Diálogo en el vacío y otros escritos - Matti Megged - E-Book

Diálogo en el vacío y otros escritos E-Book

Matti Megged

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Beschreibung

Desde el exilio del silencio en el que vivió recluido sus últimos años, y desde la inmensa modestia de unos textos, bien publicados en pequeños volúmenes nunca traducidos al castellano, o bien inéditos, Matti Megged se asomó al arte moderno con un punto de vista diferente al habitual. Ni su formación, ni su experiencia vital, ni su sensibilidad eran las típicas de un historiador del arte. Al contrario, las tres fueron de una dramática intensidad rara en el apacible mundo de la academia. Y quizá porque él mismo fue también un artista -su capacidad creadora le llevó a escribir delicados poemas, hoy casi desconocidos, y también a adentrarse en otros terrenos literarios como el teatro-, o quizá porque su inquisitiva actitud ante la vida y el arte le llevó a cuestionarse muchas de las ideas o creencias sobre las que ha descansado el relato ortodoxo en campos tan variados como la política, la historia -especialmente en cuanto se refiere al pueblo judío-, y el arte y la estética, Megged se replanteó desde su soledad cuestiones clave del arte moderno. No lo hizo desde un análisis formal de obras concretas. No era ese su objetivo. Se trataba más bien de recorrer un camino que tenía mucho de búsqueda personal: de descubrir en determinados artistas lo que consideraba la urgencia de la creación en el mundo moderno. Ese es realmente el tema de tres textos contenidos en este libro: Diálogo en el vacío: Beckett y Giacometti; La montaña y el castillo (Cézanne y Kafka) y Vedere e Pensare. Matti Megged "recrea" un diálogo a cuatro voces entre cuatro de los principales creadores del siglo xx: Beckett, Giacometti, Cézanne y Kafka. La diferente naturaleza de sus obras no impide una proximidad que se salda en una tarea inalcanzable, que Matti Megged considera específica de la creación artística, en la que el lenguaje visual y el literario alumbran un mundo nuevo, distinto del cotidiano, transcendental.

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Diálogo en el vacío y otros escritos

Edición a cargo deMaria-Josep Balsach y María Dolores Jiménez-Blanco

Traducción deAmaya Bozal

www.machadolibros.com

Matti Megged

Diálogo en el vacío y otros escritos

Introducción de Dore Ashton

La balsa de la Medusa, 172

Colección dirigida por Valeriano Bozal

Título original: Dialogue in the Void: Beckett & Giacometti

© Lumen Books, 1985

© Dore Ashton, 2009

© de la traducción, Amaya Bozal, 2009

© Maria-Josep Balsach y María Dolores Jiménez-Blanco, 2009

© de la presente edición,

Machado Grupo de Distribución, S.L.C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected]

ISBN: 978-84-9114-040-5

Índice

Dore Ashton, Matti Megged, una mente curiosa

M. J. Balsach/María Dolores Jiménez-Blanco, El síndrome de Moisés y la imposibilidad del arte. Los escritos de Matti Megged

Matti Megged

I. Diálogo en el vacío: Beckett y Giacometti

1. La obsesión con el fracaso

2. El enfrentamiento con la realidad

3. El exilio voluntario

4. Escena y diálogo

5. Los residuos de la visión

6. Esenciales y estilo

7. Hacia la totalidad de la vida

8. Aspirando a lo imposible

II. La montaña y el castillo (Cézanne y Kafka)

III. Vedere e pensare

Lista de ilustraciones

Matti Megged, una mente curiosa Dore Ashton

Curiosa en ambos sentidos: siempre dispuesta a explorar caminos que los demás habían dejado de transitar hacía tiempo, y curiosa en el sentido en que su mente era, o eso me parecía, como ninguna otra que hubiera conocido.

Mi primer encuentro con Matti sucedió cuando trabajaba como crítica de arte para el New York Times. Me enviaron a Washington, donde la Fundación Ford había reunido a una docena de escritores de todo el mundo, que consideraban potencialmente como «los mejores». Matti fue el último al que me invitaron a entrevistar, y aquella entrevista terminó convirtiéndose en una conversación sobre Dostoievski que duró toda la noche, concretamente, sobre los Hermanos Karamazov, al que consideraba como su «libro más querido». Más tarde, escribiría una obra titulada Dostoievski, Kafka y Beckett.

En aquella época, Matti era profesor de literatura en Israel, donde no existían traducciones de Beckett; de hecho, muy pocos conocían su nombre. Así, Matti viajó a París, conoció a Beckett y pidió permiso para traducir varias obras. Su correspondencia con Beckett, que duró hasta la muerte de éste, fue un intercambio sostenido y cálido. Hay otra historia curiosa, pues en la vida de Matti como israelí hubo todo tipo de distracciones. Aunque era lo menos parecido a un soldado que jamás hubiera visto, participó en cuatro guerras, que le dejaron huella.

Pero, regresando a su mente curiosa: una vez le llevé a ver una exposición de dibujos de Paul Rotterdam, basados en los tapices del Unicornio de París. Matti, a quien interesan mucho los mitos, respondió de inmediato. La historia del unicornio, me dijo, era el único mito que la gente creía que era real. Así, planeó un viaje, que se convertiría en un viaje real, y me llevó por toda Europa en busca de representaciones de unicornios. La mayoría de las veces (utilizando antiguas guías) encontrábamos rinocerontes en vez de unicornios. Finalmente, Matti escribió en inglés un libro sobre, «el animal que nunca existió»1.

Matti era, en hebreo clásico, un hombre del Libro. Había estudiado con Gershom Scholem y había dedicado muchos años a estudiar la kabala, sobre todo El libro del Esplendor. Pero, con su mente curiosa y su excepcional imaginación, transformó este libro sagrado en literatura viva, escribiendo una obra titulada The Darkened Light2, donde introducía a los lectores en la poesía, en vez de la teología, del libro. Conmigo hizo lo mismo en el caso de los Salmos, del Antiguo Testamento. Pero, como hombre del Libro, Matti fue mucho más lejos. Por ejemplo, su larga meditación sobre la vida y obra de dos contemporáneos que vivieron en Amsterdam, Spinoza y Rembrandt, sobre los que Ran Oron ha escrito con tanta elocuencia; o su extensa correspondencia con el poeta americano E. E. Cummings, cuyo discurso minúsculo Matti siempre apreció y de cuya amistad disfrutaba enormemente; o sus clases en la New School, donde imaginaba cursos de títulos maravillosos como «La búsqueda del ‘Teatro Mundi’» o «La búsqueda de un ‘Nuevo Mundo’ en literatura y filosofía». El que más me gusta y que el rector de la escuela, Jerome Kohn, le permitió impartir, se titulaba «El mar», con una listade autores que recogía toda la literatura mundial y desafiaba hasta el extremo la imaginación de sus estudiantes licenciados.

Pero su interés por el mundo no sólo era literario. Juntos, viajamos a lugares tan controvertidos como La Habana o la Nicaragua sandinista. Matti mantuvo una larga conversación literaria con el vicepresidente, el célebre novelista Sergio Ramírez, que se convirtió en su amigo personal. También habló con el ministro de Agricultura, con su trasfondo israelí, sobre el movimiento Kibbutz. Conversó con un importante sacerdote (que posteriormente sería excomulgado personalmente por el Papa) sobre pasajes complejos del Antiguo Testamento.

Jerome Kohn escribió un poema de homenaje a Matti que resulta elocuente:

En memoria de Matti Megged

Es invierno, necesito hablarte, Matti.

Qué fría es esta estación, embozada en su pasado,

Preservando, quizás, la vida que ya se ha ido.

A menudo me pregunto, Matti, cuando tú decías

«cómo estás… cómo estás, Jerry?», pero no hay respuesta,

ni siquiera un indicio de lo que querías decir, y decías. Me pregunto,

¿acaso vivimos, morimos y aprendemos a hablar en pliegues del tiempo?

Mago, poeta, taumaturgotoda una mina de trucos

para la mente de los niños. Hoy, un niño todavía ve

el arco de Iris, hija de Taumas, el Prodigioso,

que colma de elogios a lo que un niño todavía escucha

como los milagros del sonido; aunque las antiguas lenguas

no los traduzcan, al igual que sombras oscuras, que se agolpan y se quiebran contra un muro blanqueado por el sol,

alimentando las cábalas de nuestra lengua materna.

Sabías, Matti, sin una metamorfosis,

las cortinas del teatrum mundi nunca se apartan.

En una rama se han posado los jirones de luto de Noviembre

y no dejará que se vayan ni desaparezcan.

En el cielo, una bandera a trozos, ondea

nuevas y duras mentiras: un caballo de cuello largo que se retuerce y relincha, cayendo en la línea de vuelo de un halcón

que se hincha para llorar. Rezo para que volvamos a empezar.

A Matti, por supuesto, le obsesionaban los acontecimientos de nuestras vidas y sus consecuenciassus pensamientos eran muy parecidos a los de Primo Levi en Los hundidos y los salvados, donde Levi expresa su vergüenza. No es una vergüenza debida a algo que él hubiera hecho, sino por ser testigo de las cosas tan atroces que los hombres pueden hacerse unos a otros. A menudo, sorprendía a Matti en su estudio, meditando melancólicamente. De todas las cosas que fue, también era el hombre más triste del mundo.

Pero, debo matizar de nuevo mi recuerdo. Aunque era un hombre del Libro, de hecho adoraba los libros, también fue un hombre que tenía un gran sentido de la vida. Un hombre de gestos impulsivos, grande e incansable. Era un bailarín entusiasta, particularmente de bailes folclóricos, pero también de tango, que a menudo bailaba en las fiestas y en casa. Siempre que había ocasión, se lanzaba a las aventuras de corazón, incluida una visita a la ciudad polaca donde nació, en la que encontró reverentemente su casa, descubriendo después que la calle Knuto había sido re-numerada y que no era su casa. Se rio y rio.

Y ese es el aspecto de Matti que quiero recordar, con su pipa entre los labios, riéndose.

Dore Ashton

Notas al pie

1 Megged, Matti: The Animal that Never Was (In Search of the Unicorn). New York, Lumen Books, 1992.

2 Megged, Matti: The Darkened Light (Ha’Or Hanecheshach). Tel Aviv, Sifrayat Poalim, 1980.

El síndrome de Moisés y la imposibilidad del arte. Los estilos de Matti Megged

M. J. Balsach

M.ª D. Jiménez Blanco

Desde el exilio del silencio en el que vivió recluido sus últimos años, y desde la inmensa modestia de unos textos, bien publicados en pequeños volúmenes nunca traducidos al castellano, o bien inéditos, Matti Megged (Kutno, Polonia, 1923-Nueva York, 2003) se asomó al arte moderno con un punto de vista diferente al habitual. Ni su formación, ni su experiencia vital, ni su sensibilidad eran las típicas de un historiador del arte. Al contrario, las tres fueron de una dramática intensidad rara en el apacible mundo de la academia. Y quizá porque él mismo fue también un artistasu capacidad creadora le llevó a escribir delicados poemas, hoy casi desconocidos, y también a adentrarse en otros terrenos literarios como el teatro–, o quizá porque su inquisitiva actitud ante la vida y el arte le llevó a cuestionarse muchas de las ideas o creencias sobre las que ha descansado el relato ortodoxo en campos tan variados como la política, la historiaespecialmente en cuanto se refiere al pueblo judío–, y el arte y la estética, Megged se replanteó desde su soledad cuestiones clave del arte moderno. No lo hizo desde un análisis formal de obras concretas. No era ese su objetivo. Se trataba más bien de re-correr un camino que tenía mucho de búsqueda personal: de descubrir en determinados artistas lo que consideraba la urgencia de la creación en el mundo moderno. Ese es realmente el tema de tres textos contenidos en este libro: Diálogo en el vacío: Beckett y Giacometti; La montaña y el castillo (Cézanne y Kafka) y Vedere e Pensare. Probablemente con el deseo de acometer su estudio desde un terreno más personal, en los tres textos pone en conexión las preocupaciones del artista con las de poeta, las posibilidades de la imagen con las de la palabra escrita. En los dos primeros Matti Megged seleccionó a cuatro personalidades que consideró significativas para entender al artista del siglo XX, y las estudió a través de dos binomios que le ayudaban a acercar los problemas del artista plástico a los del escritor: Cézanne-Kafka y Giacometti-Beckett. Con este último, por cierto, le unía no sólo el conocimiento profundo de su obra, sino también una relación personal que cristalizó en una interesante correspondencia.

La elección de estos cuatro nombres no era inocente. Es cierto que son artistas de un prestigio indiscutible, pero probablemente no serían los seleccionados por la mayoría de los historiadores o críticos como emblemas del arte del siglo XX, y menos aún como representantes de su corriente principal. Al contrario, más bien ejemplifican la carrera de fondo del solitario, la angustia del artista consciente de que la soledad es su única verdadera compañía. Cézanne y Giacometti, como Kafka y Beckett, simbolizan la interminable búsqueda del artista moderno que, espoleado por su ansiedad y por la consciencia de su fragmentariedad, sigue aspirando a lo imposible desde su soledad. Y probablemente en ellos se viese reflejado el propio Megged.

Muchas de las reflexiones que a continuación haremos podrían referirse a cualquiera de los tres textos mencionados, pero para una mayor claridad de planteamiento nos centraremos en el titulado La montaña y el castillo. Cézanne y Kafka. En él, y a partir de las ansiedades compartidas por Cézanney Kafka y expresadas en la obra de ambos, Megged plantea la que él destila como actitud esencial del artista moderno: la aspiración a lo imposible, inseperable de la amarga certidumbre del fracaso. La obra de ambos desprende una tremenda ansiedad derivada de la consciencia de la fragmentariedad de la existencia, una sensación de impotencia que procede de la lúcida constatación de la insuficiencia de la vida humana frente a sus objetivos. Matti Megged muestra cómo los miedos e inquietudes compartidas por Cézanne y Kafka se revelan de forma paralela a través de la palabra, por una parte, y de la forma y el color, por otra; a través de unas técnicas, literaria y pictórica respectivamente, extremadamente personales en ambos casos. Recordemos el inicio del texto de Megged:

En una de sus cartas a Vollard (enero 1903) Cézanne escribió: «comienzo a ver la tierra prometida. ¿Seré el (…) jefe de los hebreos? ¿ se me permitirá entrar?¿es (realmente) el arte un sacerdocio que exige que la pureza de corazón le pertenezca por entero?».

Podemos denominar a esta ansiedad de Cézanne, «el síndrome de Moisés», común a muchos artistas y escritores anteriores y posteriores a él.

Sin duda, Kafka comparte esta obsesión por el síndrome de Moisés. Por ejemplo, leemos en una de las anotaciones de su diario (19 octubre 1921):

«La esencia de la peregrinación por el desierto. Un hombre hace peregrinación como dirigente popular de su propio organismo, con un resto (no es posible imaginar más) de conciencia de lo que va a ocurrir. Ha tenido durante toda su vida el presentimiento de la Tierra de Canaan; pero es increíble que pueda ver esta tierra antes de su muerte. Esta última visión sólo puede tener el sentido de ilustrar hasta qué punto la vida humana es como un momento incompleto, incompleto porque este tipo de vida podría durar indefinidamente, sin que de ello resultara otra cosa que un momento. Moisés no llegó a Canaan no porque su vida fuese demasiado corta, sino porque era una vida humana.»

Es probable que Kafka haya escrito estas palabras sobre la vida humana como una aspiración general, pero tenemos suficientes pruebas en sus escritos de que, lo que en realidad tenía en mente, era la Tierra Prometida del artista, del escritor. Lo sabía por sus esfuerzos continuados por verla, para escribir sobre ella, y porque reconoció repetidas veces que tan sólo podría divisarla desde lejos, siempre incapaz de alcanzarla, de captarla con claridad, de darle forma en palabras.

La consciencia del artista de su imposibilidad para alcanzar aquello a lo que aspira, que Megged describe de forma tan afortunada en las palabras recién citadas y que diagnostica como «Síndrome de Moisés», parece constituir la esencia de la trayectoria artística y vital de Cézanne. Pero lo que Megged sugiere es que, más allá de su aplicación específica a Cézanne, este síndrome podría resumir por sí sólo una buena parte del arte contemporáneo o, mejor, de la actitud del artista contemporáneo.

Maurice Merleau-Ponty, al comienzo de su artículo de 1945 titulado «La duda de Cézanne»1, formuló una frase muy reveladora en este sentido. En ella nos dice que en el caso de Cézanne, «lo que llamamos su obra fue, para él, un intento, una aproximación a la pintura». Es decir, algo nunca plenamente realizado, nunca concluido con éxito. Un estar en el camino más que un llegar a la meta. Y lo cierto es que si hay algo que caracteriza como moderna a la figura de Cézanne es precisamente esa permanente insatisfacción, esa ansiedad que produce la combinación de la certidumbre tanto de una tierra prometida, cuyo camino conocen sólo los elegidos, con la de la imposibilidad de alcanzarla: es decir, eso que Megged bautiza como el «Síndrome de Moisés».

Cézanne decía con frecuencia que sus cuadros no estaban acabados. No se refería al acabado en el sentido tradicional de pulido académico de la imagen, sino a algo diferente. Quería decir que, aunque vislumbraba eso que él llamaba «la naturaleza vista a través de un temperamento artístico», era consciente de que los medios de expresión necesarios seguían escapándosele, seguían siendo inaccesibles. Nunca llegaba a dar una obra por terminada, nunca la consideraría lo suficientemente rotunda. Ninguna llegaba a ser digna de la naturaleza, es decir, de sus objetivos como artista. Por eso tantas manzanas, por eso tantos Mont Sainte-Victoire. Sólo unas semanas antes de morir, Cézanne seguía instalado en una incómoda sensación de provisionalidad, como muestra la carta que escribió a su hijo:

Creo que cada día estoy más cerca (de hacer realidad mi idea del arte) aunque con cierta dificultad...; el conocimiento de los medios para expresar las emociones...sólo se puede alcanzar tras un largo período de investigación.

Como pintor, cada vez tengo más lucidez frente a la naturaleza, pero me cuesta comprender mis sensaciones del todo. No soy capaz de alcanzar la intensidad que se despliega ante mis sentidos; carezco de la fascinante riqueza de color que anima a la naturaleza.2

Es decir, Cézanne se declaraba a las puertas de Canaan justo antes de morir: aunque podía ver la tierra prometida, y aunque había realizado ya una larga y particular travesía del desierto, la distancia era todavía insalvable, como el Jordán lo era para Moisés. Esta constatación le provocaba una continua sensación de fracaso que aumentaba su ansiedad.

No se trata, sin embargo, de fracaso concebido como opuesto al éxito convencional, como contrario al triunfo so-cial o mundano. En nada aliviaría el sufrimiento de Cézanne saber que después de tantas dudas, de tanto sufrimiento y de tanta lucha contra corriente, muy poco después de su muerte, ocurrida en 1906, sería venerado por los artistas jóvenes con más potencial, los coleccionistas más avezados se disputarían su obra y las instituciones más audaces se apresurarían a realizar exposiciones de su trabajo. No se trata de ser «el que va por delante», el artista que está literalmente en la vanguardia. No es que, aunque él no llegase a entrar en la tierra prometida, en cierto modo guiase hasta ella a quienes quisieron seguirle. La suya era una lucha personal e irresoluble, y su angustia procedía del reconocimiento de la fertilidad artística existente justamente en la distancia insalvable entre sus objetivos y sus posibilidades, entre su necesidad de aspirar a lo imposible y su certeza de fracasar en su objetivo.

Por definición, la empresa del artista moderno es siempre una búsqueda incompleta, de carácter provisional, como las imágenes del Mont Saint-Victoire que, por muy perfectas que resulten a nuestra mirada, nunca lo eran para Cézanne. Por eso el empeño resulta esencialmente trágico. No sólo hay que pensar en Van Gogh o Gauguin, estrictos contemporáneos de Cézanne, sino en tantos y tantos ejemplos de artistas del siglo XX, desde los más silenciosos y solitarios como Juan Gris, Julio González o el propio Giacometti, hasta los más literaturizables como Modigliani, Pollock, Rothko, De Kooning o Bacon, en los que el drama se teatraliza de forma quizá más evidente. No son, por supuesto, excepciones sino, por el contrario, sólo casos en los que se exacerba el carácter saturnal que ya era típico del artista desde el Renacimiento, haciendo emerger de forma más clara aquella fragmentariedad de la que el hombre moderno es consciente desde el romanticismo.

El miedo al fracaso, la inminencia del abismo, tan típica del arte moderno, se hacen muy claros en algunas cartas de Cézanne. Un fracaso, por cierto, frecuentemente asociado a un fantasma concreto, al recuerdo de una figura literaria bienestudiada por Dore Ashton en su libro A Fable of Modern Art3: la del trágico pintor Frenhoffer, el protagonista de La obra maestra desconocida, de Balzac. Como Cézanne, que prefirió ser un isolé en Provenza a seguir trabajando en París rodeado de miradas, Frenhoffer lleva a cabo en secreto su particular travesía del desierto, por miedo a la incomprensión de los demás. Sólo al final de su vida sale a la luz su fracaso: su furor, su celo y, en definitiva su locura, le habían conducido a una obra fallida, a un catastrófico lienzo que pretendía captar la vida a través de las formas de una doncella y que, patéticamente, sólo dejaba ver de ella un pie, abrumado, aplastado por un indescifrable amasijo de líneasuna demoledora premonición sobre el arte abstracto.

No sabemos si Balzac llegaría a imaginarlo, pero el personaje de Frenhoffer estaba destinado a convertirse en un mito recurrente para el artista contemporáneo, al que atrae y repele a la vezincluso cuando no se haya leído directamente la obra de Balzac, como es posible que ocurriese con Picasso, que llegó a ilustrar el libro para Vollard en los años 30–. Ese Frenhoffer en el que Balzac adelanta los miedos, los peligros, las dificultades, las ansiedades del artista contemporáneo, un día fue mencionado delante de Cézanne por Emil Bernard, un pintor joven con el que Gauguin se había disputado la autoría del sintetismo. La leyenda dice que el maestro de Aix, conmovido hasta las lágrimas, declaró: «Frenhoffer c’est moi». Porque la terrible soledad y las incertidumbres de Cézanne, ese ennui que según él le acompañaba siempre, ya estuviese en la Provenza o en París, no se debían sólo a su carácter, a su conocido temperamento nervioso e hipersensible, sino más bien a su condición de artista moderno, a su conciencia de la desproporción entre sus posibilidades y sus objetivos. Megged nos recuerda que Cézanne «se creía impotente porque no eratodopoderoso», con toda la soberbia y toda la modestia que eso conlleva al mismo tiempo. Y lo cierto es que hay pasajes de la novela de Balzac en la que el anciano Frenhoffer parece adelantar, palabra por palabra, las cuitas de Cézanne. Por ejemplo, después de detallar su método de trabajo, llega a decir:

(No obstante) sigo sin estar satisfecho, me asaltan dudas. Tal vez conviniera no dibujar un solo rasgo, y fuera mejor atacar una figura por el centro, dando prioridad a las zonas más iluminadas, para pasar luego a las más oscuras... ¡Naturaleza, naturaleza! ¿Ha logrado alguien sorprenderte cuando huyes? ¿Sabéis? el exceso de ciencia, al igual que el de ignorancia, conduce a la negación. ¡Dudo de mi obra!4

Pero si tanto Cézanne como Frenhoffer dudan de su obra, si su permanente ansia viene de la constatación de la imposibilidad de alcanzar lo inalcanzable; si, como ellos, el artista moderno nunca llega realmente a realizar sus ideas artísticas, entonces, ¿qué es lo que encuentra mientras tanto?, ¿qué es lo que descubre en esa ruta que, por otro lado, no abandona ni a pesar de la evidencia irrenunciable del fracaso? Como Moisés, siguiendo con el símil de Matti Megged, lo que descubre es precisamente el camino en el desierto. Es decir, el proceso, la visión del arte como una vía, como un aprendizaje inacabable, como una acción, como una actuación. Como dice Roger Fry, la inacabable «búsqueda de Cézanne se convierte en un ideal para un arte que buscara la experiencia de la sensibilidad, del mundo y de la vida misma; un arte que no prevé sus efectos, sino que ‘busca’»5. También Meyer Shapiro definió el arte de Cézanne como una búsqueda constante: