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Victor Hugo

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Beschreibung

Hernani; El Rey se divierte; Los Burgraves
En estos momentos de lucha y tormenta literaria ¿á quién hemos de compadecer, á los que mueren ó á los que combaten? Triste es sin duda ver á un poeta de veinte años que se va, una lira que se rompe, un porvenir que se desvanece; pero ¿no es algo también el reposo?

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DRAMAS

DE

Víctor Hugo

Hernani — El Rey se divierte — Los Burgraves

Traductor Cecilio Navarro

© 2021 Librorium Editions

ISBN : 9782383830436

Víctor Hugo

Hernani

Drama en 5 actos, con un prólogo de su autor

Prólogo

l autor de este drama escribía, hace algunas semanas, á propósito de la prematura muerte de un poeta:

«En estos momentos de lucha y tormenta literaria ¿á quién hemos de compadecer, á los que mueren ó á los que combaten? Triste es sin duda ver á un poeta de veinte años que se va, una lira que se rompe, un porvenir que se desvanece; pero ¿no es algo también el reposo? Á los hombres sobre cuya cabeza se acumulan sin cesar calumnias, injurias, odios, celos, malos manejos, sordas intrigas, bajas traiciones; hombres leales á los que se hace una guerra desleal; hombres de abnegación que sólo querrían dotar al país de una libertad más, la libertad del arte, la libertad de la inteligencia; hombres laboriosos que persiguen pacíficamente su obra de conciencia, víctimas, por una parte, de viles maquinaciones de censura y policía, y por otra, de la ingratitud hasta de los mismos para quienes trabajan, ¿no les es permitido volver á veces la cabeza con envidia hacia los que han caído detrás de ellos y duermen en el sepulcro? Invideo, decía Lutero en el cementerio de Worms, invideo quia quiescunt.

»Sin embargo ¿qué importa? ¡Jóvenes, valor! Por rudo que se nos quiera hacer el presente, el porvenir será bello. El romanticismo tantas veces mal definido, no es en suma, y esta es su definición real, mirándolo sólo por su aspecto militante, sino la libertad en literatura. La mayoría de los hombres pensadores empieza á comprenderlo así, y muy en breve, porque la obra está ya muy adelantada, muy en breve la libertad literaria será tan popular como la libertad política. La libertad en el arte, la libertad en la sociedad, he aquí el doble objeto á que deben aspirar igualmente los espíritus consecuentes y lógicos; he aquí la doble bandera que reune, á excepción de muy pocos ingenios (que se iluminarán también) toda la juventud tan fuerte y paciente hoy; después con la juventud, y á su frente, lo más selecto de la generación que nos ha precedido, todos esos sabios ancianos, que después del primer momento de desconfianza y de examen, han reconocido que lo que hacen sus hijos es consecuencia de lo que ellos mismos hicieron, y que la libertad literaria es hija de la libertad política. Este principio es el del siglo y prevalecerá á buen seguro. Los ultras de todo género, clásicos ó monárquicos, se prestarán en vano mutuo auxilio para reconstruir con todas sus piezas el antiguo régimen, sociedad y literatura: cada progreso del país, cada desenvolvimiento de las inteligencias, cada paso de la libertad dará en tierra con su obra. Y, en definitiva, sus esfuerzos de reacción habrán sido útiles. En revolución todo movimiento hace adelantar. La verdad y la libertad tienen la excelencia de que todo lo que se hace por ellas y todo lo que contra ellas se hace les sirve igualmente. Ahora bien, después de tantas y tan grandes cosas como hicieron nuestros padres y nosotros hemos visto, hemos salido de la antigua forma social. ¿Cómo no saldríamos de la antigua forma poética? Á pueblo nuevo arte nuevo. Admirando y todo la literatura de Luís XIV, tan bien adaptada á su monarquía, sabrá tener su literatura propia y personal y nacional, esta Francia de hoy, esta Francia del siglo XIX, á quien Mirabeau forjó su libertad y Napoleón su poder[1].»

[1]Carta á los editores de las Poesías de M. Dovalle.

Perdónese al autor de este drama citarse á sí mismo aquí: sus palabras tienen tan escasamente el dón de grabarse en los espíritus que muy á menudo tendrá necesidad de repetirlas. Por lo demás, no está hoy fuera de propósito exponer de nuevo á la vista de los lectores las dos páginas que acaban de transcribirse. No es decir que este drama pueda en manera alguna merecer el bello nombre de arte nuevo, de nueva poesía; lejos de eso; consigno tan sólo que el principio de la libertad en literatura acaba de dar un paso y de realizar un progreso, no en el arte, pues este drama vale poco, sino en el público; en este concepto á lo menos, una parte de los pronósticos hechos más arriba acaban de cumplirse.

Había peligro, efectivamente, en cambiar así de repente el público, en arriesgar en el teatro tentativas confiadas hasta ahora sólo al papel que lo sufre todo; el público de los libros es muy diferente del público de los espectáculos y se podía temer que el segundo rechazara lo que el primero había aceptado. No ha sido así. El principio de la libertad literaria, ya comprendido por la gente que lee y medita, no ha sido menos completamente adoptado por la inmensa multitud ávida de las puras emociones del arte, que inunda todas las noches los teatros de París. Esa alta y poderosa voz del pueblo, que semeja la de Dios, quiere que de hoy más la poesía tenga la misma divisa que la política: tolerancia y libertad.

Ahora venga el poeta: ya hay público.

Y el público quiere esta libertad, tal como debe ser, conciliándose con el orden en el Estado, con el arte en la literatura. La libertad tiene una prudencia que le es propia y sin la cual no es completa. Bueno es que las antiguas reglas de Aubignac mueran con las antiguas costumbres de Cujas, y todavía mejor que á una literatura cortesana suceda una literatura popular, pero sobre todo que se encuentre una razón interior en el fondo de todas estas novedades. Que el principio de la libertad haga su negocio pero que lo haga bien. En literatura como en sociedad, nada de etiqueta, nada de anarquía: leyes. Ni talones rojos, ni gorros rojos.

Eso es lo que quiere el público y quiere bien. En cuanto á nosotros, por deferencia á ese público, que con tanta indulgencia ha recibido un ensayo tan poco meritorio, le damos este drama hoy tal como se ha representado. Acaso llegue el día de publicarlo tal como lo concibió el autor, indicando y discutiendo las modificaciones que la escena le ha hecho sufrir. Estos pormenores de crítica quizá no carezcan de interés ni de enseñanza, pero hoy parecerían minuciosos. La libertad en el arte está admitida; la cuestión principal está resuelta. ¿Á qué detenerse en cuestiones secundarias? Algún día volveremos al asunto y hablaremos también muy detalladamente combatiendo con la fuerza del raciocinio y de los hechos, la censura dramática que es el único obstáculo á la libertad del teatro ahora que no lo hay ya en el público. Procuraremos, á nuestro cargo y riesgo, y por devoción á las cosas del arte, caracterizar los mil abusos de esa especie de inquisición del espíritu, que tiene como el otro Santo Oficio, sus jueces secretos, sus enmascarados verdugos, sus torturas, sus mutilaciones y su pena de muerte. Y, á ser posible, desgarraremos los tenebrosos velos de esa policía que con vergüenza nuestra amordaza al teatro en el siglo XIX.

Hoy no debe haber lugar sino para el reconocimiento y la gratitud, y al público se dirige el autor de este drama dándole las gracias desde lo hondo de su corazón. Esta obra, no de talento, sino de conciencia y libertad, ha sido generosamente protegida por el público contra muchas enemistades, porque el público es también concienzudo y libre. Gracias, pues, le sean dadas, é igualmente á esa potente juventud que ha prestado ayuda y favor á la obra de un joven sincero é independiente como ella. Para ella principalmente trabaja, porque sería altísima gloria merecer los aplausos de esa escogida reunión de jóvenes, entendidos, consecuentes, lógicos, verdaderamente liberales, así en literatura como en política, noble generación que no rehusa abrir ambos ojos á la verdad y recibir la luz por los dos lados.

De su obra en sí misma, no hablará: acepta las críticas que de ella se han hecho, así las más severas, como las más benévolas, porque de todas se puede sacar provecho. No se atreve á creer que todo el mundo haya comprendido de pronto ese drama cuya verdadera clave es el Romancero General, y rogaría de buen grado á las personas á quienes haya podido chocar la obra que vuelvan á leer el Cid, Don Sancho, Nicomedes, ó más bien todo Corneille y todo Molière, grandes y admirables poetas. Esta lectura los hará menos severos al juzgar ciertas cosas que hayan podido extrañar en el fondo ó en la forma de Hernani. En fin, acaso no ha llegado el momento de juzgarlo. Hernani no es hasta aquí más que la primera piedra de un edificio que existe del todo construído en la mente de su autor, y cuyo conjunto puede sólo dar valor á este drama. Tal vez no parezca mal un día la idea que le ha pasado por la cabeza de poner, como el arquitecto de Bourges, una puerta morisca á su catedral gótica.

Entre tanto, lo que ha hecho es bien poco, harto lo sabe. ¡Pluguiera á Dios que no le faltaran las fuerzas para rematar su obra, que no valdrá hasta que esté concluída! No pertenece el autor al número de aquellos privilegiados poetas que pueden morir ó interrumpir la suya antes de haber acabado, sin peligro para su memoria; no es de los que permanecen grandes, aun sin haberla completado, hombres dichosos de quienes puede decirse lo que de Cartago bosquejada decía Virgilio:

Pendent opera, interrupta, minæque

Murorum ingentes!

9 Marzo 1830.

Hernani

PERSONAJES

HERNANI.

DON CARLOS.

DON RUY GÓMEZ DE SILVA.

DOÑA SOL DE SILVA.

EL REY DE BOHEMIA.

EL DUQUE DE BAVIERA.

EL DUQUE DE GOTHA.

EL BARÓN DE HOHEMBURGO.

EL DUQUE DE LUTZELBURGO.

YÁGUEZ.

DON SANCHO.

DON MATÍAS.

DON RICARDO.

DON GARCI SUÁREZ.

DON FRANCISCO.

DON JUAN DE HARO.

DON PEDRO GUZMÁN DE LARA.

DON GIL TÉLLEZ GIRÓN.

DOÑA JOSEFA DUARTE.

UN MONTAÑÉS.

UNA DAMA.

PRIMER CONJURADO.

SEGUNDO CONJURADO.

TERCER CONJURADO.

Conjurados de la Liga Sacrosanta, alemanes y españoles, montañeses, señores, soldados, pajes, pueblo, etc.

España, 1519

ACTO PRIMERO

EL REY

ZARAGOZA

Cuarto dormitorio. — Es de noche. — Una lámpara sobre una mesa

PERSONAJES

HERNANI.

DON CARLOS.

DON RUY GÓMEZ DE SILVA.

DOÑA SOL DE SILVA.

DOÑA JOSEFA DUARTE.

ESCENA I

DOÑA JOSEFA DUARTE, vieja, vestida de negro con adornos de azabache á lo Isabel la Católica; DON CARLOS

(Llaman dando un golpe á una puertecita secreta á la derecha. La dueña, que está corriendo una cortina carmín, escucha. Dan un segundo golpe.)

D.ª Josefa.—Será él ya. (Otro golpe.) Es sin duda en la escalera secreta. (Otro golpe.) Abramos sin más demora. (Abre y entra don Carlos arrebujado hasta los ojos y con el sombrero calado.) Buenas noches, caballero. (Se desemboza y deja ver un rico traje de terciopelo á la moda castellana de 1519. Retrocede con espanto.) ¡Ah! ¿No sois el señor Hernani? ¡Dios mío! ¡Socorro!

D. Carlos (Asiéndola del brazo.)—Dos palabras más y sois muerta, dueña. (La mira fijamente y calla espantada la vieja.) ¿Estoy en el aposento de doña Sol, prometida al viejo duque de Pastrana, su tío, señor tan venerable como celoso? Decid. La hermosa ama á un caballero imberbe aún y recibe todas las noches al caballero imberbe y al viejo de luengas barbas. ¿No es eso? (La dueña calla y él la sacude del brazo.) ¿Contestaréis?

D.ª Josefa.—Me habéis prohibido bajo pena de la vida decir dos palabras, señor.

D. Carlos.—Por eso no quiero más que una: sí ó no. ¿Es tu señora doña Sol de Silva?

D.ª Josefa.—Sí.

D. Carlos.—El duque, su futuro, ¿está ahora fuera de casa?

D.ª Josefa.—Sí.

D. Carlos.—¿Espera ella al galán?

D.ª Josefa.—Sí.

D. Carlos.—¡Muerto me caiga!

D.ª Josefa.—Sí.

D. Carlos.—¿Se ven aquí mismo?

D.ª Josefa.—Sí.

D. Carlos.—Escóndeme.

D.ª Josefa.—¿Á vos?

D. Carlos.—Á mí.

D.ª Josefa.—¿Para qué?

D. Carlos.—Para... estar escondido.

D.ª Josefa.—¡Pero esconderos yo!

D. Carlos.—Aquí mismo.

D.ª Josefa.—Jamás.

D. Carlos (Sacando un bolsillo y un puñal.)—Escoged.

D.ª Josefa.—Sois el mismo diablo. (Escogiendo el bolsillo.)

D. Carlos.—Ya lo veis.

D.ª Josefa (Abriendo un estrecho armario, disimulado en la pared.)—Entrad aquí.

D. Carlos (Examinándolo.)—¿En esta caja?

D.ª Josefa.—Idos, si no queréis.

D. Carlos.—Sí quiero. (Examinándolo más.) ¿Será acaso la covacha de la escoba en cuyo mango cabalga esta bruja? (Se introduce difícilmente.) ¡Uf!

D.ª Josefa (Juntando las manos con escándalo.)—¡Un hombre aquí!

D. Carlos.—¿Es por ventura mujer el galán que espera tu ama?

D.ª Josefa.—¡Oh Dios! Oigo sus pasos. Señor, cerrad pronto la puerta. (La empuja y queda cerrada.)

D. Carlos.—Si decís una palabra, sois muerta.

D.ª Josefa.—¿Quién es este hombre? ¡Jesús, Dios mío! Voy á llamar... ¿Y á quién, si todos duermen en la casa, excepto las dos? En fin, esto le atañe á ella y á él que tiene buena espada; á mí... guárdeme Dios de todo mal. (Pesando el bolsillo.) Al cabo no es ningún ladrón. (Oculta el bolsillo al entrar doña Sol.)

ESCENA II

DOÑA JOSEFA, DON CARLOS, oculto, DOÑA SOL, luégo HERNANI

D.ª Sol.—¿Josefa?

D.ª Josefa.—Señora mía.

D.ª Sol.—¡Ah! Temo una desgracia.

D.ª Josefa.—¿Y por qué?

D.ª Sol.—Hernani debería estar ya aquí.

(Óyense pasos hacia la puerta secreta.)

D.ª Josefa.—Aquí está ya.

D.ª Sol.—Abre antes que llame.

(La dueña abre la puerta y entra Hernani con capa y sombrero. Debajo de la capa, un traje de montañés de Aragón, pardo, con coraza de cuero. Al cinto un puñal, una espada y un cuerno de caza.)

D.ª Sol (Corriendo á él.)—¡Hernani!

Hernani.—¡Sol de mi vida! ¡Ah! por fin te veo y la voz que me habla es tu voz. ¿Por qué me tiene la suerte tan alejado de ti? ¡Tengo tanta necesidad de verte para olvidar á los demás!...

D.ª Sol (Tocando su capa.)—¡Jesús! ¡Qué mojado! ¿Llueve mucho?

Hernani.—No lo sé.

D.ª Sol.—Tendrás frío.

Hernani.—No.

D.ª Sol.—Quítate la capa.

Hernani.—Sol de mi vida, dime, cuando inocente y pura reposas por la noche, y plácido y tranquilo entorna tus ojos el sueño entreabriendo la rosa de tus labios, ¿no te dice un ángel, alma mía, cuán dulce es tu amor para el infeliz á quien todos abandonan y rechazan?

D.ª Sol.—¡Ah!... ¡Cuánto has tardado! Dime ¿tienes frío?

Hernani.—¿Á tu lado? ¡Ah! Cuando el amor celoso hierve en nuestras cabezas, cuando hierven en el corazón mil tempestades, ¿qué importa lo que una nube del aire puede arrojar á nuestro paso?

D.ª Sol.—Dame, dame la capa y la espada.

Hernani (Llevando la mano al pomo.)—No; es la otra amiga mía, inocente y fiel también. Sol de mis ojos, ¿está ausente tu tío, y futuro esposo?

D.ª Sol.—Sí, esta hora nos pertenece.

Hernani.—¡Esta hora nada más! Para nosotros sólo una hora. ¿Qué importa? Fuerza es olvidar ó morir. ¡Una hora contigo! ¡Una hora para quien querría toda la vida y después la eternidad!

D.ª Sol.—Hernani...

Hernani (Con despecho.)—¡Cuán feliz soy cuando el duque sale! Como un ladrón que tiembla forzando una puerta, así entro yo á verte y robo al anciano una hora de dicha. ¡Oh! ¡Soy muy dichoso! ¡Y sin duda llevaría á mal que le robe yo una hora, cuando me roba él á mí la vida!

D.ª Sol.—Cálmate. (Entregando la capa á la dueña.) Josefa, ponla á secar. (Haciendo á Hernani una seña mientras la dueña se va.) Ven á mi lado.

Hernani (Sin oirla.)—¿El duque está ausente?

D.ª Sol.—Bien mío, no pienses más en él.

Hernani.—¡Ah! No; fuerza es recordarle. El anciano te ama... es tu futuro esposo. ¡Cómo! ¡Te dió el otro día un beso y no pensaré en él!

D.ª Sol (Riendo.)—¿Y eso te desespera? Un beso de tío, casi de padre.

Hernani.—No, un beso de amante, de futuro esposo. ¡Ah! ¡Viejo insensato que, teniendo necesidad de una mujer para acabar de morirse, va como fiero y frío espectro á tomar una joven! ¡Insensato viejo! Mientras con una mano se agarra á la tuya, ¿no ve á la muerte que le agarra la otra? Ha venido á interponerse temerariamente entre nosotros. ¡Pobre hombre! Más le valiera haber muerto de una vez. ¿Quién diablos pensó en semejante matrimonio?

D.ª Sol.—Dicen que el rey lo quiere.

Hernani.—¡El rey! Mi padre murió en el cadalso, condenado por el suyo, y aunque haya envejecido después de aquella inmolación, para la sombra del difunto rey, para su hijo vivo, para su viuda, para todos los suyos, mi odio es siempre nuevo. Muy niño aún hice el juramento de vengar en el hijo la muerte de mi padre. Por todas partes, rey de las Castillas, por todas partes te busco, porque el odio es eterno entre ambas familias. Nuestros padres lucharon sin tregua ni piedad por espacio de treinta años. Y es en vano que los padres hayan muerto: su odio vive. Para ellos no ha venido la paz, porque los hijos viven y continúa el duelo á muerte. ¡Y es él quien quiere ese execrable himeneo! ¡Mejor que mejor! Yo le buscaba y viene él á ponerse en mi camino.

D.ª Sol.—Hernani, me espantas.

Hernani.—Cargado con el peso de un anatema, preciso es que llegue hasta á espantarme á mí mismo. Escucha: el hombre á que tan joven te han destinado, Ruy de Silva, tu tío, es duque de Pastrana, rico hombre de Aragón, conde y grande de España. Á falta de juventud, puede traerte tanto oro y joyas que reluzca tu frente entre las frentes reales, y por la gloria, la opulencia y el orgullo, más de una reina envidiará á su duquesa. Yo, por mí, soy pobre, y no tuve en mi niñez más que los bosques, á donde huía descalzo. Acaso tengo algún rico blasón que una mancha de sangre ahora deslustra; acaso tengo derechos, sepultados en las sombras, que un negro paño de patíbulo oculta aún entre sus pliegues, y que si mi esperanza no se engaña, podrán brillar un día con mi espada, pero hasta ahora no he recibido del avaro cielo más que el aire, la luz y el agua, que es el dón común á todos. Permite que te libre del duque ó de mí; has de elegir entre los dos: ó ser su esposa ó seguirme.

D.ª Sol.—¡Seguirte!

Hernani.—Entre nuestros rudos compañeros, como yo proscritos, cuyos nombres conoce ya el verdugo, hombres de corazón y de hierro que nunca se enmohecen, teniendo todos ellos agravios de sangre que vengar, vendrás tú á ser la reina de mi banda, porque has de saber que yo no soy más que un bandolero. Cuando todos me perseguían en ambas Castillas, solo, en sus bosques y montañas, tuve que buscar seguro asilo y Cataluña me acogió como una madre. Allí entre sus montañeses, pobres, pero altivos y libres, fuí creciendo, y mañana, si mi aliento hace resonar esta bocina, acudirán en són de guerra tres mil de sus valientes. ¡Te estremeces! Aún puedes reflexionarlo bien. Seguirme por bosques y montes y arenales, entre hombres parecidos á los demonios de tus pavorosos sueños; sospechar de todo, de las miradas, de las palabras, de los pasos, del ruido; oir silbar las balas de los mosquetes persiguiendo vidas, anunciando muertes; estar proscrita como yo y conmigo andar errante, y si es preciso, seguirme adonde seguiré yo á mi padre, al patíbulo... esta será tu suerte.

D.ª Sol.—Te seguiré.

Hernani.—El duque es rico, grande, honrado, sin sombra ninguna en el escudo de su casa; el duque lo puede todo y te ofrece, con su mano, tesoros, títulos, esplendor, dicha...

D.ª Sol.—Partiremos mañana. ¡Oh mi Hernani! no me vituperes por mi extraña audacia. ¿Eres mi demonio ó mi ángel? No lo sé; pero soy tu esclava. Vé adonde quieras: contigo iré; que partas ó te quedes, tuya, tuya soy. Y ¿por qué así? Lo ignoro; pero tengo necesidad de verte, y de verte más y de verte siempre. Cuando se pierde el ruido de tus pasos, creo que no late ya mi corazón; me faltas tú y me siento ausente de mí misma; pero cuando esos pasos vuelven de nuevo á sonar en mis oídos ansiosos, entonces recuerdo que existo y siento volver á mí el alma fugitiva.

Hernani (Estrechándola en sus brazos.)—¡Ángel mío!

D.ª Sol.—Mañana á media noche ¿eh? Trae tu gente debajo de mi ventana. Darás tres golpes y... descuida, seré osada y fuerte.

Hernani.—Ya sabes quien soy.

D.ª Sol.—¿Qué importa? Te seguiré.

Hernani.—No: ya que quieres seguirme, débil mujer, bueno es que sepas qué nombre, qué título, qué alma, qué destino hay oculto en el pastor Hernani...

D. Carlos (Abriendo con estrépito la puerta del armario.)—¿Cuándo vais á acabar de referir vuestra historia? ¿Creéis que está uno cómodamente en este armario?

(Retrocede sorprendido Hernani, á la vez que Sol da un grito y se refugia en sus brazos mirando con espanto á don Carlos.)

Hernani (Echando mano á su espada.)—¿Qué hombre es ese?

D.ª Sol.—¡Cielos! ¡Socorro!

Hernani.—Callad, doña Sol. Cuando estoy yo á vuestro lado, suceda lo que quiera, no tenéis que reclamar más defensa que la mía. (Á don Carlos.) ¿Qué hacíais ahí?

D. Carlos.—¿Yo? Pues á lo que parece no cabalgaba por el bosque.

Hernani.—Quien se chancea, después de la afrenta, se expone á dar qué reir también á su heredero.

D. Carlos.—Á cada cual le llega su vez. Señor mío, hablemos en plata. Vos amáis á doña Sol y venís todas las noches á miraros en el espejo de sus ojos: está muy bien. Pero yo amo también á la dama y quiero conocer á quién he visto entrar tantas veces por la ventana, mientras yo estaba á la puerta.

Hernani.—Pues, por mi honor, os he de hacer salir por donde yo entro.

D. Carlos.—Lo veremos. Yo ofrezco mi amor á la dama: compartamos. He visto en su bella alma tal y tanta ternura que á buen seguro tiene harto para los dos. Esta noche quise acabar mi empeño, y sorprendido por vos, á lo que pude entender, me escondo aquí y escucho, para no ocultaros nada; pero oía muy mal y me ahogaba muy bien. Fuera de que estaba echando á perder mi traje á la francesa; conque... he salido.

Hernani.—Mi daga tampoco está á su gusto y rabia por salir también.

D. Carlos (Saludando.)—Como queráis, caballero.

Hernani (Sacando su espada.)—¡En guardia!

D. Carlos (Desnudando también la suya.)—En guardia, pues.

D.ª Sol (Interponiéndose.)—¡Dios mío! ¡Hernani!

D. Carlos.—Tranquilizaos, señora.

Hernani (Á don Carlos.)—¿Vuestro nombre?

D. Carlos.—¡Bah! Dadme el vuestro.

Hernani.—¡Secreto fatal! Lo guardo para otro, que ha de sentir un día á mis plantas vencedoras mi nombre en su oído y mi daga en su corazón.

D. Carlos.—¿Y cuál es el nombre de ese otro?

Hernani.—¿Qué os importa? Defendeos.

(Cruzan las espadas. Doña Sol cae desfallecida. Al mismo tiempo llaman á la puerta.)

D.ª Sol (Levantándose con espanto.)—¡Dios mío! ¡Llaman á la puerta!

(Detiénense los combatientes. Entra Josefa por la puerta secreta.)

Hernani (Á Josefa.)—¿Quién llama así?

D.ª Josefa.—¡Virgen de las Angustias! ¡Qué conflicto! ¡El duque que regresa!

D.ª Sol.—¡Cielos! ¡Estoy perdida! ¡Infeliz de mí!

D.ª Josefa (Reconociendo el campo.)—¡Jesús! ¡El desconocido! ¡Las espadas desnudas! ¡Se estaban batiendo! ¡Qué apuros!

(Los dos adversarios envainan sus aceros. Don Carlos se cala el sombrero y se emboza hasta los ojos. Siguen llamando.)

Hernani.—¿Qué hacemos?

Una voz (Por fuera.)—¡Sol, abre esta puerta!

(La dueña da un paso hacia la puerta y Hernani la detiene.)

Hernani.—No abráis.

D.ª Josefa (Sacando su rosario.)—¡Santiago apóstol! ¡Sacadnos en bien de este mal paso! (Siguen llamando.)

Hernani (Indicando el armario á don Carlos.)—Ocultémonos ahí.

D. Carlos.—¿En el armario?

Hernani.—Entrad, yo me encargo de que los dos quepamos.

D. Carlos.—¡Pardiez! Es demasiado ancho.

Hernani.—Huyamos por allí. (Por la puerta secreta.)

D. Carlos.—Huid vos; yo me quedo aquí.

Hernani.—¡Ah! Me pagaréis esta jugada.

D. Carlos (Á Josefa.)—Abrid la puerta.

Hernani.—¿Qué dice?

D. Carlos (Á la dueña indecisa.)—Que abráis, os mando.

(Siguen llamando. La dueña va á abrir temblando.)

D.ª Sol.—¡Estoy muerta!

ESCENA III

Los mismos, DON RUY GÓMEZ DE SILVA (barba y cabellos blancos, traje negro).—Criados con antorchas.

D. Ruy.—¡Hombres á estas horas en el cuarto de mi sobrina! Venid todos, que es cosa de ver. ¡Por San Juan de Ávila! Doña Sol ¿qué es esto? ¿Qué hacen aquí estos caballeros? En tiempos del Cid y de Bernardo, aquellos gigantes de España y del mundo, iban ellos por ambas Castillas honrando á los ancianos y protegiendo á las doncellas. Eran hombres fuertes que tenían por menos pesado el hierro de sus armas que vosotros el terciopelo de vuestros vestidos.

Aquellos hombres tenían en respeto las canas, santificaban su amor en las iglesias, no hacían traición á nadie y sabían muy bien guardar el honor de sus casas. Si querían mujer, tomábanla á la clara luz del día, delante de todo el mundo, con la espada, el hacha ó la lanza en la mano. Y en cuanto á estos traidores que, fiando sólo á la noche sus infames fechorías, á espaldas de los esposos roban el honor de las mujeres, yo afirmo que el Cid los hubiera tenido por viles y degradando su usurpada nobleza, hubiera abofeteado sus blasones con la vaina de su espada. He aquí lo que harían los hombres de otro tiempo con los hombres de hoy... ¿Qué habéis venido á hacer aquí? ¿Acaso á decir que soy un viejo de que los jóvenes se ríen? ¿Se van á reir de mí, antiguo soldado de Zamora? Y cuando pase con mis honradas canas, ¿se reirán también de mí? ¡Ira de Dios! Pues á lo menos vosotros no habéis de ser quienes se rían.

Hernani.—Señor duque...

D. Ruy.—¡Silencio! ¡Cómo se entiende! Disponéis de la espada y la daga y la lanza, la caza, los festines, las jaurías, los halcones, los cantares de amor, las plumas en el fieltro, las danzas, las corridas y cañas, la juventud, la alegría; y á toda costa queréis tener un juguete y tomáis á un anciano. ¡Ah! romped, romped el juguete; pero ¡plegue á Dios que os salte en astillas al rostro! Seguidme.

Hernani.—Señor duque...

D. Ruy.—¡Seguidme! ¡Cómo! Hay en mi casa un tesoro, que es el honor de una doncella, el honor de toda una familia. Esta doncella, á quien amo, es de mi sangre, sobrina mía, que en breve ha de ser mi esposa. Yo la creo casta y pura y sagrada para todos los hombres; y si yo, don Ruy Gómez de Silva, tengo que salir una hora, no puedo hacerlo sin peligro de que un ladrón de honras se deslice en mi hogar. ¡Atrás, hombres desalmados! lavaos las manos... que mancháis á nuestras mujeres sólo con tocarlas. Está bien. Continuad... ¿Tengo algo más? (Se arranca el collar.) Tomad, pisotead mi Toisón de oro. (Tira su sombrero.) Deshonrad mis canas...

D.ª Sol.—¡Ah! señor...

D. Ruy (Á sus criados.)—¡Venid en mi ayuda! ¡Mi hacha, mi puñal, mi daga de Toledo! (Á los intrusos.) Seguidme los dos.

D. Carlos (Dando un paso.)—Duque, no se trata precisamente de eso ahora; trátase, ante todo, de la muerte de Maximiliano, emperador de Alemania.

(Descubriéndose.)

D. Ruy.—¡Aún os burláis!... ¡Ah! ¡Santo Dios! ¡El Rey!

D.ª Sol.—¡El Rey!

Hernani.—¡El Rey de España!

(Clavándole los ojos vengativo.)

D. Carlos (Con gravedad.)—Sí, Carlos primero. Mi augusto abuelo, el emperador, ha muerto, según he sabido esta misma noche, y he venido en persona y sin demora á darte la noticia, á ti, mi leal súbdito, y á pedirte consejo, de noche y de incógnito. Ya ves si el negocio era para tanto ruido.

(Ruy Gómez despide á sus criados con una seña y se acerca al Rey, á quien Sol examina con sorpresa y temor, mientras Hernani permanece aislado mirándole también con ojos fulgurantes.)

D. Ruy.—Pero ¿cómo tardar tanto en abrirme la puerta?

D. Carlos.—Venías tan acompañado... Cuando un secreto de Estado me trae á tu palacio, no era cosa de ir á decirlo á todos tus sirvientes.

D. Ruy.—Perdonad, señor. Las apariencias...

D. Carlos.—Bien, duque, te hice gobernador del castillo de Figueras; pero ¿á quién debo hacer ahora tu gobernador?

D. Ruy.—Señor, perdonad.

D. Carlos.—Basta: no hablemos más de esto. Pues, como decía, el emperador ha muerto.

D. Ruy.—¡Ha muerto vuestro augusto abuelo!

D. Carlos.—Ya me ves, duque, poseído de tristeza.

D. Ruy.—¿Y quién ha de sucederle?

D. Carlos.—Un duque de Sajonia está en la lista, y Francisco primero de Francia es otro de los pretendientes.

D. Ruy.—¿Dónde van á reunirse los electores del imperio?

D. Carlos.—Han elegido, según creo, Aquisgrán... ó Spira... ó Francfort.

D. Ruy.—Y nuestro Rey y señor, que Dios guarde, ¿no ha pensado nunca en el imperio?

D. Carlos.—Siempre.

D. Ruy.—Á nadie sino á vos pertenece.

D. Carlos.—Bien lo sé.

D. Ruy.—Vuestro augusto padre, señor, fué archiduque de Austria, y creo que el imperio tendrá presente que era abuelo vuestro quien acaba de morir.

D. Carlos.—Además soy ciudadano de Gante.

D. Ruy.—En mis primeros años tuve el honor de ver á vuestro ilustre abuelo. ¡Ah! ¡Cuán viejo soy! ¡todo ha muerto ya! Era un emperador poderoso y magnánimo.

D. Carlos.—Roma también está por mí.

D. Ruy.—Valiente, enérgico, pero nada despótico... ¡Oh! aquella corona sentaba muy bien al viejo cuerpo germánico. (Se inclina y besa la real mano.) ¡Cuánto os compadezco señor! ¡Tan mozo y hundido ya en tanto duelo!

D. Carlos.—El papa desea recobrar la Sicilia, que un emperador no puede poseer. Me apoya para que como hijo agradecido y sumiso, le entregue luégo su presa. Tengamos el águila y después... veremos si he de darle á roer los alones.

D. Ruy.—¡Con qué gusto vería aquel veterano del trono ciñendo su corona á su ilustre nieto! ¡Ah! ¡Con vos hemos de llorar todos á aquel pío y máximo emperador!

D. Carlos.—El Padre Santo es hábil. ¿Qué es la Sicilia? Una isla que pende de mi reino, una pieza, un girón, que apenas conviene á España y á su lado se arrastra. «¿Qué harías, hijo mío, de esa isla, atada al cabo de un hilo? Tu imperio está mal hecho. Pronto, venid aquí. Unas tijeras y cortemos.» Gracias, Santísimo Padre, porque de esos girones, como tenga yo fortuna, he de coser más de uno al sacro imperio, y si otros me arrancaran, remendaría mis estados con islas y ducados.

D. Ruy.—Consolaos: hay otro reino de justicia, donde parecen los muertos más santos y augustos.

D. Carlos.—El rey Francisco I es un ambicioso. Muerto el viejo emperador, al punto ha puesto los ojos en el imperio. ¿No tiene á la Francia Cristianísima? ¡Ah! la herencia es pingüe y bien merece que le tenga apego. Decía al rey Luís el emperador mi abuelo: «Si yo fuera Dios Padre y tuviera dos hijos, haría Dios al primogénito y al segundo, rey de Francia.» ¿Crees que Francisco pueda tener algunas esperanzas?

D. Ruy.—Es un rey victorioso.

D. Carlos.—Sería preciso cambiarlo todo. La bula de oro prohibe elegir á un extranjero.

D. Ruy.—Según eso, señor, sois rey de España.

D. Carlos.—Soy ciudadano de Gante.

D. Ruy.—La última campaña ha ensalzado mucho al rey Francisco.

D. Carlos.—El águila que va á nacer en mi cimera puede también desplegar sus alas.

D. Ruy.—¿Entendéis el latín?

D. Carlos.—Mal.

D. Ruy.—Es lástima. La nobleza alemana gusta mucho de que le hablen en latín.

D. Carlos.—Ya se contentará con castellano altivo, pues, creedme á fe de Carlos, cuando la voz habla alto, poco importa la lengua que se habla. Ahora voy á Flandes, y es menester, mi querido Silva, que vuelva emperador. El rey de Francia va á removerlo todo; quiero anticiparme á él y partiré dentro de poco.

D. Ruy.—¿Nos dejáis, señor, sin purgar antes á Aragón de esos nuevos bandidos que al abrigo de sus montañas levantan sus audaces frentes?

D. Carlos.—Ya he dispuesto que el duque de Arcos acabe con ellos.

D. Ruy.—¿Dais también orden al capitán de la gavilla para que se deje exterminar?

D. Carlos.—¿Quién es ese bandolero? ¿Su nombre?

D. Ruy.—Lo ignoro; pero dicen que es audaz.

D. Carlos.—Yo sólo sé que por ahora está en Galicia y ya enviaré alguna fuerza para que dé cuenta de él.

D. Ruy.—Entonces son falsas las noticias que por aquí lo suponen.

D. Carlos.—Falsas serán... esta noche me hospedo en tu casa.

D. Ruy.—¡Ah! ¡Señor! ¡tanta honra!... (Inclinándose profundamente.) ¡Hola! (Acuden los criados.) Honrad todos al Rey mi huésped.

(El duque forma en dos filas á los criados con antorchas hasta la puerta del fondo. Mientras, se acerca Sol á Hernani. El rey los cela.)

D.ª Sol (Á Hernani.)—Mañana á media noche, bajo mi ventana, sin falta. Darás tres palmadas.

Hernani.—Mañana.

D. Carlos (Aparte.)—¡Mañana! (Á Sol con galantería.) Permitidme que para salir os ofrezca la mano.

(La conduce hasta la puerta.)

Hernani (Con la mano en el pecho.)—¡Ay, puñal mío! ¿cuándo saltarás?

D. Carlos (Volviendo. Aparte.)—¡Qué cara pone! (Á Hernani.) Os concedí el honor de chocar vuestra espada con la mía, caballero. Por cien razones me sois sospechoso; pero el rey don Carlos odia la traición. Idos, pues. Todavía me digno proteger vuestra fuga.

D. Ruy (Volviendo.)—¿Quién es este caballero? (Indicando á Hernani.)

D. Carlos.—...Permitidme que para salir os ofrezca la mano.

D. Carlos.—Es de mi séquito y parte.

(Salen con los criados, precediendo al rey el duque con una antorcha en la mano.)

ESCENA IV

HERNANI

Sí, de tu séquito ¡oh rey! de tu séquito soy. De noche y de día, en efecto, y paso á paso te sigo, con el puñal en la mano y los ojos fijos en tu huella. En mí persigue en ti mi raza á tu raza. Y como si no fuera bastante, has venido también á ser mi rival. Hubo un momento en que me quedé indeciso entre amar y aborrecer. Mi corazón no era bastante ancho para ella y para ti, y amándola olvidé el odio que te tengo; pero una vez que tú lo quieres, una vez que vienes tú á recordármelo, en buen hora, lo recuerdo. Mi amor hace inclinar la incierta balanza y cae del lado de mi odio. Sí, soy de tu séquito; tú lo has dicho. ¡Oh! ningún cortesano de tu maldita elevación, ningún señor de los que lamen tus manos y besan tus piés, ningún perro de palacio adiestrado en seguir á un rey seguirán jamás tus huellas más tenaces y asiduos que yo. Lo que quieren de ti todos esos cortesanos es algún título ó juguete de relumbrón; para querer tan poco, no querría yo nada; lo que yo quiero de ti no es un vano favor, es el alma de tu cuerpo, la sangre de tus venas, lo que un puñal ansioso hurgando largo tiempo puede arrebatar á un corazón. Vé delante; yo te seguiré. Mi vigilante venganza me acompaña siempre y me habla al oído. Vé, aquí estoy yo; yo espío y escucho, y sin ruido mi paso busca el tuyo y lo sigue y persigue. De día ¡oh rey! no podrás volver la cabeza sin verme inmóvil y sombrío en tus solemnidades; ni de noche podrás tampoco volverla sin encontrar mis ojos fulgurantes detrás de ti.

(Vase.)

 

ACTO II

EL BANDIDO

ZARAGOZA

Un patio del palacio de Silva. — Á la izquierda los grandes muros del palacio con una ventana con balcón. Por debajo de la ventana una puerta pequeña. Á la derecha y en el fondo casas y calles. — Noche. — En las fachadas de los edificios algunas ventanas iluminadas.

PERSONAJES

DON CARLOS.

HERNANI.

DOÑA SOL.

DON SANCHO.

DON MATÍAS.

DON RICARDO.

UN MONTAÑÉS.

ESCENA I

DON CARLOS, DON SANCHO SÁNCHEZ DE ZÚÑIGA, conde de Monterey, DON MATÍAS CENTURIÓN, marqués de Almunan, DON RICARDO DE ROJAS, señor de Casapalma

(Llegan los cuatro siguiendo á don Carlos, con los sombreros gachos y embozados en sendas capas que dejan ver por debajo las puntas de las espadas.)

D. Carlos (Examinando el balcón.)—He aquí el balcón, la puerta... Me hierve la sangre. (Mirando la ventana.) Todavía no hay luz. Y la hay en todas partes donde no me conviene, menos en esta ventana, donde me convendría.

D. Sancho.—Señor, y volviendo á ese traidor, ¿le dejasteis partir?

D. Carlos.—Así es la verdad.

D. Sancho.—Y acaso fuera el jefe de la banda.

D. Carlos.—Jefe ó capitán, yo no he visto jamás testa coronada con más altivez.

D. Sancho.—¿Y se llama?...

D. Carlos.—Muñoz... Fernan... No, un nombre que acaba en i.

D. Sancho.—¿Hernani tal vez?

D. Carlos.—Eso, Hernani.

D. Sancho.—Es él.

D. Matías.—Hernani es.

D. Sancho.—¿Y no recordáis su conversación?

D. Carlos (Sin dejar de mirar á la ventana.)—¡Pardiez! No oía nada en aquel maldito armario.

D. Sancho.—Pero, señor, ¿cómo lo soltasteis, teniéndolo ya en vuestras manos?

D. Carlos (Mirándolo fijamente.)—Conde de Monterey, ¿me interrogáis? (Los dos señores retroceden y callan.) Y por otra parte, no es eso lo que más me interesa. Yo voy tras de su amada, no tras él. Estoy verdaderamente enamorado. ¡Qué ojos negros tan hermosos, amigos míos! ¡dos espejos! ¡dos antorchas! De todo el coloquio no oí más que estas palabras: Hasta mañana á la noche. Pero es lo esencial. Ahora mientras ese bandido con cara de galán se entretiene en alguna fechoría, me anticipo yo y le robo la paloma.

D. Ricardo.—Hubiera sido un golpe completo matar á la vez el buitre.

D. Carlos.—¡Buen consejo! Tenéis la mano muy ligera, conde.

D. Ricardo.—Señor ¿con qué título os place que sea conde?

D. Sancho.—Ha sido una equivocación.

D. Ricardo.—El Rey me ha nombrado conde.

D. Carlos.—Basta. He dejado caer ese título; recogedlo y en paz.

D. Ricardo (Inclinándose.)—Gracias, señor.

D. Sancho.—¡Gran título! Conde por equivocación.

(El Rey se pasea por el fondo mirando con impaciencia hacia las ventanas iluminadas. Los otros hablan entre sí en el proscenio.)

D. Matías (á D. Sancho).—Pero ¿qué hará el rey, una vez sorprendida la dama?

D. Sancho.—La hará condesa, después dama de honor, y cuando tenga un hijo de ella, lo hará rey.

D. Matías.—¡Pardiez! ¡Á un bastardo! Conde, enhorabuena; pero no así como quiera se puede sacar un rey de una condesa.

D. Sancho.—Entonces la hará marquesa, mi querido marqués.

D. Matías.—Los bastardos se guardan para los países conquistados, y se les hace virreyes, única cosa para que sirven.

D. Carlos (Mirando con cólera las ventanas iluminadas.)—¡Pardiez! Diríase que son ojos celosos que nos espían. Ahora se oscurecen dos. ¡Sea enhorabuena! ¡Qué largos son los momentos de espera! ¿Quién hará adelantar la hora?

D. Sancho.—Eso es lo que decimos muchas veces en palacio.

D. Carlos.—Mientras en los vuestros mi pueblo lo repite. La última ventana se oscurece. (Mirando á la de Sol.) ¡Maldita vidriera! ¿Cuándo te iluminarás tú? ¡Oh doña Sol! Ven pronto á brillar como un astro en las sombras de esta noche. (Á don Ricardo.) ¿Es ya media noche?

D. Ricardo.—Muy pronto será.

D. Carlos.—Es preciso acabar cuanto antes. Á cada momento puede llegar el otro. (Se ilumina la ventana de Sol.) ¡Por fin, amigos míos, sale el sol! Ved la sombra de la dama á través de los cristales. No perdamos tiempo y hagamos la señal que espera. Hay que dar tres palmadas. Pero acaso se alarme viendo aquí tanta gente. Retiraos allá á la sombra á guardarme las espaldas. Compartamos estos amoríos: la dama para mí; para vosotros el bandido.

D. Ricardo.—Muchas gracias, señor.

D. Carlos.—Si viene á estorbarme, dadle bonitamente una estocada, y mientras se recobra, me llevaré yo la dama. Pero ¡cuenta con matarlo! Al cabo es un valiente, y la muerte de un hombre, cosa grave.

(Los tres caballeros se inclinan y salen. Don Carlos hace luégo la señal dando las tres palmadas, y á la última se asoma Sol al balcón, vestida de blanco.)

ESCENA II

DON CARLOS, DOÑA SOL