Dios duerme en la piedra - Mike Wilson - E-Book

Dios duerme en la piedra E-Book

Mike Wilson

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Beschreibung

Un trashumante solitario viaja con su caballo por desiertos salvajes en busca de venganza y redención. Con él lleva un rifle, semillas de calabaza y una vasija de cuero cargada de agua. Atribulado por las huellas oscuras de su vida anterior, el héroe de Dios duerme en la piedra peregrina aniquilando bandoleros errantes y tiene encuentros fortuitos con nómades abúlicos diezmados por una impiadosa secta ambulante. Aunque no quiera volver sobre sus pasos, el territorio y estos encuentros se fundirán uno sobre los otros en una serie de aventuras hasta precipitarlo en un vórtice de perdición y reconocimiento del que sólo podrá salir con el advenimiento del fin de los tiempos.   En la línea del Cormac McCarthy de Meridiano de sangre, o la narrativa apocalíptica de J. G. Ballard, Mike Wilson despliega en esta novela alucinada un universo cuyo lenguaje es absolutamente propio.

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DIOS DUERME EN LA PIEDRA

MIKE WILSON

FIORDO · BUENOS AIRES

ÍNDICE

Sobre este libro

Sobre el autor

Otros títulos de Fiordo

I. La sacerdotisa

II. Malatía

III. El retablo y la peste

IV. Huesos y cruces

V. Diluvio

VI. La mancha mortal

VII. Astro negro

VIII. La secta roja

IX. El enjambre

X. El motor y el planeta rojo

XI. El chivo erguido

XII. El vaquero pálido

XIII. Cetáceo

XIV. El Señor, tu Dios

XV. El tiempo mineral

XVI. Azazel

XVII. La forma del vacío

XVIII. Criaturas de la noche

XIX. Fósil

SOBRE ESTE LIBRO

Un trashumante solitario viaja con su caballo por desiertos salvajes en busca de venganza y redención. Con él lleva un rifle, semillas de calabaza y una vasija de cuero cargada de agua. Atribulado por las huellas oscuras de su vida anterior, el héroe de Dios duerme en la piedra peregrina aniquilando bandoleros errantes y tiene encuentros fortuitos con nómades abúlicos diezmados por una impiadosa secta ambulante. Aunque no quiera volver sobre sus pasos, el territorio y estos encuentros se fundirán uno sobre los otros en una serie de aventuras hasta precipitarlo en un vórtice de perdición y reconocimiento del que sólo podrá salir con el advenimiento del fin de los tiempos.

En la línea del Cormac McCarthy de Meridiano de sangre, o la narrativa apocalíptica de J. G. Ballard, Mike Wilson despliega en esta novela alucinada un universo cuyo lenguaje es absolutamente propio.

SOBRE EL AUTOR

Mike Wilson nació en St. Louis, Misuri, en 1974. Publicó las novelas El púgil, Zombie, Rockabilly, Leñador y Ciencias ocultas. También ha publicado Wittgenstein y el sentido tácito de las cosas, Ártico, Scout y El océano invisible. Es doctor en Letras por la Universidad de Cornell y académico de la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Chile. Reside en Chile desde 2005.

OTROS TÍTULOS DE FIORDO

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

El libro de los días, Michael Cunningham

La rosa en el viento, Sara Gallardo

Persecución, Joyce Carol Oates

Primera luz, Charles Baxter

Flores que se abren de noche, Tomás Downey

Jaulagrande, Guadalupe Faraj

Todo lo que hay dentro, Edwidge Danticat

Cardiff junto al mar, Joyce Carol Oates

Sobre mi hija, Kim Hye-jin

Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja, Rivka Galchen

El mar vivo de los sueños en desvelo, Richard Flanagan

Un imperio de polvo, Francesca Manfredi

Historia de la enfermedad actual, Anna DeForest

Yo sé lo que sé, Kathryn Scanlan

Desolación, Julia Leigh

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley

El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, Al Alvarez

La mente ausente. La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo, Marilynne Robinson

Islas del abandono. La vida en los paisajes posthumanos, Cal Flyn

Legua

Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, Carmen M. Cáceres

El viento entre los pinos. Un ensayo acerca del camino del té, Malena Higashi

ELOGIO DE MIKE WILSON

«Con Leñador y Ártico Mike Wilson reinventó la ficción y nos propuso una nueva manera de leerla».

Edgardo Cozarinsky

«En las novelas de Mike Wilson nada parece ocurrir y sin embargo todo ocurre».

Edmundo Paz Soldán

«Uno de los autores más arriesgados y originales de la lengua».

Jorge Carrión

«Mike Wilson ha revelado cuánto puede evolucionar la voz propia, sin ceder en la búsqueda de una originalidad narrativa».

Juan Manuel Vial

«Admiro su búsqueda y su escritura; abro con curiosidad cada libro suyo».

Cynthia Rimsky

«No se sale incólume de los libros de Mike Wilson, la densidad que ofrecen al lector los convierte en una experiencia única y apasionante».

Antonio Jiménez Morato

COPYRIGHT

© Mike Wilson, 2023

© de esta edición, Fiordo, 2023

Paroissien 2050 (C1429CXD), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-987-4178-77-0 (libro impreso)

ISBN 978-987-4178-86-2 (libro digital)

Hecho en Argentina

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra

sin permiso escrito de la editorial.

Wilson, Mike

Dios duerme en la piedra / Mike Wilson. - 1a ed. -

Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4178-86-2

1. Novelas. 2. Literatura Chilena. I. Título.

CDD Ch863

A Tania

Y echará suertes Aarón sobre los dos machos cabríos; una suerte por Jehová, y otra suerte por Azazel. Y hará traer Aarón el macho cabrío sobre el cual cayere la suerte por Jehová, y lo ofrecerá en expiación. Mas el macho cabrío sobre el cual cayere la suerte por Azazel, lo presentará vivo delante de Jehová para hacer la reconciliación sobre él, para enviarlo a Azazel al desierto.

Levítico 16:8-10

Cuando hubiere llaga de lepra en el hombre, será traído al sacerdote. Y este lo mirará, y si apareciere tumor blanco en la piel, el cual haya mudado el color del pelo, y se descubre asimismo la carne viva, es lepra en la piel de su cuerpo; y le declarará inmundo el sacerdote.

Levítico 13:9-11

Dios duerme en la piedra, sueña en las plantas, se agita en el animal y se despierta en el hombre.

Ibn Arabi

I. LA SACERDOTISA

Mata el caballo. Dos disparos de revólver. Se acerca para verificar, no hay aliento. Sangra poco, la arena sedienta se encarga del charco. Afloja la montura y extrae la manta, desenfunda el rifle y suelta el lazo. Toma el odre, bebe un sorbo de agua, se saca el sombrero, lo moja y lo repone. Camina hasta la cima de una duna, se recuesta, apoya el rifle contra el hombro, escupe a un costado y el viento se lleva la saliva. Afila la mirada, estudia el horizonte, baja la cabeza, el ojo derecho sobre el cañón, ajusta la mira, mide las ráfagas, compensa el efecto del espejismo, la distancia, el calibre. Aprieta suave, el gatillo cede. Se escucha el estruendo. Pasan dos segundos, pero se siente como más tiempo; la bala cruza el desierto, vuela largo sobre arena, alacranes y huesos, encuentra la cabeza de un hombre montado, se hace blanda y estalla, el caballo no reacciona hasta que lo alcanza el estampido rezagado de la descarga. Desde la duna ve una figura diminuta deslizarse del corcel al suelo, su brazo queda enredado en las riendas, el caballo lo arrastra unos metros arando un surco en el desierto.

Se levanta, sacude la arena de su ropa, se palpa los bolsillos hasta encontrarla, saca la libreta, un lápiz, y anota algo. El sol quema. Recoge sus cosas y parte caminando hacia el caballo sin jinete. Lo alcanza en la tarde, el horizonte rojo. Desenreda las riendas del cadáver, enfunda el rifle, ciñe la manta y el lazo, monta. Cabalga al norte, hacia los extremos del desierto donde la arena y la nieve se encuentran. El sol se hunde vertical, el cielo se apaga rápido, las estrellas arden.

Cerca de la medianoche se detiene en una formación rocosa, amarra el caballo, extiende la manta y arma una fogata pequeña con cardos que encuentra acorralados contra la roca. Hurga en la alforja de la montura, descubre unas tiras de carne seca y semillas de calabaza. Come. Se echa sobre la manta y observa la caída de las perseidas hasta rendirse al sueño.

La mañana está helada, el frío lo despierta. La manta está húmeda, hay rocío. Los cardos también están húmedos, no logra avivar el fuego. Se sube a la formación rocosa, espera a que raye el día, el sol se asoma, la temperatura se eleva, se deja abrigar por el fulgor, su ropa y la manta se secan. Recoge una grava fina de una oquedad en la piedra, la frota entre los dedos, la piel curtida, uñas sucias, nudillos rojos. Respira y se acuerda de cosas. Hace una mueca de dolor, se toca la cara, baja la mirada. Se queda así unos minutos. Sopla el viento. Desciende, enrolla la manta, guarda los restos de comida en la alforja, salvo un puñado de semillas y el odre. Le da agua y las pepas al caballo, ciñe la montura, sigue al norte.

Cabalga por horas sin detenerse, llega a la cima de un risco, estudia el paisaje: hay un valle, el desierto en transición, más rocoso, algunas plantas, yucas, arbustos pequeños. Las siluetas encorvadas y macilentas de pinos longevos parecen troncos secos, muertos, surcados y acalambrados, no se elevan al cielo, se encrespan hacia el suelo como garras perversas, milenios albergados en sus troncos torcidos. Lejos, al pie de la ladera donde se abre una llanura, están las ruinas de una iglesia, solo queda el campanario, sus ladrillos desmoronados, la capa de adobe extirpada, la campana caída, el costado de la torre demolido por el impacto del bronce macizo. Una mujer con vestimenta sacerdotal sale de la ruina, lleva a un niño desnudo del brazo, flaco, demacrado, lo toma de la nuca y estrella su cabeza contra la pared del campanario. Una mancha en los ladrillos, cae al polvo, la mujer toma una roca grande, le cuesta levantarla, la alza sobre el niño. En la cima del risco, el hombre desmonta, desenfunda el rifle, se arrima a la orilla del peñasco, encañona, enfila, dispara, le da en el cuello, la mujer cae de rodillas, se tapa la herida con la mano izquierda, no hay caso, sangra a borbotones, así por unos segundos, cae muerta.

Él baja por la ladera hacia la ruina. La sacerdotisa yace bocabajo en un charco de sangre, rodeada de ladrillos tumbados, la túnica roja oscurecida por la hemorragia, a unos metros el niño desnudo y marchito en el polvo, de costado, las rodillas recogidas contra los labios. Tiene los huesos marcados, está desnutrido, pálido, tiene heridas en la espalda, ojeras oscuras, los párpados retraídos, la frente partida por el golpe, la sangre le surca las cuencas lagrimales como estigmas. El niño ha agonizado unos minutos mientras él descendía del risco, y expirado antes de que llegara a la base del acantilado. Le arranca la túnica a la mujer, la usa para tapar al pequeño. Lo cubre con los ladrillos sueltos, un túmulo improvisado. Deja a la devota entre los escombros, expuesta; los buitres se ocuparán de ella.

Entra a la torre, está oscuro, algunos rayos se filtran por el muro demolido. Hay huesos roídos y descartados, esqueletos de ave, un fémur de caballo o quizá de asno, restos de un coyote. En las sombras arden brasas recientes. Sale a buscar cardos y pasto seco, reaviva el fuego, ilumina el interior, encuentra un saco de polenta, un tarro oxidado y un jarro con agua sucia. Hierve el agua en el tarro y le echa polenta. Le da el resto de las semillas al caballo y lo acerca a un brote de hierba bruja. El animal baja la cabeza y pasta. Vuelve a la torre, come la polenta, junta lo útil y vuelve a montar. Saca la libreta, el lápiz, anota y cabalga al norte.

Cruza la llanura, se detiene en un manantial, bebe, llena el odre y continúa. Pasado el mediodía llega a un desfiladero abarcado por un puente de troncos, tablas y cuerdas. En el extremo lejano de la estructura hay un pistolero. Es un bandido grande, barbudo, de espalda ancha, botas negras y espuelas amenazadoras. Aguarda la llegada del forastero montado. En la otra orilla, el hombre se detiene, desmonta y avanza por las tablas, guiando el caballo por las riendas. Mantiene la mirada fija en el pistolero que bloquea la salida. El caballo relincha, se detiene unos segundos y luego sigue avanzando instado por los chasquidos del hombre. Llegan a la mitad de la brecha y el animal vuelve a frenarse, está nervioso, es brusco, pajarea la cabeza y tira de las riendas; las fosas dilatadas, resoplidos violentos, los ojos saltones, él intenta controlar al animal, se distrae, el bandido aprovecha y desenfunda, el hombre ve de reojo el reflejo del fierro y se tira a las tablas. Dos descargas, una en el cuello y otra en el pecho del caballo. El animal relincha, hilos de sangre saltan del hocico, rebota, patea y se lanza del puente al vacío, dos segundos y da con el fondo de la quebrada. Suena el impacto, los huesos, las tripas, la sangre, un eco que se repite por la garganta del cañón. El hombre, echado bocabajo a la mitad del cruce, apunta su revólver y dispara dos veces, deja al bandido sin rodillas.

Recoge el rifle de las tablas. El bandido agoniza postrado, maldice y escupe hacia su atacante. Este camina rápido hacia el pistolero herido, alza el fusil, lo encañona y sin detener su avance le pega un tiro en la frente. El cadáver oscila por unos segundos; la gravedad indecisa del cuerpo. El hombre completa el cruce, le da una patada en el pecho, el bandido cae de espaldas. A unos metros de ahí el caballo del pistolero muerto pisotea nervioso. Es un animal grande, de color plomizo, de crin larga. Él ciñe la montura, enfunda el rifle, revisa el fardo, bebe de la cantimplora, monta. Libreta, lápiz. Galopa sin mirar atrás.

II. MALATÍA

El terreno vuelve a cambiar a condiciones desérticas, pero la tierra es rojiza, hay mesetas y depresiones geológicas; en el valle se elevan oteros aislados como las muelas rojas de un dios caído. Pasa de largo unos petroglifos anasazi, el sol desciende, al paisaje arde carmesí. Escucha el balido de una cabra. Se acerca con cautela, sabe que los navajos cuidan pequeños rebaños. El chivo está solo, a la deriva, atrapado en un sumidero seco. El animal se empeña en escapar, pero los costados de la depresión son de piedra lisa, no logra afianzarse, se resbala cada vez que lo intenta. El hombre desmonta a unos metros, los quejidos de la cabra estorban al caballo plomizo. Se arrima a la orilla del sumidero y empuña un cuchillo largo que le robó a un esbirro cosaco justo antes de matarlo. Venido del oriente sin propósito, el cosaco había partido como cuatrero, después se había dedicado al sicariato a sueldo para un ranchero poderoso en la antigua República de Texas. No usaba revólver, solo aquel cuchillo, qama le decía. Él se arroja sobre el chivo, lo toma de los cuernos, filo al cuello, en el fondo de la depresión se junta un charco rojo.

Cae la noche. No encuentra yesca para hacer fuego, la meseta es infértil, piedras lisas, rocas y formaciones coloradas que se extienden hasta el horizonte. Come la carne cruda, corta lo que queda del chivo y lo repliega sobre un peñasco para que se seque. Se hinca en la oscuridad, el aire quieto, la noche silente. La meseta es inhóspita, no hay coyotes ni culebras, los insectos no se asoman. Se rasca la barba incipiente, se queda mirando las constelaciones, el surco de la Vía Láctea, vuelve a acordarse de cosas. Su mano derecha acaricia el suelo de arenisca, la roca está tibia, sus dedos, casi sin querer, juntan guijarros y forman una pequeña pila. Primero murmura, ensaya una melodía escurridiza, titubea, parte en falso varias veces, se atreve a silbarla, sus labios secos, los soplidos que apenas suenan, el caballo abanica la cola, refunfuña como si reprobara la entonación. El hombre aparta un guijarro de la pila y se lo lanza, le da en la grupa, rebota, el animal no se da por enterado. Extiende la manta y se duerme.

En la mañana se queda esperando a que el sol seque la carne sobre el peñasco. Antes del mediodía mete lo que puede en la alforja, le da agua al corcel y cabalga. Toma una senda por la garganta de una quebrada larga y profunda, una grieta en el paisaje. La vía es angosta, apenas un cuerpo de ancho, los muros de piedra roja se elevan al cielo, lisos y verticales, columnas de luz se filtran en algunas secciones, en otras apenas una penumbra. Avanza lento por el corredor, la senda zigzaguea, de vez en cuando desmonta para sortear rocas caídas que bloquean el pasaje. Le cuesta medir el tiempo en la quebrada, el sol está fuera de la vista, el paso de las horas se desdibuja. Mira hacia arriba, apenas una franja celeste, ve siluetas lejanas que se asoman por la orilla, son guerreros navajos, lo vienen siguiendo desde que entró a su territorio. Lo siguen y observan desde arriba por el resto del trecho, no intentan ocultar su presencia, desaparecen cuando atisba la desembocadura de la quebrada.