Disputa familiar - Carol Finch - E-Book
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Disputa familiar E-Book

Carol Finch

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Beschreibung

En la pequeña ciudad de Oz, la extravagante familia de Jan Mitchell se estaba viniendo abajo. Sus padres no dejaban de pelearse, su hermana pequeña parecía haberse vuelto loca y, para empeorar las cosas, su antiguo amor del instituto estaba metido en todo aquello. Morgan Price siempre había tenido el poder de acelerarle el corazón con solo mirarla, pero ahora lo que hacía era ponerle furioso... especialmente desde que le había contado su descabellado plan para solucionar los problemas de su familia... ¡Casarse con ella a toda prisa!

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Seitenzahl: 210

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Connie Feddersen

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Disputa familiar, n.º 1315 - julio 2015

Título original: The Family Feud

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7202-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

Ya ha llegado, Morgan. Me figuraba que Sylvia la llamaría para resolver la crisis familiar —afirmó John Mitchell mirando por el escaparate de la ferretería—. Maldita sea, no quería involucrar a mi hija mayor en esto.

Morgan Price se acercó por el pasillo y se detuvo junto a John, que mantenía la vigilancia de la tienda de ropa de enfrente. En opinión de Morgan, John pasaba demasiado tiempo observando la boutique de Sylvia, en lugar de cruzar la calle y resolver sus diferencias con su esposa. Se sentía como si estuviera en medio de un campo de batalla, con el enemigo acampado justo enfrente, vigilándose ambos de cerca.

La disputa y separación de la familia Mitchell se había convertido en la comidilla de la pequeña aldea de Oz, en el estado de Oklahoma, la zona productora de cacahuetes por excelencia. Naturalmente, la madre de Morgan, a quien siempre le había gustado llamar la atención, no había perdido el tiempo. Había corrido a avivar el fuego, flirteando con John.

Nada más sacar Janna Mitchell una pierna del coche y ponerse en pie, Morgan concentró en ella toda su atención. ¡Van! La tímida e insignificante adolescente que recordaba de la universidad había florecido por fin, convirtiéndose en una increíblemente atractiva y bien formada mujer. Morgan suspiró admirado, pegó la nariz al escaparate y la contempló.

Janna llevaba el pelo recogido de una forma extraña y sofisticada, a la que Morgan no sabía siquiera dar nombre. A pesar de su traje de ejecutiva azul, obviamente caro, podía apreciarse perfectamente que la joven había adquirido una silueta sinuosa, llenándose justo por donde hacía falta, durante aquellos doce años de ausencia. Su forma de estar confiada demostraba que había adquirido la seguridad de la que había carecido a los dieciséis años. La dulce e inocente adolescente de enormes ojos, que nunca sonreía, avergonzada de su aparato dental, había cambiado drásticamente. Y atraía la atención de Morgan, fascinado, como si se tratara de un imán.

—Apuesto cinco contra diez a que Janna entra en la ferretería, a hacerme entrar en razón, en menos de quince minutos. En cuanto Sylvia le cuente su versión de los hechos —musitó John Mitchell resentido.

—Pues haz una cosa —respondió Morgan sin apartar la vista de Janna—: cruza la calle y cuéntale tu versión primero.

—No —negó John testarudo—, yo no me acerco a esa tienda de ropa. Me opuse desde el principio a que Sylvia la comprara. Me ha desafiado abiertamente, y ahí comenzaron nuestros problemas.

—Bueno, vuestros problemas comenzaron por eso, y por comprarte la caravana Winnebago sin consultarle a ella primero —puntualizó Morgan.

—Claro, no podía dejar que Sylvia me avasallara. Le he dado treinta y tres años de mi vida. Cuando me retiré de mi trabajo como profesor, decidí que nuestro estilo de vida cambiaría —respondió John.

Morgan sonrió mientras John volvía la vista hacia la boutique para continuar la vigilancia. Había perdido la cuenta de las veces en que John se había quedado ahí de pie, como un centinela, observando las entradas y salidas. En cuanto aparecía Sylvia, John comenzaba a jurar y murmurar entre dientes.

Morgan y John se habían hecho buenos amigos, desde el momento en el que el segundo decidió aceptar el empleo a media jornada en la ferretería. Por eso Morgan estaba perfectamente al tanto de las disputas que habían causado la separación de John y Sylvia. En su opinión, John tenía motivos de queja, pero sospechaba que Sylvia también tenía razones de peso. No obstante, y según John, el matrimonio era un toma y daca. John insistía en que, durante años, había sido él quien había dado. Él, el único hombre de la casa, compuesta por el matrimonio y dos hijas, declaraba por fin su independencia tras levantar y mantener a la familia durante años y jubilarse como profesor.

Pero la disputa familiar tomaba un nuevo rumbo, al entrar por fin Janna Mitchell en escena para resolver las diferencias entre sus padres. La tarea no era fácil, a juicio de Morgan, siendo ambos cónyuges tan testarudos. John estaba decidido a hacer las cosas a su modo, y lo mismo podía decirse de Sylvia. Y la disputa podía terminar mal, teniendo en cuenta que la madre de Morgan había decidido hacer su apuesta a favor de John.

—Será mejor que reúna las piezas necesarias para los armarios de cocina nuevos de tu madre; así saldré de aquí antes de que entre Janna —musitó John mirando el reloj—. En cuanto tenga los tiradores, los cojinetes para los cajones y las bisagras, me marcho.

John dio media vuelta como un soldado y se dirigió al armario en el que se guardaban las piezas. Morgan le pisó los talones.

—Esta noche, en cuanto termine aquí, iré a ayudarte a montar los armarios de mi madre —repuso Morgan.

—No sabes cuántas veces he deseado tener un hijo que me ayudara y se pusiera de mi lado, en las discusiones familiares, frente a mi esposa y mis dos hijas —sonrió John agradecido—. Habría sido más justo, las fuerzas habrían estado más igualadas. Y de haber podido elegir, te habría elegido a ti.

—Gracias, John, el sentimiento es mutuo —respondió Morgan afectuoso—. A mí también me habría gustado tener un padre.

—Sí, no te habría venido mal, pero quizá no sea tarde aún para convertir los sueños en realidad. Ya sabes a qué me refiero —convino John guiñándole un ojo.

Morgan no contestó, simplemente sacó los tiradores y los guardó en una bolsa. Si su madre se salía con la suya, John Mitchell se convertiría en su marido número cuatro. ¡Y John creía que tenía problemas! Morgan hizo una mueca, pensando en la posibilidad de que John cayera en las redes de Georgina Price y fuera víctima de sus encantos y de sus siempre mudables deseos.

Morgan quería a su madre, pero era perfectamente consciente de sus fallos. Era voluble y caprichosa por naturaleza y por elección, y ninguna de sus relaciones había durado jamás más de cinco años. Con el padre de Morgan solo había vivido tres. En opinión de Morgan, casarse era como embarcarse río abajo, por los rápidos. Como mínimo, era arriesgado. Había experimentado en carne propia el cataclismo que suponía el divorcio. Su madre y él habían sobrevivido a tres. Y Morgan no quería saber nada más acerca de ese asunto. Simplemente, simpatizaba con el infierno emocional en que vivía John.

—Date prisa, ayúdame a reunir las piezas —pidió John echando un vistazo a la puerta—. Ahora mismo no tengo ganas de enfrentarme a Janna.

Morgan se dio prisa, observando extrañado y divertido a John, que parecía decidido a evitar a su hija mayor. De no haberlo conocido bien, habría jurado que tenía miedo de que Janna lo arrastrara hasta la mesa de negociaciones y lo atara allí hasta llegar a un acuerdo con su mujer. ¿Miedo de Janna?, ¿de aquel pedazo de mujer? Morgan no podía creer que aquella tímida adolescente de años pasados pudiera inspirar tal sentimiento.

 

 

Nada más entrar Jan en la boutique, Sylvia se abalanzó sobre ella y la abrazó.

—¡Gracias a Dios que has venido! ¡Sabría que vendrías! —exclamó Sylvia—. Tienes que hacer algo con tu padre, me está volviendo loca, me está poniendo en ridículo delante de mis amigos y de mis clientes.

Sylvia dio un paso atrás, y Jan contempló su precioso vestido de lino y su peinado perfecto. Exceptuando sus ojos azules, rojos de tanto llorar, el aspecto de su madre era impresionante. Estaba más sofisticada y joven que nunca. Solo le faltaba tener a su marido a su lado. Jan seguía sin creer que sus padres se hubieran separado. Era inconcebible que pudieran surgir problemas en un hogar que había sido siempre un paraíso, después de tres décadas de matrimonio. ¿Cómo podía ocurrir algo así? Sylvia agarró a Jan por los hombros y la hizo girarse hacia la puerta por la que acababa de entrar.

—Ve a la ferretería y habla con tu padre —ordenó Sylvia—. No creo que se quede allí mucho tiempo.

—¿Por qué?, ¿adónde va?

—A casa de Georgina Price, a instalarle una nueva cocina. O eso dice, al menos —comentó Sylvia de mal humor—. Tienen una aventura.

—¿Qué? —preguntó Jan atónita.

—Ya te dije que tu padre sufre la crisis típica de la edad adulta —musitó Sylvia—. Se supone que soy yo quien ha sufrido un cambio en la vida, pero es él el que está insoportable. Date prisa, hazlo entrar en razón antes de que se escabulla como una rata, que es lo que es.

Resignada a la pelea, antes incluso de poder descansar, tras el viaje desde Tulsa, Jan cruzó la calle que la Cámara de Comercio había mandado pintar de amarillo para atraer a los turistas a aquella pequeña aldea de Oz, Oklahoma. Ojalá el mago de Oz hubiera podido resolver la disputa.

¿Había sido el día anterior, cuando había dado la conferencia entre sus colegas del trabajo, hablando de la necesidad de utilizar un nuevo sistema de procesamiento de datos? De pronto estaba de vuelta en el país del cacahuete, cruzando una calle recién pintada de amarillo que simbolizaba la línea divisoria entre su madre y su padre. Según Sylvia, ni ella ni John estaban dispuestos a cruzarla para enfrentarse el uno al otro. Alguien tenía que llevar los mensajes de un bando al otro, y la tarea había recaído sobre ella. Jan siempre había sido la mediadora en las discusiones familiares, durante toda su vida. Con un padre tan testarudo, y una madre tan inconstante y emocionalmente inestable, alguien tenía que hacer de fuerza estabilizadora. Y no podía ser su hermana, que era idéntica a su madre. Quizá por esa razón, Jan había acabado por ser quien ponía siempre paz, dentro de la firma corporativa en la que trabajaba en Tulsa. Al fin y al cabo, llevaba años poniendo paz y solucionando problemas en casa.

—Bueno, la culpa es solo tuya, por aterrizar en medio de este caos —se reprochó Jan en mitad de la calzada.

Siempre había sido débil cuando se trataba de la familia. Siempre había tenido esa tendencia a arreglar las cosas, por naturaleza. Y de ahí su trabajo en Delacort Industries.

Nada más llamarla Sylvia, Jan había dejado lo que estaba haciendo para correr a salvar a la familia. Sylvia se había quejado una y otra vez de John, que estaba de pésimo humor, y había acampado la Winnebago nueva en la granja de Price. Y no importaba que Kendra, la hija menor, viviera en Oz y trabajara en una agencia de viajes. No, Kendra no podía arreglar la situación. Kendra tenía el mismo temperamento de su madre; tendía a sufrir ataques de pánico y llamaba al primero que podía para ayudarla, en lugar de solucionar las cosas por sí misma.

Jan jamás había sido tan melodramática como Sylvia y Kendra, gracias a Dios. Se enorgullecía de saber mantener la calma, de ser una persona organizada y razonable, en la que se podía confiar en situaciones difíciles. Y por eso estaba allí, de vuelta en el País de Oz, dándolo todo por la familia. Por supuesto, nadie debía molestar a Kendra. Kendra estaba ocupada, con los preparativos de la boda de última hora. Faltaba menos de un mes para que se casara.

Jan abrió la puerta de la ferretería accionando involuntariamente un magnetófono, que comenzó a sonar: «Hemos ido a ver al Mago». Se detuvo bruscamente y contempló a su padre, vestido con un polo y pantalones cortos de aventura, llenos de bolsillos. Más aún, su padre podría haber servido de modelo para un anuncio de la Fórmula Grecian. No tenía una sola cana, y llevaba el pelo peinado con un gel, brillante y tieso. ¿Trataba de recuperar la juventud, el tiempo perdido? ¡Estaba ridículo!

—¡Papá! —exclamó Jan atónita.

John se giró tan deprisa que tiró un montón de papeles del mostrador. Las bisagras se desparramaron por el suelo. Las recogió a toda prisa, y volvió a meterlas en la bolsa.

—Hola, cariño. Sabía que tu madre te llamaría. Me sorprende que no vinieras hace un mes.

—Me enteré ayer de vuestra separación —contestó Jan acercándose por el pasillo para abrazarlo—. ¿Por qué no me llamaste para contarme lo que estaba pasando? Habría venido antes.

—Tú tienes tu propia vida —insistió John—. Supongo que tu madre decidió concederme un mes, antes de llamarte, para ver si entraba en razón. Desde el día en que dejé mi puesto como profesor, me trata como si tuviera dieciséis años. Estoy harto.

—¿Y a qué viene esta nueva imagen? —preguntó Jan observando que llevaba una cadena de oro al cuello—. ¿Te vistes como un adolescente porque estás en la segunda juventud, papá?

—¡No, nada de eso! Trato de aprovechar al máximo la vida, pero la pesada de tu madre se ha encerrado en esa maldita tienda de ropa, y eso que le advertí que no la comprara. ¿Pero crees que me escucha cuando le digo que quiero tener libertad para hacer la maleta e ir a ver una puesta de sol, en un momento dado? No, tiene una maravillosa profesión de la que ocuparse, según dice. Y que yo haya estado esperando a retirarme para poder viajar, eso la trae sin cuidado.

—Podríamos cenar juntos, así me explicarías tus frustraciones con detalle —sonrió Jan con calma—. Mamá y tú podríais llegar a un acuerdo.

—Lo siento, cariño, esta noche no —contestó John recogiendo los papeles—. Esta noche tengo una cita. Puedes venir mañana por la noche. Pero te advierto desde ahora mismo que no estoy dispuesto a ceder, así que más vale que tu madre se lo piense dos veces.

Antes de que Jan pudiera agarrar a su padre del brazo, John salió disparado de la tienda como si se lo llevara el diablo. Durante años, Jan había considerado a su padre una persona moderadamente razonable. Testaruda, pero moderadamente razonable. Hasta aquella crisis de la madurez.

—¡Janna! —la llamó una voz especialmente sexy, desde detrás.

Jan se giró y vio a Morgan Price salir de su oficina. E inmediatamente se apoyó sobre una estantería cercana, tratando de mantener el equilibrio ante el impacto que suponía volver a ver a Morgan, su sonrisa mortal y su aspecto imponente. En la universidad, él siempre le había causado ese mismo efecto. La fascinaba, la idiotizaba, hasta el día en que él cometió la mayor de las traiciones posibles, a juicio de una adolescente de dieciséis años enamorada que lo idolatraba. Su amor platónico exacerbado por Morgan se había transformado en odio la noche en que él la ridiculizó y mortificó, delante de los compañeros de clase. Morgan había caído entonces de su pedestal, y Jan jamás lo había perdonado por su crueldad. Jan había recibido su primera lección sobre el amor, y desde entonces se había cuidado mucho de no volver a cometer el mismo error.

Morgan Price era el último hombre al que Jan habría querido volver a ver. Se había pasado años tratando de evitarlo. Además, según Sylvia, era el responsable de la cabezonería de John, el responsable de su vuelta a la juventud. De pronto Morgan y John se habían convertido en colegas y amigos, por decirlo de algún modo, y John imitaba a Morgan en todo: en la ropa, en el estilo de vida.

—Hola, Morgan. Me alegro de verte.

Morgan se cruzó de brazos y se apoyó con naturalidad sobre el mostrador, lanzándole otra de aquellas sonrisas mortíferas. Jan se resistió a su potente encanto. Había dejado de ser una adolescente, no iba a dejarse embaucar por aquellos ojos azules plateados, por aquel cabello negro y por aquel impresionante cuerpo atlético que le había granjeado todo tipo de honores y reconocimientos en el equipo de baloncesto del instituto y la universidad. Durante años, Morgan había sido el atleta mago de Oz. Para Jan, era el demonio personificado.

—Estás estupenda, Janna —la alabó Morgan con su voz de barítono, que la hacía estremecerse.

—Ahora me llaman Jan —lo corrigió ella ladeando la cabeza y mirándolo a los ojos—. He venido a ver a mi padre, pero como está ocupado iré a ver a mi madre.

Jan giró sobre los talones para dirigirse a la puerta, pero Morgan seguía siendo tan rápido y ágil como cuando era el rey del baloncesto, el esperado héroe del campus. La agarró del brazo y la hizo detenerse.

—Espera un minuto, cariño.

—¿Cariño? —repitió Jan soltándose y mirándolo con resentimiento—. Pongamos las cosas claras desde ahora mismo —añadió, directa—. No me gusta la influencia que estás ejerciendo sobre mi padre en esta crisis matrimonial. He venido a solucionar las cosas en mi familia, y te agradecería que no metieras las narices en nuestros asuntos, y que dejaras de aconsejarle a mi padre que no vuelva con su esposa, que es con quien debe estar.

Morgan parpadeó sorprendido. Para Jan resultó muy satisfactorio saber que había dejado atónito a aquel casanova provinciano, probablemente tan caprichoso y voluble como su madre. Indudablemente Morgan esperaba encontrar en ella a la tonta y enamoradiza adolescente de siempre. Bien, pues podía esperar sentado. Jan había cambiado mucho, tras marcharse de Oz.

—Tranquila —aconsejó Morgan—, yo solo trato de solucionar las cosas en tu familia.

—Claro —contestó ella con desdén—, vistes a mi padre como si tuviera la mitad de la edad que tiene, ¿y dices que estás tratando de solucionar las cosas?

—¿Me haces responsable a mí del cambio de imagen de tu padre?

—Sí, te hago responsable. Teniendo en cuenta que lo has contratado para que te ayude en la ferretería, y que él imita tu indumentaria y tu estilo de vida frívolo…

—Espera un momento —la interrumpió Morgan—, hace más de diez años que no me ves, ¿cómo sabes que llevo un estilo de vida frívolo?

—Me lo ha dicho mi madre.

—Puro cotilleo —contestó Morgan—. Llevo la vida de un santo. De hecho, están tratando mi caso en el Vaticano. Los papeles llegarán de un momento a otro.

—Solo te pido que dejes de meter ideas infantiles en la cabeza de mi padre —objetó Jan mirándolo escéptica, sin creer una palabra.

—Escucha, señorita doña Arreglalotodo, has entrado aquí protestando sin saber nada de nada. Te sugiero que te enteres primero de la historia, antes de llegar a conclusiones erróneas y hacer acusaciones. Da la casualidad de que yo soy solamente un testigo inocente, en este caso.

—Claro, tan inocente como aquella noche, en el baile —contestó Jan impulsivamente, reprochándose de inmediato haber sacado a colación el tema.

Tenía que salir de allí, y cuanto antes. Morgan Price la afectaba más de lo que había imaginado. No se comportaba con su habitual calma, con racionalidad. ¿Desde cuándo reaccionaba así? Morgan alzó las cejas y abrió la boca atónito, por segunda vez.

—¿Sigues enfadada conmigo por una estupidez de adolescentes, que ocurrió hace más de doce años? Dios, eso es un poco inmaduro, ¿no te parece?

—Me parece que prefiero evitarte, mientras esté en esta ciudad —respondió Jan apretando los dientes—. Y te agradecería que dejaras de arrojar a mi vulnerable padre en brazos de tu madre. Esa estúpida aventura puede acabar con un sólido matrimonio, así que deja de hacer de celestina. Yo me ocuparé de esto.

Morgan la miró lleno de ira. Jan no evitó sus ojos. Era la guerra. Él era más alto y más fuerte, pero Jan no iba a dejarse intimidar por la atlética estrella. Aunque fuera pecaminosamente guapo y sus hormonas femeninas estuvieran alteradas, no sucumbiría al diabólico encanto de Morgan. Quería que él supiera que había cambiado por completo, y ni su atractivo ni su seductora voz lograrían detenerla.

—Estás completamente equivocada —dijo él con dureza—. El hecho de que haya contratado a tu padre, cuando no tenía nada que hacer ni con quién pasar el tiempo, no significa que yo sea el malo. Tu madre está tan ocupada con la boutique, que no presta la menor atención al momento de transición que atraviesa tu padre. Es egocéntrica, poco considerada y despreocupada, por si quieres saber mi opinión.

—Nadie te la ha preguntado —aseguró Jan.

—Claro, tú lo sabes todo. Llevas años lejos de aquí, y de pronto vuelves de la gran ciudad, al país de los cacahuetes, y esperas resolver la crisis en un minuto, con un chasquido de los dedos. Pues déjame decirte algo, preciosidad, las cosas no funcionan así. Tu padre tiene quejas muy legítimas que alguien debería atender. Y no te atrevas a juzgar a nadie, mientras no hayas escuchado las dos versiones de la historia con una mente abierta y tolerante.

—¿Y quién eres tú, para decirme cómo debo resolver el asunto, señor don Ferretero? —preguntó Jan acalorada—. ¡Tú no eres de la familia!

—Yo soy el único que puede ayudarte a solucionar esto, así que no te conviene enfadarme. ¿Te enteras, preciosidad?

—¿Y qué interés, exactamente, tienes tú en esta disputa? ¿No eres un poco mayorcito para estar buscando otro papá? —preguntó Jan sarcástica.

—Me estás irritando de verdad. Puede que a mí me parezca bien que John esté interesado en mi madre. Tienes razón, jamás pude permitirme el lujo de tener padre, solo pude disfrutar de un interminable desfile de hombres que llamaban a la puerta, en casa de mi madre. Cuando ya me había acostumbrado a su último novio o marido, se ponía a buscar otro. ¿Por qué crees que me pasé la vida en el gimnasio, dando puñetazos? Mi vida en casa no era en absoluto divertida. Pero claro, tú siempre has tenido un hogar estable, garantizado. Quizá merezcas enterarte ahora de lo que yo he tenido que sufrir toda mi vida.

Jan dio un paso atrás, sorprendida ante la ferocidad y las palabras de Morgan. Obviamente él era muy sensible en ese tema. Jan jamás se había parado a pensar en la frustración que debía de haber supuesto para él la celebridad de su madre. Aun así, no quería que le robara a su padre delante de sus mismas narices, usurpándole el papel de hija, debido a su ausencia.

Morgan dio un paso atrás también, dejando escapar el aire retenido en los pulmones, y pasándose una mano por los cabellos.

—Lo siento, Janna, no suelo perder la cabeza, pero es que me has puesto a cien. El hecho, te guste o no, es que tu padre y yo somos amigos. Si no consigues que confíe en ti y te cuente lo que le ocurre con Sylvia, y su necesidad de recuperar el tiempo perdido, ven a verme. Yo te explicaré su punto de vista.

—Gracias, pero prefiero arrastrarme sola por el barro —insistió Jan cabezota— Después de todo, es un problema familiar.

—Como quieras, Janna, pero no esperes que deje de escuchar a John, cuando me necesite.

Jan asintió brevemente, giró sobre los talones y salió de la ferretería. La molestaba que su padre confiara en Morgan y se negara a hablar con ella, la hija mayor, después de haber abandonado su proyecto en la empresa para correr a ayudarlo. En parte, se figuraba que ella tenía cierta culpa de la separación de sus padres. Se había marchado de casa para hacer su vida y emprender una profesión, sin molestarse en volver de vez en cuando, para ver si todo iba bien. Pero había vuelto a casa nada más enterarse de que había problemas, porque la familia era la familia, y siempre debía estar unida, confiando los unos en los otros. No en extraños.

Jan salió a la calle y trató de calmarse. El encuentro con Morgan no había ido como esperaba. Había reaccionado exageradamente nada más verlo. Se había mostrado rencorosa, a la defensiva, e incluso inmadura. Supuestamente, la represión contenida durante años había estallado al fin. Por fin tenía la entereza suficiente como para ponerlo a caldo, y en lugar de ello lo había dejado salirse con la suya. De un modo u otro, no hubiera debido dejar que él la afectara. Morgan era historia para ella, no se sentía atraída hacia él en absoluto. No había pensado en él durante años.

¿A quién trataba de engañar?, se preguntó Jan en silencio. ¿Desde cuándo era una mentirosa patológica? Bien, cierto, quizá hubiera pensado en él en unas cuantas ocasiones, pero eso no significaba nada. Simplemente acababa de volver a ver a Morgan, pero debía concentrarse en reconciliar a sus padres. El primer asunto de la agenda era lograr que sus padres volvieran a dirigirse la palabra.

 

 

Morgan tuvo muchas dificultades para concentrarse en atender a los clientes que llegaron tras marcharse Janna. No estaba preparado para su hostilidad. Nada más verla, lo único que había podido hacer era maravillarse de lo atractiva que era y de lo segura que parecía como mujer. No esperaba sentir por ella un interés tan inmediato, pero así había sido. Contemplar su piel brillar como una perla, a la luz del fluorescente, contemplar aquellos labios como pétalos de flores, y aquel rostro ovalado de rasgos escultóricos, había inspirado en él todo tipo de fantasías, impidiéndole pensar en otra cosa.