Delito y castigo en España - Juan Granados - E-Book

Delito y castigo en España E-Book

Juan Granados

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Los numerosos estudios sobre la historia de los delitos y las penas en la España contemporánea, han pasado de largo sobre estos fenómenos en períodos anteriores, cuando aún no se había instaurado la codificación formal. Delito y castigo en España trata asuntos siempre polémicos y controvertidos como el trato a los indígenas tras la llegada de los españoles a América; la realidad penal de la Inquisición; el mito de la supuesta «crueldad hispánica» en lo referente a la tortura judicializada, etc. Porque, como dice Juan Granados, «la antropología comparada ya ha mostrado hace mucho tiempo que los seres humanos tienden a parecerse y a comportarse de manera similar ante retos parecidos». Esta obra nos ayuda a descubrir hasta qué punto nuestros más remotos antepasados tenían las mismas inquietudes y prioridades que nosotros, a pesar de las enormes diferencias de modos y ritmos de vida. Estamos ante un ensayo breve y preciso sobre uno de los temas capitales de las vidas y fortunas de los españoles del pasado, llegando hasta nuestros días. Una genealogía del delito pionera en exponer de manera divulgativa códigos, crímenes, penas e instituciones que han regido las vidas y haciendas de nuestros predecesores.

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JUAN GRANADOS

(A Coruña 1961) es un estudioso de los intendentes españoles del siglo XVIII, así como de la historia de las instituciones. Es profesor de historia del Derecho y, también, del Delito y la cultura europea en la UNED.

Desde 2003 ha centrado su producción literaria en la narrativa y la divulgación histórica, con la publicación de tres novelas y media docena de ensayos sobre temas tan diversos como España en el Antiguo Régimen y el siglo XIX; Napoleón; los Borbones o la taxonomía del liberalismo político. Es inspector de educación y ha colaborado, entre otros medios, en ABC y El Correo Gallego.

 

 

Los numerosos estudios sobre la historia de los delitos y las penas en la España contemporánea, han pasado de largo sobre estos fenómenos en períodos anteriores, cuando aún no se había instaurado la codificación formal.

Delito y castigo en España trata asuntos siempre polémicos y controvertidos como el trato a los indígenas tras la llegada de los españoles a América; la realidad penal de la Inquisición; el mito de la supuesta «crueldad hispánica» en lo referente a la tortura judicializada, etc. Porque, como dice Juan Granados, «la antropología comparada ya ha mostrado hace mucho tiempo que los seres humanos tienden a parecerse y a comportarse de manera similar ante retos parecidos».

Esta obra nos ayuda a descubrir hasta qué punto nuestros más remotos antepasados tenían las mismas inquietudes y prioridades que nosotros, a pesar de las enormes diferencias de modos y ritmos de vida.

Estamos ante un ensayo breve y preciso sobre uno de los temas capitales de las vidas y fortunas de los españoles del pasado, llegando hasta nuestros días. Una genealogía del delito pionera en exponer de manera divulgativa códigos, crímenes, penas e instituciones que han regido las vidas y haciendas de nuestros predecesores.

DELITO Y CASTIGOEN ESPAÑA

Juan Granados

DELITO Y CASTIGOEN ESPAÑA

Del talión a nuestros días

 

 

Delito y castigo en España

Del talión a nuestros días

© 2023, Juan Granados

© 2023, Arzalia Ediciones, S. L.

Calle Zurbano, 85, 3.º-1. 28003 Madrid

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

ISBN: 978-84-19018-32-8

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

Producción del ePub: booqlab

www.arzalia.com

Índice

Presentación

1.El delito en la Prehistoria

2.La Hispania prerromana

3.El sistema jurídico romano

4.El morbo gótico

5.El particularismo medieval

6.El Antiguo Régimen

7.Ilustración y codificación

8.La Constitución de 1812 y el código penal de 1822

9.Los códigos del liberalismo español

10.El siglo XX

11.El sistema penitenciario español

Bibliografía

Notas

Presentación

Utopía del pudor judicial: quitar la existenciaevitando sentir el daño, privar de todos los derechossin hacer sufrir, imponer penas liberadas de dolor.

MICHEL FOUCAULT (Vigilar y castigar)

El propósito inicial de este libro ha sido indagar en la historia del pensamiento penal español a través de una suerte de genealogía del delito que nos permita caminar a su lado desde los orígenes prehistóricos hasta nuestros días. Así, hemos comenzado por tratar de dilucidar qué había de cierto en aquella barbarie primigenia que nos mostraban los primeros sociólogos y antropólogos. Qué había detrás de la apología de la venganza interiorizada en una sociedad de hordas violentas, donde el canibalismo, el infanticidio y toda suerte de atrocidades poblaban la vida cotidiana de los seres humanos primitivos. Y, asumido el hecho, ¿eran, en realidad, tan diferentes a nosotros? A partir de aquí, irrumpe en el mundo sedentario y agrícola el poder estatal y con él esa aspiración natural a ejercer el monopolio de la violencia sobre los recién nombrados súbditos.1 El castigo señala ahora no solo el agravio personal o la ofensa a lo mandado por los dioses, es también desobediencia a lo que el rey, léase Hammurabi, pone por escrito en su código.

Conscientes de la estrecha relación entre delito, castigo y poder; hemos tratado de revisar permanencias y cambios en esta tríada a lo largo de la historia europea y su correlato peninsular. Y, ciertamente, ocurren cosas muy distintas en cuanto a delitos y penas cuando varía la naturaleza del poder y de quien lo ejerce. De ahí nuestro interés por el estudio en paralelo de instituciones y formas de soberanía. Las leyes se manifiestan siempre más omnímodas cuanto más robusto se muestra el poder y menos competencia permite. Cuando este decae, tras la romanización, por ejemplo, las sociedades humanas se embeben de particularismo y excepcionalidad parajudicial. Lo hemos visto con la etapa visigótica, con el rico mundo de los fueros fronterizos o con las soluciones jurídicas de los viejos señores feudales.

Al contrario, cuando la soberanía se fortalece, bien que sea mucho más en la teoría que en la práctica, se regresa al teatro del castigo real institucionalizado, donde el propósito de la pena se muestra más ejemplarizante que nunca, y al tiempo útil para el rey, siempre necesitado de galeotes. Nuestro Antiguo Régimen es un verdadero marasmo legal de normas que se solapan unas con otras, donde muy a menudo asistimos a una especie de simetría de la venganza en virtud de la cual crímenes considerados horrendos son castigados con penas igualmente horrendas: la horca, la hoguera, la condena a galeras o la esclavitud extrayendo cinabrio en Almadén. Y siempre, además, la escenificación barroca del castigo, sambenitos, hopas, arquitectura de cadalsos efímeros y populacho embravecido.

Por el camino, hemos tratado de dilucidar, tanto legal como penalmente, el asunto del trato a los indígenas tras el Descubrimiento, las leyes de Indias, la polémica Las Casas versus Ginés de Sepúlveda y su resolución, siquiera sobre el papel, con los justos títulos del gran Francisco de Vitoria. Algo que consideramos necesario vista la deriva general entre «negrolegendarios» y los amables defensores de la Arcadia feliz. Esta reflexión, junto a otras, como el análisis del verdadero alcance de la acción del Santo Oficio español, nos condujo a cavilar, a la luz de la documentación, en torno a la especie que sostiene un especial rigor y una especial crueldad, casi malsana, en la metodología penal española, sobre todo en lo que se refiere a la tortura judicial. Veremos que, en punto de crueldades, la antropología comparada ya ha mostrado hace mucho tiempo que los seres humanos tienden a parecerse y a comportarse de manera similar ante retos culturales semejantes. Si a los hispanos les dio por perseguir con saña a los herejes, a los germánicos les dio por considerar brujas a una parte no menor de su población femenina; si avanzamos en el tiempo, podríamos decir que esa particular saña contra determinados colectivos alcanzó su paroxismo en Francia con los casi 40 000 guillotinados para mayor gloria de la libertad, la igualdad y, mírese por donde, la fraternidad.

El cambio de paradigma hacia la aplicación de una ley positiva, codificada, basada en la economía y la aritmética del castigo, vino de la mano de la Ilustración. Esto permitió, aunque fuera de manera precaria, una primera construcción de la teoría del delito, en la que deberían valorarse, como ocurre hoy en día, las diferentes responsabilidades, los atenuantes y los eximentes de cada caso concreto. También, el carácter expiativo y no solo vengativo de la sentencia, con la reflexión sobre la legitimidad de la pena de muerte, el sentido de la tortura y la posibilidad del indulto.

De esta manera se propició esa lenta transición al orden civil desde lo moral y teológico, aunque, naturalmente, todavía con una gran dispersión de asuntos y contenidos. A partir del triunfo de la idea de contrato social, llegaron los reformadores penales. Cesare Beccaria, Gaetano Filangieri, Jeremy Bentham, Manuel de Lardizábal y tantos otros proporcionaron a la ciencia penalista el aspecto que hoy conocemos. El destierro y las galeras tornaron en cárcel y silencio. Europa se llenó de panópticos y de códigos civiles y penales, con los napoleónicos a la cabeza, en tanto el mundo anglosajón tomaba otros derroteros más abiertos, basados en su sistema jurisprudencial. Unos y otros, evidenciando un loable intento de humanizar el derecho y el régimen penal, del que hoy nos mostramos herederos. Y, no obstante, siempre nos restará cierto resquemor sobre la utilidad de todo esto, sobre esta especie de «ortopedia penal» en la que caminamos, que diría Foucault2, que, es sabido, no siempre se ha mostrado útil en cuanto a satisfacción de la ofensa y redención del penado.

Llegados a este punto, parece necesario indicar a qué responde la concepción de este libro. Desde hace tiempo habíamos constatado que la bibliografía sobre delito y castigo disponible es abundante en lo que se refiere a las reformas liberales y la codificación. Sin embargo, este esfuerzo divulgador y de síntesis no existe respecto a épocas más pretéritas de nuestra historia, donde los estudios se especializan y abarcan períodos de tiempo muy concretos. En este sentido, parecía útil y de alguna manera necesario proporcionar al lector la posibilidad de analizar esta realidad punitiva desde los orígenes y, especialmente, tratar de dilucidar lo que de verdad ocurrió en nuestro dilatado y complejo Antiguo Régimen, en aquel Estado compuesto, plagado de fueros, distingos y discrecionalidades que tanto recorrido histórico logró alcanzar; algo quedaba por averiguar y poner en claro ahí. Si lo hemos conseguido en alguna medida, debe quedar a juicio del lector.

1

El delito en la Prehistoria

Para aquellos que han estudiado el primitivismo como una categoría jurídica parece claro que las primeras sociedades que podemos considerar humanas poseían una cierta consciencia mítico-religiosa que partía de una concepción cosmogónica del mundo. Así, tiende a sostenerse que las sociedades de cazadores recolectores vivían inmersas en una cierta jerarquización de voluntades que pretendían acercarse en lo posible al orden natural del cosmos definido por los dioses3. Es decir, de manera parecida a lo que hoy entendemos por iusnaturalismo, esto es, que ciertas normas y ciertos derechos son propios de todo ser humano y anteriores a cualquier derecho establecido; se presupone a las sociedades primitivas el desarrollo de determinados modelos innatos de conducta según los cuales el bien se acercaría al orden cósmico y el mal o las conductas erróneas serían producto del desorden o la tendencia al caos.

De esta manera, los puros actos individuales podían asimilarse a modelos sociales de conducta; categorías o arquetipos tendentes a una deseable integración con el cosmos. Esta concepción desarrollada en los márgenes de la antropología pretende la existencia de una cierta igualdad de las cosas: tal como sucede arriba ha de suceder abajo. Así, en estas sociedades a menudo llamadas sin mucho fundamento prelógicas, los acontecimientos que rodean a la horda hallan su explicación en un mundo superior. Si el río viene sin agua en verano, la causa no es la falta de lluvia sino la existencia de una cierta desazón en los dioses por la comisión de algún acto desordenado. El regreso al orden establecido debería lograrse mediante el rito, tal vez una de las primeras formas del derecho.

En este sentido, la inevitable existencia de los primeros jefes y chamanes, figuras no muy distantes de los machos alfa en las comunidades de primates superiores, tendría como primera función dirigir rectamente al grupo a partir de una cierta capacidad para participar de lo sagrado que les sería privativa. Al igual que ocurre con los líderes de chimpancés o bonobos, los individuos dominantes no son exclusivamente los más fuertes o agresivos, son también aquellos capaces de imponer el orden y la paz social con su propia voluntad. Se ha observado cómo, tanto en grupos de chimpancés como entre los más benevolentes y pacíficos bonobos, los machos dominantes se comportan por lo general como unos excelentes pacificadores expertos en detener peleas.4 En este sentido, el líder primitivo se reconoce como tal en la medida que imita a los dioses y, por extensión, a los ancestros felizmente recordados. Esto es, se comporta con rectitud, ecuanimidad y dignidad.

A pesar de ello, las primeras teorías antropológicas desarrolladas en los siglos XIX y XX tendían a considerar las sociedades primitivas como grupos humanos caracterizados por un salvajismo atroz, repleto de costumbres insanas e incluso absurdas. Interpretaciones más bien especulativas, muchas de ellas basadas en las teorías psicoanalíticas de Sigmund Freud, que hoy se consideran poco fundamentadas, como la horda atkinsoniana (hijos sometidos al celibato forzoso que solo desean liquidar al padre tiránico), el concubinato de Bachofen (defensora de una supuesta promiscuidad primitiva que afianzaba el papel de las mujeres en la comunidad), el grupo infanticida de McLennan, el canibalismo primitivo, etc. En palabras del pionero de la antropología Brioslaw Malinowski:

La antropología es todavía para la mayoría de los profanos y para muchos especialistas un objeto de interés anticuario. Salvajismo es todavía sinónimo de costumbres absurdas, crueles y excéntricas, con raras supersticiones y odiosas prácticas. El desenfreno sexual, el infanticidio, la caza de cabezas, el canibalismo y quién sabe qué han hecho de la antropología una lectura atractiva para muchos y un objeto de curiosidad más que de estudio serio para otros.

Pues bien, la moderna antropología, utilizando el método comparativo al estudiar culturas primitivas aún existentes, nos habla de liderazgos mucho menos radicales donde el cabecilla es más un portavoz que un manipulador de la opinión pública. Así, por ejemplo, Claude Lévi-Strauss constató en su célebre Tristes Trópicos que los indios nambíkvara del Brasil tenían jefes que basaban toda su influencia en el convencimiento y el dominio de la opinión pública:

Hay que decir al mismo tiempo que el jefe no puede buscar apoyo ni en poderes claramente definidos ni en ninguna autoridad públicamente reconocida. Uno o dos individuos descontentos pueden dar al traste con todo su programa. Si esto sucede, el jefe no tiene ningún poder de coacción, puede desembarazarse de los elementos indeseables solo en la medida en que todos los demás piensen igual que él.

Friedrich Karl von Savigny, uno de los grandes teóricos del historicismo jurídico, acostumbraba a decir que donde hay sociedad hay derecho, esto es, normas o, si se prefiere, leyes. En el caso originario del Paleolítico las normas no siempre eran administradas por miembros especializados del grupo humano, sino por la propia opinión pública de la tribu. Así, el estudio del pueblo del archipiélago de las Trobriand (Melanesia) realizado por Malinowski5 evidenció que las sociedades primitivas que habían subsistido en el siglo XX poseían auténticos códigos de conducta basados esencialmente en la obligación recíproca, estableciendo entre ellos sutiles tramas de derechos y obligaciones muy alejadas de la simple relación estímulo/respuesta sugerida inicialmente por la primera antropología y luego por el propio Fiedrich Engels en sus estudios sobre la familia primigenia. «Las poderosas fuerzas compulsivas del derecho civil de Melanesia hay que buscarlas —afirma Malinowski— en la concatenación de las obligaciones, en el hecho de que están ordenadas en cadenas de servicios mutuos, un dar y tomar que se extiende sobre largos períodos de tiempo y que cumple amplios aspectos de interés y actividad». Y desde luego esto resulta necesario, pues en cualquier sociedad que se pueda imaginar el conflicto de intereses siempre está presente.

A la vista de inevitables confrontaciones derivadas de intereses y opiniones contrapuestos y a falta de jueces, policías o reyes, las sociedades primitivas organizadas en bandas y aldeas basaban la resolución de conflictos en su articulación en grupos domésticos y en el parentesco. Marvin Harris6 nos recuerda que en dichos grupos los individuos tacaños, agresivos o perturbadores suelen ser prontamente identificados por el colectivo y muy habitualmente aparecen sometidos a la presión de la opinión pública. En muchas ocasiones no es necesaria la venganza del grupo, sino simplemente el uso de la ironía y la burla, como en el caso del llamado duelo de canciones al que recurren los esquimales para afear conductas no deseadas. Algo que, si lo pensamos bien, aún funciona hoy en día como forma de presión colectiva frente al abuso, si bien la aparición del Estado —en Mesopotamia alrededor del 3300 a. C. o en Mesoamérica aproximadamente en el 300 d. C.— cambió radicalmente las cosas estableciendo un cierto monopolio del poder y la justicia que parece haber orillado notablemente la gestión espontánea de carácter grupal. Por el momento, para los antropólogos la forma de coacción más generalizada entre los pueblos primitivos es la simple presión social, lo que los juristas llamarán Opinio Iuris. Como apuntábamos antes, la broma, la burla, las canciones satíricas a golpe de tambor servían muy adecuadamente para la expiación ritual.

¿Cómo serían esas primeras leyes antes de su registro escrito? Para antropólogos como Evans-Pribchard, que estudió profundamente al pueblo nuer (Sudán), el pensamiento supuestamente revelado por la divinidad conforma toda la concepción jurídica primitiva. La revelación viene por caminos bastante tortuosos. Así, por ejemplo, el célebre Patesi Gudea de Lagash (circa 2021 a. C.) aseguraba que había accedido a las órdenes del dios Ningirsu a través de sus sueños nocturnos. De esta manera los primitivos trataban de explicar ese origen natural de la justicia, basado en la ley inspirada por la divinidad. Todo parece indicar que el origen de los saberes mistéricos o la confianza en la veracidad de los oráculos hunde sus raíces en las sociedades prehistóricas.

En este sentido, existe un elemento muy común en estos primeros momentos de desarrollo de las normas sociales: los dioses están siempre con la justicia y la verdad, de forma que, si uno de los que participan en una disputa tiene un accidente fortuito después del conflicto o pierde un combate singular, la tribu siempre pensará que la justicia divina ha hablado. Lo cual no es muy diferente de las ordalías, el juicio de Dios medieval o el concepto del karma, que ya aparece perfectamente descrito en el Bhagavad Guita (Mahábhárata hindú).

En tal contexto, podemos entender que el delito es consecuencia de la ruptura del hombre con el orden natural. Lévy-Bruhl subraya que en su opinión el hombre primitivo no desconoce las relaciones causa efecto, pero les otorga otro sentido, siempre vinculado con elementos míticos. Así, cuenta el caso de un indígena que, sentado a cielo abierto bajo la lluvia, cuando es invitado a guarecerse responde: «nadie enferma por frío o por lluvia sobre su cabeza si no ha caído en desgracia con los espíritus».

Si el delito es una consecuencia de un desasosiego causado en el orden natural, la sanción o pena tiende más hacia una suerte de desaprobación moral que hacia la pura venganza. De hecho, a pesar de que los primeros códigos como el de Hammurabi parecen defender la ley del talión, esto es, la forma más evidente de venganza, hoy en día se tiende a pensar que esos preceptos se establecían desde un prisma disuasorio antes que real y que se llevaban a la práctica en muchas menos ocasiones de lo que podríamos suponer. En suma, lo relevante era que el sujeto infractor conociese claramente la reprobación de su grupo social. En este sentido, el criminólogo alemán von Hentig, padre de los estudios de victimología, aseguraba que no es verdad que la venganza, el ojo por ojo bíblico, sea el único ni el principal punto de la sanción penal originaria; antes del castigo efectivo se buscaría el propio remordimiento del que obra mal, lo que no quiere decir que no se exija al que infringe la ley la compensación del daño causado, bien a través de una reparación material, bien privando al reo de aquello que más desea.

Pero, puestos a juzgar cuando la presión social no es suficiente, la antropología comparada informa con bastante claridad sobre quiénes son los individuos encargados de dictar sentencia. En general, parece que los primeros procedimientos judiciales devenían de trances chamánicos. Tras entrar en éxtasis, el jefe, brujo o chamán exponía ante la comunidad la forma de restitución del pecado-delito. ¿Pero cuáles eran esos pecados?

Teniendo en cuenta que estamos ante sociedades con sólidos lazos comunitarios, los antropólogos han considerado tradicionalmente que delitos habituales en la época contemporánea, como el hurto y, en general, los atentados contra la propiedad privada, debieron gozar de escaso recorrido. Las razones parecen claras: se trataba de comunidades de pequeño tamaño organizadas en bandas cuya organización social era articulada por los grupos domésticos y el parentesco. En este contexto, no se pueden presuponer desigualdades acusadas en el acceso a tecnología y recursos. En primer lugar, habría que considerar que la acumulación de posesiones materiales estaba limitada por una forma de vida nómada que, literalmente, implica viajar con lo puesto y poco más. Además, el acceso a ciertos bienes como flechas, puntas, redes, recipientes, etc., no debía de ser muy complicado: cada clan familiar tendría la suficiente capacidad para fabricarse sus propios enseres. Como apunta Marvin Harris,

hay que señalar que, al contrario de lo que indica la experiencia de los modernos atracadores de bancos, nadie puede ganarse la vida robando arcos y flechas o tocados de plumas porque no hay ningún mercado regular en que tales artículos puedan intercambiarse por alimentos.

En cuanto al homicidio y el asesinato, la antropología comparada suele recurrir como tesis explicativa a la venganza ritual. Esto es, cuando algún miembro del clan comete un crimen de estas características, tiende a huir, porque de otro modo lo probable es que los parientes del difunto se vean obligados a vengarse cobrándose la vida del asesino. Para Boehm, la venganza de sangre sería habitual porque se consideraba una cuestión de honor. Algunos de sus ejemplos resultan suficientemente elocuentes:

Muchos pueblos tribales, como los enga de las tierras altas de Nueva Guinea estudiados por Polly Wiessner, creen profundamente en la venganza. En palabras de uno de sus informantes: «Ahora voy a hablar de la guerra. Esto es lo que dijeron nuestros antepasados: “Cuando un hombre era asesinado, el clan de los asesinos cantaba canciones de valentía y victoria. Gritarían ¡Auu! (‘¡Hurra!’ o ‘¡Bien hecho!’) para anunciar la muerte de un enemigo. Entonces su tierra sería como una montaña alta y así ha sido de generación en generación. Los miembros del clan del difunto se volverían pequeños, no serían nada. Pero, cuando hubieran vengado la muerte de su miembro del clan, entonces estarían bien. Sus corazones estarían abiertos”».

Pero no siempre es así. Por ejemplo, entre los nuer de Evans-Pribchard, pueblo afincado en las praderas pantanosas del alto Nilo, la venganza de sangre procura sustituirse siempre que es posible transfiriendo a la familia agraviada una compensación económica que se suele evaluar en cabezas de ganado vacuno. En este caso —y seguro que hubo muchos más— parece existir a menudo una verdadera determinación de impedir la venganza de sangre a través de la compensación. Así, Lévi-Strauss afirmaba:

En las sociedades primitivas, las penas son concebidas como un medio de restaurar el equilibrio social y de evitar la venganza privada. Por lo tanto, se busca siempre una compensación proporcional al daño causado y se evita la aplicación de penas corporales o de la muerte, que pueden poner en peligro la cohesión del grupo.

De similar opinión era Malinowski:

Las penas impuestas por la tribu o el clan suelen ser de carácter compensatorio o retributivo, y se aplican con el objetivo de restaurar el equilibrio social. Por lo general, se trata de penas económicas o de trabajos forzados, que permiten a la víctima o a su familia ser compensadas por el daño causado.

Tradicionalmente, los antropólogos han buscado figuras delictivas de vinculación mítica que han llenado muchas páginas en los tratados de psicología psicoanalítica. Ahí encontramos ejemplos bien conocidos, como la célebre prohibición del incesto. La teoría tradicional sostiene que esta proscripción cuasi religiosa tendría que ver con una cierta corroboración casi darwiniana de que la descendencia proveniente de la unión de parientes cercanos —padres e hijas, hermanos y hermanas, hombres y mujeres pertenecientes a un mismo clan, etcétera— producía a menudo como resultado no deseado vástagos con severas taras físicas y psíquicas. No obstante, en la actualidad esta explicación de la efectiva y muy real prohibición del incesto se encuentra en proceso de revisión. Puesto que parece claro que los pueblos primitivos no establecían una relación de causa efecto entre la cópula y el embarazo, se hace difícil comprender que pudiesen atar cabos en cuestiones de consanguinidad. Y, sin embargo, sea como fuere, el rechazo al incesto parece un mandato inherente al ser humano.7

Es sabido que la fertilidad femenina, vinculada al misterio de la creación, se asociaba con la propia fertilidad de la tierra, de ahí la existencia de las venus del Paleolítico, desprovistas de rostro y representadas con los atributos asociados al embarazo, el parto y la lactancia extraordinariamente exagerados y visibles. Al fin, la salvaguarda de una prole sana, susceptible de proporcionar continuidad al clan, era lo esencial.

Cuestiones como la prohibición del incesto tienen que ver con la concepción primitiva de lo sagrado, bien estudiada por el padre de la sociología, Émile Durkheim. La vida social se halla sujeta al temor reverencial que produce el sentimiento religioso. Hay aspectos que son tabú, es decir, prohibidos por normas que devienen del respeto a lo sagrado. En realidad, una forma de ajustar costes y beneficios. El tabú del incesto no tiene raíces explicativas muy diferentes de la prohibición israelita del consumo de carne de cerdo o de los mandatos de los régulos polinesios que limitaban el acceso a algunas tierras cultivables agotadas o a zonas litorales esquilmadas por el abuso de la actividad pesquera. Quien violaba un tabú era, naturalmente, objeto de un castigo tanto natural como espiritual.

Para los arqueólogos, fenómenos habituales en las sociedades humanas como la guerra no parecen ser muy frecuentes en el Paleolítico. En ocasiones he interpretado la existencia de cráneos mutilados hallados en cuevas como la de Chu-Ku-Tien, en China, como una muestra de canibalismo ejercido sobre los enemigos prisioneros. Pero este extremo nunca ha quedado excesivamente claro, pues los individuos afectados no tendrían que ser necesariamente enemigos, también podría tratarse de parientes fallecidos sujetos de prácticas rituales funerarias. De hecho, y descendiendo a los datos verdaderamente constatables, la evidencia arqueológica más antigua y convincente sobre la existencia de una guerra se halla en el Jericó neolítico, donde encontramos ya murallas, torres y fosos defensivos. A lo sumo, lo que podría darse en el Paleolítico serían combates puntuales por el territorio. La llegada de los cultivadores, que traía aparejada las primeras formas del trabajo diversificado y el Estado, debió desuponer el principio de esos conflictos a mayor escala que podemos considerar como guerras.

Finalmente, ¿debemos entonces cultivar la idea rousseauniana del buen salvaje, el paraíso perdido o la tierra de jauja, aplicada al mundo prehistórico en contraste con el salvajismo generalizado descrito por los antropólogos de primera hora? En absoluto, todo lo que nos dice la ciencia hasta el momento de aquellos períodos remotos es que los seres humanos de entonces se parecían bastante a nosotros mismos, aun situados ante circunstancias y modos de vida diferentes. En palabras del propio Malinowski: «Cada necesidad se satisface con un tipo determinado de respuesta cultural. Dado que las necesidades son universales, también lo son las respuestas culturales que se dan para satisfacerlas, por más que aparentemente difieran entre sí».

2

La Hispania prerromana

Los primeros códigos, delitos y penas enlas sociedades sedentarias

Los primeros núcleos de irradiación neolíticos, asentados en valles fluviales fértiles donde el ser humano aprendió a domesticar las especies animales y vegetales, trajeron consigo formas de vida muy diferentes a las que hasta entonces se habían conocido. En el territorio delimitado por los cursos del Éufrates y el Tigris, en la depresión del Indo, a orillas del río Amarillo o en Mesoamérica, las sociedades humanas comenzaron a criar animales y a cultivar la tierra. Naturalmente, esto introdujo cambios drásticos en las formas de organización social y económica. Aquellas transformaciones supusieron una verdadera revolución solo comparable al proceso de industrialización iniciado en Inglaterra y Europa a finales del siglo XVIII. La sedentarización subsiguiente al establecimiento de estas comunidades de cultivadores en los fértiles valles fluviales implicó un crecimiento demográfico que permitió a poblaciones como las de Jericó o Mohenjo Daro emprender el camino de la especialización en el trabajo. Ya no era necesario que todo el clan participase en la búsqueda de alimento, de esto se podía encargar una parte de sus integrantes, mientras otros se centraban en la realización de tareas más específicas y diversificadas como las de soldado, artesano, mercader, sacerdote o gobernante. Una evolución social que conducirá muy pronto a la constitución de los primeros Estados.

La forma en que las grandes jefaturas evolucionaron hacia la formación de Estados originarios tiene que ver con el desarrollo de unas élites con capacidad de obligar a sus subordinados a pagar impuestos, a prestar servicios y, para lo que aquí importa, a cumplir leyes establecidas. Normas que, gracias al nacimiento de las primeras modalidades de escritura, aparecían ya redactadas con toda claridad y a la vista de todos. Este fenómeno resulta fácilmente rastreable en las altas culturas posneolíticas en diversos lugares del globo: Egipto, el valle del Indo, China, Perú o Mesoamérica. Pero es, sin duda, en el territorio delimitado por los cursos de los ríos Éufrates y Tigris donde proliferan estas primeras muestras de articulación estatal respaldada por leyes de obligado cumplimiento. Leyes que por lo general se consideraban, en clara inercia respecto a los elementos dominantes en la mentalidad primitiva, reveladas por los dioses, lo cual les otorgaba legitimidad.

Como ya hemos adelantado, Max Weber llegó a interesantes conclusiones respecto a la acción del Estado sobre la justicia. Uno de los rasgos esenciales para constatar su dominio del territorio sería, precisamente, su capacidad para ejercer el «monopolio de la violencia» a través de un proceso previo de legitimación que le permitiese acceder legalmente al poder. De este modo, un Estado es tanto más fuerte cuanta más capacidad efectiva de ejercer ese monopolio alcanza. Es evidente que los pequeños estados feudales de la Europa medieval presentaban una mayor dificultad para controlar el crimen y la violencia a través de sus propios agentes que los Estados modernos, y estos, a su vez, disponían de menos probabilidades de lograr ese control que los formidables y hegemónicos Estados contemporáneos, armados de una monumental burocracia pública. Más dificultades se plantean a la hora de ejercer el monopolio de la violencia por parte de organizaciones supranacionales (ONU, OTAN, entre otras), algo que hoy es una realidad perfectamente constatable a través de la existencia de vetos y posturas de difícil conciliación entre Estados. Otros autores, como Spooner8, consideraban que todo Estado había sido creado en su inicio por bandas de salteadores dispuestos a someter a otros pueblos para el cobro de tributos, ejerciendo una justicia bárbara y tiránica a fin de eliminar toda contestación. Para Spooner, la policía y los ejércitos de los Estados no son más que guardias que protegen los monopolios y que obligan al resto de la sociedad a obedecerlos a partir de la extorsión y el robo. Algunas de sus afirmaciones han alcanzado notable celebridad:

El salteador de caminos toma únicamente sobre sí mismo la responsabilidad, el peligro, y el crimen de su propio acto. No pretende que tiene algún derecho a tu dinero, o que tiene la intención de usarlo para tu propio beneficio. Además, tras haberse llevado tu dinero, te deja, como tú deseas que lo haga. No permanece «protegiéndote», ordenándote hacer una reverencia y servirle; requiriéndote que hagas esto, y prohibiéndote hacer lo de más allá.

Al fin, los primeros Estados mesopotámicos fueron formados por pastores montañeses que dominaron sin dificultad a los agricultores del llano.

Las primeras legislaciones estatales que conocemos, aunque con un carácter bastante fragmentario, proceden de Mesopotamia y corresponden a las culturas acadia y sumeria. El primer texto de todos ellos es un fragmento del Código de Ur-Nammu, que contiene unas veintinueve leyes relativas fundamentalmente al derecho penal, aunque también se legisla sobre el divorcio y la práctica de la brujería, y se establece el principio de la compensación pecuniaria para los delitos de daños. Debió de ser promulgado hacia 2061 a. C. y posee, además, el valor de haber fijado la estructura de otros códigos mesopotámicos posteriores como los elaborados por los acadios.9

Con todo, el código más importante que se conoce fehacientemente desde que hay registro escrito es, como se sabe, el de Hammurabi, sexto rey de la dinastía babilónica, cuya promulgación suele ubicarse hacia el año 1753 a. C. Este texto legal destinado a los habitantes de Babilonia transmite la existencia de una elaborada organización política y social. A lo largo de su articulado, regula de forma muy prolija las actividades de aquellos súbditos y desde luego subraya con claridad los elementos de control estatal que se habían ido imponiendo sobre sus vidas. Está escrito en alfabeto cuneiforme y grabado sobre un bloque de piedra negra de 2,25 m de alto, presidido por la efigie del dios Shamash. Consta de 282 artículos que hacen alusión, como decíamos más arriba, a cuestiones muy concretas de la vida de los babilonios. Tras las consabidas alabanzas al monarca reinante, se desarrollan los artículos, que pretenden regular, entre otros muchos aspectos, la hechicería, los juicios de Dios, el hurto, la rapiña, el falso testimonio, la propiedad privada, las obligaciones y contratos, los derechos y deberes de oficiales soldados y otros vasallos del rey, los regímenes de cultivo, el secuestro, la servidumbre por deudas, el derecho de familia, el sucesorio, la prostitución y, por supuesto, todo aquello relacionado con la indemnización por crímenes cometidos, que ha pasado a la historia como la ley del talión. Al respecto, siempre ha llamado la atención a los historiadores del derecho la clara diferenciación que hace el código entre el dolo, la culpa y el caso fortuito, una distinción jurídica excepcionalmente avanzada para su época y prácticamente imposible de observar en códigos subsiguientes. Así, se distingue entre la voluntad consciente de realizar un delito y la mera negligencia o el hecho casual.

No obstante, en el código de Hammurabi perviven elementos atávicos que ya habíamos rastreado en el mundo prehistórico. Por ejemplo, la existencia del juicio de Dios: cuando un hecho quedaba sin probar, la responsabilidad de hallar al culpable recaía en los ciegos elementos naturales. Dicho de otra manera, el mal comportamiento tendría sus propias consecuencias a través de la desgracia. Por tanto, es fácil apreciar cómo las primeras leyes caminaban al albur de la voluntad de la divinidad, algo perfectamente apreciable en los textos hebraicos, siempre a caballo entre la moral y la religión. Tanto en el caso babilónico como el en el hebreo, el talión está presente, aunque tal vez no tanto como se suele afirmar. Muy a menudo las normas subrayan la posibilidad de evitar la venganza de sangre a cambio de una satisfacción económica entregada a la familia del damnificado.

Un elemento muy relevante que se reproducirá casi hasta las revoluciones liberales del siglo XIX, e incluso más allá, es la distinción normativa en función de la extracción social del sujeto a quien se aplica la ley. En Hammurabi vemos reflejada una sociedad estamental donde se aprecian diferentes categorías jurídicas: hombres libres, semilibres, siervos y esclavos. En el caso de estos últimos, y como será habitual en toda la Antigüedad, se les consideraba objetos susceptibles de transmisión tras caer en la situación de esclavitud por nacimiento, conquista o deudas. No obstante, como ocurrirá también en Grecia y Roma, los esclavos podían comprar su libertad mediante la entrega de bienes, de acuerdo con tarifas oficiales y previo permiso de sus propietarios.

Como decíamos más arriba, con posterioridad podemos encontrar códigos en casi todas las culturas sedentarias a partir del período neolítico, por ejemplo, el código de Manú en el valle del Ganges, el código Chou en China, el fragmentario y oscuro derecho egipcio conocido desde el descubrimiento en Karnak de la estela del rey Haremhab (1350-1315 a. C.) o el derecho hebreo, al que ya hemos hecho referencia. Especial relevancia revisten los libros Levítico y Deuteronomio, que para muchos tienen su base en el decálogo de Moisés.

Por lo que respecta a la península ibérica, para encontrar las primeras noticias de legislación autóctona habrá que aguardar al mítico reino de Tartessos, del que tenemos recuerdo por la célebre Geografía de Estrabón y otros textos de los historiadores romanos Justino y Pompeyo. Todos ellos hacen referencia al mito agrícola de Gárgoris y Habis del que hablaremos más adelante.

La Hispania prerromana

Como es sabido, en vísperas del desembarco de los colonizadores procedentes del Mediterráneo oriental, fenicios, griegos y, posteriormente, cartagineses y romanos, el terrazgo peninsular estaba ocupado por diferentes pueblos pertenecientes a los acervos indoeuropeo e ibérico. La llegada de los primeros indoeuropeos a partir de 1200 a. C., en plena Edad del Bronce, fue sucedida por diferentes oleadas que fueron ocupando el norte y el centro peninsular a la vez que entraban en contacto con el sustrato ibérico. Casi la totalidad de la información que poseemos sobre estos pueblos procede de los cronistas de época romana: Estrabón, Diodoro Sículo o Avieno. Paralelamente, la expansión de los griegos, fundamentalmente los foceos, por el levante junto a los fenicios durante el último milenio anterior a Cristo fue definiendo el ámbito cultural de la península, si bien ni griegos ni fenicios demostraron mayor interés en extender al nuevo territorio sus instituciones políticas y administrativas, y prefirieron limitarse a establecer factorías comerciales y colonias de poblamiento que aliviasen la presión demográfica de sus metrópolis.

Debido al carácter de las fuentes grecorromanas, los historiadores siempre han interpretado con recelo sus opiniones sobre los pueblos peninsulares. Fundamentalmente porque todo aquello que no se ajustaba a su modo de entender las instituciones y la cultura era considerado mero salvajismo. Son célebres los juicios de Estrabón sobre la falta de civilidad de las poblaciones del norte peninsular y su severo análisis de unas costumbres que no era capaz de comprender, por ejemplo, el supuesto matriarcado imperante en los pueblos cántabros, la costumbre nórdica de la covada —la cesión del lecho al marido tras el parto de su esposa, en realidad una manera de reconocer la paternidad— o el hecho de que se alimentasen de castañas o cerveza:

Los montañeses, durante dos tercios del año, se alimentan de bellotas de encina, dejándolas secar, triturándolas y fabricando con ellas un pan que se conserva un tiempo. Conocen también la cerveza. El vino lo beben en raras ocasiones, pero el que tienen lo consumen pronto en festines con los parientes. Usan mantequilla en vez de aceite…10

En este sentido, resulta célebre el texto tan repetido de la citada Geografía:

Las mujeres cultivan la tierra; apenas han dado a luz ceden el lecho a sus maridos y los cuidan… Se cuenta igualmente de los cántabros este rasgo de loco heroísmo: habiendo sido crucificados algunos de ellos estando prisioneros, murieron entonando himnos de victoria. Estos rasgos denotan cierto salvajismo en sus costumbres, pero otros, sin ser propiamente civilizados, no son tampoco salvajes. Así, entre los cántabros es el hombre quien dota a la mujer y son las mujeres quienes heredan y se preocupan de casar a sus hermanos, lo que constituye una especie de ginecocracia, régimen que no es ciertamente civilizado.11

La historiografía ha demostrado que estas afirmaciones proceden de un juicio superficial y bastante erróneo de lo que allí sucedía. En primer lugar, Estrabón confunde un régimen matriarcal con una estructura social matrilineal, en la que la mujer es la que hereda y transmite los derechos sucesorios sin poseer una autoridad especialmente relevante sobre el hombre. De hecho, el tío materno de la mujer, el avúnculo, ejercía un papel decisorio y fundamental en el núcleo familiar. En cuanto a la descripción de la covada, como decíamos, la simulación del parto por parte del padre es un rito de reconocimiento de la paternidad precisamente propio de pueblos patriarcales, pues es el varón el que acepta y legitima al recién nacido. Otros pasajes jurídicos de Estrabón relatan cómo entre los cántabros existía la pena de muerte sumaria, se acostumbraba a lapidar a los parricidas y a despeñar a los criminales. Pero también existe el inevitable atavismo vinculado a la adivinación y al auspicio sobre la voluntad de los dioses. Cuenta Diodoro Sículo de los celtíberos que, cuando deseaban hacer una ofrenda importante a sus deidades, tomaban un prisionero, le asestaban un tajo por encima del diafragma y adivinaban el porvenir por la forma en que agonizaba y el flujo de la sangre derramada. También acostumbraban a conservar como trofeo las cabezas de sus enemigos untadas en resina de cedro.12

Con todo, los textos de los cronistas permiten descubrir multitud de datos relativos al derecho y las instituciones políticas en los pueblos de la Hispania prerromana que resultan del mayor interés por su permanencia en el tiempo. Sabemos, por ejemplo, que las sociedades de raigambre indoeuropea o céltica se agrupaban en gens y gentilidades, es decir, en función de relaciones de parentesco amplio sobre las que giraba toda la estructura social, desde el nacimiento y el matrimonio hasta la paz y la guerra, elementos estructurales que muy pronto se identificaron con la organización centurial romana.

Tres son los componentes del derecho esenciales en este estadio de la vida peninsular: la hospitalidad, la clientela y la devotio ibérica. La hospitalidad aparenta ser un medio bastante inteligente de forjar alianzas entre diferentes gens o clanes a la hora de protegerse unos a otros o prepararse para la guerra. Al respecto dice Diodoro Sículo:

Son los celtíberos correctos y benevolentes con los extranjeros, pues a todos aquellos que se les presentan, los requieren para que hagan el alto disputándose entre sí el ofrecerles hospitalidad.

Esta forma de establecer vínculos sociales con tribus vecinas se articulaba en distintos niveles: entre individuos, entre familias y entre tribus enteras; lo importante era instaurar lazos de socorro mutuo a través de los que se compartían dioses y derecho, tal como muestran algunas estelas y tablillas labradas a fin de dar fe del hecho, que aún se conservan.13

Al contrario de lo que ocurría con la hospitalidad, el pacto de clientela no se desarrollaba en pie de igualdad, sino que suponía que una persona o una familia se hacían clientes de un patrono al que se comprometían a prestar servicios y fidelidad a cambio de su protección. En esencia, nada muy diferente de las relaciones de dependencia personal que describe el feudalismo medieval clásico.

Se daba también una clientela de carácter militar que suponía la prestación del servicio de armas del cliente a cambio de la protección del patrono. Esta variante militar de la clientela es la institución que conocemos como la devotio ibérica, tal vez la figura jurídica más llamativa del ámbito peninsular en este tiempo. A través de un juramento ante la divinidad, los devotos ofrecían su vida a los dioses en caso de que en plena batalla pudiese peligrar la del patrono. Juraban, además, y esto llamó mucho la atención a los cronistas romanos, no sobrevivir a su patrón. Así, Plutarco14 comenta que: «es costumbre entre los hispanos que los que hacían formación aparte con el jefe pereciesen con él si llegaba a morir, a lo que aquellos bárbaros llaman devotio». A juicio de cronistas como Valerio Máximo o el propio Estrabón, el devoto estaba obligado a suicidarse porque no había sabido defender convenientemente a su patrono, a la vez que había disgustado con esa descuidada actitud a la propia divinidad. Episodios como los de Numancia o Calagurris (actual Calahorra) hablan bien a las claras de hasta qué punto los pueblos peninsulares se tomaban en serio la devotio.

El propio Julio César en su Guerra de las Galias comentó su admiración por la devotio ibérica:

De la otra parte de la ciudad sale Adiatunno, que tenía el mando supremo, con seiscientos devotos, a los que llaman soldurios, cuya condición es esta… que si a alguno de estos caudillos les ocurre una desgracia, o la sufren con ellos o han de darse muerte, y no se recuerda ningún caso de que alguno, muerto aquel a quien se consagró, se haya negado a morir.15

Capítulo aparte merece el reino mítico de Tartessos, donde gobernaba sabiamente el rey Argantonio sobre un territorio rico en todo y especialmente en metales, cuya extracción se realizaba a cielo abierto en el entorno de los ríos Tinto y Odiel (actual Huelva). Los cronistas tienden a subrayar, de manera específica, la abundancia de plata, al parecer bien conocida por los fenicios, circunstancia que llegó con toda probabilidad a condicionar su establecimiento en la bahía de Cádiz. También era célebre su riqueza agrícola, gracias a la explotación de la trilogía mediterránea: trigo, vino y aceite; y no menos famosa su reserva ganadera, citada en la leyenda de Habis, hijo de Gárgoris, cuyas enseñanzas hacían referencia al uso del arado tirado por bueyes. Cuando llegaron los romanos, Tartessos ya era una mera leyenda a veces vinculada con la Atlántida de Platón, y ellos supieron relacionarla con los epígonos de Argantonio, los turdetanos. Desde luego, pervivía allí una cultura material que consideraban la más evolucionada de toda la península ibérica, con relevantes ejemplos tanto en orfebrería y cerámica como en arquitectura, escultura y pintura y, por otra parte, se atribuía a los antiguos pobladores del territorio sus propias creaciones jurídicas, de las que, por desgracia, se desconoce prácticamente todo. En este sentido, Estrabón, refiriéndose ya a los turdetanos, observa que «tienen escritos de antigua memoria, poemas y leyes en verso, que ellos dicen de 6000 años».16