Pensión Conchita - Fernando Telletxea - E-Book

Pensión Conchita E-Book

Fernando Telletxea

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Beschreibung

Vivir en esta pensión madrileña es el común denominador de un grupo de personajes muy diferentes entre sí. Ubicada junto al hogar de las hermanas Carmelitas, la pensión tiene a su patrona -una viuda en busca de nuevos amores-, a un joven escritor recién llegado a la capital desde San Sebastián que trabaja en su próximo libro y a personajes como Heidi, Celestino y la Naza. Todas y todos cruzan sus destinos en el edificio desvencijado con humor, erotismo, alguna tragedia y mucho de complicidad amistosa.

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Seitenzahl: 467

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Fernando Telletxea

Pensión Conchita

 

Saga

Pensión Conchita

 

Copyright © 2015, 2022 Fernando Telletxea Oskoz and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728395998

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

PENSIÓN CONCHITA

Las veintiuna treinta de un lunes templado del mes de febrero; la terminal de autobuses de la calle Alenza de la ciudad de Madrid, atestada de gente; Javier, de estatura prolongada y manifiesta delgadez, descendiendo del autobús; el maletero de un taxi, haciéndose cargo de su extenso equipaje.

—Al número siete de la calle Fernán González, por favor. Me han dicho que está cerca de aquí.

—No, no tan cerca, no –frunciendo el ceño, el conductor.

—Qué calor tienen ustedes aquí; vengo de San Sebastián y hacía un viento fresco… sin embargo, al llegar a la provincia de Burgos, ya se veían los campos nevados.

—No se fíe usté, que lo mismo mañana hace un frío que pela. El tiempo está loco.

Frente al número de la calle solicitada, Javier haciéndose de nuevo con las maletas. Adherido a la barandilla de uno de los balcones de la primera planta, un rótulo llamativo: “Pensión Conchita. Habitaciones confortables”.

—Muy buenas noches –Javier a la puerta del hospedaje–. Pregunto por doña Conchita.

—Sí, soy yo. ¿Y usted? ¿a que es Javier?, pase, pase.

Un anchuroso recibidor de paredes franjeadas en papel vertical, de ocres tonalidades, configurando una atmósfera de épocas pretéritas. Conchita, transitando por la sesentena, ofrecía al recién llegado la imagen de quién, resistiéndose a aceptar el paso del tiempo, peinaba sus cabellos a modo de la década de los años veinte; la nuca lucía descargada a lo garçon; la frente, hundida y corta por demás; un flequillo grisáceo a modo de bistec, adherido a la piel, dibujándose a través de su rostro en dirección a las patillas, que vueltas hacia el semblante, instigaban a desviar la mirada hacia su nariz, de sólida y abundante presencia; los labios, carnosos y un tanto amoratados, ocultos bajo el carmín. Conchita, de corta estatura, amplias caderas y abundante espetera, mantenía su fisonomía erguida, a consecuencia de su recta y esplendida columna vertebral.

—Venga, venga conmigo –Conchita, adelantándose al recién llegado–. Como podrá ver, la casa es bastante grande, su habitación queda al fondo del pasillo, da al patio ¿sabe usted? Ahora mismo es lo único que me queda libre. Aquí la tiene, la cama es de uno noventa. Como verá, la ventana es amplia, el armario lo acabo de comprar, me lo trajeron ayer mismo, aunque ya veo que trae bastante equipaje, si todo no le cabe aquí, le daré la llave del cuarto trastero, está en la guardilla, esto no lo hago con todos los inquilinos, no vaya a creer, pero… tú me das buenas vibraciones. Por cierto, ¿quién te ha aconsejado que te hospedaras en mi casa?

—Nadie en particular; me lo dijo un compañero que lo vio anunciado en el periódico.

—Ah, claro, claro, como de eso se encarga el señor Pepino… Es el vecino del tercero, el hombre es tan amable que me hace ese favor, es una persona muy culta, estudió en un seminario, y ahí se aprende mucho, ahora está casado, claro.

Ambos se asomaron a la ventana de la habitación por expreso deseo de la anfitriona, con el propósito de descubrir las bondades que el patio ofrecía. Conchita fruncía los labios de manera constante, tratando atraer la atención del recién llegado; dichas prácticas solían ser habituales en ella, siempre que el elemento masculino se hiciera presente.

—¡Conchita! ¡Conchita!

—¡Por Dios, Heidi!, no grites de semejante manera, estoy en la habitación del fondo con el nuevo inquilino… ¡ya voy, mujer!

Es la sirvienta, no se alarme, en realidad se llama Evaristo, pero nació así, con alma de mujer, y la llamamos Heidi por el parecido que guarda con la protagonista de los dibujos animados esos tan espantosos. Si no tiene inconveniente, cuando tenga que dirigirse a ella, hágalo en femenino y con el nombre de Heidi. ¿Cuánto tiempo se va a quedar?

—En principio un par de semanas. Me dedico a escribir ¿sabe usted? He venido a Madrid a probar fortuna, como se suele decir. Y entre tanto, a buscar trabajo, aunque me temo que eso va a ser más fácil que el que me publiquen.

—Pues aquí al lado, en Almacenes España, necesitan personal. ¿Tiene usted alguna experiencia como dependiente?

—No, pero, a la fuerza ahorcan.

—Bueno, tú no te preocupes, si te parece, mañana mismo voy y hablo con la encargada, es amiga mía, seguro que te cogen y así no tienes que andar trasladándote en transporte público de un lado a otro. Puedo tutearte, ¿verdad? Aquí nunca te faltará un plato de comida, y si por lo que sea no te alcanza para pagarme la habitación, no te agobies, ya lo harás cuando tus libros se vendan como churros, porque de eso, estoy segura; fíjate, que sin conocer el contenido de lo que escribes, sé que tiene interés y calidad. Me guío por la expresión de tus ojos, y mira que yo no me equivoco nunca… verás como vas a tener suerte. Además, viniendo de donde vienes… hay tanto bueno por contar de esas tierras vascas… mi madre era de Bilbao ¿sabes?, pobrecita…

Un leve gesto de emoción se dibujó sobre el rostro de Conchita; al instante, retomó la conversación sonándose la nariz.

—Cocinaba tan bien la pobrecilla… yo guiso como lo hacía ella, en esta casa vas a estar como si estuvieras en tu tierra. Volviendo a la literatura, mis autores favoritos son los franceses y los rusos, me refiero a los clásicos, por supuesto. Tengo debilidad por Zola, es fantástico; hay que ver como describe la vida y las intrigas humanas en ese París del siglo diecinueve; y pensar que ahora mismo sus novelas están de actualidad… las mismas ambiciones, la misma corrupción humana, y en cuanto a las pasiones, ¿qué? seguimos igual, hay que ver lo poco que hemos evolucionado. Escribirás novelas ¿verdad? ¿Eres del mismo San Sebastián?

—No, del mismo, del mismo, no, pero como si lo fuera, en realidad nací en Rentería, aunque ya hace unos años que nos trasladamos a vivir a Donosti.

—Hay que ver que lástima de País Vasco, con lo bonito que es, y la mala fama que está cogiendo, y todo gracias a esos, que quieren separarse de España, con Franco no pasaban estas cosas. Bueno, Javier, no me hagas mucho caso, ¿qué vas a pensar de mí?, que soy una facha, como decís ahora.

Conchita, tratando restar importancia a su postrer opinión, mudó de expresión.

—¡Conchita! –de nuevo aquella voz, proveniente de la cocina.

—Javier, me vas a disculpar, tengo que atender a esta pesada. Ya voy, Heidi, ya voy, mujer.

Javier colocó las maletas sobre la cama y comenzó a introducir la ropa en el armario, cuando su mirada se detuvo sobre las paredes de la habitación. Un marrón intenso las cubría, concediendo al techo el favor de la blancura; una silla apoyada sobre la pared, que frente a la cama descansaba; ni un simple cuadro adornando la estancia; sobre la cabecera de la cama, el vacío más absoluto. Acostumbrado Javier a la presencia del Dios crucificado velando su sueño, frunció el ceño enjugándose el sudor de la cara.

—Vaya calor que hace en esta casa –balbució, al tiempo que apoyaba su diestra sobre el radiador de la calefacción–. Ya estamos, calefacción central, con el calor que hace.

—Se hizo con la manilla de la ventana y contrariado la abrió.

—Gracias a Dios, que entre, que entre el frescor en esta casa, con lo poco que me gusta el calor, me temo que aquí voy a pasar, y mucho, y con la tal Conchita… esa sí que tiene calor… en las entrañas.

El golpear de unos nudillos devolvió a Javier la cordura, y deshaciéndose de la camisa, que en ese preciso instante se hallaba entre sus manos, respondió:

—¿Quién es?

—Soy Heidi, la sirvienta, me manda la señora Conchita, abra por favor.

—¿Sí?, Dígame.

—Aquí le traigo esta taza de café. Dice la señora, que si quiere cenar con nosotras.

—Déle a la señora las gracias, y dígale que en otra ocasión será, hoy estoy muy cansado y me voy a acostar de inmediato.

De vuelta a la cocina, Heidi argumentó:

—No me extraña que quisiera usté invitar al nuevo inquilino, el chico está de toma pan y moja, aunque a mí me gustan más fuertes, ¿Qué años cree usté que tendrá?

—Unos… veintiocho –Conchita aliñando la ensalada.

—¿De dónde es?

—Es vasco, de San Sebastián.

—Con lo que me gustan a mí los vascos –Heidi cortando en rebanadas el pan–. Desde luego, parece cualquier cosa menos vasco, con ese aire que tiene de pianista, delgaducho y tan pálido, me parece a mí que el chico a usté le ha engañao, porque los vascos son fuertes y muy grandes, y éste, es solo alto.

—Ay, Heidi, Heidi, en todas partes hay de todo, mujer. El chico es escritor y por eso tiene un aire especial, que es precisamente, lo que le proporciona ese atractivo.

El timbre de la puerta devolvió a ambas a la cordura.

—Seguro que es Teresa. Heidi, ve a abrir.

Cada noche, Teresa acudía a casa de Conchita con el pretexto de acompañar a esta última en la programación nocturna de la televisión. Ambas se conocían desde niñas. Estallada la gran guerra, venía al mundo Conchita; Teresa ya consumía su segundo año de existencia. Madrid finalizaba su recorrido geográfico a espaldas del edificio que las albergaba; a un extremo, la antigua plaza de toros de la carretera de Aragón, en derredor, fango, en lugar de asfalto; más allá, el campo. Teresa ocupaba uno de los dos pisos que al abrigo del sótano coexistían; frente a su puerta, el domicilio de Juliana, antaño portera del lugar; en el momento que nos ocupa, propietaria de dicho domicilio, pues su presencia había sido sustituida por el telefonillo.

Apenas alcanzada la pubertad, Teresa ya se había entregado a los brazos de un hombre que le triplicaba la edad; más tarde, y en un par de ocasiones, se comprometería de nuevo; aún así, jamás pensó en unirse en matrimonio. Alcanzada ya la cuarentena, se enamoró de un señorito andaluz que andaba en rebeldía con los demás miembros de su familia, pues había decidido vivir del cuento; ante la oposición de los suyos, se vio obligado a emplearse en una gestoría, compartiendo techo, lecho y mesa junto a esta última. Las ventanas de las dos únicas habitaciones que poseía la vivienda, se asomaban hacia la acera de la calle; la cocina y el baño se nutrían de la escasa luz que el patio absorbía.

—Pase, pase, Teresa, ¿A que no sabe quién ha venido? El chico que llamó por teléfono –Evaristo con expresión refulgente.

—¿Y Conchita? –Teresa introduciéndose en el pasillo.

—Está en la cocina, cuando ha sonao el timbre nos disponíamos a cenar.

Al paso de Teresa a la cocina, se topó con la presencia de Conchita, quien haciendo caso omiso al saludo de la recién llegada, acomodó sus posaderas sobre una de las sillas que se hallaban junto a la mesa.

—“Ya estamos” –pensó Teresa tomando asiento frente al televisor–. “Qué rara es la jodida ésta, todas las noches con la misma canción, te jode que venga, ¿verdad? Pues te aguantas”.

Al tiempo que Evaristo y Conchita se disponían a cenar, Teresa fijaba su mirada sobre la pantalla del televisor, a pesar de que la emisión careciera de interés alguno.

—“¿Cómo romper el hielo?” –se preguntaba esta última–. “Con esta mujer nunca se sabe, lo mismo no le gusta lo que digo y me arma la marimorena. Ya está, le preguntaré al maricón éste que si se va el fin de semana al pueblo”.

—No, Teresa, este fin de semana me quedo en Madrid; iré al cine Carretas, he quedao con uno que me gusta a rabiar.

—Pero, mujer, ¿Cómo vas a esos sitios, con la mala fama que tienen?

—Ya, ya… –Conchita, llevándose el tenedor repleto de lechuga a la boca, impregnando al paso de aceite su barbilla.

—Ay, Heidi, Heidi, como algún día te vea alguno de mis inquilinos, vas a ver tú…

—Y si me ven, ¿qué pasa?, será porque ellos también han ido a lo mismo, porque tenga usté bien en cuenta, que el que va allí, no va a ver las películas. Por cierto, este domingo echan dos buenísimas. Conchita, ¿verdá que el nuevo inquilino es muy guapo?

—Ay, Heidi, por Dios, siempre estás con lo mismo.

—¡Ah!, pero ¿por fin ha venido? –y con un leve gesto de advertencia, Teresa desvió su mirada hacia la del sirviente.

—Sí, y parece buena persona. Escribe libros y viene a Madrid a probar fortuna, entretanto, dice que va a buscar un trabajo que le permita vivir.

—¿Y cómo es? –añadió Teresa.

—Delgado, de un metro ochenta, más o menos, ojos cobrizos, nariz aguileña, elegante, de pelo color castaño y ondulado, con ese aire especial que tienen los verdaderos artistas; además, me ha parecido una persona sensible, le he metido en el cuarto del patio, pero, le voy a decir a don Celestino que si no le importa cambiarse a la del patio, y así, le pongo al chico en la suya que da a la calle y hay más luz. Pobre chico, mira que venir a probar fortuna a esta ciudad tan desnaturalizada, estando las cosas como están con estos políticos del tres al cuarto… si Franco levantara la cabeza y viera a ese Carrillo campando tranquilamente por España…

—Harás bien en cambiar al chico a la habitación de don Celestino –Teresa, tratando agradar a su amiga “del alma”, al tiempo que su mente se pronunciaba: “será imbécil la estúpida ésta, tú lo que quieres es llevártelo a la cama; estás tú lista si crees que lo vas a conseguir”.

—El chico se ve que no tiene posibles –devolviendo el pan a la canasta, Conchita, en actitud conciliadora.

—Conchita, ¿Sabes que van a dar en la tele la segunda parte de Hombre rico, Hombre pobre? –Teresa aceptando con agrado el café que como cada noche Evaristo le ofrecía, siempre y cuando, la señora del lugar tuviera a bien ordenar semejante menester.

—¿Y cuando dices que van a dar esa serie? –balbució Conchita con desdén.

—Creo que el mes que viene y a la misma hora que la primera entrega, a las diez de la noche; se dice que en esta entrega, hay un personaje malo, malísimo, que se llama Falconeti. Por cierto, ¿Ya te ha pagado la habitación la Porrusalda esa?, sí, mujer… Ay, por Dios, es que no me acuerdo del nombre.

—La Naza, Teresa, la Naza –Evaristo, retirando el mantel de la mesa.

—Pues sí, precisamente esta mañana, la chica es lo primero que ha hecho nada más levantarse. No, si la muchacha paga bien, siempre puntual, el día uno. Este mes me extrañó que no lo hiciera. Al parecer ha tenido que prestar dinero a la hermana que tiene en Móstoles, como son tantos de familia…

—A mí me hace gracia cuando dicen: “es que somos tantos de familia”, claro, cuando se abren de patas no llaman a nadie para pedir consejo… y luego, hala, no me llega, y a pedir, eso es muy cómodo –sentenció Evaristo.

—Ya, ya… –Teresa incorporándose con el propósito de deshacerse de lo que en su vejiga anidaba–. Voy un momento al baño ¿eh?

Y con un leve gesto de disconformidad, Conchita volvió la cabeza fijando su mirada sobre la pared, de azulejos de un blanco desteñido.

—Heidi, hay que limpiar estos azulejos, que ya han cogido grasa.

—Pero, Conchita, si los limpié el mes pasao.

—No importa, y haz lo que te digo, que los inquilinos vienen a pagar aquí, y no quiero que tengan que decir que somos unas guarras.

—Y a mí que la Naza me da pena… tener que dedicarse a la prostitución… yo creo que la chica, haciendo eso, no es feliz –Teresa, que ya había retomado asiento, se pronunció.

—¿Por qué crees que no es feliz? –al fregadero Evaristo–. Si yo hubiera sido mujer, sería puta como ella, porque a los hombres hay que cobrarles, si no, te toman el pelo y no te respetan. ¿Sabéis lo que hago yo cuando voy al cine Carretas? me cambio de ropa en el retrete y me visto de mujer, y así solo se me acercan los machos, que los hay, no vayáis a creer que a ese cine solo van mariquitas, ni mucho menos, también hay mujeres calentorras de esas, y como a mí, de sobra sabéis que los mariquitas no me interesan, vestida de mujer las ahuyento, y a los hombres que quieren estar conmigo les cobro quinientas pesetas, y poco a poco, ese dinero lo voy ahorrando y se lo mando a mi pobre padre al pueblo, porque si el hombre tuviera que vivir del retiro…

—Pero, ¿será posible, Heidi, que hagas algo semejante? –Teresa cubriéndose los labios con las manos.

—¿Y por qué no?, si a ella le hace ilusión… Di que sí, Heidi, no seas tonta y aprovecha.

—Pues sí, después de todo vas a tener razón, Conchita, porque algunos hombres son… cuéntanos algo de lo que pasa en el cine ese –Teresa replegando su inicial opinión ante la mirada escrutadora de Conchita.

—¿Qué quieres que pase?, de todo y más, hay una mujer que ya tiene sus añitos, ella dice que tiene cincuenta y cuatro, pero a mí me han dicho, que anda ya por los sesenta, más o menos como vosotras. Y se lo monta con jóvenes, a veces lo hace en el retrete de caballeros que no hay vigilancia, la señora de los servicios sólo está en el de señoras, porque en el de caballeros hay tal desmadre, que la mujer ni entra. Bueno, a lo que iba, y otras veces se lo hace en la misma butaca, y no os quiero ni decir las que monta.

—Hay que ver qué asco de mujer –espetó Conchita girando la cabeza, empotrada en el viejo sillón orejero de color granate ofensivo, pues el paso del tiempo y el abundante trasero de la susodicha, habían descolorido su presencia–. Esa mujer no es normal, ni mucho menos, qué tía tan guarra, eso sólo lo hace una fulana de tres al cuarto.

—Pues claro, –Evaristo incorporándose del asiento– en su juventud ha sido puta, si ella misma lo dice… Ahora está casada con un albañil que trabaja de sol a sol, ella dice que, como se aburre, por las tardes se va al Carretas a desahogarse, no sé porqué os ponéis así, si lo llego a saber no os lo cuento, la mujer ha ejercido, y ahora que ya no está en eso, echa en falta los buenos momentos que pasaba con algunos clientes.

—Oy, oy, oy, desde luego, Heidi, –Teresa un tanto escandalizada– no sé ni como puedes defender a esa clase de gente, y luego dicen que las mujeres que ejercen la prostitución lo hacen obligadas por las circunstancias… parece que en este caso, es lo contrario.

—Ésa, lo que es, es una guarra –Conchita, con la parte posterior de la cabeza adherida al butacón, y el vértice de la nariz asomando en medio de los dos salientes que dan nombre al tipo de asiento ya citado–. Mira que caer tan bajo…

—“Anda, hipócrita, bien te gustaría a ti hacer lo que ella hace” –pensó Teresa, añadiendo: –Conchita, tienes toda la razón, esa mujer merece que la quemen en público; luego dicen, pero… Por cierto, ¿a que no sabéis a quién he visto trabajando en los Saldos Arias? A la Manolita, a la señora de Pepino, le han puesto de encargada.

—Pero, ¿cómo es posible? –apuntó Conchita, un tanto sorprendida–. Si no sabe hacer la o con un canuto. Claro que el señor Pepino, el hombre, me parece a mí que casándose con el penco éste se equivocó, él tan culto, y ella…

—Yo tampoco tengo cultura de ésa, y por eso no soy menos que nadie –subrayó Evaristo, impregnándose la cara de crema–. ¿Por qué me miras así, Teresa? ¿Es que nunca has visto a un maricón dándose crema nutritiva en la cara?

—Pero, qué cosas tienes, Heidi; te miro porque estás hablando. ¿A dónde quieres que mire, a la pared? Algún día vas a tener un gran disgusto con la gente, siendo tan mal pensada como eres; y digo esto, porque ya nos has contado en varias ocasiones que enseguida que alguien te mira, saltas como una fiera.

—“Anda y calla, que el chico tiene toda la razón, te estabas riendo con la mirada” –Conchita, en conversación con su propio subconsciente–. Teresa, por Dios, deja al chico en paz, que bastante tiene siendo como es, de sobra sabes que la gente es muy mala con esta clase de personas y hacemos que siempre estén los pobres a la defensiva.

—Y, ¿Cómo es que el señor Pepino se casó con la Manolita? –Heidi, tratando evitar una discusión entre ambas mujeres, ya que, Conchita, por momentos, solía desahogar su mal carácter con la infeliz Teresa, esta última, no exenta de culpa, pues, en ocasiones, solía despellejar con el verbo a su amiga del alma, con la mujer de un primo del marido de esta última.

—Ay, chica, estoy de tu primita hasta el mismo moño, es una persona mala de verdad, claro, que, si yo voy a su casa, es porque me encuentro sola; y yo que creo que me tiene envidia… ¿A ti que te parece? –en semejantes términos se expresaba Teresa cuando se encontraba con Cloti, la ya referida esposa del primo del difunto marido de Conchita.

En cuanto a la pregunta de Heidi acerca del casamiento de los señores de Pepino:

Juan Ignacio, séptimo hijo de una humilde familia dedicada a arar los campos que rodeaban las escasas callejuelas de Aigal de los Aceiteros, recoleta población de la provincia de Salamanca, inició sus primeros pasos como estudiante en el interior de un seminario de dicha provincia, con el propósito de hacerse con una esmerada cultura, por expreso deseo de su progenitor. Alcanzada la pubertad, descubrió el placer de lo prohibido en un retrete, junto a uno de sus compañeros de estudio; más tarde, en la persona de un mocetón, que en connivencia con uno de los prelados, lucía su hermosura al paso de los demás seminaristas. –A falta de pan, buenas son tortas –solía decir Juan Ignacio–. En un futuro no muy lejano, saldré de aquí y podré disfrutar de lo que verdaderamente me atrae. –Su familia aguardaba la toma de los hábitos con impaciencia, pues les llenaba de orgullo el hecho de haber entregado a su hijo al servicio de la Iglesia, proporcionándoles a su vez, el respeto de los demás vecinos.

Un dorado atardecer de otoño, fueron informados de la decisión que había tomado el futuro cura de la familia. Abandonaba el seminario definitivamente, instalándose en la capital de España. De inmediato, se empleó como contable en una empresa de automóviles.

En el atardecer de un domingo de frío intenso, Juan Ignacio, tras haber disfrutado de una extraordinaria sesión de cine en el Palacio de la Prensa de la Gran Vía Madrileña, volvía a casa hallando acomodo en el interior de un autobús junto a Manolita, de estatura prolongada, y estúpida sonrisa permanente, mostrando al mundo una dentadura en extremo abundante, además de un cráneo diminuto. Sus padres, poseedores de una lechería, obligaban a esta última a ordeñar las cuatro vacas que poseían, cuando las hábiles manos de su madre, se ocupaban en otros menesteres.

—O sea, que la Manolita tuvo suerte –Evaristo, un tanto sorprendido– pues, vaya braguetazo que dio la señora.

—Bueno, braguetazo, braguetazo, lo que se dice… según como se mire –apuntó Conchita cruzando las piernas–. En cuanto a pillar un hombre culto, sí, pero, nada más, porque el individuo no tenía un puñetero duro en el bolsillo, eso sí, ella siempre se las ha dado de señora “de”; es una ridícula, mira que tener en el hall de entrada la Biblia expuesta al que entre… abierta e iluminada con una bombillita, como se suele hacer con los cuadros de valor en las casas buenas… pero, como la señora es tan imbécil, cree que la gente que vaya de visita a su casa, va a pensar que qué mujer tan culta. Mira que decir que de recién casada se presentó en el pueblo del señor Pepino, por cierto, en un coche de chichinabo que compraron de segunda mano con apuros, y que al bajar, todos los de la aldea, porque eso es lo que es, una triste aldea, al verla, se quedaron con la boca abierta; según ella, la confundieron con Ava Gardner, será imbécil… igualita, como no se parezcan en la almeja, que también la otra la tenía muy suelta…

—Ya, ya –apuntó Teresa, que inquieta, cruzaba las piernas, pues el enorme caudal de líquido contenido en el interior de su vejiga amenazaba con derribar los esfínteres que lo sujetaban–. “Cualquiera le dice a esta fiera que tengo que ir otra vez al retrete”. Tienes toda la razón, Conchita, si la Pepino se parece a la Gardner… en fin, con esos labios gruesos por gruesos, sin forma alguna, parece que le hubiera picado una avispa y los tuviera constantemente inflamados, porque los tuyos, Conchita, son gruesos, pero están perfectamente perfilados, vamos, que son bonitos, como los de la Loren u otras muchas, los de ella son horrorosos, ¿ y lo ignorante que es? y encima se las da de culta, se pasa el día hablando de su amistad con los señores de Ayuela.

—Pero, qué amistad ni qué ocho cuartos, los señores de Ayuela tienen otro nivel cultural, están muy por encima de la bestia ésta –Conchita, sonándose la nariz–. Teresa, por cierto, ¿te acuerdas cuando los Ayuela vinieron a vivir al primero? Los pobres no tenían un duro, en cambio ahora, están montados en el dólar, y todo gracias al tesón de don Críspulo. Lo que le pasa a la Manolita de las narices, es que como don Críspulo ejerce la abogacía, quiere convencernos a toda la vecindad de que entre ambas familias hay una buena amistad, y todo porque los Ayuela son educados, pero no solo con ellos, con todo el mundo.

—Parece que en una ocasión, los señores de Pepino invitaron a los Ayuela a comer a casa –replicó Evaristo, soltando una sonora carcajada.

—Heidi, haz el favor de bajar la voz, que no son horas de reír de esa manera –Conchita, susurrante– ¿Qué va a pensar el nuevo inquilino?

—Pero si todavía es temprano –balbució Evaristo, disponiéndose a bajar las persianas de la ventana de la cocina.

—Han abierto la puerta de la calle, Heidi, ve a ver quién es.

—Ya voy, Conchita.

Al instante, Evaristo de nuevo en la cocina.

—Era la Naza, dice que no se encuentra bien, y que si puede pasar aquí un momento.

—¿Qué es lo que quiere? –Conchita, un tanto contrariada.

—Y yo que sé, –apuntó Evaristo– me ha dicho que la duele la tripa

—Anda, anda, dile que pase; no me extraña que le duela el vientre, andando como anda.

—Ya, ya –Teresa, asintiendo. Yo no sé como estas mujeres tienen agallas para soportar a tanto hombre encima.

—Anda, Teresa, que tú también, que forma tan vulgar de expresarte tienes –Conchita pasándose los dedos pulgar y anular por las comisuras de la boca.

—Muy buenas noches tengan ustedes –con el cuerpo un tanto contraído, la Naza–. Ya perdonará usté doña Conchita que la moleste, pero es que no me encuentro nada bien. Me duelen mucho las tripas, ¿no tendrá algún calmante?

—Como no quieras una buscapina… Un vaso repleto de agua de turbio cristal, fue apurado por La Naza, al tiempo que su mano izquierda se posaba sobre su vientre, que inflamado por demás, elevaba el dobladillo de la minifalda hacia el lugar donde se inician las piernas.

—¿Ven ustedes lo hinchada que tengo la tripa?, parece que estoy a punto de parir –balbució la Naza, deslizando la cremallera de la falda.

—Pero, ¿por qué no vas al médico? –Conchita, elevando la mirada sobre la moldura de sus gafas.

—Uy, estoy más que harta de ir, y ¿sabe lo que me dice?, que son aires, y que tome anís, y ya estoy más que cansada de beberlo, y nada… con decirles que las compañeras del club me llaman la Marie Brizard y todo.

—Pero, ¿Cómo? –Evaristo, carcajeándose–. Que no, so bruta, que lo que tienes que tomar son infusiones, ¿no ves que lo que tú estás tomando, tiene alcohol?

—“Pero, ¿será posible que esta criatura no sepa la diferencia que existe entre una cosa y la otra?” –meditó Conchita, deshaciéndose de las gafas–. Ay, Naza, Naza, podías preocuparte un poco en ir a la escuela, por lo menos un par de veces a la semana, ahora que las clases son gratis.

—Ya, y sé que tiene usté razón, pero, no me siento capaz de aprender nada. Ya me decían en mi casa: –“Tú para lo único que vas a valer, es pa puta”–. Y tenían razón, porque así ha sido. Por cierto, he hablao con mi madre por teléfono y me ha dicho que me manda por correo un paquete. Ya les daré chorizo de mi tierra y jamón, verán que rico que es, porque, eso sí, en Guijuelo otra cosa no habrá, pero, chorizo… bueno ¿que les voy a decir, que ustedes no sepan? ¿A que el chorizo de Salamanca es el mejor de España? ¿les gusta, verdá? Pues es el de mi pueblo, Guijuelo, y a mucha honra.

—O sea, que eres de la provincia de Salamanca –Teresa incorporándose, al tiempo que el orín, comenzaba sutilmente a deslizarse a través de la cavidad vaginal.

—Me vais a disculpar, voy un momento al baño. Enseguida vuelvo.

Conchita, sin poder contenerse, replicó: –Hay que ver, Teresa, te pasas el día en el retrete.

—Qué asco de mujer, siempre se tiene que meter conmigo –Teresa, acomodándose sobre el inodoro– Guarra, coño –susurró esta última, al tiempo que desaguaba.

—Ya estoy de nuevo aquí, ¿me he perdido algo?

—Nada de particular, –Naza, llevándose a los labios una taza de manzanilla bien caliente– decía que mis hermanos no se han portao nada bien conmigo. Es que con dieciséis años tuve un niño. Me enamoré de un portugués que iba y venía de España a Portugal, y de Portugal a España, vendiendo ropa; un buen día no apareció, y eso que yo nunca le pedí nada, con decirles, que ni le dije que estaba embarazada; pero eso, mis hermanos no me perdonaron, ni mi padre tampoco, y para que no hubiera malos rollos en mi casa, me vine a Madrid, y cuando tuve el niño, mi madre se hizo cargo de él, ahora ya es un hombrecito, va a cumplir los veinte, es el ojo derecho de mi padre, ya todo aquello pasó, mis hermanos ya se han olvidao de todo aquello, y quieren a mi hijo tanto como a los suyos.

—Y… ¿Cómo es que empezaste en esto de la prostitución? –Teresa, acomodándose de nuevo en el sillón.

—Yo los domingos iba a bailar al famoso club Victoria, el de Diego de León, y allí conocí a la Gertru, que como yo, trabajaba en una casa de la calle Goya, sirviendo, claro, y en una ocasión, así, hablando, me dijo que ya estaba harta de tanto trabajar y que se iba a meter a puta en un club de noche, y al poco tiempo ya no la volví a ver más por el Victoria. Hasta que un día coincidimos en la calle, así por las buenas; mi señora me había mandao a comprar pienso para el perro, y mira por donde, me la encuentro en la misma puerta de la tienda. “Pero, bueno, qué casualidad” –me dijo–. “Hay que ver lo que es la vida, por cierto, ¿cómo te va?” –y así es como empezó todo, me contó lo que ganaba al día, me decidí, y dejé la casa y empecé a alternar, tomando copas solamente, y poco a poco… entonces se ganaba mucho dinero, al principio no había que hacer nada, como era un bar donde las chicas iban con los pechos al aire… si una quería, podía no irse a la cama con ningún señor, porque solamente por servir las copas en “totles”, ya se ganaba un pastón.

—En top less, peazo burra –apuntó Evaristo a la carcajada.

—Si, ya sé que la Heidi tiene razón –la Naza, dirigiéndose a Conchita y Teresa, al tiempo que Evaristo reía a mandíbula batiente.

—“Esta pobre chica, no está bien del todo de la cabeza” –pensó Conchita, dirigiéndose a Evaristo–. Anda, que tú también, Heidi, te ríes del que menos sabe. No te vendría mal del todo a ti también acudir a la escuela nocturna, siempre te lo digo, pero, como si se lo dijera a la pared.

El timbre de la puerta se dejo oír; al instante, Evaristo atravesando el prolongado pasillo. Se trataba de Anita, la vecina de la puerta de enfrente, más conocida como la Banana, pues, en tiempos pretéritos, alguien tuvo la genial idea de colocar sobre su puerta un plátano de exageradas proporciones, en posición vertical. Al igual que Teresa, solía acudir a casa de Conchita con el propósito de entretenerse con la programación de la televisión, y demás situaciones que con frecuencia se daban en aquel salón que Conchita se había construido junto a la cocina, y a su habitación, dejando así al margen los dormitorios que configuraban la pensión.

Anita enviudó, prácticamente, al tiempo que Conchita; su difunto marido fue novillero, viajaba con frecuencia, hallando esta última consuelo en los brazos de Emiliano, de profesión tendero, propietario de su propio negocio. Anita, además se había enredado con el hijo de este último, combinando ambas relaciones con la discreción que semejantes circunstancias lo requerían. De escasa estatura, Anita poseía un tipo deseable a ojos del elemento masculino, a pesar de transitar por la sesentena.

Se decía que su difunto marido acosaba a Pepe, apodado la Pepa, vecino del primero derecha, acariciándole el trasero al paso por las escaleras del portal; este último, convivía junto a su hermano Angelito, que le aventajaba una década en edad, aquejado de “Síndrome de Down”. Frente al domicilio de estos últimos, Emilia, soltera de condición y propietaria del magnifico piso que habitaba. Apenas transcurrido un año de la muerte de don Hilario, cura de la parroquia del distrito, que en vida compartiera mesa y lecho con la tal Emilia, heredando a la muerte de este último, además del ya citado piso, un valioso panteón y una suculenta cuenta bancaria. Emilia se entretenía calumniando al vecindario. En ocasiones, se enredaba en disputa con Evaristo, pues inventaba historias un tanto pornográficas acerca de “El maricón”, como ella lo apodaba. Este último, se había prometido darle un escarmiento, acudiendo en ayuda a Carlitos, un amante ocasional, chapero de profesión.

—Buenas noches –Anita acomodándose–. Qué seria te veo, Teresa, ¿Te pasa algo?

—Que va, mujer, ¿qué quieres que me pase?

—¿Yo? ¿Que qué quiero que te pase? hay que ver lo desagradable que eres, trataba de ser amable, nada más.

—No creo que la pase nada, aunque es verdá que tienes mala cara, Tere –Naza tratando disculpar a Teresa, que guiada por su subconsciente, se decía a si misma: “Claro que me pasa algo, que no soporto a esta guarra de Conchita, que siempre está mirándome mal”.

—Como no sea que no ha evacuao lo suficiente… –Evaristo carcajeándose–. Porque acaba de venir del retrete.

—Hay que ver lo ordinaria que eres, Heidi, pero, el caso es que tienes razón, este dichoso empacho algún día me va a matar.

Las risas se hicieron, cuando la puerta de la cocina se dejó sentir.

—¿Quién es? –peguntó Conchita, fulminando a Evaristo con la mirada.

—Muy buenas noches tengan ustedes, discúlpenme. Doña Concha, ¿podría usted despertarme mañana a las ocho y media de la mañana?, es que quiero visitar la tumba de mi desafortunada madre, que precisamente mañana hace veinticinco años que falleció, y aprovechando que el cielo va a estar nublado, me gustaría levantarme temprano –se trataba de don Celestino, que ocupaba la habitación que descansaba frente a la del recién llegado.

—Por supuesto que sí, hombre. –Conchita incorporándose–. Por cierto, don Celestino, ¿A usted no le importaría cambiarse a la habitación de enfrente?

—Pues, claro que no; de sobra sabe usted que yo prefiero estar alejado de la luz del sol, aunque en el patio también entra, pero menos.

—Es que, verá usted, don Celestino, hoy me ha venido un nuevo inquilino que es del norte, precisamente como usted, y como sé que a usted no le hace mucha gracia la luz del día, había pensado…

—Nada, nada, no se preocupe, doña Concha, si lo desea, me cambio mañana mismo.

—Muchas gracias, don Celestino. Por cierto, ¿Cómo va de su depresión?

—Tirando, como siempre. Esta noche no la he pasado muy bien que se diga, precisamente me levanté para ir al baño; me molestaba el vientre; me hallaba sentado sobre el inodoro, cuando de pronto, empecé a sudar de manera inusual en mí, porque sudar, sudo cuando mis nervios están alterados. Pero como le decía, esta vez fue algo terrible. Creí que me moría, perdía las fuerzas y era incapaz de ponerme en pie, el sudor me caía desde la cabeza como si me hubiera bañado, al no poderme levantar, me dije a mí mismo: “Me agacho y voy al cuarto a gatas” y así lo hice. El trayecto del baño a mi habitación me pareció interminable, como pude, me subí a la cama; el sudor iba en aumento, era incapaz de arroparme, no tengo consciencia del tiempo que permanecí así, el caso es que, empecé a sentir frío, el sudor había cesado, comenzaba a sentir que volvía de nuevo a la vida, me arropé, y así permanecí mucho tiempo. De nuevo, mis intestinos obligándome a acudir al retrete, pero tenía tanto miedo de que me volviera a pasar lo mismo, que me dije: “No intentes levantarte, que sea lo que Dios quiera, si manchas las sábanas se lo explicas a doña Conchita, y seguro que lo comprenderá”, y como los intestinos no cesaban de molestarme, me puse en cuclillas sobre la alfombra e hice mis necesidades en el orinal; de sobra sé que eso no está bien, pero no me quedaba otra opción, y una y otra vez tuve que recurrir al orinal para expulsar las aguas negras. Por la mañana, he abierto la ventana de par en par, para que el aire se renovara, pero, aún así, el olor era insoportable. Discúlpeme de nuevo, Conchita.

—Pero, hombre, ¿Por qué le voy a disculpar?, esas son cosas que pasan, nos tendría que haber llamado, le hubiéramos socorrido.

—Usted no se preocupe. Heidi, ¿al hacer la habitación del señor has notado algo?

—Sí, tiene razón, ahora que dice, olía muy mal, aunque no le he dao importancia, pensé que habría tenido una noche de pedorrera.

—Por Dios, Heidi, compórtate –Conchita ofreciendo asiento a don Celestino–. Si vuelve a ocurrirle algo así, nos llama de inmediato, ¿Por qué no visita al médico y le explica lo que le está ocurriendo?

—Sí, ya lo he pensado, aunque todo esto sé por donde viene, de nuevo me está fastidiando la depresión.

—Pero, no le entiendo, que yo sepa, usted padece de depresión desde que tenía veintiún años. Por lo menos es lo que me dijo cuando vino a vivir a esta casa.

—Claro que sí, tiene usted razón, y estoy en tratamiento desde entonces; lo que sucede es que desde hace un par de meses vengo sintiendo una especie de vacío en el estómago, y seguido, una sensación de desmayo en la cabeza que me temo que todo va a ser por los dichosos nervios. ¿No se dan ustedes cuenta que no tengo ni fuerzas para hablar?

—Ya, ya lo había notado, pero pensé que estaría usted cansado –Conchita, desviando su mirada hacia las allí presentes.

—Yo también lo había notado –al unísono, Teresa y Anita, al tiempo que Heidi y Naza ofrecían la parte posterior de su anatomía, dando rienda suelta a una muda carcajada.

—Bueno, tendré que ir a acostarme, que si no, voy a dormir poco.

—Vaya usted tranquilo, que a las ocho y media en punto le despertaremos –Conchita despidiéndose de don Celestino bajo el marco de la puerta de la cocina–. Qué pobre hombre, que pena me da –susurró esta última, acomodándose de nuevo en su sillón orejero.

—Óigame, seña Conchita, este señor esta un poco loco, ¿verdá?… –Naza enjugándose los ojos tras la risa contenida– ¿es que no puede ponerse el despertador, o qué?

—Claro que puede, pero como está sometido a esas dichosas pastillas de la depresión, lo para, y sin darse cuenta se vuelve a dormir. ¿Y a ti que es lo que te pasa?

—Na, que me ha hecho gracia cuando la Heidi ha dicho lo de la pedorrera.

—Ah, mira que mona, y ¿por eso te ríes? –Conchita, un tanto enfurruñada–. Parece mentira que hayas pasado por circunstancias difíciles y seas incapaz de comprender a los que sufren.

—Perdóneme usté, doña Concha. Yo nunca me suelo reír de las personas, pero a veces pasan cosas o se dicen cosas que una no tiene remedio más que de reírse

—Anda, anda, ve a la cama y descansa, a ver si así se te quita el dolor de vientre y la gana de reírte de nadie.

Las agujas del reloj se aposentaban sobre la medianoche, cuando Teresa se dispuso a marchar, no así Anita, que disculpándose de esta última, se quedó con el pretexto de acabar de ver el programa televisivo.

—Conchita, quería contarte algo que me ha pasado. Esta mañana he cogido un taxi y he ido a visitar la tumba de mi marido, hacía tanto que no iba, que me remordía la conciencia. Es que desde el día de todos los Santos no he vuelto, y últimamente estoy teniendo unos sueños extrañísimos. Hace unos días soñé que mi difunto marido volvía de viaje y yo estaba con el tendero, y me propinaba una paliza tremenda, se me caían todos los dientes y todo, lo pasé fatal; al despertarme, sentí un alivio… que ni te cuento. Bueno, a lo que iba, le he puesto flores, he limpiado la tumba que estaba tremenda de sucia, le he rezado tres padres nuestros y tres avemarías, y, chica, me he puesto tan triste que antes de echarme a llorar, me he ido; a la vuelta, he tomado otro taxi y, oye, que el hombre no hacía más que mirarme, y va y me dice: –¿Qué, de visitar a algún pariente?–. Pues sí, a mi difunto marido. Y me contesta, –Lo siento mucho, señora, es usted muy joven todavía para quedarse viuda, pero a veces la vida suele ser muy injusta, ¿no le parece?–. Y, chica, me pareció tan buena persona, que he quedado con él para salir el domingo, claro que, antes le he advertido de que siempre salgo con una amiga ¿qué te parece, Conchita?

—¿Qué quieres que me parezca? que bien, pero, ¿No llevarás a tu amiga, verdad? porque eso ya me parece un disparate total, el hombre va a pensar que no estás bien de la cabeza, mujer.

—Ya, pero, ¿y qué hago con Bernarda?, no la puedo dejar sola, lo mismo se enfada… lo siento, pero el taxista que piense lo que quiera, no puedo dejar tirada a mi amiga, es lo único que me queda, y después, ¿a dónde voy yo sola, si ella se me enfada?

—Bueno, tú verás lo que haces.

—Qué suerte que tienes –Evaristo fregando los platos–.

A mí sólo me quieren para desahogarse en el momento, y después, si te he visto no me acuerdo.

—“Como a ésta, si no, ¿de qué?” –pensó Conchita–. Desde luego, hay que ver lo solicitada que estás, Anita. Como se entere el tendero que sales con otro…

—¿Qué se va a enterar?, os voy a confesar algo, pero no quiero que se lo digáis a Teresa, porque no me fío nada de ella, el otro día la vi con la mujer del primo de tu marido, y no veas con qué énfasis se las veía hablando a las dos, en cuanto me vieron, enseguida cambiaron de conversación y me sonrieron amablemente. Bueno, referente al tendero, os diré que estoy en asuntos de alcoba con su hijo.

—Pero, por Dios, Anita, estás jugando con fuego.

—Ya lo sé, pero, como él tiene a su mujer y conmigo sólo viene a pasárselo bien, que cierre la boca. ¡Ah! por cierto, Conchita, ayer coincidí con la Tosferina, sí, mujer, Sor Maitere, la hija de los porteros. Me dijo que te preguntara que si tendrías una habitación doble. Paso a contarte, se trata de una mujer ya mayor y su hijo, vienen de Pamplona y quieren instalarse definitivamente aquí en Madrid, al parecer tienen dinero, pero la mujer al quedarse viuda, quiere alejarse de Pamplona y dice que no quiere pegar ni golpe, te darán poco trabajo.

Junto al edificio que nos ocupa, un sólido inmueble de dos plantas acogiendo en su interior a la Compañía de las Carmelitas, Hijas de la Caridad. De frente, y al otro extremo de la acera, la iglesia de Santa Matilde, de amplios jardines en derredor; don Ramón, párroco del lugar, ocupaba la parte trasera del ya mencionado templo de devoción, en concepto de vivienda, contratando a Emilia para los cuidados pertinentes que el hogar de un cura requiere. Esta última, tras haberse hecho en herencia con el piso del ya mencionado y anterior párroco don Hilario, situado sobre la vivienda de la pensión que nos ocupa, acariciaba de nuevo la idea de beneficiarse de los bienes materiales que este último poseyera, ya que enredada de nuevo con don Ramón, en asuntos de alcoba se hallaba. Una sólida puerta de aspecto desgastado dividía el hogar de este último de las innumerables habitaciones que a menudo acogían en su interior a drogodependientes, vagabundos, y demás personas necesitadas.

—Anita, dile a la Tosferina que sí –respondió Conchita– pero, ¿madre e hijo en una habitación doble? ¿qué años tiene el chico?

—Según la Tosferina, treinta y tantos. Debe ser… ya sabes… de estos que no se separan de la madre ni pa cagar.

—¿A que no sabéis de lo que me he enterao? Que Sor Valentina está yendo a un gimnasio en la calle de López de Hoyos, y que la llaman la Pelo Pincho, como lleva el pelo como un tío… –Evaristo con expresión sarcástica.

—Bueno, Anita, lo siento, pero nos tenemos que acostar, que mañana dan las ocho enseguida. –Incorporándose, Conchita.

—Ay, chica, perdona, es que me pongo a hablar y no me doy cuenta ni de la hora que es.

 

En medio del silencio que reinaba en la escalera, se dejó oír la voz de Florián, conocido por el sobrenombre del cerdo con tirantes.

—¡Puta, abre la puerta! –decía, refiriéndose a su mujer, Mari Carmen, “la manquita”.

Semejante griterío despertó a las hermanitas de la caridad. Sor Evelia, de nariz pronunciada y plagada de cuperosis, se deshizo de las sábanas y encamino sus pasos hacia la cocina; la piel de su rostro lucía más encarnada aún que de costumbre.

—“Qué escandalera” –pensó–. Éste hombre siempre está igual.

Calentando un vaso de leche se hallaba, cuando irrumpió en la cocina Sor Margarita, máxima autoridad de la ya citada congregación.

—¿Qué haces aquí a estas horas de la madrugada? –le increpó esta última.

—No podía dormir y he bajado a tomarme un vaso de leche. Hay que ver, desde luego, cuando este hombre bebe más de la cuenta se convierte en una especie de animal, y lo malo es que cualquier día acaba con la pobre Mari Carmen –Sor Margarita, que hacía un par de días que había llegado de la ciudad de Vitoria, un tanto malhumorada, respondió:

—A ti esas cosas no te deberían quitar el sueño, ni mucho menos, o ¿qué crees, que las demás no nos hemos desvelado? Esos son aspectos que pertenecen a gentes sin escrúpulos, alejadas de los preceptos fundamentales; lo único que puedes hacer por ellos es rezar e implorar a Dios, nuestro Señor, para que les preste ayuda –aún se dejaba oír la tremenda disputa que mantenían los ya citados, cuando de pronto, surgió la voz de un hombre que tratando conciliar el sueño se hallaba.

—Ya está bien, joder, callaros de una vez…

Cuando el silencio se hacía, una ráfaga de viento del suroeste surcó la calle.

—Sor Margarita, tiene usted razón, a veces me compadezco de Mari Carmen, como tiene tantos hijos, pero la verdad es que son los dos iguales. Esta vez, me imagino que se quedará usted con nosotras un tiempo, ¿verdad, Sor Margarita?

—Pues mira por donde, no, me marcho a León la semana que viene.

—Hay que ver qué alivio –pensó Sor Evelia, y dando las buenas noches se retiró a su habitación.

Hacía ya un tiempo que dicha congregación había cambiado los hábitos por la tradicional ropa de calle, confundiéndose entre los viandantes. Seis hermanas de la orden de la Caridad convivían en el interior de la magnífica vivienda de ladrillo cara vista, que a espaldas de la iglesia de Santa Matilde soportaba el paso del tiempo cuando el siglo veinte se disponía a desaparecer.

Sor Evelia, ya citada con anterioridad, Sor María Luisa, de fuerte carácter, nacida en el seno de una humilde familia en la ciudad de Pamplona y enfermera de profesión en el departamento oncológico del hospital de la Paloma, Sor María Juana, de prominente nariz masculina y virulento acné rosáceo de idéntica profesión a la anteriormente citada, Sor María Cecilia, de extremada delgadez y dentadura postiza, más conocida como “La eructos”, ya que de costumbre, se entregaba a dicha práctica, encargada del mantenimiento del Santo Hogar, a menudo se ensañaba con las empleadas de servicio, Sor Maitere, hija de Juliana y Sebastián, porteros del edificio que alberga a los protagonistas de esta historia. Por último, Sor Valentina, apodada “La pelo pincho”, de cabello extremadamente corto, obra de Mariano, el propietario de la peluquería de caballeros “Golden fingers”, situada al abrigo de la acera de enfrente; siempre que el establecimiento se hallara a la espera de algún cliente, este último se ocultaba en el interior del retrete con el propósito de practicar el onanismo, con el pensamiento puesto en Sor Valentina.

* * *

La mañana se despertaba; el viento del norte se había acomodado bajo el reinado del gran intruso del sur. Los árboles se mostraban desnudos, ante la mirada impasible de los viandantes.

Conchita, que se había levantado temprano, se apresuraba con el desayuno del recién llegado.

—¿Se puede? –preguntó esta última– soy Conchita.

—Un momento, por favor. –A la puerta de la habitación, Javier, sonriendo un tanto confuso.

—¿Puedo pasar? –Y posando sobre la mesita que descansaba junto a la ventana la bandeja del desayuno…– Ea, me vas a permitir que me tome estas licencias –apuntó Conchita–. Me imagino que estarás hambriento. Por cierto, y por si te interesa, necesitan dependientes en almacenes España, yo conozco a la dueña, creo que el sueldo no está nada mal, la tienda está en la calle López de Hoyos, si te parece bien, te acompaño.

—Bueno, pues sí, si me disculpa un momento, me cambio y enseguida estoy con usted.

Conchita volvió a la cocina. Evaristo se hallaba sentado a la mesa, apurando el desayuno.

—Heidi, voy un momento a presentar al nuevo inquilino a la dueña de almacenes España, el chico me da pena ¿sabes? Tú, encárgate de todo en mi ausencia, y si preguntan por mí al teléfono, les dices que enseguida vuelvo.

Conchita se enfundó en el abrigo, y acomodándose al brazo del recién llegado, enfiló sus pasos hacia el establecimiento ya citado. Tres mujeres selladas por el paso del tiempo, tras el mostrador, atendían al personal. Telas y colchas multicolor, se amontonaban sobre las baldas. De tanto en tanto, y a través de una desgastada megafonía, la voz cascada de una mujer, que desde el interior de una taquilla, situada en el centro mismo de tan singular establecimiento, repetía una y otra vez las ofertas de la semana, al tiempo que cobraba a la clientela que frente a ella se dibujaba en línea recta. Conchita, en actitud solemne, dirigió sus pasos hacia donde el encargado se hallaba, reclamando la presencia de doña Paquita. Al poco, esta última brotó de la trastienda.

—Hombre, Conchita, ¿tú por aquí? qué alegría me da verte, hacía ya tanto tiempo que no nos veíamos… como siempre mandas a Heidi… por cierto, ¿Qué tal está? hay que ver lo bien que se apaña, el chico.

—Paquita, venía a pedirte un favor –apuntó Conchita, irguiendo su figura–. Quiero… bueno, me gustaría que emplearas a este joven, es del norte, ¿sabes? ha venido a Madrid para que se le reconozca su talento, escribe y canta, y no veas cómo lo hace.

—Bueno, majo, ¿cuando quieres empezar? –Paquita con un gesto de mano, invitando a pasar al interior de la trastienda a Conchita y a su protegido–. Por cierto, ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Javier. “parece que voy a tener suerte” –pensó este último, sentándose en derredor a la mesa camilla que a un extremo de la basta estancia se hallaba; una lámpara sostenida por un prolongado pie dorado, alumbraba con fervor las imágenes del triunvirato.

La conversación que ambas mujeres mantenían, se prolongó en el tiempo, enervando la paciencia de Javier, dirigiendo de tanto en tanto su mirada hacia el reloj que frente a él pendía de la pared. La presencia del encargado, devolvió la cordura a Paquita.

—Ya, ya voy, bueno, Conchita, me ha hecho mucha ilusión verte, hacía ya tanto tiempo… a ver si te dejas caer por aquí más a menudo, mujer…

De inmediato, Paquita se situó tras el mostrador, al tiempo que Conchita se enderezaba cruzando el ya citado establecimiento, seguida por Javier, que apresurándose abrió la puerta de salida, cediendo el paso a esta última.

—Ha habido suerte, jovencito. No te habrá parecido mal que le dijera que empezabas el lunes, ¿verdad? Es para que no parezca que estás deseando empezar.

La amistad que unía a ambas mujeres, se remontaba a la década de los años treinta, las dos crecieron en el mismo barrio, coincidiendo en los mismos juegos de infancia. Al alcanzar la pubertad, Conchita formalizó sus relaciones amorosas con Manolo, joven bien parecido, venido de tierras manchegas, fruto de la unión entre una lozana campesina y un militar; este último, al percatarse de que en un corto espacio de tiempo tendría que abandonar su soltería, solicitó el traslado con el propósito de alejarse de semejante compromiso, argumentando que debía cumplir con su obligación, aceptando el traslado a tierras catalanas para cumplir con su nuevo destino profesional. La joven madre aguardó su vuelta, amparándose en las promesas proferidas por este último, pero los inviernos fueron muchos. Percibiendo que aquel, al que tanto quiso, jamás volvería, un anochecer, cuando las gentes dormían, se alejó de aquel lugar para siempre. La capital de Ciudad Real, acogió su presencia, situándola en el andén de la estación del ferrocarril. El tren, veloz, rasgaba la noche sin paisaje en su discurrir; de tanto en tanto, la presencia fugaz de un árbol. Como el revisor había cumplido ya con su cometido, María se disponía a dormir; en la soledad más absoluta de dicho compartimiento se hallaba, cuando a eso de las tres de la madrugada el tren se detuvo.

—Pero, ¿Dónde estamos? –se preguntó– al instante la presencia de dos monjas, tomando asiento frente a esta última; de inmediato, un joven de aspecto agradable acomodándose junto a ella. De nuevo, el compartimiento se oscureció devolviendo la negrura a los allí presentes.

María cabeceaba apaciblemente percibiendo un leve cosquilleo sobre su muslo izquierdo; sus párpados, de propósito, permanecían cerrados, ya que evocando al padre de su futuro hijo se hallaba. No sin antes cerciorarse de que los demás viajeros dormitaban, simuló hallarse adormecida, aún así, se mantenía expectante ante la posibilidad de ser descubierta por el despertar de las religiosas. De sobra sabía que ceder ante semejante circunstancia la condenaba aún más, pero, ya ¿qué podía perder? De súbito, la mano del recién llegado se hizo con su brazo izquierdo desplazándolo hacia donde el fuego de la pasión ardía por demás; la mano de aquel desconocido se adentró hacia las ansias que bajo el vestido de María anidaban.

—Qué vergüenza, Dios mío –se decía a sí misma, retirando su diestra impregnada de la simiente de semejante individuo, que incorporándose, surgió al pasillo. María, un tanto inquieta, se volvió hacia la ventanilla, no sin antes constatar la mirada inquisitiva de una de aquellas devotas del Señor, que con el más absoluto desprecio, balbucía con el rostro descompuesto.

El reflejo que la ciudad emitía, se posaba sobre la ventanilla del tren, despabilando a María.

—“Ya estamos llegando –pensó– lo que voy a hacer es salir al pasillo antes de que este par de momias hipócritas se dispongan a salir, por si las moscas”.

María tomó un taxi y preguntó: –Oiga usté, por casualidá ¿no sabrá de alguna pensión que esté bien de precio? es que, vengo del pueblo y esta ciudá se me hace tan grande…

El taxista enfiló hacia la calle Fernán González.

—Es aquí, toque el timbre y diga que viene de parte de Edu, el taxista.

—Muy buenas noches, vengo de parte de Edu, el taxista. Necesito una habitación.

—¿Cuanto tiempo se va a quedar? –Una mujer de aspecto desaliñado y sonrisa permanente, invitó a entrar a María.

—Pues, no lo sé. Vengo a la ciudá con vistas a quedarme; mañana mismo me pondré a buscar trabajo.

Una habitación de escasas dimensiones acogió el fatigado cuerpo de María. El amanecer se vislumbraba en el ambiente, pues una vieja persiana verde de madera cubría la ventana, aún así, esta última durmió apaciblemente, lo sucedido en el tren se introdujo en el sueño y de nuevo se proyectó sobre su memoria.

 

Conchita, que acomodada junto a la cama de Javier se hallaba, entretenía a este último relatándole algunos pasajes de su vida.