Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Un excelente repaso a los mitos y leyendas de una de las regiones más fascinantes del territorio español: el Valle de Baztán. Cuentos transmitidos de primera mano al autor de la mano de su familia, en los que disfrutaremos del lado más mágico y espectral de la vida en los bosques del norte tal y como Fernando Telletxea los oyó de su propia abuela. Una colección imprescindible para adentrarse en el universo mitológico de este fascinante autor y su tierra de origen.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 119
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Fernando Telletxea
Saga
Cuentos y leyendas del valle del Baztán
Copyright © 2005, 2022 Fernando Telletxea Oskoz and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374979
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Gracias a María Dolores Cabra
y Juan Barceló por enseñarme
a simplificar mi desmesurado sentimiento,
y a Tomás Gordo por prestarme
sus hábiles dedos ante el teclado.
Corría el mes de enero del año 1888 y en un pueblecito del valle del Baztán, frío y húmedo, el cielo estaba cubierto de espesas nubes grises que anunciaba abundante nieve. Los árboles, desnudos, se retorcían al viento adquiriendo formas humanas, sombreando las desiertas calles del lugar.
La puerta de la botica se abrid bruscamente para dar paso a una joven de aspecto turbado que portaba en sus manos el remedio para curar a su señora. La; muchacha salió y atravesó deprisa la calle empedrada para llegar a la casa en la que rondaba la muerte. Golpeó con impaciencia la puerta y abrió una señora de avanzada edad:
—¡Gracias a Dios que has llegado!, Doña María se muere, ¡corre!
Ambas remontaron apresuradamente las escaleras y se adentraron en la habitación de la enferma para entregar la medicina al doctor, el cual, suministró a la moribunda mujer, que yacía sobre la cama con los párpados entornados; a pesar de los múltiples esfuerzos realizados por los allí presentes, la enferma empeoraba por momentos. Los estertores de la muerte se hicieron sobre todas las estancias de aquella portentosa casa bajo la mirada del invierno crudo e implacable.
La noche que siguió a su muerte, todos la acompañaron sobre los rezos designados para el momento.
La muchacha que anteriormente se apresurara con la medicina, formaba parte del servicio de aquella casa y se hallaba comprometida sentimentalmente a Leoncio, joven de aspecto agradable, empleado como cochero para los señores. Ambos, deseaban fervorosamente contraer matrimonio, ya que su noviazgo se había prolongado en el tiempo.
En vista de que los salarios que ambos recibían, no fueran cuantitativamente atractivos para sus más básicas necesidades, se les hacía imposible pensar en dicha unión por el momento.
La mañana siguiente al fallecimiento de la señora, dierónle sepultura con sus más valiosos atuendos, además de un inestimable anillo de piedras preciosas que engalanaba el dedo anular de su mano izquierda.
El último adiós a la difunta se hizo en el viejo cementerio, mientras la nieve caía blanqueando las antiguas tumbas. El viento soplaba con fuerza; el majestuoso árbol que se hallaba frente al portón de la casa, se balanceaba, desechando con sus tristes lágrimas de despedida, la nieve amontonada sobre sus hieráticos y prolongados dedos del invierno más doliente de su existencia.
Tras ser depositado el féretro en el interior del panteón, lo atrancaron con sumo cuidado; los allí presentes oraron en nombre de la difunta; el reducido cortejo inició la vuelta a casa a través del empedrado camino sorteando los caprichos del viento hermanado con la nieve.
Ya en la casa, nuestros protagonistas conversaban, entristeciendo sus corazones por el recuerdo de quién en vida fuera tan bondadosa para con ellos. Al tiempo que las palabras de compasión y agradecimiento surgían, sus inquietas mentes acariciaban una idea terrible inducida por el subconsciente, que a ambos les costaba pronunciar por el horror de sus tiznados deseos, insinuando con sus miradas la posibilidad de volver al cementerio y extraer del dedo de la difunta aquel valioso anillo, ya que flaco servicio le proporcionaría a la interfecta. De esa manera, podrían contraer matrimonio antes de lo previsto y hacerse con un hogar.
—Ay que pena –dijo ella con la resignación de quién nada tiene mas que su propia juventud y sus manos para trabajar.
Sus miradas comenzaron a hablar, fueron tan y tan expresivas en su discurrir que no fue necesario pronunciar palabra alguna. De pronto, Leoncio se aproximó a su amada susurrándole al oído:
—Cuando todos duerman, saldremos de la casa en silencio, tenemos que hacernos con el anillo como sea, a esas horas y con éste tiempo, nadie nos verá.
Cuando las agujas del reloj punteaban sobre la media noche, la casa quedó en silencio. Ambos surgieron en medió de la oscuridad; enfilaron el camino al cementerio con la respiración contenida, el intenso frío les imposibilitaba pronunciar palabra alguna, la nieve les impedía caminar.
Al fin llegaron junto a los inmensos barrotes oscurecidos que custodiaban el reposo de las ánimas, se vieron obligados a hacer fuerza para retirar uno de los extremos de dicho portón, su crujir estremeció a la noche; se abrieron paso entre los muertos y tiritando de frío se apoyaron sobre al panteón de su apreciada señora.
El rosal que descansaba sobre la cruz del panteón, lacerado por el invierno, agitaba sus tentáculos sobre los grabados del viejo mausoleo familiar. La joven comenzó a llorar y con la voz entrecortada por el pavor que le producía la sombra de su propia imagen, dijo así:
—Pobre señora, con lo buena que ha sido para nosotros.
De súbito, ambos se tomaron de la mano tratando de darse ánimo; se arrodillaron al tiempo que los gemidos de la joven mujer se perdían entre los copos de nieve.
Al palpar el panteón, sintieron el frío del mármol en lo más profundo de sus inocentes pecados. Trataron de retirar la losa con gran esfuerzo, el sonido que ésta produjera, rompió las abundantes nubes que vagaban en el silencio de la noche, al tiempo que la nieve les impedía ver con claridad, pues tan solo alumbraba la luz de una vela, que lucía intermitente. En eso andaban cuando, de improviso, una voz inquietante surgió de lo más profundo de aquel sepulcro.
—Polliki... polliki 1 .
De súbito, ambos se incorporaron perdiéndose bajo el inmaculado manto que descendía desde el cielo.
Ya en casa, atemorizados por demás, se refugiaron bajo las frías sábanas de sus respectivas camas. Afuera, el viento sonaba como si del silbido de la muerte se tratara, los perros aullaban por los difuntos y los árboles lloraban por el peso del invierno. Cuando el pánico se resistía a abandonarlos, sonó la aldaba de la puerta reiteradamente. Las luces de la habitación del señor, se iluminaron; el mayordomo dirigió sus pasos hacia la puerta inquiriendo quién osaba llamar a tan intempestivas horas de la madrugada.
¿Zein da?... ¿Zein da? 2 –volvió a preguntar al tiempo que desde el otro extremo de la puerta, se dejaba oír el sonido de una voz de inexpresiva acentuación.
—Ni naiz, andre, ireki, mezerez 3 .
El mayordomo se apresuró a retirar los pestillos de la puerta, cediendo el paso a la señora ante su sorpresa. Esta última, caminando con firmeza, se dirigió hacia sus estancias.
Cuando la joven pareja se disponía a partir, la señora requirió su presencia. Una vez éstos frente a ella, les expuso, con su habitual delicadeza sobre el lenguaje, que había sido víctima de un ataque desafortunado, y creyéndola difunta, le dieron sepultura. Tras una leve pausa, les preguntó del porqué de semejante hecho, añadiendo que de no haber sido por dicha circunstancia, se hubiera asfixiado para la eternidad bajo la pesada losa del panteón. Ambos, estremecidos por el pánico, revelaron su verdadero propósito. Ante semejante manifestación, la piadosa señora, con sumo cuidado, se desprendió de su anillo, cediéndoselo así.
—Gracias a vuestra justa ambición, puedo permanecer de nuevo junto a mi familia. Ezkerrik asko eta juan trankil 4 .
Hace un tiempo, la vida de los habitantes de aquel pueblecito que descansaba sobre una de las montañas, de entre el valle del Bidasoa y el Baztán, transcurría de forma sencilla. La única fuente de ingresos que aquellas buenas gentes poseían, provenía de arar los húmedos y verdes campos del lugar y de cuidar y alimentar a los animales que más tarde les proporcionarían algún beneficio en los mercados. La juventud poseía escasos motivos de diversión a lo largo del año, como no fueran las fiestas del pueblo en verano o las navidades de entonces, cuando la nieve ya había cubierto por completo los tejados de sus viviendas y los resecos campos de vientos helados por el rigor de aquellos duros inviernos. La juventud, tenía por usanza, reunirse en sus casas alrededor de la lumbre a escuchar antiguas leyendas que los más ancianos relataban.
Entre cuentos y leyendas andaban, un frío atardecer de otoño, cuando a uno de aquellos muchachos se le ocurrió de pronto la insólita idea de proponer una arriesgada apuesta; aquel que se atreviera a llevarla a cabo, recibiría una importante suma de dinero. Semejante hazaña consistía en adentrarse en el cementerio pasada la medianoche y escoger una tumba al azar en el lugar donde reinaba la pobreza más absoluta, arrodillarse y clavar un cuchillo con fuerza sobre el césped, además habría que atravesar el cementerio en su totalidad, ya que dichas tumbas yacían al fondo de aquel lóbrego e impresionante lugar. A continuación, debería alejarse sin volver la vista atrás, dirigiendo sus pasos hacia el pueblo para hacerse con dicha recompensa.
A eso de la media noche, cuando el viento rugía con la fuerza de un volcán y los aullidos de los perros hacían eco en la oscuridad, una joven de aspecto agradable y mediana estatura, abandonaba su casa; el pánico le impedía caminar, pero la ambición le proveía del empuje necesario.
El camposanto se hallaba alejado del pueblo; el silbido del viento traspasaba sus oídos; el sonido que los árboles emitían, seducía al silencio de la noche; los aullidos de los perros se extendían a lo largo del camino.
La joven, se detuvo de pronto, dispuesta a desistir; no obstante, la codicia, ataviada con su habitual matiz dorado, le susurraba al oído.
De súbito, se advirtió frente a aquel arcaico cementerio; sus ingentes puertas de acero se descubrían francas de par en par.
La muchacha comenzó a caminar con la mirada fija hacia delante; a ambos lados, los suntuosos panteones; a sus espaldas, la quietud del discreto silencio de la muerte; de frente, la oscuridad más absoluta; sus ojos, tratando hallar el lugar del reposo eterno de los pobres; al fin, a sus pies, una mísera cruz de madera inclinada. Se arrodilló sobre el descolorido forraje, alzó el inmenso cuchillo y lo introdujo sobre la tierra. Con el corazón agitado por el pánico, trató de incorporarse, pero una fuerza desconocida tiraba de su falda; ansiando alejarse de aquel lugar, sus gritos se disiparon entre las sombras al tiempo que tiraba violentamente de su ropa. De pronto, su respiración, agitada por demás, se hizo con aquel temprano corazón.
Los que en el pueblo esperaban su vuelta, se inquietaron, ya que la noche transcurría veloz. Se dirigieron a sus respectivos hogares para aguardar su retorno. Anhelando el regreso de la joven, el sueño les venció. Muy de mañana se dirigieron a su casa para entregarle la recompensa. Al comprobar que aún no había vuelto, enfilaron sus pasos camino al cementerio. Al llegar, se encontraron con su cadáver sobre la vieja tumba olvidada con un enorme cuchillo clavado sobre la tierra que atravesaba su propia falda.
Un muchacho que apenas alcanzaba los dieciséis años de edad, de alargada figura y brillantes cabellos de color castaño, descansaba tendido sobre la cama. Su casa se hallaba bañada por las perezosas lágrimas que el río derramaba sobre una de las montañas de la comarca.
Su sensibilidad enfermiza, reposaba a la sombra de su madre. Vino al mundo cuando la nieve se había apoderado de los cabellos de ésta última. A menudo, le sobrecogía la duda de la muerte que se ocultaba sobre el abatido rostro de su antecesora. Como sus ensoñaciones fueran otras a las de los jóvenes de entonces, se aferraba a ella cuando las agresiones del exterior ponían en entredicho sus románticos sueños.
En la planta baja de la casa se hallaba la habitación de sus padres y demás estancias donde transcurría la vida familiar; los restantes dormitorios descansaban sobre la parte superior.
Cuando los hermanos mayores fueron formando sus propias familias, las habitaciones adyacentes a la del joven de esta breve historia, quedaron vacías. Las noches sobre su cama acurrucaban sus miedos con aquellas entristecidas sábanas de otros tiempos.
Para adentrarse en el desván, que aquel muchacho por temor jamás visitaba, había que apostar una escalera.
La lectura constituía su afición favorita. Cada noche, se aseguraba de que la puerta de su habitación se hallara bien cerrada, debido al pánico que le proporcionaba los lamentos de una existencia que transitaba a lo largo del pasillo. Sus llantos eran penosos y lánguidos sus pasos. En ocasiones, tocaba a su puerta con la desesperación de un alma errante; otras, su imagen diluida, se reflejaba a través de la ventana. De pronto, la extraña presencia desaparecía concediéndole de nuevo el placer del sueño. Cuando las enfurecidas corrientes del invierno golpeaban las piedras de la casa, volvía de nuevo.
En una ocasión, los gritos desesperados de aquel alma errante sacudieron el sueño de nuestro joven, golpeando la puerta mientras pronunciaba su nombre una y otra vez con la voz entrecortada por el llanto. El muchacho saltó de la cama agitado por el pavor. Atraído por aquel lamento, abrió la puerta; de frente, una elegante figura ataviada con un exquisito traje negro que encubría un delicado cuello de finos encajes; lo envolvió entre sus brazos y lo trasladó al lugar donde reposaban sus propios restos humanos, tratando de sustraer, de éste último, parte de su vida para concedérsela a su adorado hijo que, apenas nacido, se ahogó de muerte sobre su regazo de madre desconsolada.