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El domingo 16 de junio de 2019, un apagón dejó sin luz a cincuenta millones de personas en la Argentina e hizo que advirtiéramos, por unas horas, la importancia de la energía en nuestras vidas. Nunca como ahora fue tan evidente la necesidad de colocar en la agenda el derecho a la energía, por su impacto en los servicios públicos y en las condiciones de vida de los sectores medios y populares. Y de discutir en serio, en medio del colapso ambiental, la transición de un modelo basado en combustibles fósiles (en declive y altamente contaminantes) hacia uno basado en energías renovables. Este libro, escrito por reconocidos especialistas en el tema, pone sobre la mesa los claroscuros y combates en torno a la transición, sabiendo que no se trata de un proceso puro o lineal y que no hay manual con preguntas y respuestas unívocas. Frente a una Argentina cuya estructura económica depende de energías fósiles convencionales (gas natural y, en menor proporción, petróleo), insuficientes y ambientalmente inviables, las fórmulas de la transición que proponen las principales fuerzas políticas merecen una mirada detenida y crítica: ¿es Vaca Muerta parte de la solución, un puente hacia energías limpias, o más bien impide alternativas realmente superadoras? ¿Qué pasa con el litio, que parece pura promesa de futuro pero requiere utilizar cuantiosas reservas de agua en territorios áridos? ¿Cuál es el riesgo de apostar de lleno por el agrodiésel, que proviene de la producción de soja transgénica? ¿Qué balance trazar de los programas de energías renovables durante el gobierno de Cambiemos? Analizando cada una de estas cuestiones, las autoras y los autores postulan un interrogante crucial: ¿es posible pensar la transición energética solo como una meta cuantitativa que apunta a bajar la emisión de gases de efecto invernadero, sin poner en cuestión los modelos de desarrollo, de consumo y de movilidad? Se trata, finalmente, de no aplicar a las energías renovables la misma lógica de explotación ilimitada que nos trajo hasta acá y, en un país periférico, de orientar la transición con una impronta comunitaria y democrática, en vez de dejarla en manos de grandes jugadores corporativos. La transición es hoy un concepto en disputa. Y este libro es un aporte imprescindible para entender cuáles son los riesgos y cuáles los caminos que se abren para avanzar no solo hacia una sociedad posfósil sino también más igualitaria.
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Seitenzahl: 505
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Índice
Cubierta
Índice
Portada
Copyright
Introducción
Parte I. La energía y la transición como problemáticas integrales
1. Crisis socioecológica, léxico crítico y debates sobre las transiciones (Maristella Svampa)
Nuestros tiempos de Antropoceno
Léxico crítico del Antropoceno. Miradas desde el Sur Global
El rol innovador de los movimientos socioambientales
Debatir la transición socioecológica
2. Perspectivas sobre energía y transición (Pablo Bertinat, Melisa Argento)
Una mirada crítica, integral y relacional de la energía
¿Qué fue de las transiciones? Del incremento en la intensidad energética al paradigma de las desigualdades
Caracterización del sistema energético
Los caminos de una transición energética justa y popular
Coordenadas de una transición energética justa y popular
A modo de conclusión
3. Los sindicatos frente a la crisis socioecológica y la transición energética (Cecilia Anigstein)
¿Una transición justa?
Génesis de la transición justa en el movimiento sindical internacional
Entre la gobernanza global y la globalización desde abajo
Sindicatos, conflictos y transición justa. Experiencias internacionales
La transición justa en el escenario latinoamericano
Parte II. El fosilismo como horizonte estructurante y sus problemas
4. La transición energética en la prensa escrita argentina (2012-2019) (Felipe Gutiérrez Ríos)
El debate sobre la transición energética en un contexto global
Las disputas por el sentido en torno a la transición energética
La transición energética con Vaca Muerta
Perspectivas: el desarrollo sustentable y la economía verde
La transición energética sin Vaca Muerta
Perspectivas ambientales en la izquierda nacional y anticapitalista
Un debate a la sombra de Vaca Muerta
5. ¿Transición energética en el Cono Sur? Renovables, potencia público-social y neoextractivismo en la era del declive fósil (Bruno Fornillo, Martín Kazimierski, Melisa Argento)
La transición chilena, el laboratorio verde del mercado
La transición uruguaya, ¿descentralización público-social o para el capital?
La transición argentina, el desembarco privado y el potencial público
La sociedad en movimiento frente a la mercantilización de la energía
6. La producción de energías extremas en la Argentina: Vaca Muerta interrogada (Gabriela Wyczykier, Juan Acacio, Jonatan Nuñez)
La tierra prometida: Vaca Muerta como esperanza pública
Vaca Muerta en acción: su importancia subnacional
Trabajo y regalías
La viabilidad económica y productiva de Vaca Muerta en cuestión
Tensiones, disputas y valoraciones divergentes en tierras fracturadas
El fracking en el centro de la polémica
La problemática del agua y los derrames
La tierra tiembla: sismos en Vaca Muerta
Conflictos en tierra mapuche
Conclusiones
Parte III. Alternativas, ambivalencias y falsas soluciones
7. ¿Son los agrocombustibles parte del problema o de la solución?. Pensar la transición energética desde el sistema agroalimentario (Nazaret Castro)
El sector de los agrocombustibles en la Argentina
La sustentabilidad como discurso legitimador. Los impactos socioambientales de los agrocombustibles de primera generación
Segunda, tercera y cuarta generación de agrocombustibles: ¿parte del problema o de la solución?
Pensar la energía en el marco de la transición ecosocial: la agroecología como proyecto político
8. El litio y la acumulación por desfosilización en la Argentina (Melisa Argento, Ariel Martín Slipak, Florencia Puente)
La configuración de la cadena global de valor de las baterías de litio y el marco normativo de las actividades extractivas
Presión extractivista e insustentabilidad de la minería del litio en los salares argentinos
La crítica radical por transiciones socioecológicas justas
Reflexiones sobre el litio, de cara a una transición energética popular
9. Las ambivalencias de las energías renovables. Del Programa RenovAr a la generación distribuida (Martín Kazimierski)
RenovAr, un programa financiero antes que productivo
Política industrial extranjerizadora
Contratos errantes, costos estatales
Pensar un sistema alternativo a partir de la generación distribuida
Motivaciones políticas, estímulos económicos y diálogo social
Reflexiones finales. Debates y combates por la transición (Maristella Svampa, Pablo Bertinat)
Sobre las autoras y los autores
Fuentes
Maristella Svampa
Pablo Bertinat
compiladores
LA TRANSICIÓN ENERGÉTICA EN LA ARGENTINA
Una hoja de ruta para entender los proyectos en pugna y las falsas soluciones
Juan Acacio • Cecilia Anigstein • Melisa Argento • Nazaret Castro • Bruno Fornillo • Felipe Gutiérrez Ríos • Martín Kazimierski • Jonatan Nuñez • Florencia Puente • Ariel Slipak • Gabriela Wyczykier
Svampa, Maristella
La transición energética en la Argentina.- Maristella Svampa; Pablo Bertinat, comps.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2022.
Libro digital, EPUB.- (Otros Futuros Posibles)
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-801-139-4
1. Crisis Ecológica. 2. Crisis de Energía. 3. Combustibles. I. Bertinat, Pablo. II. Título.
CDD 363.70561
© 2022, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
<www.sigloxxieditores.com.ar>
Diseño de colección y de cubierta: Pablo Font
Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina
Primera edición en formato digital: marzo de 2022
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-139-4
Introducción
1.
Pocos recuerdan ya el apagón ocurrido en la Argentina el domingo 16 de junio de 2019.
Ese apagón, que afectó también a Uruguay y Paraguay, hizo que sintiéramos el roce de la catástrofe y advirtiéramos la importancia de la energía en nuestras vidas. Por primera vez en la historia del país, el corte se registró en la casi totalidad del territorio nacional y afectó a un mismo tiempo a unos cincuenta millones de personas. Ese domingo se festejaba el Día del Padre y, en medio de un diluvio sin fin, en algunas provincias se votaba para elegir nuevos representantes. La electricidad se restableció ese mismo día, de modo gradual; primero en las grandes ciudades, después en varios partidos del Conurbano bonaerense; por último, en las provincias y localidades más lejanas, donde al apagón extendido se sumó muy rápidamente la falta de agua. Hubo una excepción: la pequeña localidad de Ticino, en Córdoba, que, a menos de 200 km de la capital de esa provincia, cuenta con tres mil habitantes; allí opera una central termoeléctrica de biomasa, que obtiene energía a partir de la cáscara de maní como materia prima combustible.[1]
A otra escala, en 2017, el colapso sanitario y energético asoló Puerto Rico, una isla recurrentemente azotada por huracanes en tiempos de crisis climática. El 6 de septiembre de ese año, tras el paso del huracán Irma, con vientos de cerca de 170 km/h, por el extremo norte del país, más de un millón de personas amanecieron sin luz. Dos semanas después, el paso del huracán María, de categoría 4 y vientos de unos 200 km/h, dejó sesenta y dos muertos, según las cifras oficiales; más de mil, según investigaciones independientes. La isla quedó en penumbras. El huracán arrancó de cuajo los techos y dejó comunidades a oscuras durante meses.[2] Hubo una sola excepción en la isla: Adjuntas, un pequeño poblado situado en la cordillera central, donde se encuentra la sede de Casa Pueblo, un proyecto de gestión comunitaria que desde 1999 opera con energía renovable, gracias a la cual se convirtió en un oasis energético en medio de un escenario catastrófico. Durante el paso del huracán, el fundador de esta ONG –el ingeniero Alexis Massol, quien en 2002 obtuvo el premio Ambiental Goldman, equivalente al Nobel en esta área–, estuvo transmitiendo en vivo desde su radio comunitaria para informar a la población y coordinar las tareas de limpieza y ayuda a los afectados. Tras el paso de la tormenta, los vecinos comenzaron a acercarse a Casa Pueblo para recargar sus celulares o someterse a tratamientos médicos que requerían uso de electricidad. En la emergencia y gracias a la solidaridad internacional, Casa Pueblo repartió catorce mil lámparas solares y acompañó la instalación de paneles fotovoltaicos en las casas y lugares que por razones de salud los necesitaban.
Asi surgió la idea de iluminar ese municipio de más de dieciocho mil habitantes con energía solar, tarea para la que los puertorriqueños en el exterior comenzaron a asumir un papel fundamental, enviando bombillas solares. Dicho de otro modo, el huracán María abrió una oportunidad para dejar atrás un sistema energético fósil, dependiente del continente (los Estados Unidos) y controvertido por sus tarifas elevadas, pero además obsoleto por utilizar fuentes no renovables. Refiriéndose al sistema de lamparillas solares, Arturo Massol Deyá –director adjunto de Casa Pueblo–, especificó: “No depende de las líneas de transmisión ni distribución, es libre de combustibles fósiles, inmediato, liviano, seguro, económico y beneficia a la gente directamente” (Arroyo, Corbella y Poveda, 2017). En medio de la crisis, Casa Pueblo propuso avanzar en un programa de expansión de la energía solar, “50% con SOL”, para que –con el año 2027 como meta– la mitad de la isla de Puerto Rico diera el salto al sistema solar de generación de energía, un modelo local que se pensó en clave de responsabilidad planetaria.
El carácter innovador de las experiencias de resiliencia sale a la luz en momentos de catástrofe climática. Dicho de otro modo, la vivencia cada vez más palpable del colapso convive con la difusión de nuevas experiencias colectivas, ligadas a la sostenibilidad de la vida y llevadas a cabo por organizaciones y grupos de mujeres y hombres que apuestan por otros sistemas sociales y otros modos de relacionarse con la naturaleza.
Si retomamos al caso argentino, vemos que ciertamente el apagón de junio de 2019 no se puede atribuir a los impactos del cambio climático, sino a un “error operativo” de la empresa de transporte de energía eléctrica de alta tensión, Transener. Pero esta experiencia de desamparo que todos vivimos, marcada por el temor de haber visto la cola del monstruo en la oscuridad, bien podría haber servido para abrir el debate sobre la importancia de la energía en nuestras vidas; la situación crítica que atraviesa el sistema energético argentino; los enormes problemas ligados a su privatización, a la permanencia de un marco normativo neoliberal; la necesidad de un nuevo paradigma energético, basado en energías limpias y renovables, en fin, nada menos que la urgencia de colocar en la agenda pública la problemática de una transición energética justa y popular. Pero, como bien sabemos, nada de eso ocurrió.
2.
Pensar la transición en términos de paradigma energético es sin duda uno de los desafíos más grandes y complejos que se plantea a nuestras sociedades. Como se advierte en diferentes investigaciones de carácter teórico y empírico, la concepción de la energía como bien de uso mercantilizado, asociada a un paradigma productivista y a una visión antropocéntrica de la naturaleza, muestra limitaciones críticas tanto en lo que hace a la disponibilidad de recursos naturales, como a los impactos socioambientales que la extracción y utilización de energías provenientes de fuentes convencionales (básicamente combustibles fósiles) trae aparejados sobre los ecosistemas, los territorios y sus poblaciones.
Desde fines del siglo XX esta realidad energética ha venido impulsando debates sociales, políticos y filosóficos, así como diferentes estudios técnicos y económicos, que confirman la necesidad de repensar las políticas públicas, de llevar a cabo una transición hacia energías sustentables y renovables, de generar un nuevo paradigma orientado a la reconfiguración de las relaciones sociedad-naturaleza, al cambio del metabolismo social, a la reducción de las asimetrías y desigualdades sociales, a la transformación de relaciones de poder y dominación propias del escenario energético existente.
En los últimos ciento cincuenta años, la generación de energía ha estado basada en la explotación de combustibles fósiles. En este corto lapso, hemos extraído y consumido cada vez más recursos energéticos no renovables que la naturaleza ha tardado millones de años en crear. A escala global, en la actualidad estos recursos no renovables constituyen el 92,4% de la energía utilizada y, de este alto porcentaje conformado por recursos obtenidos de la tierra, el 82% proviene del carbono: gas, petróleo y carbón.
No por casualidad, suele afirmarse que la nuestra es una “civilización del petróleo”. Efectivamente, los hidrocarburos han sido cruciales en el cambio y en la expansión del consumo, pero esa matriz energética también ha estado asociada a la concentración de poder. Así, entre las mayores corporaciones transnacionales del mundo, las empresas petroleras ocupan un lugar destacado, con un gran poder de lobby a escala global y fuertes vasos comunicantes con el poder político, a escala nacional y subnacional. Más aún, desde que el petróleo devino un recurso estratégico, el acceso a los yacimientos siempre fue sinónimo de luchas de poder y de guerras imperialistas. En Sudamérica, un ejemplo de ello fue la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay (1932-1935), que dejó casi un millón de muertos. Detrás de esta guerra estaban los intereses de dos grandes corporaciones que se disputaban el posible petróleo del Chaco: la Standard Oil Company y la Royal Dutch Shell. En 2003, el entonces presidente de los Estados Unidos y accionista petrolero George Bush (h) inició una guerra –junto con sus aliados europeos– contra Irak, cuyo propósito era tomar control del petróleo, y dejó graves secuelas sociales y políticas que todavía pesan enormemente en ese país y en la agenda geopolítica.
Para los países capitalistas periféricos y dependientes, la fortuna de contar o no con tales recursos estratégicos, así como que el control de dicha renta estuviese a cargo del Estado, ha sido motivo de obsesión permanente y ha tendido a identificarse con la idea misma de soberanía nacional. No en vano, a mediados del siglo XX en América Latina, la expansión de las compañías petroleras estatales estuvo vinculada a los procesos de industrialización. La historia de un modelo que se exportó a otros países de Sudamérica –por ejemplo, la empresa argentina YPF, desde su creación en 1922 hasta su privatización en los años noventa– es emblemática no solo por su participación en todas las etapas de explotación, sino porque implicó el fortalecimiento del Estado nacional, así como el de las economías regionales.
Ahora bien, estos recursos estratégicos agotables, diseminados de manera azarosa en el subsuelo terrestre, están en franco declive. Los expertos suelen hablar de la aproximación al pico de petróleo (para algunos ya habría sucedido en 2006), momento a partir del cual la extracción de ese recurso y de gas convencional comenzaría a descender, y la humanidad tendría dos opciones: o encarar con seriedad la transición hacia un nuevo paradigma energético, o bien afrontar una fuerte crisis económica y tensiones políticas por el encarecimiento de ambos combustibles.
Además, la creciente importancia que durante los últimos decenios adquirieron la crisis climática y la agenda ecológica (calentamiento global, huella ecológica, extinción masiva, pérdida de biodiversidad y de resiliencia del planeta) ha generado mayor conciencia sobre los daños ambientales, sociales y sanitarios del actual modelo energético y la necesidad de orientarse hacia un cambio de paradigma. A esto se añaden, sobre todo en el Sur Global, las múltiples denuncias de organizaciones y movimientos socioambientales acerca de los impactos del neoextractivismo y sus modelos de maldesarrollo, el aumento exponencial de conflictos socioecoterritoriales y la ampliación de zonas de sacrificio.
Llamamos “transición energética” al pasaje de una concepción de la energía como commodity, de matriz fósil, agotable y con graves impactos sobre el ambiente, privada y concentrada, a otra que la considere bien común, renovable, descentralizada y sustentable en sentido pleno. Así, la transición representa un umbral de pasaje de un capitalismo fosilista altamente depredador a un modelo de posdesarrollo que articule justicia social con justicia ambiental bajo un paradigma relacional, que transforme nuestro vínculo con la naturaleza. En consecuencia, entendemos que no podemos plantear un debate sobre la transición energética si no lo inscribimos en un contexto más amplio e integral: el de la transición ecosocial justa, que postula la necesidad de una transformación en diferentes niveles, construyendo una sociedad resiliente y sostenible, igualitaria y democrática. No se trata entonces solo de descarbonizar el modelo energético, sino también de transformar el modelo productivo y, más en general, el sistema de relaciones sociales y el vínculo con la naturaleza.
Para ello es necesario abandonar las concepciones sectoriales y desarrollar una visión en verdad holística, capaz de pensar la transición energética dentro de la transición socioecológica. La primera es deudora de la segunda, es su condición misma de posibilidad. Una transición energética que no se inscriba en una visión integral, que no se ocupe de la radical desigualdad de la distribución de los recursos energéticos, que no propicie la desmercantilización y fortalezca las capacidades de resiliencia de la sociedad civil, solo abonará a una reforma parcial, sin modificar las causas estructurales del colapso que estamos atravesando.
3.
La transición energética debe ser pensada desde una perspectiva integral que abarque las diferentes dimensiones que la comprenden: técnica, social, económica, ambiental, política, cultural; que a la vez dé cabida a los factores geopolíticos del debate: tensiones, conflictos y relaciones de desigualdad en el avance de la transición entre países del Norte y emergentes, y los países del Sur; por último, que se focalice en la situación de la Argentina contemporánea.
Como señalamos, nuestro punto de partida es pensar la energía como un bien común. De hecho, casi toda ella procede de la fuente madre, el sol. En definitiva, los combustibles fósiles son resultado de procesos naturales en los cuales la energía solar desempeñó un papel preponderante. Lo mismo ocurre con la energía del viento, la del agua y otras formas, todas se deben a procesos naturales en los cuales interviene decisivamente la energía solar. En menor medida, otros elementos naturales como aquellos fisionables (uranio, por ejemplo), gravitacionales (las mareas) o del subsuelo (geotérmica) aportan al contexto energético.
Se trata de responder preguntas elementales. Por ejemplo, ¿qué entendemos por transición y, más específicamente, por transición energética? ¿Cuáles son las concepciones de transición energética que existen hoy? Si efectivamente no hay una única concepción de la transición energética y entonces está en disputa, ¿cuáles son los modelos y las propuestas en discusión para avanzar en este sentido? ¿Qué diferencias podemos advertir entre la agenda de transición energética del Norte y del Sur globales? ¿Es posible advertir la construcción de un modelo predominante de transición energética, por fuera de la dinámica mercantil? ¿Podemos disociarla de una transición ecosocial más integral? ¿Qué significa cambiar/transformar el sistema energético actual? ¿Para quién y para qué producir energía? ¿De qué modo inciden intereses, posiciones y asimetrías de actores políticos y de clase? ¿Qué límites presentan aquellas fuentes de energía que actualmente se presentan como limpias y renovables? ¿Qué tiene que ver ese cambio de rumbo con la participación desde abajo y, de modo más específico, con la democracia? ¿Qué sucede en América del Sur con la transición energética? ¿Es posible, según variables temporales (corto, mediano y largo plazo), diseñar arreglos socioeconómicos para hacer viable una transición desde un país dependiente y periférico?
Interesa aquí subrayar varias cuestiones. En primer lugar, diversos estudios han demostrado la incidencia determinante que posee la energía en la gobernabilidad. Claramente, un colapso energético continuado entrañaría el derrumbe de la sociedad, tal como la conocemos en la actualidad, debido al hecho de que nuestras sociedades son complejas y energívoras. De modo más acotado, la dificultad del autoabastecimiento, sea por factores endógenos (disminución de la generación) o por factores externos de diverso tipo (importación), implica afrontar graves problemas sociales. En el caso argentino, la energía entró en la agenda pública a partir de 2007, a raíz de las dificultades de la balanza comercial, que desde entonces no ha dejado de mostrar un déficit, lo cual se ha traducido en una restricción externa por los términos de intercambio. En efecto, la Argentina abandonó su capacidad de autoabastecimiento energético para comenzar a ser un importador de recursos, luego de un período crítico en la exploración y explotación de bienes primarios por parte de empresas transnacionales. En consecuencia, la problemática energética fue resituada en el debate público como una dimensión de la soberanía de primer orden, decisiva a la hora de consolidar perspectivas políticas y económicas de orientación productivista para el desarrollo del país. En este sentido, resulta de especial interés investigar y poner en discusión las características propias del entramado económico de la energía y la gestión que la Argentina realiza de los beneficios y la “renta energética” de bienes cada vez más escasos, no renovables, con impactos altamente contaminantes, así como indagar en el potencial de la industria de las energías renovables y sustentables, sus impactos territoriales y sobre las poblaciones; la capacidad de descentralizar, desconcentrar y democratizar la generación y distribución del sistema energético. Entendemos que estos elementos resultan muy significativos en las propuestas y estrategias públicas y sociales que contemplen la transición energética. Al mismo tiempo, es indudable que la geopolítica de la energía está en el centro de las relaciones internacionales, no solo por la voracidad inherente a la explotación de los combustibles fósiles en términos globales, sino también porque los países centrales se aprestan a realizar una transición basada sobre un proceso de descarbonización a gran escala, que garantice su desarrollo endógeno, y además se proponen la inserción subordinada y dependiente de los países de las periferias.
En segundo lugar, lo antes mencionado se vincula con la dimensión política de la energía y sus diferentes escalas. A fin de situar y problematizar la “cuestión energética” y los proyectos de transiciones posibles, urge desentrañar los condicionantes que los intereses de las grandes corporaciones globales acarrean, los dilemas propios de las provincias en tanto “propietarias” de los bienes naturales, la actuación del Estado nacional en este contexto, pero también la participación de los movimientos socioambientales y de los pueblos originarios, de las poblaciones afectadas y la sociedad civil en general, allí donde se implementan diferentes proyectos energéticos.
En tercer lugar, aspiramos a aportar una reflexión centrada en los procesos de transición energética, discusión nodal a escala global pero que, en la Argentina, pese a los debates que se han desplegado de un tiempo a esta parte, aún no han calado de manera contundente. Históricamente, la energía se consideraba un insumo para el desarrollo general, la soberanía y la industrialización; por esa razón había que sostener de manera constante la oferta y asegurar su control. La manera en que se aborde la “cuestión energética” permitirá avanzar en el análisis de los modos en que se resitúa la preocupación sobre la soberanía, cuáles son los alcances de lo que se comprende por independencia económica, cuáles las modalidades de aprovechamiento que se discuten y proponen en torno al potencial de energías renovables, cómo se relaciona con los patrones de consumo, cómo se vincula con el impulso de nuevas industrias tecnológicas, cómo se liga con los procesos de asimetría y desigualdad social, cómo se construyen modelos de desarrollo creativos y ecológicamente sustentables.
Frente a este dilema actual, más allá de las limitaciones, desde el Norte, algunos países europeos así como los Estados Unidos (recientemente, a raíz del cambio de gobierno), bajo programas alentados por el Green New Deal, han comenzado a programar una transición hacia otro paradigma energético, basado en la descarbonización, esto es, en el reemplazo de los combustibles fósiles por energías renovables (eólica, hidráulica, fotovoltaica, entre otras) y, en algunos casos, por la eficiencia energética y la descentralización productiva. Eso no ocurre en los países capitalistas periféricos –entre ellos, los latinoamericanos–, cuyas agendas energéticas están más ancladas a una geografía de la extracción vinculada a recursos no renovables –hidrocarburos–, y supeditadas a restricciones económicas y tecnológicas; su avance en programas de transición energética es muy lento. A esto hay que agregar el peso de la deuda externa y su asociación con el incremento de la deuda ecológica. El mandato exportador se basa en la aceptación –sin críticas– de la necesidad de generar divisas para pagar los intereses de la deuda financiera (Cantamutto y Schorr, 2021), lo cual obtura una discusión seria sobre la transición energética y, de modo más general, sobre la transición ecosocial y los modelos de desarrollo.
En suma, entendemos que la transición ecosocial debe estar asociada a la justicia climática global. La pandemia de covid-19, de carácter zoonótico, desnudó las responsabilidades de los modelos de desarrollo hegemónico o de maldesarrollo (deforestación, avance sobre ecosistemas silvestres, cría de animales a gran escala, entre otros). Asimismo, puso de manifiesto nuestra vulnerabilidad como humanidad, revelando algo tan evidente y natural como la interdependencia y la complementariedad, y con ello, la necesidad de reformular nuestro vínculo con la naturaleza. No por casualidad, desde 2020 se potenciaron las propuestas de transición ecosocial (discusiones sobre la renta básica, la cancelación de la deuda de los países más pobres, los impuestos a los sectores superricos, la descarbonización) y, muy particularmente, desde el Norte se ha acentuado la preocupación por concretar la transición energética hacia un sistema posfósil. Pero, como veremos en este libro, uno de los mayores riesgos es que en un contexto de aceleración del colapso sistémico y, en lo referido a la hoja de ruta de la transición ecosocial, desde el Sur Global continuemos siendo hablados por y desde los gobiernos del Norte, por y desde una transición corporativa que pregona las virtudes de la energía verde mientras acentúa el neoextractivismo y las desigualdades en nuestras poblaciones y territorios.
4.
Este libro colectivo aspira a realizar un aporte al estudio comparativo sobre la energía en la Argentina a través del prisma de las ciencias sociales, acentuando una perspectiva sociopolítica, socioantropológica y sociohistórica de la temática. Nuestra premisa inicial es que existe un territorio inexplorado, un área de vacancia analítica e investigativa sobre la cuestión energética desde una aproximación sistémica, multidimensional, compleja y situada como la que proponemos aquí. En esta línea, apostamos a poner en agenda una discusión necesaria, poco presente en el campo académico y político argentino. Sin embargo, aclaramos que nuestro objetivo no es el de agotar todos los aspectos del debate sobre la transición (tarea imposible, por cierto). Así, en este primer abordaje quedan fuera tanto la energía hidroeléctrica, por ejemplo, la producida a través de megarrepresas, como la energía nuclear –ambas, alternativas de transición energética muy controvertidas–, y la menos conocida: el hidrógeno verde.
Asimismo, tomamos como punto de partida la hipótesis de que las diferentes dimensiones de la cuestión energética dan cuenta de una ampliación de la brecha de la desigualdad entre países del Norte y del Sur globales, visible no solo en la persistencia de una matriz energética ligada a los combustibles fósiles (lo cual conlleva una expansión de las fronteras de la extracción), sino también en la consolidación de una neodependencia energética (entramado de extranjerización, sesgos de la balanza comercial, dependencia tecnológica, entre otros factores). En la primera parte del libro nos abocamos a una presentación más general de la problemática. Así, en el capítulo “Crisis socioecológica, léxico crítico y debates sobre las transiciones”, Maristella Svampa introduce un marco general para leer la crisis que estamos viviendo, al tiempo que sistematiza algunos de los conceptos críticos utilizados, entendidos estos como parte de un léxico indispensable, un vocabulario mínimo para pensar la crisis y la transición socioecológica desde el Sur Global. Por otro lado, el capítulo da cuenta del rol de los movimientos ecoterritoriales en la elaboración de una narrativa emancipatoria y en la incipiente discusión sobre la transición socioecológica. Por último, se ocupa de sintetizar algunos de los debates vinculados a la transición ecosocial, su alcance en ese mismo territorio y en el económico, y su puesta en agenda, al calor del covid-19 y sus impactos.
El segundo capítulo, de Pablo Bertinat y Melisa Argento, aborda con una mirada crítica e integral la cuestión nodal de la energía, situándola en el centro de la relación histórica y co-constitutiva del par sociedad-naturaleza. De ese modo, el texto apunta a clarificar una serie de conceptos claves para leer la problemática de la energía desde un punto de vista más general, al visibilizar, por un lado, las formas de apropiación y explotación que se encuentran en la génesis de la crisis socioecológica y civilizatoria y, por otro, la urgencia de impulsar alternativas hacia una transición ecosocial.
Esta primera parte general se cierra con un capítulo de Cecilia Anigstein, “Los sindicatos frente a la crisis socioecológica y la transición energética”. La autora analiza la noción de “transición justa” como parte de una narrativa que moviliza inicialmente al actor sindical de cara a conflictos ecológicos distributivos que afectan al mundo del trabajo. La expresión surge como respuesta defensiva frente a la destrucción de puestos de trabajo ocasionada por procesos de transición energética y reconversión industrial en los países centrales, en cumplimiento de los compromisos contra el cambio climático asumidos en los acuerdos multilaterales. Es, además, una estrategia frente a los nuevos empleos “verdes” y la expansión de plataformas digitales enmarcados en vínculos precarios, informales o salariales no reconocidos, que erosionan profundamente las bases de la representación de los sindicatos. En la actualidad existe un debate político-ideológico amplio con impacto en los programas y objetivos de las organizaciones sindicales que involucra a académicos, movimientos sociales y ONG, de contornos difusos y extendido tanto en los ámbitos de la gobernanza neoliberal como en las articulaciones desde abajo.
La segunda parte se abre con el capítulo “La transición energética en la prensa escrita argentina (2012-2019)”, en el cual Felipe Gutiérrez Ríos analiza los discursos que –con distintos abordajes de la cuestión ambiental– se sostuvieron durante la década pasada en la disputa mediática acerca de la idea de transición energética. Vaca Muerta entrañó el gran parteaguas de este debate. Por una parte, existen sectores que consideran que su explotación permite el desarrollo del gas como “combustible puente” de la transición energética, o como material explotable de manera complementaria a las energías renovables. Estos discursos están vinculados con las perspectivas del desarrollo sustentable y la economía verde. Por otra parte, sectores de izquierda, desde una perspectiva nacional-estatal y anticapitalista, discuten la utilización del fracking y proponen miradas que trascienden el problema de las fuentes para la transición energética.
Ahora bien, además del nivel de penetración que recientemente han tenido las energías renovables en los territorios australes, sus dinámicas han estado acompañadas por modalidades de aprovechamiento que han dejado al descubierto cuestiones no resueltas que, desde el mundo político e incluso académico, se dan por verdades consolidadas. ¿Es el desarrollo de las energías renovables una garantía de desfosilización? ¿De desarrollo económico sostenible? ¿De soberanía energética? ¿De participación social? En el contexto de los sucesos reales, todo indica que en el mediano plazo serán Chile y Uruguay los dos países pioneros a la hora de emprender una transición energética completa en Sudamérica y descarbonizar sus circuitos económicos; pero la clave está en el modo como la llevarán adelante. De esto se ocupa el capítulo de Bruno Fornillo, Martín Kazimierski y Melisa Argento, titulado “¿Transición energética en el Cono Sur? Renovables, potencia público-social y neoextractivismo en la era del declive fósil”.
En el siguiente capítulo, Gabriela Wyczykier, Juan Acacio y Jonatan Nuñez reflexionan sobre la producción de energías extremas en el megaproyecto Vaca Muerta ubicado en la zona norpatagónica de la Argentina, destacando la importancia que aún reviste el paradigma energético fósil predominante en nuestro país en términos tanto políticos como económicos y culturales. Con esta clave, el texto describe y analiza un conjunto de dimensiones relevantes para pensar el proceso de extracción de hidrocarburos no convencionales que se inició en 2011 en la provincia de Neuquén. Describe la relevancia de Vaca Muerta como promesa pública en los niveles nacional y provincial, destaca los cuestionamientos al fracking, y el modo en que los consensos y las divergencias sobre esta técnica privilegiada de extracción son recreados y actualizados por los distintos actores involucrados y afectados en el proceso productivo. Conjuntamente, indaga la viabilidad económico-productiva y financiera de la actividad y revisa los principales resultados de las operaciones desplegadas hasta 2019 y la composición nacional de las empresas que las llevaron adelante. Por último, analiza en profundidad el conflicto social con las comunidades mapuches que disputan el territorio objeto del avance de la frontera hidrocarburífera no convencional.
En la tercera y última parte se exploran algunas de las alternativas de transición energética: los biocombustibles, el litio, las energías renovables (generación distribuida y a gran escala). Así, el capítulo “¿Son los agrocombustibles parte del problema o de la solución? Pensar la transición energética desde el sistema agroalimentario” de Nazaret Castro, ofrece una panorámica del sector del agrodiésel en la Argentina –que en 2017 ya era el primer exportador y el tercer productor mundial–, en el marco del modelo del agronegocio, y reflexiona acerca de las posibilidades de que los agrocombustibles de segunda, tercera y cuarta generación contribuyan a la transición energética: tengamos en cuenta que su producción en nuestro país, en su mayoría a partir de soja transgénica, se multiplicó por diez en tan solo una década, en un contexto mundial donde se legitimaba como fuente de energía “renovable” y “verde”.
El capítulo dedicado a la problemática del litio y firmado por Melisa Argento, Florencia Puente y Ariel Slipak desanda algunos de los imaginarios ligados a la expansión de la explotación de este mineral en función de una agenda energética “limpia”. Describe en este camino las ambivalencias del escenario actual: por un lado, un futuro promisorio asignado al rol estratégico del litio en la transición –a la que se suman perspectivas de desarrollo e industrialización–, y, por otro, una modalidad de explotación que más bien reproduce las lógicas del conjunto de actividades neoextractivistas. Con esas prácticas, se vulneran derechos y se trasladan los costos hacia la naturaleza, los territorios y las poblaciones. Así, termina consolidándose un modelo de acumulación por desfosilización, conceptualización novedosa, acuñada por los autores, que ilumina con una nueva luz dichos procesos. Las luchas de los pueblos y las comunidades y los conflictos ecoterritoriales surgidos por la insustentabilidad de la minería del litio expresan una crítica radical a las formas en las que se concibe la transición energética corporativa y aportan claves para construir una transición justa ecosocial.
En el último capítulo, “Las ambivalencias de las energías renovables”, Martín Kazimierski analiza el desempeño del programa RenovAr como experiencia de transición corporativa e indaga en los factores determinantes que explican tanto su alta receptividad en las convocatorias como su bajo grado de desarrollo posterior. Asimismo, aborda las incipientes pero disruptivas experiencias de transición hacia modelos locales de generación, como experiencias alternativas de transición popular.
El libro se cierra con las reflexiones finales, “Debates y combates por la transición”, escritas por Maristella Svampa y Pablo Bertinat, cuyo objetivo es unir las distintas piezas, reponiendo los ejes centrales abordados: el marco general en términos de crisis socioecológica y crisis energética; el modo en que Vaca Muerta (y la explotación de los hidrocarburos no convencionales) obtura la discusión sobre la transición energética; las “falsas soluciones” adoptadas por el gobierno argentino con los biocombustibles; las ambivalencias y complejidades del litio y de las energías renovables; en fin, la reafirmación argumentada de nuestro rechazo a las vías de la transición energética corporativa y de qué entendemos por transición popular justa.
* * *
Este proyecto de investigación colectiva, originalmente titulado “La energía como problemática integral: Escenarios, geopolítica y transiciones. Una aproximación comparativa e interdisciplinaria al caso argentino”, fue financiado por la Agencia de Ciencia y Técnica (PICT 2016-1834), y estuvo radicado en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Agradecemos especialmente a Silvia Moya, de la Facultad de Ciencias Exactas de la UNLP (encargada de administrar el proyecto) la enorme amabilidad, diligencia y empatía que siempre mostró para con nosotros, facilitando trámites que suelen ser lentos y engorrosos.
A la editorial Siglo XXI y especialmente a Caty Galdeano y Carlos Díaz, agradecemos por confiar en la importancia y urgencia de estos materiales, centrados en una problemática que recién ahora asoma en la discusión académica y pública. A Caty y el equipo editor sumamos los agradecimientos por los consejos a fin de volver más legible y fluida la lectura en la presentación de problemáticas que sabemos son por momentos arduas, además de complejas. Si de intervenir en la agenda pública se trata, somos conscientes de que es importante asegurar la accesibilidad de los textos, matizar en algún punto la tendencia academicista o excesivamente técnica de algunas investigaciones.
Una de las particularidades de este libro es que constituye el primer aporte conjunto que realizamos como Grupo de Estudios Críticos e Interdisciplinarios sobre la Problemática Energética (Gecipe). Dicho espacio aparece como la continuidad natural de otras investigaciones que han estudiado las diferentes formas de neoextractivismo, los modelos de desarrollo, el colapso ecológico y la transición ecosocial, la energía renovable y la problemática del litio. Así, esta investigación reconoce en su origen diferentes filiaciones; entre ellas, las de otros grupos: “Modelos de Desarrollo en la Argentina Contemporánea”, “Grupo de Estudios en Geopolítica y Bienes comunes”, “Observatorio de Energía y Sustentabilidad” (Universidad Tecnológica Nacional-Facultad Regional Rosario [UTN-FRRo]). Sin dicha convergencia de trayectorias y disciplinas, muy probablemente la investigación y la reflexión presentadas en este libro habrían sido difíciles de realizar, dada su amplitud y complejidad.
Para quienes lo hicimos, es una gran satisfacción, además de todo un desafío, ofrecer este libro. Se trata de un producto ambicioso, deliberadamente incompleto, abierto al diálogo y el debate; una investigación financiada con fondos del Estado nacional y realizada en universidades públicas, lugares por excelencia desde los cuales abordar temáticas tan cruciales como urgentes que atraviesan a la sociedad contemporánea.
Grupo de Estudios Críticos e Interdisciplinarios sobre la Problemática Energética (Gecipe)
Buenos Aires - Dina Huapi - Rosario, diciembre de 2021
[1] Véase <www.lanacion.com.ar/economia/campo/ticino-pueblo-cordobes- se-salvo-del-apagon-nid2259006>.
[2] Conocimos esa experiencia gracias a Geneviève Azam, economista de la organización Attac France.
Parte I
La energía y la transición como problemáticas integrales
1. Crisis socioecológica, léxico crítico y debates sobre las transiciones
Maristella Svampa
Vivimos una era de incertidumbres y carente de parámetros que sirvan para comparar nuestro mundo con otros períodos históricos. En estas condiciones, las posibles respuestas de la naturaleza implican un salto abismal, un umbral de peligro hasta ahora desconocido. Como planeta, hace tiempo que hemos abandonado el Holoceno, caracterizado por la estabilidad climática, que duró aproximadamente entre diez mil y doce mil años y permitió la expansión y el dominio del ser humano. Hoy en día, ya convertidos en una fuerza de transformación con un alcance incluso geológico, transitamos el Antropoceno, una nueva era cuyos impactos destructivos a muy corto plazo ponen en peligro la vida y la reproducción de la vida en la Tierra.
La pandemia de covid-19 colocó en el centro de la escena problemáticas que antes estaban relegadas, minimizadas o invisibilizadas. En primer lugar, puso al desnudo las desigualdades sociales, económicas, étnicas y regionales y los altos niveles de concentración de la riqueza. Hoy, más que nunca, somos conscientes de que vivimos en un mundo de superricos, en un contexto de concentración profundizada bajo la globalización neoliberal durante los últimos treinta años al calor de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Tal como se viera durante la pandemia, tras varias décadas de neoliberalismo, es notorio el retroceso de los servicios básicos, no solo en la salud sino también en la educación (la brecha digital), en el acceso a la vivienda y la degradación del hábitat.
En consecuencia, la diseminación del virus puso en evidencia el fracaso del modelo de globalización neoliberal, lo cual no quiere decir que el neoliberalismo esté muerto ni agonizando. Lejos de ello: la crisis desatada por la pandemia exacerbó esas mismas desigualdades extremas en todos los niveles.
En segundo lugar, la pandemia mostró el vínculo estrecho entre crisis socioecológica, modelos de maldesarrollo y salud humana. Hasta marzo de 2020, el término “zoonosis” no formaba parte de nuestro lenguaje –ni trascendía la especialización en estudios veterinarios–. Quizá para algunos todavía sea un concepto algo técnico o lejano, pero en él reside la clave para entender el “detrás de escena” de la pandemia. En esa nada teatral trastienda del covid-19 se halla la problemática de la deforestación, esto es, la destrucción de ecosistemas que expulsa a los animales silvestres de sus entornos naturales. El contacto con otros animales y con humanos en ámbitos más urbanos posibilita una escalada en la transmisión de virus (precisamente, los zoonóticos, pasibles de saltar de una a otra especie e infectar a seres humanos) que estuvieron confinados durante milenios.Claro que el covid-19 no es el primer virus zoonótico que conocemos; ya hubo otros, incluso más letales (el ébola, el SARS, la gripe porcina y aviar, el vih/sida) (Quammen, 2020; Wallace, 2016; Ribeiro, 2020). Sin embargo, la interconexión e intensidad de los intercambios y la circulación de personas y bienes en el marco de la globalización abrieron la posibilidad de una diseminación más acelerada por todo el planeta.
El elemento revelador es que el avance del capitalismo sobre los territorios tiene la capacidad de liberar una gran cantidad de virus zoonóticos, altamente contagiosos, que mutan con rapidez, y para los cuales no tenemos cura. En suma, la pandemia mostró hasta qué punto hablar de Antropoceno no es solo una cuestión de crisis climática y calentamiento global, sino también de globalización y modelos productivos y alimentarios de maldesarrollo. Esto resaltó otros aspectos de la emergencia climática, no vinculados exclusivamente con el incremento en el uso de combustibles fósiles, sino también con los cambios en el uso de la tierra, la deforestación y la expansión de la ganadería intensiva, todos ellos fuentes de potenciales pandemias.
Nuestros tiempos de Antropoceno
Los indicadores del Antropoceno remiten a múltiples factores, precisamente, de carácter antropogénico. Entre ellos la inestabilidad climática resultante del calentamiento global; la extinción masiva de especies y la consiguiente pérdida de biodiversidad; los cambios en los ciclos biogeoquímicos, fundamentales para mantener el equilibrio de los ecosistemas; el aumento de la población mundial y la concentración urbana; la expansión de un modelo de consumo insustentable y un régimen alimentario global tóxico, controlado por grandes corporaciones.[3]
Uno de los factores más preocupantes alude al calentamiento global, producto del aumento de las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero (GEI). En relación con 1750, la atmósfera actual contiene un 150% más de gas metano y un 45% más de CO2. Desde mediados del siglo XX, la temperatura aumentó 0,8 ºC, y los escenarios previstos por el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC) anticipan, de acá a finales del siglo XXI, un aumento de entre 1,2 y 6 ºC. Los expertos consideran que un incremento de 2 ºC establece un umbral de peligro, aunque la temperatura del planeta bien podría dispararse si todo continúa como hasta ahora (business as usual). Ciertamente, los enfoques sistémicos y los avances científicos acentúan la no linealidad de los efectos, la retroalimentación vertiginosa y veloz de los cambios, los cuales podrían producir incluso un salto de escala, totalmente imprevisible e irreversible; una acumulación que termine por obrar cambios que tornen insostenible la vida tal como la conocemos hasta hora. Como afirma el Programa de la ONU para el Medio Ambiente (2021), incluso con el cumplimiento de los compromisos adquiridos en el Acuerdo de París (2015), las temperaturas globales podrían aumentar 3,4 ºC, lo cual dificultaría enormemente la adaptación humana debido a los nuevos patrones climáticos extremos.
En la actualidad, las emisiones de CO2 y otros GEI como el gas metano se deben a tres factores centrales: en primer lugar, la quema de combustibles fósiles, que representa el 65% del total. Esto no tiene una expresión uniforme, pues a lo largo de la última década, respecto de los combustibles fósiles, los cuatro emisores principales (China, los Estados Unidos, los veintisiete integrantes de la Unión Europea y la India) contribuyeron con el 55% de las emisiones totales de GEI (ONU-Pnuma, 2021).
En segundo lugar, la agricultura, la silvicultura y otros usos de la tierra representan casi una cuarta parte de las emisiones de GEI de origen humano. La deforestación y la degradación de los bosques alcanzan el 11%, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus iniciales en inglés).[4] Esto sucede sobre todo en los países llamados en desarrollo, en el Sur Global; se debe no solo al incremento de las actividades extractivas clásicas, sino también al notorio giro hacia un modelo alimentario a gran escala, enfocado en la alta productividad y en la maximización del beneficio económico, e implementado por las grandes firmas agroalimentarias del planeta. La expansión de la frontera agraria conlleva una degradación de todos los ecosistemas, debido a varios fenómenos: la extensión de monocultivos –como la soja, el maíz, la hoja de palma– y, por tanto, la aniquilación de la biodiversidad, la tendencia a la sobrepesca, la contaminación por fertilizantes y pesticidas, el desmonte y la deforestación, el acaparamiento de tierras, entre tantos otros asociados.
En tercer lugar, la ganadería es responsable de un tercio de la emisión de gas metano. El tema no es menor, pues otra de las rutas de la zoonosis es la cría intensiva de animales a gran escala, un modelo de explotación cruel y altamente insustentable desde el punto de vista socioambiental y sanitario, el cual se ha incrementado en las últimas décadas. Asimismo, el sector de la ganadería es, según la FAO, la mayor fuente de contaminación del agua.[5] Según el informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), a causa del covid-19, las emisiones de CO2 podían descender un 7% en 2020, en comparación con los índices de 2019. Sin embargo, la mayoría de los cambios observados en 2020 fueron temporarios ya que no respondieron a transformaciones estructurales en los sistemas económico, de transporte o energético, de manera que el efecto directo de la pandemia sobre la temperatura global es insignificante (Camilloni, 2020). Así como aquellos animales que salieron de sus nichos y se atrevieron a recorrer las ciudades en época de confinamiento humano, el fenómeno se reveló sencillamente pasajero; apenas un efecto colateral de corto alcance. En realidad, en 2020 la concentración de dióxido de carbono (CO2), se situó en el 149% de los niveles preindustriales. En cuanto al gas metano (CH4) y al óxido nitroso (N2O), sus concentraciones equivalieron, respectivamente, al 262 y al 123% de los niveles de 1750, el año elegido para representar el momento en que la actividad humana empezó a alterar el equilibrio natural de la Tierra (Infobae, 2021).
Por otro lado, durante la pandemia la activación del freno de emergencia fue relativa. En América Latina, pese a la gravedad cada vez mayor de los conflictos socioambientales y la amplitud de las problemáticas que estos acarrean, las políticas públicas de los diferentes gobiernos no apuntaron a fortalecer las demandas ambientales. Todo lo contrario. No pocas de las actividades extractivas (como la minería) fueron declaradas esenciales, el desmonte y la deforestación avanzaron, y con ello también los incendios forestales, como pudo constatarse en el Pantanal brasileño (el mayor humedal continental del planeta) o en diferentes regiones de la Argentina, tanto sobre humedales como en zonas de producción de soja, y también en la Patagonia. La urgencia no cuestionada de pagar la deuda externa hace que la presión sobre los territorios sea cada vez mayor (megafactorías de cerdos, explotación de combustibles offshore, ofensiva de la minería a gran escala), confirmando que “el mandato exportador” no solo desborda la división entre economistas ortodoxos y neodesarrollistas, sino que se basa sobre una serie de omisiones asociadas a la deuda ecológica y su relación con la deuda externa, a la explotación de la fuerza de trabajo y a conflictos sociales y ambientales existentes de la región (Cantamutto y Schoor, 2021).
El giro antropocénico tiene también hondas repercusiones filosóficas, éticas y políticas; obliga a repensar los modelos de desarrollo dominantes, pero también, de modo central, nos lleva a replantear el vínculo entre sociedad y naturaleza, entre humanos y no humanos. Tal como lo entendemos aquí, esto plantea un cuestionamiento al paradigma cultural de la modernidad que se basa en una visión dualista e instrumental de la naturaleza, funcional a la lógica de expansión del capital. En esta línea, la antropología y la filosofía crítica de las últimas décadas nos recuerdan la existencia de otras modalidades de construcción del vínculo con la naturaleza, entre lo humano y lo no humano (desde la visión relacional de los pueblos originarios y la de los feminismos ecoterritoriales o ecofeminismos del Sur (Svampa, 2021b).
El Antropoceno señala la inminencia de un punto de no retorno y, sobre todo, nos advierte que el colapso ecosistémico ya ha comenzado. Las alertas climáticas son tantas y de tal envergadura que cuesta hacer un relevamiento que luego no sea alcanzado por nuevas tragedias, superando cada vez nuestra capacidad de asombro. No hay que esperar que el permafrost libere el metano que escondió durante milenios bajo las capas de hielo o la extinción acelerada de más especies: esas escenas anunciadas ya son un hecho. Por ejemplo, los incendios forestales en la Amazonia y en Australia entre 2019 y 2020 mostraron nuevos fenómenos catalogados como “tormentas de fuego”: liberan tal cantidad de energía que modifican la meteorología de su entorno.[6]
En julio de 2021 los diarios del mundo informaron que la Amazonia (específicamente, la región sureste) dejó de ser un sumidero de carbono, vale decir, de sistema vegetal que capturaba dióxido de carbono y evitaba así el calentamiento de la tierra, pasó a ser un emisor de ese gas. Esta preocupante inversión se dio por obra de la deforestación, la sequía, los incendios, el avance de la frontera agraria, entre otros factores… El hecho en sí no es el único ni tampoco está aislado. Como advierten desde la climatología, para cada subsistema existen puntos críticos o de inflexión (tipping point), valores a partir de los cuales comienza una oleada sucesiva de acontecimientos desestabilizadores de cada uno de los distintos subsistemas que conlleva un cambio de fase, la reorganización del conjunto (Puig Vilar, 2021a y b), bucles de retroalimentación positiva –en el sentido de que incrementan el proceso– que se propagan en cascada, acelerando los procesos y amplificando los cambios de escala, con lo cual nos instalan en lo desconocido. En esta coyuntura, la tierra podría convertirse por sí misma en una emisora de GEI.
Ese mismo mes de julio de 2021, el Paraná, el segundo río más largo de América del Sur después del Amazonas, llegó a su bajante histórica. En ciertos puntos –por ejemplo, frente a la ciudad de Paraná–, las imágenes mostraron el lecho del río seco y barroso, un arenal desolador ahí donde antes fluían el agua y vida. Cierto es que en 1944 hubo una bajante, pero esta no estuvo acompañada por la destrucción de los ecosistemas de la cuenca entera. Así, no se trata solo de una tragedia, sino de un colapso que golpea la resiliencia del sistema, y responde a un combo fatídico de factores: cambios en el uso del suelo, expansión de la soja, crisis climática, megarrepresas, sobredragado de la hidrovía Paraná-Paraguay, deforestación masiva en la Amazonia, contaminación industrial.
De hecho, a más de un año de declarada la pandemia por el covid-19, lo que se vislumbra bajo el nombre de “nueva normalidad” delata un empeoramiento y una exacerbación de las condiciones –sociales y ecológicas– existentes. En lo cotidiano vemos proliferar imágenes catastrofistas sobre la sociedad, muchas de ellas desprovistas de un anclaje político (o abiertamente antipolíticas), interpretadas en un lenguaje que alude a la distopía y al caos. Sin embargo, hay que entender el fenómeno en un sentido más complejo. Como reflejan los numerosos estudios que analizan cómo y por qué se han extinguido diferentes sociedades a lo largo de la historia, el colapso no es solo ecológico sino sistémico, nunca es de un día para otro, sino un proceso gradual, variable y distinto. Su tránsito involucra empero diferentes niveles (ecológico, económico, social, político) así como distintos grados (no tiene por qué ser total) y diferencias geopolíticas, regionales, sociales y étnicas (no todos lo sufren de la misma manera). El colapso implica también una reducción de la complejidad social, así como una pérdida de valores democráticos, lo cual genera conductas sociales reactivas más ligadas al miedo y la insolidaridad: un caldo de cultivo por excelencia para la expansión de expresiones de ultraderecha (Diamond, 2006; Fernández Durán y González Reyes, 2018; Taibo, 2017; Servigne y Stevens, 2015).
Sin embargo, transitar el colapso no significa abandonarse, sin más, de brazos abiertos a la distopía (el mal lugar, el lugar indeseable), caer en la inacción y en la parálisis o decretar la clausura cognitiva, renunciando así a la imaginación de otro futuro posible. Antes bien, constituye un llamado urgente a redoblar la apuesta por la resiliencia y la sostenibilidad de la vida. La experiencia del colapso debería ser una oportunidad para replantearnos qué Antropoceno queremos transitar. No hay que olvidar que las crisis extraordinarias abren también procesos de liberación cognitiva, que suelen implicar una transformación de la conciencia de los potenciales participantes en la necesidad de una acción colectiva[7] y la ampliación del horizonte de expectativas. La historia no está escrita de antemano. Es posible reactivar la imaginación política, no desde una actitud ingenua o abstracta, sino desde la comprensión individual y colectiva de nuestros límites como humanidad, y de la urgencia por implementar una transición ecosocial justa.
Léxico crítico del Antropoceno. Miradas desde el Sur Global
Pensar el Antropoceno desde la noción de especie humana como fuerza telúrica es condición necesaria, aunque no suficiente. Debemos pensarlo también en clave de mercantilización y frontera, de desencastramiento de lo económico respecto de lo social, así como de la expansión incontrolada de los alcances del capital y del metabolismo social (concepto que retomaremos). El Antropoceno es también Capitaloceno (Moore, 2020), pero entendido como la fase interna de la mundialización capitalista (Altvater, 2014), una frontera que expresa el avance tanto de la mercantilización de todos los factores de “producción” como de los límites materiales y ecológicos del planeta. Algo que en el Sur Global se ve reflejado en la exacerbación de múltiples modelos de (mal)desarrollo, a gran escala, donde se conjugan rentabilidad extraordinaria, destrucción de territorios y desposesión de poblaciones.
Sería imposible desarrollar de modo exhaustivo los conceptos que componen nuestro léxico crítico del Antropoceno/Capitaloceno desde el Sur Global, por ello en este apartado intentaré hacer solo un resumen. Abordaré los conceptos de metabolismo social, geopolítica del Antropoceno y deuda ecológica; crítica al desarrollo y neoextractivismo; ambientalismo popular y movimientos socioterritoriales; colapso, diálogo de saberes y transición socioecológica.
Cuando hablamos de metabolismo social hacemos referencia al intercambio entre sociedad y naturaleza, a la forma en que las sociedades humanas organizan los crecientes flujos de energía y materiales del (y al) ambiente (Martínez Alier y Walter, 2015).[8] Dicho proceso va configurando un determinado perfil metabólico, que puede desglosarse en cinco fenómenos: la apropiación, la transformación, la circulación, el consumo y la excreción. En los últimos tiempos esa matriz analítica se ha vuelto más compleja en la medida en que se utiliza menos trabajo intensivo pero hay más empleo intensivo de energías (Toledo, 2013: 47-48).
En términos generales, el capitalismo ha profundizado un perfil metabólico insustentable. De la mano de la OMC y la nueva arquitectura de negocios, la globalización consolidó un modelo de consumo predatorio e insostenible, el que para su mantenimiento en los países más ricos exige mayor cantidad de materias primas y energías, lo cual trae aparejada una mayor presión sobre los bienes naturales y los territorios. Uno de los indicadores del perfil metabólico de las sociedades contemporáneas y los impactos sobre los recursos naturales es la huella ecológica,[9] la que en la actualidad excede la capacidad de regeneración de los ecosistemas: esto quiere decir que la humanidad está consumiendo una vez y media lo que el planeta puede proveer de manera sustentable; que la Tierra necesitará más de un año y medio para equilibrar lo que hemos utilizado y desechado en un año.
Otros enfoques sobre el metabolismo social subrayan la persistencia de la brecha colonial como elemento estructural, ya que existe un intercambio ecológico desigual entre los países del Norte o metrópolis, que requieren grandes cantidades de energía y materiales a precios bajos para mantener su perfil (Martínez Alier y Walter, 2015: 78-79), y aquellos otros que extraen y exportan a granel dichas commodities, al tiempo que enfrentan la degradación de sus territorios y un aumento exponencial de los conflictos socioambientales. Así, por ejemplo, la presión y demanda de recursos mineros a escala global hizo que las empresas busquen minerales dondequiera que se puedan encontrar. En consecuencia,
la minería no respeta zonas protegidas, sitios arqueológicos o sagrados, asentamientos humanos, glaciares, nacientes de agua, cabeceras de cuencas ni ecosistemas frágiles. Incluso se ha comenzado a explotar minería bajo el mar y las muestras obtenidas fuera de la tierra son analizadas con la esperanza de encontrar materiales explotables más allá de los límites terrestres (Padilla, 2012: 38).
Las enormes exenciones impositivas en provecho de las grandes compañías del sector explican el auge inédito de la minería en la región latinoamericana a partir de 2002, ante la escalada del precio internacional de los metales y la liberalización de los marcos regulatorios. Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), trece países de la región alcanzaron los quince primeros lugares mundiales como productores de minerales (Cepal, 2013; Ocmal, 2015).
El estudio del metabolismo social pone en evidencia una geopolítica propia del Antropoceno y la profundización de la deuda ecológica, con sus inequívocas raíces históricas. Los países centrales industrializados persisten como importadores de naturaleza, papel que también asumen ahora las grandes economías emergentes (como China). Estos países presentan mayores emisiones debido al consumo; desde luego, superiores a las producidas dentro de sus fronteras geográficas, pues importan más commodities o productos primarios y secundarios, y externalizan así los impactos, en nombre del cuidado del ambiente en sus territorios. Por su parte, el Sur Global carga con el peso de los costos de apropiación y extracción de esas commodities, así como de los pasivos socioambientales, y sus territorios terminan convertidos en zonas de sacrificio.
La deuda es ecológica y también climática, pues el uso del espacio ambiental ha sido monopolizado por los países más desarrollados y por las grandes corporaciones. Entre 1751 y 2010, solo noventa empresas fueron las responsables del 63% de las emisiones acumuladas de CO2. En 1900 el Reino Unido y los Estados Unidos representaban el 60% de ese acumulado; en 1950, el 55%, y casi el 50% treinta años después. Otros países fueron engrosando la lista, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX. Por ejemplo, Rusia llegó al 200% de su capacidad hacia 1973 y China, que alcanzó este índice en 1970, fue acelerando su aumento, hasta llegar al 256% en 2009. Si volvemos a considerar la huella ecológica global, el sesgo geopolítico es patente. En su cálculo anual, apenas para 2016, la Global Footprint Network calculaba que necesitaríamos 5,4 planetas si consumiéramos como Australia; 4,6 si lo hiciéramos como los Estados Unidos; 3,3 en caso de equipararnos a Suiza, Corea del Sur o Rusia; mientras que Alemania, Francia, Reino Unido, Japón e Italia, derrochan como si dispusieran de entre 3,1 y 2,9 planetas; en fin, necesitaríamos 2 planetas si consumiéramos como China y 0,7 si lo hiciéramos como la India. A excepción de Brasil, que consume 1,8 por habitante, los países de nuestra región se encuentran por debajo de 0,5 (Bonneuil y Fressoz, 2013).
Uno de los primeros economistas ecológicos que abordó el concepto de deuda ecológica fue Martínez Alier en 1997, cuando intentó describir mediante dos relaciones la deuda externa y deuda ecológica. En primer lugar, entendió que la deuda externa en términos crematísticos oculta la exportación mal pagada (dado que los precios no incluyen diversos costos sociales y ambientales, locales y globales) y los servicios ambientales proporcionados de manera gratuita (agua, energía, nutrientes). El segundo aspecto de las relaciones entre deuda externa y deuda ecológica es de qué manera la obligación de pagar la deuda externa y sus intereses lleva a una depredación de la naturaleza (y, por tanto, aumenta la deuda ecológica; véase Martínez Alier, 1997).
Sin embargo, el reconocimiento de la deuda ecológica y climática no puede utilizarse para absolver a los modelos de maldesarrollo que se despliegan en los territorios del Sur Global, porque esto obturaría cualquier crítica y discusión al respecto (Svampa y Viale, 2020). En realidad, no hay nada más colonial que aceptar pasivamente el rol de proveedor global de materias primas que se le asigna a nuestra región, como si fuese un destino en vez de una decisión geopolítica mundial. Por añadidura, lo que se denomina desarrollo, en tanto reedición de los estilos de vida de los países centrales, resulta irrepetible a escala global: como acabamos de ver, se necesitarían más de cuatro planetas y medio para que todos los habitantes del mundo alcancen el nivel de consumo de un estadounidense promedio.
Pese a las críticas y frente a la gravedad de la crisis climática, el imaginario desarrollista