Descolonizar la naturaleza - T. J. Demos - E-Book

Descolonizar la naturaleza E-Book

T. J. Demos

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Beschreibung

"Es verdad que la ecología ha recibido escasa atención en el ámbito de la historia del arte, pero también es cierto que su visibilidad e importancia han ido creciendo en los últimos tiempos, de la mano de las amenazas del cambio climático y la destrucción medioambiental. Al imbricar el extendido compromiso político y estético de diversos artistas con procesos y condiciones medioambientales por todo el planeta –y dirigiendo su mirada a los punteros avances teóricos, políticos y culturales que se han producido y producen en el Sur y el Norte globales–, el presente libro ofrece una significativa y original contribución a los campos interconectados la historia del arte, la ecología, la cultura visual, la geografía y la política medioambiental.A lo largo de sus seis capítulos, su autor aborda las propuestas creativas de diversos artistas y activistas en pos de formas de vida que aúnen sostenibilidad ecológica,justicia climática y democracia radical, en un momento como el presente en el que se necesitan con urgencia este tipo de propuestas."

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AKAL

ARTE CONTEMPORÁNEO 38

DIRECTORA

Anna Guasch

Maqueta de portada: Sergio Ramírez

Diseño cubierta: RAG

Imagen de cubierta: Jugando después de una cosecha, ca. 2012.

Fotografía: John Jordan. Cortesía del fotógrafo y de la r.O.n.c.e

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original: Decolonizing Nature. Contemporary Art and the Politics of Ecology

© T. J. Demos, Sternberg Press, 2018

© Ediciones Akal, S. A., 2020

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid – España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-4888-6

T. J. Demos

Descolonizar

la Naturaleza

Arte contemporáneo y políticas de la ecología

Traducción

Pilar Cáceres

Es verdad que la ecología ha recibido escasa atención en el ámbito de la historia del arte, pero también es cierto que su visibilidad e importancia han ido creciendo en los últimos tiempos, de la mano de las amenazas del cambio climático.

Al imbricar el extendido compromiso político y estético de diversos artistas con procesos y condiciones medioambientales por todo el planeta –y dirigiendo su mirada a los punteros avances teóricos, políticos y culturales que se han producido y producen en el Sur y el Norte globales–, el presente libro ofrece una significativa y original contribución a los campos interconectados de la historia del arte, la ecología, la cultura visual, la geografía y la política medioambiental.

A lo largo de sus capítulos, su autor aborda las propuestas creativas de diferentes artistas y activistas en pos de formas de vida que aúnen sosteni­bi­lidad ecológica, justicia climática y democracia radical, en un momento como el presente en el que se necesitan con urgencia este tipo de propuestas.

«Un libro ambicioso. Una lectura esencial para cualquier persona que se muestre interesada por el arte, el activismo y el cambio medioambiental.»

Rob Nixon, Princeton University

«T. J. Demos está abriendo nuevos territorios en la crítica de arte. […] Riguroso, accesible y rebelde,Decolonizing Naturees un indispensable manifiesto artístico contemporáneo.»

Subhankar Banerjee, University of New Mexico

«Primer estudio sistemático en su género, ofrece una combinación ejemplar de investigación militante e historia del arte contemporáneo, que sin duda tendrá eco tanto entre los activistas que combaten en primera línea como entre quienes trabajan en el ámbito de la historia del arte, reenmarcando esta última disciplina como un espacio de lucha por derecho propio.»

Yates McKee, autor de Strike Art

T. J. Demos es uno de los más destacados investigadores en el ámbito de la teoría y el arte contemporáneos de la actualidad. Profesor en el Departamento de Historia del arte y Cultura visual de la Universidad de California en Santa Cruz, y fundador y director de su Center for Creative Ecologies, es autor de The Migrant Image: The Art and Politics of Documentary during Global Crisis (2013), libro por el que obtuvo en 2014 el Frank Jewett Mather Award de la College Art Association, y de Return to the Postcolony: Specters of Colonialism in Contemporary Art (2013). Comisario de diversas exposiciones, en 2014 organizó en el Reina Sofía de Madrid el ciclo «Espectros. Un cine de la inquietud».

Introducción

Este libro es un ensayo de investigación en torno a la intersección del arte contemporáneo con el activismo medioambiental y la ecología política. Si bien la ecología –en particular en su dimensión política– ha recibido escasa atención dentro del contexto académico de los Estudios visuales (en particular, los histórico-artísticos), la amenazante sombra de las diversas crisis medioambientales de los últimos años, que han exacerbado otras tantas crisis económicas y políticas, se ha vuelto mucho más evidente a nivel global, haciéndose notar con una urgencia cada vez más acuciante en distintos ámbitos de la cultura visual: en exposiciones de arte y movimientos sociales, y en los medios de comunicación tanto dominantes como independientes, todos los cuales se han ocupado de cuestiones ecológicas en vídeos, o a través de la fotografía documental, el activismo creativo, la arquitectura y el arte socialmente comprometido[1]. La «ecología política», en el sentido en que se utiliza el término en este libro, recoge maneras de analizar el medio ambiente potencialmente divergentes, aunque relacionadas de forma inexorable con fuerzas sociales, políticas y económicas. Puesto que los problemas medioambientales son motor y consecuencia de la injusticia y la desigualdad (de la pobreza, el racismo y la violencia neocolonial, entre otras cosas), la ecología política sostiene que nuestra visión de la naturaleza está profundamente relacionada (y tiene consecuencias a menudo no reconocidas) con la manera en que organizamos la sociedad, y con la asignación de responsabilidades sobre los cambios medioambientales y la evaluación de su impacto social. Aparte de en mi propia formación intelectual en Historia del arte, este libro se apoya, de ma­nera interdisciplinar, en los análisis de la ciencia y los estudios culturales, además de dialogar con las filosofías críticas con las que trabajan muchos artistas: el realismo especulativo, el nuevo materialismo, las cosmologías Indígenas[2] y el activismo para la justicia climática. Estoy convencido de que un arte comprometido con el medio ambiente lleva implícito el potencial de reformular políticas y el de politizar la relación que guarda el arte con la ecología, por lo que un minucioso abordaje de este tema puede poner de manifiesto los continuos e inevitables vínculos de la naturaleza con la economía, la tecnología, la cultura y el derecho[3]. Este libro se propone, pues, analizar dicha convergencia y sus consecuencias políticas, además de examinar las traducciones culturales y las movilizaciones artísticas que ha generado.

Como sabemos, la destrucción en curso del medio ambiente, fruto de la contaminación antropogénica, está conduciendo a circunstancias catastróficas. La situación empeorará con toda seguridad a medida que vayamos aproximándonos hacia una serie de momentos críticos para el cambio climático[4]. Esta alteración ecológica (la experimentación con sistemas vivos planetarios más significativa de toda la historia de la humanidad) puesta en marcha por la modernidad industrial (y cuyo origen es la formación capitalista de siglos anteriores) amenaza con elevar las temperaturas, disminuir de forma drástica el rendimiento agrícola, causar prolongadas sequías (con el consiguiente aumento de incendios incontrolados), producir inundaciones generalizadas y episodios climáticos extremos, además de provocar el colapso del sector pesquero y de los sistemas públicos de salud debido a la propagación de epidemias[5]. Nada de lo anterior es nuevo, aunque las predicciones empeoran cada año. El tema del cambio climático antropogénico (que ha sido investigado en profundidad y que desde hace mucho tiempo viene siendo discutido en revistas académicas especializadas) ha suscitado el consenso de la comunidad científica internacional, como atestigua el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), el cual, en su quinto informe de síntesis de 2014, confirma –de manera conservadora, según algunos– lo que sabemos, al menos en parte, desde hace décadas. Según Kevin Anderson, director adjunto del Centro Tyndall de Investigación sobre Cambio Climático, un reputado científico-activista contemporáneo, la actual producción de gases de efecto invernadero incrementará hacia finales de este siglo el calentamiento global cuatro grados centígrados, un incremento de una magnitud «incompatible con la idea de una comunidad global equitativa y civilizada»[6].

Es también conocido que, en los últimos años, la ONU –lo más parecido a un sistema de gobernanza del clima mundial– ha organizado cumbres internacionales (la primera fue la Cumbre de la Tierra celebrada en Río en 1992) en las que se han hecho propuestas con vistas a estabilizar los niveles de concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera frente a la amenaza que suponen para la alteración del clima del planeta. Estos encuentros internacionales empezaron a celebrarse a partir de la histórica conferencia que pronunciara en 1988 James Hansen, un experto en climatología de la NASA, ante el Senado de Estados Unidos, donde explicó que, en lo que llevaban de año, se habían alcanzado unas temperaturas que no tenían que ver con una variación natural del clima sino con el aumento de la contaminación atmosférica causada por el ser humano. Desde entonces, las emisiones se han incrementado más del doble[7]. La Cumbre de Río acordó el principio fundamental, actualmente aceptado, de que los países en vías de desarrollo y los industrializados comparten la «responsabilidad común, aunque en diferente medida», de afrontar el cambio climático. Dicho acuerdo dio lugar a una modalidad de justicia clave en relación con el cambio climático, pues arremete contra la idea de que la responsabilidad es la misma para todos y concede legitimidad al concepto de deuda climática (la idea de que aquellos países que desde la Revolución industrial han venido utilizando combustibles fósiles han agotado su cuota de contaminación y tienen que rendir cuentas al resto de países)[8]. Pese a lo anterior, en las cumbres sobre el clima de la ONU, en particular la anual Conferencia de las Partes (COP), incluida la de 2015, no se han alcanzado acuerdos vinculantes ni se han establecido liderazgos gubernamentales en lo que se refiere a las políticas medioambientales[9]. Aunque es cierto que en esas cumbres suelen concitarse acuerdos para evitar el ascenso de las temperaturas más de dos grados centígrados por encima de los niveles preindustriales (1,5 ºC, según lo acordado en la COP21), estas resoluciones pierden completamente su eficacia si se dejan a la voluntad de los países y si no pueden ser implementadas. En los países que se encuentran en zonas bajas y que están amenazados por el aumento del nivel de los mares, así como en los países del África subsahariana afectados por olas de calor y por las sequías, la falta de adopción de medidas reales equivale a lo que un activista ecológico de Nigeria ha calificado como «sentencia de muerte»[10]. Teniendo en cuenta que los representantes gubernamentales de los países del G8 reciben presiones continuas por parte de la industria de los hidrocarburos, resulta evidente que somos rehenes de los poderes corporativos, que ponen sus beneficios a corto plazo por delante de la sostenibilidad a largo plazo, rindiéndose ante la economía de libre mercado sin reparar en el coste que entraña para la capacidad del planeta respecto a la sostenibilidad de la vida[11]. Está claro, pues, que ha fracasado el sistema de gobernanza global.

Empero, nos encontramos ante un florecimiento de prácticas contemporáneas artísticas y activistas que se ocupan de y negocian el conflicto ecológico de manera distinta, aportando sólidos análisis sobre la destrucción medioambiental (causada por las prácticas extractivas, la perforación de pozos de petróleo y la industrialización marina), o mediante otras propuestas creativas que ofrecen modelos para la sostenibilidad ecológica y la formación de estructuras equitativas de vida. Aquí nos referimos a un contexto más amplio que el de la práctica artística institucional –en concreto, a la radio y la televisión, el cine y el vídeo experimentales, el periodismo independiente cuya plataforma es Internet, el activismo creativo, las ONG y los movimientos sociales colectivos–. La producción de este ensamblaje da forma a un campo estético políticamente organizado y enfrentado a la «distribución de lo sensible» dominante (un concepto muy útil de Rancière), según la cual se tienen en cuenta claramente algunas voces mientras que otras son relegadas a un fondo sensorial, tratándose, por tanto, de una distribución antidemocrática y determinada por la economía contra la que luchan los artistas-activistas[12]. Este ensayo espera ser una estimulante contribución al tema de la intersección del arte con el activismo. En él se ofrecen análisis críticos de distintas estrategias retóricas, construcciones visuales e impactos afectivos, maniobras conceptuales, objetivos políticos y efectos reales que conforman alianzas y se organizan en movimientos sociales, dando visibilidad a grupos enfrentados a las posiciones de las corporaciones y los gobiernos, y que utilizan los medios de manera creativa[13]. A este respecto, mi enfoque presta atención a lo que Meg McLagan y Yates Mckee han denominado el «complejo de la imagen», esto es, «toda la red de infraestructuras y prácticas financieras, institucionales, discursivas y tecnológicas implicadas en la producción, circulación y recepción de […] los materiales visuales y culturales». Dicha formación requiere un diagnóstico que no se centre meramente en las «políticas de la estética» de la imagen, sino en los canales más amplios de circulación de la imagen, las instituciones y los complejos legales, políticos y económicos que enmarcan y en parte determinan la cultura visual del movimiento para la protección del medio ambiente[14].

Este libro se propone el objetivo adicional de examinar la dimensión global de las formaciones ecológicas y sus conflictos: la convergencia de política y estética en el Sur y en el Norte globales, regiones plagadas de continuidades y diferencias tanto económicas y geopolíticas como socioculturales y medioambientales. A este respecto, las posiciones contemporáneas de la práctica artística medioambiental difieren de forma sustancial de variantes anteriores, ya que no suelen incorporar elementos (considerados ahora inadecuados) de lenguajes ecoartísticos más tempranos, por ejemplo los de la década de los setenta: «la constante elegía por la pérdida de un estado no enajenado, el recurso a la dimensión estética (experimental/perceptual) más que a la praxis ético-política, [y] la llamada a “soluciones” a menudo anti-intelectuales», según afirma el teórico de la ecología y la literatura Timothy Morton[15]. Muchas de las prácticas contemporáneas se sitúan también más allá de las formas ecoestéticas de abordaje de lo medioambiental caracterizadas por su localismo (por ejemplo, las que se limitan de manera exclusiva a la naturaleza salvaje de los paisajes norteamericanos), para reflexionar sobre geografías relacionales y establecer análisis comparativos y alianzas transnacionales encaminadas a luchar contra el ecocidio de la globalización corporativa y las ramificaciones socioeconómicas de la destrucción medioambiental. Los modelos artísticos actuales más convincentes, en mi opinión, aúnan la dimensión estética de lo experimental y lo perceptual con el compromiso de una praxis ético-política poscolonial, haciendo constantemente hincapié en cómo interactúan lo local y las formaciones globales[16].

Guerra contra la naturaleza

Mi análisis del arte y del medio ambiente deriva de la idea de que el cambio climático es ante todo y fundamentalmente una crisis política, la cual, sin embargo, no plantea problemas tecnológicos o barreras naturales insuperables. Basta voluntad política para afrontar los problemas ecológicos de una manera sistemática y en su totalidad. Para asegurar la sostenibilidad de la vida existen, de hecho, muchas soluciones que, si se implementasen a nivel global, podrían proteger la biodiversidad y delinear un orden socioeconómico más inclusivo y equitativo que la actual oligarquía corporativo-estatal que ha tenido consecuencias tan destructivas para el medio ambiente[17]. Convengo con una serie de activistas políticos y medioambientales en que la amenaza del cambio climático es el motor principal para poner en marcha una «Gran Transición», la cual requeriría un cambio sistémico en la reorganización de la vida social, política y económica que fuera capaz de crear más armonía en nuestra relación con el mundo, en sus formas de vida humanas y no humanas[18]. Es decir, no es posible que haya justicia climática sin que solucionemos de manera adecuada el problema de la corrupción de la práctica democrática por parte de los grupos de presión corporativos, o la subvención deficitaria y las deficiencias de los sistemas de transporte público, o las violaciones de los derechos de los Indígenas a causa de las prácticas extractivas industriales, o la violencia policial y la militarización de las fronteras. Todas estas áreas están relacionadas de un modo u otro, constituyendo componentes interconectados de la ecología política.

Es en el ámbito civil donde a menudo encontramos las energías más críticas y creativas, las propuestas más ambiciosas y menos convencionales para hacer frente a estas crisis interrelacionadas. Mientras que los medios corporativos y la industria del entretenimiento suelen mostrarse satisfechos (y sacar beneficio económico) con la continua presentación de escenarios apocalípticos, como si la catástrofe medioambiental fuera nuestro ineludible destino (otras veces, en cambio, ignoran por completo el cambio climático), un grupo cada vez más numeroso de movimientos sociales, artistas, politólogos y activistas se ha propuesto pensar fuera de los relatos impuestos por el capitalismo del desastre. Y lo hacen de manera cada vez más habitual dentro de los espacios expositivos institucionales del sistema de arte contemporáneo –en los capítulos siguientes analizo muchos de los modelos de dichas prácticas– y fuera de esos muros, en espacios públicos conflictivos, en medios independientes y en lugares cuya autonomía reivindican, además de en los espacios comunes. Muchos artistas contemporáneos (que se sitúan dentro de las den­sas y heterogéneas historias del arte conceptual, y en oposición a ellas, operando en el contexto de la compleja relación entre la estética y la política de las prácticas documentales de la imagen en movimiento) elaboran sus trabajos a partir de enfoques anteriores de la crítica institucional, utilizando documentales de ficción y assemblages multies­pecies[19]. A este respecto, los artistas más arriesgados van más allá de estos precedentes para analizar, por ejemplo, las ecologías y economías políticas de instituciones artísticas (reivindicando la autonomía de instituciones existentes o incluso inventando modelos totalmente nuevos, como es el caso de Liberate Tate y el Laboratory of Insurrectionary Imagination respectivamente), aunando sus ficciones especulativas con imaginarios polí­tico-me­dio­am­bientales a través de la creación de vídeo-ensayos, o estableciendo nuevos vínculos entre la permacultura y las relaciones sociales experimentales, además de desarro­llar modos posantropocéntricos de pertenencia. Dicho de otro modo, algunas de las actividades artís­ticas más comprometidas y ambiciosas son, en mi opinión, aquellas que ponen en marcha una política interseccional de lo estético, donde el arte no prioriza la experien­cia de la contemplación estética dentro del espacio cerrado de la galería, sino que surge en íntima relación con la investigación de campo, las pedagogías críticas, la movilización política y las asociaciones y agrupaciones solidarias de la sociedad civil, reflejando en esa colaboración interdisciplinar las complejísimas relaciones de la ecología política[20]. Estas páginas toman buena nota de una selección de dichas prácticas.

La ecología, por supuesto, no siempre fue definida de esta manera. En 1866, el biólogo alemán Ernst Haeckel acuñó el término para designar «el corpus de conocimiento relativo a la economía de la naturaleza – la investigación del conjunto de relaciones del animal con su ambiente orgánico e inorgánico»[21]. La ecología, en su formación como disciplina, coincide con el apogeo del colonialismo europeo, un régimen que no se limita al gobierno de los pueblos, sino que también delimita la forma de estructurar la naturaleza. La colonización de la naturaleza, que se apoya en el principio ilustrado del dualismo cartesiano entre lo humano y lo no humano, consideró el mundo no humano como un ámbito objetivado, pasivo y separado, «dando lugar a una forma de conocimiento racionalizadora, extractiva y asociativa que acabó por imponerse sobre las relaciones experienciales y funcionales entre los humanos, las plantas y los animales»[22]. Idealizada y convertida en objeto exótico, devastadora y vista también desde una perspectiva utilitaria, la naturaleza ha sido colonizada en cuanto concepto e igualmente en la práctica. Dicha colonización consiste en la existencia de un patrón heterogéneo, complejo y en ocasiones contradictorio de racionalización democrática, control científico y tecnológico, dominio militar, integración dentro de la expansiva economía capitalista y de sistematización legal para gestionar y maximizar las posibilidades de explotación de los recursos naturales. De esta forma, la ecología se ha ido alejando de la inocente definición de Haeckel de esta disciplina para transformarse en «la ciencia del imperio»[23].

La colonización continúa todavía hoy. Michel Serres caracterizó en una ocasión la relación de la modernidad occidental con la naturaleza como una «guerra» basada en la «dominación y apropiación» de la Tierra, frente a la cual el filósofo propuso un «contrato natural» que inaugurase una nueva ecología política fundada en la igualdad poscolonial entre la vida humana y la no humana[24]. Está claro que queda mucho por hacer para materializar dicho contrato, aunque cada vez son más numerosos los movimientos sociales, relacionados tanto con la filosofía Indígena como con el activismo medioambiental, que insisten en el reconocimiento de los «derechos de la naturaleza». Algunos países de América Latina (Ecuador y Bolivia) han recogido estos derechos en sus constituciones y sistemas legales, aunque su implementación ha sido desigual[25]. Pese a lo anterior, seguimos teniendo que hacer frente a lo que la activista india Vandana Shiva denomina «el control corporativo de la vida», debido a la globalización neoliberal, las políticas del comercio internacional, la protección no regulada del medio ambiente y el sistema de patentes de material biológico (las semillas modificadas genéticamente, por ejemplo), todo lo cual ha traído ruina y devastación a muchas comunidades tribales y ha destruido la agricultura de subsistencia en todo el mundo[26]. Según la socióloga Melina Cooper, este contexto representa la culminación de la expansión del capitalismo biogenético, el cual, desde su origen en la década de los ochenta, ha venido siendo utilizado para superar una forma anterior de ecologismo centrado en el compromiso de poner «límites al crecimiento». El informe Los límites del crecimiento de 1972 del Club de Roma (un grupo de países industrializados, de académicos y de científicos fundado en 1968) calculó a través de modelos computacionales los efectos negativos sobre el medio ambiente del crecimiento demográfico, la industrialización, la contaminación, la producción alimentaria y el agotamiento de los recursos. A diferencia de las energías no renovables y el agotamiento de sus ecosistemas, el capitalismo biogenético lleva a cabo una transformación de la vida misma a través de la fuente potencialmente infinita de crecimiento que supone la biotecnología y la especulación financiera, conduciendo a una nueva expansión del neoliberalismo, ahora encaminado hacia la colonización de los elementos genéticos primordiales y las temporalidades (incluida la financiarización del futuro) de nuestra existencia material[27].

Sin embargo, a dicho asalto corporativo e industrial han opuesto resistencia una serie de voces internacionales cada vez más numerosas, movilizadas contra este continuo pillaje: Naomi Klein, Bill McKibben y David Solnit; los movimientos sociales contra la austeridad (a partir del fenómeno Occupy), transformados luego en partidos políticos dispares contra el neoliberalismo, como Podemos en España y Syriza en Grecia; algunas ONG como la Red de Biodiversidad Africana y la Fundación Gaia; científicos políticamente comprometidos, entre ellos Kevin Anderson y James Hansen; desde activistas Indígenas de la región de Sarayaku, en Ecuador, hasta los gwich’ins en Alaska, y redes solidarias como Idle No More. En la declaración de varios grupos Indígenas que participaron en la Conferencia Mundial de Kari Oca II en 2012 se lee:

Reafirmamos nuestra responsabilidad para hablar para la protección y el bienestar de la Madre Tierra, de la naturaleza y de las generaciones futuras de nuestros Pueblos Indígenas y toda la humanidad y la vida. […] Nosotros, Pueblos Indígenas de todas las regiones del mundo, hemos defendido a Nuestra Madre Tierra de las agresiones del desarrollo no sostenible y la sobreexplotación de nuestros recursos naturales por minería, explotación forestal, megapresas, exploración y extracción de petróleo. Nuestros bosques sufren por la producción de agrocombustibles, biomasa, plantaciones y otras imposiciones como las falsas soluciones al cambio climático y el desarrollo no sostenible y dañino[28].

Por tanto, ¿cómo podemos revertir esta situación insostenible e injusta? ¿Y qué papel desempeñan los artistas y activistas reunidos bajo estas situaciones de emergencia?

Descolonizar la naturaleza

Descolonizar la naturaleza es un proyecto sin duda ambicioso y poliédrico, en el que están implicados, en todos los estadios del proyecto, artistas, activistas y agentes creativos. Como ha planteado Naomi Klein, «¿de qué maneras podemos responder a las crisis que no sean ahondar la desigualdad, el brutal capitalismo del desastre y las destructoras soluciones tecnológicas?»[29]. Si lo anterior es posible, será necesario un vasto proyecto de pensamiento y acción creativos para rescatar la naturaleza del control de las corporaciones, la financiarización y la explotación de derechos de propiedad del capitalismo biogenético. Para David Harvey, estas fuerzas representan la «acumulación por desposesión» en que consiste el nuevo imperialismo: la apabullante desigualdad en el desarrollo de nuestro mundo. Según Jason Moore, se trata del resultado de siglos de interpenetración del capitalismo y la naturaleza, incluida «la internalización de la vida y de los procesos planetarios por parte del capitalismo, de modo que cada vez que emerge una nueva actividad de la vida, esta es reconducida a la órbita del capital y del poder capitalista», y «la internalización del capitalismo por parte de la biosfera, que permite que las empresas y los procesos fruto de la iniciativa humana influyan y conformen la red de la vida»[30]. La desigualdad resultante es asombrosa. Según un informe reciente de Oxfam, las ochenta personas más ricas del mundo poseen una fortuna equivalente a la riqueza de la mitad de la población menos rica del planeta (unos 3.500 millones de personas), una desproporción similar al hecho de que la economía de los combustibles fósiles es gestionada por unas noventa corporaciones, y al dato de que el control de los recursos naturales del mundo y la provisión de energía, camuflados por las guerras geopolíticas y humanitarias, está en manos de un número cada vez más pequeño de países[31]. La ecología política debe ocuparse ahora de estas desigualdades de nuestro presente neocolonial, ya que fue el colonialismo lo que dio inicio al cambio climático[32]. La acumulación por desposesión tiene lugar cuando en la economía de los combustibles fósiles de las llamadas naciones desarrolladas se crea un nivel de contaminación atmosférica que (debido al calentamiento global) supone una amenaza para la existencia de pequeñas islas soberanas como Kiribati y el archipiélago de las Maldivas, y cuando causa estragos en el delta de Bangladesh y provoca el derretimiento de los hielos en Alaska. Y se produce cuando agentes del «capitalismo verde» –la fachada «ecológica» de las prácticas corporativas posteriores a la década de los setenta– adquieren tierras del Amazonas brasileño para crear monocultivos de eucaliptos (desiertos verdes sin vida) con el fin de producir bioenergía, expulsando a las comunidades Indígenas y a los quilombolas (antiguos esclavos afrobrasileños) de la que fue su tierra nativa y destruyendo la biodiversidad. ¿Qué es lo anterior sino colonialismo corporativo contemporáneo[33]?

Como sabemos desde que se publicó el informe de 2014 del IPCC, deberíamos dejar intactas el 80 por 100 de las reservas de combustibles fósiles si queremos que el calentamiento global se mantenga por debajo del nivel crítico de los dos grados centígrados (el porcentaje sería más alto si establecemos el umbral en 1,5 grados, como recomienda la COP21), lo que equivale, según observa uno de los exponentes del ecosocialismo, Chris Williams, a eliminar unos 20 billones de dólares americanos en activos de las corporaciones más grandes del planeta, entre ellas ExxonMobil, Chevron, BP y Shell[34]. Como respuesta a esa eventualidad, ExxonMobil aseguró a sus accionistas que «la posibilidad de que los gobiernos pongan un límite a la producción de combustibles fósiles para reducir el 80 por 100 de las emisiones [de efecto invernadero] en el periodo de proyección [2040] es bastante poco probable». Al contrario, según explica un directivo de la compañía, «será necesaria la totalidad de las actuales reservas de hidrocarburos de ExxonMobil, junto con futuras inversiones sustanciales de la industria, para dar salida a las necesidades energéticas a nivel global»[35]. No resulta sorprendente, pues, que en 2013, como informa Klein, sólo en Estados Unidos la industria del petróleo y del gas invirtiera aproximadamente 400 mil dólares al día en actividades para ejercer presión sobre el Congreso y sobre los representantes gubernamentales, y que gastara un récord de 73 millones de dólares durante las campañas para las elecciones federales de 2012 y en donaciones políticas para apoyar una agenda desastrosa, desde el punto de vista económico (por promover la desigualdad) y ecológico (por causar contaminación)[36]. En este sentido, la descolonización de la naturaleza pasa por hacer frente a las «ecologías» financieras de la democracia, con el fin de oponer resistencia al poder corruptor del flujo de dinero corporativo sobre la política actual. Para que en la reducción de emisiones se respete una suerte de principio de igualdad entre naciones ricas y pobres, los países ricos deberían reducir de manera inmediata entre un 8 y un 10 por 100 de sus emisiones al año, lo cual equivale a «estrategias de decrecimiento radicales e inmediatas en EEUU, la UE y otras naciones ricas», según Kevin Anderson y Alice Bows-Larkin[37]. Como ha observado Klein: «Estamos a tiempo de evitar un calentamiento de dimensiones catastróficas, pero no es posible dentro de las normas actuales del capitalismo. Lo anterior es el mejor argumento que pueda esgrimirse a favor de un cambio de reglas»[38].

Más allá del análisis crítico de la práctica corporativa y del marco internacional de las políticas comerciales que privilegian la economía sobre el medio ambiente (incluidos los acuerdos comerciales que actualmente operan bajo la OMC y el Banco Mundial), necesitamos, asimismo, descolonizar nuestra conceptualización de la naturaleza de un modo verdaderamente político. Dicho objetivo puede lograrse poniendo fin a la naturalización de las finanzas (consideradas algo universal) y derrocando la filosofía de la «personalidad» corporativa gracias a la cual las entidades económicas ejercen su control sobre la vida; y puede acometerse a través de un cambio legislativo que proponga la integración biocéntrica de los seres humanos en el medio ambiente, con el fin de que sean reconocidos y ejecutados los derechos de la naturaleza a su propia existencia, tal como exigen muchos grupos Indígenas; es necesario, además, reinventar economías de decrecimiento selectivo y distribución equitativa para que nuestros sistemas sociales se ajusten a la sostenibilidad ecológica y la igualdad. «Si queremos una revolución verde», explica el activista y catedrático de Literatura Nicholas Powers, «tenemos que reemplazar nuestro imaginario apocalíptico por una profecía utópica, crear un “espacio social natural” al que todos tengan acceso y a cuyo carnaval puedan unirse»[39]. Estoy convencido de que el arte, dada su larga historia de experimentación, de invención imaginativa y de pensamiento radical, puede desempeñar un papel transformador fundamental. En su sentido más ambicioso y vasto, el arte contiene la promesa de hacer realidad precisamente este tipo de cambios creativos, filosóficos y perceptivos, aportando maneras inéditas de comprensión de nosotros mismos y de nuestra relación con el mundo más allá de las tradiciones destructivas de la colonización de la naturaleza.

Allende el antropocentrismo

Como señalé anteriormente, descolonizar la naturaleza implicaría la superación de la idea de la excepcionalidad del ser humano con el fin de dejar de situarnos en el centro del universo y comenzar a ver la naturaleza como una fuente de generosidad infinita. Algunos de los campos de investigación que se han ocupado recientemente de este desplazamiento son el realismo especulativo, el nuevo materialismo, el activismo ecosófico, la ontología del objeto, las políticas de educación primaria y el poshumanismo, cada uno proponiendo metodologías innovadoras de análisis posantropocéntrico[40]. Este movimiento diverso y a veces conflictivo representa nada menos que un cambio paradigmático en las humanidades, cuyos fundamentos han sido lo humano, sus relatos, las epistemologías, la ética y la estética[41]. Como apuntan Levi Bryant, Graham Harman y Nick Srnicek, «en contraste con el repetitivo enfoque continental de los textos, el discurso, las prácticas sociales y la finitud humana, un nuevo tipo de pensador está recuperando el tema de la realidad en sí misma […] para reflexionar sobre la naturaleza de la realidad independientemente del pensamiento y de la humanidad»[42]. Bruno Latour, un exponente de este tipo de pensamiento y de sus ramificaciones políticas, ha observado que la gobernanza del medio ambiente a nivel global ha sido, en gran medida, un fracaso, por lo que el sociólogo insiste en la necesidad de crear de manera progresiva un mundo mancomunado donde las entidades no humanas se integren en una nueva comunalidad y formen la base de una organización social, política y económica posantropocéntrica[43]. Dicha comunidad, organizada en torno al clima como «cuestión cosmopolítica no unificada» –una comunalidad que mantenga las diferencias–, reconocería claramente la vitalidad de la materialidad y de los agentes no humanos, y tendría en cuenta los circuitos de causalidad que se extienden allende los orígenes humanos (como ocurre en la filosofía del nuevo materialismo de Jane Bennett). También establecería una correlación entre los enfoques de los estudios de las ciencias naturales como un espacio de «apertura radical, una multiplicidad diferenciadora, experimentalmente proteica, una dis/concontinuidad sin agencia» (como teoriza Karen Barad), e invocaría las ontologías del «devenir con» que consideran el cuerpo humano como una multiplicidad de seres (incluidos los bacteriológicos) que conforman una red de complejas ecologías multiespecies (como nos enseña el trabajo de Donna Haraway)[44]. En estos momentos, sin duda, disponemos de un gran número de recursos críticos para un análisis político-ecológico.

A la cabeza de esta convergencia, el arte figura como una plataforma central en la práctica creativa de los realismos especulativos, relacionándose, asimismo, con líneas de inves­tigación filosófica y con la experimentación conceptual, además de explorar, por ejemplo, cómo sería un «mundo-sin-nosotros» o qué significaría un «igualitarismo zoe-centrado» o qué entrañaría el «devenir-Tierra»[45]. Pero también existen potenciales fisuras y discontinuidades en esta confluencia teórica. Junto con Latour, teóricos como Morton han dedicado gran parte de su trabajo a la crítica del concepto tradicional de naturaleza en Occidente, recurriendo a términos posantropocéntricos que también son posnaturales. Considerada como un monolito ahistórico aparte y separada de lo humano, se ha criticado la definición tradicional de naturaleza por estar fundamentada en una objetivación ontológica y en el pensamiento dualista, y por ser la plataforma conceptual de las prácticas extractivas. También se han rebatido las manipulaciones ideológicas del concepto de naturaleza, en particular cuando actúa como una fuerza de naturalización, fijación y dominación. «Una ecología sin la naturaleza», pues, promete acabar con formas de representación que permiten la explotación de un amplio campo por parte de agentes que se sitúan en la zona no natural de la cultura[46]. Sin embargo, en mi opinión, no podemos prescindir del término naturaleza, aunque convengo en que es necesario trabajar para reorientar este concepto y acabar con su objetivación y su aislamiento ontológico. Asimismo, resulta fundamental reconocer lo que significa la naturaleza para el activismo Indígena y medioambiental contemporáneo, el cual hace hincapié en que los seres humanos estamos completamente integrados en la naturaleza y formamos parte del ámbito natural. Un obstáculo adicional que presentan estos enfoques es el hecho de que las propuestas de creación de nuevas formaciones sociopolíticas (modeladas de acuerdo a una escenografía cosmopolita de gobernanza global, como indica la obra de Latour) a menudo no llevan aparejadas una crítica estructural del neoliberalismo (esta ausencia explica en parte el problemático apoyo de Latour a las soluciones tecnológicas y a los proyectos de geoingeniería, una posición que Klein rebate en su trabajo más reciente)[47]. El libro de Latour apenas se detiene a reflexionar sobre la OMC, los acuerdos de libre comercio, el Foro Económico Internacional de Davos o la economía política del capitalismo del petróleo –una compleja red de agentes e instituciones que funciona como motor de las insostenibles ecologías globales de los combustibles fósiles–. Como consecuencia, se nos conmina a pasar por alto aspectos múltiples de la violencia que define al cambio climático[48]. A este respecto, el silencio de Latour, o más bien la manera en que no incorpora en su análisis la globalización corporativa, se asemeja a la desconfianza política que caracteriza al realismo especulativo y su desinterés general por la esfera política de las actividades humanas, arrinconadas en su empeño por teorizar ontologías orientadas al objeto[49].

Dadas las tendencias anteriores, resulta perentorio analizar estas formaciones en relación con los argumentos clave de la ecología política y social para poder hacer una valoración crítica de las mismas. En mi opinión, entre dichas tendencias se encuentran, sin agotarlas, los trabajos de teóricos y activistas marxistas y poscoloniales (por ejemplo, Vandana Shiva, David Harvey, Neil Smith y Jason Moore), junto a los análisis directamente políticos de grupos como el Foro Internacional sobre Globalización, el Tribunal Internacional de Derechos de la Naturaleza y el movimiento Indígena Idle No More, además de una crítica ecológica más socialmente comprometida (como la de Rob Nixon, Ashley Dawson y Ursula Heise), todos los cuales se centran en las crisis y los conflictos que caracterizan las luchas actuales en torno al medio ambiente. Es necesario, además, ocuparse de las cuestiones ambientales del Sur global, por lo que en este libro tomo en consideración lo que Madhav Gadgil y Ramachandra Guha denominan el «ecologismo de los pobres», con el fin de contribuir a poner freno al limitado, prejuicioso y privilegiado legado ecológico del Norte global, que ha conducido a una violencia de carácter múltiple sobre los pueblos colonizados por Occidente, los pobres, los desposeídos y las poblaciones Indígenas (parte integral de lo que Gadgil y Guha denominan «ecología de los ricos», una de las características de las teorizaciones recientes del giro especulativo)[50].

Descolonizar las metodologías

Un paso necesario para evitar la ecología de los ricos es descolonizar nuestras metodologías de investigación, en parte reconociendo los linajes conceptuales de las teorías académicas elaboradas en Occidente y rastreando sus conexiones con los discursos sobre la lucha de los colonizados, incluidas las cosmologías Indígenas, los códigos legales subalternos y los movimientos sociales relacionados[51]. Esto significa que debemos tomarnos en serio las críticas de los pensadores nativos: por ejemplo, la crítica del antropólogo Kimberly TallBear a Jane Bennett por su «materialismo vital» (que invoca un «pluriverso atravesado por heterogeneidades que continuamente hacen cosas» y la «materia viva» de los «cuerpos no humanos»), ya que olvida mencionar que estas ideas existen en las tradiciones culturales de muchos pueblos Indígenas[52]. Asimismo, deberíamos prestar atención a la crítica del antropólogo Zoe Todd a Bruno Latour por referirse este último al clima como «una cuestión cosmopolítica mancomunada» y no citar a ninguno de los pensadores de las culturas de las naciones originarias donde esas creencias arraigaron hace ya mucho tiempo[53]. Uno se pregunta, asimismo, por qué el futurismo de Rosi Braidotti, en su defensa de la «creación de una nueva panhumanidad posantropocéntrica»[54], ignora, por ejemplo, el legado de los pueblos Indígenas, así como algunos de los compromisos políticos recientes que en realidad nunca han sido antropocéntricos. Es decir, se trata tanto de escuchar a los intelectuales que están contribuyendo con su importante trabajo a entender la ecología política de hoy, pero también de admitir que existe una tendencia general entre los académicos a no reconocer y, por tanto, a dar continuidad a la marginación de tradiciones y poblaciones que han sufrido históricamente siglos de violencia colonial.

En efecto, las cosmologías Indígenas tienen mucho que enseñarnos sobre los modos de vida locales y sostenibles basados en sinergias con ambientes biodiversos sanos. Señalar lo anterior no equivale a idealizar el Indigenismo; de hecho, esta corriente idealizante ha sido extensamente criticada, como también lo han sido las relaciones destructivas de los nativos con la naturaleza en los periodos precoloniales y poscoloniales[55]. Se trata, más bien, de la necesaria tarea de identificar las tradiciones culturales respetuosas con el medio ambiente de aquellos que han adaptado sus formas de vida y sus luchas a los actuales conflictos geopolíticos y ecológicos en pro de la descolonización y la supervivencia (a diferencia de gran parte de la modernidad occidental, que continúa empujando al mundo hacia una catástrofe ambiental antropogénica). La filosofía posantropocéntrica no es un descubrimiento reciente, sino que se asocia –de forma deliberada o no– con visiones Indígenas tradicionales de la naturaleza, que la consideran un pluriverso de agentes. Estas ideas apuntan a una cosmopolítica –una organización social creativa e inmersa en la construcción del mundo– que en general se opone a la distinción entre la naturaleza y lo humano propia de las ecologías coloniales antropocéntricas de Occidente[56].

Necesitamos, por tanto, nuevas metodologías que den voz a los pueblos históricamente oprimidos, y fortalecer las bases de una solidaridad ético-política en torno a la ecología, uniéndonos a la actual lucha por la supervivencia cultural y ambiental contra la globalización corporativa. Mediante dichos esfuerzos, los escritores y académicos no Indígenas contribuimos a que no se asocie la «investigación» académica con la dominación colonial, al mostrar nuestro apoyo a los pueblos Indígenas y validar su «derecho a la autodeterminación, la supervivencia de nuestras lenguas y formas de conocimiento cultural, nuestros recursos naturales y sistemas de vida dentro de nuestros ambientes», como explica la académica experta en educación Linda Tuhiwai Smith[57]. El presente libro es sólo un primer paso en esa dirección (como descendiente que soy de una cultura colonial/de colonizadores), aunque deberían hacerse muchos más esfuerzos comprometidos con este objetivo. En estas páginas se establecen puntos de conexión entre diferentes prácticas de artistas y activistas contemporáneos, unidos en su lucha para la defensa los pueblos nativos desposeídos. Por ejemplo, el trabajo de Amar Kanwar y Sanjay Kak en relación con el pueblo Indígena dongria kondh y su lucha contra la minería en el estado indio de Odisha; la fotografía y escritura de Subhankar Banerjee sobre los gwich en Alaska y su rechazo de la explotación petrolera en el Ártico; el proyecto de Ursula Biemann y Paulo Tavares Forest Law, sobre la lucha del pueblo Indígena de Sarayaku por la autodeterminación y la protección ambiental del Amazonas ecuatoriano, y, conectando con décadas de lucha zapatista para conseguir la autonomía y la sostenibilidad de las comunidades mayas de Chiapas, el trabajo de Maria Thereza Alves con las comunidades Indígenas en Chalco, en Ciudad de México, un área degradada desde el punto de vista ambiental. Los proyectos anteriores son ejemplares porque rechazan la idea de apropiación o idealización de los sistemas de conocimiento de los Indígenas y «se unen a»[58] sus temas de investigación[59]. De esta manera, artistas y escritores demuestran su compromiso ético con los movimientos implicados en la lucha global por la justicia climática, los derechos humanos y la sostenibilidad ecológica.

Un ejemplo significativo de ello es el proyecto Forest Law de Biemann y Tavares (2014), una instalación multimedia inspirada en la investigación sobre la filosofía del «buen vivir», según se conoce en América Latina, en particular en relación con las cultu­ras andino-amazónicas. Se trata de una traducción del término quechua sumak kawsay, que significa «vivir en plenitud, saber cómo vivir en armonía con los ciclos de la Madre Tierra y del cosmos, de la vida y de la historia, y en equilibrio con todas las formas de existencia en un estado permanente de respeto»[60]. Como aclaran los artistas, esta filosofía de origen Indígena ha sido adoptada por académicos y por el activismo político. Por ejemplo, en 2008 Ecuador aprobó enmiendas constitucionales y la Ley de Derechos de la Madre Tierra. Las políticas del «buen vivir» cuestionan el consenso alcanzado en Washing­ton sobre la doctrina imperante en torno al desarrollo en América Latina desde mediados del siglo xx (una doctrina que engloba el neoliberalismo corporativo y el neocolo­nialis­mo antiecológico impuesto mediante una autoritaria gobernanza militar), ofreciendo un modelo biocéntrico fundamental para la economía política en consonancia con el medio ambiente y la igualdad social. «El mayor potencial del buen vivir», sostienen Julien Vanhulst y Adrian Beling, «reside en las oportunidades de diálogo con otros discursos modernos y con otras formas de desarrollo, ya que amplía el marco de los debates actuales, haciendo posible que surjan concepciones, instituciones y prácticas novedosas a través de un aprendizaje colectivo»[61]. A este respecto, la ecología define un método de interseccionalidad que insiste en pensar el ser y el devenir en el cruce de los múltiples campos de determinaciones sociales, políticas, económicas y materiales[62]. El trabajo de Biemann y Tavares aborda dicha convergencia, realizando una cartografía de la red que conforman la ecología, el activismo Indígena y la práctica de los derechos de la Tierra en el Sur global, todos los cuales trabajan para ampliar los derechos de la naturaleza y oponer resistencia a la destrucción de los bosques amerindios por parte de las corporaciones y del Estado. Las políticas de interseccionalidad aquí implicadas resuenan dentro y fuera de América Latina, y comprenden, por ejemplo, el movimiento rural anti-fracking de Estados Unidos, los casos medioambientales llevados ante el Tribunal Internacional de Justicia de la Haya, las luchas del África subsahariana para proteger la biodiversidad y los derechos de los agricultores de subsistencia en India. Este cambio revolucionario en el ámbito legal (junto con sus manifestaciones culturales) que tiene por objeto colocar a la Tierra en el centro representa uno de los pilares fundamentales de la descolonización de la naturaleza[63].

¡Justicia climática ya!

Este libro está estructurado temática y geográficamente. Algunos capítulos investigan la relación del arte contemporáneo con el activismo a través del análisis del fenómeno de los refugiados climáticos, las políticas de sostenibilidad, la financiarización de la naturaleza y el catastrofismo contemporáneo. Otros capítulos se centran en los ámbitos de intersección del arte y el medio ambiente en México, India, el Ártico, así como en pequeños archipiélagos e islas soberanas como las Maldivas y Tuvalu, además de en Estados Unidos y Europa. El primer capítulo, «Arte y políticas de sostenibilidad», hace un recorrido por el controvertido concepto de sostenibilidad, desde su tratamiento en los discursos científicos, políticos y culturales de los años sesenta en adelante, y muestra que en muchas ocasiones el término ha sido utilizado como una herramienta privilegiada al servicio de las campañas publicitarias «verdes». El capítulo sugiere, además, de qué manera podría movilizarse el término para otros fines. Asimismo, se examina la estética ecológica restaurativa de los sesenta y setenta, según la cual la función del arte consistía en reparar los ecosistemas (véase el trabajo de Alan Sonfist, Agnes Denes, Helen Mayer y Newton Harrison, y Robert Smithson), y se analizan los sistemas estéticos de la década de los setenta, cuando las teorías cibernéticas de Gregory Bateson y György Kepes ofrecían maneras novedosas de ver la naturaleza en su interrelación con los sistemas tecnológicos (un tema abordado desde el arte por Dan Graham, Hans Haacke y el grupo Pulsa); por último, el capítulo describe la formación de la ecología política de los noventa y la primera década de nuestro siglo, mediante la investigación artística de assemblages naturaleza-cultura, insistiendo en las dimensiones políticas de la ecología y la sostenibilidad desde la perspectiva de la justicia social y la igualdad económica (véanse los trabajos de Marjetica Potrč, Tue Greenfort, Superflex y Nils Norman).

El capítulo segundo, «Los climas del desplazamiento: de las Maldivas al Ártico», examina las diferentes (aunque interrelacionadas) crisis medioambientales que están dando lugar a desplazamientos forzosos desde los territorios fronterizos del cambio climático, principalmente las islas soberanas, las regiones del extremo norte y las zonas bajas de los deltas. El capítulo analiza la fotografía documental del colectivo Argos en contraste con los modelos estéticos y políticamente comprometidos de Subhankar Banerjee, y el discurso de los refugiados climáticos en toda su complejidad y sus múltiples aspectos. Estos contextos permiten visualizar la interrelación de la ecología política, las crisis ecológicas, la migración forzosa y las estéticas artístico-activistas, una conexión cada vez más evidente, de tener en cuenta las predicciones sobre los desplazamientos masivos por cuestiones climáticas en un futuro inminente. En el capítulo tercero, «La condición posnatural: ¿arte después de la naturaleza?», investigo otros aspectos de la ecología política y me centro en artistas –Lise Autogena y Joshua Portway, Amy Balkin, Nils Norman y el Laboratory of Insurrectionary Imagination– que han luchado por acabar con la «financiarización de la naturaleza», un término del geógrafo Neil Smith, quien sostiene que son las dinámicas de mercado del capitalismo neoliberal las que regulan los elementos naturales, entre ellos el dióxido de carbono en la atmósfera. El capítulo considera cómo se ha analizado y se ha cuestionado desde el arte esta lógica neocolonial visualizando su funcionamiento y a través de la creación de alternativas ecológicamente sostenibles, de la permacultura y la agricultura biodinámica (los diseños escultóricos y procesuales de Norman aúnan sinergias de la arquitectura experimental, el espacio público, el activismo y la jardinería orgánica), lo cual también implica experimentar de manera significativa con una forma de vida no capitalista y con la justicia social y el activismo medioambiental.

El capítulo cuarto, «¡Ya basta! Ecologías del arte y la revolución en México», aborda, en primer lugar, el trabajo de Minerva Cuevas y Marcela Armas contra las externalidades –los costes ambientales y sociales normalmente no reconocidos por la industria corporativa– de la economía neoliberal post-NAFTA de México. Otros artistas, entre ellos Gilberto Esparza, Superflex y Pedro Reyes, integran en sus obras la contaminación industrial, los desechos de la agricultura orgánica o la violencia social, redirigiendo su trabajo hacia fines positivos. El capítulo describe, asimismo, la revolución cotidiana según han venido practicándola los zapatistas durante los últimos veinte años, una sostenibilidad ecológica que se funde con la autonomía Indígena. Por último, el capítulo examina el trabajo de Maria Thereza Alves, en particular su proyecto de investigación en Chalco, en el extremo este de Ciudad de México, el cual aborda la historia colonial tal como se hace sentir en los conflictos actuales sobre el control de la tierra y el uso del agua, convirtiendo el crecimiento económico de la capital mexicana en una crisis medioambiental.

El libro de desplaza luego al subcontinente surasiático en el capítulo quinto, «La soberanía de la naturaleza: ambientes de desarrollo enfrentados en India», para investigar el recrudecimiento de los problemas medioambientales tras décadas de revolución verde –la adopción de la agricultura industrial y química de Occidente con el fin de incrementar las cosechas, lo cual ha conducido a la gradual destrucción de la calidad de la tierra agrícola y de la subsistencia de los agricultores– y debido a un sistema de gobernanza neoliberal que se ha extendido a la agricultura de todo el mundo. Los conflictos que aborda este capítulo han dado pie a un urgente debate sobre lo que significa el desarrollo y el valor que deberíamos otorgar a la naturaleza, en el que se han involucrado muchos artistas y activistas de India. El capítulo examina, asimismo, la crisis del urbanismo de Nueva Delhi y el fracaso de la gestión medioambiental del río Yamuna, a través de la fotografía de Ravi Agarwal, además de explorar una región de conflicto social y militar al este de India (Chhattisgarh y Odisha) que se ha convertido en un caso de estudio fundamental de los compromisos de la ecología con la intervención activista-artística. En esta región se enfrentan la sostenibilidad de la vida tribal y los intereses corporativos de las multinacionales (la extracción de recursos), dando lugar a violentos conflictos en relación con el uso de la tierra, el desarrollo económico y el abuso de derechos (de los Indígenas adivasi). De esta tensión geopolítica se hacen eco artistas como Amar Kanwar y directores de cine como Sanjay Kak, quienes abordan de manera inédita y extraordinaria las biopolíticas de la sostenibilidad, la justicia medioambiental poscolonial y la financiarización de la naturaleza.

El capítulo sexto, «Descolonizar la naturaleza. Crear (conciencia sobre) la materialidad del mundo», investiga el trabajo del colectivo World of Matter. Haciendo suya la propuesta de Michel Serres de que necesitamos un «contrato natural» que ponga en relación la cultura humana y el medio ambiente desde la igualdad posantropocéntrica y que ponga fin a los esfuerzos de la humanidad por ejercer el dominio y la dominación de la Tierra, el colectivo examina de forma crítica el sometimiento de la naturaleza al cálculo económico del capitalismo. Dicha situación ha conducido a la devastación medioambiental y social en lugares tan diversos como Brasil, los Países Bajos, Ecuador, Bangladesh, India y Nigeria (entre los miembros del colectivo World Matter se encuentran Mabe Bethônico, Ursula Biemann, Lonnie van Brummelen y Siebren de Haan, Uwe H. Martin, Helge Mooshammer y Peter Mörtenböck, Emily E. Scott y Paula Tavares). En su ambicioso trabajo, el grupo redefine la naturaleza como un sitio de especulación estético-conceptual, prestando especial atención a las luchas sociales contra el control corporativo y analizando cómo se ha desarrollado el discurso sobre los derechos de la naturaleza, todo lo cual resuena con la profética proposición político-jurídica de Serres. El capítulo examina, asimismo, la formación de ontologías orientadas al objeto que descentran la soberanía humana, y la vinculación que este grupo hace de la estética con los sistemas medioambientales, sociales y políticos. La investigación artística e interdisciplinar del colectivo artístico World of Matter está dando paso a nuevas vías de investigación. Gracias a toda una constelación de textos, imágenes y vídeos, se está revalorizando la investigación sobre el mundo en cuanto materia, en sus formas conflictivas de evaluación, incluidas aquellas que trascienden lo económico.

El último capítulo, «Jardines contra el apocalipsis. El caso de dOCUMENTA (13)», se detiene en las cuestiones medioambientales y las agencias no humanas. En concreto, analiza las propuestas de jardinería experimental de algunos artistas como Christian Philipp Müller, Song Dong y Claire Pentecost, como modelos sostenibles de organización del mundo natural que generan nuevos medios de expresión creativa. Asimismo, el capítulo hace una investigación crítica de la conceptualización de dOCUMENTA(13) y examina algunos conflictos surgidos de los ámbitos de las teorías de la naturaleza botánica y la ecología política a través de una comparación entre el enfoque posestructuralista de Donna Haraway, quien defiende los híbridos naturaleza-tecnología, y la justicia social activista de Vandana Shiva contra la biotecnología corporativa y el sistema de patentes OGM (ambas visiones conformaron los principios-guía del programa de la exposición). Además, el capítulo refleja las visiones futuristas de escenarios posapocalípticos presentados en los trabajos de vídeo de Moon Kyungwon y Jeon Joonho, además del grupo Otolith. Por último, se examinan los mecanismos ideológicos del catastrofismo contemporáneo, tan extendidos en la cultura popular, según el cual la continua presentación de espectáculos catastróficos equivale al relato de nuestro futuro. Contra esta forma de nihilismo destructivo, el libro propone la urgente tarea de reconducir el debate actual sobre la ecología hacia un nuevo horizonte, lo cual, en palabras del grupo Otolith, conlleva la construcción de un realismo especulativo que insista en lo político.

Durante el proceso de escritura de este libro, tuve que escudriñar con detenimiento un material tan difícil de abordar en su complejidad como extenso desde el punto de vista geográfico (debido a la falta de tiempo y de recursos, ofrezco un análisis muy incompleto de zonas como Asia oriental, Oriente Próximo y el África subsahariana, un trabajo que emplazo para una ocasión futura). Mi investigación es una primera contribución al esclarecimiento de algunos proyectos artísticos provocadores y emotivos, y al desentrañamiento de los múltiples enfoques metodológicos y teóricos adoptados por la ecología a lo largo de su historia, que han dado lugar a movilizaciones políticas, además de haber experimentado un crecimiento significativo en los últimos años. Estoy convencido de que no hay nada más importante ni más acorde con los tiempos ni más urgente que hacer frente a nuestra presente crisis ecológica, y que sólo es posible hacerlo desde nuestra propia posición y desde nuestros respectivos campos. Bajo las formas de gobernanza actuales, la relación que hemos establecido con el medio ambiente pone en peligro nuestra propia existencia en el futuro. Nuestro futuro, no solamente la naturaleza, está colonizado. Es necesario, por tanto, oponer resistencia a dicha colonización. Las edificantes palabras de Miya Yoshitani, director ejecutivo de la Asian Pacific Environment Network (Red Medioambiental de Asia-Pacífico), con sede en Oakland, lo explican perfectamente:

La lucha por la justicia climática, aquí, en EEUU, y en todo el mundo, no es sólo una lucha contra la [mayor] crisis ecológica de todos los tiempos. Es la lucha por una nueva economía, un nuevo sistema energético, una nueva democracia, una nueva relación con el planeta y entre los habitantes de la Tierra; una lucha por la tierra, el agua, la soberanía alimentaria, los derechos Indígenas, los derechos humanos y la dignidad para todos. Cuando la justicia climática gane la batalla, obtendremos el mundo que queremos. No podemos cruzarnos de brazos, no porque tengamos mucho que perder, sino porque tenemos mucho que ganar[64].

Así es: todos, desde nuestra propia disciplina, debemos unirnos a la lucha por la justicia social, lo cual significa también y, en primer lugar, poner en entredicho las propias divisiones que establece la especialización.

[1] Algunas de las publicaciones recientes en historia del arte, cultura visual y estudios de arquitectura y museología que abordan el arte y la ecología son: James Brady (ed.), Elemental: An Arts and Ecology Reader, Manchester, Cornerhouse Publications, 2016; Emily Eliza Scott y Kirsten Swenson (eds.), Critical Landscapes: Art, Space, Politics, Oakland, Cal., University of California Press, 2015; Maja Fowkes, The Green Bloc: Neo-avant-garde Art and Ecology under Socialism, Budapest, Central European Press, 2015; Lucy R. Lippard (ed.), Undermining: A Wild Ride throughout Land Use, Politics and Art in the Changing West, Nueva York, The New Press, 2014; Forensic Architecture (eds.), Forensis: The Architecture of Public Truth, Berlín, Sternberg Press, 2014. Véanse asimismo «Contemporary Art and the Politics of Ecoloty», ed. T. J. Demos, número especial, Third Text 120 (enero de 2013), y «Anthropocene Project» (2013-2014) en Haus der Kulturen der Welt, Berlín. En el primer capítulo examina la historia del arte medioambiental.

[2] Pongo Indígena en mayúscula a lo largo de este libro, siguiendo bibliografía crítica reciente, por ejemplo, Glen Coulthard, Red Skin, White Masks: Rejecting the Colonial Politics of Recognition, Minneapolis, Minn., University of Minnesota Press, 2014, como una forma de mostrar respeto por la cultura y la afirmación política de los pueblos nativos y sus múltiples luchas por alcanzar derechos.

[3] La ecología política posee una compleja y variada genealogía que a lo largo del siglo xx ha venido siendo formulada en el cruce de la geografía cultural con la ecología humana, la antropología, los estudios mediambientales y la economía política. De manera general, la ecología política examina la distribución no equitativa de los costes y los beneficios de las transformaciones medioambientales desde el punto de vista social, cultural y económico, en relación con sus implicaciones políticas. Véase una visión panorámica de este tema en Raymond L. Bryant y Sinead Bailey, Third World Political Ecology, Londres, Routledge, 1997, y Paul Robbins, Political Ecology: A Critical Introduction, Oxford, Blackwell, 2004.

[4] Véase una visión panorámica de la ciencia del cambio climático en James Hansen, Storms of My Grandchildren: The Truth about the Coming Climate Catastrohpe and Our Last Chance to Save Humanity, Nueva York, Bloomsbury Press, 2009; Naomi Klein, This Changes Everything: Capitalism vs. the Climate, Nueva York, Allen Lane, 2014 [ed. cast.: Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima, Barcelona, Paidós, 2015]; Elizabeth Kolbert, The Sixth Extinction: An Unnatural History, Nueva York, Henry Hold and Company, 2014; Bill McKibbon, Earth: Making a Life on a Tough New Planet, Nueva York, Henry Hold and Company, 2010, y Rajendra K. Pachauri, Leo Meyer y el equipo de Redacción (eds.), Climate Change 2014: Synthesis Report;Contribution of Working Groups I, II and III to the Fifth Assessment Report of the Intergovernmental Panel on Climate Change, Ginebra, IPCC, 2014 [http://www.ipcc.ch/pdf/assessment-report/ar5/syr/SYR_AR5_FINAL_full_wcover.pdf].

[5] Según explica la revista Nature en un número reciente sobre la ecología y el tema de la extinción, «miles de especies desaparecen cada año. Si la tendencia continúa, podría significar una extinción masiva (una pérdida del 75 por 100 de las especies) durante los próximos siglos»; Richard Monastersky, «Biodiversity: Life – A Status Report», Nature 516 (diciembre de 2014), p. 159. Véase asimismo Dahr Jamail, «Climate Disruption’s New Recrod: Carbon Dioxide Levels Reach Highest Point in 15 Million Years», Truthout, 29 de febrero de 2016 [http://www.truthout.org/news/item/22521-climate-disruption-dispatches-with-dahr-jamail].

[6] «Es cierto que se ha vuelto difícil imaginar la posibilidad de una sociedad pacífica y ordenada (es decir, la posibilidad de que, para empezar, eso pueda existir)»; Kevin Anderson, «Climate Change Going Beyond Dangerous: Brutal Numbers and Tenous Hope», Development Dialogue 61 (septiembre de 2012), p. 29.

[7] Véanse los datos del Centro de Análisis de la Información sobre Dióxido de Carbono, que fija los niveles actuales de CO2 global en la alarmante cifra de 403,94 ppm [http://cdiac.ornl.gov], consultado el 29 de marzo de 2016.

[8] Véase Andrew Ross, «Climate Debt Denial», Dissent (verano de 2013) [http://dissentmagazine.org/article/climate-debt-denial].

[9] Véase Subhabrata Bobby Banerjee, «A Climate for Change? Critical Reflections on the Durban United Nations Climate Change Conference», Organization Studies 33, 12 (2012), pp. 1761-1786. Véase un resumen de los comentarios críticos en torno a la COP21 en George Monbiot, «Grand Promises of Paris Climate Deal Undermined by Squalid Retrenchments», Guardian, 12 de diciembre de 2015 [http://www.guardina.com/environment/georgemonbiot/2015/dec/12/paris-climate-deal-governments-fossil-fuels].

[10] Después de celebrarse la COP17, Basseay, presidente de Amigos de la Tierra Internacional, declaró lo siguiente: «Si se firma el texto del acuerdo en su estado actual, se estaría condenando a África a una sentencia de muerte». Recogido en Stephen Leahy, «Draft Climate Deal Dubbed a “Death Sentence for Africa”», Inter Press Service, 9 de diciembre de 2011 [http://www.ipsnews.net/2011/12/draft-climate-deal-dubbed-a-death-sentence-for-africa]. Más recientemente, véase Marion Deschamps y Cyril Mychalejko, «Did World Leaders Sign a “Death Warrant for the Planet” at COP21?», Truthout, 14 de diciembre de 2015 [http://www.truth-out.org/opinion/item/34016-world-leaders-signed-a-death-warrant-for-the-planet-at-cop21].

[11] Véanse Naomi Klein, «Hot Money: How Free Market Fundamentalism Helped Overheat the Planet», en This Changes Everything, cit., pp. 64-95 [ed. cast. cit.: «“Dinero caliente”. De cómo el fundamentalismo del libre mercado contribuyó a calentar el planeta», pp. 89-126], y John Cavanagh y Jerry Mander (eds.), Alternatives to Economic Globalization: A Better World Is Possible; A Report of the International Forum on Globalization, San Francisco, Cal., Berrett-Koehler, 2002. Véase asimismo «The COP 21 Guide to Corporate Climate Lobbying», InfluenceMap, 26 de noviembre de 2015 [http://influencemap.org/report/The-COP-21-Guide-to-Corporate-Climate-Lobbying].

[12] Jacques Rancière, Dissensus: On Politics and Aesthetics, trad. Steven Corcoran, Londres, Bloomsbury, 2015 [ed. cast.: El desacuerdo. Política y filosofía, trad. Horacio Pons, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996].

[13] George Marcus, Connected: Engagement with Media, Chicago, University of Chicago Press, 1996, p. 6, y Bruno Latour y Peter Weibel (eds.), Making Things Public: Atmospheres of Democracy, trad. Robert Bryce, Cambridge, Mass., MIT Press, 2005.

[14] Meg McLagan y Yates McKee (eds.), introducción a Sensible Politics: The Visual Culture of Nongovernmental Activism, Nueva York, Zone Books, 2012, pp. 12, 9.

[15] Timothy Morton, Ecology without Nature: Rethinking Environmental Aesthetics, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 2007, p. 23.

[16] Veáse una discusión crítica de las ecologías locales y globales en Ursula K. Heise, Sense of Place and Sense of Planet: The Environmental Imagination of the Global, Oxford, Oxford University Press, 2008.

[17] Klein cita el trabajo de Mark Z. Jacobson, catedrática de ingeniería civil y medioambiental de la Universidad de Stanford, y de Mark A. Delucchi, investigador científico del Instituto de Estudios sobre el Transporte de la Universidad de California en Davis, quien defiende que «el 100 por 100 de la energía del mundo, en todos los casos, podría ser sustituida por energía eólica, hidráulica y solar hacia 2030»; Mark Z. Jacobson y Mark A. Delucchi, «A Plan to power 100 Percent of the Planet with Renewables», Scientific American (noviembre de 2009); cit. en Klein, This Changes Everything, cit., p. 10.

[18] Paul Raskin, Tariq Banuri, Gilberto Gallopín, Pablo Gutman, Al Hammond, Robert Kates y Rob Swart, Great Transition: The Promise and Lure of the Times Ahead,