Del aborto a la clonación - Rodolfo Vázquez - E-Book

Del aborto a la clonación E-Book

Rodolfo Vázquez

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Beschreibung

Rodolfo Vázquez replantea, examina y critica las teorías, principios y reglas normativas que estructuran el lenguaje de la bioética; aborda temas imprescindibles como el principio de autonomía, de la dignidad de la persona y de la igualdad; estudia cuestiones tan debatibles como el aborto, la eutanasia, la obtención y adjudicación de órganos, el Proyecto del Genoma Humano y la clonación.

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CIENCIA, TECNOLOGÍA, SOCIEDAD

DEL ABORTO A LA CLONACIÓN

Comité de Selección

Dr. Antonio Alonso C.

Dr. Héctor Nava Jaimes

Dr. León Olivé

Dra. Ana Rosa Pérez Ransanz

Dr. Ruy Pérez Tamayo

Dra. Rosaura Ruiz

Dr. Elías Trabulse

Coordinadora

María del Carmen Farías R.

RODOLFO VÁZQUEZ

Del aborto a la clonación

Principios de una bioética liberal

MÉXICO

Primera edición, 2004Primera edición electrónica, 2015

Diseño de portada: R/4, Rogelio Rangel

D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3237-1 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

PARA ANA

INTRODUCCIÓN

HOY DÍA es un lugar común afirmar que la medicina, según la célebre frase de Stephen Toulmin, “ha venido a salvar la vida de la ética”,1 es decir, a rescatarla de la rigidez y abstracción excesiva que la caracterizó hasta principios de la década de 1970. Si pensamos que el término “bioética” fue empleado por primera vez por Potter en 1971,2 y que uno de los libros vertebrales sobre ese concepto, Principles of Biomedical Ethics, de Beauchamp y Childress, fue publicado a finales de esa década,3 debemos reconocer que esta disciplina es una recién llegada al escenario de la filosofía y del conocimiento en general.

Tradicionalmente los temas de la bioética han preocupado a los profesionales de la medicina y fueron los mismos médicos quienes se plantearon, de manera poco rigurosa o científica, los dilemas morales. Asimismo, los problemas de vida o muerte parecían, por lo general, ser un coto cerrado y exclusivo de los teólogos. De manera un tanto improvisada los legisladores, no necesariamente con formación jurídica y sin ningún conocimiento científico, dictaban leyes sobre la materia. De tal suerte, la bioética como actividad practicada profesionalmente por filósofos y juristas es una ciencia joven.4 Pese a su juventud, debemos reconocer que la literatura generada a partir de los setenta es quizás de las más abundantes en el campo de la ética aplicada y difícilmente es abarcable en un solo manual.

La bioética se ha convertido en un discurso multidisciplinario en el que concurren psicólogos, genetistas, biólogos, químicos, sociólogos, antropólogos y juristas y, al mismo tiempo, en una disciplina filosófica por derecho propio. Esta doble filiación, para llamarla de algún modo, por un lado a través de la convergencia de diversas aproximaciones científicas y, por el otro, como una especulación estrictamente filosófica, ha dado lugar al cuestionamiento de las relaciones posibles entre unas y otra: o bien la bioética es resultado de aportes de distintos campos y la filosofía no tiene un papel fundamental, o bien la bioética es una rama de la filosofía que echa mano de sus propios recursos metodológicos y conceptuales desatendiendo la problemática planteada por los saberes científicos. El enfoque que propondré en este libro será de tipo “intermedio” porque “concentrar el discurso bioético sólo en el filosófico lleva a no tomar conciencia de los aportes significativos de otras disciplinas, pero por otro lado afirmamos que el papel de la reflexión filosófica es fundamental en este discurso”.5 Por lo tanto, evitaremos restringirnos a un acercamiento filosófico que diluya la bioética en una ética general o en una especie de filosofía de segundo rango, pero también que la desdibuje en los diversos conocimientos científicos a expensas de su identidad filosófica.

Por otra parte, la interdisciplinariedad de la bioética ha obligado a no pocos investigadores a especializarse, al grado de perder el sentido de “universalidad” que se percibía en los primeros teóricos. Así, por ejemplo, es frecuente escuchar que el filósofo dedicado a estos temas ya no se presenta como un experto en bioética sino en “consentimiento informado”, en “investigación en seres humanos”, en “eutanasia activa”, en “libertad reproductiva”, etc. Quizá sea tiempo de tomarnos un respiro, hacer un diagnóstico y un balance, y replantearnos cuáles son las teorías, principios y reglas normativas principales que estructuran el lenguaje de la bioética. Éste será en parte el propósito que anima el capítulo inicial del libro. Decimos “en parte” porque la labor de diagnosticar —es decir, de presentar el grado de avance de la disciplina, lo que se ha hecho y lo que resta por hacer en un campo tan vasto— es una empresa que excede con mucho las posibilidades de este trabajo. Pero sí es factible hacer un balance de las diversas propuestas teóricas y del papel que tienen y deben tener los principios y las reglas en el discurso normativo de la bioética. Defenderemos, frente a los teóricos “generalistas” y “particularistas”, la posibilidad de una vía intermedia en la que los principios, las reglas y las convicciones particulares, en una suerte de “equilibrio reflexivo”, constituyen un factor medular en la construcción de la normatividad adecuada para el campo de la bioética.

Por supuesto, la propuesta epistemológica y normativa delineada en el capítulo I no pretende excluir una toma de posición teórica, que servirá de referente crítico para los problemas que se abordarán en los capítulos posteriores, del aborto a la clonación. Tal postura, sin entrar ahora en mayores especificaciones o justificaciones del término, la denominaremos liberal. A grandes rasgos, con este calificativo queremos dar a entender que buena parte de las reflexiones que haremos adoptarán el principio de la autonomía, el de la dignidad de la persona (ambos en las líneas de John Stuart Mill e Immanuel Kant, respectivamente) y el de la igualdad como los principios reguladores de las diversas conductas que se presentan en el ámbito de la medicina y la salud.

Un liberal, o al menos el liberal al que aludimos, parte del supuesto de que toda elección individual es valiosa por el mero hecho de ser libre; ese liberal acepta que existe una multiplicidad de planes de vida porque los valores en los cuales se sustentan son objetiva e inconmensurablemente plurales. No niega que pueda haber formas de vida mejores que otras, pero rechaza cualquier intervención del Estado (o de otros individuos) que busque imponer de manera perfeccionista o paternal algún plan de vida y, por lo tanto, proscribe las acciones que perjudiquen la autonomía y el bienestar de terceros. En el marco del liberalismo que se propone en este libro, la función del Estado no se entenderá únicamente a partir de sus deberes negativos sino también de sus deberes positivos, que se traducen en facilitar, promover y ordenar la realización de las acciones que favorezcan, de manera prioritaria, los intereses de los individuos más desaventajados.

Tomaré como formulaciones directrices del “Principio primario de autonomía personal” las propuestas por Carlos S. Nino y Mark Platts. Para Nino este principio prescribe que:

siendo valiosa la libre elección individual de planes de vida y la adopción de ideales de excelencia humana, el Estado (y los demás individuos) no debe intervenir en esa elección o adopción limitándose a diseñar instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente e impidiendo la interferencia mutua en el curso de tal persecución.6

Por su parte, Mark Platts propone el siguiente enunciado:

Debemos dejar a los agentes racionales, competentes, tomar las decisiones importantes para su propia vida según sus propios valores, deseos y preferencias, libres de coerción, manipulación o interferencias.7

El principio de autonomía personal permite identificar determinados bienes sobre los que versan ciertos derechos, cuya función es poner barreras de protección contra medidas que persigan el beneficio de otros, del conjunto social o de entidades supraindividuales. El bien más genérico protegido por este principio es la libertad de realizar cualquier conducta que no perjudique a terceros. De manera más específica, entre otros, están el reconocimiento del libre desarrollo de la personalidad; la libertad reproductiva; la libertad de residencia y de circulación; la libertad de expresión de ideas, actitudes religiosas, científicas, artísticas y políticas, y la libertad de asociación para participar en las comunidades voluntarias totales o parciales que cada individuo considere conveniente.

Ahora bien, si la autonomía personal se toma aisladamente puede llegar a ser un valor de índole agregativa. Esto quiere decir que, al menos en una versión utilitarista, cuanta más autonomía exista en un grupo social, más valiosa será la situación, independientemente de cómo esté distribuida dicha autonomía. Sin embargo, este hecho contraviene intuiciones muy arraigadas en el ámbito del liberalismo. Por ejemplo, si una élite consigue grados inmensos de autonomía a expensas del sometimiento del resto de la población, este estado de cosas no resulta aceptable desde el punto de vista liberal. Por tal razón es necesario defender un segundo principio, que limita el de la autonomía personal: el “Principio primario de la dignidad personal”.

Este principio supone que no pueden imponerse privaciones de bienes de manera injustificada, ni que una persona pueda ser utilizada como instrumento para la satisfacción de los deseos de otra. En este sentido, dicho principio clausura el paso a ciertas versiones utilitaristas que, al preocuparse por la cantidad total de felicidad social, desconocen la relevancia moral que tienen la separabilidad y la independencia de las personas. A su vez, el reconocimiento de este principio implica ciertas limitaciones en la búsqueda de los objetivos sociales y en la imposición de deberes personales, y restringe la aplicación de la regla de la mayoría en la resolución de los conflictos sociales. El “Principio primario de la dignidad personal” podría enunciarse de la siguiente manera, siguiendo a Kant: siendo valiosa la humanidad en la propia persona o en la persona de cualquier otro, no debe tratársele nunca como un medio sino como un fin en sí mismo.8 Principio al cual agregaría que no deben imponérsele contra su voluntad sacrificios o privaciones que no redunden en su propio beneficio.

Este principio, además, permite detectar ciertos bienes y los derechos correspondientes, íntimamente relacionados con la identidad del individuo. Sin duda, el bien genérico es la vida misma y, más específicamente, entre otros bienes, están la integridad física y psíquica del individuo, la intimidad y privacidad afectiva, sexual y familiar, así como el honor y la propia imagen.

Con la noción de igualdad nos referimos a una relación entre dos o más personas o cosas que, aunque diferenciables en uno o varios aspectos, son consideradas idénticas en otro aspecto conforme a un criterio de comparación pertinente. La igualdad no es una propiedad atribuible a las cosas o a las personas, sino una noción relacional entre personas o cosas. Esta noción de igualdad puede analizarse tanto desde un punto de vista descriptivo como de uno normativo, que es el que aquí nos interesa; es decir, no una descripción de la condición humana, sino de cómo deben ser tratados los seres humanos.

En un primer acercamiento, el principio normativo de la igualdad puede enunciarse como sigue: Todos los seres humanos deben ser tratados como iguales. Ahora bien, la realidad en la que ha de darse dicho principio presenta una enorme multiplicidad de rasgos, caracteres y circunstancias de los seres humanos. El “Principio de igualdad” trata de establecer cuándo está justificado establecer diferencias en las consecuencias normativas y cuándo no es posible. Cuando no hay diferencias relevantes, el tratamiento debe ser igual, mientras que cuando aquéllas existen debe ser diferenciado. Entre ambos tipos de tratamiento hay un orden lexicográfico, es decir, la diferenciación basada en rasgos distintivos relevantes procede sólo cuando la no discriminación por rasgos irrelevantes está satisfecha. Por ello, la enunciación del “Principio primario de la igualdad personal”, en los términos de Francisco Laporta, es muy acertada:

Una institución satisface el principio de igualdad si y sólo si su funcionamiento está abierto a todos en virtud de principios de no discriminación y, una vez satisfecha esa prioridad, adjudica a los individuos beneficios o cargas diferenciadamente en virtud de rasgos distintivos relevantes.9

Ejemplos de rasgos no relevantes que no justificarían un trato discriminatorio entre las personas serían la raza, el sexo, las preferencias sexuales o las convicciones religiosas. Ahora bien, si el principio de igualdad no se reduce exclusivamente al problema de la no discriminación sino al tratamiento diferenciado cuando existen diferencias relevantes, la cuestión es cómo determinar que un rasgo o característica es relevante y, de acuerdo con tal criterio, proceder a la discriminación.

A diferencia de la perspectiva escéptica que niega la posibilidad de determinar qué diferencias son relevantes, o del enfoque moral consecuencialista que justifica la desigualdad de tratamiento por los resultados, coincido con Laporta en que se requiere una justificación moral deontológica que determine la relevancia de las diferencias con respecto a principios morales, y que tales rasgos diferenciales constituirían una razón para aplicar un tratamiento diferencial.10 Varios son los principios que se han propuesto para la justificación de un tratamiento diferenciado. Por lo pronto, cabe mencionar que el “Principio de igualdad”, referido al problema de la justicia distributiva, tiene que ver primordialmente con la distribución de bienes públicos y con los derechos que sirven para su protección: los llamados derechos económicos, sociales y culturales.

Considero que la combinación de los principios de autonomía, dignidad e igualdad de la persona, tal como han sido enunciados, constituye una base normativa suficiente para la construcción de una teoría liberal. En la exposición de los capítulos de este libro se irá mostrando su aplicación a los problemas seleccionados, sus alcances, limitaciones y su necesaria complementación con una serie de principios secundarios.

Proponer a la consideración del lector un libro de bioética con una perspectiva liberal tiene además un propósito práctico y pedagógico. En este aspecto me propongo contribuir con un punto de vista diverso (precisamente el liberal) al debate nacional mexicano en el que la característica predominante en torno al tratamiento de los problemas de bioética ha mostrado un marcado conservadurismo. Por fortuna en este propósito no camino solo. Hace ya algunos años tuve la suerte de leer a científicos notables, como Rubén Lisker, Ricardo Tapia y Horacio Merchant, y hace poco tiempo a Ruy Pérez Tamayo11 y Arnoldo Kraus,12 en obras de reciente publicación y de muchos años de maduración, y conocí la actividad pionera y perseverante de Marta Lamas, todo lo cual puso frente a mis ojos la vitalidad de esta perspectiva liberal en México, con las diferencias y matices propios de cada una de las individualidades. Si bien en el campo de la filosofía no han sido muchas las contribuciones en el área de la bioética, deben destacarse, sin embargo, los trabajos de Juliana González13 y de Margarita Valdés. Pero, sin duda, el punto de inflexión en los estudios de bioética en México desde una perspectiva filosófica liberal se encuentra en un libro de Mark Platts, notable por su profundidad y claridad: Sobre usos y abusos de la moral.

No me propongo polemizar con el conservadurismo a partir de supuestos que resulten irreconciliables. Creo, más bien, que en algunas temáticas los puntos de acuerdo son mayores de lo que a simple vista pueda parecer. Por eso trataré, hasta donde me sea posible, de hacer explícitos esos acuerdos y establecer con claridad los límites cuando la argumentación así lo exija. Dejar claro desde esta introducción que el punto de partida del libro comienza más acá o más allá, como se prefiera, de cualquier debate de tipo teológico o religioso me parece de elemental honestidad intelectual. Éste no es un libro confesional.

Es evidente que entre los posibles planes de vida de cualquier individuo se encuentran también aquellos que se sustentan en convicciones religiosas. En la medida en que son libremente elegidos o ratificados en una etapa de madurez, son tan valiosos como cualquier otro plan de vida y su límite es, igualmente, el daño a la autonomía y el bienestar que pudieran causar a terceros en el momento de su puesta en práctica. Un liberal no está reñido con las convicciones religiosas; él mismo puede tener las propias, pero es consciente de que los principios religiosos carecen de prueba y son inmunes al razonamiento. En este sentido, la religión no es una condición necesaria ni suficiente para la moral, y mucho menos para el derecho. Por ello, un individuo liberal entiende que un ordenamiento jurídico debe aplicarse tanto a creyentes como a no creyentes, agnósticos o ateos. En palabras de Martín Farell:

Los principios religiosos son, necesariamente, de tipo metafísico, insusceptibles de prueba, dogmáticos, autoritarios y, en buena medida, inmunes al razonamiento. En la filosofía occidental se considera a los sentimientos religiosos generalmente como carentes de prueba, y las pruebas que han tratado de buscarse se han considerado como inválidas. El orden jurídico, por su parte, está dirigido a todos, creyentes o no creyentes. Para cualquier contenido de orden jurídico hay que dar razones, proporcionar argumentos. Hay que discutir, y no dogmatizar.14

Una consecuencia de lo dicho hasta aquí es que para un liberal sólo los seres humanos, a través de sus elecciones individuales, pueden ser susceptibles de una valoración moral. Ni las entidades sociales o metafísicas, ni los seres naturales inertes o biológicos, individuales (no desarrollados) o colectivos, son objeto de calificación moral. Sacralizar el carácter biológico del ser humano ha conducido a no pocos moralistas a excluir todo tipo de intervención humana en los procesos naturales, dando lugar a éticas dogmáticas que inevitablemente terminan confundiendo la moral con la religión. Este tipo de ética parece desconocer algo por lo demás obvio, a saber, que prácticamente toda la historia de la medicina puede leerse también como una lucha “contra” lo natural, no en perjuicio sino en beneficio de los individuos. Que esta lucha contra lo natural haya incurrido en excesos alarmantes en perjuicio de las especies animales y del equilibrio ecológico es un hecho indudable y, en extremo, lamentable. Pero de estos excesos no puede inferirse legítimamente la tesis de que la “naturaleza es intocable” y que su defensa se revierta en un perjuicio más lamentable al limitar, por ejemplo, las posibilidades de conocimiento y salud para el ser humano.

Con respecto a la temática general del libro, los trabajos aquí incluidos están orientados hacia lo que se conoce como bioética médica, dejando de lado, entonces, el debate contemporáneo en torno a las relaciones del hombre con los animales y con el medio ambiente. Reconozco que los problemas sobre esta temática pueden ser tan arduos como los que se presentan en la bioética médica, pero he optado por aquellos que en el momento me resultaron en algún sentido más familiares y a los que por diversas circunstancias académicas (no precisamente orientadas por problemas de política sanitaria) he dedicado más tiempo de reflexión. Y es por esta misma razón que el lector no encontrará en este libro una serie de problemas de enorme trascendencia en épocas de mundialización de la salud y que han sido objeto en pocos años de una literatura abundante y rica de contenidos: problemas tales como la conformación y la finalidad de los comités de bioética, la noción y práctica del consentimiento informado, así como la relación médico-paciente, los sistemas de organización hospitalaria y la justa distribución de recursos, o bien la investigación en seres humanos. Su tratamiento requerirá más tiempo de reflexión y queda, casi inevitablemente, como una asignatura pendiente.

Pese a todas las limitaciones voluntarias hechas ante una problemática tan amplia, cada uno de los temas seleccionados representa un verdadero estímulo y una llamada de atención para la imaginación del jurista y de los científicos sociales. Y si es verdad, como se señaló al principio, que la medicina “ha venido a salvar la vida de la ética” entonces “el filósofo de la moral que no pueda prestar su ayuda en los problemas de la ética médica, debe cerrar el negocio”.15

El libro integra una serie de trabajos, la mayoría ya publicados, que fueron revisados, corregidos y adaptados para esta edición. “Teorías, principios y reglas en bioética” apareció en Doxa, núm. 23, Alicante, 2000; “Algo más sobre suicidio asistido y eutanasia” fue publicado en Ciencia, vol. 50, núm. 3, México, septiembre de 1999, y en Ragion Pratica, núm. 14, Génova, Piero Barboni Editore, 2000; “Obtención y adjudicación de órganos” reúne un par de textos publicados en Isonomía, núm. 1, ITAM-Fontamara, México, octubre de 1994, y en Dianoia, vol. XLVIII, núm. 50, mayo de 2003; “Algunos aspectos ético-sociales del Proyecto Internacional del Genoma Humano” apareció en Ciencia, vol. 53, núm. 1, México, enero-marzo de 2002; por último, “La clonación reproductiva en seres humanos” apareció en sucesivas ediciones en Ciencia, vol. 49, núm. 2, junio de 1998, Debate feminista, año 10, vol. 19, México, abril de 1999, Perspectivas bioéticas, Gedisa-Flacso, año 4, núms. 7/8, Barcelona, segundo semestre de 1999, y Bioética, Zadig Editore, año VIII, núm. 4, Milán, diciembre de 2002. Agradezco a las casas editoriales y a los editores la autorización para publicarlos en este libro.

Quiero expresar mi agradecimiento a José Ramón Cossío, jefe del Departamento Académico de Derecho del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), por su apoyo para la investigación en el área de bioética, que venimos impulsando desde hace algún tiempo a través del Programa de Teoría y Filosofía del Derecho del mismo instituto. A Gonzalo Moctezuma Barragán, Lourdes Motta y Marcia Muñoz, colegas en la impartición y coordinación del diplomado en Derecho, Salud y Bioética, que se imparte en el ITAM, agradezco sus muy valiosos conocimientos en el área jurídica y de economía de la salud. A Paolo Comanducci, Cristina Redondo, Silvana Castignone y los profesores del Departamento Giovanni Tarello de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Génova, mi agradecimiento por sus comentarios, su amistad y hospitalidad durante mi estancia sabática en Italia.

Me he beneficiado de la enorme generosidad y de la discusión con varios amigos y colegas universitarios: Ernesto Garzón Valdés, Manuel Atienza, Florencia Luna, Jorge Malem, Arleen Salles, Adrián Rentería, Daniel González Lagier, Bob Hall, Pedro Morales, Cathy Kettlewell, Patricia Borsellino y Maurizio Mori. A Farid Barquet agradezco su entusiasmo y apoyo constante en la lectura y corrección de los materiales, así como a Araceli Serrano por su siempre eficiente trabajo administrativo.

Finalmente dedico este libro a Ana Galán, quien acompañó con sus inteligentes críticas la producción de cada uno de los capítulos, y con quien he compartido amorosamente los años más felices de mi vida.

RODOLFO VÁZQUEZCiudad de México, diciembre de 2002

I. TEORÍAS, PRINCIPIOS Y REGLAS EN BIOÉTICA

LAS TEORÍAS ÉTICAS y los principios y reglas normativos ¿deben considerarse relevantes para orientar las decisiones de los legisladores, del personal sanitario, de los funcionarios públicos de la salud y, de manera especial, de los diversos comités de ética hospitalarios? Si deben serlo, ¿qué tipo de teorías y qué características deben reunir tales principios y reglas para resultar pertinentes? Desde la publicación del libro Principles of Biomedical Ethics, de Tom Beauchamp y James Childress, éstas y otras preguntas afines han venido captando más y más la atención de los filósofos prácticos dedicados al estudio ético de los problemas de medicina y salud.

Tales cuestionamientos no son triviales, si pensamos por un momento que una de las demandas ciudadanas que con más frecuencia se hace a los comités nacionales de bioética o a los diferentes comités regionales o estatales, según las distintas especialidades, es la de orientar las decisiones mediante una normatividad que regule la conducta del personal sanitario y ayude al paciente actual o potencial cuando necesita asistencia sanitaria. La demanda es más urgente cuando se trata de problemas novedosos que, por lo general, en el momento de su presentación, vienen acompañados de una serie de comentarios fatalistas con una fuerte carga emotiva que en poco contribuye a un juicio ponderado de la opinión pública.

En general, podemos decir que en esta problemática existen dos puntos de vista encontrados. Por una parte, se cree que ante la imposibilidad de alcanzar algún consenso entre las diferentes teorías morales, el filósofo “modesto” debe limitarse al oficio de técnico en su disciplina. Por la otra, el filósofo “ambicioso” piensa que cualquier decisión pública se inscribe en un marco teórico que debe aplicarse a la resolución de cada uno de los casos que se presentan a su consideración.1 Los filósofos ambiciosos, a su vez, abogan por una concepción generalista de la moral (ética deontológica, utilitarista, de derecho natural, por ejemplo) o bien por una concepción particularista (contextualismo, casuística, ética del cuidado, de la virtud, entre otras posibles). En un terreno intermedio, que señala las limitaciones de cada una de las dos posiciones extremas, se ubican aquellos filósofos que apelan a un “equilibrio reflexivo” entre principios generales y convicciones particulares, o bien reconocen la primacía de los principios pero no con un carácter absoluto, sino con un valor prima facie. Por cierto, estas dos últimas no son excluyentes. De acuerdo con este marco general he dividido este capítulo inicial en cuatro partes: 1. El filósofo modesto: el oficio de técnico; 2. El filósofo ambicioso generalista; 3. El filósofo ambicioso particularista, y 4. El filósofo de la tercera vía: principios prima facie y equilibrio reflexivo.

EL FILÓSOFO MODESTO: EL OFICIO DE TÉCNICO

Después de caer en la cuenta de que es prácticamente imposible que los filósofos se pongan de acuerdo en cuanto a alguna teoría moral, Mary Warnock se preguntaba:

¿Cuál es, entonces, el lugar de la filosofía en las decisiones de los comités gubernamentales? Me parece que los filósofos tienen un papel simplemente como profesionistas, es decir, que por entrenamiento y hábito están acostumbrados a distinguir las buenas de las malas pruebas, los argumentos correctos de las falacias, el dogma de la experiencia. Son profesionales acostumbrados a colocar las conclusiones y las líneas preliminares de un razonamiento de manera inteligible.2

En el mismo sentido se expresaba Peter Singer: “La virtud distintiva de los filósofos es el pensamiento crítico: la habilidad para ponderar argumentos, detectar falacias y evitarlas en su propio razonamiento”.3

Más recientemente, Mark Platts se planteaba el mismo interrogante: “¿Cómo podría el filósofo en tanto filósofo colaborar en la resolución de los problemas prácticos morales? ¿Qué contribución distinta nos permite un entrenamiento filosófico?” Desde la perspectiva de la filosofía analítica, Platts divide la respuesta en dos partes: a) si es cierto que el primer objetivo de la ética es un objetivo descriptivo, consistente en la identificación de la institución de la moralidad y la descripción de sus presupuestos conceptuales más generales, entonces el análisis “de nuestro discurso moral cotidiano, llevado a cabo a la luz de las mejores teorías filosóficas de la conducta lingüística, es nuestra única guía segura al principio de la tarea descriptiva mencionada”, y b) si lo que se intenta lograr es una claridad reflexiva sobre los conceptos, esto se hace con el propósito de llegar a una resolución razonable de los problemas en litigio, es decir:

la discusión sobre las pretendidas soluciones tiene que involucrar razonamientos, argumentos en favor o en contra de las supuestas soluciones. Tales argumentos pueden ser buenos, malos o dudosos; pero si no existe la pretensión de ofrecer buenos argumentos, la discusión no puede ser razonable.4

Platts es consciente de que con este doble objetivo la contribución del filósofo no adopta la forma de teoría o tesis