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Virgen e inocente… ¡hasta recibir la proposición del encantador italiano! Para no perder su mansión a manos del playboy Luca Ferrantelli, Artemisia accedió a casarse con él. Traumatizada por un terrible accidente, la heredera no había abandonado el castello desde hacía años. No sabía nada del mundo exterior… nada sobre las caricias de un hombre. Si casándose con Artie su abuelo recuperaba las ganas de vivir, Luca debía hacerlo. Sin embargo, estaba decidido a resistirse a la atracción adictiva que la vulnerabilidad y vitalidad de Artie ejercían sobre él. Hasta que el tórrido beso de la boda despertó a Artie a una nueva y sensual vida.
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Seitenzahl: 201
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Melanie Milburne
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Dulce despertar, n.º 2826 - diciembre 2020
Título original: His Innocent’s Passionate Awakening
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-921-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
ARTEMISIA Bellante miró horrorizada al abogado de su padre.
–Pero tiene que haber algún error. ¿Castello Mireille, hipotecado? Pertenece a mi familia paterna desde hace generaciones. Papá nunca mencionó que debiera dinero al banco.
–No se lo debía al banco –Bruno Rossi, deslizó unas hojas hacia Artie–. ¿Has oído hablar de Luca Ferrantelli? Dirige la empresa global de desarrollo de la propiedad de su difunto padre. También produce vino, y está muy interesado en variedades de uva poco comunes, algunas de las cuales están en las tierras de Castello Mireille.
Artie posó la mirada en los papeles y sintió un ligero escalofrío.
–He oído algo… –aunque había pasado años aislada en la residencia familiar, hasta ella había oído hablar del atractivo y multimillonario playboy. Y había visto fotos. Y se había mareado como casi todas las mujeres entre quince y cincuenta años–. ¿Cómo ha podido suceder? –preguntó–. Sé que papá insistió en reducir gastos, pero no mencionó nada sobre pedir prestado a nadie. ¿Cómo puede ser signor Ferrantelli el dueño de prácticamente todo mi hogar? ¿Por qué papá no me lo contó?
¿Era el modo que tenía su padre de obligar a su hija ermitaña a salir del nido? ¿Dónde iba a encontrar el dinero necesario?
Bruno se sujetó las gafas sobre el puente de la nariz.
–Al parecer tu padre y el de Luca tuvieron alguna relación comercial hace años. Él contactó con Luca para pedirle ayuda cuando la tormenta golpeó el castello el año pasado. Su póliza de seguros había caducado y tendría que vender si no encontraba quien le financiara.
–¿El seguro había caducado? –Artie parpadeó–. ¿Por qué no me lo dijo? Soy su única hija. Su única familia.
–Orgullo –Bruno Rossi se encogió de hombros–. Vergüenza. Remordimiento. Tuvo que rehipotecar la finca para pagar las reparaciones. Luca Ferrantelli parecía la única opción, dado el estado de salud de tu padre. Pero el plan de reembolso no salió según lo previsto.
Artie frunció el ceño mientras una jaqueca producto de la tensión la apuñalaba detrás de los ojos. ¿Era una pesadilla? ¿Iba a despertar y descubrir que no había sido más que un mal sueño?
–Sin duda papá sabía que al final tendría que devolverle al señor Ferrantelli todo el dinero prestado. ¿Cómo dejó que la cosa llegara tan lejos? ¿El señor Ferrantelli no averiguó que papá no iba a poder devolverle el préstamo? ¿O pretendía desde el principio arrebatarnos el castello?
–Tu padre era un buen hombre, Artie –Bruno suspiró–, pero no se le daban bien las cuentas, sobre todo desde el accidente. Tu madre era la única con solvencia económica, pero murió en el accidente. Tu padre no siempre seguía los consejos de sus contables y consejeros financieros.
El abogado hizo un mohín con los labios y continuó.
–Sé que no seré el primero en contarte lo mucho que cambió tras el accidente. Despidió a los tres últimos contables porque le dijeron que había que hacer cambios. La oferta de ayuda económica de Luca Ferrantelli te permitiría cuidar aquí a tu padre hasta su muerte. Pero ahora, a no ser que encuentres el dinero para pagar la deuda, seguirá en manos de Luca.
Para eso tendrían que pasar sobre su cadáver. De ninguna manera iba a renunciar a su hogar familiar sin pelear. Y Artie encontraría la manera de ganar.
Artie hizo todo lo posible por ignorar las gotas de sudor que caían por su espalda. El latido de pánico en su pecho. Las agujas que se clavaban detrás de sus ojos.
–¿Cuándo y dónde se encontró papá con signor Ferrantelli? He sido la cuidadora de papá a tiempo completo durante los últimos diez años y no recuerdo que viniera a verlo jamás.
–Quizás vino mientras tú estabas fuera.
¿Fuera? Artie no salía afuera.
Ella no era como los demás. Estar con más de una o dos personas a la vez le resultaba imposible.
–Quizás… –Artie volvió a mirar los papeles. Su fobia social era más efectiva que una cárcel. No había salido de los muros del castello desde que tenía quince años… y de eso hacía diez.
Una década.
Hasta donde ella sabía, su problema no era del dominio público. La dependencia que tenía su padre de ella ayudaba a disfrazarlo. Había disfrutado con su papel de cuidadora. Le había dado un sentido a su vida. Cuando alguien acudía al castello, ella procuraba mantenerse alejada hasta que se marchaban. Sin embargo, durante los dos últimos años de su vida, apenas había acudido nadie que no fuera el médico o los fisioterapeutas. La compasión había terminado por agotar a los supuestos amigos. Y, sabiendo que el dinero se había agotado, entendía mejor por qué se habían alejado uno detrás de otro. Habiendo estudiado en casa desde los quince años, había perdido todo contacto con sus amigos del colegio. Los amigos querían que socializara con ellos, y ella no podía, de modo que ellos también se habían alejado. Su única amiga era Rosa, la asistenta.
Artie respiró hondo y parpadeó para aclarar su visión. Las palabras que leyó confirmaban sus peores temores. Ningún banco estaría dispuesto a prestarle los fondos necesarios para arrebatarle a Luca Ferrantelli el castello. El único trabajo que había tenido era el de cuidadora de su padre. Desde los quince a los veinticinco años se había ocupado de todas sus necesidades. No tenía ninguna cualificación, ninguna habilidad salvo su afición por los bordados.
–¿Y qué pasa con el fideicomiso de mi madre? ¿No hay suficiente para redimir la hipoteca?
–Hay suficiente para que puedas vivir a corto plazo, pero no para cubrir la deuda.
–¿Cuánto tiempo tengo? –sonaba a diagnóstico terminal, y en cierto modo así era. No imaginaba su vida sin Castello Mireille. Era su hogar, su base, su ancla. Su mundo entero.
–Un año o dos –Bruno Rossi recolocó las hojas–. Pero aunque pudieras reunir el dinero suficiente, este lugar requiere mucho mantenimiento. El daño causado por la tormenta el año pasado evidenció lo vulnerable que es el castello. El tejado del ala norte todavía no está reparado, por no mencionar el invernadero. Harán falta millones de euros para…
–Sí, sí, lo sé –Artie empujó la silla y se secó las húmedas manos sobre los muslos. El castello se caía a pedazos. Pero abandonar su hogar era impensable. Imposible.
El pánico, como miles de diminutas abejas, aguijoneó su piel. Su pecho se hundió bajo el peso que aplastaba sus pulmones impidiéndole respirar. Se rodeó la cintura con los brazos en un intento de controlar el ataque de pánico. Hacía tiempo que no sufría ninguno, pero la amenaza permanecía latente desde su regreso a casa tras el accidente que había matado a su madre y dejado a su padre en silla de ruedas.
Un accidente que no habría sucedido de no ser por ella.
–Hay algo más –el abogado carraspeó y el tono formal hizo que Artie se estremeciera.
–¿Qué? –preguntó mientras intentaba mantener una pose fría y digna.
–Signor Ferrantelli tiene un plan. Si estás de acuerdo recuperarás el castello en seis meses.
Artie enarcó las cejas mientras la ansiedad golpeaba su estómago. ¿Cómo iba a poder pagar la deuda en tan poco tiempo?
–¿Un plan? ¿Qué clase de plan? –preguntó con voz aguda.
–No me ha autorizado a revelarlo. Insiste en hacerlo él mismo –Bruno empujó la silla hacia atrás–. Signor Ferrantelli quiere verte en su oficina de Milán el lunes a las nueve de la mañana en punto, para hablar de tus opciones.
¿Opciones? ¿Qué opciones podría tener? Un gélido terror le rasgó el estómago. ¿Qué viles intenciones podría tener Luca Ferrantelli? Ni siquiera la conocía. ¿Y por qué esa exigencia?
«A las nueve de la mañana. En punto. En su despacho. En Milán».
Sonaba como el típico hombre acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido sin más. Pero bajo ningún concepto iba ella a ir a Milán. Ni el lunes, ni nunca. Era incapaz de pasar de la puerta de su casa sin sufrir un paralizante ataque de pánico.
Artie agarró el respaldo de la silla más cercana. El corazón galopaba frenéticamente.
–Dile que venga aquí. No puedo ir a Milán. No conduzco y, por lo que acabas de contarme, no puedo permitirme ni siquiera un Uber.
–Signor Ferrantelli es un hombre ocupado. Insistió en que…
–Dile que venga aquí, a las nueve de la mañana, en punto, el lunes –Artie se irguió y encajó la mandíbula tras su gélida sonrisa–. O no se reunirá conmigo.
El lunes por la mañana, Luca Ferrantelli cruzó con el Maserati las oxidadas puertas de Castello Mireille. El edificio de piedra cubierto de una hiedra centenaria estaba rodeado de unos jardines que no habían sido atendidos en años. Pero su habilidad para descubrir un diamante en bruto le decía que el castello poseía mucho potencial.
«Y hablando de diamantes…».
Miró hacia la cajita de terciopelo en el asiento, que contenía el anillo de pedida de su abuela, y sonrió. Artemisia Bellante iba a ser la esposa temporal perfecta. Su padre le había enviado una foto de su hija, pidiéndole que cuidara de ella. La foto había arraigado en la mente de Luca, florecido, hasta que solo pudo pensar en conocerla, en ofrecerle el modo de salir de su situación. Joven, inocente, la clase de mujer que su abuelo aprobaría para un Ferrantelli.
El tiempo para convencer a su abuelo de ser tratado con quimio se agotaba, y Luca haría lo que fuera, incluso casarse con una heredera arruinada, para que su abuelo viviera unos años más. A fin de cuentas era culpa suya que nonno hubiera perdido las ganas de vivir.
La imagen del padre de Luca, Flavio, y su hermano mayor, Angelo, apareció en su mente. Sus cuerpos arrastrados por las olas por culpa de su irresponsable comportamiento adolescente, y por su amor por él, una combinación letal. Dos vidas, junto con la irreparable destrucción de la felicidad de su madre y abuelos. Por su culpa.
Luca parpadeó para aclarar la vista y agarró con fuerza el volante. No podía devolverles la vida, ni deshacer el daño causado a su madre, a nonna y a nonno. Su abuela había muerto hacía un año y el abuelo había perdido las ganas de vivir, negándose a recibir tratamiento para su cáncer.
Pero tenía un plan. Una joven desposada devolvería a su abuelo la esperanza de que la dinastía Ferrantelli seguiría adelante.
Artie observó el Maserati azul oscuro de diseño atravesar las puertas del castello como un león al acecho. El sordo ronroneo del motor se oía incluso desde el interior del salón. Los cristales tintados impedían ver el rostro del conductor, pero ese coche era fiel reflejo de su personalidad.
¿No decían que la elección del coche decía mucho de quien lo conducía?
Artie ya sabía todo lo que quería saber de él. Más. Lo había investigado en internet durante el fin de semana. Era un declarado playboy dedicado al negocio inmobiliario que rompía corazones femeninos allá adonde fuera. Apenas transcurría una semana sin que apareciera en alguna revista del brazo de una despampanante rubia.
El deportivo se detuvo ante el castello. Artie respiró hondo mientras se abría la puerta y el corazón le dio un vuelco ante la poderosa presencia masculina al volante. ¿Cómo podía alguien ser tan arrolladoramente atractivo?
Metro noventa y cuatro, fibroso y atlético, cabellos negros ondulados peinados al estilo «recién levantado». Incluso desde la distancia, el corazón de Artie se detenía y aceleraba como un motor renqueante. ¿Cómo iba a poder estar en la misma habitación que él, respirar el mismo aire?
Como si Luca Ferrantelli hubiera sentido su mirada, se quitó las gafas de sol de aviador y clavó sus ojos en ella. De repente, Artie fue incapaz de respirar. Se apartó de la ventana y se apoyó contra la pared mientras se llevaba una mano a la garganta y el calor inundaba sus mejillas. Tenía que recomponerse. No podía parecer torpe y poco sofisticada, pero estaba en clara desventaja. Él era famoso por su ritmo de vida. Ella era el patito feo que no había aparecido en público desde hacía una década.
Rosa condujo a Luca Ferrantelli en presencia de Artie, cuyo corazón seguía dando brincos cuando se abrió la puerta del salón. ¿Y si era incapaz de hablar? ¿Y si se sonrojaba?
–Signor Ferrantelli está aquí –anunció Rosa antes de abandonar el salón y cerrar la puerta.
Lo primero que notó fue que los cabellos no eran totalmente negros, pues las sienes estaban surcadas de cabellos grises, dándole un aspecto distinguido y sabio. Los ojos color avellana con motas verdes estaban enmarcados por unas espesas pestañas negras. Esos ojos eran un caleidoscopio de los colores del bosque. Estaba recién afeitado, pero la sombra alrededor de nariz y boca señalaban hacia unas vigorosas hormonas masculinas.
–Buongiorno, signorina Bellante –la voz de Luca Ferrantelli sonaba como su coche, profunda, con un toque sensual que ella notó en la base de la columna. El mismo efecto que le produjo el movimiento de sus labios al pronunciar su nombre. El labio inferior era carnoso y sensual, poco más que el superior, y tenía la barbilla partida.
Artie estrechó la mano que le ofrecía y sintió una corriente eléctrica en su interior. Mano firme, pero delicada. Los dedos eran largos y bronceados, y velludos, al igual que el dorso de la mano y la muñeca, donde comenzaba el puño de la camisa y la chaqueta, Armani, supuso ella. La loción de afeitar desprendía un embriagador y sofisticado aroma cítrico.
–Buongiorno, signor Ferrantelli –contestó ella, tensa hasta el estupor.
Su intención había sido aparentar fría cortesía, pero sonó más como una adolescente embobada ante una estrella de cine. Sintió el calor en sus mejillas y el corazón galopando. Sintió las hormonas femeninas reaccionando.
«¡Suéltale la mano!».
El cerebro de Artie emitió la orden, pero su mano tenía mente propia.
Luca retiró la mano, pero no la mirada. Y ella fue incapaz de apartar la suya. Magnéticos, cautivadores, los ojos de Luca parecían arrancarle todos sus secretos sin desvelar los propios.
–En primer lugar, permítame ofrecerle mis condolencias por la reciente muerte de su padre.
–Grazie –ella señaló hacia el sofá–. ¿Nos sentamos? Pediré café. ¿Cómo lo toma?
–Fuerte y sin azúcar
«Por supuesto».
Artie llamó a Rosa por el intercomunicador sin dejar de mirar a Luca a hurtadillas. Todo en él era fuerte. La mandíbula, fuerte. La mirada, fuerte. El cuerpo, fuerte, propio de un hombre que se exigía hasta el límite, que no permitía que nadie le impidiera alcanzar sus objetivos.
Artie se sentó en un sillón y Luca hizo lo propio enfrente de ella. Apoyó relajadamente un brazo sobre el respaldo, despertando la envidia de Artie, que tuvo que colocar las manos sobre los muslos para detener el temblor de las rodillas. Temblor no por miedo sino por una efervescente excitación. Intentaba no mirar fijamente los musculosos muslos, el bien torneado bíceps, el estómago plano, pero su mirada actuaba con voluntad propia. Se preguntó qué estaría pasando tras la pantalla de su mirada, si esos labios tan firmes se ablandarían cuando besaba…
Artie parpadeó y se irguió, cruzando las piernas para intentar controlar los impulsos de cintura para abajo. ¿Qué le sucedía? Cerró los puños sobre el regazo y compuso una sonrisa.
–¿Qué tal el viaje desde Milán? Espero que no le haya incomodado demasiado tener que venir.
La medio sonrisa de Luca y sus ojos color bosque hicieron algo raro en su estómago.
–No ha sido ninguna molestia. Pero los dos sabemos que esa era su intención, ¿verdad?
–Signor Ferrantelli –ella le sostuvo la mirada–, yo no salto a las órdenes de un hombre.
–Puede que no tenga elección, dado que soy el dueño del noventa por ciento de Castello Mireille, a no ser que pueda comprarme mi parte en veinticuatro horas –la voz de Luca le advertía que no jugara con él, y solo consiguió que ella sintiera ganas de jugar con él.
–El abogado de mi padre me informó del inusual acuerdo económico que hizo con él. No sé por qué no compró la totalidad.
–Se moría y merecía cierta dignidad –él la miró imperturbable.
Artie sonrió con cinismo mientras la ira rugía en su pecho.
–¿Espera que me crea que sintió compasión por él? ¿Mientras le estaba arrebatando su hogar?
Luca no cambió de postura, pero una ligera tensión asomó a su rostro, endureciendo la mirada.
–Su padre acudió a mí en busca de ayuda. Yo se la ofrecí. Fue un negocio limpio. Y he venido a recuperar mi inversión.
–No puede arrebatarme mi hogar –Artie se levantó de un salto del sofá y lo fulminó con la mirada, el pecho agitándose como si acabara de correr una maratón–. No se lo permitiré.
–Mi intención es devolverle el castello –la mirada de Luca era dura como el diamante–, después de un tiempo prudencial. Y a cambio de un precio.
–¿Qué precio? –algo muy pesado aterrizó en el estómago de Artie–. Ya debe saber que no podré reunir el dinero necesario para pagar la hipoteca.
–Condonaré la deuda –él le sostuvo la mirada–, si accede a convertirse en mi esposa durante seis meses.
ARTIE lo miró boquiabierta, el corazón golpeándole el pecho como si fuera a salir disparado. ¿Lo había oído bien? ¿Había dicho esposa? ¿La mujer con la que el hombre elegía pasar el resto de su vida bajo un acuerdo de amor y dedicación?
–¿Su… qué?
Él apoyó un tobillo sobre la rodilla contraria y jugueteó con la cremallera de sus botas italianas. Tan relajado, tranquilo y confiado que resultaba irritante.
–Ya lo ha oído, necesito una esposa durante seis meses. Sobre el papel.
El tono de seguridad en su voz aumentó en un grado más el rechazo que despertaba en Artie.
¿Sobre el papel? Ella abrió los ojos desmesuradamente. Cierto que no era ninguna modelo, pero, hasta la fecha, no había roto ningún espejo.
–¿Se refiere a un matrimonio de conveniencia?
–Por supuesto.
¿Por qué «por supuesto»? La propuesta era ridícula y, ¿qué mujer querría ser desestimada al instante como amante potencial?
«¿Y por qué iba a desearte?», se mofó la vocecilla en su cabeza. «¿Quién iba a desearte a ti? Mataste a tu madre, lisiaste a tu padre, y todo por ir a una estúpida fiesta».
Rosa, la asistenta, apareció con la bandeja del café. Le sirvió una taza a Luca y otra a Artie, pero, en cuanto abandonó la estancia, Artie dejó su café sobre la mesita lateral, pues no confiaba en sus manos temblorosas para llevar el café a su boca reseca. Su conciencia tenía razón. ¿Por qué iba a querer, él o nadie, casarse con ella?
Luca posó el pie en el suelo y alargó una mano hacia la taza, como si se tratara de una situación mañanera habitual, y no como si acabara de proponerle matrimonio a una desconocida.
–¿Puedo saber por qué yo? –Artie interrumpió el silencio–. Sin duda no le faltarán candidatas más adecuadas –jóvenes de la alta sociedad. Supermodelos. No una ermitaña como ella.
Luca dejó la taza sobre el platillo con una irritante y metódica precisión.
–Su padre fue quien sembró la idea en mi…
–¿Mi padre? –Artie casi se atragantó.
–Le preocupaba su futuro, dada su situación financiera. Quería dejarla bien situada, de manera que ideé un plan para que ambos consiguiéramos lo que queríamos. Usted el castello, yo una esposa temporal.
Artie juntó las manos en un intento de controlar su pulso errático. Las piernas amenazaban con ceder, pero no quería sentarse, pues quedaría demasiado cerca de él.
–Pero ¿por qué quiere que yo sea su… esposa? –la palabra sonaba extraña en sus labios, pero su mente aceptó la imagen y se vio a sí misma vestida de blanco, de pie junto a Luca ante el altar. Él la rodeaba con sus brazos, atrayéndola hacia su atlético cuerpo. Sus labios se acercaban lentamente a los suyos y…
–Es justo la clase de mujer que mi abuelo aprobaría –contestó Luca mientras deslizaba la mirada hasta sus labios, como si pensara lo mismo que ella.
–¿En serio? –Artie enarcó las cejas–. ¿Qué clase?
–Es dulce –él sonrió burlonamente–, hogareña, o al menos eso me dijo su padre.
¿Qué más le habría contado su padre? Ella le había arrancado la promesa de no hablar de su fobia social. ¿Había roto esa promesa? Era su pequeño y sucio secreto. La dependencia de su padre tras el accidente había facilitado el ocultárselo a los demás, pero con él muerto…
Artie mantuvo una expresión neutra aunque por dentro hervía de rabia. ¿Cómo se había atrevido su padre a subastarla a ese hombre? Era propio del feudalismo. ¿Y por qué quería Luca Ferrantelli complacer a su abuelo? ¿Qué perdía si no lo hacía?
–Escuche, signor Ferrantelli, creo que hubo algún malentendido entre mi padre y usted. No se me ocurre ninguna situación en la que yo podría considerar casarme con usted.
–A lo mejor no es tan dulce y sumisa como me aseguró su padre –la sonrisa burlona de Luca se amplió–. Pero no importa. Lo hará –su mirada recorrió perezosamente el cuerpo de Artie.
Ella lo miró con tal frialdad que se podrían haber formado carámbanos en sus pestañas.
–Por favor, márchese. No tenemos nada más de qué hablar.
Luca permaneció sentado en el sofá, en la misma postura relajada. Pero su mirada emitió un destello que a Artie le hizo preguntarse si no se había equivocado al pelearse con él. No tenía experiencia en el trato con hombres poderosos. No tenía experiencia y punto.
–Tal y como yo lo veo, no tiene elección. Si no accede a casarse conmigo, perderá el castello.
Artie rechinó los dientes y apretó los puños. Tuvo que esforzarse por no abofetearlo. Se vio a sí misma estampando su mano sobre la cincelada mandíbula. Se imaginó el tacto de su piel, cómo él la agarraría de la muñeca, la atraería hacia sí para tomar sus labios en un apasionado beso…
No debería haber visto tantas veces Lo que el viento se llevó.
–Fuera de aquí –insistió, señalando la puerta con el dedo índice.
Luca levantó su alto y fornido cuerpo del sofá con una gracia leonina y se acercó a ella. Artie se esforzó por no recular, decidida a demostrarle que no la intimidaba. Aunque sí lo hiciera. Tuvo que echar la cabeza hacia atrás para poder mantener el contacto visual y sometió a su traicionero cuerpo a una buena regañina por reaccionar con la respiración entrecortada y el pulso errático.