Despierta, amor - Alix Rubio - E-Book

Despierta, amor E-Book

Alix Rubio

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Beschreibung

Petu lleva una vida anodina hasta que se convierte en una escritora romántica de éxito bajo el nombre de Erin Gardner. Nunca ha tenido suerte en el amor y está casi resignada a su condición de soñadora solitaria. De repente y cuando menos lo espera dos hombres muy diferentes entran en su vida y se ve inmersa en su propia novela. El vital David y el misterioso Kellan se disputan su corazón. Erin se ve dividida entre el amor humano y el amor que trasciende el tiempo. Luz y oscuridad la rodean, ¿será capaz de tomar la decisión adecuada?

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Alix Rubio

DESPIERTA, AMOR

© Alix Rubio

© Kamadeva Editorial, junio 2022

ISBN papel: 979-88-351841-5-6 ISBN ePub: 978-84-124240-5-8

www.kamadevaeditorial.com

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Yael y Mary

Índice

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Sobre Alix Rubio

Sobre el sello romántico Kamadeva

·1·

—¡Petu! Sal, por favor, quiero hablar contigo.

Era la voz de su padre. La chica, una adolescente muy alta, rubia y de ojos verdes, continuó escribiendo en su diario como si no le hubiera oído. Tenía apenas quince años y solo entendía que su padre se marchaba. El divorcio había llamado a las puertas de su casa. No estaba dispuesta a escuchar ni excusas ni explicaciones. Las lágrimas, gritos, portazos y tensiones habían culminado ante el juez. Le preguntaron con quién quería quedarse, respondió que con su madre. No quería. No quería vivir con ninguno de los dos, ambos la habían traicionado. No estaba dispuesta a perdonar ni al padre que se iba ni a la madre que le dejaba irse. Pero era una niña que únicamente podía elegir con quién pasar el resto de su minoría de edad. Solo le quedaban tres años. Paciencia.

—¿Y qué esperabas? —la voz de la madre se convirtió en un grito de rabia—. ¿Que saliera a darte un abrazo?

A Petu le entraron ganas de abrir la puerta y mandarlos al infierno a los dos, pero se contuvo. Que la dejaran en paz era lo único que quería. Escuchó los pasos precipitados y el ruido de la puerta.

—Petu, hija, ya puedes salir. Ya se ha marchado.

No contestó. Si su madre esperaba que eso la iba hacer salir o aparentar lo que no sentía, es que aún no la conocía. Continuó escribiendo, tejiendo historias basadas en sí misma y en su concepción del mundo; un mundo que se había desmoronado bajo sus pies.

Cuando comenzó el bachillerato ya sabía lo que quería: ser escritora y vivir de aquella profesión. Su madre puso el grito en el cielo. Su padre, al que solo veía por obligación, estuvo de acuerdo por una vez con su exmujer. Pese a ellos, se decidió a enseñarle sus trabajos a su profesora de Literatura, que leyó paciente y atentamente las hojas que le pasaba.

—Bien, tienes cierto talento para la escritura, pero ser escritora es muy complicado, Petu. Hay montones de escritores aficionados y pocas editoriales dispuestas a apostar por desconocidos. Tendrás que buscar un trabajo para vivir, lo primero es ganarse los garbanzos, porque de la sopa boba y de las musas no vive nadie aparte de los Premios Nobel. Haz algo de provecho y no pienses tanto en las musarañas. Prepárate unas oposiciones, si las apruebas ya no tendrás que preocuparte más.

Todos le dijeron lo mismo: «prepara oposiciones a lo que sea; y luego, si te divierte escribir, pues escribes, pero con el futuro asegurado. De cada mil escritores le va bien a uno». Nadie creía en ella ni creían que fuera capaz de lograrlo. Se desanimó y eso terminó influyendo en sus estudios. No sabía qué carrera escoger. Terminó estudiando publicidad, que le gustaba bastante. Se preparó oposiciones que, tras varios intentos, no logró aprobar. Encontró trabajo en una empresa, aunque se encontró con que el sueldo no era tan estupendo como le habían augurado, después de un tiempo cambió de trabajo. Ella quería un horario que le dejara las tardes libres, muy difícil no siendo funcionaria. Escribía durante sus momentos libres, en casa, y amontonaba cuadernos por todas partes y ficheros en su ordenador.

Sus padres mantenían una relación muy complicada, cuajada de reproches. Se hablaban solo por su hija y a gritos. El padre se volvió a casar y tenía dos hijos más. La madre se quedó no solo con la custodia de Petu, sino con la casa familiar. Él pagaba la pensión puntualmente. Petu no quería pasar las vacaciones con la nueva familia y se le hacían cuesta arriba los fines de semana obligatorios. No soportaba a la segunda esposa ni a sus hermanos, pese a que no hacían nada en su contra. Quería recuperar a su padre, su vida de antes, lo que había perdido. Gritaba su dolor y su impotencia en el papel. Reprochaba a su madre que no hubiera luchado por su matrimonio, por el hombre que decía amar, por el bien de su hija. En cuanto encontró trabajo se fue de casa, compartiendo pisos hasta que la herencia de su abuelo le permitió tener casa propia.

Conoció a Hans en una cervecería alemana. Era guapo y con un sentido del humor muy peculiar. Hablaba un español espantoso y ella no sabía una palabra de alemán, solo inglés, que había aprendido en la Escuela de Idiomas y qué él también dominaba. Se gustaron. En el tercer encuentro accedió a ir a su casa. Hans compartía piso con dos chicos y una chica del programa Erasmus, que los fines de semana desaparecían. El piso, reformado, se encontraba en el barrio histórico y no estaba desastrado como se había temido, sino limpio y ordenado. Cada uno tenía su dormitorio y contaba con dos baños, uno de ellos solo para la chica.

—Lo pasamos bien los cuatro —decía Hans—. Son buena gente, no ponen problemas.

La habitación de Hans tenía una ventana que daba al patio interior. Aunque menos iluminada, era la menos ruidosa. Petu no advirtió desorden ni ropa tirada por el suelo. Él se le acercó y pudo oler su aroma natural, agradable, mezclado con el del gel de ducha de hierbas. Era tan alto como ella e igual de rubio.

—Eres una valkiria —susurró él.

Petu no tenía ninguna experiencia sexual, lo que sorprendió a Hans. Ella se mostró cohibida y nerviosa y él paciente y considerado, aunque algo divertido por la situación. Afortunadamente, Hans sabía lo que hacía, y, lo más importante, pensó Petu, también cómo hacerlo. Resultó un encuentro satisfactorio para ambos, si bien Petu echó de menos algo de romanticismo; pero imposible un toque de romanticismo entre dos personas que acababan de conocerse. A ella Hans le gustaba mucho y durante un tiempo creyó que estaba enamorada de él. Cuando decidieron irse a vivir juntos pensó que tenían un futuro. Al cabo de seis meses ella ya estaba cansada de la rutina. Hans era un buen tipo, no cabía duda; pero maniático, meticuloso y ordenado hasta el extremo. Se habían trasladado al piso de Petu, que era suyo por herencia de su abuelo paterno. Hans se crispó ante el aparente desorden. Había carpetas y papeles encima del sofá y sobre la mesa del café, Petu no siempre metía en el lavavajillas los platos sucios después de cenar, a veces se le olvidaba reciclar la basura. Pequeños detalles que poco a poco los fueron desgastando. Ella se esforzó en mantenerlo todo en su lugar correcto hasta que se dio cuenta de que se estaba convirtiendo en una esclava de la limpieza en su propia casa, atenta a que Hans no se molestara, a no dejar los grifos abiertos ni las luces encendidas más de lo necesario. Y luego la comida fue otro campo de batalla. Hans era vegano y ecologista y se lo tomaba muy en serio. Petu comenzó a comprar soja, que no le gustaba, en vez de leche; miraba escrupulosamente la composición de cualquier producto; el frigorífico se vació de pescado, huevos, queso. Todo lo que alteraba a Hans desapareció. Petu comenzó a vivir una tiranía alimenticia y de costumbres que la deprimió. Cuando intentaba hablar del asunto, Hans sonreía: «Mi valkiria tiene muy mal genio. Contrólate un poco, amor». Y la gota que hizo rebosar el vaso de su malestar fue cuando Hans le aseguró que desde que gracias a él comía sano, había perdido peso y estaba más guapa, y le sugirió que se apuntara a un gimnasio para mantenerse en forma. Petu sufrió un ataque de rabia silenciosa. Se trataba de una mujer potente de metro ochenta y dos de altura, bien comida, que odiaba las dietas y el gimnasio, rubia y de ojos verdes. Hans siempre la llamaba valkiria, término que acabó detestando. Su relación fue deteriorándose hasta un punto que terminó con la mochila de Hans delante de la puerta. No sabía cómo decirle que habían terminado porque ya no podía aguantar más, especialmente desde la alusión al gimnasio, de manera que tomó una decisión drástica. Cuando Hans volvió del trabajo aquella tarde se encontró con su mochila en la puerta cerrada, que él comenzó a aporrear mientras la llamaba a gritos al mejor estilo de Pedro Picapiedra. El vecino de al lado, un músico ruso muy callado, abrió su puerta y reconvino a Hans, el cual le replicó con una grosería en alemán a la que el músico respondió en el mismo idioma. Finalmente, el agraviado Hans cogió su mochila y bajó los escalones de cuatro en cuatro, ignorando el ascensor y desfogando su rabia con aquel trote de siete pisos hasta la calle. Fue la última vez que Petu le vio. Comprendió que había estado sosteniendo sobre sus hombros una relación sin cimientos. Se sintió ligera y libre. Bien, la ruptura había sido poco elegante y bastante cinematográfica, pero era la mejor decisión que había tomado en años.

A la mañana siguiente, Petu hizo una compra como en los viejos tiempos, todos los alimentos prohibidos recuperaron su lugar, reaparecieron las carpetas y cuadernos. El glorioso imperio del desorden volvió a prevalecer. Se centró en su trabajo y en la literatura. Escribió más que nunca. En seis meses terminó Sueño de agosto. Y comenzó la parte más dura del trabajo: encontrar una editorial que aceptase a una escritora desconocida.

Su recorrido por las editoriales fue toda una odisea. La novela se paseó hasta el infinito ida y vuelta, afortunadamente existía el correo electrónico, que ahorraba la humillación de que le dieran un portazo en la cara al iluso escritor de turno.

—Mamá, esto está resultando agotador —le comentó a su madre por teléfono—. Ya no sé dónde mandar la novela. Unos no aceptan manuscritos no solicitados, otros no contestan a mis correos a menos que sea para sugerirme la autopublicación, y me supone un gasto que no me puedo permitir. Es frustrante, mamá, de verdad.

—Ya te lo dije, ¿te acuerdas? Mira, Petu, más vale que seas realista y reconozcas que estás perdiendo el tiempo. Tienes un trabajo estupendo, un sueldo decente y piso propio. Eso es más de lo que tiene la mayoría. Deja la escritura y no te compliques la vida.

—Dejarlo todo a la primera contrariedad, ¿ese es tu consejo? Joder, mamá, así no me ayudas. Pero bueno, esa ha sido tu filosofía de vida desde que tengo memoria. Nunca luchar por nada.

—Vaya, ¿a qué viene eso, Petu?

—Dejaste que papá se fuera sin mover una pestaña. Yo no haré lo mismo, voy a luchar por lo que creo y amo.

—Dice la que no pudo aguantar a su novio.

A Petu se le cortó la respiración.

—Mamá, eso ha sido un golpe bajo. No estábamos casados ni teníamos hijos y él me estaba desestabilizando. De verdad, no sé por qué te llamo. Eres insufrible.

—Pues no me llames, Petu. Haz lo que quieras. Yo siempre estaré para ti.

—Te dejo porque me atacas los nervios, mamá.

Siempre era así. Petu respiró fuerte y se preparó un café. Había sido un día agotador en el trabajo y su madre lo había empeorado. Se sentó ante el ordenador y miró los correos. Parpadeó varias veces, la Editorial Jardín le pedía su manuscrito para leerlo y valorarlo. Si les gustaba, ofrecían edición tradicional, los autores no tenían que desembolsar un céntimo y además ellos se encargaban de la publicidad. Sin pensarlo dos veces les envió la novela.

Dos meses más tarde la Editorial Jardín se puso en contacto con ella. La editora en persona la telefoneó y concertaron una cita en su despacho. Petu pidió permiso en el trabajo alegando un asunto urgente. No se atrevió a mentir inventándose una enfermedad de su madre, pero tampoco se vio con ánimos de contar la verdad. Su jefe puso muy mala cara, iban hasta arriba de trabajo.

—Trabajaré horas extras desde casa hasta completar la jornada laboral, señor Ibañez.

—De acuerdo, Petu. Me fío de usted. Haga eso tan urgente y procure que no se repita.

Petu le dio las gracias y se concentró en el trabajo. El día de la entrevista se levantó temprano, desayunó y se sentó ante el armario abierto. Ya había decidido qué ponerse, pero le entraron dudas. No tenía mucha ropa y prefería los tejidos lisos de un solo color. Se decidió por un vestido verde que hacía juego con sus ojos, ni corto ni largo, el clásico hasta la rodilla, de manga larga, y zapatos cerrados negros bajos. Nunca se ponía tacones para no verse excesivamente alta, su estatura ya la hacía sobresalir por encima del resto. Se peinó dejando su rubia melena suelta. Sin más adornos que un par de pendientes de oro muy pequeños, dos bolitas como las que llevaban las niñas. Dudó entre maquillarse o no, decidiéndose por un perfilado de los ojos en verde y un toque claro en los labios. Se puso el abrigo negro y se miró en el espejo. Se vio grande, como de costumbre, pero eso no tenía remedio. Pidió un taxi y bajó a la calle.

La Editorial Jardín se encontraba ubicada en el tercer piso de un edificio nuevo de oficinas. La recibió una secretaria muy bien vestida y dinámica y la anunció antes de hacerla pasar al despacho de la editora. Petu se sorprendió al verla. Casi había esperado una señora de cabellos blancos a lo Miss Marple sentada en un pesado sillón ante una mesa anticuada rodeada de anaqueles de madera rebosando de libros, mesitas auxiliares con jarrones de flores y orejeros adornados con pañitos de crochet. Esa era más o menos la idea que se había hecho de una editorial romántica. Estuvo a punto de echarse a reír. El despacho de Elena Montes era ultramoderno, decorado por una firma de moda, y la misma Elena Montes se adaptaba a la decoración. Una espléndida mujer de unos cincuenta años con el pelo negro hasta los hombros, ojos grandes y oscuros tras unas gafas de marca muy caras, vestida con un desenfadado y elegante conjunto de pantalón gris con blusa de seda blanca. Un anillo de diamantes y una alianza de boda en su mano derecha, sin pendientes ni collares. Maquillaje discreto. Se levantó y le tendió la mano.

—Bienvenida, Petu. Por favor, siéntese. ¿Puedo tutearla? Estupendo. ¿Te apetece un café?

Hizo una llamada y al poco la secretaria apareció con un juego de café de plata y dos tazas de porcelana inglesa.

—Me encantan estos detalles. No soporto los vasos de plástico. Y bien, vamos a hablar de tu novela. Me ha gustado muchísimo, tiene mucha fuerza. Cuéntame cómo surgió la idea, qué te inspiró. Los personajes parecen absolutamente reales.

—Pues verás, Elena, lo cierto es que los personajes son reales, al menos los principales. Claire soy yo, básicamente, y Jan es mi ex. Lo que Claire vive y sufre engañándose a sí misma lo viví y sufrí yo durante los seis meses que vivimos juntos. Sean es inventado, Claire encuentra un hombre que le devuelve la fe en sí misma. Escribir esta novela me ayudó a superar mi propio trauma sentimental. Es la primera que he escrito, como te comenté en mi mail de presentación. Soy una escritora novel a la que no conocen ni en su casa, no puedo aportar reseñas ni comentarios de ningún bloguero, no digamos ya de críticos literarios.

Elena sonrió. Hizo un gesto quitando importancia a las palabras de Petu.

—Eso es lo de menos. Incluso los mejores y más leídos escritores tuvieron una primera novela. Editorial Jardín es muy estricta con los manuscritos que recibimos. Te voy a ser sincera, rechazamos más de la mitad, por diferentes causas. Hoy en día cualquiera se cae de la cama y piensa que ya es un escritor. Pero tu novela me ha conmovido y estoy dispuesta a publicarla con todas las condiciones que te dije. Te haremos un contrato y si estás de acuerdo con todas las cláusulas, solo tendrás que firmarlo y empezaremos a trabajar.

—¿Así de fácil? —A Petu se le llenaron los ojos de lágrimas de emoción.

—Todo el mérito es tuyo. Solo dos cosas: un corrector se hará cargo de tu manuscrito antes de llevarlo a imprenta y lo pulirá un poco. No tocará nada, solo subsanará los errores que encuentre y te hará sugerencias respecto al estilo. ¿Te parece bien?

—Sí, desde luego. ¿Y la segunda cosa?

—La segunda cosa, y discúlpame, es tu nombre. No puedes firmar con tu nombre real, sería un desastre. —Petu enrojeció. Se llamaba Perpetua, como su abuela paterna. Aunque su nombre siempre le había parecido un mal chiste, se había acostumbrado a que la llamaran Petu—. Ninguno de nosotros es culpable del nombre que lleva, pero una escritora romántica no puede llamarse Perpetua, aunque abogue por el amor perpetuo. Hay que buscar una alternativa. Y esto, querida, no es negociable. Si te niegas no podré publicarte, con gran dolor de mi corazón.

Petu suspiró. ¡Qué demonios! Nadie le había preguntado cómo quería llamarse. Tenía derecho a elegir un nombre que la catapultara a la fama.

—Lo entiendo. No tengo ningún apego especial a mi nombre. Lo que no sé es cómo ponerme.

—No hay prisa, tómate tu tiempo para pensarlo.

Pero Petu sí tenía prisa, llegado a aquel punto.

—No tiene traducción al inglés, que yo sepa. Se me ocurre Erin. ¿Qué te parece?

—Mejor que Perpetua —rio Elena—. ¿Te gusta Erin? Pues ahora solo falta un apellido acorde.

—Gardner —dijo Petu sin titubear—. Como la gran Ava.

Y en aquella primera reunión nació Erin Gardner. La editora se mostró encantada, y la escritora aún más. Recibió por correo electrónico la copia del contrato, que leyó detenidamente. Le pareció bien. Las condiciones eran buenas y estaba redactado en términos que no daban lugar a malentendidos. Lo peor que le podía pasar era que no vendiera ni un ejemplar.

·2·

Petu, ya Erin Gardner, descubrió la Cafetería El Partenón de casualidad. Se puso a llover a cántaros y la lluvia la pilló en la calle sin paraguas. Entró calada y un camarero muy amable la saludó, colgó su chaquetón mojado de una percha y la condujo a una mesa que no tardó en adoptar como propia. En una tarjeta de plástico colocada en el lado izquierdo de su camisa se podía leer un nombre: Marcelo.

—¿Marcelo? —Él asintió—. Por favor, tráigame un café doble solo, sin azúcar, y una ración doble de tarta de chocolate.

—Un doble solo…

—Sí, como si fueran dos tazas, pero juntas. Y en vaso, por favor.

—Sí, comprendo. ¿Desea sacarina?

—No, gracias. Me gusta muy amargo.

—Como a los buenos cafeteros. Ahora mismo se lo traigo, señora.

Marcelo leyó en el rostro de la mujer que la palabra «señora» le había rechinado. En fin, nunca se sabía cómo acertar. Ni conocía su nombre ni de saberlo podía permitirse aquella familiaridad con los clientes. Ella quedó ensimismada un instante sonriendo como si estuviera sola. La cara le brillaba, no solo por las gotas de agua, sino de alegría. Acababa de firmar el contrato con la editorial para publicar su primera novela. Aún no se lo podía creer, era un sueño hecho realidad. Se tomó el café y la tarta sin prisa, había pedido el día libre en el trabajo y quería celebrar consigo misma aquel momento de euforia. No hubiera podido concentrarse en la oficina. Fantaseó con la idea de convertirse en una escritora famosa y dejar el trabajo de publicista para vivir de la literatura. Si tenía suerte, así sería. Unos meses atrás nadie hubiera imaginado que una editorial de prestigio se iba a interesar por su novela. La vida estaba llena de posibilidades. Pagó la consumición y se marchó.

Varias semanas después, Erin volvió a la cafetería. Marcelo la reconoció en el acto, no era fácil olvidar a una mujer así, tan alta y rubia. Ella se dirigió directamente a la mesa que había ocupado la primera vez y volvió a pedir el café doble solo y la doble ración de tarta de chocolate. Marcelo, como buen profesional, tomó nota mentalmente por si ella volvía a aparecer otro día. Con los clientes habituales bastaba preguntar si les llevaba «lo de siempre». Erin sacó de su bolso un libro cuya cubierta brillaba de nueva y se puso a hojearlo sonriendo sin darse cuenta. Las hojas crujieron un poco. Lo olió. Era uno de los ejemplares de su primera novela que acababa de recibir aquella misma mañana, cortesía de la editorial. Leyó la contraportada como si no la hubiera escrito ella, miró la foto que ilustraba la solapa con una breve referencia a su curriculum, prácticamente cuatro líneas, porque aquella era su primera publicación. La foto le había costado lágrimas. No le gustaba ni fotografiarse ni verse. Salía más grande de lo que era. El problema de no tener cuerpo de sílfide ni usar una talla diminuta era que siempre se veía «grande» sin estar gorda. Aquella tarde, disfrutando de su novela recién salida de la imprenta, Erin suspiró de felicidad, a punto de reír en voz alta. Alzó los ojos y se encontró con la mirada curiosa de Marcelo, que sostenía una bandeja con su pedido. Ella dejó el libro sobre la mesa. Marcelo leyó el título, Sueño de agosto, y debajo el nombre de la feliz autora: Erin Gardner. Erin había utilizado a Hans para uno de los personajes que pretendía a la protagonista, Claire, una mujer atrapada entre dos amores que acababa comprendiendo que su verdadero amor era Sean. La editora había augurado un gran éxito de ventas y la editorial estaba realizando una completa campaña publicitaria a todos los niveles.

—He leído la sinopsis de ese libro en internet —dijo de pronto Marcelo—. No es un género que me atraiga mucho, pero creo que esas novelas se venden por millones. Erin Gardner. Las autoras anglosajonas tienen copado ese mercado, ¿no le parece? La portada es bonita, entran ganas de leerlo.

—Gracias —se le escapó a Erin. Marcelo la miró asombrado.

—No hay de qué—seguía sin comprender.

Erin cogió el libro y le puso la solapa ante los ojos. A él se le abrió la boca de la sorpresa.

—¡Pero si es usted! Vaya, esto es increíble. Habla muy bien español.

—Soy española.

—¡Claro! Entiendo. Poner un nombre extranjero vende más. Le deseo muchos éxitos, señora.

—Marcelo, si vuelve a llamarme señora, le mato, y salimos los dos en las noticias.

—Señorita Erin, entonces. No puedo llamarla por su nombre a secas.

Y así quedó inaugurada la costumbre. Erin convirtió El Partenón en su cafetería de referencia.

Aquella tarde, como de costumbre, sacó del bolso el móvil, la tablet, una libreta de tapas muy decoradas y una pluma de oro herencia de su abuelo. Otra de sus manías, tomar notas a mano con la vieja pluma pese a dominar perfectamente las novedades tecnológicas y las aplicaciones correspondientes. Se frotó las manos y esperó a que ocurriera algo, a escuchar algo que le pudiera servir para un nuevo libro. Se inspiraba en las cafeterías, en el medio de transporte público, yendo por la calle. Todo era útil y aprovechable. Un medio estupendo para hacerse una idea de cómo pensaba y reaccionaba la gente. Hacía oído a las conversaciones mantenidas en voz muy alta sin aparentar estar escuchando, mientras tomaba rápidas anotaciones sobre lo que oía y el aspecto físico de las personas: color de ojos, tipos de peinado, ropa, tono de voz. Y como en España la tendencia general era elevar la voz sin pudor alguno, Erin se llevaba cada día a su casa una buena cosecha de ideas.

El simpático camarero, Marcelo, se acercó a ella en cuanto la vio, sonriente como siempre. Sin perder las formas, había surgido entre ellos una corriente de casi amistad. No amistad plena ni confianza, porque solo se veían allí y ninguno de los dos sabía del otro fuera de la cafetería. Solo sus nombres y trabajos, pero no si compartían su vida con alguien. Marcelo lo mismo podía vivir con su novia que solo o con su madre. Erin sonreía. La verdad, no se imaginaba a Marcelo viviendo con mamá a los veinticinco años, más bien yendo a buscar los tuppers de comida casera que la buena señora le prepararía cada semana. «Y no los dejes fuera del congelador, hijo, que si no se estropea y no lo podrás comer. Llevas todo empaquetado por días». Y se imaginaba a Marcelo besando en la mejilla a su madre diciéndole que sí a todo, que no se preocupara. Tampoco le veía con novia, aunque nunca se sabía.

—La señorita Erin, supongo.

Los ojos grises azulados de Marcelo brillaban de risa contenida.

—Supone usted bien, caballero.

—Si alguna tarde no puede venir, la echo de menos, el local parece vacío.

Nunca la tuteaba, ella era una cliente y no se sobrepasaba en el trato. Además, al propietario, Blas, «jefe» para los empleados, no le gustaba que el personal se tomara confianzas con los parroquianos. Aquélla era una cafetería seria y elegante, les recalcaba siempre a Marcelo y a Trini, la otra camarera de sala, no un bar de pueblo donde no se guardaba el mínimo de protocolo.

—¿Qué tiene de malo el bar de un pueblo? El jefe nos tiene agobiados con eso.

—Nada en absoluto, Marcelo. Son sitios encantadores en los que todo el mundo se conoce y se trata con confianza. Pero no está usted en ninguno de ellos, sino aquí, en la Cafetería El Partenón, lugar selecto y gloria de nuestra ciudad.

Compartían una media sonrisa. Todo el personal iba vestido de negro. Ellas con falda y tacón bajo, en parte para que no repiquetearan los tacones sobre el suelo de madera, en parte para que no acabaran con los pies destrozados tras la larga jornada.

—¿Le traigo lo de siempre?

—Sí, gracias.

—Se nota que es usted cafetera, señorita Erin. El café amargo, como debe ser. Ahora mismo se lo traigo y la dejo con sus musas.

—¿Cómo van sus lecciones de interpretación, Marcelo?

—Muy bien, gracias. Este año termino ya en la Escuela de Teatro, por fin. La avisaré de la fecha de la representación de final de curso.

—No me la perdería por nada.

Marcelo era estudiante de teatro. Se pagaba las clases trabajando. A Erin no le costaba imaginar que tendría éxito como actor, pese a que había elegido una profesión difícil. «No más que la de escritor», pensó de repente. Escritores y actores se necesitaban mutuamente: sin actores no se podrían llevar a las pantallas y escenarios sus obras, y sin escritores no habría qué representar.

Apareció Marcelo con su pedido y la dejó para ir a atender a otros clientes. No le gustaba que la llamara señorita Erin, aunque se había convertido ya en una costumbre, casi una broma cuya gracia solo entendían ellos.

***

Erin llevó champán y pasteles a la oficina y compartió su secreto, que ya no lo era, con sus compañeros de trabajo. El jefe se quedó atónito.

—Vaya vaya con Petu. Dentro de poco necesitaremos audiencia para hablar con usted. Enhorabuena, y que no sea flor de un día.

—Me alegro muchísimo por ti, de verdad. Te lo mereces.

Erin miró a Álvaro sintiendo un leve temblor en el corazón. Habían tenido una historia que terminó pronto. Ella hacía poco que se había separado de Hans y se ilusionó con Álvaro hasta que comprendió que él no quería compromisos ni responsabilidades. ¿Sería capaz de reintentar una relación con él? Una segunda mirada la convenció de que no.

—Gracias, Álvaro.

Los ojos pardos de él brillaron un momento, pero tuvo el buen gusto de no hacer ninguna alusión personal. Erin volvió a reconocer que era guapo a rabiar, con el cuerpo bien tonificado por los ejercicios en el gimnasio.

—Nos pasamos horas sentados —decía riendo—. Si no saliera a correr ni fuera al gimnasio acabaría tan redondo como una bola, igual que el señor Ibáñez. A ver, Petu, ¿tú querrías a un tío que pareciera una mesa camilla?

—Depende de cómo se portara conmigo, supongo.

—Venga, no te engañes. Lo de la belleza interior está muy bien, pero el amor entra por los ojos.

—Sí y no. El amor verdadero es compromiso y continuidad, aunque el tiempo nos vuelva redondos y arrugados.

—De verdad, Petu, yo no podría estar con una mujer fea y arrugada por mucho que estuviera casada conmigo. Bueno, tampoco tengo intención de casarme.

—Odias el compromiso.

—Absolutamente. Tú yo nos divertimos porque sabemos que no tenemos ninguna obligación de estar juntos y podemos ir con quien nos apetezca si surge la ocasión. Eso es lo bueno de mantener una relación abierta y sin compromiso.

Erin recordaba haberle mirado de otra manera en aquel momento. Estaban en la cama revuelta recuperando el aliento. Pronto ella tendría que vestirse y volver a su casa porque a Álvaro le gustaba dormir solo.

—Una vez me desperté y vi a una chica en mi cama, no se había ido. Fue muy desagradable, insinuó que quería desayunar. No había entendido la diferencia entre echar un polvo, por muy bueno que sea, y quedarse a dormir con desayuno incluido. Menos mal que tú lo has entendido desde el principio, por eso me gustas.

Erin le sonrió con toda la cara y se marchó. Allí terminó su aventura. Cuando él le propuso pasar otra noche tórrida y apasionada, Erin se negó sin aspavientos.

—Ya no me apetece —le dijo al sorprendido Álvaro—. No tengo ninguna obligación respecto a ti.

Erin se dio cuenta de que él estaba poniendo en marcha su capacidad de seducción, pero ella había aprendido a no dejarse obnubilar.

—Os mandaré invitaciones para la presentación. Será un viernes por la tarde y agradecería que vinierais a apoyarme.