Darwin era un aficionado - Eugenio Fernández - E-Book

Darwin era un aficionado E-Book

Eugenio Fernández

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Beschreibung

Sumergirse en  Darwin era un aficionado  significa adentrarse en una sencilla y apasionante historia de la naturaleza mezclada con ciencia ficción. Piensa en cómo reaccionarías si eres un adolescente de quince años a quien su yo anciano, que aparece de repente en el sofá de su casa, le dice que va a acabar con una especie animal en el futuro. Increíble, ¿no? Tendrás que acompañarlos para saber si lo solucionan.

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Primera edición digital: octubre 2021 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imágenes de la cubierta: «Charles Darwin» por Julia Margaret Cameron y foto de Hyunwon Jang de Unsplash Maquetación: Blanca Revenga Corrección: Míriam Villares Revisión: Lucía Triviño

Versión digital realizada por Libros.com

© 2021 Eugenio Fernández © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18769-58-0

Eugenio Fernández

Darwin era un aficionado

El reino animal contado a un adolescente

Para mi esposa y mi hija, por su paciencia para soportar mis locuras.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Introducción

Darwin era un aficionado

Epílogo

Mecenas

Contraportada

Introducción

 

En efecto. Charles Darwin, el famoso codescubridor de la teoría de la evolución y afamadísimo naturalista universalmente admirado…, era un aficionado. Nada más y nada menos.

Pero era un aficionado en el sentido estricto del término, es decir, no era un profesional, nadie lo contrató ni le pagó para realizar su trabajo. El insigne naturalista inglés no poseía ningún título universitario en ciencias naturales ni nada parecido. Empezó estudios de Medicina, que dejó a medias para seguidamente emprender estudios de Teología. Todo lo que aprendió acerca de lo que entonces se denominaba Historia natural fue de modo autodidacta y cultivando amistades clave entre el profesorado universitario. Amistades que le valieron una recomendación para ocupar el puesto de naturalista en el viaje del Beagle. El bergantín que viajaría alrededor del mundo entre 1831 y 1836 y en el transcurso del cual el joven Darwin haría acopio de una serie de observaciones que harían nacer en él una serie de preguntas.

Cuando regresó a Inglaterra, en 1836, se recluyó en su casa de campo y, en la comodidad de su gabinete, se dedicaría a reflexionar acerca de aquellos hechos y a escribir sobre ellos. De ahí saldría su obra universalmente conocida, On the Origin of Species, cuya primera edición data de 1859 y que se convertiría en una de las obras más influyentes de la historia de la humanidad.

No está nada mal para un aficionado, ¿verdad?

Sin embargo, Darwin no estaba muy convencido de dar publicidad a sus reflexiones sobre la evolución. Lo que le decidió a publicar en último lugar fue la correspondencia que recibió de un tal Alfred Russell Wallace, otro naturalista que se encontraba de viaje en el sudeste asiático recolectando ejemplares para remitirlos a Inglaterra con vistas a su comercialización. El señor Wallace realizó también una serie de observaciones en la lejana Insulindia que le hicieron llegar a conclusiones muy parecidas a las que llegó Darwin. Al final, haciendo honor al fair play y al espíritu deportivo británico, Darwin reconocería públicamente el papel de Wallace en el origen de la teoría de la evolución.

Pero… ¡Oh, maravilla!, resultaba que Alfred Russell Wallace también era un aficionado. Nunca obtuvo títulos universitarios de ciencias naturales y trabajó durante un tiempo junto con su hermano como topógrafo. Finalmente, su afición a la naturaleza le hizo ganarse la vida recolectando ejemplares botánicos y zoológicos, primero en Brasil y luego en Insulindia, para venderlos a coleccionistas privados en Inglaterra.

De modo que una de las teorías biológicas más relevantes de la historia fue obra de dos naturalistas aficionados. ¿Debería esto asombrarnos o maravillarnos? En realidad, no.

Un naturalista solo necesita capacidad de observación y un cerebro para reflexionar y entender lo que está observando. Debe tener el ojo entrenado para lo más minucioso, y el cerebro preparado para abarcar lo más general. Ninguna Universidad del mundo te puede enseñar estas dos cosas.

A lo largo de la historia, los naturalistas más afamados han estado casi siempre vinculados al campo de la medicina. El fundador de la taxonomía moderna, el sueco Carl von Linné, era médico. El gran gurú del estudio del comportamiento animal, Konrad Lorenz, era psiquiatra. Y nuestro gran Félix Rodríguez de la Fuente era odontólogo de profesión, quien llegó a ejercer en Madrid como tal. Posteriormente, llegaría a ser ninguneado por la comunidad académica, a pesar de haber sido el introductor en España de la etología o ciencia del comportamiento animal. Por tanto, durante toda la historia de los descubrimientos botánicos y zoológicos, han sido siempre naturalistas aficionados quienes han hecho avanzar la ciencia de la zoología.

Aproximadamente a partir del primer tercio del siglo xx, se generalizan los estudios especializados en biología y se produce un divorcio entre los conocimientos zoológicos, cada vez más específicos, y el gran público, que progresivamente pierde interés en nuestros apasionantes compañeros de planeta. Paradójicamente, pues, el aficionado ha conseguido más logros sociales que el profesional, cada vez más aislado del público.

Por eso yo, que soy naturalista aficionado, he creído necesario volver a reconectar con el gran público en la difusión del conocimiento del interesante reino animal. Y lo mejor para ello es empezar desde el principio, que es eliminar terminología científica innecesaria y reservarla para lo único que necesitamos para conocerlo y entenderlo: observación y reflexión.

Pero, antes, vamos a conocer a un adolescente que se llama Kevin, que será clave en nuestra historia, que se encuentra despreocupado en su casa sin saber la que le viene encima…

¿Encontrarse conmigo mismo era esto?

Madrid, verano de 2010

—¡¡Kevin!!

Kevin se encontraba tumbado en la cama de su cuarto intercambiando mensajes de móvil con aquella chica que hacía unos días acababa de conocer por internet. No podía evitar sentir un cosquilleo en el estómago cada vez que ella le escribía, aunque solo fuera para contarle cosas triviales.

—¡¡¡Kevin!!!

Con gesto de fastidio, Kevin dejó el móvil de última generación, se levantó, bajó la escalera y se encontró a sus padres, que estaban junto a la puerta, esperándolo con gesto de impaciencia.

—Kevin, acuérdate de lo que te dije, tienes comida en la nevera y en el congelador… Nada de pizzas y nada de traer chicas a casa. Asegúrate de no manchar nada.

—Sí, mamá.

—Hijo, ya sabes dónde he dejado el dinero. También he dejado el teléfono del hotel, por si acaso no nos localizas en nuestros móviles. No dejes de llamar para lo que necesites. Ahora eres el jefe de la casa, no me decepciones.

—Sí, papá.

Cuando el coche desapareció por el portón de la finca, Kevin se sintió aliviado, como siempre que últimamente lo dejaban solo en casa. Su padre tenía una empresa constructora, trabajaba sin parar, lo cual había hecho que las discusiones con mamá fueran cada vez más frecuentes. La tensión en casa podía cortarse con un cuchillo, y el viaje de dos semanas que ahora emprendían sus padres era un último intento de reconducir las cosas entre ellos.

Vivían en una de las urbanizaciones más exclusivas de Madrid. Una gran casa de dos plantas, de líneas modernas y rectilíneas, luminosa, con una gran parcela de verde césped y una gran piscina donde, ahora que era verano, Kevin se daba largos baños cada mañana. Mientras tomaba el sol después de cada baño, Kevin pensaba en lo mucho que su padre esperaba de él. Algún día él llevaría la empresa. La idea ni le gustaba ni le disgustaba. Sencillamente, todos daban por sentado que sería así, y así tenía que ser. Terminaría el instituto, estudiaría luego Administración de Empresas en alguno de los prestigiosos centros privados que había a su disposición en la ciudad y empezaría a trabajar en la constructora, primero los puestos más básicos, hasta ir aprendiendo el funcionamiento de la empresa.

Bien es cierto que nadie le había pedido su opinión al respecto, pero, en realidad, aparte de los juegos de ordenador y el deporte, no tenía especiales aficiones e intereses. Se limitaba a vivir el día a día tal como venía.

Pero, reflexionando, se daba cuenta de los problemas que tenía su padre. Salía de casa cada mañana a las siete, y raro era el día que volvía antes de las once de la noche. Casi no lo veía, y cuando estaba en casa el fin de semana o durante las vacaciones, su móvil no paraba de sonar, y más de una vez había tenido que retomar el trabajo antes de tiempo. ¿Era eso lo que quería en realidad para su vida futura?

No lo sabía.

La cantarina melodía que anunciaba la llegada de un mensaje instantáneo a su móvil le sacó de sus cavilaciones. ¿Sería ella? ¿Querría continuar la conversación que antes quedó interrumpida? En efecto, su corazón le dio un vuelco al comprobar que era Nina.

Pasó el resto de la tarde escribiéndose mensajes con ella. Cuando estaba en su compañía, parecía que las horas volaban, así, se sorprendió al comprobar que ya se había hecho de noche. Se despidió de ella y se dispuso a buscar en la nevera algo que cenar. Salió al porche que había en la parte trasera de la casa, mirando al jardín.

Fue entonces cuando se dio cuenta.

Un leve olor a quemado penetró en su nariz, seguido de un ruido ahogado. No estaba seguro de dónde provenía, pero enseguida pudo ver un tenue resplandor que parecía salir a través de las ventanas del salón.

«Puede que haya dejado algo encendido», pensó mientras se ponía de pie, y, con paso inseguro, entró en el salón.

Solo había dado un par de pasos dentro, cuando se detuvo en seco.

—¿Quién es usted y de dónde ha salido?

Un anciano estaba sentado en el sillón más alejado de la entrada al salón, frente a él. Era un hombre de unos ochenta años, de aspecto distinguido. Su pelo, completamente blanco y peinado hacia atrás, resaltaba aún más por lo bronceado de su piel. Una expresión burlona se asentaba en su rostro, si bien algo cansada, soñadora, como si en los últimos tiempos hubiera tenido vivencias intensas. Vestía chaqueta y pantalón claros más una camisa blanca desabotonada. Era la clásica imagen de un bon vivant.

—No te asustes de mí, chico. Acércate —dijo con una voz un tanto ronca e hizo ademán de invitarle a sentarse junto a él.

—No…, no lo conozco a usted y no sé cómo ha entrado aquí. Haga el favor de marcharse o llamaré a la Policía.

—¿Estás seguro de que no me conoces, Kevin? Fíjate bien.

—¡¿Cómo sabe mi nombre?! Le advierto que…

El anciano levantó una mano imponiendo silencio. Todo era muy raro, pero había algo tranquilizador en su forma de sonreír.

—Kevin, siéntate o te advierto que te vas a caer de culo cuando te cuente lo que tengo que decirte.

Tembloroso e indeciso, Kevin se sentó en la primera silla que tenía cerca, pero con el cuerpo en tensión, listo para salir corriendo a la primera oportunidad si sucedía algo raro. «Vaya suerte la mía —pensaba para sus adentros—, el primer día solo en casa y se me cuela un chiflado dentro».

—Me has preguntado quién soy y de dónde he salido. Pues bien, mi nombre es Kevin y soy tú. Y en cuanto a de dónde he salido, mejor pregúntame de cuándo he salido.

El joven Kevin se levantó dando un respingo.

—Está usted loco. Voy a llamar a la Policía.

De inmediato, blandió su móvil y empezó a marcar, alejándose de allí.

—Acabas de hablar con Nina, ¿no es así?

Kevin se paró al oír esto. ¿Cómo es posible que ese viejo carcamal supiera lo de Nina? No se lo había dicho a nadie, ni quiera a sus padres. Era imposible que un viejo demente a quien no había visto en su vida supiera sobre ella. Se volvió lentamente.

—Tiene toda mi atención. Dígame…, ¿qué quiere de mí? Kevin o quienquiera que usted sea.

—Tu color favorito es el verde, tu comida favorita es la pasta, odias los lácteos y todas las noches duermes con los dos brazos debajo de la almohada. Y sabes perfectamente que te estoy diciendo la verdad, aunque no puedes admitirlo ahora —dijo el viejo señalándole con el dedo índice de la mano derecha, amenazante.

Un súbito mareo se apoderó de su cabeza. Su respiración se hizo más fuerte y acelerada. El color de su rostro viró al blanco, y hubiera caído directo al suelo si el viejo Kevin no le hubiera acercado oportunamente la silla.

—Por Dios, chico, que no imaginé que encontrarte contigo mismo te produciría tan fuerte impresión.

—Virgen Santa…, pero…, pero… ¿cómo?

—Ssssssshhhhh, no digas nada. Hasta cierto punto, yo también estoy un poco sorprendido de que se me haya concedido esta oportunidad, no sé muy bien por quién ni en virtud de qué arte de magia, para arreglar las cosas.

—Bue…, bueno…, si todo esto es cierto, al menos, me alegra saber que llegaré a viejo —apuntó el joven, con cierto humor negro—. Y debo reconocer que tiene usted bastante buen aspecto, dadas las circunstancias.

—¿Bastante, dices? ¡Tengo un aspecto excelente, jovencito! Aún puedo darte lecciones en según qué deportes.

El joven Kevin sonrió por primera vez. No entendía nada de todo aquello, pero observando cuidadosamente las facciones del viejo, se dio cuenta del parecido familiar y eso lo tranquilizó.

—¿Para qué has venido? ¿Has venido para hablarme de mi futuro? ¿Vas a contarme qué es lo que va a sucederme?

—Me temo que no, Kevin —su expresión se tornó seria, súbitamente—. Tú debes vivir tu vida y tomar tus propias decisiones. Yo no puedo intervenir ahí.

—Entonces, ¿por qué?

—He venido para advertirte. Vas a hacer algo terrible y tengo que evitarlo. Tenemos que evitarlo.

No estamos solos en el universo

 

Después de unos instantes de silencio y perplejidad, el joven Kevin se repuso.

—¿Y qué desgracia tan terrible voy a provocar si solo tengo quince años?

El tono del viejo Kevin se tornó indiferente.

—El 24 de marzo de 2060 firmarás un proyecto para la construcción de un complejo turístico en cierta isla griega. La particularidad que tiene esta isla es que, en ese año, alberga la última población de una especie animal: la foca monje del Mediterráneo. Como consecuencia de las actividades de dicho proyecto constructivo, la pesca huirá de la zona y las focas morirán de hambre, por lo que desaparecerán para siempre de la faz de la tierra.

El joven Kevin frunció el ceño, pensativo.

—Eso no puede ser. ¿Focas, dices? Todo el mundo sabe que las focas viven en el Polo Norte. No hay focas en el Mediterráneo.

El viejo Kevin esbozó una amarga sonrisa.

—Tienes mucho que aprender sobre el mundo animal, chico. No solo hay focas en el Mediterráneo, sino que también las hay en las islas Hawái, y las hubo en el mar Caribe. Y digo «hubo» porque, al igual que sucederá con la foca monje del Mediterráneo, la foca monje del Caribe desapareció durante los años cincuenta del siglo veinte, asimismo, a manos del ser humano.

Pero el joven no daba su brazo a torcer.

—¿De modo que esa es la desgracia tan horrible que voy a provocar? Pensé que te referías a una guerra o una epidemia devastadora que arrasará con la humanidad —dijo zumbón.

El viejo resopló mirando al cielo con gesto de impaciencia. «Esto va a ser más difícil de lo que creía», pensó.

—¡Por supuesto que la extinción de una especie animal es una tragedia irreparable! La pérdida de una forma de vida es algo irreparable, que no tiene vuelta atrás. Hasta donde nosotros sabemos, la vida es un fenómeno exclusivo del planeta Tierra. En toda la infinidad del universo, en esta insignificante motita de polvo que es nuestro mundo… solo aquí existe la vida. No sabemos si ha existido antes y tampoco sabemos si volverá a existir después. Lo que sí sabemos es que, aquí y ahora, únicamente aquí se albergan variadas formas de vida.

»Fíjate en una cosa. La NASA y la Agencia Espacial Europea organizan y financian carísimas misiones científicas a Marte y a otros planetas y satélites del sistema solar. Estas misiones siempre incluyen, entre sus objetivos, la búsqueda de indicios de vida, actual o antigua, en esos mundos. El ser humano siempre se pregunta si está solo en el universo. Y gasta muchos recursos humanos, técnicos y económicos para dar respuesta a esa pregunta.

»La respuesta, sin embargo, es muy clara: no estamos solos en el universo. Existen, literalmente, millones de formas de vida aparte de la nuestra. Y las tenemos delante de nosotros, compartiendo nuestro planeta. Nos obsesionamos con la búsqueda de vida en otros mundos y apenas sabemos nada de las otras formas de vida que tenemos ahí mismo: los millones de hongos, bacterias, plantas y animales que nos rodean.

»Volviendo a lo que te decía antes: todos estos millones de formas de vida únicamente existen en nuestro planeta mientras no se demuestre lo contrario. Por tanto, la extinción de una forma de vida es una tragedia incorregible, un ultraje inconcebible a nuestro universo.

El joven Kevin permaneció en silencio durante mucho rato, tratando de digerir lo que había escuchado. Nunca había considerado la cuestión desde ese punto de vista. O sea, que la vida en nuestro planeta podía compararse a una minúscula plantación de árboles en medio del inmenso desierto del Sahara. Y la extinción de una forma de vida era como si alguien penetrara furtivamente en dicha plantación y se dedicara a pegarle fuego. ¿Con qué objeto? ¿No era como arrojar piedras contra nuestro propio tejado?

De súbito, volvió a la realidad. Kevin objetó:

—Pero… estamos hablando, literalmente, de millones de formas de vida… Es algo inconcebible, inabarcable, no hay mente humana capaz de poder entenderlo con cierta lógica —gesticulaba con amplios gestos de sus brazos.

—En realidad sí se puede. ¡Claro que se puede! —repuso el viejo—. Para ello, lo primero que debes saber es que todos estos millones de seres se agrupan en un cierto número de categorías, según cómo se estructuran físicamente.

El joven Kevin miró, perplejo.

—Creo que no te entiendo.

—Bien. Imagina una ciudad. Dentro de la ciudad hay millones de elementos: hay edificios, parques, calles, plazas, infraestructuras, etc. ¿Me sigues?

—Sí, continúa.

—Excelente. Todos estos componentes de una ciudad pueden ser agrupados en grandes tipos. Los edificios, por ejemplo, se pueden agrupar según su estructura y funcionalidad en: edificios públicos, edificios de oficinas, edificios de viviendas, etc. Cada uno de los cuales tiene ciertas características que los diferencian de los otros tipos. ¿Lo entiendes?

—Sí, esto lo veo claro.

—Pues con los seres vivos sucede exactamente lo mismo que con los edificios de una ciudad. En primer lugar, separemos las plantas y los animales. Son tipologías diferentes de seres vivos. ¿Sabrías decirme en qué se diferencian en su esencia?

El joven Kevin respondió, malhumorado:

—No soy un niño pequeño. Sé perfectamente qué es un animal y qué es una planta.

El viejo sonrió, conciliador.

—No te enfades. A menudo nos sucede que tenemos dificultades para explicar cosas que nos parecen evidentes. Adelante, ¿cuál es la diferencia?

El joven dijo, en tono de impaciencia:

—Las plantas no pueden moverse y los animales pueden moverse a voluntad.

—Buena respuesta…, pero me temo que, siendo verdad, no llega al fondo de la cuestión. El hecho de que los animales puedan moverse no es la causa de su naturaleza, sino más bien una consecuencia de ella.

El joven Kevin bostezó, recostándose en el sillón.

—¿Es que no puedes hablar más claro? No te entiendo.

—Usa tu cerebro. Desde ahora mismo quiero dejarte clara una cosa. Y quiero que nunca lo olvides. Lo que un hombre entiende, otro puede entenderlo. Tu cerebro tiene la misma capacidad para comprender el mundo que te rodea que el de un Premio Nobel de Física. No vuelvas a decirme que no entiendes. ¡Usa tu cerebro! ¿Qué es lo que los animales consiguen moviéndose que las plantas consiguen sin necesidad de moverse?

—Los animales se mueven para conseguir comida, supongo —dijo, con aire de hastío.

—¡Muy bien!, ya te vas acercando. ¿Y por qué las plantas no necesitan moverse para poder comer?

—Porque extraen su comida de los minerales del suelo y la transforman con la ayuda de la luz solar en la fotosíntesis.

—¡Excelente, Kevin, excelente! ¿Qué deducimos de todo esto?

—Pues que…

—Vamos, lo sabes. Solo que no sabes que lo sabes.

—… que los animales deben alimentarse de otros organismos.

—¿Ves como sí lo entiendes? Para resumírtelo: los animales son organismos heterótrofos. Viene de las palabras griegas hetero, que significa ‘diferente’, y trophein, que significa ‘comer’. Es decir, son organismos que deben comer organismos diferentes a ellos mismos para poder vivir. Eso es un animal, y eso es lo que los diferencia de las plantas, que son organismos autótrofos (generan su propia comida). Son dos reinos diferentes.

—Tenías razón, era como explicar por qué dos y dos son cuatro. Sabemos que es así, pero si tengo que explicar por qué es así, es un poco diferente.

El viejo se levantó y empezó a pasear por el salón, con las manos enlazadas a la espalda. Miraba a su alrededor, con expresión abstraída. Era evidente que estaba recordando cada rincón de la casa.

—¿Y qué tal con esa chica… Nina?

El joven se sonrojó, removiéndose inquieto en el sillón.

—Ehhh…, bien… bien.

—¿Bien? ¿Solo bien? —el viejo sonrió ampliamente—. Pues será mejor que la cuides como oro en paño.

—¿Por qué?

El viejo se detuvo ante el joven, con una expresión soñadora. Dijo suavemente:

—Porque vas a casarte con ella.

Orden en el reino

 

Los rayos del sol inundaban de claridad la habitación de Kevin. La mañana estaba ya avanzada cuando se despertó. Al principio se sintió desorientado. Se removió en la cama, deslumbrado por la luz. Entonces se dio cuenta de que había dormido completamente vestido.

En ese momento recordó la extraña visita de la noche anterior…, el viejo que supuestamente era él mismo viniendo desde el futuro. Se incorporó, convencido de que todo había sido un sueño o una pesadilla, tal vez. Seguro, concluyó, le había sentado mal la cena y habría tenido visiones o algo por el estilo. Sin embargo, en su cabeza retumbaban las palabras que dijo el viejo o quien diantre fuera: «… vas a casarte con ella».

Encendió el teléfono móvil y activó el programa de mensajería instantánea. Sonrió. Había varios mensajes de Nina dándole los buenos días, y luego extrañada de no haber sabido nada de él. La saludó y le explicó que la cena le había sentado mal y que había pasado mala noche. Por eso se había levantado tarde.

Era extraño. Ahora veía a Nina de otra manera.

«Esto es una locura. Una completa locura», pensó mientras tomaba una ducha.

Salió del baño fresco como una lechuga.

Entonces oyó el estrépito en la cocina.

«No… no… no puede ser verdad».

Bajó a toda prisa a la cocina. Y suspiró desconcertado al ver al viejo preparando el desayuno.

—¡Buenos días, Kevin! ¡Excelente! Ya era hora de que te levantaras…, siéntate y desayuna bien, que hay mucho que hacer —dijo ofreciéndole una suculenta bandeja de tostadas, mantequilla, café y zumo de naranja.

—Supongo que tengo que rendirme a la evidencia de que eres real y que vas a quedarte aquí conmigo tanto si me gusta como si no. ¿No es así? —dijo con cierta amargura.

El viejo lo miró con cariño.

—Escúchame, Kevin. Todo esto no solo tiene que ver con el futuro de la foca monje ni con que tomes conciencia de que el ser humano comparte el planeta con otros seres vivos. Tiene que ver también, y sobre todo, con tu futuro como persona.

El joven Kevin miró, perplejo, mientras mordía una tostada.

—¿En qué sentido?

—Verás, Kevin, me duele tener que decirlo, pero vas a convertirte en un auténtico estúpido. No creo estar descubriéndote ningún secreto si te digo que te harás cargo de la empresa de nuestro padre, y vas a hacer grandes cosas con ella. Pero en el camino vas a dejar algunos cadáveres en aras del dinero y el poder.

»Sé que odias cómo nuestro padre dedica al trabajo casi todo su tiempo. Pues tú vas a hacer lo mismo que él. El dinero será tu obsesión. Y, sí, tu matrimonio con Nina naufragará por ello.

El corazón del joven dio un vuelco. ¿De qué estaba hablando aquel viejo chocho?

El viejo continuó:

—Es preciso que te des cuenta, aunque ahora te cueste verlo, de las cosas importantes de la vida y del mundo suceden fuera de las cuatro paredes de un despacho. Por supuesto, el trabajo dignifica a la persona, hace que te respetes a ti mismo. Pero no olvides que debes trabajar para vivir. Y vivir… ¿para qué? Para disfrutar de tu familia y del maravilloso mundo que te rodea, lleno de criaturas fascinantes, asombrosas, curiosas, bonitas. Y también para que ayudes a que otras personas, menos afortunadas que tú, puedan disfrutar de todo ello.

»Pero, si no hago nada para evitarlo, futuras generaciones de hombres y mujeres no disfrutarán nunca jamás de la emoción de ver una foca inesperadamente delante de su barca, cuando regresan de un paseo marinero. Es decir, tienes una responsabilidad contigo, con tu familia y tus demás semejantes.

El viejo dejó que sus palabras calasen en el joven que, con el ceño fruncido, desayunaba pensativo.

—Bien, Kevin, ¡salgamos al jardín! Hace un día precioso y allí podré explicarte algunas cosillas.

Al joven le llamaba la atención la energía que desprendía el viejo, y se preguntaba de dónde la sacaría. Él mismo era un adolescente tranquilo y un tanto lánguido. ¿Por medio de qué revolución se iba a transformar en un viejo enérgico y simpático? Y, sobre todo… ¿de dónde iba a sacar todo ese conocimiento que estaba transmitiéndole?

El jardín se abría a la parte trasera de la casa, se accedía a él bajando por unas anchas escaleras flanqueadas por varios parterres de flores que creaban el efecto de un graderío ajardinado. Al pie de ellas, se extendía un amplio jardín de un césped muy cuidado. En el centro estaba la piscina, rodeada de tumbonas. Todo el perímetro estaba aislado de las propiedades limítrofes mediante altos setos.

—Bien, Kevin, ayer decíamos que la astronómica cantidad de especies de seres vivos podría darnos la impresión de un cierto desorden…, de que no hay manera de aclararse, de que no tiene ni pies ni cabeza, ¿no es así?

—Si tú lo dices… —volvió a aparecer la actitud abúlica.

—¿Te acuerdas de lo que ayer te decía sobre los tipos de edificios que hay en una ciudad?

—Mmmm, sí, creo que sí.

—Excelente. Fíjate, Kevin, todos estos millones de seres vivos pueden agruparse en unos cuantos tipos estructurales, al igual que los edificios de una ciudad. Cada uno de estos tipos estructurales es un plan de organización diferente de cada organismo…, una manera de disponer los componentes de cada ser. Lo verás mejor con ejemplos. Por eso te he traído al jardín.

Se acercó a uno de los parterres de flores, donde varias abejas se afanaban en libar yendo y viniendo de flor en flor.

—Mira, Kevin, ¿has visto alguna vez trabajadores tan serios y concentrados en su trabajo como estas abejas en el suyo?

—La verdad es que nunca me había fijado en estas abejas. Es increíble cómo se mueven entre las flores. Parece que nada ni nadie va a distraerlas de su tarea.

—Pues bien, Kevin, las abejas son insectos, y los insectos pertenecen a uno de los grandes tipos estructurales de los que te hablaba antes. Por cierto, estos tipos se llaman phylum, que, en latín, significa ‘hilo’. Pero también se llaman tipos, a secas.

—¿Y a qué tipo pertenecen las abejas?

—Pertenecen a un tipo llamado artrópodos.

—Que significa…

—Viene del griego y significa ‘pies articulados’.

El joven Kevin observaba concentrado la actividad de las abejas:

—De modo que ‘pies articulados’. Tiene bastante lógica. Es evidente que tienen las patitas articuladas, en segmentitos.

Se volvió para mirar al viejo.

—¿Y cuál es el plan de organización de los artrópodos?

El viejo enarcó las cejas, fingiendo sorpresa, zumbón.

—¡Excelente, Kevin, excelente! Ahora empiezas a hacer preguntas inteligentes. Aprendes con rapidez, rapaz. Bien, los artrópodos organizan su cuerpo en una serie de segmentos que se sitúan uno detrás del otro. En cada segmento se sitúan, por lo general, un par de apéndices, los famosos pies articulados, que pueden ser también antenas, mandíbulas, patitas…, estas, a su vez, se componen asimismo de pequeños segmentos articulados entre sí.

»Este sería el plan básico de organización de un artrópodo. Pero otra característica importante de ellos consiste en que el desarrollo de cada individuo pasa por ciertos estadios de metamorfosis. Es decir, atraviesan varias fases antes de convertirse en adultos.

»Los artrópodos constituyen un tipo muy importante, y no debes nunca despreciarlos solo por su pequeño tamaño. Fíjate, aproximadamente hay descubiertas un millón y medio de especies de animales. Pues bien, de todas ellas, más de un millón son artrópodos. Y, de estos, el 90 % de ellos son insectos. Además, date cuenta de una cosa: ni siquiera conocemos a la mitad de los insectos que habitan en nuestro planeta. ¿Te acuerdas de lo que te dije acerca de la vida en la Tierra, Kevin? Estamos buscando vida en otros mundos y ni siquiera hemos descubierto toda la vida que hay en el nuestro. ¿Qué te parece?

Kevin entornó los ojos, concentrado.

—Que no tenía ni la más remota idea de todo esto.

El viejo sonrió, socarrón.

—Y eso no es todo sobre los artrópodos. Entre estos humildes animalillos se encuentran los únicos seres que, junto con el ser humano, han sido capaces de crear sociedades complejas a gran escala y construir ciudades.

El joven Kevin reaccionó, después de un momento de sorpresa.

—¡Ah, claro!, te refieres a las hormigas, abejas y termitas… Recuerdo que vi un documental sobre esto.

—En efecto, así es. Este grupo de insectos, además, inventó la agricultura y la ganadería mucho antes que el ser humano. Puesto que muchas especies de hormigas y termitas son capaces de criar ciertas clases de hongos y de mantener granjas de otros insectos, llamados áfidos, y de los cuales extraen una secreción dulce de igual modo que nosotros extraemos la leche de las vacas.

»Por otro lado, las termitas son arquitectos tan buenos como los mejores arquitectos humanos. En proporción a su tamaño, hay termiteros que, si los trasladáramos a las dimensiones humanas, triplicarían la altura de los mayores rascacielos jamás construidos por manos humanas, por no hablar de las fantásticas ciudades subterráneas de las hormigas.

El joven se puso de pie, mirando al suelo.

—Me parece que ahora me lo voy a pensar dos veces antes de pisar una hormiga.

—Bien, Kevin…, veo que empiezas a darte cuenta de lo que yo pretendía, que no estás solo en el planeta y que lo compartimos con otros seres que tienen idéntico derecho a él como nosotros. Yo, por lo menos, no he visto en el planeta ningún letrero que ponga: «Propiedad del ser humano». ¿No te parece?

—Oye, ¿y tú cómo sabes todas estas cosas? Ahora tú me las estás contando, pero cuando tú viviste… ehm… tu primera vida, a ti nadie vino del futuro a contártelo, ¿no?, ¿y cómo has podido viajar en el tiempo? ¿Y cómo…?

El viejo mandó callar a Kevin con un enérgico ademán.

—Cada cosa a su tiempo… Cada cosa a su tiempo. La paciencia es un árbol de raíces amargas pero de frutos dulces.

—Está bien. Antes dijiste que los insectos suponían el 90 % de los artrópodos. ¿Cuáles son los demás?

—Por mencionarte los más conocidos: los arácnidos y los crustáceos son también artrópodos. Es decir, las gambas, las cigalas y los cangrejos que nuestra madre pone en la paella son artrópodos.

—Espera, espera —Kevin parecía desconcertado—. ¿Es que las arañas no son insectos?

—Así es, Kevin, las arañas no son insectos. Los insectos tienen tres pares de patas (hablo de patas únicamente, pues ya sabemos que los artrópodos tienen otros apéndices aparte de patas), mientras que los arácnidos tienen cuatro pares. Por otro lado, la distribución de los segmentos del cuerpo y la organización de los apéndices de la cabeza son también diferentes. Por cierto, aparte de arañas, los arácnidos comprenden también los escorpiones y los ácaros.

El joven Kevin volvió a ensimismarse durante unos segundos, para recuperarse después, reflexivo:

—Por lo que veo, en el reino animal he dado por sentadas cosas que no son ciertas… Primero, pensaba que no había focas fuera de las zonas polares y, segundo, que las arañas son insectos. Por la sonrisilla que estás poniendo, sospecho que me voy a encontrar bastantes más, ¿me equivoco?

En efecto, el viejo tenía una expresión divertida en el rostro.

—Así es, Kevin, no es bueno dar nada por sentado en relación con cosas que no conocemos. Más adelante —la expresión se tornó seria—, veremos cómo nuestros prejuicios han hecho daño, muchísimo daño, a criaturas ajenas por completo a nuestros miedos y obsesiones.

Dicho esto, el viejo se puso a rebuscar en uno de los setos, con mucha atención.

—¿Qué estás buscando? —preguntó el joven.

El viejo lanzó una expresión de triunfo.

—¡Aquí está! Ven, Kevin, voy a presentarte a un representante de otro de los grandes tipos del reino animal… ¡un caracol!

—Veamos —repuso el joven—, déjame adivinarlo…, un caracol no es un artrópodo porque no tiene el cuerpo segmentado, ni le salen apéndices ni patitas articuladas por ninguna parte.

—¡Chico listo, Kevin! Has asimilado perfectamente lo que te he explicado, y no solo eso, sino que has observado y has aplicado tu conocimiento a lo que has observado, obteniendo una conclusión. ¡Excelente!

El joven sonrió, orgulloso, y dijo:

—Pues, en realidad, no es tan complicado como parece.

—¡Claro que no es complicado! Aparte de tener unos mínimos conocimientos de cómo se organizan los seres vivos, se trata de fijarse un poquito en lo que nos rodea y usar nuestro cerebro.

El joven preguntó:

—Y si un caracol no es un artrópodo, ¿qué diantre es?

—Un caracol es un molusco.

—He oído hablar de los moluscos.

—Bien, pues te voy a explicar cuál es el plan de organización de los moluscos. Y entenderás por qué se diferencian de los artrópodos. «Molusco» viene de la palabra latina molluscus