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Este volumen ofrece al lector mucho material que no ha sido traducido previamente a nuestro idioma. Su naturaleza es, forzosamente, fragmentaria, pues solo se ha seleccionado todo aquello relacionado con el viaje y no otras partes de sus textos en los que reflexiona en torno de lo que estuviera leyendo, su propia escritura o los «cotilleos» (así los denominaba) acerca de amigos y conocidos, que sabía divertirían a sus corresponsales y, sobre todo, a su hermana, Vanessa Bell. Estos escritos también modifican la imagen de mujer atormentada, enfermiza y depresiva que la ha perseguido (al menos en España) entre los lectores que solo saben que se suicidó.
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Seitenzahl: 452
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Virginia Woolf
De viaje
Anexo a la teoría sexual
ANTES DEL VIAJE
Virginia Woolf, de soltera Stephen (1882-1941), una de las grandes novelistas en lengua inglesa, fue además ensayista, crítica literaria y editora. ¿Podríamos añadir a estos títulos el de «viajera»? No, si entendemos por ello a alguien que hace del viaje un modo de vida o uno de sus principales objetivos vitales. Tampoco la podríamos incluir en la categoría de «escritora de viajes»: aquellos y aquellas que toman notas sobre el terreno y luego nos ofrecen un libro en el que narran las vivencias y anécdotas de su periplo, las descripciones de lugares y gentes, la gastronomía, los hoteles y los medios de transporte. No, Virginia Woolf nunca fue una escritora de viajes, fue una escritora a quien le gustaba viajar y disfrutaba con ello, como cualquiera de nosotros viajamos en nuestro tiempo libre y gustamos de observar y sentir todo aquello que es diferente a lo que estamos acostumbrados, ya sea en nuestro país o fuera de él. Virginia nunca escribió un libro de viajes y sentía cierta desconfianza por este género literario: no quería aburrirse con el relato ni aburrir a sus corresponsales. Pero, cuando estaba de viaje, escribía su diario y también cartas a su hermana y amigos; a menudo el lector encontrará frases en las que advierte a sus corresponsales que no quiere hacer una guía de viajes, una pequeña Baedecker, o interrumpe sus descripciones —sobre todo de los paisajes— porque le parece que pueden resultar aburridas y no quiere convertirse en una pesada, como lo son tantos turistas que cuentan sus experiencias con prolijidad y cansan a propios y extraños. Además, como escribe en su diario durante uno de sus viajes, tiende a desconfiar de este tipo de narrativa cuando se complace en largas descripciones porque «lo que una registra de verdad es el estado de su propia mente». Claro que describe, pero lo hace de una manera que podríamos llamar impresionista, como un lienzo sin detalle a base de manchas de color —hay que destacar que tenía un gran sentido del color, como el lector advertirá en estas páginas—.
Este volumen reúne, por primera vez en español, lo que Virginia Woolf escribió cuando estaba de viaje, tanto en su diario como en sus cartas, y ofrece al lector mucho material que no ha sido traducido previamente a nuestro idioma. Su naturaleza es, forzosamente, fragmentaria, pues solo he seleccionado todo aquello relacionado con el viaje y no otras partes de sus textos en los que reflexiona en torno de lo que estuviera leyendo, su propia escritura o los «cotilleos» (así los denominaba) acerca de amigos y conocidos, que sabía divertirían a sus corresponsales y, sobre todo, a su hermana, Vanessa Bell. El libro sigue un orden cronológico y se ha dividido en dos partes: la primera, «Virginia Stephen», abarca el período que va desde 1887 —con una Virginia adolescente— y concluye en 1912, cuando se casó. La segunda, «Virginia Woolf» (sabido es que en Gran Bretaña lo usual es que las mujeres, al casarse, adopten el apellido de su marido), arranca con las cartas que escribió durante el viaje de bodas que emprendió con su marido, Leonard Woolf, pues no retomó el hábito de llevar un diario hasta 1915. En el inicio de cada año, se proporciona un breve resumen de los acontecimientos que se han considerado más significativos para este libro, los viajes que llevó a cabo y algunos otros datos relevantes, como lo que estaba escribiendo, lo que publicó y lo que he considerado que aporta información para el contexto biográfico. También se observará, tanto de soltera como de casada (pero sobre todo en el primer caso), la irregularidad de las entradas del diario, en los que a veces detalla la fecha, el lugar y hasta el nombre del alojamiento, mientras que otras ni siquiera pone la fecha. En el caso de las cartas suele ser mucho más rigurosa.
Asimismo, se percibe una variedad de estilos en consonancia con la época de la vida en que se encuentra o su corresponsal; este volumen se inicia con una Virginia quinceañera, muy naíf, pasa por una joven que quiere soltarse la mano en el oficio de escribir, como por ejemplo cuando estuvo en Wiltshire y se dedicó a escribir breves ensayos acerca de los lugares que visitó o de las gentes de esa zona de Inglaterra, y concluye con una escritora madura que hace su último viaje en 1938 y del cual solo se conservan sus cartas, pues su diario de viaje se ha perdido. El lector de estas páginas asistirá a la evolución tanto de la mujer como de la escritora, a través de una variedad de estilos, desde las descripciones detalladas a las notas lacónicas, casi taquigráficas, de algunos de sus diarios de viaje en los últimos años de su vida. En la traducción no he pretendido «arreglar» o suavizar esas notas secas y apresuradas, evitar repeticiones o añadir verbos cuando no los hay. La propia Virginia ya anotó en 1908 que: «Cuando leo este cuaderno, lo que hago a veces en una tarde calurosa en Londres, me impacta la rudeza de las frases, el descuido de las descripciones, la repetición de los adjetivos, y enseguida lo sentencio como un trabajo apresurado, pero me excuso al recordar las circunstancias en las que lo escribí». Virginia Woolf nunca quiso ni pensó que su diario y cartas privadas se publicaran alguna vez (en su nota de suicidio, le pide a su marido, Leonard Woolf, que destruya sus papeles); escribió al dictado del momento y de su estado de ánimo, porque, si para ella escribir ficción era una «intoxicación» sin la cual no podía vivir, a falta de ella, la del diario era «la alternativa más encantadora y entretenida». Así pues, en lo que respecta a sus cuadernos de viaje, encontramos un rango que va desde un estilo altamente poético, sobre todo en las descripciones del paisaje natural, hasta uno mucho más pedestre, concreto, y a menudo humorístico. Las cartas tienen un tono distinto, ligero y adaptado al corresponsal y a su relación afectiva con ella o él: tenía muy en cuenta que a su hermana Vanessa, quizá la persona a quien más quiso Virginia, le aburrían las descripciones, cosa que a Ethel Smyth no parece que le ocurriera; no era la misma su forma de escribir a Vita Sackville-West, con quien tuvo una historia de amor, que a viejos amigos como Molly MacCarthy, Roger Fry o Lytton Strachey. Porque, aunque sea siempre la misma sensibilidad, con sus dotes literarias, intelectuales e intuitivas, precisamente por esa riqueza de su pluma, el registro de las novelas es uno, otro el de los ensayos, y otro el de diarios y cartas, aunque su voz siempre es inconfundible. Por otra parte, como se ha señalado, también se puede observar una evolución en su percepción del mundo y de los «extranjeros», desde la Virginia Stephen que se siente muy afortunada por ser inglesa y mira con suspicacia a los meridionales, de quienes le desagradan muchas costumbres, a la que va dando paso a una Virginia Woolf que se siente muy a gusto rodeada de franceses, italianos, españoles y griegos. Como ejemplo, basta comparar su primer viaje a Grecia a los veinticuatro años, con sus hermanos y su amiga Violet Dickinson, con el que realizó con su marido, su amigo Roger y Margery Fry a este país; en el primero, solo fascinada por la Grecia clásica, como buena estudiante de griego y mujer nacida en el seno de la «aristocracia intelectual» inglesa, y, en el segundo, también enamorada de la Grecia moderna, sus paisajes, su clima, sus gentes. El país era prácticamente el mismo, pero su percepción había evolucionado y su mente se había desprendido de muchos prejuicios de clase y nacionalidad.
Si comparamos los viajes que hizo con los del moderno turista occidental, los suyos no fueron lejanos ni exóticos: nunca cruzó el Atlántico ni viajó a otros continentes; no hay constancia de que llegara a subirse en avión (en una época en la que el turismo aéreo aún no estaba desarrollado); en 1932, cuando tuvo la ocasión de ir a Norteamérica para dar una gira de conferencias, decidió que no le compensaba; tampoco mostró deseos o curiosidad por conocer Ceilán, donde su marido había trabajado seis años como funcionario antes de casarse con ella. Lo más lejos que llegó fue a Constantinopla y su radio de acción fueron Europa y Gran Bretaña. Estas páginas nos revelan que no era una viajera remilgada ni exigente con los alojamientos, la comida, el clima ni cualquiera de los inconvenientes que pueden acechar al viajero. No era amante del lujo, por principio, y una vez que la situación económica del matrimonio se volvió desahogada (sobre todo, gracias a las ganancias de ella con la pluma), los Woolf no tenían por costumbre elegir hoteles lujosos, salvo en algunas ocasiones, y preferían hostales, posadas y pensiones que, a ser posible, no estuvieran invadidas por turistas ni, en el caso del extranjero, por ingleses. Vemos en sus cartas que no solo no se queja, sino que acepta, con estoicismo y buen humor, pensiones que están sucias y donde hay bichos, hoteles donde la calefacción no funciona y la única manera de calentarse es meterse en la cama; baños compartidos; ni el mal tiempo logra arruinar su buen humor (aunque como buena inglesa, tenía la necesidad periódica de sol y buen tiempo), ni tampoco las comidas mediocres. Aunque sabemos por ella misma (casi al final de su vida, escribe en su diario lo poco, en general, que ha disfrutado con la comida) y por otros testigos, como su marido y su sobrino y primer biógrafo, Quentin Bell, que nunca comía demasiado, en estos viajes la vemos disfrutar con las buenas comidas y el buen vino. Nada más lejos de esa etiqueta de «anoréxica» que algunas veces se le ha impuesto con ligereza y poco rigor. Era una viajera entusiasta, estoica y animosa y parte de la diversión del viaje consistía no solo en gozar de paisajes distintos y de obras de arte, sino de la observación de la gente. Un lema o un consejo que se dio a sí misma fue «Observarlo todo». Y eso hace la Virginia viajera, observar a la gente y a ciertos tipos individuales que la impresionan especialmente (hombres y mujeres de cualquier edad y condición); intenta relacionarse, sobre todo en el extranjero, con la gente del país, en Italia, Grecia y Francia, porque ella, que era capaz de traducir el griego clásico sin apenas ayuda del diccionario, y también dominaba el latín, nunca estuvo dotada para las lenguas modernas: leía el francés y el italiano sin dificultad alguna, pero hablarlo ya era otra cuestión. Sus observaciones acerca de las personas que encuentra en el camino son agudas, certeras, a menudo amables, a menudo con la imparcialidad de la escritora que observa con distancia a los personajes y, en alguna ocasión, hay que decirlo, bastante crueles.
De forma similar a lo señalado más arriba respecto a la comida, estos escritos también modifican la imagen de mujer atormentada, enfermiza y depresiva que la ha perseguido (al menos en España) entre los lectores que solo saben que se suicidó. En su biografía, Quentin Bell nos cuenta que era una persona extremadamente divertida, una gran andarina, como lo fue su padre, Leslie Stephen, y una mujer de gran dinamismo y entusiasmo. Cierto es que padeció un desorden de tipo psicótico y se vio afectada por depresiones y trastornos nerviosos, pero aquí el lector podrá encontrarse con una Virginia Stephen que monta a caballo, en bicicleta, conduce un carrito tirado por un poni, se baña en el mar, o salta arroyos —y a veces se cae en ellos—. Y podrá ver a una Virginia Woolf con un intenso gusto por la diversión, la novedad y un gozo intenso por los viajes: «¡Qué facultad de disfrute tengo!», afirma en varias ocasiones. Los Woolf se compraron su primer coche en 1927 —uno de segunda mano, adquisición que les daría una mayor libertad y autonomía a la hora de viajar— y ella disfrutó con la vida nómada de la carretera y los almuerzos al aire libre en cualquier paraje que les agradara. Ir de ciudad en ciudad, de hotel en hotel («adoro la vida de hotel»), era extremadamente agradable y estimulante para ella, aunque los regresos se le hacían más pesados y solía aburrirse un poco de este ritmo. Virginia Stephen, aunque solía viajar con familia y amigos, también lo hizo sola por Inglaterra, en alguna ocasión llevándose con ella a sus perros. Desde que se casó con Leonard, no volvió a viajar sola, y el único viaje que hizo sin él fue con Vita Sackville-West. Y como ya podía permitírselo, fueron muchos los lugares en donde fantaseó con comprarse una casa y vivir allí una parte del año, tanto en Francia como en Italia; en Grecia le asaltó el deseo de pasar unas vacaciones todos los años en tiendas de campaña con su marido, hermana y amigos; incluso pensó en trasladar su editorial, la Hogarth Press, a Creta. Su vida en Londres era la de una profesional muy ocupada: escribir (ficción, y crítica literaria para el Times Literary Supplement y otras publicaciones), leer manuscritos para su editorial, reuniones con los amigos, compromisos sociales y profesionales casi ineludibles… Al viajar, de vacaciones, se sentía liberada de tanto trabajo y compromisos, se encendía su talante más hedonista y aventurero, veía que otras formas de vivir eran posibles y muy deseables, aunque siempre se alegrara de volver a su amado Londres, a su casa de Sussex, a los viejos amigos y a su hermana, y, desde luego, a su vida profesional y creativa.
Quien desee profundizar en los aspectos biográficos de Virginia Woolf podrá hacerlo en cualquiera de las numerosas biografías que se han publicado acerca de una mujer tan compleja y controvertida como la autora inglesa. Entre las traducidas al español, podemos destacar la de Quentin Bell,[1] pero si se busca una visión más amplia, comprensiva y empática de la sensibilidad de la escritora, se encontrará en Virginia Woolf. Vida de una escritora (Lyndall Gordon, 1986), Virginia Woolf (Hermione Lee, 1996) y Virginia Woolf. La medida de la vida (Herbert Marder, 2002), por citar solo las principales de las traducidas al español; en inglés, la lista es casi interminable. Para escuchar la voz de Virginia Woolf sin otras mediaciones, el lector deberá acudir a sus diarios y cartas (la mayoría de las cuales no han sido traducidas al español) y al libro Momentos de vida.
Es una satisfacción poder presentar al lector la voz en español de la Virginia viajera, esa voz íntima y vivaz, que vibra y resuena a través de los años con la frescura del agua viva.
PATRICIA DÍAZ PEREDA
[1]Virginia Woolf.Una biografía se publicó en 1972 y, aunque es un trabajo excelente, hay muchos otros biógrafos que opinan —y coincido con ese punto de vista— que la comprensión de Quentin Bell del temperamento de su tía era un tanto limitada. Da la impresión de compartir con su tío, Leonard Woolf, muchas de las ideas de este acerca de su esposa (sobre todo las que atañen a su desorden psicótico), a quien presenta casi como una especie de «santo laico», opiniones de las que difieren muchos otros biógrafos y biógrafas. Una de las más radicales en este aspecto (sin traducir al español) es: Who’s afraid of Leonard Woolf. A case for the sanity of Virginia Woolf (Irene Coates, 1998).
VIRGINIA STEPHEN (1882-1912)
1897
Virginia tenía quince años y en enero empezó a llevar un diario de forma regular. En 1895 había muerto Julia Duckworth, la madre de los cuatro hermanos Stephen y de los tres Duckworth; fue «el peor desastre que podía ocurrir», y provocó la primera crisis psíquica de su vida. Su padre, Leslie Stephen, no soportó la idea de volver a St. Ives (Cornualles), el lugar de veraneo de la familia, y cada año alquiló casas en diferentes sitios de Inglaterra. Stella, hermana por parte de madre de los Stephen, murió el 19 de julio y la familia se instaló en Painswick House, en Gloucestershire, desde el 28 de julio hasta el 23 de septiembre. Virginia y Vanessa pasaron bastante tiempo con el viudo de Stella, Jack Hills.
Diario, miércoles 28 de julio
¡Por fin! A las tres menos cuarto, nuestro enorme ómnibus, con todo tipo de equipaje amontonado —Nessa, Padre y yo, apretujados en los rincones—, salió para Paddington.
Llegamos, después de la travesía usual de Stroud, a las cinco menos cuarto y fuimos en el autobús de Painswick (un transporte estupendo) a la vicaría, a unas tres millas de la estación. Una casa grande, cómoda, con un jardín de flores muy agradable, cancha, fuentes y césped verde. Mira hacia las colinas y a los bosques.
Diario, sábado 31 de julio
Otro día tórrido. Georgie y Thoby salieron por la mañana a coger insectos y padre y yo fuimos al valle, al final del jardín, a buscar plantas. Solo encontramos algunas corrientes, así que nos volvimos a casa. Padre y Fred salieron a pasear después del almuerzo, Thoby a cazar insectos y a las cuatro llegó el carrito del poni para llevarnos a Stroud. Ni siquiera puedo intentar hacer justicia a dicho carrito en este corto espacio —pero podría haber llevado a la señorita Austen, cuando los caminos estaban «sucios», y no hubiera suscitado ningún comentario—. Llegamos a Stroud sobre las cinco menos cuarto y fuimos de compras. El tren llegó con una hora de retraso, a las seis y veinte.
Diario, 2 de agosto
Por la mañana, Thoby, Nessa, Jack, Georgie y yo fuimos a Painswick Castle, un yacimiento romano en la colina a unas dos millas, a buscar las míticas grandes azules[2]. Evidentemente, no han salido. Sin embargo, nos hemos dado un paseo, bajo un cielo muy azul y los abetos, que aromatizaban con intensidad el aire. Abajo, en el valle, hay gitanos y rectas columnas de humo azul —habría que ser poeta si se viviera en el campo… y ¿qué soy yo?—. Por la tarde no hemos hecho nada. El sol es insoportable. Padre y Fred han salido a dar una vuelta. Ha venido Will y hemos jugado al criquet después del té. Jack y Gerald han vuelto a las seis. Hemos tenido una o dos conversaciones largas y agradables con Jack.
Carta a Thoby Stephen
Corby Castle,[3] Carlisle, lunes 27 de septiembre
Llegamos aquí el sábado, a eso de las seis; salimos a las once y media. Es una casa de campo grande, cuadrada y roja —se parece bastante al Park, en Painswick—. Al entrar, hay un gran vestíbulo, con salas alrededor. Nunca había estado en tales suntuosidades en toda mi larga vida. Nessa tiene un gran dormitorio y yo uno pequeño, en la puerta de al lado. Hay innumerables habitaciones y criados (¡cuatro caballeros nos esperan para cenar!), salas para recibir, una galería y una sala de fumadores —tenemos largas cenas: siete platos— y todo es muy formal e incómodo. El río está bastante cerca de la casa —un río muy distinto de nuestro querido Támesis—, es muy fiero e irritable. Jack ha estado pescando toda la mañana, pero no ha cogido nada. Esta tarde, va a ir otra vez a pescar y nosotras a verlo. Hoy fuimos, una excursión larga, a una vieja iglesia donde están enterrados los Howard y acabamos de almorzar.
1899
La familia Stephen pasó las vacaciones (agosto y septiembre) en la rectoría de Warboys, distrito de Huntingdonshire en el condado de Cambridgeshire. Está al norte de Londres y a poca distancia de Cambridge. Virginia tenía diecisiete años.
Diario, 5 de agosto
Nunca había visto tal extensión, majestuosidad e iluminación. Aire puro durante brazas y brazas y acres y acres; además, qué profusión de conglomerados de nubes; hay un vasto espacio de azul en el que los dioses, sin duda, soplan maravillosas burbujas de nubes. Los diosecillos, me parece, se están divirtiendo.
El aire era frío y las carreteras estaban desiertas cuando íbamos a paso ligero a casa. ¡Qué hermoso es el mundo en el que vivimos!
Diario, 7 de agosto
La monotonía, a mi parecer, habita en estas planicies. La mezcla gris de cielo, tierra y agua es el puro espíritu de la monotonía.
Es una región melancólica. He ido esta tarde con Adrian a la iglesia que tenemos enfrente. Es la iglesia de Santa María Magdalena y la construyeron en el siglo XIV. El cementerio está lleno de tumbas sombrías, con extraños grabados y cabezas de ángeles que se inclinan desgarbados sobre fechas, nombres y demás. Hay muchas tumbas anónimas y me sobresaltó pensar que estaba andando sobre antiguo polvo olvidado, que no se diferenciaba del de los cerros del campo. Las tumbas se levantan en montículos abultados en paralelo, a lo largo de todo el jardín.
Después de cenar, nos sentamos en nuestra terracita, que se levanta sobre el jardín y el estanque. La estrella polar brilla sobre nuestras cabezas y nubes negras y alargadas flotan en el pálido cielo nocturno. Un murciélago se lanza en picado y vuela en círculos sobre nuestras cabezas. ¡Qué criaturas tan atractivas son!
Diario, 8 de agosto
Había un cura apoyado en el portón mientras Adrian llevaba a Reshnel por el prado. Así que George corrió y le pidió que entrara, lo que hizo, y nos dio la mano a todos. Nessa se quejó al cura de que la cosecha de Huntingdonshire nos ha privado de mantequilla, leche, crema y de una ayuda extra. Nos ha contado que todas las mujeres se niegan a hacer nada que no sea trabajar en los campos. No salen a servir, ni se quedan a cuidar de la casa. A las siete o las ocho de la mañana, salen en masa, con enormes gorros para el sol y delantales de algodón, y trabajan en los campos de maíz hasta que anochece. Toda la tierra que eran marismas está dividida ahora en innumerables campos de maíz.
Vimos a los cosechadores esta tarde cuando volvíamos de Ramsey. A un lado de la carretera había una máquina segadora, abatiendo el maíz enhiesto, y al otro, un campo con el maíz cortado y colocado; aquí y allá, mujeres y chicos andaban apilando el maíz en pacas. Incluso una niñita de no más de cuatro años cosechaba con su madre. Llevaba un vestido escarlata claro y trotaba detrás, con una pequeña brazada de tallos. Una de las mujeres que cosechaban, de unos setenta años, tenía escasos mechones de pelo blanco y la cara arrugada por el sol y el azote del viento. Hay algo pintoresco en esta región: cosechadores, molinos de viento, campos de maíz dorados. Todo llano, con neblina azul en la distancia y la gran cúpula del cielo por todas partes.
Diario
Ramsey (o Isla de Ram) es una ciudad con mercado en los límites de los Fens.
La ciudad se infectó con la peste del año 1666, por una pieza de paño que enviaron de Londres para que el primo de Oliver Cromwell, el coronel Cromwell, se hiciera un abrigo; murió, junto con el sastre y toda su familia y cuatrocientas personas más, de peste.
La abadía, que tuvo la distinción de ser «mitrada», se alza en el extremo superior de la ciudad y ocupa una extensión de suelo sólido, de dos millas de largo, está rodeada por densas y melancólicas ciénagas y es inaccesible salvo por agua; se conservan la bella portería perpendicular y el refectorio. La reina Isabel pasó quince días aquí, en 1309.
Diario, 12 de agosto
Adrian y yo hemos cogido la costumbre, ahora que los días son tan calurosos, de dejar el ejercicio para después del té y entonces salimos con nuestras bicicletas para una hora de pedaleo intenso. Además de sus bondades pintorescas, esta región posee una importante: que todas las carreteras principales están muy bien hechas, bien apisonadas, lisas y sin piedras sueltas. Esta zona tampoco frena al ciclista con colinas por las que preocuparse; puedes pedalear, pedalear y pedalear sin tener que desmontar y empujar la bicicleta para subir, o sin tener nunca el placer de levantar los pies de los pedales mientras ruedas cuesta abajo.
No hemos apreciado el paisaje hasta que hemos desmontado. Era, a ambos lados, totalmente plano; la carretera se alza ligeramente en el medio y se desliza sobre el llano como un hilo blanco y recto. Esto es el corazón del viejo país Fen.[4] El sólido suelo en el que estamos era, no hace muchos años, de ciénaga y juncos; ahora hay un camino y a cada lado crecen patatas y maíz, pero el carácter de Fen permanece indeleble. Un ancho canal cruza el Fen, en el que hay agua marrón y fría, incluso en este cálido verano. Juncos altos y plantas acuáticas emergen de él y pequeñas mariposas blancas, habitantes de los Fens, revoloteaban entre ellos por decenas cuando hemos estado allí. Me gustaría que, de una vez por todas, pudiera escribir con mi horrible letra cómo me impresiona esta región.
Diario, 18 de agosto
Distracciones en Warboys
Ayer fuimos a una fiesta de jardín en casa de los De la Pryme, que se merece una página —fue un acontecimiento tan estupendo y notable—. Pero no tengo tiempo para eso; solo puedo hacer un relato breve de la diversión de hoy —nuestra visita a Godmanchester—.
El día amaneció frío, nublado y con súbitas arremetidas de lluvia intensa. Nuestra primera emoción fue no perder el tren por los pelos en Warboys. Véase a Nessa —fustigando al poni frenéticamente…, sujetándose el sombrero con una mano— con el viento y la lluvia en la cara y solo seis minutos para recorrer media milla hasta la estación. Sin embargo, esta diversión se acabó enseguida y llegamos a tiempo para coger el tren, que iba con retraso. Nos hemos sumergido en nuestro compartimiento de tercera con un suspiro de alivio y comodidad. A nuestro alrededor, todo eran campos llanos y grises, con lluvia silbando por encima y árboles desmochados.
Nuestro trayecto de Warboys a Huntingdon es uno de esos, no infrecuentes en esta parte del mundo, que son un magnífico triunfo de la bicicleta. Puedes pedalear con comodidad y placer hasta Huntingdon en menos de una hora. Tardas lo mismo en hacer las ocho millas en tren y además el precio para el viaje de vuelta de tres personas suma siete chelines y seis peniques. Hay dos transbordos, en Somerham y en St. Ives; en el primero, hemos tenido que esperar diez minutos y para el segundo, teníamos cinco. En Somerham hemos esperado y cogido el tren con comodidad. En St. Ives, hemos tenido que cruzar varios andenes para llegar al que, nos ha asegurado el vigilante, era el de Huntingdon. Solo teníamos cinco minutos, así que no hemos perdido el tiempo y hemos cruzado corriendo para situarnos donde pararía el vagón de tercera clase. Hemos esperado; ni tren ni rastro del tren; así que nos hemos puesto a investigar el mecanismo de una máquina de golosinas y, como estaba averiada, nos hemos cambiado a la de pesar. Así han pasado veinte minutos; nos hemos inquietado y hemos abordado al chico de los periódicos… «¿Cuándo llega el tren de Huntingdon?». «Ah, a las ٢.٠٥», ha contestado. «No, no —ha dicho Vanessa—; sé que hay un tren a las 12.43». El chico ha sonreído algo torvamente: «El de las 12.43 ha pasado hace veinte minutos, señorita —ha dicho—, en el otro andén». Así que hemos estado concentrados en las excentricidades de la máquina de golosinas y de la balanza cuando el tren llegaba al otro lado, los pasajeros se subían y se marchaba.
Hemos hablado poco, pero en un momento hemos decidido que se podrían encontrar un caballo y un carro en St. Ives, capaces de llevarnos sin demora hasta nuestro tío y primos, en Godmanchester. Hemos ido al Country Arms, pero nos han dicho que hace tiempo que no tienen carros; luego al Robin Hood, cuyo carro se acababa de ir; luego, a la posada The Rampant Lion, que no tiene ninguno, y después al Fountain, que sí tenía un carruaje y podía estar a nuestra disposición en diez minutos. Nos hemos sentado en la salita, que olía a vino; el portero de la pensión se ha sentado con nosotros para pasar el rato. Era un hombre joven, que rebosaba buen carácter y locuacidad. Enseguida nos ha contado lo que he adivinado nada más verle, que es forastero en esta zona y la encuentra muy aburrida. Los lunes tenemos mercado, ha dicho, y hay algo que hacer, pero en los demás días nunca pasa nada. No hay sitio más aletargado. Nos ha preguntado si veníamos de Londres y, cuando le hemos dicho que sí, nos ha hecho muchas preguntas sobre el clima londinense. Evidentemente, un pequeño cambio como este es toda la emoción que tiene. (Este joven y el boticario son personas que pueden atestiguar la personalidad de los Fens y de su gente. Los miran como a extraños; y ellos, por su parte, encuentran la región, su gente y la vida muy monótonas).
Hemos recorrido las cinco millas a través de pueblos pintorescos y antiguos; nunca los he visto iguales. Todo es viejo; esta antigüedad resulta deprimente al cabo de un rato; nos han contado que solo hay una casa nueva en Godmanchester —una casa nueva lo es si no data del siglo XVII— y la construyeron porque la vieja se quemó. Hemos llegado a Godmanchester a las dos y cuarto y los reunidos estaban a punto de comer. Para abreviar, hemos comido y luego, bajo un afilado chaparrón, nos hemos dirigido a la barca.
Los demás eran todos Stephen, sin intentar disimularlo. Son muy anchos, largos y musculosos; se mueven con torpeza y como si se resintieran de la vida moderna a cada paso. Todos llevan consigo el ambiente de una sala de conferencias; son severos, cáusticos y absolutamente independientes e inconmovibles. Un carácter corriente se vería reducido a pulpa después de unas semanas de trato con ellos. Se distinguen y tienen más personalidad que la mayoría de la gente, por lo que los bendecimos y se lo agradecemos sinceramente. Después de remar durante una hora, las dos barcas se han juntado y hemos acordado desembarcar en diez minutos. Así lo hemos hecho y unos nos hemos sentado para calentar la teteray otros se han ido a dar una aburrida vuelta por la orilla del río.
Imagínanos sentados, incómodos, en un sendero de remolcadores; la mitad en una acequia y la otra, entre hierba alta —soplaba un viento frío, con ocasionales gotas de lluvia— sin luz ni al este ni al oeste —con una vista melancólica del cielo—. Sir Herbert espantaba avispas y comía pan con mermelada; luego hemos recogido despacio la cesta y hemos tirado para Godmaster. Me he sentado en una barca con lady Stephen, y Adrian y Harry han remado. Hemos ido bastante por delante de los otros. La lluvia caía ya como una venganza. Sin embargo, hemos vuelto a tiempo de escapar a una mojadura intensa.
Así ha terminado un día de placer un tanto siniestro. Esto ha sido mucho más largo de escribir que el propio día: tal enumeración de detalles es muy difícil, aburrida y poco fructífera como lectura. Sin embargo, el escribir no tiene fin y espero poder hacerlo mejor cada vez.
Diario
St. Ives se llamaba antiguamente Slepe y aparece con este nombre en el Domesday Book,[5] pero adquirió su nombre actual por Ivo, un obispo persa que, se dice, viajó por el país predicando y por fin llegó aquí, donde murió a finales del siglo VI.
Todos los lunes St. Ives tiene mercado de vacas, ovejas y cerdos; fue otorgado por edicto del rey Eduardo I hacia el año 1290. Gran parte de la ciudad fue destruida en 1680 por un incendio que comenzó al final de White Hart Lane, el 30 de abril de ese año, soplaba un viento muy fuerte y pasó hasta Sheepmarket, consumiéndolo todo a su paso hasta la orilla del mar y reduciendo a cenizas las casas de ciento veintidós familias.
Sobre el río hay un puente de piedra de seis arcos del que se dice lo erigieron los abades de Ramsey; dos de los arcos fueron reconstruidos en 1716 por el duque de Manchester; cerca del centro, sobre uno de los muelles, hay un antiguo edificio de piedra, cuya parte baja era antiguamente una capilla, pero que ahora se usa como vivienda. La iglesia de All Saints es un edificio de piedra, de estilo normando y gótico perpendicular. El registro de bautismos y matrimonios data de 1561 y el de los entierros, de 1563; uno de los libros parroquiales tiene, con la fecha de 1634, la firma de Oliver Cromwell, que entonces residía en St. Ives.
Diario, 4 de septiembre
Esta tierra está veinte pies bajo el nivel del mar; sofisticada maquinaria de bombeo e innumerables diques drenan las aguas de los campos; se rumorea que una de estas grandes máquinas se está averiando ahora y el dueño es reacio a gastar el dinero necesario para repararla. Si un día dejara de funcionar, el agua inundaría los campos y ahogaría a los hombres del Fen. Nos encontramos un funeral fen al volver de Warboys, donde habían enterrado al muerto. Había como cinco carritos de panadero y otro que se había usado para llevar maíz; todos iban cargados de hombres y mujeres de luto riguroso. Venían del este, por la carretera blanca que es totalmente recta. Los vimos avanzar lentamente hacia nosotros, en el cielo se amontonaban las nubes y el viento soplaba entre los espacios azules que los rodeaban. Cuando los rebasamos, un chico nos miró con mucha hosquedad y ese peculiar aspecto tan deprimido que tienen los hombres y mujeres del Fen; iban en silencio absoluto; y la procesión siguió por el corazón del Fen. Anoche soñé vívidamente con esto; cómo miraba las caras de las mujeres y los carros pasaban y pasaban en la noche, de vuelta a una extraña y oscura tierra y decían que la única vez que vieron la luz del día fue cuando vinieron a Warboys para enterrar al muerto. Hay un curioso sentimiento en esta tierra de cielo infinito: así que te puedes convertir en una profeta del tiempo, tumbada de espaldas en el Fen y observando los batallones de nubes que flotan a lo lejos y el cielo azul, mucho antes de sentir su calor.
Diario, 8 de septiembre
Las carreteras, que están casi siempre desiertas, hoy no dejaban ver ni un solo viandante. Teníamos el condado de Huntingdon para nosotros solos, junto a una desconocida extensión de aire y cielo. Así que rodamos, rodamos y rodamos hasta que las agujas de St. Ives fueron visibles en la neblina, al pie de la colina. Habíamos pedaleado unas cinco millas en poco más de media hora, lo que, para ciclistas como nosotros, además cargados con pesados capotes y la embarrada carretera que nos frenaba las ruedas, consideramos un buen rendimiento.
La última vez que fuimos a St. Ives me fijé en una tienda de antigüedades; había plata antigua, porcelana, y muebles antiguos y, en un rincón polvoriento, lo que parecían montones de libros tentadores. No puedo explicar el intenso placer que es para mí comprar libros; y estaré más que satisfecha si Thoby siente la mitad de mi placer con su regalo. Fuimos directamente a la tienda y una chica joven nos pidió que esperásemos a la mujer y pareció estupefacta por mi petición de ver libros viejos con buena encuadernación. Mientras esperábamos, exploramos la tienda y sus tesoros. Una colección como esta se me sube a la cabeza como los vapores de un vino delicioso; deseo comprar frenéticamente todo lo que veo y las cosas más corrientes me parecen fascinantes. Había candelabros de plata de Sheffield y delicadas tazas de porcelana antigua, sólidas mesas de roble oscuro, maravillosos armarios taraceados de caoba envejecida, escritorios con interminables volutas de madera amarilla incrustada e in-numerables cajones, platos de peltre, jarras y platos y libros viejos. Estos yacían amontonados en el suelo, atados en paquetes, así que examinarlos fue una tarea difícil. La mujer de la tienda, cuando llegó, resultó ser una persona delgada y nerviosa que se dio cuenta de mi atracción por sus mercancías, pero tenía mucha fe en su belleza y valor. Le agradó mucho tener clientes y nos pidió que nos tomáramos nuestro tiempo viendo sus cosas. Dijo que los libros valían poca cosa —se puede llevar cualquiera de ellos por dos peniques, salvo cuatro volúmenes bien conservados de los viajes del capitán Cook, que me atrajeron y finalmente compré para regalárselos a Thoby—.[6]
1903
A principios de 1902, Virginia empezó a recibir clases particulares de griego de Janet Case, que se convirtió en una amiga para toda la vida. También entabló una amistad íntima con Violet Dickinson, que había sido amiga de su hermana Stella y era trece años mayor que Virginia. A finales de ese año, operaron a su padre de cáncer intestinal.
La familia Stephen estuvo de vacaciones en Blatchfield, Surrey, del 16 al 30 de abril. Para las vacaciones de agosto, alquilaron Netherhampton House en el pueblo del mismo nombre, cerca de Wilton, Salisbury, en Wiltshire, un condado al sudoeste de Inglaterra.
Carta a Violet Dickinson
Blatchfield, Chilworth, Surrey, abril
El condado de Surrey es un fraude. Este sitio no es tan malo como Hinhead, pero está atestado de Cockneys y Cultura. Toda la gente artística parece que vive aquí y se construye una casa de ladrillos rojos con falsos ladrillos isabelinos, blancos y negros. Sin embargo, esta casa es mejor que eso —tres viejos cottages[7] juntos, y es cómoda, que es lo principal—. Todavía hace mucho frío. A padre le gusta el sitio, sin embargo, y tiene un dormitorio muy cómodo y una sala para él solo. Pero no puede salir mucho y no creo que esté mejor.
Diario. Netherhampton House, Salisbury, agosto
Nos hemos desembarazado de Londres. Nessa y yo, después de una lucha titánica en esa estación que toma adecuadamente su nombre de una batalla, hemos logrado la transición de la familia a Salisbury. Ya hemos deshecho las maletas y nos hemos aposentado en una especie de orden. La casa es justo lo que suponía —y esperaba—. La vista delantera —mira a la carretera— es la de una casita de piedra gris, demasiado humilde para estar adornada, pero es evidente que data de una época recargada y, a su humilde manera, es la imitación de una gran casa genuina.
Las amplias habitaciones están amuebladas sin demasiada profusión, con antiguas y dignas sillas y sólidas mesas: el granate y el blanco son la base de este lugar, con un toque de vieja madera rojiza. Es, me da la sensación, una típica casa de campo inglesa, del tipo más modesto; sólida y sin pretensiones, pero con cierta originalidad digna, suavizada por el tiempo. Estas viejas casitas grises son corrientes en toda Inglaterra, pero dudo que se puedan encontrar en otros sitios. No he tenido tiempo de ver mucho del jardín, pero parece adecuado para la casa —un huertecito vallado…, anchos caminitos de césped…, un reloj de sol…, todo a una útil pequeña escala…, el huerto rebosa de frutas y verduras—, con un aire de amabilidad cómoda.
Wilton, desde fuera de los muros
Ayer, o el día antes, salimos después de desayunar, para ver nuestra situación en el mundo. Nuestro jardín solo es, en verdad, un trozo de prado segado y separado del resto de los campos por una valla hundida. La casa es muy larga y muy baja, pero la vista frontal no da idea de su tamaño.
Teníamos un poco de curiosidad por encontrar el río y el pueblo de Wilton —nuestra dificultad era decidir cuál de las muchas corrientes que nos encontrábamos era el río; sin embargo, a su tiempo, llegamos a una corriente tan ancha y pujante que decidimos llamarla el Wylye y considerar a los riachuelos más pequeños que cortan los prados, como meros afluentes, obligados a fluir así para regar los campos—. De hecho, un sistema muy elaborado de canales, zanjas y pequeñas cascadas está dispuesto por los prados, pero ahora el agua, en su mayor parte, está cortada y los prados secos. Hemos caminado por la carretera, que a un lado tiene un muro muy alto y perfectamente conservado. Detrás están los jardines de Wilton —millas y millas, diría, por todo el tiempo que nos llevó la caminata a este lado de sus límites—. Por fin, doblamos la esquina y llegamos, sin duda, a la gran puerta de Wilton. Tiene la forma de un arco romano; si está coronada por la figura de un emperador romano o si uno de los condes de Pembroke se vistió con una toga para la ocasión, no lo sé.
La otra estatua, justo fuera de las puertas, sugiere que el uniforme militar moderno no es adecuado para el bronce: el escultor, además, por respeto a la nobleza de su modelo, lo hizo por lo menos tres pies más alto que el más gigantesco del común de los mortales. Por lo tanto, como obra de arte, la estatua no es convincente; pero cuando lees la inscripción del pedestal, entiendes que era precisa una figura muy heroica. Después de esto, caminamos hasta la ciudad. Hay estados de ánimo en los que una ciudad pequeña y antigua del sur de Inglaterra, con su paz y pintoresquismo, resulta muy estimulante: hay veces que su sempiterna monotonía —la somnolencia de alguien que se ha empachado de rosbif y pudin— es deprimente. Creo que estoy ansiando la desnudez, el calor y el brillo de una tierra extranjera. Pero es que Wilton resulta idóneo para despertar este tipo de descontento; es más arrogante y autocomplaciente que la mayoría de los pueblos ingleses que se forman a la sombra de una casa señorial. Tiene el aspecto de un leal y viejo criado de familia —como no dudo que lo sean los que viven en las casitas de campo— con la jubilación que le ha otorgado la nobleza y es leal incondicionalmente. Todo su mundo está cercado por el «Parque»; sus intereses concernidos totalmente por «Su Señoría» y los tejemanejes del castillo. Casi en cada calle puedes notar la influencia de la familia Herbert. Las tres posadas, por supuesto, están bautizadas lealmente por los variados títulos de los Pembroke; sus blasones, ligeramente maltratados por el clima, cuelgan de todos los postes de señales: ellos, a su vez, han desparramado fuentes y casas a su alrededor y mantenido, en general, el pueblo tan pulcro y bonito que así se convierte en el entorno más respetable para el propio Wilton.
Nosotros —es decir, Adrian y yo— hemos comentado todo esto con espíritu poco amistoso. Hemos afirmado que toda esta zona rural nos parece «desmoralizada» y aferrada al gran hombre del lugar. Supongo que esto es una exageración; en cualquier caso, si hubiéramos estado detrás de aquellos altos muros de ladrillo, nuestro punto de vista podría haber sido distinto —pero se puede decir que el espíritu feudal aún no ha muerto en Inglaterra—.
Las praderas pantanosas
Ayer llevé a Nessa por las praderas pantanosas a una iglesia de aspecto romántico, o al menos esa era nuestra intención. La iglesia se ve desde nuestro campo de cróquet, al otro lado de una extensión de hierba, aparentemente plana y fácil de atravesar. La iglesia se levanta entre algunos árboles. Tenía una vaga noción de que esta era la iglesia de George Herbert; en cualquier caso, era un lugar adonde ir. Nessa también estaba deseosa de encontrar la mítica vía férrea, para que le ofrezca un tren expreso para su paisaje. Así que empezamos alegremente a atravesar los prados. Pero no tardamos en tener que desviarnos; arroyuelos demasiado anchos y profundos para saltarlos nos disuadieron; tuvimos que andar hacia un lado para encontrar un puente —a menudo, tan solo una tabla…, a veces una valla con un solo peldaño redondeado—. Era un sendero muy tortuoso y difícil, pero teníamos la iglesia a la vista y nos dirigimos hacia ella lo mejor que pudimos. Nuestra situación se volvió más seria cuando las dos aterrizamos sobre el barro, en el que nos hundimos hasta los tobillos —no hace falta decir que uno de los zapatos de Nessa se quedó bien pegado— y este salto nos llevó a algo peor. Intentamos rodear el arroyo y fuimos por la orilla, nos aplastamos bajo el alambre de púas (¡seguro que aquí no hay miedo a los intrusos!) y luchamos con los arbustos. Nos paramos al oír voces masculinas rústicas, que alarman a los caminantes de sexo femenino; los hombres estaban preparando el heno en el campo adyacente y no solo hablaban, sino que hablaban de nosotras; probablemente a nosotras. Al ver que nos parábamos, uno de ellos avanzó hacia la valla; tuvimos que movernos para oír lo que decía. Sin duda, era chistoso, y pensamos que lo mejor era anticiparnos a los comentarios que fuera a hacer preguntando abiertamente por la salida. «Están muy perdidas, ya lo creo —dijo, lo que pareció divertirle mucho—. ¿Adónde quieren ir?». Parecía idiota decir que a ninguna parte —así que acucié a Nessa—. «A la carretera».«¿La carretera?¿Quieren decir que han perdido la carretera a plena luz del día?». —Esto también fue un excelente chiste—. «Aquí no encontrarán ninguna carretera. Lo mejor es que se vuelvan por donde han venido». Así que nos dimos la vuelta y nos fuimos; gritaron a nuestra espalda que las vacas marrones que comían al otro lado del campo eran peligrosas, pero no les hicimos caso. Estábamos mucho más preocupadas por tener que repetir los saltos en el barro y las maniobras que nos habían llevado hasta allí. Enseguida tuvimos que cruzar el arroyo donde Nessa había incrustado el zapato; afortunadamente, esta experiencia ha hecho que vacile su fe en los zapatos: accedió a mi sugerencia de que, para lo que quedaba del paseo, debíamos librarnos de los puentes o de la falta de ellos, descalzarnos y usar los pies para lo que fueron creados. El agua del arroyo entumecía por su frialdad al principio, pero sentir la hierba en las plantas de los pies es curiosamente agradable. Si pones la palma de la mano en la hierba, sientes muy poco, pero los pies, siempre con calcetines y calzados, sin contacto con el suelo, son muy sensibles a la aspereza del suelo seco, la suavidad y frescura de la hierba, el calor de los sitios donde da el sol. Fue extrañamente encantador andar descalza por dos o tres campos y arroyos. Encontramos la carretera y nos calzamos —demasiado pronto—.
Las colinas
Tenemos la costumbre de alquilar un poni cada verano. La mayoría de los años nos han engañado flagrantemente; nuestra petición, hecha con ingenuidad, de que el animal fuera tranquilo ha llevado a los caballerizos a proporcionarnos unas cabalgaduras con todas las cualidades de la ruina y la vejez; solo capaces de arrastrar las sillas de jardín de señoras viejas. Ahora somos más sensatos y pedimos simplemente un poni; no es que el resultado sea deslumbrante; nuestro animal es tranquilo, pero en conjunto tiene buena voluntad: trota como una máquina algo cansada hasta que llega a la puerta del establo y entonces se para. Aquí hay que limitarse a la carretera, lo que resta a los paseos la mitad de su encanto y si nuestros ojos no fueran todavía sensibles a la belleza de la hierba y los campos de maíz, sería bastante deprimente.
Adrian, con su maravillosa facultad para encontrar defectos en todo lo que le rodea —sea lo que sea— refunfuñó todo el tiempo por la monotonía del paisaje; creo que se equivoca totalmente. Un campo tan genuino no creo que pueda ser monótono nunca, incluso a pesar de que aquí la naturaleza no se ha tomado muchas molestias, aparentemente, con sus materiales. Mantiene un encanto que está ausente por completo en los sitios con un interés más obvio. Mientras conducíamos por los caminos, excavados con profundidad en la caliza, me entretuve en comparar las colinas con las largas olas curvadas del mar.
La Catedral de Salisbury
Un diablo inquieto se aloja en algún sitio de esta antigua casa gris —este pacífico jardín—, incluso en mi amplia habitación. Es quizá un poco demasiado excesiva —la edad y la profunda tranquilidad de todo—. Esta tarde he sentido que debía buscar un aire más vigoroso. No es por culpa de la casa que, como he dicho, es tan perfecta que no movería una mano para cambiarla, aunque fuera posible. Pero, aunque hacía calor y había cojines en el jardín, he sentido el inquieto deseo de esforzarme. He caminado trabajosa y arduamente por la carretera, espolvoreada con fino polvo blanco. He visto la aguja de Salisbury a lo lejos y la he convertido en mi objetivo. Tres millas de carretera polvorienta nos separan, pero era justo lo que quería. Así que he ido con paso pesado, hasta que mis zapatos se han puesto blancos también y sentía tensos los músculos de las piernas.
El recinto de la catedral es como todos —muy amplio y pacífico—, con el aire de un santuario que amortiguara con comodidad los pecados y el hastío del mundo exterior. Las viejas señoras, que dejan que sus vestidos barran el césped, están contagiadas por la atmósfera; se mueven con lentitud y dignidad, como si los asuntos mundanos ya no pudieran apresurarlas. Sin embargo, puedo imaginar muy bien que el recinto alberga tantos escándalos inocentes como cualquier sitio de Mayfair o Belgravia.
Sin embargo, el barrio de la catedral es deprimente. Tanta piedra antigua bellamente colocada y adornada en todas partes con estatuas de santos y hombres famosos parece haber absorbido la vitalidad de sus humildes vecinos. Es como un gran bosque de robles; no puede crecer nada saludable a su sombra.
Ya sé que todo esto es una forma de herejía. Una caminata bajo el sol y por el valle te deja poco apetito para apreciar el valor del cuadro desde un punto de vista estético. La simple cima de una colina me hubiera complacido más que todos los recintos y catedrales de Inglaterra.
Una misa vespertina
No se puede negar —si pretendes ser culto— que la Catedral de Salisbury es hermosa, y, culta o no, la siento así. Se adueña de ti; te das cuenta de que tu mirada la busca por el paisaje y cuando la encuentras, tus ojos se detienen en ella con satisfacción durante unos momentos. Estamos al mismo nivel que Salisbury y no hay colinas interpuestas. En mis paseos, no he ido más allá de su conjunto. A veces veo la punta de su aguja —como un extintor— al sentarme en la ladera de la colina. Más a menudo, la veo a través de los prados —toda la iglesia plantada con firmeza allí—, sólida y, sin embargo, exquisitamente elegante y airosa a la vez. Toma todo tipo de tonalidades —a veces, gris pálido, luego casi blanca—; hoy, por alguna razón, parecía construida en piedra marrón. George y yo pretendíamos pasar parte del domingo, apropiadamente, en misa, dentro de sus muros, pero hemos decidido que el servicio a primera hora de la tarde sería interminable con el sermón, etc. Así que nos hemos inventado (como resultó al final) una misa vespertina a las siete que nos convenía y hemos conducido con tiempo. Pero el primer joven que hemos parado en el recinto nos ha señalado nuestro error; por lo que sea, en la Catedral de Salisbury no hay misas vespertinas. Por lo tanto, nuestra única manera de culto —y muy feliz— ha sido conducir muy despacio por el recinto. En ciertos estados de ánimo que conozco, esto sería intolerable; no viviría aquí más de lo que desearía tumbarme en una venerable sepultura del claustro, pero ningún sitio puede ser más satisfactorio para pasar una hora; es como si cerraras los muros con espesa hiedra entre tú y el mundo; dentro de ellos, todo es belleza antigua y paz. Las catedrales inglesas tienen una ventaja frente a las extranjeras que he visto; tienen su propio jardín, mientras que las grandes iglesias francesas dan a la calle. Aquí, por ejemplo, la catedral está circundada por un abundante manto de césped, y, más allá, como un guardaespaldas celoso, la rodean todas las casas del recinto catedralicio. Armonizan tan bien con el espíritu imperante de la catedral que apenas repararías en cada una de ellas, a no ser que te pares a mirar. Ya digo que me parece que actúan como una especie de guardaespaldas: nada vulgar enturbiará el aire de la catedral; atesoran y absorben el precioso incienso que exhala. Como los guardianes de la Torre de Londres u otra antigua guardia, son muy pintorescos sin rivalizar con el esplendor de su monarca.
Hemos tenido la oportunidad, por casualidad, de visitar una de esas casas —una pequeña, en las afueras del recinto—. La vieja señorita Fawcett me ha impactado al ser exactamente la vieja señora benévola y un poco charlatana que una espera encontrarse en este entorno. De hecho, me habría sorprendido si hubiera sido distinta.
Wilton desde dentro
Hay un día a la semana, el miércoles, en que, de dos a cinco, el público puede cruzar las grandes puertas de Wilton como cualquier Herbert.[8] Nunca he estado en una de nuestras «casas señoriales» en calidad de nada, así que ayer decidí probar esta experiencia. Esperaba una multitud de tartanas y bicicletas, pero, de hecho, pasé modestamente detrás de un grupo de tres: un caballero entrado en años, que podía ser banquero en Salisbury, y sus dos sobrinas, unas señoritas de Nueva York —y así firmaron en el libro de visitantes—. Esa al menos fue mi impresión por la relación entre ambas; el caballero era sin duda inglés porque se encargó de hacer los honores de Wilton y señaló las virtudes del paisaje inglés como si fuera el responsable de ambos, y estaba interesado por los méritos que se les otorgaran. Un gigantesco portero con librea nos recibió, tomó nuestro chelín a beneficio del hospital Herbert y nos siguió por el jardín, con la dignidad del guardián de la casa, hasta cruzar la puerta. Me sentí indeciblemente ignominiosa, como si esos espléndidos lacayos me hubieran admitido de favor y tuviera que prestarles una atención servil. La buena señora que nos tomó a su cargo era la típica sirvienta de familia. Estaba tan deseosa de complacer tanto nuestra impresionada curiosidad como a la familia Herbert y sus posesiones, y, al mismo tiempo, se sentía claramente nuestra superior social. Hizo los honores con el aire condescendiente para quien las estatuas griegas y los Van Dykes son una rutina, pero esperaba nuestro respeto plebeyo. Así que la seguimos obedientemente y con un asombro sumiso.
Sin duda, hay muchas pinturas buenas, pero hay más que no merecen la pena. No tengo un buen criterio para el arte —ni siquiera sé a la primera lo que me gusta— y las circunstancias en las que he visto los cuadros de Wilton tampoco han sido favorables. En realidad, era difícil incluso valorar la casa, como si fuéramos de una sala de museo a otra, invitados a admirar las cosas apropiadas lo más deprisa posible y pasar a la siguiente.
Sinceramente, me ha decepcionado mi primera visita a una gran casa. Había imaginado algo más amplio y armonioso. Era como si hubieran intentado en algunas partes que el estilo de decoración victoriano temprano armonizara con los Van Dykes y hubieran fracasado. Si hubieran decidido mantener todo con el estilo de una época —si las mesas y las sillas hubieran sido uniformemente antiguas en vez de todos los estilos y épocas—, el carácter de las habitaciones hubiera sido singular y bonito. Tal y como está, la mirada se distrae en una confusión de sillas de chintz y cuero y escritorios bonitos que no pegan con las repisas de las chimeneas y las paredes con molduras —pero como ha pasado casi una semana entre esta frase y la anterior, no encuentro nada provechoso que decir de las bellezas de Wilton—. Recuerdo que las jóvenes americanas mostraron un interés mucho más espontáneo por las fotografías y las butacas de la familia Herbert que por los famosos Van Dykes y Tizianos, aunque con estos también cumplieron con su deber, con coraje. El tío banquero les dio el privilegio especial de sujetar con las manos el retrato de los condes actuales y el ama de llaves irradió una aprobación condescendiente.
