De otros relatos sin tiempo - Carlos Justino Caballero - E-Book

De otros relatos sin tiempo E-Book

Carlos Justino Caballero

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Beschreibung

EL AVE EN SOBREVUELOS El ave sobrevuela sobre siete cielos en placidez absoluta. Ilusorio el tiempo en las alturas, exalta el sentir humano y se entremezclan experiencias que regresan a lo universal, para compartir el mismo vuelo. Carlos Justino Caballero

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Seitenzahl: 113

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Caballero, Carlos Justino

De otros relatos sin tiempo / Carlos Justino Caballero. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-761-896-9

1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Motivo de tapa: “Siete cielos”, óleo de Tomás J. Carreras

Diseño de portada: Justo Echeverría

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

VENERO

Si entrelazados me cercaran mis recuerdos

para impedir que yo me centre en esa sombra

que dejó tu luz en mi memoria,

serías igualmente pronunciado

con ecos llegando al infinito.

Inabarcable evocación que toca el nombre

que hoy pronuncio… y venero.

Carlos Justino Caballero

A todos esos abrazos inefables y perdurables.

Y a mi hermano, Gustavo José,

que me estimuló a escribir en prosa.

Mi gratitud a Tomás J. Carreras, que ilustra la tapa.

APOSTILLA

Ya compartidos aquellos “relatos sin tiempo”, y viendo su aceptación generalizada, fueron surgiendo otros de vivencias hondas y que fui escribiendo en primera o tercera persona, aunque la mayor parte fueron experiencias totalmente personales y sólo a algunas pocas las he robado de vidas cercanas.

Y así llegué a navegar entre relatos tristes y otros divertidos, desde mi niñez y adolescencia hasta la edad madura y dejé ver en ellos los valores y los errores propios y ajenos.

Los viejos cuentos de otrora sobre el servicio militar, que se perdieron al desaparecer el mismo, son recreados en experiencias vividas. También hay hechos de mi vida profesional o de sucesos que se ven en el campo y que son contados tal cual ocurrieron.

En otros he cambiado necesariamente los nombres y sólo los muy próximos sabrán de lo que hablo, pero no importa, porque seguramente muchos se verán identificados con hechos similares.

En definitiva, nuevamente quise guardar un compilado de vivencias que considero parecidas a las de muchos y que trascenderán a mis años.

Entren a mis relatos a vivirlos conmigo, les estaré agradecido y espero que los disfruten

Carlos Justino Caballero

EL TRANVÍA

Ya no quedan muchos que lo vieran por mis calles en rítmico traqueteo, sobre huellas de acero y bajo cables pendientes. Un tanto desvencijados, al frenar y en el arranque se movía su estructura hacia atrás o hacia adelante y bailaban desde el techo agarraderas de cuero.

El “doce” me llevaba desde mi casa hasta el colegio y del colegio hasta mi casa por el trayecto obligado por las vías conductoras y el paisaje redundante a la ida y a la vuelta era un amigo callado conocido de memoria.

Yo con mis doce años gozaba de viajar en él. Me solía gustar ponerme junto a ese hombre que elevaba punto a punto la prisa de mi tranvía porque desde allí podía, con ese fierro ingente, cambiarle el rumbo a las vías y al destino del viaje.

Además del motorman, un guarda cortaba y cobraba los boletos a los pasajeros y yo le había caído en gracia a uno de ellos, don Silva, quien me permitía viajar gratis. Dejaba pasar a veces alguno de esos vagones hasta que llegaba el de Silva, porque sabía que con los centavos que me ahorraba podría comprar una naranja a la que, haciéndole un pequeño agujero con un cortaplumas, le chupaba todo el jugo hasta secarla. Pero, un día en que sentado en esos asientos de madera me deleitaba con mi manjar, se acercó Silva con esos mostachos desprolijos y me dijo: “¿me convidas?”. Me quedé paralizado mirando con asco su boca carnosa y peluda y en mis pocos años pudo más la repugnancia que la generosa retribución a lo que siempre me daba. Fue el último viaje gratis en el “doce”.

Y siguieron mis andares sobre las vías, viendo los rostros conocidos que estaban en el entorno, siempre subiendo en las mismas paradas y otros que se bajaban en idénticas esquinas. Y el ruido característico que me sonaba musical y los edificios y las plazas… pero siempre tuve que pagar y quedarme sin naranja.

Era otro tiempo sin dudas… menos alienado y más humano y el saludo era habitual y confortable costumbre.

Recuerdo con afecto aquellos años de los que suelo hablarles a mis hijos como mi padre me contaba de otros tranvías tirados por caballos…

Y he querido en este breve y simple relato hacer un pequeño homenaje al tranvía…

El mundo y la vida siguen sus giros altivos y soberbios.

TEJIDOS

Uno de los incordios de mis veranos eran los tejidos. Mi abuela y dos de sus hijas, una de ellas mi madre, tenían al tejido como un entretenimiento habitual. Allí aprendí yo a escuchar sobre el punto “arroz” o el punto “panal de abeja” o el punto “santa Clara” o conocer sobre los distintos números de agujas de tejer o sobre la aguja de crochet. Pero en realidad eso no me molestaba demasiado. Me maravillaba como tejían velozmente sin mirar lo que hacían, siguiendo las conversaciones sin perder detalle.

Todo mi recuerdo desagradable apuntaba a lo previo: las madejas de lana que había que convertir en ovillos y para eso era necesaria mi participación pasando mucho tiempo con los brazos elevados, doblados los codos, y haciendo leves movimientos de balanceo para que la lana se deslizara sin dificultad hacia el ovillo que mi madre o mi abuela hacían con habilidad, hasta lograr esa redondez también admirable. La inmovilidad forzada en mi cuerpo inquieto de pre púber más que travieso, ávido por ir a jugar, era un tormento casi insoportable.

Mientras las hamacas vienesas mantenían su ritmo, parecido al de mis brazos, y las mujeres movían sus manos en pequeños círculos, las madejas disminuían su grosor con lentitud devastadora y mis brazos perdían altura por el cansancio obligado y que rápidamente debían recobrar su compostura ante la orden de las tejedoras.

A mis espaldas las ramas de los paraísos, mis amigas, me llamaban disimuladamente en su añoranza de sentirme cabalgando en ellas y la inmensidad del jardín con la quinta anexa abrumaban mi mente pensando en cada rincón que yo extrañaba.

No era muy frecuente esta tarea, sobre todo porque estaba atento y ante la menor fragancia a lana desaparecía por el cañaveral o por el corral. Pero no siempre escapaba a la tortura. Solía sentirme libre hasta que escuchaba ese grito desgarrador: “¡Carlos Justino...!” Y sabía que mi suerte había terminado…

INEXPERIENCIA Y SOBERBIA

Durante algunos años fuimos de campamentos con papá a la Pampa de Achala y a la quebrada del Condorito, bajando luego a San Clemente.

Llegó el día en que nuestra soberbia de los diez y siete años nos hizo pensar que estábamos maduros y con sobrada experiencia para hacerlo solos. Ni en un baquiano pensamos convencidos que nuestros recuerdos de la senda serían suficientes para hacer el recorrido.

Íbamos con Gustavo mi hermano, Rafa mi primo y recuerdo a Rogelio Martínez y Carlos Altamira habiéndoseme borrado dos más de la memoria. La parte inicial era la más fácil y consistía en tomar el pequeño ómnibus de la empresa “El Petizo” para el trayecto por los puentes colgantes hasta La Pampa de Achala, pasando por Copina. Vehículos necesariamente pequeños para poder pasar por los angostos puentes y por la infinidad de curvas muy cerradas que hacían la trepada desde el valle de Punilla.

Estoy hablando del primer camino de las Altas Cumbres inaugurado en mil novecientos dieciocho, obra del esfuerzo del Santo Cura Brochero, que debía cruzar profundos rajones con caudalosas vertientes lo que se hizo con una cuidada obra de ingeniería de siete puentes que colgaban de cables de acero sostenidos por pilares de piedra. Con pircas de protección trabajadas por hábiles pirqueros, con drenajes de vados y alcantarillas y evitando hondas simas con ollas cristalinas se llegaba a Copina y luego al hotel El Cóndor antes de entrar a la pampa. El desierto de piedra es un paisaje sobrecogedor.

Justamente en Copina, casi perdemos a uno de los integrantes. Allí se hacía un alto para los desahogos fisiológicos y alguna merienda antes de seguir el poco trecho que quedaba. Habíamos comprado unas cocas y sánguches y en eso estábamos cuando alguien se tiró un contundente pedo que en ecos llegó a todos los rincones. Rafa, que en ese momento trataba de tragar un sorbo de coca se ahogó por la risa y lo que comenzó de manera graciosa pudo tener otro desenlace. Mi primo no salía de su ahogo y pasaban los segundos que se hacían eternos mientras su cara se ponía azul para desesperación nuestra y de extraños que ya trataban de ayudar. Finalmente, para alivio de todos, se escuchó el estridor anunciando el aire que entraba a sus pulmones y en poco tiempo estaba totalmente recuperado.

Al bajar en la Pampa de Achala cargamos nuestras mochilas y miramos la extensión de piedras y pajas bravas en un amplio horizonte que por primera vez nos advertía de nuestra osadía. Teníamos por seguro el rumbo hacia el suroeste para llegar a lo de Cufré, un puestero de la zona, pero uno o dos grados de error serían fatales como sucedió a la postre.

A medida que avanzábamos comenzaban las inquietudes ya que advertíamos que algunos lugares eran desconocidos y los tiempos se alargaban más allá de todo lo recordado de nuestras andanzas anteriores. Afortunadamente, un rancho apareció ante nosotros y nos dio un poco de alivio. Allí tratamos con el paisano que aceptó servirnos de guía por no demasiada plata. Pero esa desviación inicial nos obligó a caminar cuatro horas hacia el norte para llegar a lo de Cufré.

Allí había una cueva que ya habíamos utilizado en campamentos anteriores. Espaciosa, de unos seis metros de profundidad, unos dos metros y medio de ancho y dos de altura era suficiente comodidad y era más segura que una carpa.

Recuperamos fuerzas y dos días después partimos hacia las nacientes del río San José que era la segunda etapa y prometedora de comida: las truchas. Allí también había una cueva, la cueva de la Virgen, ayudada por la mano del hombre que con pircas había cerrado una entrada en el borde del cerro y hecho una división: en una parte estaba una imagen de la Virgen y la otra que seguramente usaban animales y que nosotros limpiamos para que sea nuestra habitación.

Pero acá comienzan también otros problemas, pues estábamos entre dos ríos: el San José, que debíamos cruzar para ir a San Clemente y el de la Suela que había que hacerlo para volver a lo de Cufré. Los días eran espléndidos, pero llovía todas las noches por lo que mantenía los ríos crecidos impidiéndonos ir en cualquier sentido y, además, nos privaba de la pesca en esas aguas marrones y turbulentas. Y la pesca era importante en nuestra alimentación.

Comenzamos a racionar la comida que llevábamos porque ignorábamos el tiempo que iban a durar las lluvias que nos hacían prisioneros del lugar. Se acortaban los plazos, además, para la vuelta por la cuesta de Argel que suponía antes una escala en lo de Ponce, un puestero de la zona justo al borde de la Quebrada del Condorito. Su hijo Antonio había sido quien nos guiara en otras oportunidades hasta San Clemente, tocando su armónica desde el caballo y que había muerto el año anterior.

Al quinto día llegó la tranquilidad al ver aparecer a unos de los hijos de Cufré montado sobre un zaino y trayendo un cordero carneado para la ocasión.

Fue recibido con algarabía y el cordero asado a las brasas con unas papas a la parrilla, sirvieron también de despedida pues allí mismo emprendimos el regreso aprovechando la bajante del río y sin necesidades de correr más riesgos.

Y mientras regresábamos mi mente me llevó a recordar a Antonio en una anécdota pintoresca. Discutíamos entre todos mirando un ave que nos sobrevolaba…

—Un cóndor…

—Un águila…

—¿Qué es, Antonio?

—¡Un pájaro! -sentenció el paisano, sin preocupaciones y silenciando su armónica-.

LA BOMBA

Habían terminado de cenar y subieron a la planta alta. Generalmente unos minutos de televisión en familia mientras llegaba el sueño era apreciado por todos.

Las diez y treinta de la noche y el silencio del suburbio reinaba en plenitud cuando el preludio, como un sonoro vacío, se anticipó al estallido y a la caída del taparrollo de la persiana y a las esquirlas de vidrios que se desparramaban por la habitación.

Un instante de perplejidad y el mayor de los hijos de veintitrés años salió catapultado como por un resorte, tomó un arma y bajó en dos saltos la escalera. En la puerta un gran hoyo le dejó paso y salió a la calle.

Todo estaba quieto y en silencio. Fue un momento de lucidez para poder pensar con frialdad: “¿Qué hago acá armado? Si está el anarquista, improbable, ¡me quema!” Y allí vio a su padre, con una manguera echando agua a lo que parecía un paquete de dinamitas.

“Ya la apagué”, le dijo. Después supieron que esa mecha era para funcionar aún bajo el agua.

Había comenzado a llegar gente y enseguida pensó que entre esos vecinos podía estar camuflado quien puso la bomba. Fue entonces que sin saber bien lo que hacía la tomó con la mano y la alejó.

En ese momento llegó un escuadrón antibombas que no se supo quién había llamado.