Deseo prohibido - Sara Craven - E-Book
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Sara Craven

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Beschreibung

El magnate griego ocultaba un secreto inconfesable... Nada más enterarse de que había heredado una villa en una isla griega, Zoe Lambert decidió empezar de nuevo. Su nuevo hogar era sencillamente perfecto... igual que el jardinero que incluía la herencia. Además, entre ellos había habido una química inmediata... Entonces se enteró de que Andreas no era un simple jardinero, sino el hijo de un rico armador, y empezaron a desvelarse multitud de secretos. La verdadera identidad de Andreas lo cambió todo, haciendo que su amor fuera imposible... a menos que él rompiera las cadenas del pasado y la convirtiera en su esposa.

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Seitenzahl: 222

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Sara Craven

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deseo prohibido, n.º 1473 - mayo 2018

Título original: His Forbidden Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-210-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

LO he pensado mucho –dijo George–, y creo firmemente que deberíamos casarnos.

Zoe Lambert, que acababa de tomar un sorbo de Chardonnay, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no atragantarse con el licor.

Si hubiera sido cualquier otro el que le hubiera hecho una proposición semejante, sin duda se habría echado a reír. Pero no podía hacerlo con George, sentado frente a ella en la mesa del bar, con su pelo castaño alborotado y su corbata torcida.

George era su amigo, uno de los pocos que tenía en el Bishops Cross Sixth Form College, donde ella era miembro del departamento de Matemáticas. Después de la reunión semanal del personal, solían ir juntos a tomar una copa, pero nunca habían tenido una cita. Ni siquiera había la mínima pizca de atracción entre ellos. Y, en el caso de que la hubiese, la amenaza de su madre bastaría para hacerla desaparecer.

La madre de George era una viuda con un corazón de hielo, quien hacía todo lo posible para mantener a su hijo en casa, como un obediente soltero esclavizado a sus deseos. Ninguna de las esporádicas aventuras de George había llegado a prosperar bajo la gélida mirada azul de la anciana, y si por ella fuera, así sería para siempre. Aquellos ojos acerados se entornarían severamente si se enterara de que su único hijo estaba en el bar del pueblo con Zoe Lambert… proponiéndole el matrimonio.

–George –dijo Zoe respirando hondo–, no creo que…

–Después de todo –siguió él sin prestarle atención–, vas a tener dificultades ahora que estás… sola. Fuiste muy valiente mientras tu madre estuvo enferma. Pero ahora me gustaría cuidar de ti. No quiero que vuelvas a preocuparte por nada.

«Salvo por el veneno que tu madre me eche en la comida», pensó ella. «Contando con la ayuda de su mejor amiga, mi tía Megan».

Hizo una mueca de desagrado al recordar los chillidos de su tía en el funeral, dos semanas atrás. Megan Arnold había aceptado fríamente las condolencias de los amigos y vecinos de su hermana, pero apenas le había dirigido la palabra a su sobrina, el único pariente vivo que le quedaba.

De vuelta a la casa de campo, había rechazado la comida que le habían ofrecido y se había quedado mirando en silencio a los alrededores, como si estuviera evaluándolo todo.

–No le des importancia, querida –le había susurrado a Zoe la señora Gibb, quien se encargaba de limpiar la casa desde hacía diez años–. Algunas personas reaccionan al dolor de una forma muy extraña.

Pero Zoe no veía el menor rastro de dolor en la cara pétrea de su tía. Megan Arnold se había mantenido fría y distante durante la enfermedad de su hermana, y desde el día del funeral no se la había vuelto a ver.

Zoe apartó esos desagradables pensamientos de su mente, se apartó un mechón rubio del rostro y clavó la mirada de sus claros ojos grises en su inesperado pretendiente.

–¿Estás diciendo que te has enamorado de mí, George? –le preguntó suavemente.

–Bueno… te tengo mucho cariño, Zoe –dijo él aparentemente avergonzado, mientras pasaba los dedos por el borde del vaso–. Y también te respeto mucho. Lo sabes. Pero no creo que yo sea del tipo de persona que pierde la cabeza por amor –añadió torpemente–. Y sospecho que tú tampoco. Sinceramente, creo que lo más importante es ser… amigos.

–Sí –respondió ella–. Eso puedo comprenderlo. Y tal vez tengas razón. George, eres muy amable, y aprecio todo lo que has dicho, pero no voy a tomar ninguna decisión inmediata sobre mi futuro –hizo una pausa–. Perder a mi madre ha sido muy duro, y aún no puedo ver las cosas con claridad.

–Me doy cuenta… –alargó un brazo sobre la mesa y le dio unas palmaditas nerviosas en la mano–. No voy a presionarte, lo juro. Sólo me gustaría que… que lo pensaras, ¿de acuerdo?

–Sí –dijo ella, cruzando mentalmente los dedos–. Por supuesto que sí.

«La primera proposición de matrimonio que me hacen», pensó. «Realmente singular».

–Si pensaras que es posible… –dijo él vacilante, al cabo de un breve silencio–, yo no querría… agobiarte ni que te precipitaras. Estoy preparado para esperar el tiempo que quieras.

Zoe se mordió el labio mientras observaba su rostro ansioso.

–George, no te merezco –dijo sinceramente.

Media hora más tarde, en el autobús, no podía pensar en otra cosa. La extravagante proposición de George era sólo uno de sus problemas. Y, posiblemente, el menos apremiante.

Había ido a Astencombe tres años antes, al salir de la universidad, a vivir con su madre en la casa de campo. Al poco tiempo su madre, Gina Lambert, cayó enferma. La propiedad pertenecía al difunto marido de tía Megan, Peter Arnold, quien había acordado el alquiler original con su cuñada.

Zoe sospechaba que tía Megan nunca había estado de acuerdo con ese trato, y, tras la muerte de su marido, empezó a subir el alquiler año tras año. Era una viuda rica y sin hijos a quien no le hacía falta el dinero, pero aun así insistió también en que el mantenimiento y las reparaciones eran responsabilidad de la inquilina.

Gina, también viuda, había conseguido salir adelante, con mucha dificultad, gracias a la miserable pensión de su marido, a sus cuadros de paisajes y al sueldo que Zoe ganaba como profesora de inglés. Pero con todo no dejaba de ser un estilo de vida muy austero.

Encontrar un trabajo en el pueblo y vivir en la casa no era lo que Zoe había planeado en un principio. En la universidad había conocido a Mick, quien después de graduarse quería viajar por el mundo durante un año. Le había pedido a Zoe que lo acompañara, y ella se había sentido seriamente tentada.

De hecho, había ido a casa el fin de semana para contarle a su madre lo que pensaba hacer. Pero al llegar había encontrado a Gina con aspecto débil y cansado. Su madre negó rotundamente que pasara algo, pero Zoe se enteró por Adele, la vecina, que el día anterior había ido a verla la tía Megan y que se habían dicho «unas cuantas palabras».

Zoe se pasó el fin de semana intentando contarle sus planes, pero le fue imposible. Entonces, decidió comunicarle a Mick que había cambiado de opinión respecto al viaje. Había albergado la esperanza de que él la quisiera lo suficiente para no irse sin ella, pero se llevó una amarga decepción. Mick no estaba dispuesto a cambiar su viaje… tan sólo la compañía. En cuestión de días, su lugar en la cama y en el cariño de Mick había sido ocupado por otra.

Pero eso al menos le había enseñado una valiosísima lección sobre los hombres, y siempre era mejor que la hubiera abandonado en Inglaterra que en Malasia. Desde entonces no había vuelto a tener una relación seria, y ahora George le proponía el matrimonio sin amarla realmente. Parecía que la historia se estaba repitiendo.

«Si no tengo cuidado, voy a acabar con un grave complejo», se dijo a sí misma.

Sin embargo, al mirar atrás no se arrepentía de haber sacrificado su independencia. Tal vez el trabajo en el pueblo tuviera sus limitaciones, pero ella estaba muy agradecida por haber podido estar allí durante las primeros pruebas que le hicieron a su madre, su posterior tratamiento médico… y su corta enfermedad final. A pesar de la tristeza y el dolor, Zoe tenía muchos buenos recuerdos que guardar, gracias a la esperanza y optimismo que su madre mostró hasta sus últimos momentos.

Pero era incuestionable que un capítulo de su vida acababa de cerrarse, y no se imaginaba a sí misma trabajando el resto de sus días en el departamento del Bishops Cross College. Tenía las pertenencias de la casa de campo y un poco de dinero del testamento de su madre. Tal vez fuera su oportunidad para trasladarse y empezar una nueva vida.

Una cosa era cierta: la tía Megan no estaría precisamente triste por verla marcharse.

¿Cómo podían dos hermanas ser tan distintas?, se preguntó con pesar. Su tía era doce años mayor que su madre, pero entre ellas nunca había habido el menor lazo fraternal.

–Creo que a Megan le gustaba ser hija única –le había explicado su madre cuando Zoe le planteó una vez el tema–, por lo que no le hizo ninguna gracia que yo naciera.

–¿Nunca ha querido tener hijos? –había preguntado Zoe.

–Quizá lo deseara alguna vez. Pero… no ocurrió. Pobre Megan – añadió Gina con un suspiro.

Megan era más alta y más delgada que su hermana menor, con un rostro que parecía lucir una permanente expresión de resentimiento. No había en ella ni el menor rastro de la alegría que caracterizaba a Gina, quien sólo de vez en cuando se encerraba en sí misma aislándose del mundo.

Zoe se había preguntado la razón de esos ocasionales retraimientos, y la única explicación lógica que se le ocurría era que su madre aún seguía arrastrando el dolor por la muerte de su marido.

Su tía, en cambio, era completamente distinta. Nunca había tenido que preocuparse por el dinero, y su marido había sido un hombre amable y entusiasta, muy popular en el pueblo. La atracción de los polos opuestos, pensaba Zoe. No había otra explicación para que una pareja tan dispar se uniese.

Su tía, además, tenía una bonita mansión georgiana rodeaba de un grueso muro de piedra, de la que principalmente salía para presidir casi todos los eventos locales. Pero ni siquiera su particular reinado del terror podía hacerla feliz.

Y el rechazo hacia su hermana menor parecía haberlo extendido a su única nieta. Zoe no podía fingir alegría ante la evidente hostilidad de su tía, pero había aprendido a comportarse con educación cuando se encontraban, y a no esperar nada a cambio.

Se bajó del autobús en el cruce y empezó a caminar por el camino. El día era cálido y ventoso, y el aire estaba impregnado por el olor de los setos. Zoe soltó un suspiro y aspiró con satisfacción el aroma silvestre. Era época de exámenes en la universidad, por lo que pensó que podría relajarse aquella noche trabajando en el jardín. Siempre había encontrado muy terapéutico arrancar las malas hierbas, así que podría aprovechar para pensar en su futuro mientras tanto.

Pero entonces torció en la esquina que conducía a la casa y lo que vio la hizo detenerse en seco y fruncir el ceño. Un cartel de «Se vende», con el logo de una agencia inmobiliaria, estaba plantado en el jardín delantero, junto a la valla blanca de madera.

Debía de tratarse de un error, pensó mientras recorría los últimos metros a toda prisa. Justo cuando alcanzó la entrada, apareció Adele, la vecina, en la puerta de al lado. Con ella iba su hijo pequeño, aferrado como una lapa a su cadera.

–¿Sabías algo de esto? –le preguntó, señalando el cartel con la cabeza. Zoe se limitó a negar con la cabeza y a suspirar–. Lo suponía… Cuando vinieron esta mañana a colocarlo, les pregunté qué estaban haciendo, y tan sólo dieron que obedecían órdenes de la propietaria –apuntó con la cabeza hacia la casa–. Está dentro, esperándote. Vino hace un rato y abrió con su propia llave.

–Oh, maldita sea… –masculló Zoe–. Justo lo que necesitaba.

Megan Arnold estaba en la sala de estar, de pie frente a la chimenea apagada, con la mirada fija en el cuadro que colgaba sobre la repisa.

Zoe se quedó dudando en la puerta, desconcertada. Era una pintura poco común, muy distinta a los temas que Gina elegía. Parecía una estampa mediterránea; un tramo de escalones de mármol, sobre los que se esparcían los pétalos descoloridos de una rosa, conducía a una terraza con una balaustrada. Y sobre la barandilla, contra un cielo azul radiante y un mar celeste, se veía un gran macetero de piedra con geranios carmesíes, blancos y rosas.

Lo que hacía extraña la pintura era que los Lambert casi siempre habían pasado sus vacaciones en casa, y sólo alguna que otra vez habían viajado a Cornwall o a Yorkshire Dales. Hasta donde Zoe sabía, el Mediterráneo era una incógnita para su madre. Y aquel cuadro era el único intento que había probado sobre ese tema.

De repente, su tía pareció notar su presencia y se volvió hacia ella, con una impertérrita expresión en su rostro de piedra.

–Llegas tarde –le dijo con brusquedad

–Tuve una reunión de personal –replicó Zoe con semejante brusquedad–. Tendrías que haberme avisado de que venías, tía Megan –hizo una pausa–. ¿Te apetece un poco de té?

–No, esta no es una visita familiar –la vieja señora se sentó en el sillón de alto respaldo que había junto a la chimenea.

«El sillón de mi madre», pensó Zoe con una punzada de dolor, pero intentó que no la afectara. Después de todo aquella era la casa de su tía.

Megan Arnold iba vestida, como de costumbre, con una falda plisada de color azul marino, a juego con una rebeca tejida a mano y una blusa azul claro a medida, y llevaba el pelo gris fuertemente recogido en lo alto de la cabeza.

–Como habrás visto, he puesto la casa en venta –siguió hablando–. He dado instrucciones a la agencia para que comiencen a enseñarla enseguida, de modo que tendrás que sacar todo esto de aquí –señaló con la mano los libros y adornos que llenaban las estanterías a ambos lados de la chimenea–. Y me harías un favor si a finales de mes te has ido.

–¿Así de simple? –preguntó Zoe con la voz ahogada.

–¿Y qué esperabas? –preguntó su tía, imperturbable–. Mi marido permitió que tu madre se quedara con esta casa sólo mientras ella viviera. El acuerdo no te mencionaba a ti para nada. Supongo que no esperarías quedarte aquí.

–Yo no esperaba nada –replicó ella–. Pero sí creía que podría disponer de algún tiempo.

–En mi opinión, has tenido tiempo de sobra –declaró su tía–. Y a ojos de la ley estás viviendo en una casa ocupada –hizo una pausa–. No debería resultarte difícil alquilar una habitación en el Bishops Cross College. Allí estarías cerca de tu trabajo.

–Una habitación no me solucionaría nada –dijo ella, manteniendo a duras penas la compostura. Seguramente George había estado enterado de todo eso. Su madre debía de haberle contado lo que su tía estaba planeando, y por eso le había pedido a ella que se casaran. Porque sabía que muy pronto estaría sin casa.

Sintió un estremecimiento. Oh, George, pensó con desesperación, ¿por qué no la habría avisado en vez de jugar a ser sir Galahad?

Respiró hondo e intentó hablar con normalidad:

–No todo el mobiliario va incluido en la casa. Hay muebles que pertenecían a mi madre, y quiero llevármelos conmigo, junto a sus libros y cuadros –vio cómo la mirada de su tía volvía hacia el cuadro sobre la repisa, y decidió, si bien tardíamente, intentar un acercamiento–. Tal vez quieras quedarte con alguno de ellos… como recuerdo –le sugirió–. Ese mismo, por ejemplo.

Su tía hizo un gesto de asco.

–Es horrible –dijo con voz temblorosa–. Jamás se me ocurriría tenerlo en mi casa.

Zoe la miró, horrorizada por el rechazo de su tono.

–Tía Megan –le dijo lentamente–, ¿por qué… por qué la odiabas tanto?

–¿De qué estás hablando? ¿Yo… odiar… a Gina… la hermana perfecta? –soltó una brusca y estridente carcajada–. Qué tontería. A nadie le estaba permitido odiarla. Jamás. Hiciera lo que hiciera, por muy grande que fuera su pecado, siempre recibía el amor y el perdón de todos.

–Está muerta, tía Megan –a Zoe se le quebró la voz–. Si alguna vez te hizo daño, seguro que no fue su intención. Y, en cualquier caso, ya no podrá volver a hacértelo.

–Te equivocas –repuso su tía con el mentón alzado–. Ella jamás tuvo el poder de afectarme en lo más mínimo. Porque yo siempre la vi como era. A mí nunca me engañó con su inocente fachada. Nunca –hizo una brusca pausa y se levantó–. Pero todo eso pertenece al pasado, y lo que importa es el futuro. Lo primero es vender esta casa. Te sugiero que tires todo esto a la basura… o que se lo vendas a un trapero. Decidas lo que decidas, quiero que todo desaparezca antes de que lleguen los primeros clientes. Empezando con esto.

Descolgó el cuadro de la pared y lo arrojó con desprecio sobre la alfombra, frente a la chimenea. Se oyó un siniestro crujido.

–El marco –susurró Zoe, arrodillándose junto al cuadro–. Lo has roto –levantó la mirada hacia ella, sacudiendo la cabeza–. ¿Cómo has podido?

Su tía se encogió de hombros, a la defensiva.

–Se iba a acabar rompiendo, de todos modos. La madera era barata y de mala calidad.

–No importa –dijo Zoe, casi sollozando–. No tenías… no tenías derecho a tocarlo.

–Esta casa es mía. Haré lo que quiera en ella –dijo agarrando su bolso–. Quiero que te lleves todo lo demás y que cubras los agujeros en las paredes –añadió–. Volveré al final de la semana para asegurarme de que has seguido mis instrucciones… si no es así, me encargaré yo misma del asunto.

Salió de la salita y a los pocos segundos Zoe oyó un fuerte portazo.

Casi al instante se abrió la puerta trasera y Adele entró, llamándola.

–Jeff se ha quedado cuidando a los chicos –anunció mientras irrumpía en la salita–. He visto salir a la señora, y he venido para asegurarme de que estás bien.

–Me siento como si me hubiera arrollado un tren –confesó Zoe negando con la cabeza–. Dios, es la persona más cruel que conozco. No… no puedo creerlo.

–Voy a hacer un poco de té –se ofreció Adele, pero enseguida se detuvo–. ¿Qué le ha pasado al cuadro?

–Lo ha tirado al suelo. Ya sé que no es lo mejor que hizo mi madre, y que estuvo guardado en el ático hasta que nos mudamos aquí, pero… –la voz se le volvió a quebrar.

–Bueno, a mí siempre me ha gustado –dijo Adele–. Es Grecia, ¿verdad? Mi hermana consigue descuentos especiales en los viajes, y fuimos a Creta el año pasado y a Corfú el anterior.

–Supongo que será de algún paisaje griego –dijo Zoe encogiéndose de hombros. Se levantó y, tras agarrar con cuidado el marco, lo colocó sobre el sofá y siguió a Adele a la cocina–. Pero nunca estuvimos allí. A mi padre no le gustaba el tiempo caluroso.

–Bueno, tal vez lo copió de una postal que alguien le envió –sugirió Adela mientras llenaba de agua la tetera.

–Tal vez –dijo Zoe con el ceño fruncido–. Es una de las cosas que siempre quise preguntarle, pero que nunca hice.

–¿Y bien? ¿Cuándo piensa desahuciarte? –preguntó su vecina.

–Tengo que dejar la casa a finales de mes. Y me lo ha dicho en serio.

–Mmm –Adele se quedó pensativa unos segundos–. ¿Crees que está loca?

–No hay ningún certificado médico que lo pruebe –dijo Zoe irónicamente–. Pero se comporta de un modo completamente irracional en todo lo referente a mi madre.

–Bueno, puede que no sea todo culpa suya –dijo Adele–. Mi abuela la recuerda de niña, y dice que era una cría adorable y que sus padres la adoraban. Pero entonces llegó tu madre, quien se convirtió rápidamente en la favorita –se encogió de hombros–. Tiene que ser muy duro para una niña ser relegada a un segundo plano. Puede que sólo se trate de un caso de celos.

–Puede que tengas razón, pero presiento que hay algo más.

–Tampoco ayuda nada que tú seas la viva imagen de tu madre –comentó Adele mientras servía el té en las tazas–. Aunque no siempre fueron enemigas, según cuenta mi abuela. Hubo un tiempo en el que hacían juntas muchas cosas… incluso se fueron de vacaciones. Pero incluso entonces tu tía se comportaba con ella más como su madre que como su hermana –hizo un mohín con los labios–. Quizá fue esa la raíz del problema –hizo otra pausa y dio un sorbo de té–. ¿Qué vas a hacer? ¿Cómo piensas arreglártelas?

Zoe hizo una mueca de desagrado.

–Tendré que buscar un apartamento… sin amueblar.

–O alguna casita. Echarás de menos el jardín.

–Sí, entre otras muchas cosas –se obligó a esbozar una sonrisa–. Puede que mi tía me esté haciendo un favor. Tal vez sea este el impulso que necesite para empezar una nueva vida. Podría incluso marcharme enseguida.

–A cualquier lugar donde la malvada reina no pueda entrar con su propia llave –corroboró Adele–. Voy a echarte de menos.

–Bueno, no voy a irme de inmediato –dijo Zoe arrugando la nariz–. Mi contrato en el departamento estipula que tengo que avisar con un mes de antelación, pero puedo ir buscando y haciendo planes.

–¿No crees que pueda aparecer un príncipe en un caballo blanco y rescatarte? –preguntó Adele, muy seria.

Uno lo había intentando ya, pensó Zoe, pero conducía un metro y siempre respetaba los límites de velocidad. Y, además, no estaba segura de quién rescataría a quién.

–¿En Bishops Cross? Ni hablar –replicó, igual de seria–. Los caballos blancos no podrían galopar entre tanto tráfico –acabó su té y dejó la taza en el fregadero–. Será mejor que empiece a empaquetar las cosas de mi madre. Mi tía sugirió que lo tirara todo a la basura… –añadió con cierta tristeza.

–Sería una pena deshacerse de ese cuadro –dijo Adele–. Es tan bonito y luminoso…

–Bueno, sólo necesita un marco nuevo. Mañana lo llevaré a enmarcar.

–Sería muy incómodo llevarlo en el autobús. Escucha, hay una tienda de marcos cerca del trabajo de Jeff. Puedo pedirle que se lo lleve mañana. Así podrías pasarte por allí a la hora del almuerzo y elegir el marco apropiado. Sólo tienes que envolverlo bien y yo se lo llevaré ahora mismo.

–Oh, Adele, eso es muy amable por tu parte –dijo Zoe, y se dispuso a buscar papel de embalar y un cordel. Adele siempre había sido muy buena vecina. Y su entusiasmo era todo un bálsamo después del encuentro con la tía Megan.

–Lo ha echado a perder por completo –observó Adele cuando Zoe volvió a la salita–. Incluso el refuerzo de atrás se ha soltado –intentó volver a colocarlo en su sitio, pero enseguida se detuvo–. Espera un momento… Hay algo en su interior. Mira –hurgó con la mano en el reverso del cuadro y sacó un abultado sobre. Se lo tendió a Zoe, quien permaneció de pie, sopesándolo en sus manos mientras lo miraba extrañada–. Bueno, ¿no vas a abrirlo? –la apremió Adele riendo–. Si fuera yo, no podría esperar.

–Sí –dijo Zoe–. Su… supongo que sí. Pero… ha estado escondido durante mucho tiempo, y me preguntó por qué mi madre no me dijo nada. Tal vez no quisiera que lo encontrara.

–O tal vez se le olvidó decírtelo –replicó Adele.

–¿Cómo hubiera podido olvidarlo? El cuadro ha estado colgado sobre la repisa desde que se mudó aquí. Era un recordatorio constante –negó con la cabeza–. Era algo que quería mantener en secreto, Adele, y mi madre y yo no teníamos ningún secreto –intentó sonreír–. Por eso me resulta muy duro.

Adele le dio una palmadita en el hombro.

–Ha sido un día muy duro. ¿Qué te parece si te dejo en paz mientras decides qué hacer? Puedes traerme el cuadro más tarde si aún quieres enmarcarlo.

Al quedarse sola, Zoe se dejó caer en el sofá. No había nada escrito en el sobre, algo como: «Para mi hija», o «Para ser abierto cuando yo muera».

Había un misterio en la vida de Gina Lambert. Y si la tía Megan no hubiera arrojado el cuadro al suelo, tal vez hubiera seguido así para siempre.

Quizá así debiera ser, pensó Zoe. Quizá lo mejor fuera respetar el secreto de su madre y dejar el sobre cerrado.

Pero en ese caso siempre quedaría la duda de…

Con repentina resolución rasgó el sobre y extrajo el contenido: un voluminoso documento plegado y varias fotografías.

Desdobló el documento, y frunció el ceño al comprobar que estaba escrito en otro idioma. Griego, supuso al ver el desconocido alfabeto. Pero ¿por qué tenía su madre un documento escrito en griego?

Lo dejó y empezó a examinar las fotos. Casi todas eran de escenas locales, una calle flanqueada por casas blancas, un mercado con sus puestos repletos de frutas, una anciana vestida de negro que tiraba de un burro cargado con leña.

Pero una, sin embargo, era totalmente diferente: mostraba un jardín, protegido por altos cipreses, y a un hombre vestido con shorts y camiseta bajo los árboles. Su rostro estaba en sombras, pero el instinto le dijo a Zoe que no era inglés, y que su sonrisa estaba dirigida a quien quiera que estuviese tras la cámara.

Y supo, sin ninguna duda, que le estaba sonriendo a su madre.

Giró la cabeza y observó la fotografía enmarcada de su padre que destacaba en la mesita adyacente al sillón de su madre. Pero el hombre en sombras no era John Lambert. Su padre había sido más alto y delgado, y el desconocido de la foto parecía irradiar una especie de cruda energía que su padre jamás había poseído.

Zoe tragó saliva. No entendía nada, y tampoco estaba segura de querer entenderlo. Se sentía como si hubiera abierto la caja de Pandora.

Le dio la vuelta a la foto, esperando encontrar alguna pista, tal vez un nombre garabateado en el reverso. Pero no había nada. Lenta y cuidadosamente, dejó la foto junto a las otras, y volvió la atención al resto de papeles.

Había varias hojas grapadas, y al desdoblarlas se dio cuenta, con una repentina emoción, que debían de ser una traducción del documento en griego. Empezó a leerles ansiosamente, pero lo que descubrió le hizo volver al principio y leer de nuevo. Aquel documento legal era una escritura que donaba a su madre Villa Danae, cerca de un lugar llamado Livassi, en la isla de Thania.

Zoe se quedó aturdida, no sólo por el descubrimiento, sino también por lo que implicaba.

Aquel era un regalo del que Gina nunca había hablado y que tampoco había disfrutado. Algo de lo que no había querido saber nada, y por eso lo había escondido en el cuadro.

Zoe leyó la traducción por tercera vez. No se mencionaba al donante, aunque seguramente apareciera en el documento original. Tampoco se mencionaba restricción alguna sobre la propiedad de la villa. Era voluntad de Gina venderla o dejársela a sus herederos.