Cuentos y relatos breves, muy breves - Pedro Alberto Mayola - E-Book

Cuentos y relatos breves, muy breves E-Book

Pedro Alberto Mayola

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Un final inesperado es el denominador común de estos relatos. El ingrediente principal es una escena cotidiana. Un juego de la infancia, un mundial de fútbol, una mala palabra o simplemente el aire son algunos de los elementos que Pedro Mayola utiliza para crear sencillas pero brillantes historias.  El humor se cuela entre sus líneas, a veces se torna ácido y otras, bizarro. Algo de lo paranormal y el terror también hacen su parte. El voseo, la puteada y la viveza criolla, pero también la soledad, la piedad y las lecciones de vida están en —casi— todos sus Cuentos y relatos breves, muy breves.

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Cuentos y relatos breves,muy breves

Cuentos y relatos breves,muy breves

Pedro MayolaIlustraciones de Joaquín Bourdeu Barassi

Mayola, Pedro

Cuentos y relatos breves, muy breves / Pedro Mayola ; ilustrado por Joaquín Bourdeu Barassi - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2023. Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-631-6540-66-9

1. Microrrelatos. 2. Cuentos Realistas. 3. Narrativa Humorística Argentina. I. Bourdeu Barassi, Joaquín, ilus. II. Título.

CDD A867

© Tercero en discordia

Directora editorial: Ana Laura Gallardo

Coordinadora editorial: Ana Verónica Salas

www.editorialted.com

@editorialted

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

ISBN 978-631-6540-66-9

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

Impreso en Argentina.

¡Nada más que tres años!

A Margarita le faltaban tres años para jubilarse, y Francisco solo tenía tres añitos de edad. La vida, el destino o vaya a saber qué los puso ese año en el mismo lugar, el jardincito “Los tres chanchitos”. A ella, como maestra jardinera, y a él, como alumno de salita de tres.

La directora hizo la presentación del nuevo ciclo lectivo, recibió a los padres de los nuevos alumnos y felicitó a las señoritas y a todo el personal. Los padres y las madres de las salas de cuatro y cinco se fueron yendo y los chiquitos de tres se quedaron acompañados por sus mamis, por si lloraban o extrañaban. La mamá de Fran no podía quedarse, tenía que trabajar.

La salita de tres estaba hermosa, con paredes recién pintadas de los colores del arco iris, dibujos de personajes que todos los niños conocían y maravillosas frases que se podían leer sobre la convivencia, el respeto, la amistad y todas esas cualidades que todo padre quiere que su hijo aprenda. Por supuesto que los niñitos de tres no sabían leer, pero las maestras jardineras se habían preparado para transmitir esos valiosos preceptos con juegos, canciones y dibujos.

Margarita era la maestra estrella del jardín, por eso la directora la quería en una de las salas de tres, la necesitaba en ese lugar para lograr la fidelidad de las nuevas familias con la institución. Era la maestra de mayor experiencia, era la que más cursos había hecho, siempre llegaba primero y siempre estaba de buen humor, era el espejo donde querían verse las demás, su palabra era palabra santa.

Francisquito tenía carita angelical, más chiquito que la media, hablaba poco y manejaba algunas palabras, el primer día pasó casi desapercibido, Margarita, con su experiencia, lo catalogó a simple vista como un tímido. Los días fueron pasando y Fran se fue soltando, la madre nunca se quedó a acompañarlo, tenía que trabajar. Tampoco era de los que lloraban o extrañaban, todo lo contrario.

No habrán pasado diez días de clases cuando Fran, sin previo aviso, se las agarró con una torre de cubos que había armado un grupito de niños. Puñetazos y patadas dispersaron los cubos por toda la sala, dos de sus compañeros no paraban de llorar y se querían ir del jardín. Fue entonces que Margarita habló con Francisco y le dijo que eso no se hacía, que tenía que respetar el trabajo de los demás y vaya a saber cuántas cosas más. Mientras tanto, Fran movía las manos y pateaba el piso.

—Vieja… puta —dijo al fin.

Los ojos de Marga parecían salirse de sus órbitas: si hubiera sido un dibujo animado, habría hecho la clásica caída hacia atrás con las piernas para arriba.

—¿Qué dijiste?

—Vieja… puta —repitió y volvió a la sala como si no hubiera pasado nada.

Al día siguiente, estaban cantando una canción en ronda y de pronto Francisco se soltó la mano y tomó de los pelos al compañerito de al lado y el llanto del niño hizo que la canción pasara a segundo plano. Margarita llamó a la asistente para que se hiciera cargo de la sala y salió con Fran al pasillo, se arrodilló para estar a la misma altura que él y habló.

—Al compañerito le duele lo que vos le hiciste, tenés que ser bueno para que los demás te quieran y respeten. No lo hagas más. Tal como aquella vez, gesticuló con las manos y los pies.

—Callate… vieja puta —repitió.

La seño se levantó, tomó de la mano a su alumno y ambos marcharon para la dirección (marcha que harían muchas veces los dos juntos). Allí Margarita le contó a la directora del mal comportamiento de Fran, pero nada dijo del insulto. Eso quedaba entre ellos dos. La maestra volvió a la sala y el alumno se quedó haciéndole compañía a la dire, que intentó, con todas las formas pedagógicas conocidas, cambiar su actitud.

Pasaron semanas, meses y a Francisco no lo cambiaba nadie, seguía pegando, molestando y dificultando la enseñanza de los demás. Desvinculado y temido por el grupo, Francisco tenía más horas en dirección que en sala.

Margarita y todo el equipo del jardín buscaban en los libros y en la teoría las maneras de convencer al nene para que desistiera de molestar a sus compañeritos. Alguien del equipo se acordó de un curso que había quedado registrado en video (“Niños sin límites” se llamaba) y lo volvieron a ver después de clases. Llevaron a cabo varias acciones allí documentadas, pero Francisco, sin cambios. La directora llamó a su madre para una reunión especial, pero ella no pudo venir, tenía que trabajar. A la portera se le ocurrió darle un vasito de leche tibia al entrar a clase para que se tranquilizara, tampoco sirvió.

La única verdad era que, en la sala de Margarita, nadie podía poner límites a Francisco, y varios padres, luego de maratónicas reuniones con la plana mayor del jardín, ya pensaban en llevar a sus hijos a otra escuela.

Las vacaciones de invierno llegaron por fin y fueron las peores para la maestra, no podía dejar de pensar en la situación que la había puesto ese niñito de apenas tres años. Ella estaba acostumbrada a descansar la primera semana y, en la segunda, a preparar nuevas estrategias para encarar la otra parte del año. Pero nada de eso sucedió, solo se la pasó yendo de la cama al living.

Los quince días de vacaciones pasaron rápidamente y todos volvieron a clases (menos seis niños de la sala de tres que se habían cambiado de jardín). La directora se quería morir, Margarita se sentía responsable y Fran, con su inocencia infinita, disfrutaba de su vuelta a clases.

Primero y segundo día sin novedad. El niño era observado por todo el personal, su fama de bravo había llegado a las inspectoras de la región que ya habían regañado a la directora. Al tercer día, Francisco desmanteló en un minuto una casita que sus compañeritas habían armado con suma dedicación y cuidado. Acto seguido, Margarita y Francisquito salieron de la sala; cada uno por su lado, sabedores los dos de que no había otra opción. Ella se arrodilló para hablar de igual a igual…

—Francisco, esto no puede seguir así.

—Callate… vieja puta.

Marga le dijo algo al oído y el niño quedó desconcertado, tieso, con los ojos grandes y la boca abierta. Por primera vez, bajó la cabeza, en puntas de pies, abrió la puerta de la sala y se unió con las niñas que antes había defraudado para ayudarlas a rehacer la casita destruida. La seño no podía creer lo que estaba viendo, pero lo había logrado: Francisco tenía límites.

Todos le preguntaron qué había hecho, qué le había dicho, pero como los insultos siempre quedaron entre ellos dos, Margarita nunca le contó a nadie, ni a la directora, ni a la inspectora, ni siquiera a su familia, que cada vez que Francisco le decía “vieja puta” ella le contestaba al oído con voz muy dulce y suave:

—Igual que tu mamá.

A la hora de la siesta, no

Domingo de otoño, hora de la siesta en una ciudad universitaria, la radio a transistores tenía pilas nuevas. Javier había pactado, con él mismo, dormir una hora y despertarse para escuchar Boca e Independiente. Si Boca ganaba, quedaba primero.

El sol se colaba por la ventana y hacía las veces de manta calentita y suave, Morfeo comenzaba a adueñarse del lugar y Javier no le podía pedir más a la vida.

De golpe, se abrió la puerta y entró su amigo Fabián, pantalones cortos y camiseta de su equipo de fútbol de la facu.

—Javier, Javier, tenés que salvarnos —le decía, mientras sacudía el cuerpo de su amigo que, a esta altura, ya estaba en el segundo sueño.

—Los árbitros contratados están de huelga y, si conseguimos un árbitro aficionado, podemos jugar el partido y los puntos valen. Yo les dije de vos, haceme la gamba, son todos conocidos, si te equivocás, no pasa nada. Por favor, no me digas que no… ya estamos todos en la cancha.

Fabián hablaba del campeonato de futbol de la facultad que se jugaba los fines de semana con árbitros pagos, pero que, en esta ocasión, no habían llegado a un acuerdo con los viáticos.

—Vos estás loco, estoy durmiendo la siesta y en una hora juega Boquita, ni loco voy, rajá de acá… Yo nunca hice de árbitro y no me gusta…

—Tenes que decir que sí, la semana que viene es Semana Santa y nos vamos todos —(en esa ciudad, la mayoría de los alumnos vienen de otros lugares)—. En la cancha estamos los de siempre, con las ganas de jugar que tenemos, todo va a estar tranquilo —insistió Fabián.

La siesta ya estaba perdida, Morfeo se había esfumado y Javier sabía a qué se arriesgaba, pero no le podía fallar a su amigo y no podía quedar mal con toda la banda que lo esperaba, su nombre ya había sido expuesto.

—Preparate unos mates y traeme las zapatillas.

Fabián corría tratando de acortar los tiempos. Javier hacía chistes malos que Fabián festejaba mientras le preguntaba por algunos de los que jugaban.

En veinte minutos ya estaban en la cancha, allí estaba el resto de los jugadores, todos universitarios, gente de buenos modales que, pese al percance con los árbitros y gracias a la buena voluntad de Javier, iban a tener su ansiado partido y ¡por los puntos, nada menos!

Javier los reunió a todos y explicó su posición, les dijo que no quería líos, que nunca había cumplido esta función y que esperaba la colaboración de todos para que el partido se desarrollara sin dificultades.

Al improvisado árbitro le dieron un silbato profesional que no era fácil de manejar, había que soplar con fuerza para que se escuchara bien, y pareciera que una autoridad importante lo hacía sonar.

Fabián lo llamó aparte y le habló al corazón.

—Les caés bien a todos, están muy agradecidos de que hayas venido, así que ¡gracias, amigo! Y seguí la jugada lo más cerca que puedas.

Dicho esto, se fue a precalentar con los suyos. Javier miró su reloj y pitó dando comienzo al encuentro.

A Javier eso de seguí la jugada lo más cerca que puedas no le gustó mucho, pero ya estaba ahí y lo iba a intentar.

Cobró un par de saques laterales, una mano muy evidente, dos tiros de equinas… todo bien, solo iban 10 minutos cuando escuchó en alguna radio de por ahí cerca… GOOOOOOOOOOOOOOOOOL de Independiente. Pensó en su cama, el sol suave que entraba por la ventana.

—No puede ser, Boca va perdiendo —angustiado, dijo para sus adentros: “¡ese Bochini!”…

Se desconcentró y la jugada le quedó justo detrás de él, se sintió un ruido de huesos que chocaban. Cuando miró, pitó con autoridad y señaló faul a favor del equipo contrario al de su amigo. Fabián, que estaba involucrado en la jugada, cuando pudo levantarse del piso, lo miró fijo a los ojos.

—¡¡¡Qué cobrás la puta que te parió!!!

Agua de mar que no has de beber

Ellos eran seis adolescentes, amigos y compañeros desde hacía mucho tiempo. Algunos, desde el jardín. Cuando estaban en segundo año del Nacio, en esas charlas de recreos aburridos, se propusieron hacer un viaje juntos cuando terminaran la secundaria. Cuatro años más tarde, también en un recreo, una de las integrantes del grupo recordó aquel momento. Todo volvió con tal fuerza que, desde ese instante, no dejaron de imaginar cómo sería esa experiencia. El timbre para entrar a clases sonó y, sobre ese ruido ensordecedor, juraron que esa misma noche lo comunicarían a sus familias.

Paula, la protagonista de este relato, durante la cena, pidió permiso de la siguiente manera.

—Ma, pa… con los chicos queremos ir unos días de vacaciones a la Costa, ¿puede ser? En enero, siete días nada más.

Mientras Adriana (su madre) se levantaba para traer el postre a la mesa, respondió con severidad:

—Primero quiero ver cómo quedás con las materias.

—Todas aprobadas, como todos los años —contestó Paula, casi enojada.

—Bueno, dejá que lo pensemos, ahora comamos tranquilos —agregó su padre.

Sus progenitores no estaban muy de acuerdo con la idea, porque Paulita era la más pequeña y mimada de los tres hermanos, pero los viajes que Nallibe y Ángel (sus hermanos mayores) habían hecho en iguales circunstancias los dejaban prácticamente sin excusas, salvo que existiera algún problema financiero.

Paula pensaba que el sí estaba asegurado, porque desde niña le habían inculcado que debía pelear por sus sueños, que tenía que ser independiente y luchar por sus derechos y si sus padres, sin motivos aparentes, le decían que no, sería ir muy en contra de esos preceptos.

Los dos varones del grupo de amigos, al otro día, ya tenían el consentimiento y las tres amigas de Paula le iban escribiendo sus avatares para lograr el permiso final.

Paulita estaba preocupada por el silencio de sus padres para definir este tema, hasta que una noche, casi a una semana de aquella cena, mientras estaba en su cuarto preparando las carpetas para el otro día…

—¿Podemos pasar?

—Sí. ¿Que hice ahora? —dijo Paula, haciéndose la tonta.

—Queremos hablar sobre tu propuesta de viajar sola en enero.

—Sola no, con mis amigos y amigas de toda la vida.

—Bueno, nos referimos a que no vamos a estar nosotros. Te vamos a dar permiso, pero con la condición de que estés dispuesta a escuchar y a aceptar todos los consejos que tu padre y yo queremos darte. Vos sos chica todavía y, aunque sean poquitos días, vas a estar lejos de tu familia y no es lo mismo resolver y decidir sola. Acá estamos nosotros y tus hermanos, y allá tendrás que consensuar con tus compañeros. —Dicho esto, Alberto (su padre) añadió:

—Lo primero que tenés que hacer es averiguar y conseguir con tiempo una cabaña u hotel que todos puedan pagar, saber en qué van a ir, asegurar los pasajes para todos y, por favor, no impongas nada, que todas las decisiones sean en conjunto…