Déjeme - Marcelle Sauvageot - E-Book

Déjeme E-Book

Marcelle Sauvageot

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Beschreibung

Desde el sanatorio donde está siendo tratada de tuberculosis, una joven responde a la carta que acaba de recibir, en la que su amante le anuncia que ha decidido romper su relación para casarse con otra mujer. Extenuada por su enfermedad y desgarrada por un amor bruscamente truncado, la narradora se rebela contra la banalidad que desprenden las frases de quien hasta entonces consideraba su gran amor. Con un estilo seco y afilado, Déjeme es, más que un ajuste de cuentas, una indagación sobre la soledad, la decepción, la seducción y la naturaleza del amor romántico y carnal en la que Sauvageot no cede a la autocompasión ni al patetismo: su arrojo y su modernidad siguen siendo incuestionables un siglo después. Elogiado por grandes escritores del momento, como Paul Valéry, Clara Malraux, René Crevel, Robert Brasillach o Paul Claudel, Déjeme constituye el testimonio de una mujer fuerte que, negándose a interpretar el papel sumiso que su amante le asigna al proponerle cambiar el amor por una amistad –supuestamente– consoladora, no se pliega a los restrictivos códigos morales y sociales de la época.

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SERIE MENOR, 16

Marcelle Sauvageot

DÉJEME

TRADUCCIÓN CASSANDRA VILLALBA SÁNCHEZ

EDITORIAL PERIFÉRICA

PRIMERA EDICIÓN: octubre de 2023

TÍTULO ORIGINAL:Laissez-moi

© de la traducción, Cassandra Villalba Sánchez, 2023

© de esta edición, Editorial Periférica, 2023. Cáceres

[email protected]

www.editorialperiferica.com

 

ISBN:978-84-18838-89-7

 

La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

7 de noviembre de 1930

«¿No ves que esto es una prueba de amor?» La cadencia del tren entonaba esa frase sin cesar. Sentía frío; intentaba quedarme dormida, acurrucada en un rincón. ¡Estaba helada! ¿Por qué razón había partido ese tren? Tenía ese nudo en la garganta que se nos pone cuando nos angustiamos por haber cometido una estupidez; había renunciado a una felicidad incierta para volver a ese sanatorio: una majadería. Durante las últimas semanas, había logrado disfrutar de un poco de alegría; no cabía duda de que, a cambio, sufriría un gran dolor.

«¿No ves que esto es una prueba de amor?» Me acordaba del rostro atormentado que me decía esa frase la noche anterior. Y volvía a ver, superpuesto, aquel mismo rostro, muy cerca del mío, que, con los ojos llenos de lágrimas, me decía: «Cásese conmigo; me engañará…». Ojalá esa escena se repitiera para besar esa frente y decir: «No le engañaré». Pero las cosas no se repiten, y yo no debería haber pronunciado esa frase, pues, cuando tengo que hablar, soy incapaz de hacerlo o de emplear el tono apropiado. Soy demasiado sensible y me endurezco para no dejarme llevar por las emociones. ¿Cómo se puede expresar la conmoción que causa un sentimiento en el preciso instante en que se produce? Quedémonos dormidos con esa frase arrulladora y dulce: «¿No ves que esto es una prueba de amor?». Te lanzo un beso al aire. Si me quieres, me curaré.

Y, cuando me cure, verás como todo saldrá bien. Me gusta tratarte de tú porque ya no te tengo delante. No estoy acostumbrada a hacerlo; me parece algo prohibido: es maravilloso. ¿Crees que algún día podré tutearte? Ya verás cómo desaparece mi mal genio cuando me recupere. Estoy enferma. Me dijiste que los enfermos procuraban ser más afables con quienes los rodean y me citaste hermosos ejemplos. No me gusta cuando me sermoneas; me aburres, y, si me reprochas algo, eso quiere decir que me quieres menos: me comparas con otras. Los enfermos suelen ser cariñosos, pero yo estoy exhausta: se me van las fuerzas en seguir adelante y dar las gracias a personas que no me comprenden. Pero ¿para qué necesitabas tú un agradecimiento? No me entendiste porque no tienes ni idea. Te pregunté de qué humor estarías si sencillamente llevaras ocho días sin dormir. Me respondiste que eso nunca te pasaba, pero que no debía de ser agradable. Está claro que no lo entiendes. De hecho, lo sé: cuando estábamos en el campo, no estabas contento; te habría gustado estar en París, donde se encontraba tu amiga. Entonces tenías prisa por volver y para ti yo no era más que un fastidio. Verás, ésta es otra cosa que se volvió en contra de mis deseos: pensaba que te complacería que te pidiera que vinieras. En París eres mucho más amable…, y yo te resulto más amable: ella está allí. Y, además, no te gustan los enfermos. Creo que eres de la opinión de que deberían encerrarlos, quitarlos de en medio. Deberías estar enfermo.

«¿No ves que esto es una prueba de amor?» ¿Qué hay de cierto en esa frase? Soy consciente de que ya no me quieres. Con qué ridículo cuidado evitas decirme: «¡La amo!». Pronunciando estas palabras no me estarías prometiendo nada. Y, sin embargo, me vendría muy bien, sola como estoy y yéndome lejos, mecerme confiada en tu amor. Necesito tu amor: me gustaría encontrarlo cuando vuelva curada. Para una persona enferma, la certeza de que alguien, para quien lo demás es tan sólo una distracción momentánea y vana, sigue queriéndola y esperándola es una gran alegría: tiene la sensación de que la vida que ha dejado atrás ha advertido su ausencia; no pudiendo imaginar un nuevo porvenir, débil y afligida por la abrupta ruptura con el pasado, lo que pide para después es continuar como pueda con su vida anterior.

Quisiera conservar dentro de mí cual talismán el recuerdo de anoche. Cerremos los ojos para recuperar la ilusión. Es como estar en un sueño: no hace falta moverse.

Te quiero.

 

 

 

 

 

 

¡Tenay-Hauteville!

Tengo miedo. Quisiera no tener que bajarme aquí.

Me gustaría meterme en un rincón donde nadie pueda verme.

Me gustaría olvidarme de mí misma. ¡Qué maravilloso sería continuar el viaje muy lejos, en este tren! Inútilmente esperé una señal del destino: todo parecía empujarme a marcharme. ¿Qué se supone que debía hacer? Ahora tengo que bajarme e ir a esa casa triste. Pero ¿para qué? Siento en las piernas esa vacilación casi placentera que nos inmoviliza cuando sólo tenemos un minuto para hacer un movimiento decisivo. Decimos «No me moveré, no me moveré…» y, en el último segundo, culminamos, con una velocidad increíble, dominados por una especie de pánico febril, el acto que temíamos realizar. Soy valiente; me he bajado del tren; he despachado metódicamente todo el papeleo para demostrarme que soy fuerte. Alguien me quiere en París: volveré. Llueve y hay niebla; son las cuatro: pronto será de noche. Estaría bien tomar el té a esta hora en un pisito cálido con él. Hablaríamos de cuando éramos pequeños. Llueve y está oscuro. Observo detenidamente el sanatorio imaginando todo el sufrimiento que experimentaré allí. Puede que no sienta tanto dolor. Hombres y mujeres en camisón, ojos hundidos, toses; me encuentro enferma otra vez. ¿Para qué he venido? En mi habitación, me desplomo en una silla; un pesado y pegajoso manto de tedio, de enfermedad y de desesperación se adhiere a mis hombros: tengo frío. Mi bonito sueño se deshace en pedazos. Ya no oigo su voz, ya no estoy al abrigo de su amor. Cuando, por la mañana, la claridad nos despierta de un sueño, intentamos, cerrando los ojos y sin movernos, recrear la escena y continuarla. Pero la luz del día lo asola todo: las palabras pierden su timbre; los gestos, su sentido. Es como un arco iris que se desvanece: algunos matices sobreviven un instante, se disipan, parecen volver; no queda nada. Así es como se evapora mi hermosa ensoñación. ¿Será posible que ya no quede nada? Como una idiota, repito «Tengo que largarme de aquí»…, e intento recoger las trizas de la noche de ayer para revivirla. Pero el espejismo se ha desmoronado.