Donde están enterrados nuestros muertos - Maristella Svampa - E-Book

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Maristella Svampa

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Cinco Cruces es un pueblo del Norte de la Patagonia que se dispone a festejar sus primeros cien años de vida. Y como es normal, el intendente prepara una gran celebración, que incluye la realización de un documental que cuente la vida y obra de las cinco personas más destacadas de la localidad. Un relato feliz que se corona en un presente venturoso, y que justifica el eslogan de la intendencia: "La gran hora de los pueblos chicos". Ese es el telón de fondo, a partir del cual se cruzan dos historias diferentes, la de Rosana, una empleada doméstica que pierde a su hijo en un accidente de la ruta y emprende una batalla solitaria contra el poder; y la de Miguel, un guionista oriundo de Cinco Cruces, que trabaja en la televisión de Buenos Aires, y que es contratado para realizar el documental del Centenario. Ambos personajes traen a la superficie dramas que el intendente prefiere evitar. El reclamo de Rosana, su demanda de justicia, recupera las historias de otros muertos en accidentes, a lo cual se sumará la extraña desaparición de dos jóvenes de la localidad. Las entrevistas de Miguel irán develando poco a poco otra faz inquietante: la de un pequeño pueblo asediado por una gran empresa minera. Maristella Svampa ha escrito un libro que se suma a la gran tradición de la novela política argentina. Es decir, aquellas novelas que narran cómo la política irrumpe en la vida de una sociedad y la altera para siempre. Bajo el tenue manto de un relato costumbrista, y sin condescender nunca al estridente género de la denuncia, Donde están enterrados nuestros muertos es una ficción que hace literatura con los conflictos urgentes del presente. No el presente al que aspiran el poder político o empresario, sino, justamente, aquello que esos poderes quieren ocultar.

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MARISTELLA SVAMPA

DONDE ESTÁN ENTERRADOS NUESTROS MUERTOS

Cinco Cruces es un pueblo del Norte de la Patagonia que se dispone a festejar sus primeros cien años de vida. Y como es normal, el intendente prepara una gran celebración, que incluye la realización de un documental que cuente la vida y obra de las cinco personas más destacadas de la localidad. Un relato feliz que se corona en un presente venturoso, y que justifica el eslogan de la intendencia: “La gran hora de los pueblos chicos”.

Ese es el telón de fondo, a partir del cual se cruzan dos historias diferentes, la de Rosana, una empleada doméstica que pierde a su hijo en un accidente de la ruta y emprende una batalla solitaria contra el poder; y la de Miguel, un guionista oriundo de Cinco Cruces, que trabaja en la de televisión Buenos Aires, y que es contratado para realizar el documental del Centenario.

Ambas personajes traen a la superficie dramas que el intendente prefiere evitar. El reclamo de Rosana, su demanda de justicia, recupera las historias de otros muertos en accidentes, a lo cual se sumará la extraña desaparición de dos jóvenes de la localidad. Las entrevistas de Miguel irán develando poco a poco otra faz inquietante: la de un pequeño pueblo asediado por una gran empresa minera.

Maristella Svampa ha escrito un libro que se suma a la gran tradición de la novela política argentina. Es decir, aquellas novelas que narran cómo la política irrumpe en la vida de una sociedad y la altera para siempre. Bajo el tenue manto de un relato costumbrista, y sin condescender nunca al estridente género de la denuncia, Donde están enterrados nuestros muertos es una ficción que hace literatura con los conflictos urgentes del presente. No el presente al que aspiran el poder político o empresario, sino, justamente, aquello que esos poderes quieren ocultar.

Svampa, Maristella

Donde están enterrados nuestros muertos / Maristella Svampa. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Edhasa, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-628-531-5

1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Literatura. I. Título.

CDD A863

Diseño de la colección: Pepe Far Diseño de la cubierta: Juan Balaguer

Primera edición en Argentina: agosto de 2013

Edición en formato digital: junio de 2019

© Maristella Svampa, 2013

© de la presente edición Edhasa, 2019

Avda. Diagonal, 519-521

08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: [email protected]

Avda. Córdoba 744, 2º piso C

C1054AAT Capital Federal

Tel. (11) 50 327 069

Argentina

E-mail: [email protected]

ISBN 978-987-628-531-5

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Conversión a formato digital: Libresque

Índice

Cubierta

Portada

Sobre este libro

Créditos

Dedicatoria

Epígrafe

1

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Sobre la autora

A la memoria de Néstor Spangaro

¿Y la jerarquía?, pregunta el forastero.

Pero todavía nosotros no sabíamos qué significaba esa extraña palabra. El hombre de la ciudad debió repetirla varias veces y en otros términos, y Miguel, pacientemente, le explicó nuestra idea:

“Arriba de todo está Dios, padre del cielo. Esto lo sabemos todos.

Después viene el príncipe Orlonia, padre de la tierra.

Después vienen los guardias del príncipe.

Después vienen los perros de los guardias del príncipe.

Después, nada.

Después, todavía nada.

Después, todavía nada.

Después, vienen los campesinos.

Y se puede decir que ahí termina”.

 

Ignacio Silone, Fontamara

1

–Que no sea él, Dios mío, te lo pido por favor, que no sea él.

El marido había quedado fuera de la salita donde la habían trasladado, después de inyectarle un calmante. Al salir, apenas si vio su rostro desencajado, la mirada vidriosa. Alcanzó a sentirlo llorar, mientras el médico la acompañaba hasta un banco de madera y la sentaba de golpe, como si ella fuera una autómata. Lo dejó hacer sin articular una sola queja. Después volvió a no ver nada, ni a su marido que caminaba hacia ella, ni al otro hijo, ni a los familiares que se iban acercando a medida de que se enteraban de la tragedia.

La motocicleta color rojo púrpura, una Kawasaki Ninja 600 centímetros cúbicos, había quedado completamente irreconocible a un costado de la ruta. Del otro lado, sobre el pasto crecido, había quedado el cuerpo de Roberto. Había sucedido en el kilómetro cero, justo en la entrada del pueblo, a las cuatro de la tarde de ese viernes caluroso, y antes de que se desatara aquel viento huracanado, que terminó de llevarse las pocas pruebas que necesitaban para reconstruir la trama previsible del accidente.

–Que no sea él, Dios mío.

No podía dormir la siesta, pese a que se había recostado hacía más de una hora. Sentía que el calmante que había tomado por la mañana, luego de hablar con la señora Dolores, no le había hecho ningún efecto, ya que su espalda seguía siendo un territorio de combate. Un ejército de niños subía y bajaba por sus vértebras, pedaleando fuerte sobre cada uno de los escalones.

Después de un largo silencio escuchó ladrar a los perros. Comprendió entonces que ahora sí llegaría aquel viento que habían anunciado por la radio durante la mañana. Pensó ojalá que a Roberto no lo agarre en el medio de la ruta. A su marido tampoco, se dijo a sí misma de inmediato, casi con culpa. Cuando se desataba aquel viento que venía desde atrás de la cordillera y olía a voces y frío del Pacífico, lo mejor era abrigarse bien y quedarse encerrada en la casa. Ya lo decía su padre, que no había nacido en estas tierras, que el viento nos hace hacer cosas que no queremos; trastorna el buen sentido a los jueces y desorienta a las mujeres, que junto con la Justicia son siempre los más débiles e influenciables.

Recuerda que Roberto, antes de largarse hacia la ruta se acolchaba el pecho, colocándose unos diarios entre la campera y la ropa; para poder cortar el aire gélido que se le empastaba en el cuerpo a lo largo de esos cinco kilómetros que lo separaban de la quinta donde trabajaba.

No era un tramo largo, pero la ruta era angosta y se había puesto muy peligrosa, sobre todo en los últimos tiempos en que se multiplicaron las camionetas de las empresas. Salían por todos lados y andaban como locos por la ruta, como si fueran los dueños del camino. ¿Dónde estaría el hormiguero, por dónde es que salían tantas?, se preguntaba a veces ella. En el último año, habían atropellado a cuatro personas en el cruce entre la ruta 86 y la entrada al pueblo, aunque a nadie se le habían movido las pestañas por eso. Algunos habían empezado a llamarlo el kilómetro de la muerte.

Alguien, un amigo que venía detrás de él, a unos doscientos metros de distancia, en otra motocicleta, la llamó al celular. Contestó desde la cama, aunque ya había decidido que no iba a andar haciéndose la cómoda, como si fuera una señora, y se levantaría de una buena vez a hacer unos mates y conversar con Roberto, en cuanto llegara. Tal vez podría hacer un té con limón, bien azucarado y guardarlo en la heladera. A Roberto le encantaba. Decía que allá en la quinta también solían tomar dos o tres tazas de té frío por las tardes, aunque no les saliera tan rico como a ella.

Respondió el celular, mientras se erguía de manera dificultosa sobre la cama.

Su padre supo ser un hombre sabio y endurecido que había trabajado durante años en la zafra. Nunca le habían doblado el lomo. Siendo maduro llegó al sur, buscando mujer y un nuevo trabajo. La zafra se había terminado con el cierre de los ingenios dejando un olor a cadáver, decía, un olor nauseabundo que lo acompañó hasta el último suspiro.

Ahora le tocaría a ella lidiar con esa maldición.

La camioneta venía en el sentido contrario y estaba sobrepasando a un auto, un Ford K diría luego el policía, justo en la entrada al pueblo. El amigo de Roberto la llamó al celular y le dijo casi sin pensar en la gravedad de lo que estaba diciendo:

–Señora, venga al cruce, por favor, venga que lo mataron a Roberto.

Ella soltó un grito. No puede ser, qué me estás diciendo, quién me habla, quién sos vos, quién te oiga, ¡desgraciado, hijo de puta, andar diciendo esas cosas!

Se calzó unas sandalias gastadas, abrió la puerta de la cocina, sin percibir que el viento había comenzado a hamacar la copa de los sauces y salió corriendo entre los álamos, sin seguir la huella, buscando cortar camino para llegar rápido hasta la ruta, con los dos perros detrás suyo, excitados por la aventura.

Los perros ya se han colocado a su costado y corren, rozándole las piernas con el hocico. Son quinientos metros solamente, pero ella siente que allí se extiende una nueva y dolorosa eternidad, hecha de violentas pulsaciones y jadeos.

–No puede ser cierto, Dios mío, decime por favor que no es cierto, por favor, que no sea Roberto, no, que no sea cierto. Llevame a mí, pero a él no, por favor, Dios mío.

Ve la camioneta blanca a un costado, y en la banquina, un tumulto indescifrable de gente.

–Que no sea él, Dios mío, por favor, que no sea él.

Ve llegar el patrullero policial. No tan lejos, sobre el pasto desparejo, el color púrpura de la motocicleta aparece brillando a la luz de la tarde. Los perros se abalanzan sobre ella, pero no los siente.

Se detiene, hace unos pasos mientras continúa murmurando, que no sea él Dios mío, por favor, que no sea él, que no sea mi hijo.

A un costado de la ruta, yace el cuerpo de Roberto, cubierto de sangre y de restos de metal brilloso.

Su marido la aprieta la mano derecha. Abre los ojos y lo mira, pero siente que no lo ve, aunque él la sacuda suavemente, como si quisiera que vuelva en sí. Pero no sabe que ella no quiere volver. Tampoco quiere quedarse allí, junto a la imagen desgraciada, sobre el cuerpo ensangrentado del hijo arrojado a un costado de la ruta. Pero está segura de que no quiere volver.

Sólo sigue clavada sobre la escena del accidente, que sabe, está segura, quedará por siempre jamás congelada en sus ojos. La enterrarán con esa imagen fundida en sus pupilas. Lo sabe, no le cabe duda.

2

“Estamos investigando la causa del accidente”, le dijo el oficial con una voz difusa, el rostro huidizo, sin atreverse a levantar la mirada.

La frase seguía allí, repiqueteando, como si entrara y saliera una y otra vez de un altavoz, mientras ella permanecía sentada en un banco de madera, en el hall del hospital local. Sentía sus brazos paralizados, el peso del cuerpo enteramente fondeado en su cuerpo. Igual continuaba tiesa, sin ensayar ningún movimiento, endurecida, sus ojos oscuros estampados para siempre contra aquella imagen que, durante el día, sería una de las imágenes recurrentes del noticiero local.

Unas horas antes, un médico joven se había acercado y sin dirigirle la palabra, le había inyectado un calmante en el brazo izquierdo. Sintió el pinchazo, creyó oír incluso cómo entraba el líquido en su sangre, y por un instante pareció volver a la realidad. Levantó la frente y trató de mirar a su alrededor, pero siguió sin ver nada. Sólo los contornos parpadeantes de las figuras, las voces agujereadas y deformes.

Tal vez el médico ensayó un gesto de tristeza, de humana conmiseración, tal vez le dio dos palmaditas en el hombro y después se alejó, tal vez en silencio o en medio de un revoloteo de pacientes y enfermeras de guardapolvo celeste. Pero ella no veía ni escuchaba nada.

Recuerda haber estado recostada en una camilla, en una oscurecida sala que debía ser uno de los consultorios de atención al público. Recuerda haber apretado la sábana delgada y sentir, mientras la estrujaba con sus dedos arqueados, la aspereza del contacto. Antes de dormirse, pensó que a esa sábana diminuta, casi incolora, que no alcanzaba a cubrir toda la camilla, nunca la habrían lavado con un buen detergente, con buen suavizante, en un buen lavarropas.

Cuando abrió los ojos, unas horas más tarde, lo primero que sintió fue la sequedad en la garganta, luego vio unas sombras deambular alrededor suyo, y siguió pensando que tenía sed, pero no se le ocurrió pedir un vaso de agua. Todavía las voces le sonaban lejanas, como si fueran cuchicheos aislados en medio de una larga siesta demorada.

Debía esperar a que Roberto regresara de su trabajo, como siempre. Vendría en su motocicleta color rojo, “color púrpura”, corregía él antes de lanzar una corta carcajada. Al principio, no había entendido muy bien a qué se refería él. Para ella, la motocicleta era de color rojo, un rojo contundente que brillaba bajo el sol levemente cordillerano de aquel día en el cual, como por milagro, todavía no se movía ni una hoja.

“Color púrpura”, dicen los ricos del pueblo, había aclarado él, que de eso sabía muy bien, porque hacía años que trabajaba en la quinta de Don Vicente, a cinco kilómetros de la casa.

Ella esperaba a que él llegara del trabajo y después de unos mates, siempre cenaban juntos. Lito, su marido, casi nunca los esperaba. Prefería tomarse unos vasos de vino, comer algo de pan con queso y seguir el noticiero de las ocho, en el televisor que Roberto les había regalado hacía más de un año, un enorme televisor de 27 pulgadas, cuyo resplandor único parecía querer tragarse de golpe las paredes angostas del comedor.

Cuando lo vio llegar en aquella camioneta de reparto y descender con aquella caja enorme entre los brazos, hasta su marido, que estaba acostumbrado a torcer la boca antes de dar cualquier respuesta, había levantado las cejas con asombro. Es para vos, mamá. Durante un buen rato se había quedado extasiada mirando cómo su hijo desembalaba el aparato, arrojando pedazos de telgopor y nylons al costado, mientras su marido trasladaba el viejo televisor al cuarto matrimonial.

Era viernes y esta vez Roberto llegaría más temprano. El parte metereológico, en la voz dulzona de Santiago Roca, había dicho que ésa sería nuevamente una jornada de calor agobiante en gran parte del país. Pero los habitantes del norte de la Patagonia deberían prepararse para los fuertes vientos que llegarían desde la cordillera, procedentes del océano Pacífico.

Ella estaba dolorida desde hacía días, y por ese motivo esa mañana decidió que lo mejor sería no ir a trabajar. Le habló desde el celular a la señora Dolores; ella era comprensiva y no tendría problemas en que cambiaran el día. Hacía noches que la columna le molestaba y no podía dormir bien, como si tuviera una escalera encima, con dos o tres chiquillos jugando entre sus escalones; adelante, atrás, arriba, abajo, pataleando por encima de cada una de sus vértebras.

Habló con ella. La señora Dolores le recomendó que se recostara un rato, luego de tomarse un analgésico de aquellos que le había dado una semana atrás.

¿No te acordás acaso?, uno cada seis horas y con leche, porque si no, terminan por hacerte una úlcera –había dicho la mujer–. Gracias señora, ahora mismo tomo uno con el mate. Con leche Rosana, es mejor con leche. Claro, señora. Y andá ver a un médico, no podés dejarte estar con eso. Claro señora, pero usted sabe, en el hospital hay que hacer una cola, de esas que llegan hasta los kilómetros.

La mujer largó una carcajada del otro lado.

Qué exagerada sos Rosana, estamos en verano, en vacaciones, siempre hay menos gente en esta época. No se crea señora, siempre hay gente, los pobres tenemos que andar haciendo largas colas y este sol de montañas bajas, mezclado con este viento tramposo, que a veces se quiere caliente, otras veces frío, termina por aturdirnos, por eso es mejor ir al hospital en invierno. Sos cabeza dura Rosana, pero prometeme que si mañana no se te va el dolor, te das un salto hasta el hospital, no hay que jugar con esas cosas, ¿entendés? Se lo prometo, dijo ella antes de cortar la comunicación.

Encendió el televisor y trató de seguir una telenovela, pero no entendía muy bien las historias, tan entrecruzadas como estaban, ahora que se venía el final y todo se aceleraba. Probó con uno de esos programas de chismes, antes de ponerse a planchar la ropa de Roberto. Un hombre entrevistaba a una vedette, que parecía estar hablando desde una playa de la costa. Ella prestó atención al paisaje. Nunca había estado en el mar, era cierto, pero ahora por fin se irían de vacaciones con Roberto, nada menos que a Tucumán. Irían en ómnibus, visitarían las sierras de Aconquija y, más arriba, los campos de zafra. Así le había dicho Roberto.

Dejó la plancha un momento y volvió a clavar la mirada en el televisor. Era estúpido, lo sabía, pero siempre terminaba por engancharse con esos programas. Aunque también le gustaban esos programas que llaman reality, de aquellos en los cuales la gente como ella se sentaba en un living para contar su historia. No eran historias tranquilas, todas historias de traiciones, si no a quién cornos le importaría. Mejor seguir así, pensó, mientras ahora ponía en marcha el nuevo lavarropas y agregaba un poco más de suavizante, mejor seguir así sin nada truculento ni fantasioso que contar, aunque una se pierda sentir aunque sea una vez en la vida lo que significa salir en la tele y que te vean todos y hablen de vos.

Roberto estaría por llegar. Desde hacía unos meses, los viernes salía más temprano del trabajo. Ya eran casi las tres de la tarde, la hora de la siesta. Había un silencio sepulcral en el aire, un calor seco y abrasador, sin asomo alguno de humedad. Asomó la cara hasta el patio y vio a los perros tranquilamente recostados, uno de ellos pareció ensayar una mirada hacia donde estaba ella, luego de abrir la boca en un gran bostezo. Los sauces estaban quietos y expectantes, como a la espera de una caricia que se demoraba, que tardaba más de lo esperado en llegar. Los álamos emergían rígidos y erguidos al costado del camino, como soldaditos en fila. Todavía no había señales de ese viento receloso y huracanado que se acercaba desde Chile, con fuertes ráfagas de ciento veinte kilómetros por hora, ese mismo que había anunciado en la mañana temprano por la radio Santiago Roca, el encargado de presentar el pronóstico del tiempo. Todo seguía envuelto en una quietud casi irreal. Ella frunció el ceño, antes de recostarse un momento, el dolor clavado en las vértebras, los chiquillos subiendo y bajando sin descanso. Un día la escalera se desfondaría de golpe, y los chicos caerían, despeñados, llevándose su columna a cuestas.

¿Sería cierto, como decía la señora, que todo el mundo se había ido de vacaciones y no había que hacer ninguna cola en el hospital?

3

–Lo han matado a mi hijo, me lo han descuartizado en la ruta. Lo he tenido que juntar por pedacitos.

Siente que no puede dejar de repetirlo, ahora que tiene estrujado entre las manos un rosario, que alguien, ya no sabe quién, le ha regalado.

Su otro hijo, Manuel, está a su lado. No puede hablar, dice que le han quitado la voz, que le han clavado una estaca en la garganta, que ni llorar puede. Su marido también parece haber perdido la voz. Allá está, opaco y silencioso, dormitando de a ratos, con los brazos cruzados y la boca semiabierta.

Rosana siente que ella tampoco tiene la fuerza para el grito, y aunque sabe que el llanto llegará pronto, como un torrente infinito, ella sí siente que quiere hablar. Ya no le importan ni el dolor de espalda, ni los chicos que suben y bajan por la escalera de sus vértebras, tampoco le importa ya el viento laberíntico que la pone de mal humor y la hace decir cosas que no quiere, pero sabe, está segura de que quiere hablar.

–No hay derecho –dice, mientras escucha aullar el viento allá afuera.

A Roberto no le disgustaba el viento. Hace poco, en el otoño, le había dicho que no se pusiera tan quejosa, que después de tantos años ya tendría que haberse acostumbrado a tanto revuelo de hojas.

–Claro, vos porque no te toca barrer la casa ni tampoco el patio, mirá el desastre que hay, y encima los perros ensuciando por todos lados, a ver si te los llevás un día…

Él la mira y le hace esa sonrisa de costado, una de esas sonrisas de superioridad que a ella no le gustan nada.

–No seas cabeza dura, mamá, que en otoño no se puede andar juntando hojas todo el tiempo –le dice al rato, siempre hablando de costado, mientras le arrebata la escoba y la deja a un lado, junto a la puerta de la cocina. Después, extiende el brazo derecho, abre la mano y la invita a entrar.

Ella mira el patio invadido de hojas amarillentas, recién desprendidas del parral, y finalmente asiente resignada.

–El día en que uno no sienta más el viento en la boca es porque entonces ya está muerto.

–¡Qué te hace decir eso Roberto!

–Lo dijo Don Vicente el otro día y me gustó. No solo tiene mañas, también tiene sus frases el viejo –agrega él.

–Ese es viejo, pero nos va a enterrar a todos, ya vas a ver…

–Cierto mamá, vos lo dijiste bien, y ya son varios a los que enterró en su familia –sonríe él, en un gesto que ella, no sabe por qué, imagina parecido al del patrón.

Abre los ojos. Ahora recuerda que el viento hizo su entrada momentos después del accidente. Tal vez estaba allí, entre ellos, con el propio Roberto, circulando por el velorio, como si buscara envolver su cadáver y meterse con él en la cajita de madera; como si buscara su boca y quisiera darle un último aliento, tal vez, ¿por qué no?, volverlo a la vida.

Qué pavada, se dejó, qué pavada estoy pensando. Mi hijo está muerto. Dios no me ayudó. Me lo han asesinado.

De lejos vio llegar a la señora. A ella siempre la veía. No importaba si en ese momento todo era bruma y torbellino. A la señora Dolores siempre la veía.

Venía vestida de negro, la pollera larga, hasta los tobillos, una camisa de algodón almidonada, una hilera de botones de nácar. Era la misma camisa que ella había planchado unas semanas atrás, preguntándose para qué quiere la señora que planche estas ropas con colores tan apagados, con esos botones tan finos, si tiene guardadas todas esas blusas lindas y floreadas que le regala la nuera.

La señora se acerca y la abraza. Ella entonces se abandona al llanto.

Yo sabía que usted iba a venir, que no me iba a fallar –le dice entre borbotones–. Como no iba a venir, querida… Es terrible, esto es un crimen. Dios me abandonó señora, no es justo, qué vida es ésta, qué vida, si lo he tenido que juntar por pedacitos, si me lo han descuartizado, señora. Hay que ser fuerte Rosana. Yo lo vi morir con mis propios ojos, eso no se olvida. No hay palabras para esto, solo hay dolor Rosana. Tenía 25 años, era bueno, era trabajador, responsable. Tenía la vida por delante Rosana y te lo arrebataron. A usted también le pasó señora, no crea que me olvido. La mujer le responde con una mueca ligera y agrega entonces con un único gesto, no te voy a engañar Rosana, para eso no hay cura. Lo sé, señora, me lo mataron, me lo dejaron hecho pedacitos, pura sangre en la ruta. Vas a tener que ser fuerte, repite la otra.

El velorio se hace en una modesta sala de paredes blancas, sin ventanas.

–No hay mucha gente, no han de haberse enterado los amigos, afirma el marido, en uno de esos momentos de tregua que depara la larga noche.

–Ya vendrán en la mañana –responde ella–. A Roberto lo querían todos. No han de estar avisados.

Por la madrugada aparece el pastor. Ella ya no está llorando, pero se deja consolar con rezos y oraciones, con multiplicados gestos de piedad. Cuando el hombre, pequeño, de rostro seco, casi amortajado, comienza a hablar de la resignación y el perdón, ella alcanza a detenerlo y lo aleja con el brazo, mientras busca a su marido. El pastor insiste, le recuerda que son ellos los que sacaron a Roberto del mal camino, hace dos años, cuando llegó casi moribundo hasta la iglesia. El pastor insiste en que son ellos los que lo hicieron arrepentirse y respetar la palabra de Dios.

Ella repite el gesto, busca apartarlo, mientras intenta despertar a su marido.

–Son como moscas estos evangélicos –piensa.

El pastor retrocede y le dice que vendrá a visitarla más adelante, cuando todo esto haya pasado, cuando sólo haya dolor y no más cuerpo presente, entonces podrán volver a hablar de Roberto, de la palabra de Dios, de la Iglesia que él había elegido.

Ella ya no lo escucha. Piensa en el viento que merodea afuera sin encontrar una ventana por la cual colarse, ve la moto color púrpura destrozada, ve volar la puerta trasera de la camioneta que golpea a Roberto y lo corta en dos. Ve llegar a la policía, abalanzándose sobre ella, cubriendo con una lona oscura el cuerpo, mientras el conductor de la camioneta retrocede y se aleja. Abre los ojos, como para expulsar las imágenes.

–Es la fatalidad –dice alguien al lado suyo.

Ella gira sobre sí misma, y con los ojos entrecerrados, corta en dos el silencio del velorio.

–No, no es fatalidad. A Roberto me lo mataron.

4

Parecía mentira, pero quince días se cumplían ya de la muerte de Roberto.

Su marido asintió silencioso. Estaba sentado sobre uno de los troncos, debajo del parral y fumaba despacio, mientras miraba hacia el patio, y echaba largas volutas de humo cerca de donde estaban recostados los perros.

Durante unos días, ella se había perdido. Era como si no supiera dónde había estado. Lo único que recordaba es que le habían robado su centro, el eje de la noria, y que sus pasos se habían esfumado en la estepa caliente, asoleada, sin ritmo ni sentido alguno, caminando a la vera del camino como un fantasma deshabitado espantando por igual a aguiluchos y alacranes del desierto.

No, no sabe muy bien qué hizo durante esos primeros días.

Vinieron a visitarla tres abogados, pero fue su marido quien habló con ellos.

Sospecha que quien llega todas las mañanas y se va hacia la tardecita casi sin musitar palabra es su nuera, la misma a la que maldijo infinidad de veces, la misma a quien nunca perdonó ni aún cuando Roberto se lo pidió casi de rodillas, debajo del parral testigo y de los perros expectantes, con lágrimas en los ojos.

–Es una atorranta, una maldita. Deberían mandarla a trabajar, para que al menos les de algo de plata. Tu hermano y vos deberían mandarla a trabajar.

Su hijo continuaba arrodillado.

–Tenés que decírselo –insistió ella, con la voz endurecida.

Él sollozó un rato más.

Lo que daría, piensa, por sentir una vez más ese sollozo lento, allí en el patio que en ese entonces olía a tierra mojada; lo que daría por ver nuevamente esos ojos con lágrimas de arrepentimiento, buscándola a ella, sólo a ella.

Pero Roberto dejó de sollozar, se levantó bruscamente y se marchó sin saludar.

–No hay que tirar tanto de la soga –decía su marido.

–Vos no sabés de qué hablás.

–Sí sé, es un asunto entre hombres.

–No es verdad. Es un asunto entre hermanos –corrigió ella–, y entre ellos no puede haber mentiras cómo ésas.

–Vos no entendés nada…

–Es una maldita puta, y vaya a saber de quién es ese hijo al que consiente todo –exclamó con enojo.

–Igual nieto tuyo ha de ser, así que no te quejés tanto, mujer. Después de todo, Roberto es un manso; no hay que tirar tanto de la cuerda. Te trata bien, ¿qué más querés mujer? ¿O acaso querés controlarle la vida? Dejá que se refucile con quien quiera… –mascullaba él.

–No sabés lo que decís, no sabés...

–Sos vos la que no sabe ni entiende –exclamó él.

–Yo no quiero que se maten entre ellos.

–Nadie quiere eso, mujer, ¡qué ideas te metés vos en la cabeza! Estás cada vez peor, como tu viejo. Vas a terminar igual que él, loca, peleada con medio mundo y chupándote un litro de paration.

–No te metas con él, ya te lo dije mil veces –interrumpió ella, levantando el tono de voz.

–Si hasta vos decías que ni él mismo se aguantaba…

Esperó unos días, pero Roberto no volvía a la casa ni llamaba por teléfono. Se mordió los labios de angustia. No lo voy a llamar, se dijo, que llame él.

En ese entonces, todavía no había comprado aquella moto color púrpura; solo una bicicleta que Roberto pedaleaba kilómetros y kilómetros, entre la casa y la quinta de Don Vicente.

Tres días más tarde probó suerte con Manuel, pero su celular no contestaba. Empezó a preocuparse, a dormir mal por las noches.

Lo conversó con la señora, pero no le fue muy bien, no como ella habría esperado.

Es inmoral Rosana, lo que contás es inmoral, dijo la mujer horrorizada. Es lo que yo pienso señora. Y hacés bien, no se puede aceptar cualquier cosa. Mi marido no piensa así. Porque no es el padre de ellos Rosana, le importa tres pitos, vos sabés cómo son los hombres. Señora, a veces la gente pierde el sano juicio, pero no porque seamos pobres podemos hacer cualquier cosa, le digo yo. Bien dicho Rosana, nunca hay que perder la dignidad, por más humilde que uno sea. Espero que vuelva señora; ya van cuatro días y él no aparece, yo lo quiero perdonar, pero antes quiero que vaya y hable con su hermano, por ahí ya lo hizo, no sé... Va a volver, no te preocupes tanto… ¿Pero vos viste cuánto polvo hay hoy en el living, no?, ah, cuando termines acá, no te olvides de ir a comprarme unos tomates, que hace días que no tengo más. Voy enseguida señora, es cierto que hay mucho polvo en el living, nunca se termina de ir.

Sintió los pasos que iban hacia la cocina, mientras la mujer seguía hablando.

–Es el viento Rosana, el viento que no deja de percudir los muebles y se cuela por entre el tejido de las ventanas. Un día me van a encontrar sola, encerrada y enterrada en el polvo; solamente vos te vas a dar cuenta, porque de mis hijos no puedo esperar nada… Ellos hacen su vida…

Ella sonrió con tristeza pero decidió que ese mismo día llamaría a Roberto.

Le había quedado dando vueltas lo que le dijo la señora. No toda esa historia sobre que su marido no era el padre, ni que ocho cuartos, aunque eso, a decir verdad, la había lastimado un poco, no podía negarlo. Pero lo que le había quedado dando vueltas era eso de quedarse sola, de morirse sola, lejos de sus hijos, y que a ella la encontraran una mañana en su habitación, boca arriba y sin mortaja, con el polvo patagónico entre los dientes.

No tuvo que dar el paso ella, ya que esa misma tarde recibió una llamada de Roberto.

–Se lo dije mamá, se lo dije a Manuel, se lo dije.

Su hijo seguía lloriqueando del otro lado.

–Hiciste bien Roberto. Eso no se le hace a un hermano –respondió ella, esbozando una sonrisa de satisfacción.

–Me voy a matar mamá, soy un hijo de puta, no tengo perdón. ¿Cómo pude hacerle eso a mi hermano?

–No seas tonto… Ya diste el paso más importante…Hay que dejar pasar un tiempo –trató de suavizar ella, sin creer demasiado en lo que decía.

–Manuel me odia, ni pararse y pegarme pudo. Me quiero matar mamá…

Quince días que llevaba muerto y todavía parecía mentira.

“Un joven de Cinco Cruces perdió la vida ayer por la tarde al colisionar la moto que conducía contra una camioneta Ford Transit. El accidente se produjo sobre la Ruta Nacional 86 a la altura de la entrada de Cinco Cruces. El fatal accidente ocurrió cerca de las 16 horas a la altura del kilómetro cero, llamado por los vecinos, el ‘kilómetro de la muerte’, por la cantidad de accidentes que se produjeron en el último año. La camioneta Ford Transit, perteneciente a una empresa minera, conducida por un masculino cuya identidad no se ha revelado, trataba de sobrepasar a un Ford K, en el que viajaba una familia de turistas, todos ellos ilesos. Al arribar al kilómetro cero, la camioneta embistió de frente una motocicleta Kawasaki Ninja, conducida…”

Se le quiebra la voz y siente que no puede continuar con la lectura.

–¿Para qué me leés eso? –pregunta ella.

Él no la mira, pero le responde, con la voz ahogada en el reproche.

–No fui yo sino vos quien trajo el diario de ese día.

–Me lo dio la señora, para que lo guarde de recuerdo.

–Está más loca que vos esa mujer… –exclamó él, sin poder contenerse.

Es ella la que no lo mira ni le responde ahora, como si estuviera ofendida o no supiera muy bien qué decirle.

Él se repone, o trata de reponerse y luego de unos segundos continúa leyendo.

“Conducida por Roberto Montenegro, un joven de 25 años, quien murió en el acto como producto del impacto. A pesar de que el joven conducía su moto por la banquina, fue embestido por la camioneta. Luego de la colisión Montenegro fue socorrido por una ambulancia y falleció antes de arribar al hospital Dr. Carrillo de Cinco Cruces.”

–No murió camino al hospital –interrumpe y corrige ella–. Yo estaba, yo lo vi. Cuando llegué, él ya estaba muerto.

“El joven llevaba el casco colocado, pero la dureza del choque le provocó lesiones mortales. El ocupante de la Ford Transit resultó ileso. La moto quedó completamente destruida en la parte frontal mientras que la camioneta registró daños materiales en la compuerta derecha trasera.”

–Ni el nombre del asesino ponen en el diario –agrega ella, mientras se levanta de la silla, hace unos pasos y le arrebata el diario, para guardarlo entre los recuerdos de Roberto que ha comenzado a acumular de manera prolija en una cajonera de madera.

–Tenés que hablar con algún abogado Rosana. Hubo uno que ya pasó dos veces… –le dice él, cuando la ve salir del dormitorio.

–Más adelante, más adelante –respondió ella con poca convicción, mientras abría la puerta de la cocina para abandonar la casa.

Como todos los días desde el accidente, hacia las cuatro de la tarde, camina hasta la ruta y llega hasta el cruce del kilómetro cero, seguida de cerca por los perros. Lleva unas flores consigo, unas margaritas blancas y unas azucenas que le ha dado generosamente la señora. Mira el asfalto, lo mira varias veces, lo escudriña, como si quisiera arrancar de cuajo toda esa sustancia negra y pastosa reblandecida por el calor del verano, tragársela toda, exhibir su carne vencida, qué dice, reventar con su mortaja en la banquina, junto al cruce fatal, donde todavía debía andar vacilando el alma inquieta de su hijo.

Cruza la ruta y hace unos pasos para depositar las flores, ahí donde fue arrojado el cuerpo sin vida de su hijo. Pero apenas llega al lugar, se sorprende. Hay otras flores; otras margaritas. Y claveles y alelíes que alguien ha puesto en un tacho de lata convertido en florero.

Ve también que dejaron un mensaje. Se agacha y siente de nuevo el mal que le recorre el espinazo, pero hace caso omiso a su dolor. Ya ni pastillas toma, ni sabe siquiera dónde las dejó. Agarra el papel que está doblado en cuatro, lo abre y observa una letra desprolija.

Lee en voz alta: “Roberto, hermano, QEPD, pide por nosotros. Carlitos y flia”.

5

–El intendente dice que celebra su decisión. Dice que por fin usted entendió que llegó la gran hora de los pueblos chicos.

Aquella conversación había comenzado apenas tres días atrás. Muy temprano por la mañana su celular había sonado de modo insistente. Pensó en no contestar, estaba cansado y sentía que todavía había posibilidades ciertas de recibir alguna que otra llamada indeseada. Sin embargo, apenas espió la característica del número en la pequeña pantalla, suspiró con alivio, descartando los peores pensamientos.

–Hola Miguel Ángel, ¿cómo estás? ¿A qué no sabés quién te habla? –escuchó decir enfáticamente del otro lado.

Hacía añares, más aún, siglos infinitos, como diría Neruda, pensó él, que nadie le llamaba por su nombre completo.

–No tengo la menor idea, aunque por supuesto, sé muy bien de dónde viene la llamada.

Hubo una risita breve del otro lado del teléfono.

–Soy Gustavo Valente, ¿te acordás de mí?

Él se quedó unos instantes en silencio, lo suficiente como para instalar la duda. Finalmente intervino con decisión, antes de que el otro retomara la palabra.

–Gusto en saludarte, hombre, tantos años.

–¿Seguro de que te acordás de quién soy? –volvió a la carga el otro.

–Claro, claro, ¿Pero a qué debo el honor de recibir un llamado del intendente de Cinco Cruces? ¿Supongo que no me llamarás solamente para desearme un feliz año? Es un poco tarde para eso –agregó, como para colocar en un nuevo lugar las cosas.

El otro adoptó un tono entusiasta.

–Ja, ja. Feliz 2010 Miguel Ángel.

–Igualmente…

–Estoy con poco tiempo, pero quería hablarte yo personalmente y no dejar, vos sabés, que estas cosas las arreglara una secretaria…

–Ajá –repuso, intrigado.

–Miguel Ángel: sé que te fuiste hace mucho tiempo, aunque cada tanto alguien sepa que pasas por acá, cuando volvés a visitar a tu madre.

Hubo un instante de silencio, en el cual no supo muy bien qué decir y sólo mantuvo la expectativa. Gustavo se vio obligado a retomar la palabra, y fue directamente al grano.

–¿Estás enterado de que este año el pueblo cumple cien años, no?

–No, a decir verdad…

–Sí, hermano, Cinco Cruces cumple sus primeros cien años y estamos dispuestos a tirar la casa por la ventana. Espectáculos, concursos, fiestas, exposiciones, homenajes y todo lo que se te ocurra. La fiesta inolvidable. Vamos a invitar a grandes artistas: Soledad, Gieco, los Redonditos…

–Va a estar un poco complicado eso último –trató de decir, sin buscar interrumpirlo del todo.

Pero continuaba lanzado en el placer de la pura enumeración.

–Rally Barrionuevo, el Chaqueño Palavecino, Fito Paéz y todo lo que se te ocurra… Tenemos armado el comité del Centenario que está trabajando desde hace meses, organizando puntillosamente cada detalle, cada momento, para que todo salga perfecto y tengamos la gran fiesta inolvidable…

–Si no me equivoco es el 28 de mayo, ¿no? –acertó a decir, mientras reparaba que en menos de un minuto el otro había dicho dos veces “la fiesta inolvidable”.

–Exacto Miguel Ángel, exactísimo; veo que te acordás.…

–Tres días después del Bicentenario, querrás decir…

–También, es cierto… Pero eso no nos preocupa. Lo nuestro está en una escala diferente. Tampoco somos pretenciosos; sabemos ubicarnos. Somos una pequeña localidad ubicada en el sur del país; seguro estás pensando una localidad más, perdida entre la estepa y la cordillera. Es verdad. Somos pequeños y humildes, pero igual, queremos hacer un gran festejo, como el que se merece nuestra gente.

–Hablás como intendente. Te queda bien el sayo –acotó.

–Ja ja, el sayo… Y, no es fácil, viste…

–Pero la verdad es que nunca supe del todo si habías salido electo intendente por los peronistas o por los radicales.

–Ninguno de ellos, hermano. Somos una fuerza nueva, un partido vecinal, que claro, se entronca con el partido provincial. Después de todo, somos un pueblo chico y necesitamos apoyarnos en alguien.

–Lo suponía.

–Pero, volviendo al tema del Centenario, te cuento que estuvimos haciendo una investigación previa y averiguamos que Cinco Cruces es la única localidad que en 2010 festeja sus cien años. ¿Te das cuenta de la oportunidad que tenemos?

–No muy bien –contestó él, tratando de contener un poco el tono desapasionado con el cuál comenzaba a seguir ese tramo de la conversación.

–Bueno, no sé si es una gran oportunidad o no, pero el caso es que vamos a hacer un gran festejo, y pensamos que vos podías darnos una mano…

–¿Una mano yo? No sabría cómo…

–Me expresé mal. No te llamo para pedirte un favor sino para hacerte una propuesta. ¿Me seguís?

–Bueno, decime de qué se trata. Vos sabés que todo lo que pueda hacer desde Buenos Aires… –alentó él, con un tono contemporizador.

–¿No sos escritor vos?

–Bueno, lo que se dice escritor, escritor… Hago guiones para la tele y colaboro en la realización de documentales… Quiero decir; sigo escribiendo igual, pero para ser honesto con vos Gustavo, no sé si considerarme un escritor. Soy guionista y a veces oficio también de periodista ocasional, como sabrás…

–¡Precisamente eso es lo que nos interesa en vistas del centenario de Cinco Cruces, Miguel Ángel!

–Aclarame un poco, porque sigo estando en babia…

–Ja ja, en babia, ¡cuánto hacía que no escuchaba esa palabra! Se nota que sos escritor aunque no quieras reconocerlo…

Él se mantuvo en silencio.

–Bueno. Te cuento de manera sintética, porque estoy apurado –repitió el otro–. El Comité del Festejo del Centenario propuso hacer una serie de entrevistas a cinco personas destacadas nacidas en Cinco Cruces. Me refiero a cinco largos reportajes a personas relevantes, artistas, periodistas, deportistas, políticos… Un reportaje a los nycs más famosos del lugar, algunos de los cuales siguen viviendo acá y otros no, pero están cerca, por la provincia, o bien, en Buenos Aires. Voy al punto Miguel Ángel: la idea es hacer un documental para poder pasar luego en las escuelas y eventualmente, si aceptás, también hacer un libro. ¿Me seguís ahora?

–Claramente –dijo él.

–Y entonces pensamos en vos –disparó el otro.

Hubo un nuevo instante de silencio, en el cual ninguno de los dos se atrevió a decir nada.

Miguel frunció los labios y contuvo un instante la respiración, mientras se abalanzaban sobre él, a los borbotones, un cortejo de buenos y malos pensamientos. Moderó sus impulsos, antes de responder y luego volvió a adoptar un tono de voz neutro.

–Insisto en preguntar. ¿En qué puedo ayudarlos yo con todo eso?

–En mucho –respondió con un poco de sorpresa el intendente–. Queremos que vos seas quien haga los reportajes a esos cinco notables que seleccionó el comité, después de arduas discusiones, y armes el documental…

Esta vez Gustavo fue más concreto y redondeó la propuesta. Tiempo acordado para el trabajo, salario, pasajes, viáticos y un ayudante que lo acompañaría con la cámara para filmar a los cinco entrevistados elegidos. La lista, como él decía, ya estaba acordada. Si él aceptaba, como creía que debía hacerlo, decía el otro buscando un tono entre didáctico y persuasivo, la secretaria se pondría en contacto para comenzar ya mismo con el trabajo.

–Tomate unos días. Sabemos que estás muy ocupado, pero también contamos con tu compromiso y tu interés –trató de cerrar el otro, cuando él respondió que lo iba a considerar, que debía meditar la propuesta y revisar su agenda de verano.