Espíritu atormentado - Alix Rubio - E-Book

Espíritu atormentado E-Book

Alix Rubio

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Beschreibung

¿Cómo una niña huérfana ha llegado a formar parte de la nobleza? Cuando a la pequeña Mary la rescataron del orfanato, nunca imaginó que iba a tener una nueva vida, una nueva identidad. Acostumbrada a pasar penalidades desde su nacimiento, un giro inesperado del destino la convierte en Lady Margaret Baxter; algo que no esperaba y la hace sentirse a la vez desconcertada y feliz. En esa vorágine de acontecimientos y sensaciones en que se ha convertido su existencia, conoce al apuesto Edward Wilson, que queda cautivado por la sencillez y belleza naturales de Lady Margaret. El amor nace al instante entre ellos, sin que ella sospeche que él conoce no sólo su oculto pasado, sino su destino. Lady Margaret se verá atrapada entre el sueño y la realidad cuando un apuesto hombre comience a aparecérsele mientras duerme. Estas inquietantes apariciones la harán dudar de su verdadera identidad y preguntarse quién es ella en realidad.

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Alix Rubio

ESPÍRITU ATORMENTADO

© Alix Rubio Calatayud

© Kamadeva Editorial, diciembre 2020

ISBN papel: 978-84-122790-5-4

ISBN ePub: 978-84-122790-4-7

www.kamadevaeditorial.com

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A mi hija, Yael, compañera de aventuras literarias

A mi hermana, Mary, primera lectora de esta novela

VÍndiceV

EL PRINCIPIO

1

2

3

MARY

1

2

3

MARGARET

1

2

3

4

5

6

ESPÍRITU ATORMENTADO

1

2

3

4

EL FINAL

qEL PRINCIPIOr

1

Aquel veintinueve de diciembre de mil ochocientos treinta y siete Lord y Lady Baxter emprendieron un viaje a Londres desde su mansión en el campo, situada en el condado de Surrey. Hacía seis meses que una jovencísima reina Victoria había ascendido al trono, y algo más de un año desde el matrimonio de Harold Baxter y Evelyn Reese. Él, un heredero de familia antigua y de prestigio; ella, hija única de una no menos prestigiosa familia pero que por su condición de mujer no podía heredar a su padre. A Louis Reese, viudo inconsolable que se había negado rotundamente a contraer segundas nupcias, le desesperaba que el pariente masculino más próximo, y futuro heredero, fuera un pusilánime y alcohólico al que detestaba. La idea de verle casado con su hija no le permitía dormir por las noches; y, aunque tal enlace no llegara a celebrarse, tampoco le animaba imaginarse a su desagradable pariente gozando de sus bienes. De modo que durante meses se dedicó a repasar con profunda atención la genealogía familiar, con la esperanza de encontrar un heredero más apto. Y lo encontró a través de una red intrincada de matrimonios: Harold Baxter. Rogó para que el alcohólico y pusilánime pasara a mejor vida antes que él, y el Universo escuchó su petición. Se produjo un desgraciado accidente de caza en el que el odiado heredero, borracho como de costumbre, se cayó del caballo con tan mala fortuna que se partió el cuello. Lord Reese no lamentó aquella muerte ni se sintió culpable por haberla deseado. Por el contrario, se sintió liberado y se dedicó a cultivar la amistad y trato con Harold Baxter.

Harold tenía una hermana mayor, hija de un matrimonio anterior de su padre. Lady Agnes era soltera, no había querido casarse nunca para cuidar de su padre, un hosco y poco sociable noble que prefería vivir en sus propiedades de Escocia, en su castillo de Perth. Su familia, de raíces tanto inglesas como escocesas, y protestante, había sido muy favorecida por la reina Ana. Lord Henry había tenido una hermana mayor, Lily, cuyo prometido murió en la guerra. Lily no volvió a salir de su habitación y se apagó poco a poco como una vela. También vivió en el castillo la tía Amalia, viuda, que tenía dos hijas y un hijo. La oveja negra de la familia fue el primo Robert, hijo mayor de Amalia, cuyas ideas nadie comprendió y le costó disgustos y rechazo familiar. Murió en un duelo también incomprensible. Cada vez que Lord Henry Baxter recordaba a su pariente, gruñía. Un necio, un fatuo bien vestido, demasiado guapo y con muy poco sentido común. Afortunadamente había muerto joven, soltero y sin descendencia, y su veleidad política no había afectado al resto del clan familiar.

Lord Henry se había casado en primeras nupcias con una dama escocesa que falleció a los pocos días del nacimiento de su hija. No tardó en buscar una nueva esposa, inglesa esta vez, con una renta fabulosa y que ya estaba fuera del mercado matrimonial a causa de su edad, pues rozaba la treintena. No era guapa tampoco, pero sí rica y muy bien educada. Murió cuando Harold tenía quince años. Lord Henry alababa su memoria diciendo que no le había dado un solo disgusto en todos sus años de matrimonio. Al igual que su primera boda le había aportado más tierras, la segunda le aportó una ingente cantidad de dinero. El bisabuelo de la difunta Lady Margaret Baxter había sido joyero de la Corte y nombrado caballero por sus servicios a la Corona; supo invertir y administrar sus ganancias con tanto acierto que su hijo compró una propiedad en el campo a un gentilhombre venido a menos, arrendando las tierras e invirtiendo a su vez, lo que permitió a su propio hijo, nieto del joyero y padre de la difunta Lady Baxter, vivir de rentas y ser un hombre acaudalado además de tener estudios y educación suficientes para ser aceptado y recibido en Sociedad. Era la tercera generación de caballeros y no se hablaba del abuelo joyero, artífice de la riqueza familiar. No obstante, la difunta Lady Baxter no había tenido suerte en su búsqueda de un marido adecuado durante su juventud, había pocos herederos disponibles y su padre era muy exigente. Así fue como dejó de ser debutante en poco tiempo, y no elegible y casadera antes de darse cuenta. La petición de mano por parte de Lord Henry supuso un regalo del cielo. Ella era todo lo que él buscaba en una esposa: afable, modesta, sumisa y obediente, un verdadero ángel del hogar que se pasaba la vida leyendo y bordando. Como él no era sociable por naturaleza, apenas recibían y salían; lo mínimo para darle ocasión a Agnes de darse a conocer y adquirir soltura en su trato con los de su clase. Pero Agnes se parecía mucho a su padre, no se sentía cómoda en los bailes y recepciones y espantaba a los caballeros con sus conocimientos, que excedían a los apreciados en una joven casadera al uso. No solo hablaba francés, sino latín y griego, y leía algo más que las típicas novelas para damas; su madrastra se había encargado de enseñarle cuanto sabía y de contratar preceptores que la instruyeran igual que a Harold.

Louis Reese y los Baxter fueron presentados formalmente por un conocido común, y tras varios encuentros en diferentes eventos, Lord Henry y su hijo fueron recibidos en el gabinete de Lord Reese por este y su abogado, recibiendo la noticia de que Harold era el pariente masculino más cercano y futuro heredero de la fortuna de los Reese.

Que Harold quedara prendado de Evelyn y la pidiera en matrimonio fue el siguiente paso lógico. Evelyn acababa de ser presentada en Palacio, y apenas sin transición se anunció su compromiso. Louis Reese suspiró aliviado: ya podía morir tranquilo cuando le llegara su hora, el futuro de su hija estaba asegurado. Un mes después de la boda murió de un infarto fulminante. El joven matrimonio, que se encontraba recorriendo el continente, no se enteró hasta su regreso. Evelyn lloró desconsolada, y Harold la consoló lo mejor que supo. Como resultado, Lady Baxter quedó embarazada. Evelyn suspiró aliviada, no solo por haber cumplido con su deber de esposa; sino porque durante los siguientes meses se vería dispensada de las molestas visitas de su marido a sus habitaciones. Confiaba en dar a luz un varón y liberarse así de ulteriores atenciones conyugales. Quería mucho a Harold, pero su amor era idílico y espiritual. La carnalidad inherente al matrimonio la había sorprendido desagradablemente, aunque su marido era correcto y educado y cumplía sus deberes en la oscuridad y entre capas de ropa. Ella, como buena esposa, cerraba los ojos y se dejaba hacer pensando en Inglaterra.

Así llegó aquel veintinueve de diciembre de mil ochocientos treinta y siete. Lady Evelyn se había empeñado en dar a luz en Londres y no en el campo aunque aún faltaba casi un mes para el parto. Harold, si bien de mala gana, cedió en atención a su estado. El padre y la hermana se unirían a ellos a tiempo para la celebración del Año Nuevo. El ayuda de cámara y la doncella personal con el equipaje más pesado emprendieron viaje por la mañana y Milord y Milady después de comer. El cochero les aguardaba junto al carruaje. Como hacía mucho frío se taparon con las mantas de viaje, ella sujetaba un pequeño calentador de manos dentro de su manguito. Apenas hablaron. Evelyn cerró los ojos y pareció dormitar, Harold apartó un poco la cortina de la ventanilla. Un crujido sobresaltó a Evelyn.

—¿Qué ocurre?

Harold golpeó con su bastón para llamar la atención del cochero. Como no le oyó, sacó la cabeza por la ventanilla.

—Evans, ¿qué ocurre? No vaya tan deprisa.

El carruaje perdió dos ruedas y se salió del camino, volcando y dando varias vueltas sobre sí mismo. Los caballos relincharon aterrorizados y Evelyn gritó.

W

El carro se paró en medio del camino y dos hombres bajaron de él para acercarse al carruaje volcado. Uno de los caballos gritaba de dolor, otro pugnaba por soltarse de las correas. Los hombres se miraron entre ellos y al animal con la pata rota. El mayor de ellos sacó un cuchillo, tapó los ojos del caballo haciendo sonidos tranquilizadores y puso fin a su sufrimiento, mientras el más joven, un adolescente, liberaba al que estaba atrapado y comprobaba que no había sufrido ningún daño. Entonces vieron los tres cuerpos: tanto el hombre lujosamente vestido como el uniformado estaban muertos, mientras que la mujer gravemente herida no tenía fuerzas para gritar de dolor. Se fijaron en su avanzado estado de gestación y les resultó evidente que el accidente había acelerado el alumbramiento.

—¡Mary! —gritó en dirección al carro—. ¡Ven ahora mismo!

Una mujer vestida con faldas de colores y un pañuelo en la cabeza saltó al camino seguida por una chica ataviada de la misma manera. El hombre hizo un gesto con el brazo.

—Tú no, Joan. Solo tu madre.

No hablaban inglés, sino shelta, el idioma propio de los Viajeros. Se trataba de una familia de nómadas oriundos de Irlanda que viajaban por la Gran Bretaña trabajando como chatarreros o vendiendo y comprando caballos, la mujer leía las cartas y las palmas de las manos. La hija, obediente, volvió a subir al carro pintado con colores que en su día habían sido brillantes y ya estaban descoloridos por la intemperie.

Mary examinó a la moribunda Evelyn y suspiró apenada.

—La pobre mujer está ya medio muerta. Voy a tratar de salvar a la criatura.

Y comenzó a llorar mientras apartaba las ropas de la parturienta. Hacía pocos días que había perdido a su propio hijo de apenas un mes, dejándolo enterrado al borde de un camino. De todos sus hijos solo habían sobrevivido Billy, de diecisiete años y Joan, de catorce. Sabía que por su edad sería muy difícil que pudiera volver a concebir. Conmovida, se propuso salvar la vida de aquella criatura como fuera.

—Billy —le dijo al chico—, tráeme la caja donde guardo los frascos de pócimas y no molestes. No os necesito ni a tu padre ni a ti.

Mary vertió unas gotas de uno de los frascos en un retazo de tela que arrancó de una de las enaguas de Evelyn y se lo aplicó sobre la nariz y la boca para dormirla y que no sintiera el dolor. Desinfectó un cuchillo y se puso manos a la obra. Había participado en muchos nacimientos aunque no era partera, y sabía qué hacer, si bien era la primera vez que ayudaba a una madre moribunda. No resultó fácil. Ya era noche cerrada cuando nació la niña, sana y entera. Su llanto coincidió con la muerte de Evelyn, que no despertó. Envolvió el cuerpecito en ropas de su difunto hijo y subió al carro.

—La niña vive y su madre ha muerto, ¿qué hacemos ahora? No podemos dejarlos ahí tirados.

—Los vamos a dejar como están y nosotros nos vamos ahora mismo. Son gente rica, los buscarán y los encontrarán. Si nos encuentran a nosotros, tendremos problemas. Quédate con la criatura, no podemos abandonarla.

—Gracias, marido. Billy, Joan, acercaos, esta es vuestra nueva hermana, Mary.

Y acercó al bebé a su pecho esperando tener todavía leche para alimentarla. Cuando la niña comenzó a beber, la mujer lloró en voz alta. Los dos hombres se apresuraron a azuzar al caballo para alejarse cuanto antes. Mary se durmió tras la lactancia y Joan comenzó a tararear una nana en voz baja.

2

John Evans, el cochero de Lord y Lady Baxter, no estaba muerto. Fue consciente en medio del dolor que le causaban sus heridas de todo lo acaecido, pero no se pudo mover ni hablar. Le encontró al amanecer uno de los arrendatarios y lo trasladó a la casa rogando que no se muriera por el camino. Despertados de su sueño, Henry Baxter y su hija Agnes corrieron al departamento de la servidumbre donde se encontraba John. El mayordomo ya había enviado a buscar al médico. Los cuerpos del matrimonio fueron recogidos respetuosamente y preparados para el sepelio. Fue el médico quien advirtió que Evelyn ya no estaba embarazada.

—Señor Smith, ¿está seguro de no haber visto ningún bebé junto a Lady Evelyn?

—Completamente, doctor. Solo estaban el señor Evans y los difuntos, paz a sus almas. Lo que sí vi fueron rodadas de un carro, alguien se paró allí.

—Tendremos que esperar a que el señor Evans se recupere y cuente qué ocurrió.

Tardó más de un mes en curarse y estar en condiciones de hablar. El médico le visitó a diario, Henry Baxter dio instrucciones para que no le faltara nada. Finalmente, pudo relatar el trágico accidente y sus consecuencias.

—Su Señoría, le juro que había repasado personalmente el carruaje antes de ponernos en camino, todo estaba en orden. De pronto escuché un ruido extraño, como de algo rompiéndose. Lord Baxter preguntó qué pasaba y me instó a no ir tan rápido, pero no pude controlar el carruaje. Se desenganchó una rueda y después otra, como si hubiera pisado un obstáculo. No vi nada extraño, no se cruzó ningún animal. El coche volcó y giró. Salí despedido de mi asiento. Solo escuché gritar a Milady y relinchar a los caballos, especialmente uno de ellos chillaba de forma insoportable. No sé cuánto tiempo pasó hasta que oí otro caballo y el traqueteo de un carro. Enseguida nuestro caballo dejó de gritar. Hubo un silencio hasta que escuché voces. Había por lo menos dos hombres, y una mujer. Les escuché hablar pero no entendí qué decían. Luego el llanto de un recién nacido y más voces y el carro alejándose. Debieron de llevarse a la criatura con ellos. No sé quiénes serían, extranjeros, vagabundos, quién sabe.

Lord Henry se dejó caer en una silla. Su hija le rodeó los hombros con un brazo. El médico pareció meditar.

—¿No vio nada, señor Evans?

—No, doctor. Estaba allí sin poder moverme ni hablar, ni abrir los ojos. Como si estuviera muerto. Ellos debieron creer que lo estaba.

—No debían de ser ladrones, no robaron nada.

—¿Cómo nada, doctor? ¡Se llevaron a mi nieto! Podían haber buscado ayuda en vez de desaparecer.

Agnes comenzó a llorar, estrujándose las manos.

—Harold había decidido que si era un niño se llamaría Henry como tú, papá; y si era niña, Margaret. ¿Cómo le encontraremos? ¿Qué será de él, o ella, entre extraños?

—Dejemos descansar al señor Evans, hija mía. Gracias por su ayuda, tómese el tiempo que necesite antes de reincorporarse a su trabajo, el joven Adams le sustituirá.

Sentados en la salita de Agnes, tomando un té, Lord Henry suspiró.

—Encontraré a mi nieto. No me importa lo que cueste en tiempo ni en dinero. Hay que buscar a unos extranjeros viajando en un carro con un bebé.

—Milord, ¿tiene idea de cuántos individuos se ajustan a esa descripción? Varios miles. Pueden andar por cualquier parte. Si son lo que yo creo, serán prácticamente ilocalizables porque recorren nuestra isla de norte a sur y de este a oeste, descontrolados y sin documentación. Es muy fácil camuflar a un niño entre sus propios hijos. No le causarán ningún daño, son buenos y cariñosos con los niños, pero si no lo encuentra vivirá una existencia de pobreza y desarraigo toda su vida.

—Lo encontraré.

Henry Baxter no perdió el tiempo. Contactó con la policía local y viajó a Londres, donde contrató además el servicio de una oficina de detectives.

—Viajen por todo el país, vayan al continente o a América si es preciso. Pero encuentren a mi nieto o a mi nieta sin regatear medios ni gastos. Mis abogados estarán a su disposición para todo cuanto necesiten.

De regreso a la mansión ordenó preparar su equipaje.

—¿Dónde vas, papá?

—A Perth. No soporto quedarme aquí viendo a tu hermano y a Evelyn en cada rincón.

—Entonces iré contigo. Necesitas que te cuiden y yo tampoco soportaría quedarme sola ni aquí ni en Londres.

Lord Henry miró a su hija con intenso afecto. Era una mujer alta, pálida según los cánones de la moda, rubia y de serios ojos castaños. Vestía con elegancia y discreción, cuidaba su persona. Buena anfitriona, inteligente —demasiado, se recordó— y muy selectiva. Y pese a sus rentas y virtudes seguía soltera y sin ánimo de casarse.

—Agnes, ¿te has preguntado alguna vez que será de ti cuando haya muerto? No… no me digas que voy a vivir muchos años, porque no lo sabemos. Tienes que pensar en tu futuro y no solo en mi comodidad. Soy un viejo egoísta. Todavía eres joven, hija mía. No quiero ver cómo te conviertes en una solterona como tu tía Lily.

—Papá, tía Lily tuvo sus razones para no casarse. Las mías son diferentes. Yo no he vivido un amor desgraciado, mi prometido no ha muerto en una guerra. No es que sienta aversión hacia el matrimonio, pero me siento bien como estoy. Solo te debo obediencia a ti y tú eres muy indulgente conmigo. No quiero obedecer a un marido, no quiero que me controle, disponga de mí como si yo no tuviera voluntad, me agobie con hijos.

—Eso que dices demuestra que sí sientes aversión hacia el matrimonio, no te mientas.

Agnes, viendo reír a su padre, rio a su pesar.

—Como tú digas, papá. Puedes reírte, pero me siento tan libre y tan independiente siendo soltera. ¿Te escandalizo?

—No. Te admiro. Creo que eres muy valiente. Prométeme una cosa: cuando quieras, sea antes o después de mi muerte, cuando lo decidas si sientes esa inclinación, viaja, sal de aquí, rompe todas las barreras, vete a América, a la India, a China. Vuela, hija mía.

Agnes besó la frente de su padre.

—Te lo prometo, papá.

W

La feria se encontraba muy concurrida. Habían pasado los festejos de Pascua y el buen tiempo animaba a las gentes a salir y divertirse. Varias familias de Viajeros se concentraban en el prado donde habían montado sus espectáculos. Entre los aldeanos se paseaba un hombre que destacaba por su atuendo de ciudad. Miraba muy atento, se paraba ante cada espectáculo, parecía buscar. Una mujer echaba las cartas a una joven con aspecto de sirvienta. A unos pasos de ella, un joven campesino no la perdía de vista: su novio, se dijo el hombre. Y rio para sí, asombrado de la credulidad de aquellas personas sencillas. El chico se acercó a un gesto de la mujer y se dejó mirar la palma de la mano. Los dos jóvenes se abrazaron, y él depositó unas monedas en las manos de la mujer. Los siguió con la vista, parecían contentos, sin duda les había augurado un brillante futuro juntos. Pero a él quien le interesaba era la adivina. Ella guardó las cartas y se acercó a su carro, bastante viejo y descolorido. Entró para salir de inmediato con un bebé de pocos meses que lloraba, se sentó en un escalón y comenzó a amamantarla allí mismo, como si se encontrara sola. Una chica se asomó a la entrada. También era pelirroja, como su madre, y llevaba el cabello suelto bajo el pañuelo.

—Mary tenía ya mucha hambre. Hoy está siendo un buen día, Joan.

Joan se sentó junto a su madre y miró a su hermana.

—¿Le has leído ya la mano, madre?

—No —rio—. Es demasiado pequeña.

El hombre no entendió lo que decían. Se alejó y siguió buscando entre los feriantes. Había muchos niños de todas las edades, y varias mujeres con lactantes. Volvió sobre sus pasos y comprobó que la mujer pelirroja estaba ya en su puesto. Se acercó a ella y se sentó. Sentía un rechazo instintivo hacia ella, pero decidió tratarla con cortesía para ganarse su confianza.

—¿Cuánto por su lectura, señora?

Ella le escrutó con la mirada, reconociendo quién y qué era y lo que pensaba de los suyos, y respondió en inglés deficiente.

—La voluntad, caballero. ¿Qué quiere saber?

—Dónde puede estar una criatura de unos cuatro meses que desapareció misteriosamente.

—¿Niño o niña?

—Dígamelo usted, señora. Usted es la adivina.

Ella no perdió la compostura. Barajó las cartas y fue formando una especie de cruz con ellas. Mientras realizaba aquellos movimientos, Mary pensó rápidamente. Tenía que ocurrir tarde o temprano, que alguien apareciera haciendo preguntas. Estaban en un aprieto muy grave. Aquella gente rica no olvidaba y además tenía suficiente dinero para remover cielo y tierra. Solo que ella tenía una ventaja: sabía quién era aquel hombre y qué buscaba. Como él no creía en su don, le resultaría fácil confundirle con algo de paripé de abracadabra. Suspiró, cerró los ojos, canturreó en voz baja e hizo unas cuantas invocaciones pronunciando palabras sin sentido.

—Veo el mar —dijo de pronto con otro tono de voz, bajo y profundo—. Un barco lleno de viajeros en busca de un futuro mejor. Allí, en una bodega, una mujer… espere… sí, una mujer morena sujeta a una niña que no es suya y que ha encontrado en el puerto, abandonada. Una niña que no es del mar y que un hombre ha abandonado a su suerte… —Se pasó una mano por la frente, deshizo la figura y volvió a sacar nuevas cartas—. Veo que llega a una ciudad inmensa donde hablan su idioma… —Suspiró teatralmente—. Ya no veo más, los espíritus me han cerrado los ojos.

Él parecía indignado.