De qué te ríes - Daniel Gamper - E-Book

De qué te ríes E-Book

Daniel Gamper

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Beschreibung

Quien pregunta «¿De qué te ríes?» no suele esperar una respuesta: quiere que alguien deje de reír. La risa es lenguaje y, como las palabras, puede ser cortés, falsa, amigable, mordaz, insultante y discriminadora. Aunque la educación intente disciplinarla e indicar los modos correctos de su emisión, lo hilarante es indomable porque habla el lenguaje del cuerpo y se desencadena más allá del bien y el mal. El «buen humorista» es más gracioso que el «humorista bueno». Hoy, las pantallas siembran entretenimiento y cosechan carcajadas. Estas risas masivas, electrónicamente difundidas, son melodías para cualquier ideología: ríen los fascistas y ríen los buenistas. La libertad de expresión es colonizada por lo provocativo y lo abyecto. El pensamiento se hace caricatura y se mercantilizan las bromas. Daniel Gamper sostiene que los tiempos están maduros para nuevos aguafiestas que pongan palos en las ruedas de la risa. Tras leer este libro no volverás a reír sin antes detenerte a pensar dónde, cómo, cuándo, con quién y por qué lo haces.

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Daniel Gamper

De qué te ríes

Beneficios y estragos de la broma

Diseño de la cubierta: Toni Cabré

Edición digital: José Toribio Barba

© 2023, Daniel Gamper

© 2024, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN EPUB: 978-84-254-4925-3

1.ª edición digital, 2024

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

ÍNDICE

TRIPLE INTROITO

Una gracia y un cuchillo

¿De qué te ríes?

Fenomenología de la libertad de expresión

UNO

Europa en el espejo

Reír en horizontal

Condenar la risa

Libres de entretenerse

La industria de la sonrisa

Libre y solo

DOS

La gestación del conocimiento

No perseguir

¿Ataques a la religión?

La vida en juego

Nada de qué reír

Escuchar abucheando

Las paredes del retrete globaL

TRES

Para qué reír

De bebés y cosquillas

Desobediencia infantil

Aprender a (no) reír

La dudosa autenticidad de la risa

Quien ríe el primero

Morir de risa

Violencia y pedagogía

Underground comix

Reír racionalmente

Reír con las máquinas

Parresia y pedagogía

Humor, inteligencia e interpretación

Cantar en el recreo

Chistes malos

CUATRO

Hablar a los ojos

La deformidad perfecta

Qué hacen las caricaturas

La cultura de la caricatura

TERMINUS

Demasiado y mal

AGRADECIMIENTOS

INFORMACIÓN ADICIONAL

A Laura

TRIPLE INTROITO

UNA GRACIA Y UN CUCHILLO

Vale gracia y buen parecer en lo que se dice o hace, porque aire lo mesmo es que gracia y espíritu, prontitud, viveza. Decir donaires, decir gracias: pero si son perjudiciales acarrean algunas veces desgracias, por do tuvo origen el dicho común: «Andaos a decir gracias», de uno que por mostrarse gracioso dijo en lugar de gracia una lástima, y lastimáronle con darle una cuchillada por la cara.Sebastián de Covarrubias, voz «Donaire»,Tesoro de la lengua castellana o española

Antes de partir hacia París para ponerse a las órdenes del señor de Treville, el joven D’Artagnan recibe un consejo de su padre:

Buscad las aventuras. Os he hecho aprender a manejar la espada, tenéis un jarrete de hierro, un puño de acero; batíos por cualquier motivo; batíos tanto más cuanto que están prohibidos los duelos, y por consiguiente hay dos veces valor al batirse.1

El aprendiz de espadachín lía sus bártulos dispuesto a ofenderse y a desafiar en duelo a quien sea «por cualquier motivo».

Con semejante vademécum, D’Artagnan se encontró, moral y físicamente, copia exacta del héroe de Cervantes. […] Don Quijote tomaba los molinos de viento por gigantes y los carneros por ejércitos: D’Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada mirada por una provocación.

Pocas páginas después, D’Artagnan cumple su objetivo. Aprovecha que el conde de Rochefort se burla de su montura y se apresta a desenvainar. Pero el noble no se bate con paletos y manda a sus mozos para que muelan los huesos del inexperto caballero andante. A D’Artagnan la hilaridad ajena lo pone en guardia, es un agelasta violento cuyo amor propio declina ante las risas ajenas.

La modernidad proscribe el duelo como medio para resolver conflictos. Los códigos de honor siguen existiendo en forma atenuada y si alguien se lía a bofetadas para defender su honor, se pone fuera de la ley. La frustración de no reaccionar por propia mano y espada ante una afrenta es compensada por la estabilidad social que prometen las leyes. Solo el Estado puede ejercer violencia y la gente debe aprender a convivir con risas burlonas y ofensivas.

El mundo perdido de caballeros dispuestos a jugarse la vida para defender su dignidad es terreno fértil para la imaginación. Desaparecida la esperanza de llevar una vida heroica, queda el consuelo de disfrutar recordándola en su destilación novelesca. La distancia temporal que la narración trata de salvar se convierte en distancia cómica: el aguerrido D’Artagnan inicia sus andaduras haciendo el ridículo. Los que nacen después son más listos y se ríen de unos personajes a los que también admiran, héroes cómicos solo posibles en la fantasía. La alevosía de D’Artagnan y de los fabulosos caballeros de antaño es divertida y ofrece tramas estupendas, usadas por la cultura pop en las historietas ilustradas para niños y adultos.2

Un siglo más tarde triunfará otra novela histórica, la de Asterix, el galo. En la portada del primer volumen de la serie, se ve a un agilísimo Asterix propinando un tremendo puñetazo a dos romanos aparejados con escudos y lanzas ante la mirada indiferente de Obelix, que pasea en segundo plano con un menhir a cuestas. Goscinny y Uderzo, creadores de la exitosa serie, logran que los lectores, niños y adultos, tomen esa imagen a broma. Los personajes son caricaturas divertidas que no hacen nada en serio, ni siquiera zurrarse con los romanos o entre sí. A pesar de que la acción representada es indudablemente incivil, ese no es motivo para prohibirla o impedir que la vean los menores. En primer lugar, porque los galos se resisten al imperio, como querían los estándares europeos de decencia y justicia en la segunda mitad del siglo XX. Luego, porque es una brusquedad que ni hiere ni duele; no es violencia, es literatura.

Los códigos de honor son ahora objeto de broma. Quien se siente insultado u ofendido, debe acostumbrarse al daño, transformarlo en mera incomodidad. Está más tutelado quien hace la broma ofensiva, quien insulta subrepticiamente con chistes y caricaturas, que quien es el objeto de estos usos agresivos de la risa. Esta disparidad obedece a que las heridas de las palabras injuriosas son inapreciables comparadas con las que ejercen las armas. Además, no se puede excluir que una bromita insultante inicie un debate socialmente útil, mientras que quien acuchilla o ametralla no quiere debatir; más aún, destruye la posibilidad de la palabra.

Europa tutela la risa y a los cómicos y viñetistas; casi no hay límites a lo que se puede decir. Así se pueden interpretar —a juzgar por su lema: Je suis Charlie— las congregaciones masivas en Francia tras los atentados en la redacción de la revista satírica. Coco, una de las pocas supervivientes, narra este terrible episodio en una novela ilustrada que titula Seguir dibujando.3 Tras los brutales actos terroristas, la opinión pública se arremolinó en torno a este derecho a seguir dibujando cualquier cosa y también viñetas de mal gusto, escarnecedoras y tirando a obscenas. Los caricaturistas transgresores juegan al gato y al ratón con los tan gastados «límites del humor» y deben poder seguir haciéndolo, pues reconocer la libertad de expresión como derecho fundamental significa reconocer que los límites de lo que se puede decir están ellos mismos sujetos a discusión: se puede conversar sobre la pertinencia de decir o no decir algo, pero nadie puede intimidar, amenazar o asesinar para impedir que se ventilen asuntos controvertidos, se ría indecorosamente de cosas desagradables o se cuestione la oportunidad de hacerlo. Las risas ofensivas pueden seguir circulando y resonando. Incluso más: deben hacerlo con una intensidad directamente proporcional a la amenaza que pesa sobre sus autores.

¿Son violentas las viñetas? ¿Son provocaciones gratuitas? ¿Habría que prohibirlas? ¿Y qué decir de las risas que las acompañan? «¡Usted ríe mal!». Algo así debió pasar por la cabeza de Jorge Bergoglio en el avión que lo llevaba a Manila, en enero de 2015, antes de responder a la pregunta de un periodista francés sobre los límites de la libertad de expresión:

Tenemos la obligación de hablar abiertamente: tener esta libertad, pero sin ofender. Porque es verdad que no se puede reaccionar violentamente, pero, si el Dr. Gasbarri, gran amigo, ofende a mi madre, se lleva un puñetazo. Es normal. Es normal.4

El papa Francisco dice que hay que hablar abiertamente, sin esconder la realidad, sin que nadie lo impida, pero sin ofender. Lo segundo niega lo primero, o acaso pone límites a cuán abierta debe ser la obligación de hablar en general y de hablar específicamente sobre la libertad de expresión. A continuación, precisa dónde están esos límites: en la violencia que ejerce el ofendido. En este caso, el Santo Padre por madre interpuesta, que no dudará en atizar al Dr. Gasbarri por muy buen amigo suyo que sea. El imperativo de poner la otra mejilla no obliga a tolerar abusos ni insultos. Cuatro días más tarde, mientras sobrevolaban China, Bergoglio quiso matizar lo dicho, dejando de nuevo claro que las palabras —y las risas— pueden dañar y que ese daño, a su vez, puede provocar reacciones violentas porque los humanos somos así. Para evitar esta escalada, conviene usar prudentemente la libertad de expresarse.5

Pero, suele preguntarse, ¿dónde ponemos el límite de la expresión pública legítima? Más peliaguda es la cuestión cuando hay risas de por medio. ¿Es posible reírse de todo? ¿Cómo serían una broma y una risa prudentes? El tan traído debate sobre los límites del humor es revelador de dos rasgos esenciales de la risa. El primero es que hay asuntos de los que no se puede reír y que precisamente por eso hacen reír. El humorista vive en fricción con el límite. Sin él, el humor pierde tracción, debe ponerlo a prueba, superarlo, conversar con él. El segundo es que la risa —en especial la que se emite en público— casi nunca es inocua: si se habla tanto de los límites es porque, en ocasiones, riendo se puede dañar. En palabras de Elias Canetti, la risa es el símbolo de un mordisco, y la carcajada una expresión de alegría ante la presa que se está a punto de atrapar.6 Andrés Barba lo dice de modo aún más contundente: «Cada vez que una persona abre la boca para reír está devorando a otra persona».7

El daño que puede causar una risotada no es identificable de antemano. Su potencial pernicioso se debe a que es lenguaje y, como el lenguaje, puede insultar, alejar, excluir, discriminar, y todo lo contrario. Pero quien se gana una bofetada por un chiste mal encajado no es el causante de la bofetada: por muy violenta que sea una broma, hay siempre desproporción entre el cachete o el machete y la burla. La gracia y el cuchillo son correlativos; no son causa y efecto.

Chistes, caricaturas y risas sirven ejemplarmente para acentuar antagonismos, son armas óptimas en las guerras culturales. La normalización de las caricaturas y las viñetas en la comunicación permite servir menús de risas de forma masiva. Este es el ecosistema en el que se manifiesta el fenómeno de la libertad de expresión, que a continuación se descompone en escenas dispares para incrementar así la complejidad de su percepción pública.

1 Las citas son del magistral primer capítulo de Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas, en la traducción de Mauro Armiño (Madrid, Alianza, 2022).

2 En la actualidad, el ritual del duelo con el que se solventaban las afrentas al honor en Europa hasta bien entrado el siglo XIX «es más probable que haga pensar en Bugs Bunny que en “hombres de honor”». S. Pinker, Los ángeles que llevamos dentro, Barcelona, Paidós, 2012, p. 56.

3 Coco, Seguir dibujando, Barcelona, Bang Ediciones, 2022.

4Encuentro del Santo Padre con los periodistas durante el vuelo hacia Manila, 15 de enero de 2015.

5Conferencia de prensa del Santo Padre durante el vuelo de Manila a Roma, 19 de enero de 2015.

6 Véase el capítulo sobre la psicología del comer en E. Canetti, Masa y poder, Barcelona, Muchnik, 1981.

7 A. Barba, La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Barcelona, Alpha Decay, 2021, p. 11.

¿DE QUÉ TE RÍES?

Quien pregunta «¿de qué te ríes?» no suele esperar respuesta. Quiere que alguien deje de reír. Oímos esta frase en las películas; los fines de semana alguien con ganas de gresca la dice en cualquier discoteca; padres impotentes la gritan a sus hijos. Es una pregunta que funciona como amenaza, advertencia o llamada de atención. Por tanto, no es una pregunta, es más bien el preludio de un sopapo, o de la retirada del receptor de la broma, amedrentado por la coreografía corporal que subraya lo retórico de la pregunta: hinchazón de los músculos, respiración más profunda, ligero temblor del cuerpo, barbilla levantada. Hay alguien que no quiere que se rían de él delante de sus narices. O puede que uno con la autoestima baja tome la risa de otro como excusa para hacerse valer con el cuerpo, repitiendo un ancestral alarde de agresividad entre machos. Se presupone, pues, que la risa tiene una función comunicativa o que se puede interpretar como si la tuviera, como si con ella se menospreciara, excluyera e insultara a quien no ríe porque es el involuntario objeto ridiculizado. Entre la gracia y el cuchillo hay una desmesura que, sin embargo, no cuesta salvar.

Para que se dé esta frase en un contexto que la convierta en falsa pregunta, advertencia o admonición se necesitan por lo menos dos agentes y una risa o sonrisa. Uno de los agentes ve en la risa del otro un insulto, una provocación, un gesto de superioridad, algo inapropiado, una impertinencia, un reto; o quizá pretexta que la risa obviamente inocente, y que sabe que es inocente, oculta un insulto para así demostrar que de él no se ríe nadie. Se necesita, por lo tanto, alguien que no tiene sentido del humor (cosa rara) o bien que no encuentra gracioso, sino insultante, lo que se dice. El insulto, la provocación, la ofensa o la sensación de ser humillado o menospreciado no siempre son objetivamente tales. Solo tenemos acceso al enojo, real o teatral, de quien negocia una reparación con la falsa pregunta.

Se requiere también un agente que ría o sonría. El motivo de esta risa puede ser o no lo que el emisor de la falsa pregunta dice o pretexta que es. Muchas veces la risa es tan falsa como la pregunta. Se ríe sin espontaneidad para subrayar la pertenencia al grupo y desdeñar a los otros.

Los que se desvían de la norma del grupo al principio son objeto de burla y risas. Este tipo de risa puede ser una forma filogenéticamente antigua de acoso. Los sonidos rítmicos son reminiscencias de los sonidos de amenaza y persecución de los primates inferiores, y los dientes que se muestran derivarían de una intención de morder. Esto no contradice el hecho de que la risa también vincula. Pero solo a los que ríen juntos; la persona objeto de la risa no suele reír con los otros y percibe la risa como un acto agresivo.1

Puesto que la risa puede operar en entornos sociales acentuando antagonismos, a veces es necesario disimularla, como hacen las damas que le ciñen la espada a Don Quijote, «con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa». La reprimen porque «las proezas que ya habían visto del novel les tenían la risa a raya» (DQ, I, III). Don Quijote ríe poco o nada, como Cristo, y no se toma a la ligera las burlas. Su cometido, como caballero andante, de «defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y menesterosos» (DQ, I, XI) es solemne, radical, insobornable. En fin, quijotesco. Es precisamente su seriedad la que provoca que los otros se mofen de él y corta las risas de las mujeres que lo ayudan a vestirse; la seriedad de quien reprende con violencia.

Esta risa escamoteada facilita el intercambio social. Desde muy pequeños aprendemos a encubrir la risa inadecuada, por ejemplo, cuando se rompe una cosa de valor, se cae un amigo o la maestra lanza una mirada reprobadora. El disimulo moral responde a exigencias de civilidad, a la adaptación del comportamiento a las circunstancias: no se ríe en los funerales ni cuando alguien se cae ni en los actos solemnes, etc. No se ríe cuando se tienen ganas de reír, cuando la carcajada pugna por manifestarse en contra de la voluntad de uno. Las condiciones desfavorables para el libre despliegue de las carcajadas son precisamente las que las originan.

Otra forma de disimulo moral obedece a la sospecha de que nuestra risa o sonrisa puede herir a alguien y queremos evitarlo. Esta abstención es, digamos así, caritativa (no reír para no herir) o constreñida (no reír para no ser agredido por quien se ha sentido herido). El primer motivo es ético y el segundo, prudencial; el primero es fruto de una decisión libre, el segundo es la obligación que le debemos al que nos apunta con un arma «porque en última instancia la pistola que tiene también es un poder», como escribe Rousseau en el primer libro de El contrato social. En ambos casos, el disimulo de la risa es un aprendizaje necesario para vivir pacíficamente en sociedad.

Pareciera que cuando unos ríen otros no ríen, como si fuera un bien que solo pudiera ser disfrutado de manera exclusiva: el sujeto y el objeto de la risa no pueden compartirla, ella es el medio en el que se da su relación antagónica. Hay, claro está, usos amigables de la risa, pero desde una perspectiva moral y política, salta a la vista su poder para excluir, señalar y menospreciar. «La risa se desprende a costa de helarle a alguien la sangre».2 La no universalizabilidad de esta risa nos hace pensar si tal vez no debería ser.

Aunque la risa no se deja esclavizar por la moral, a veces solo podemos convivir amistosamente con quien no ríe de chistes malos. Un chiste puede ser malo en dos sentidos: que no funcione o que sea éticamente deplorable. En este segundo caso, el motivo por el que la chirigota sería moral o éticamente rechazable y condenable puede ser la situación de superioridad que adopta quien lo cuenta. La cosa se complica cuando preguntamos si es éticamente reprobable reír de un chiste éticamente reprobable. En el caso de que así fuera, deberíamos tratar la risa como un acto intencional del que el agente tiene que responsabilizarse. Riendo se aprueban las bromas de mal gusto sobre la inclinación sexual, la raza o la nacionalidad de alguien, y se acepta que las risas se acumulen hasta resultar efectivamente discriminadoras de aquellos que son su objeto. Quién sabe si el ascenso del fascismo es paralelo a la recurrencia de chistes racistas o machistas. Vemos al fascista reír y, por si acaso, decidimos no secundarlo. Puede pasar, sin embargo, que alguien de buena conciencia cace al vuelo un chiste de mal gusto y se le escape una risa o una sonrisa de la que después se arrepienta. En este caso la risa es como un pedo que se sustrae al control del esfínter, motivo este, el del cuesco, causante a su vez de numerosas risas, como si uno riera de que se le ha escapado la risa.

El rigorismo moral aplicado a la risa diría: ríe solo si tratas a la persona que es objeto de hilaridad como fin y no como medio. No se puede instrumentalizar al otro para provocar la hilaridad. O también: ríe solo si la persona que es objeto de la risa también puede reír. Obviamente, semejantes fórmulas destruyen la risa que quieren regular, pues hay siempre algo indomable en ella, algo que no se deja desbravar por la moral a la que la risa está a su vez reaccionando. Quien emite solo risas éticas es ridículo. Ni la rigidez ni la pesadez ni la regla son amigas de la risa. El nihilista dice que la sonrisa del ángel es un homenaje de la risa a la moral. No hay que buscar tan arriba. Basta ver la sonrisa de quien ayuda a otro y de quien recibe la ayuda. Lo que en ese caso sonríe es la relación.

1 I. Eibl-Eibesfeldt, Human Ethology, Londres, Routledge, 1989, p. 315.

2 G. Torné, La cultura de la cancelación y sus enemigos, Barcelona, Anagrama, 2022, p. 27.

FENOMENOLOGÍA DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Es habitual oír que la libertad de expresión no goza de buena salud. Esta queja no se dirige solo a los países en los que la libertad está en efecto amenazada, donde se la reconoce formalmente solo para cumplir con la retórica de la diplomacia internacional. Esta libertad está achacosa también en las democracias con constituciones de tradición liberal. La denuncia de que una libertad está siendo reprimida es una manera de ejercer esta misma libertad. Si se da por descontada, entonces es razonable suponer que su ejercicio está controlado y canalizado para no molestar.

Las intimidaciones a la libertad de expresión son muy diversas: desde el veto de los asesinos, con el que Timothy Garton Ash se refiere a los terroristas y a la mafia, hasta la, así llamada, «cultura de la cancelación», pasando por la represión de los gobiernos totalitarios, el monopolio privado de las plataformas digitales, el fundamentalismo religioso o la segmentación de los medios de comunicación.1 No todo son reclamaciones de una mayor libertad de expresión: algunos movimientos culturales advierten de que la completa libertad de decir lo que a uno «le da la gana» se traduce habitualmente en microagresiones, en discriminaciones o en la consolidación de estereotipos culturales, raciales o religiosos que dificultan la cohesión social.2El giro lingüístico en la filosofía se reproduce en la cultura popular: se ha tomado conciencia colectivamente de que las palabras pueden dañar en la medida en que contribuyen a configurar la realidad. De esto se siguen modos de hablar que persiguen el cuidado recíproco, que pueden facilitar el encuentro entre personas partiendo del reconocimiento mutuo de vulnerabilidades e interdependencias. Tanto énfasis en la lengua tiene algo teatral, vano incluso, si no fuera porque algunos cambios solo se realizan si van acompañados de nuevas formas de hablar, que, no cal dir-ho, no son causa suficiente de esos cambios.

En los últimos diez años se han sucedido varios manifiestos de personajes públicos anglosajones que reclaman mayor libertad para expresarse en público y exigen que el debate social no se pacifique en nombre de daños potenciales; recuerdan, en definitiva, que hablar de todo es un principio casi se diría que sacrosanto de las sociedades liberales.3 En el marco de una guerra cultural, la afirmación o negación de cuya existencia es ya una forma de conducir esta misma guerra, los manifiestos denuncian que las así llamadas «corrección política» (political correctness) y «cultura de la cancelación» (cancel culture) han instilado miedo a hablar libremente en público.4 Este miedo se expresa también en frases como «ya no se puede decir nada», o «hay que morderse la lengua».5 Con ello se quiere subrayar la debilitación de la discusión pública por temor de los hablantes a ser criticados de maneras exageradas, a ser «cancelados», objeto de ostracismo social, públicamente avergonzados y masivamente insultados en las redes.

Los filósofos no son policías. No les corresponde decidir qué comportamientos son adecuados o proporcionados, ni mucho menos señalar lo que se puede legítimamente decir, o quién debería ir a la cárcel por haber dicho según qué. Sócrates fue obligado a suicidarse por hablar de más. La propia filosofía no respeta ningún límite y si en nuestras sociedades está protegida por la libertad de expresión es porque dice cosas inconvenientes, incómodas, insultantes incluso, y en todo caso, contraintuitivas. Los que coquetean con el poder, tomando al pie de la letra la extravagancia platónica del rey-filósofo, dejan de ser filósofos en el momento en que firman una condena de muerte o cuando determinan los límites más allá de los cuales hay que multar a los ciudadanos díscolos.

En las siguientes páginas, pues, no se aboga por una limitación de la libertad de expresión. Se propone más bien una manera de entenderla que ilumine la complejidad del fenómeno, algo así como una fenomenología de la libertad de expresión. El fenómeno se manifiesta cuando se da un debate sobre los términos del debate, cuando se discute públicamente sobre la libertad de discutir públicamente. Podemos muy bien hacer nuestras las palabras de John Milton en su panfleto a favor de la libertad de prensa:

ha llegado la hora de hablar y escribir […] de todo aquello que pueda ayudar a discutir mejor lo que está en disputa.6

La libertad como fenómeno se da cuando se discute, no sobre un asunto concreto, ni sobre la oportunidad de adoptar una determinada política, sino sobre la forma misma del debate, la pertinencia de que determinadas personas participen en el debate público, la necesidad de que las silenciadas hablen y alguien las escuche respetuosamente. Esta manera de hablar sobre cómo, dónde y quién debe hablar es una forma indirecta de tratar el tema sobre el que se debería estar hablando. Dado que la libertad de expresión se suele enmarcar en contextos democráticos, es lógico que gran parte de las discusiones a propósito de ella sean sobre cuestiones de procedimiento y participación.

Una fenomenología de la libertad de expresión observa cómo se escenifica esta libertad, a qué juegos de poder obedece, cuándo está justificado el uso inmoderado de la palabra, quiénes suelen quedar siempre excluidos, etc. Me centro aquí en el desplazamiento de este fenómeno hacia expresiones no verbales como las caricaturas, concebidas con estrategias más propias de las vanguardias artísticas que de los activismos políticos (en el supuesto de que semejante distinción sea aún operativa). Esta progresiva estetización de la libertad de expresión ha desplazado el foco de atención público hacia fenómenos que antes residían en los márgenes, y que han encontrado en los modos contemporáneos de comunicación un hábitat óptimo para multiplicarse.

Un dibujo o una broma son expresiones, así como también lo son las reacciones de indignación o hilaridad que provocan. ¿Es posible aprender algo riendo colectivamente? ¿La provocación artística nos hace más sabios? ¿Más tolerantes? ¿Más indulgentes? ¿Cuál es la reacción proporcionada a una broma de mal gusto? ¿Tenemos la obligación de tolerar que nos ofendan riendo?

1 T. Garton Ash, Free Speech. Ten Principles for a Connected World, New Haven, Yale University Press, 2016.

2 Cf., por ejemplo, Derald Wing Sue, Microaggressions in Everyday Life. Race, Gender, and Sexual Orientation, Hoboken, John Wiley & Sons, 2010.

3 El manifiesto con mayor repercusión fue el que se publicó en Harper’s Magazine firmado por Martin Amis, Margaret Atwood, Noam Chomsky, Salman Rushdie, y muchos otros: «A Letter on Justice and Open Debate», 7 de julio de 2020.

4 Como decía un editorial ampliamente difundido, «América tiene un problema de libertad de expresión»: «America Has a Free Speech Problem», TheNew York Times, 18 de marzo de 2022. El uso aquí del término cancel culture