mariquita, sentada junto a una ventana que daba al jardín: Pilitón reposaba tranquilamente a su lado, y colocada entre ambos había una cestita de mimbres, en que se hallaban las llaves del comedor, la calceta de doña Mariquita, y... unos cuantos cigarrillos de papel. Porque, fuerza es confesarlo: doña Mariquita tenía la debilidad, extraña en su sexo, de fumar como un coracero.

Yo me acerqué a don Pilitón, para hacerle mis acatamientos, y conquistarme así la benevolencia de su dueña, que tenía en depósito una bandeja de riquísimos piñonates, regalo de unas monjas que socorría mi madre. No sé lo que por mí pasó entonces; pero sin duda debió de ser tentación del enemigo. Es lo cierto, que, sin saber cómo, se introdujo mi mano en la cestita, y se apoderó de uno de aquellos cigarrillos, sin que don Pilitón ni su dueña cayesen en la cuenta.

Corrí entonces al jardín, a esconderme en el cercado de mis cabras, para fumar, sin testigos, el cigarrillo de doña Mariquita, primero que se posaba en mis labios. ¡Pero cuál no sería mi sorpresa, cuál no sería mi terror, cuando al aplicarle un fósforo, que de paso cogí en la cocina, vi salir una atroz llamarada, que me chamuscó las narices!... Caí sentado del susto, y creí por un momento que el Vesubio vomitaba sus llamas y su lava por la punta del cigarro.

Acudió a mis gritos Tomás el cochero, y la misma doña Mariquita llegó presurosa, preguntando qué me sucedía. Mi horror natural a la mentira me hizo confesar mi culpa, al mismo tiempo que mi desgracia. Asombrada doña Mariquita, abrió uno a uno sus cigarros, y encontró en dos de ellos una poquita de pólvora, hábilmente colocada en la cabecilla.

Hiciéronse pesquisas para averiguar quién era el bárbaro nihilista que, apuntando a las narices de doña Mariquita, había chamuscado las mías, y resultó al fin culpable mi amigo Juan Manuel, que, huésped el día antes en mi casa, había aplicado sus conocimientos pirotécnicos a los cigarros de la pacífica vieja.

Doña Mariquita, que tenía la cara más fea que he visto, y el alma más hermosa que he conocido, perdonó generosamente al culpable: me puso un pañito de árnica en la quemadura, y aquella noche, después de rezar conmigo esas mismas oraciones que tantas veces he rezado yo contigo, me contó el siguiente cuento, mientras el sueño no acudía a mis ojos, espantado por el gran escozor que mortificaba mis narices.

II2

Pues señor, que era vez y vez, y el bien que viniere para mí se quede, y el mal para quien lo fuere a buscar, de dos compadres, uno rico y otro pobre. El rico se llamaba don Juan, y el pobre, Juanete a secas.

El rico tenía más pellas que un cebón, por lo que la gente del barrio le llamaba don Juan Botija: hablaba recio, como la campana gorda de la iglesia; pisaba fuerte, como el que pisa en lo suyo; rara vez se descubría, y, sin embargo, todos los sombreros se inclinaban a su paso; fumaba puros, y vivía en una casa propia, con cancela y fuente en el patio.

El pobre parecía que las curianas lo chupaban de noche; hablaba quedito, como la esquila del campanario; su andar era de puntillas, como el que pisa en lo ajeno; siempre con el sombrero en la mano, y nadie se cuidaba de contestar a su saludo; fumaba colillas, y vivía en un sombrajo que había hecho allá en las afueras del pueblo.

Don Juan Botija cantaba repantigado en una butaca, después de haber comido por un regimiento:

¡Fumar, comer, beber,

que vengan rebujinas,

dejar que vaya el pobre

a dar contra una esquina!

Juanete cantaba, tomando a la puerta de su sombrajo una ración del Sol, mientras se escarbaba los dientes con el rabo de la paleta:

El hombre que nace pobre

con el frío es comparado;

todos le huyen el cuerpo

no les pegue un resfriado.

Don Juan Botija tenía su mujer, y Juanete tenía la suya. La del rico era alta, seca, amarilla como una vela de sebo, de pocas palabras y menos caridad. La del pobre era chica, regordeta, vivaracha, capaz de contarle los pelos al diablo, y de jugarle una pasada al lucero del alba: se llamaba Catalina; pero le decían la Chata, porque tenía las narices en conversación con las cejas.

Pues vamos a que un día señá Catalina la Chata, que andaba, como quien dice, con el hambre a puñetazos, se tocó el pañolón y fue a pedirle por caridad a su compadre Juan Botija, que le diera a la mano para sembrar un cojumbralito. El señó Juan Botija, era un don Alejandro en puño, a quien, si no se le daba en el codo no abría la mano, y por más que su comadre le gimió y le lloró, solo pudo conseguir que le tirase a la cara dos cuartos, diciéndole:

Chata, barata,

narices de gata;

toma dos cuartos

para batata.

A la Chata, que tenía malas pulgas, le dio un brinco en el cuerpo la soberbia, y chilló más quemada que el taco de un mortero:

—¡Oiga usted, so deslenguado! se mete usted sus dos cuartos donde le quepan, y a mí no me viene poniendo motes... ¿Estamos?... ¡El diablo del hombre, que parece una sandía con patas!... ¡Bien podía usted quitarse el don Juan, que lo tiene jilvanao, y quedarse con el Botija solo!