Diarios de una  nómada apasionada - Isabelle Eberhardt - E-Book

Diarios de una nómada apasionada E-Book

Isabelle Eberhardt

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Los años finales de su corta, ambigua, e intensa vida en el desierto argelino son la médula de estas páginas escritas entre 1900 y 1904, el año de su trágica muerte. Cuando Isabelle redacta estas notas no tenía in mente su publicación, por lo que constituyen un documento veraz y espontáneo sobre sus preocupaciones, pero también su personalidad. Apasionada, rebelde, tierna, Isabelle se funde con el desierto y la cultura árabe con una exaltación romántica que lo impregna todo. Vestida de hombre y bajo la identidad masculina de Mahmoud Essadi recorre el desierto, da cuenta de su pasión por la Causa Árabe, se inicia en la espiritualidad sufí y ama locamente a Slimane Ehnni, el soldado argelino con quien se casó en 1901. Su propia vida fue su mejor novela. Una vida que ha inspirado un par de películas, documentales, novelas y una ópera. Hasta el propio John Berger coescribió un guion sobre su fascinante historia.

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SOBRE LA AUTORA

ISABELLE EBERHARDT (Meyrin, Ginebra, 1877 – Aïn Sefra, Argelia, 1904)

Viajera y escritora suiza de origen ruso, Isabelle vivió y murió trágicamente en el desierto argelino a la edad de 27 años. Hija ilegítima de Nathalie d'Eberhardt y de Alexandre Trophinowsky, sacerdote armenio amigo de Bakunin, recibió una educación nada convencional. Muy temprano tomó la costumbre de vestirse como un hombre para experimentar una vida libre y sin ataduras. En 1897 viaja con su madre a Argelia y ambas se convierten al Islam, pero su progenitora muere a los seis meses en Bône y allí quedó enterrada con el nombre de Fatma Mannoubia. Poco después Isabelle se traslada definitivamente al país y comienza una vida en la que se mezclan sus correrías a caballo por el desierto vestida de hombre, sus crónicas de guerra, artículos para medios franceses, y hasta labores de espía para el general Hubert Lyautey. Su encuentro con el suboficial Slimène Ehnni, con quien se casó en 1901, le proporcionó la poca estabilidad emocional que tuvo en vida.

Además de su trabajo como cronista de prensa escribió numerosos relatos y novelas breves como Yasmina y otras narraciones, (José J. De Olañeta, 2001) y País de arena, (Ediciones del Oriente y el Mediterráneo, 1989) todos ellos de una originalísima modernidad. Pero sus escritos más íntimos se encuentran en estos Diarios donde refleja los pormenores de su vida que acaba con su temprana muerte cuando una riada anega su casa.

SOBRE EL LIBRO

Los años finales de su corta, ambigua, e intensa vida en el desierto argelino son la médula de estas páginas escritas entre 1900 y 1904, el año de su trágica muerte. Cuando Isabelle redacta estas notas no tenía in mente su publicación, por lo que constituyen un documento veraz y espontáneo sobre sus preocupaciones, pero también su personalidad. Apasionada, rebelde, tierna, Isabelle se funde con el desierto y la cultura árabe con una exaltación romántica que lo impregna todo. Vestida de hombre y bajo la identidad masculina de Mahmoud Essadi recorre el desierto, da cuenta de su pasión por la Causa Árabe, se inicia en la espiritualidad sufí y ama locamente a Slimàne Ehnni, el soldado argelino con quien se casó.

Su propia vida fue su mejor novela. Una vida que ha inspirado un par de películas, documentales, novelas y una ópera. Hasta el propio John Berger coescribió un guion sobre su fascinante historia.

Su vida parece casual, a merced del capricho, pero sus escritos demuestran lo contrario. No tomó decisiones; sino que su impulso fue la acción. Su naturaleza combinaba una extraordinaria singularidad en sus objetivos y una igualmente poderosa nostalgia por lo inalcanzable.

PAUL BOWLES

Nómada era ya cuando, de pequeña, soñaba al mirar las carreteras, las blancas carreteras tan atrayentes que conducen, bajo el sol que entonces me parecía más deslumbrante, directas a los encantos desconocidos... Y nómada seré el resto de mi vida, enamorada de los horizontes cambiantes, de las lejanías por explorar.

ISABELLE EBERHARDT

DIARIOS DE UNA NÓMADA APASIONADAISABELLE EBERHARDT

TRADUCCIÓN E INTRODUCCIÓN

COLECCIÓN VIAJES LITERARIOS Nº4

DIARIOS DE UNA NÓMADA APASIONADA

ISABELLE EBERHARDT

Título original: Mes journaliers, 1923

Título de esta edición: Diarios de una nómada apasionada

Primera edición en La Línea del Horizonte Ediciones: septiembre de 2018 © de esta edición: La Línea del Horizonte Ediciones

www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© de la traducción e introducción: Adolfo García Ortega

De la maquetación y el diseño gráfico:

© Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-17594-02-2 IBIC: BD, 1HBA

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley

— Prólogo — Por ADOLFO GARCÍA ORTEGA

PRIMER DIARIO

SEGUNDO DIARIO

TERCER DIARIO

CUARTO DIARIO

— Epílogo —

— Glosario —

DIARIOS DE UNA NÓMADA APASIONADA ISABELLE

— Prólogo —

Isabelle Nicolaievna Eberhardt nació en 1877 en Meyrin, localidad próxima a Ginebra. Era hija ilegítima de Nathalie d’Eberhardt, alemana que se había casado con el general y senador ruso Carlovisky de Moërder, y del ex pope ruso Alexandre Trophimovsky. La historia de esa relación, de la que apenas si se tienen datos, es bastante compleja. En 1873, cuatro años antes del nacimiento de Isabelle, Madame de Moërder se instala en Meyrin, en una especie de mansión aislada llamada La Ville Neuve, con los tres hijos tenidos en su matrimonio: Olga-Pavlova, Vladimir y Augustin de Moërder. Va acompañada por un extraño personaje que cumple funciones de tutor: el ex pope Trophimovsky, amigo personal de Bakunin, filósofo, sabio, botánico reconocido y revolucionario, que hubo de huir de la policía secreta imperial y exiliarse. En la persecución de que fue objeto desempeñó un papel decisivo su relación adúltera con Madame de Moërder quien, por lo que se deduce, prefirió seguir a su amante al exilio llevándose consigo a sus hijos.

Isabelle, cuya madre optó por ponerle su apellido de soltera, creció en aquella casa de La Ville Neuve. Por ella pasaron numerosos revolucionarios que huían de la Rusia zarista, gente perseguida, conjurados, miembros de sociedades secretas, anarquistas más o menos famosos, seres oscuros que hallaron ayuda en aquella rara familia rusa. Allí impera el aislamiento, la nostalgia, la ensoñación, y una heterodoxa moral tolstoiana que lo envuelve todo de una irrealidad evasiva. Estos rasgos influyeron mucho en el carácter de Isabelle, que se acabaría convirtiendo en una desplazada social que solo habitaba en sus fantasías.

Sin embargo, a través de la diversidad de gentes que pasó por la mansión y también gracias a la colosal sabiduría de Trophimovsky, Isabelle tuvo una educación muy por encima de lo normal: ruso, francés, alemán, árabe, literaturas occidentales, sobre todo la francesa, y orientales, conocimientos científicos, antropológicos... y un heredado odio hacia la injusticia, empezando por la del Zar.

Con su hermanastro Augustin tuvo una intensa relación. Desde niña fue su confidente y estaban unidos por lazos de complicidad y cariño. Augustin, individuo neurasténico y apocado, fue incapaz de lograr los sueños de aventura que planeó con su hermana en la infancia, y tras una serie de fracasos en la carrera militar, se casó con una mujer totalmente carente de imaginación y se trasladó a vivir primero a Cagliari y luego a Marsella. Su vida se vulgariza y su relación con Isabelle se deteriora hasta disolverse. En los Diarios puede seguirse el proceso de esa disolución.

En 1897 Isabelle se traslada con su madre a Bône (Argelia), donde al parecer Madame de Moërder llegó a entrar tan a fondo en los círculos de la sociedad árabe que acabó por convertirse al islamismo. No obstante, otras fuentes ajenas a los Diarios desmienten este extremo. Aquel mismo año Madame de Moërder muere en Bône y es enterrada en un cementerio árabe. El dolor de Isabelle es inconsolable y a él hace repetidas referencias en sus Diarios. Trophimovsky, al que familiarmente llaman Vava, se queda en la casa de Meyrin aumentando su aislamiento. Isabelle, instalada en Argelia, va poco a poco introduciéndose en la sociedad indígena, incluso adquiriendo relativa notoriedad, pues algunas de las familias más notables de la zona quieren casar a sus hijos con aquella tan extraña como fascinante mujer.

La falta de recursos económicos obliga a Isabelle a volver a Ginebra. Un tiempo antes se ha suicidado en La Ville Neuve su hermanastro Vladimir. Y otro suceso contribuirá a dar a la casa la aureola de «fatídica» con que la denomina Isabelle en sus Diarios: la noche del 15 de mayo de 1899 ocurre un hecho que nunca llegó a aclararse, la muerte de Trophimovsky. Según parece, Trophimovsky estaba enfermo y para paliar los dolores tomaba una determinada droga. Aquella noche, queriendo evitarle más dolores, Isabelle y Augustin incrementan la dosis de la mortal medicina. Nadie investigó el asunto, tal vez a causa de las extravagancias del ex pope.

Comienza para ella la etapa que aborda en sus Diarios. Estos comprenden los años que van de 1900 a 1903, más unas notas de 1904. Son cuatro diarios que Isabelle nunca pensó escribir con vistas a su publicación. Tienen por tanto un estilo fresco, inmediato, a veces descuidado y sin querer desarrollar todos los temas, muchas veces meramente apuntados. Se publicaron de forma póstuma en París en 1923. Llama la atención de manera poderosa la ingenuidad de muchos de sus pasajes, en ocasiones candorosa hasta la ternura cómplice por parte del lector. Su romanticismo conserva aún las galas febriles de la adolescencia, y hay en ellos una pujante visión para saber discernir y registrar todo un cúmulo de sensaciones. Pero junto a estas características nos encontramos también con la fuerza de dos rasgos que permiten ubicar estos Diarios en el marco de pleno derecho de la literatura fin de siècle: una tristeza melancólica —el famoso ennui de la época— que lo llena todo como una pesada bruma, y una fascinación sensitiva por el misticismo religioso y por el misterio mágico.

Todas estas huellas hallaron en el mundo árabe una enigmática y predestinada materialización para Isabelle. Y en él volcó el caudal de desaforada pasión que, como romántica (y muy joven), llevaba dentro. La pasión es lo que se derrama en cada línea de estos Diarios. Pasión religiosa —quiso ser morabita o santa islámica—, pasión sensual —en sus descripciones del paisaje y en sus relaciones amorosas, primero con un diplomático turco apodado Archavir, luego con el escritor Eugène Letord, que vivía en Bône, y finalmente con el que será su esposo, el lugarteniente indígena de la guarnición de El Oued Slimène Ehnni— y pasión moral —criticó las injusticias de la colonización árabe y se comprometió con el nacionalismo rebelde—.

Su vocación literaria es el motor que la anima. De hecho, sin ser una escritora de primera línea y pese a morir a los veintisiete años, llegó a escribir tres novelas, Rakhil, Yasmina y Trimardeur, así como unos artículos que se recogieron en los volúmenes Dans l’Ombre Chaude d’Islam, Notes de Route y Pages d’Islam, todos ellos publicados póstumamente.

Estos Diarios dan cuenta en especial del hechizo que le causó el mundo y la vida árabe. Es cierto que encontramos en ellos lo caótico de impresiones sueltas, de sensaciones anotadas, de puntas de iceberg de cosas más hondas que nunca se aclaran, o que se van aclarando en la lectura morosa. Es cierto, asimismo, que encontramos a una escritora «haciéndose», evolucionando, sacando a la luz unas condiciones inigualables para la prosa impresionista. Pero, por encima de todo esto, encontramos aquí a una devota y convencida musulmana. La Causa Árabe le obsesiona: dirigió una revista nacionalista de corte bakuniano, Akhbar, se introdujo en la influyente tribu de los Kadryas, que la acogieron cálidamente, cambió su nombre por el de Mahmoud Essadi, encontró el placer y el dolor de la vida nómada del desierto sahariano, y amó locamente —y de ello sus Diarios son fieles testigos— a Slimène. Con cada paso que daba se topaba con la rémora de su sexo, y para ello cambió sus atuendos por los masculinos de jinete bereber. Sufrió la pobreza y la frustración, padeció el rechazo de una parte de la sociedad árabe, que intentó matarla en un atentado que se detalla en los Diarios. Y, por fin, con su amado Slimène quiso retirarse al fondo del sur misterioso y crear una línea de caravanas comerciales. La muerte, absurda, lo truncó todo en el preciso momento en que la felicidad se abría a sus pies. El 21 de octubre de 1904 ella estaba en Aïn Sefra esperando a Slimène. Rouh —como le llamaba cariñosamente— llegó, e hicieron planes para su proyecto; habían conseguido el dinero. Slimène salió de la casa. Una tormenta atroz cayó sobre el poblado produciéndose una riada. La gente huía. Isabelle desde el balcón de su casa miraba aquel torrente. En unos segundos la casa se vino abajo. Cuatro días después hallaron su cuerpo bajo los escombros.

ADOLFO GARCÍA ORTEGA

PRIMER DIARIO

Cagliari, 1 de enero de 1900

Estoy sola1 sentada frente a la inmensidad gris de un mar murmurante... Estoy sola... sola como lo he estado siempre en todo lugar, como lo estaré siempre por el Gran Universo cautivador e ilusorio... Sola, con todo un mundo tras de mí de esperanzas defraudadas, de ilusiones muertas y de recuerdos cada día más lejanos, tanto que se han hecho casi irreales.

Estoy sola, y sueño...

Y, a pesar de la profunda tristeza que invade mi corazón, mi ensueño no tiene nada de desolado ni de falto de esperanza. Después de estos últimos seis meses tan agitados, tan incoherentes, siento que mi corazón se templa como nunca y que de ahora en adelante será invencible, incapaz de doblegarse incluso en medio de las peores tormentas, humillaciones y duelos. Por la experiencia honda y sutil sobre la vida y sobre los corazones humanos que he adquirido —¡y al precio de qué sufrimientos, Dios mío!—, preveo con claridad el extraño hechizo triste que para mí tendrán los dos meses que he de pasar aquí, adonde casualmente he llegado a encallar, en gran parte debido a mi prodigiosa despreocupación de todo en el mundo, o al menos de todo lo que no sea el mundo de las ideas, de las sensaciones y de los sueños, que representa mi yo real y que está herméticamente cerrado a los ojos curiosos de los demás, sin excepción alguna.

De cara a la galería, luzco la máscara supuesta del cínico, del perdido y del a mí qué me importa... Nadie hasta la fecha ha sabido traspasar esa máscara y descubrir mi verdadera alma, esta alma sensible y pura que vuela tan alto sobre las bajezas y los envilecimientos adonde me apetece, desdeñando los convencionalismos y, también, por una rara necesidad de sufrir, arrastrando con ella a mi ser físico...

Sí, nadie ha sabido comprender que, en este pecho, al que parece que solo mueve la sensualidad, late un corazón generoso, antaño desbordante de amor y de ternura y ahora colmado de una infinita piedad hacia todo el que sufre injustamente, hacia todos los débiles y los oprimidos...; un corazón orgulloso e inflexible que se ha entregado entero por propia voluntad a una causa tan querida como es la causa islámica, por la que querría un día verter la sangre ardiente que hierve en mis venas.

Nadie ha sabido comprender estas cosas y tratarme en consecuencia, ni, ay, nadie las comprenderá nunca.

Seguiré siendo inquebrantablemente la borrachina, la depravada y la escandalosa que atiborra en verano su loca y perdida cabeza con la embriagante inmensidad del desierto, y en otoño con los olivares del Sahel tunecino.

¿Quién me devolverá las noches calladas, los perezosos paseos a caballo a través de las llanuras interminables del Oued Righ y las arenas blancas del Oued Souf? ¿Quién me devolverá la sensación a la vez triste y feliz que invadía mi corazón de total abandono en mis caóticos campamentos, entre mis amigos traídos por el azar, los spahis y los nómadas, que no sospechaban en mí una personalidad tan odiosa, y de la que reniego, con la que la suerte me ha vestido como a un adefesio para mi desgracia?

¿Quién me devolverá alguna vez las cabalgadas frenéticas por los montes y los valles del Sahel, cara al viento del otoño; cabalgadas embriagadoras que me hacían perder la noción de la realidad en una suprema borrachera?

En estos momentos, como en todos los momentos de mi vida, solo tengo un deseo: investirme lo más rápido posible de una personalidad amable que, realmente, es la verdadera, y regresar allá, a África, rehacer otra vez aquella vida... Dormir, en medio del frescor y del silencio profundos, bajo la vertiginosa caída de las estrellas, con el cielo infinito por único techo y por única cama la tierra tibia..., relajarme con la dulce y triste sensación de mi absoluta soledad, y con la certeza de que, en ningún lugar de este mundo, ningún corazón late por el mío, de que en ningún extremo de la tierra ningún ser humano me llora ni me espera. Saber todo esto, ser libre y sin trabas, plantada en el centro de la vida, en ese gran desierto en el que sin embargo siempre seré una extraña y una intrusa... Esta es, con toda su profunda amargura, la única dicha a la que el Mektoub nunca me conducirá, porque a mí la verdadera felicidad, esa en pos de la cual todos los humanos corren anhelantes, siempre se me ha negado...

¡Fuera ilusiones y pesares!

¡Qué ilusiones voy a conservar, si la blanca paloma2 que fue la dulzura y la luz de mi vida está dormida allí desde hace dos años, bajo la tierra, en el tranquilo cementerio de los Creyentes de Anneba!

Si Vava3 ha vuelto al polvo originario y si de todo lo que parecía tan tenazmente duradero nada permanece ya en pie, si todo se ha derrumbado, hundido, para siempre y toda la eternidad... Si el destino me ha separado, extraña y misteriosamente, del único ser que de verdad se había acercado tanto a mi alma como para entrever si acaso un pálido reflejo suyo, Augustin4...

Si... ¡Basta!, dejemos dormir para siempre estos últimos sucesos.

A partir de ahora me dejaré mecer por las olas inconstantes de la vida... Me embriagaré con todas las fuentes de la ebriedad, sin afligirme, aunque se agoten inexorablemente... Adiós a las luchas y a las victorias, y a las derrotas de las que salía con mi corazón sangrando y herido... ¡Adiós a todas esas locuras de primera juventud!

He venido aquí para huir de los escombros de un eterno pasado de tres años que acaba de desplomarse, ay, en el fango y tan hondo, tan hondo... He venido aquí también por amistad hacia el hombre que el Destino puso en mi camino por azar en el preciso momento de una crisis —si Dios quiere, la última— en la que no sucumbí, pero que amenazaba con durar demasiado...

Y, cosa extraña, de lo que he experimentado hoy y que me ha causado tan confusa tristeza, resurge un cambio absoluto de sentimiento hacia él.

Mi amistad ha crecido... ¡Magnífico! Pero en ilusión, desde el primer día, desde la primera hora.

Otra vez me doy cuenta de que empiezo a perderme en lo indecible, en ese mundo de cosas que siento y que comprendo clarísimamente pero que nunca he sabido expresar.

Sin embargo, aunque mi vida no ha sido más que un entretejer dolores y tristezas, no voy a maldecir nunca lo lamentable y triste que es el universo... porque en él el Amor vive junto a la Muerte y todo es efímero y transitorio. Porque los dos me han embriagado, me han extasiado, me han regalado muchos sueños y muchas ideas.

No añoro ni deseo nada más... Solo espero.

Así, nómada y sin otra patria que el Islam, sin familia ni confidentes, sola, sola para siempre en la soledad altiva y sombríamente dulce de mi alma, seguiré mi camino por la vida, hasta que suene la hora del sueño eterno de la tumba...

Y la eterna, la misteriosa, la angustiosa pregunta aparece una vez más: ¿dónde estaré, en qué tierra, bajo qué cielo, a esta misma hora dentro de un año?... Lejísimos, sin duda, de esta pequeña ciudad sarda... ¿En dónde? ¿Seguiré aún entre los vivos ese día?

Cagliari, 9 de enero

Impresiones en 1900

Jardín Público, hacia las cinco de la tarde

Paisaje atormentado, colinas de abruptos contornos, rojizas o grises, ciénagas oscuras, filas de pinos marítimos y de chumberas, apagadas y melancólicas. Verdores lujuriosos, casi desconcertantes en este ecuador del invierno. Lagos salados, superficies color plomo, inmóviles y muertas, como los lagos del desierto argelino.

Arriba del todo, la silueta de una ciudad tras de trepar por la colina abarrancada y ardua.... Viejas murallas, viejo torreón almenado, formas geométricas de las terrazas, todo de un blanco ceniciento uniforme perfilándose sobre un cielo índigo.

También aquí arriba, verdor a raudales y árboles de hojas perennes. Cuarteles parecidos a los que hay en Argelia, largos y de una sola planta, cubiertos de tejas rojas, con paredes leprosas y decrépitas, pero con el mismo tono dorado que todo lo demás.

Muros pintados con cal rosácea o rojo sangre o azul cielo, como las casas árabes.... Viejas iglesias oscuras y llenas de estatuas y mosaicos de mármol, todo un lujo en este país de miseria sórdida. Pasajes abovedados en donde los pasos resuenan secamente, despertando ecos sonoros. Callejuelas enredadas que suben y bajan, a veces con escalones labrados en la piedra gris, y, como aquí arriba no hay tráfico, los adoquines puntiagudos del pavimento se recubren de finas hierbas marchitas, de un verdor casi amarillo.

Puertas que dan paso a negros sótanos, donde se meten familias miserables pese a lo increíblemente oscuros y húmedos que son. Otras lo hacen en zaguanes techados con escaleras de azulejos.

Tiendas con escaparatitos de colores chillones, tenderetes orientales, estrechos y ahumados, de los que salen voces gangosas, cansinas...

Por aquí y por allá siempre hay un joven apoyado contra una pared hablando por señas con una muchacha que se inclina en la barandilla de su balcón...

Campesinos cubiertos con largos pañuelos que les bajan por la espalda, chaqueta negra ajada por fuera del pantalón de calicó blanco. Caras morenas y barbudas, ojos hundidos bajo unas pobladas cejas, fisonomías recelosas y hurañas, mezcla de griego montañés y de cabila en una insólita fusión de rasgos.

Las mujeres, belleza árabe, ojos enormes muy negros, lánguidos, pensativos... Expresión resignada y triste de pobres bestias temerosas.

Mendigos con soniquete plañidero, obsequiosos, asaltan al recién llegado, lo siguen, lo agobian por todas partes que vaya... Canciones infinitamente tristes o estribillos populares se convierten en una especie de obsesión angustiosa, cantinelas que invitan a confundirlas con las de allá, con las de ese África al que todo, aquí, recuerda a cada paso y hace añorar intensamente.

Cagliari, 18 de enero, jueves. Cinco y media de la tarde

Desde que estoy aquí, en la adormecedora calma de esta vida que el azar o, más bien el destino, ha puesto de golpe en mi trayectoria aventurera, cosa extraña, los recuerdos de La Ville Neuve trastean con frecuencia en mi memoria..., tanto los buenos como los malos... Digo los buenos porque no hay que ser injustos, en especial ahora que todo está acabado y muerto, metido en un mísero ataúd... No hay que olvidar que en él se ocultó para siempre la bondad y la dulzura de mamá, las buenas intenciones, nunca cumplidas, de Vava... y, sobre todo, el mundo caótico de mis propios sueños. No, nada de maldecir aquella vida de antaño. ¡He conocido horas tan preciosas, a pesar de todo, a pesar de la esclavitud, de los hastíos y de las injusticias! Desde que dejé para siempre aquella casa en la que todo se apagó, en la que todo estaba muerto antes de convertirse definitivamente en ruinas, mi vida es solo un sueño, rápido, fulgurante, por países disparatados, bajo diferentes nombres y diferentes aspectos.

Y sé de sobra que este invierno tan tranquilo que estoy pasando aquí solo es un paréntesis en esa existencia, que ha de ser la mía hasta el final.

Dentro de pocos días, la vida verdadera, errante e incoherente, reaparecerá. ¿Dónde? ¿Cómo? ¡Solo Dios lo sabe! No puedo ya atreverme a hacer suposiciones ni hipótesis al respecto después de que, al poco de decidir quedarme uno o dos meses más en París, he venido a dar a Cagliari, a este rincón perdido del mundo, en el que jamás había pensado, y no menos importante que cualquier otro lugar en el que mi ojo se hubiera fijado distraídamente sobre el mapa del mundo.

Después de esto, se acabaron las suposiciones y las hipótesis.

Hay no obstante una cosa que me alegra: a medida que me voy alejando de los limbos del pasado, mi carácter se forma y se afirma justamente tal y como yo deseaba. En mí se están desarrollando la energía más obstinada, la más invencible, y la rectitud de corazón, dos cualidades que estimo por encima de todo y, ay, demasiado raras en una mujer.

Con ellas, y cuatro meses en el desierto, muy probablemente en primavera, estoy segura de convertirme en alguien... y, por eso mismo, alcanzar tarde o temprano el fin sagrado de mi vida: ¡la venganza! Vava me recomendaba siempre no olvidar la tarea que mamá nos legó, a él, a Augustin y a mí... Vava ha muerto; Augustin no ha nacido para ello y se ha perdido para siempre por los senderos trillados de la vida... Solo quedo yo.

Afortunadamente, mi pasado, mi adolescencia, han contribuido a hacerme comprender que la felicidad reposada no está hecha para mí, que, solitaria entre los hombres, estoy llamada a una lucha sangrienta contra ellos, que soy, si se quiere, la víctima propiciatoria de cuanta iniquidad y cuantos infortunios han precipitado la pérdida de estos tres seres: Mamá, Vladimir5 y Vava.

Y, ahora, he vuelto a mi misión. La amo más que a cualquier dicha egoísta, todo se lo sacrificaré a ella por muy querido que me sea. Este objetivo será para siempre el punto que me guíe a través de mi vida.

He renunciado a tener una parcela mía en este mundo, un home, un hogar, paz, fortuna. Me he vestido con la librea, bien pesada a veces, del vagabundo y del apátrida. He renunciado a la felicidad de volver a una casa, de encontrar seres queridos, de descansar y tener seguridad.

Mientras tanto, en este hogar provisional de Cagliari en que renacen dulces sensaciones, me hago la ilusión de imaginarme al ser que realmente amo, y cuya presencia se me ha convertido en una de las condiciones indispensables para mi bienestar... Pero este sueño también será breve: habré de empezar luego duras y peligrosas peregrinaciones, estar de nuevo sola y abandonar la somnolienta quietud de la vida entre dos.

Debe ser así y así será. Al menos, en la larga noche de mi vida existirá el consuelo de saber que, en mis regresos, tal vez encuentre todavía a ese amigo, a ese ser vivo que se alegra de volver a verme, que hasta es feliz por ello... Hay algo terrible: la separación prolongada, aunque favorezca los reencuentros... Y puede que halle yo algún día mi sitio ocupado. Es incluso muy probable, dadas sus ideas sobre la mujer y el matrimonio. Sería muy raro que no encontrara nunca la compañera con quien compartir esas ideas tan opuestas a las mías. Pero sé que mientras siga errante y exiliado no dará con ese tipo de compañera, no le bastará saber que por ahí tiene una esposa que le ama y que temblará con él en los momentos de peligro, desde lejos, al abrigo y calentita.

Mientras yo esté allí, con él, en los malos momentos, y nada me lo va a impedir, no encontrará a esa otra.

Pero luego se pasará ese tiempo transitorio y le invadirá, como a Augustin y como a todo el mundo, la nostalgia del reposo y del hogar doméstico.

El día en que eso ocurra, volveré a correr por el mundo, con la triste certidumbre de hallar siempre e inexorablemente vacíos el cuarto del hotel, la gourbi o la tienda que sirvan de asilo temporal a mi existencia de nómada.

Gocemos del momento efímero y de la borrachera hasta que se disipe... La misma flor no se abre dos veces, y el mismo agua tampoco baña dos veces el lecho de un mismo riachuelo.

¿Por qué no tener confianza en ese amigo? ¿Por qué juzgarlo antes de ver sus obras, y sobre todo por qué atribuirle ideas acerca del matrimonio y del reposo doméstico que no tiene?

Su vida será siempre una vida de luchas por ideales nobles, siempre será el soldado de la Santa Causa del Islam, siempre estará de pie, como una rosa en medio de las ruinas decadentes de sus compatriotas.

No, no se casará nunca. Y sin embargo, le haría tan feliz poder descansar su cabeza de exiliado en el pecho de una verdadera amiga...

Le haría tan feliz tener un corazón que latiera al unísono del suyo, tener un afecto y un alma tierna a quien confiar sus penas y alegrías. Esa amiga, ese corazón, ese alma, él cree haberlos encontrado en ti. ¿Por qué dudas entonces?

«¿Por qué la vida humana no acabará como los otoños de África, con un cielo claro y vientos tibios, sin decrepitud ni presentimientos?» (Eugène Fromentin, Une année dans le Sahel).

Cagliari, 29 de enero de 1900

El breve sueño de tranquilo recogimiento en la vieja ciudad sarda, bajo un cielo dulcemente pensativo y benévolo, en el seno de este paisaje tan africano, ha concluido.

Mañana a estas horas estaré ya muy lejos de los barrancos cagliarinos, por allí, por el mar gris que lleva días y días bramando y rompiendo las olas.

Esta noche, los ecos de Cagliari sonaban a rugido de trueno... Hoy, el mar ha tomado un aspecto siniestro; tiene reflejos vidriosos o lívidos... Todo ha terminado aquí, y mañana me iré a reiniciar la lucha sórdida, la lucha encarnecida que se prolonga desde hace ocho largos meses en una tumba cerrada, en una vida sin vida y vuelta hacia el misterio original...

Esta tarde, en el anochecer grisáceo, en nuestra querida casa desolada, devastada y entregada al desorden de los preparativos de viaje, vuelvo a sentir esa tristeza profunda que acompaña a los cambios de existencia, los sucesivos vacíos que, sin inmutarse, nos conducen al gran vacío último.

¿Cómo será esa nueva etapa de mi vida?

París, abril de 1900

Vistas, una noche, a la vaga claridad de las estrellas y de los reverberos, las siluetas blancas de las cruces del cementerio de Montparnasse perfilándose como fantasmas en el negro manto de los árboles... Pensé que toda la respiración poderosa de París tronando a la vez no llegaría a turbar ni por un instante el inefable sueño de los desconocidos que duermen allá...

Ginebra, 27 de mayo de 1900. Nueve y media de la noche. Domingo

Una vez más dato mi triste diario en esta ciudad maléfica en la que tanto he sufrido y que ha estado a punto de costarme la vida.

Llevo aquí apenas una semana y ya siento la opresión mórbida de antaño, solo aspiro a quitármela de encima para siempre.

He vuelto a ver, bajo el cielo pesado y cubierto, la vivienda de la desgracia, cerrada y muda, perdida entre hierbajos, como sumida en un sueño fúnebre y moroso.

He vuelto a ver la carretera, la blanca carretera, blanca como un río de plata mate, recta como una flecha hacia el gran Jura melancólico, rodeada de árboles de terciopelo.

He vuelto a ver las dos tumbas, en el incomparable decorado de ese cementerio infiel, en tierra de exilio, tan lejos de la otra colina sagrada del eterno descanso y del silencio inmutable...

Y me siento totalmente extranjera en esta tierra que mañana dejaré para no volver nunca.

Esta noche, insondable, indecible tristeza y resignación cada vez más absoluta frente al ineluctable Destino...

¿Qué sueños, qué magias y qué ebriedades me reserva todavía el futuro?

¿Qué alegrías... aunque problemáticas, y qué dolores?

¿Cuándo sonará por fin la hora de la libertad, la hora del reposo eterno?

SEGUNDO DIARIO

Ginebra, 8 de junio de 1900

A la vuelta del cementerio de Vernier

Tristeza infinita

«Se adormece el espíritu con el hábito de los viajes; uno se hace a todo, a los más singulares parajes exóticos y a los rostros más extraordinarios. Sin embargo, hay horas, cuando el espíritu despierta y se reencuentra consigo mismo, en que de golpe todas las rarezas que lo rodean lo sacuden fuertemente». (P. Loti.)