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Jesse había madurado mucho. Con empleo fijo y un niño de cuatro años lleno de vida, llamado Gabe, su situación era mucho mejor que cuando se había marchado de Seattle cinco años atrás, embarazada e incomprendida por todo el mundo. Había llegado el momento de volver a casa y de enfrentarse a sus demonios. Sin embargo, sus hermanas, Claire y Nicole, no se quedaron exactamente impresionadas al ver a la nueva y mejorada Jesse. Y también estaba Matt, el padre de Gabe, que le dejó bien claro que no quería verla más, pese al deseo que todavía ardía entre ellos. Jesse no sabía si lograría enmendar todos los errores del pasado, pero la promesa de las noches dulces con Matt podía proporcionarle el incentivo que necesitaba para intentarlo…
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Seitenzahl: 312
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2010 Susan Mallery
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Dulces problemas, Elit nº 442 - enero 2025
Título original: Sweet Trouble
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410745759
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Si te ha gustado este libro…
Para Lee, que me mantiene cuerda.
Eres un regalo y estaría perdida sin ti.
—Aquí te llaman «cabrón implacable» —dijo Diane mientras miraba el artículo de la revista de negocios—. Debes de estar contento.
Matthew Fenner miró a su secretaria, pero no dijo nada. Por fin, ella alzó la vista y sonrió.
—Te gusta que te llamen «cabrón implacable» —le recordó ella.
—Me gusta el respeto.
—O el miedo.
Él asintió.
—El miedo vale.
Diane dejó la revista sobre la mesa.
—¿No quieres que nadie piense que eres agradable?
—No.
Su secretaria suspiró.
—Me preocupas.
—Pues es una pérdida de tiempo.
—Tranquilo. Sólo lo hago durante mis horas libres.
Él miró con cara de pocos amigos a su ayudante, pero Diane no le hizo caso. Aunque Matt nunca iba a admitirlo, el hecho de que ella no se dejara intimidar era uno de los motivos por los que había durado tanto en su puesto. Aunque él tuviera fama de ser el tipo de empresario que dejaba al rival sangrando en la cuneta, no le gustaba que sus empleados se acobardaran. Al menos, no todo el rato.
—¿Algo más? —preguntó, y miró significativamente hacia la puerta.
Ella se levantó.
—Jesse ha vuelto a llamar. Ya van tres veces en tres días. ¿Vas a devolverle la llamada?
—¿Tiene importancia?
—Sí. Si vas a seguir ignorándola, me gustaría decírselo y poner fin a su tormento —dijo Diane, y frunció el ceño—. Normalmente eres más claro con tus rubias tontas. Casi nunca vuelven a llamarte después de que las hayas dejado.
—Te he pedido que no las llames así.
Diane pestañeó con fingida inocencia.
—¿De veras? Lo siento, siempre se me olvida.
Estaba mintiendo, pero Matt no le llamó la atención. Diane mostraba así su desaprobación; siempre se quejaba de que sus novias eran intercambiables, como si fueran muñecas, de que todas ellas se parecían físicamente, eran muy guapas y carecían de cerebro. No estaba equivocada.
Lo que Diane no entendía era que él salía con aquellas mujeres a propósito. No estaba buscando más.
—Es alguien a quien conozco desde hace mucho —dijo Matt, y al instante se arrepintió. Diane no tenía por qué conocer esa información. Aquella parte de su vida había terminado mucho tiempo atrás.
—¿De veras? ¿Y tiene personalidad, o cerebro? Ahora que lo mencionas, por teléfono parecía casi normal…
—No lo he mencionado.
—Mmm… Estoy segura de que sí. Bueno, cuéntame quién es esa misteriosa mujer del pasado.
—Ya puedes marcharte.
—¿Por qué ha vuelto a Seattle? ¿Es simpática? ¿Crees que me caería bien? ¿Te gusta?
Él señaló la puerta.
Diane atravesó la oficina.
—Entonces me has dicho que la próxima vez que llame te pase la llamada, ¿no?
Él no respondió y ella se marchó.
Matt se levantó y se acercó a la cristalera. Su oficina estaba en una de las colinas del Eastside y tenía unas vistas impresionantes. Su carrera profesional y sus negocios ilustraban todos los aspectos del éxito. Lo había conseguido, y tenía todo lo que se podía querer: dinero, poder, respeto… y nadie ante quien responder.
Lentamente, arrugó la nota con el mensaje de Jesse y lo tiró a la papelera.
A pesar de las promesas de varios poetas célebres y de un par de canciones de country lacrimógenas, Jesse Keyes descubrió que era posible volver a casa otra vez, lo cual era una mala suerte. No podía culpar a nadie por las circunstancias del momento, porque era ella misma quien había decidido regresar a Seattle. Aunque, en realidad, quizá hubiera tenido un poco de ayuda del chico tan dulce que había en su vida.
Miró por el espejo retrovisor y sonrió a su hijo de cuatro años.
—¿Sabes una cosa? —le preguntó.
A él le brillaron los ojos, y sonrió.
—¿Ya hemos llegado?
—¡Ya estamos aquí!
Gabe aplaudió.
—Me gusta estar aquí.
Iban a pasar el verano en la ciudad, o el tiempo que fuera necesario para ordenar su pasado y decidir su futuro. Quizá, una semana, más o menos.
Jesse paró el motor, salió del coche y abrió la puerta trasera del coche. Le quitó el cinturón de seguridad a Gabe, lo ayudó a bajar de su silla y ambos se quedaron mirando al edificio de cuatro plantas ante el que se hallaban.
—¿Vamos a quedarnos aquí? ¿De verdad? —preguntó el niño con reverencia.
Era un hotel para estancias prolongadas bastante modesto. Jesse no tenía dinero para alojarse en un hotel de lujo. La habitación tenía cocina y, en las críticas de las revistas de Internet, se decía que estaba limpio, lo más importante para ella.
Sin embargo, para Gabe, que no había estado en un hotel en su vida, aquel refugio temporal era algo nuevo y emocionante.
—De verdad —respondió ella, y lo tomó de la mano—. ¿Quieres que nos alojemos en una habitación del último piso?
Él abrió unos ojos como platos.
—¿Podemos? —preguntó en un susurro.
Ella tendría que subir más escaleras, pero se sentiría más segura en el piso más alto.
—Eso es lo que he pedido.
—¡Yupi!
Treinta minutos más tarde, estaban probando cómo botaban las camas de la habitación, mientras Gabe decidía cuál quería. Ella deshizo las maletas que había subido por los tres tramos de escaleras. Tenía que empezar a pensar en hacer ejercicio de nuevo. Todavía tenía el corazón acelerado de la subida.
—Vamos a salir a cenar fuera —dijo ella—. ¿Te apetecen espaguetis?
Gabe se lanzó hacia ella y le abrazó las piernas con tanta fuerza como pudo. Ella le acarició el pelo, castaño y suave.
—Gracias, mamá —susurró.
Porque comer su comida favorita en un restaurante era un lujo muy poco frecuente.
Jesse se sentía un poco culpable por no cocinar en su primera noche en Seattle, pero después decidió que ya se flagelaría más tarde. En aquel momento estaba cansada. Había conducido durante cinco horas desde Spokane a Seattle, y había trabajado hasta más de la medianoche el día anterior, porque quería ganarse todas las propinas que pudiera. El dinero iba a ser escaso mientras estuviera en Seattle.
—De nada —dijo, y se puso de rodillas para estar a su nivel—. Creo que te va a gustar mucho ese sitio. Se llama la Old Spaghetti Factory.
Era un restaurante perfecto y adecuado para los niños. A nadie le importaría que Gabe se ensuciara comiendo espaguetis y ella podría tomarse una copa de vino y fingir que todo iba perfectamente.
—¿Y voy a conocer a papá mañana?
—Seguramente mañana no, pero pronto.
Gabe se mordió el labio.
—Yo quiero a papá.
—Ya lo sé.
O al menos, la idea de tener un padre. Su hijo era el motivo por el que había decidido enfrentarse a los fantasmas de su pasado y volver a casa. El niño había empezado a hacer preguntas sobre su padre un año antes: ¿Por qué él no tenía un papá?, ¿dónde estaba su papá?, ¿por qué no quería estar con él su papá?
Jesse había pensado en mentir, en decir que Matt estaba muerto, pero cinco años atrás, cuando se había marchado de Seattle, se había prometido que viviría la vida de una manera distinta. Sin mentiras. Sin estropear las cosas. Había trabajado mucho para madurar, para construirse una vida de la que estaba orgullosa, para criar a su hijo, para ser sincera pasara lo que pasara.
Lo cual significaba que tenía que decirle la verdad a Gabe. Que Matt no sabía nada de él, pero que tal vez era hora de cambiar aquello.
No se permitió pensar en cómo iba a ser su reencuentro con Matt. No podía. Además, no sólo tenía que encontrarse con él; también estaba Claire, la hermana a la que nunca había conocido de verdad, y Nicole, su otra hermana, la que probablemente todavía la odiaba. Se encargaría de todo aquello al día siguiente.
—Bueno, ¿estás preparado? —preguntó a Gabe mientras tomaba su bolso. Después le tendió los brazos a su hijo.
Gabe se lanzó hacia su madre, cariñoso, confiado, como si ella nunca fuera a hacerle daño, nunca fuera a fallarle. Porque ella nunca lo haría, fueran cuales fueran las circunstancias. Al menos, eso lo había entendido bien.
Jesse miró la dirección de la hoja de papel y después observó el sistema de navegación portátil que le había prestado Bill. Coincidían.
—Parece que alguien ha subido de nivel —murmuró al ver la larga calle de entrada que conducía a una casa frente al lago, en la parte más exclusiva de Kirkland.
Había una puerta de seguridad en el acceso a la finca, pero estaba abierta, así que Jesse la atravesó y recorrió el camino hasta la entrada de la casa, donde aparcó detrás de un BMW descapotable. Al salir de su coche, intentó no pensar en lo destartalado que parecía su Subaru de diez años en comparación. Sin embargo, su coche era fiable y servía para conducir en la nieve de Spokane.
Tomó el bolso y salió del vehículo. Se acercó a la puerta de la casa y, antes de llamar, tuvo que tragar saliva y respirar profundamente. Después, tocó el timbre y esperó. A los pocos minutos abrió alguien, y Jesse se preparó para ver a Matt de nuevo, pero se encontró frente a una pelirroja alta y esbelta con un camisón muy corto y muy sexy, y que no llevaba nada más, aparentemente.
La mujer tendría unos veinte años y era más que guapa. Tenía los ojos verdes, grandes, con unas pestañas increíbles. Su piel era blanca, sus pechos señalaban hacia el techo y sus labios formaban un mohín perfecto.
—Maaaatt —llamó quejumbrosamente—. Ya es bastante que me digas una y otra vez que no tengo exclusividad, eso lo acepto. No me gusta, pero lo acepto. Ahora bien, que aparezca otra durante mi cita… Eso no es justo.
—No he venido por ninguna cita —dijo Jesse rápidamente.
La pelirroja frunció el ceño.
—¡Maatt!
La puerta se abrió más e, instintivamente, Jesse dio un paso atrás. Ni siquiera a un metro de distancia el impacto de verlo de nuevo iba a ser menor.
Era tan alto como recordaba, pero se había hecho más corpulento, más fuerte. Llevaba una camisa de manga corta por encima de unos vaqueros desgastados, abierta por el pecho. Jesse vio sus músculos y el vello oscuro de su pecho.
Después lo miró a la cara, a los ojos, que eran tan parecidos a los de su hijo. Al verlo, su cuerpo reaccionó de tal manera que comprendió que, a pesar del tiempo transcurrido, seguía echándolo de menos. Nunca podría olvidarlo, Gabe siempre se lo recordaría.
Matt había cambiado. Irradiaba poder y seguridad. Era el tipo de hombre que hacía que una mujer se preguntara quién era y cómo podía estar con él.
—Jesse.
Él dijo su nombre con calma, como si no le hubiera sorprendido verla, como si se hubieran visto la semana anterior.
—Hola, Matt.
La pelirroja se puso las manos en las caderas.
—Vete. ¡Arre!
¿«Arre»? Jesse sonrió. ¿Eso era lo mejor que se le ocurría a aquella chica?
—Espérame en la cocina, Electra —dijo Matt, sin apartar la vista de Jesse—. No voy a tardar.
La pelirroja se marchó de mala gana. Matt esperó a que desapareciera para hacerse a un lado.
—Pasa.
Jesse entró en la casa.
Tuvo una breve impresión de espacio, de mucha madera y de vistas increíbles del lago y del horizonte de Seattle en la distancia. Después se volvió hacia Matt y tomó aire.
—Siento haber venido sin avisar. Te he llamado varias veces.
—¿De veras?
—¿No te dieron mis mensajes? —preguntó ella, sabiendo que sí se los habían dado.
—¿Qué quieres, Jesse? Ha pasado mucho tiempo. ¿Para qué has venido?
De repente, ella se sintió nerviosa y torpe. Había miles de cosas que podía decir, pero no le parecía que ninguna tuviera importancia.
Abrió el bolso, sacó unas fotografías y se las entregó a Matt.
—Hace cinco años te dije que estaba embarazada, y que tú eras el padre del niño. No me creíste, aunque te dije que podíamos hacer una prueba de ADN para comprobarlo. Ahora el niño tiene cuatro años y no deja de preguntar por ti. Quiere conocerte. Espero que haya pasado suficiente tiempo como para que tú también quieras.
Quería seguir hablando, explicándose, defendiéndose. Sin embargo, apretó los labios y se quedó en silencio.
Matt tomó las fotografías y las miró. Al principio no vio mucho más que a un niño pequeño. Un niño que se reía y que sonreía a la cámara. Las palabras de Jesse no significaban nada para él. ¿Un hijo? Él sabía que estaba embarazada. ¿Su hijo? No era posible. Se había negado a creerlo antes, y todavía no podía hacerlo. Jesse había vuelto porque él había tenido éxito y ella quería un pedazo de la tarta. Nada más.
Casi contra su voluntad, miró las fotografías una segunda vez, y después una tercera, y se dio cuenta de que el niño le resultaba familiar. Sus ojos tenían algo que…
Entonces vio el parecido. La curva de su barbilla era la misma que él veía en el espejo todas las mañanas, al afeitarse. La forma de los ojos. Reconoció partes de sí mismo, matices de su propia madre.
—¿Qué es esto? —rugió.
¿Su hijo? ¿Su hijo?
—Se llama Gabe —dijo Jesse suavemente—. Gabriel. Tiene cuatro años y es un niño muy bueno. Es listo y divertido, y tiene muchos amigos. Se le dan muy bien las matemáticas, cosa que seguramente ha heredado de ti.
Matt no podía concentrarse en las palabras. Las oía, pero no tenían sentido. Sólo podía sentir ira, furia. ¿Ella había tenido un hijo suyo y no se había molestado en decirle nada?
—¡Deberías habérmelo dicho! —exclamó, con la voz alterada por la rabia.
—Te lo dije, pero tú no me creíste. ¿No te acuerdas? Tus palabras exactas fueron que no te importaba que estuviera embarazada de un hijo tuyo. Que no querías tener un hijo conmigo —dijo Jesse. Después se irguió de hombros—. Quiere conocerte, Matt. Quiere conocer a su padre. Por eso he venido, porque es muy importante para él.
No era importante para ella. Jesse no tenía que decirlo. Él ya lo sabía.
Matt le tendió las fotos, pero ella negó con la cabeza.
—Quédatelas. Sé que esto es difícil de asimilar. Tenemos que hablar, y tú tienes que conocer a Gabe. Suponiendo que quieras hacerlo.
Él asintió, porque estaba demasiado encolerizado como para hablar.
—Mi número de móvil está en el reverso de la primera fotografía. Llámame cuando quieras y pensaremos en algo —dijo Jesse, y titubeó—. Siento todo esto. Quería hablar contigo antes de venir, pero no lo conseguí. No quería ocultártelo. Es sólo que tú me dejaste muy claro que no te importaba.
Después se dio la vuelta. Matt observó cómo se marchaba. Cerró la puerta y se encaminó a su despacho.
Electra apareció en el pasillo.
—¿Quién era? ¿Qué quería? No estarás saliendo con ella, ¿verdad, Matt? No parecía tu tipo.
Él no le hizo caso y se encerró en el despacho. Después se sentó en su escritorio, extendió las fotos en él y las estudió una por una.
Electra siguió llamando, pero no abrió. Oyó que ella decía algo de marcharse, pero no se molestó en responder.
Tenía un hijo. Un hijo de más de cuatro años, del que nunca había sabido nada. En realidad, Jesse había intentado decirle que el niño era suyo antes de marcharse de Seattle, pero ella sabía que no la había creído, después de lo que había ocurrido. Había hecho todo aquello a propósito.
Tomó el auricular del teléfono y marcó un número de memoria.
—Heath, soy Matt. ¿Tienes un minuto?
—Por supuesto. Vamos a salir en el barco, pero tengo tiempo. ¿Qué ocurre?
—Tengo un problema.
Rápidamente, le explicó que una antigua novia suya se había presentado inesperadamente en su casa y le había dicho que tenía un hijo de cuatro años.
—Lo primero que hay que hacer es establecer la paternidad —dijo su abogado—. ¿Qué posibilidades hay de que seas el padre?
—Es mío —dijo Matt mirando las fotografías y odiando más y más a Jesse a cada segundo que pasaba. ¿Cómo había podido ocultarle algo así?
—Entonces ¿qué es lo que quieres hacer? —le preguntó Heath.
—Hacerle todo el daño posible a esa mujer.
Cinco años atrás…
Jesse le dio un sorbito a su café con leche y siguió leyendo las ofertas de trabajo del Seattle Times. No estaba buscando trabajo. No estaba cualificada para nada de lo que quería hacer, y nada para lo que estuviera cualificada era mejor que su horrible turno en la pastelería. Así pues ¿qué sentido tenía cambiar?
—Alguien tiene que mejorar su actitud —se dijo, sabiendo que el hecho de sentirse una fracasada no iba a ayudarla en su situación. Tampoco el sentirse atrapada. Sin embargo, ambos sentimientos estaban muy presentes en su vida.
Quizá fuera debido a su más reciente pelea con Nicole, aunque las peleas con su hermana no fueran nada nuevo. O quizá su total falta de rumbo. Tenía veintidós años. ¿No debería tener objetivos? ¿Planes? En aquel momento, lo único que hacía era dejar que pasaran los días, como si estuviera esperando a que ocurriera algo. Si se hubiera quedado en el colegio universitario, ya se habría graduado, pero sólo había durado allí dos semanas antes de irse.
Plegó el periódico, se irguió en el asiento e intentó inspirarse para llevar algo a cabo. No podía seguir a la deriva.
Le dio otro sorbito a su café y meditó sobre las posibilidades. Antes de que pudiera decidirse por algo, un chico entró por la puerta de Starbucks.
Jesse solía ir bastante por allí y no lo había visto nunca. Era alto, y podía haber sido mono, pero todo en él era una equivocación. Su corte de pelo era un desastre y sus gafas gruesas lo catalogaban a gritos como un cerebrito de los ordenadores. Llevaba una camisa de manga corta de tela escocesa demasiado grande para él, y un protector de bolsillo. Peor todavía, sus vaqueros eran demasiado cortos, y calzaba unas zapatillas deportivas anticuadas con calcetines blancos. Pobre hombre. Parecía que lo había vestido una madre a la que no caía muy bien.
Jesse estaba a punto de volver a su periódico cuando vio que el chico se erguía de hombros con un gesto de determinación. Y pedir café no era tan difícil.
Se dio la vuelta en su asiento y vio a dos mujeres en una mesa que había en el otro extremo del local. Eran jóvenes y guapas. Parecían modelos, de las que salían con las estrellas del rock. No podía hacerlo, pensó Jesse frenéticamente. A ellas no. No sólo estaban fuera de su alcance, sino que estaban en otro plano de la realidad.
Sin embargo, el chico caminó hacia ellas con las manos ligeramente temblorosas. Tenía la mirada fija en la morena de la izquierda. Jesse sabía que aquello iba a ser una catástrofe. Probablemente debería marcharse y dejar que se estrellara en privado, pero no pudo hacerlo, así que se quedó acurrucada en su asiento y se preparó para soportar el desastre.
—Eh… ¿Angie? Hola. Soy… eh… Matthew. Matt. Te vi la semana pasada en una sesión fotográfica, en el campus. Me tropecé contigo.
—¿Te refieres a la sesión en Microsoft? —le preguntó Angie—. Fue muy divertido.
La voz del chico era grave y tenía potencial para ser sexy, pensó Jesse. Ojalá no tartamudeara tanto. Parecía muy tímido.
Angie lo miró amablemente mientras hablaba, pero su amiga frunció el ceño con un gesto de fastidio.
—Estabas muy guapa —murmuró Matt—, con la luz, y todo eso, y me preguntaba si te apetecería tomar un café, o algo, no tiene por qué ser un café, podríamos ir a dar un paseo, o no sé…
«¡Respira!», pensó Jesse, deseando con todas sus fuerzas que él dividiera su monólogo en frases. Sorprendentemente, Angie sonrió. ¿Sería posible que aquel bicho raro ligara con la chica?
Al parecer, Matt no se dio cuenta, porque continuó hablando.
—O podríamos hacer cualquier otra cosa. Si tienes alguna afición o, ya sabes, una mascota, un perro, supongo, porque me gustan los perros. ¿Sabías que la gente tiene más gatos como mascota que perros? Para mí no tiene sentido, porque ¿a quién le gustan los gatos? Yo soy alérgico, y no hacen más que echar pelo.
Jesse se encogió al ver que Angie se ponía muy seria, y que su amiga arrugaba la cara como si fuera a llorar.
—¿Pero qué dices? —se escandalizó Angie, que se puso en pie y fulminó al pobre muchacho con la mirada—. Mi amiga tuvo que sacrificar a su gato ayer. ¿Cómo has podido decir algo así? Creo que es mejor que nos dejes tranquilas ahora mismo. ¡Vete!
Matt se quedó mirándola con los ojos muy abiertos, con una total confusión. Abrió la boca, y después volvió a cerrarla. Se le hundieron los hombros y, con un aire de derrota, salió del local.
Jesse lo observó mientras se marchaba. Había estado muy cerca de conseguirlo; si no hubiera empezado a hablar de gatos… Aunque en realidad eso no había sido culpa suya. ¿Quién iba a imaginar que…?
Miró por el ventanal de la fachada y lo vio junto a la puerta. Estaba desconcertado, como si no pudiera entender qué era lo que había salido mal. Angie había reaccionado bien, y se había mostrado dispuesta a ver lo que había en el interior de aquel chico, pasando por alto su apariencia. Si él hubiera dejado de hablar antes… Y si fuera un poco mejor vestido… En resumen, aquel chico necesitaba una revisión a fondo.
Mientras ella lo observaba, él sacudió lentamente la cabeza, como si aceptara la derrota. Jesse sabía lo que estaba pensando: que su vida nunca iba a cambiar, que nunca iba a conseguir a ninguna chica. Estaba atrapado, como ella. Sin embargo, su problema tenía una solución mucho más fácil.
Casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, Jesse se levantó, tiró su vaso de plástico vacío en el contenedor y salió. Alcanzó a Matt un poco más arriba de la calle.
—Espera —le dijo.
Él no se volvió. Probablemente, no se le ocurría que una mujer pudiera estar hablando con él.
—Matt, espera.
Él se detuvo y miró hacia atrás, y entonces frunció el ceño. Ella se acercó a él apresuradamente.
—Hola —le dijo, aunque todavía no tenía ningún plan—. ¿Cómo estás?
—¿Nos conocemos?
—En realidad, no. Yo sólo… eh… he visto lo que ha ocurrido. Ha sido una pesadilla.
Él se metió las manos en los bolsillos y agachó la cabeza.
—Gracias por el resumen —dijo, y siguió caminando.
Ella lo siguió.
—No era mi intención hacer un resumen. Es obvio que se te dan mal las chicas.
Él se ruborizó.
—Buena valoración. ¿Te dedicas a eso? ¿Sigues a la gente y le dices cuáles son sus puntos débiles?
—No, no es eso. Es que puedo ayudarte.
Él apenas aminoró el paso.
—Déjame en paz.
—No. Mira, tienes mucho potencial, pero no sabes cómo usarlo. Yo soy una mujer. Puedo decirte cómo debes vestir, qué es lo que tienes que decir, cuáles son los temas que tienes que evitar.
Él se estremeció.
—No, no creo.
Entonces Jesse recordó un reportaje que había visto en la televisión unas semanas atrás.
—Me estoy formando para ser asesora de estilo de vida. Necesito practicar con alguien. Tú necesitas ayuda, y yo no te voy a cobrar por mi tiempo —dijo. Sobre todo, porque se lo estaba inventando mientras hablaba—. Te voy a enseñar todo lo que tienes que saber para conseguir a la chica que quieras.
Él se detuvo y la miró. Incluso a través de las gafas, Jesse se dio cuenta de que tenía los ojos grandes y oscuros. Preciosos. Las chicas se volverían locas por ellos si pudieran verlos.
—Estás mintiendo —dijo—. Tú no eres asesora de estilo de vida.
—He dicho que me estaba formando para serlo. De todos modos puedo ayudarte. Conozco a los tíos. Sé lo que funciona. No tienes por qué creerme, pero tampoco tienes nada que perder.
—¿Y qué ganas tú?
—Yo conseguiría hacer algo bien —le dijo ella con sinceridad.
Matt la observó durante unos momentos.
—¿Por qué tengo que confiar en ti?
—Porque soy la única que te está ofreciendo ayuda. ¿Qué es lo peor que podría ocurrirte?
—A lo mejor me drogas y me envías a algún país donde mi cadáver aparecerá en la playa.
Jesse se echó a reír.
—Por lo menos tienes imaginación. Eso es bueno. Di que sí, Matt. Dame una oportunidad.
Ella se preguntó si iba a hacerlo. Nadie creía en ella. Él se encogió de hombros.
—Qué demonios.
Jesse sonrió.
—Muy bien. Lo primero… —entonces, sonó su teléfono móvil—. Disculpa —dijo mientras lo sacaba de su bolso y respondía—: ¿Dígame?
—Hola, preciosa. ¿Cómo estás?
Ella arrugó la nariz.
—Zeke, éste no es buen momento.
—Eso no es lo que decías la semana pasada. Lo pasamos muy bien. El sexo contigo es…
—Tengo que dejarte —dijo Jesse, y colgó, porque no quería oír cómo era el sexo con ella. Volvió a concentrarse en Matt—. Lo siento, ¿por dónde iba? Ah, sí. El siguiente paso —sacó el recibo de Starbucks del monedero y le escribió su número de teléfono en el reverso. Después se lo dio.
Él lo tomó.
—¿Me has dado tu número?
—Sí. Conseguir que cambies será más difícil si no nos reunimos. Ahora dame el tuyo.
Él lo hizo.
—Muy bien. Necesito un par de días para pensar en un plan. Cuando lo tenga, me pondré en contacto contigo —dijo ella, y sonrió—. Va a ser estupendo. Hazme caso.
—¿Me queda otro remedio?
—Sí, pero haz como si no.
Jesse dejó su pesada mochila sobre una silla y posó su café con leche sobre la mesa. Matt y ella habían quedado en otro Starbucks para hablar de su plan.
Jesse estaba verdaderamente entusiasmada con aquel proyecto, y no recordaba la última vez que se había entusiasmado por algo. Aunque Matt, en realidad, no se había mostrado tan emocionado como ella cuando lo había llamado. Pero, al menos, había accedido a encontrarse con ella.
Cinco minutos más tarde, Matt entró en la cafetería. La saludó y se dirigió al mostrador para pedir un café. A ella le sonó el teléfono móvil.
—¿Diga?
—Nena. Andrew. ¿Esta noche?
—Andrew, ¿nunca has pensado que las cosas te irían mucho mejor durante el día si usaras verbos? —dijo Jesse. Miró hacia arriba y sonrió al ver que Matt se acercaba—. Sólo será un segundo —susurró.
—No necesito verbos, nena. Tengo todo lo necesario para estar con una chica. ¿Quedamos, o qué? Hay una fiesta. Vamos, y luego volveremos aquí. Todo el mundo sale ganando.
Vaya. Casi una conversación entera.
—Tentador, pero no.
—Tú te lo pierdes.
—Estoy segura de que lo lamentaré durante semanas. Adiós —dijo Jesse, y colgó—. Disculpa. Voy a apagar el teléfono. No quiero que vuelvan a interrumpirnos.
—¿No era tu novio?
—¿Por qué lo preguntas?
—El que te llamó el otro día era Zeke. Éste es Andrew.
—Eres observador. Una cualidad muy buena. Y no, ninguno de los dos es mi novio. Yo no voy en serio con nadie.
—Interesante. ¿Y por qué?
—No pienses que vas a conseguir que se me olvide por qué estamos aquí preguntándome cosas sobre mí.
Matt se encogió de hombros.
—Merecía la pena intentarlo.
—Bueno, vamos a cambiar de tema. Tenemos mucho que hacer hoy —dijo ella—. Tengo un plan.
Matt tomó un poco de café y la miró.
—Primero —dijo Jesse—, quiero que contestes algunas preguntas. ¿En qué trabajas, algo de ordenadores?
Él asintió.
—Soy programador. Trabajo mucho haciendo juegos. En Microsoft.
—Me lo imaginaba. ¿Tienes aficiones?
Él lo pensó durante un segundo.
—Los ordenadores y los juegos.
—¿Nada más?
—El cine, quizá.
Lo cual significaba que no, pero él había dado con una respuesta rápida.
—¿Has visto Cómo perder a un hombre en diez días? La estrenaron la semana pasada.
Él negó con la cabeza.
—Ve a verla —le dijo Jesse—. Y deberías estar anotando lo que te digo. Vas a tener deberes.
—¿Qué?
—Tienes que aprender muchas cosas, y te va a costar esfuerzo. ¿Estás dispuesto a hacerlo?
Él vaciló durante un instante.
—Sí —dijo finalmente, aunque con cierta reticencia.
Entonces ella le pasó un par de folios. Él apunto obedientemente el título de la película.
—Después hablaremos de tu apartamento. Hoy quiero hablar sobre tus referencias culturales y tu guardarropa.
—No tengo apartamento.
—¿No? ¿Y dónde vives?
—Vivo en mi casa, con mi madre —dijo Matt, y se ajustó las gafas a la nariz con un dedo—. Antes de que digas nada, es una casa muy bonita. Hay mucha gente que vive en casa con sus padres. Resulta más cómodo.
Oh, Dios. La situación era peor de lo que ella había pensado.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinticuatro.
—Seguramente ya es hora de que vueles del nido. ¿Para qué vas a ligar con una chica si después no tienes adónde llevarla? —dijo ella, y lo anotó—. Como ya he dicho, esto es para la clase avanzada.
—¿Dónde vives tú?
Ella se quedó mirándolo fijamente, y después soltó una carcajada.
—Con mi hermana.
La expresión de Matt se volvió petulante.
—¿Lo ves?
—Yo no soy un chico.
—¿Y?
—Muy bien, me lo apunto. Pero tú tienes que mudarte antes —dijo ella. Después sacó unas cuantas revistas de su mochila—. People es semanal. Suscríbete. Cosmo y Coche y Conductor son mensuales. También In Style. Léelas. Te voy a hacer un test.
Él hizo un gesto de horror.
—Eso son revistas de chicas, salvo la de coches, y a mí no me gustan los coches.
—Son libros de texto culturales. In Style tiene una sección estupenda de hombres que visten bien. También tiene muchas fotografías de mujeres guapas. Te gustará. People te mantendrá al día de las noticias sobre los famosos, que aunque no te importen, al menos podrás reconocer cuando la gente los mencione. La revista de coches es para equilibrar, y Cosmo es la compañera fiel de cualquier mujer de veintitantos años. Considéralas el libro de cabecera del enemigo —le explicó Jesse, y le entregó las revistas—. También debes ver la televisión —añadió, y le dio los nombres de unos cuantos programas a los que debía aficionarse para saber más cosas sobre las que hablar con las mujeres.
—No se puede aprender cómo hablar con las mujeres viendo la televisión —le dijo Matt.
—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has intentado?
—No.
—Bueno, pues hazlo —dijo ella, y miró su lista—. Siguiente. Vamos a salir a cenar. Quiero que me llames y me pidas una cita, una y otra vez. Algunas veces diré que sí, y otras veces diré que no. Vamos a hacer eso un par de veces por semana, hasta que te sientas cómodo haciéndolo. Lo siguiente, ir de compras. Tienes que comprarte algo de ropa.
Él se miró.
—¿Qué tiene de malo mi ropa?
—¿Cuánto tiempo hace que la tienes? No te preocupes. Todo se puede arreglar. Lo que más me preocupa, en realidad, son las gafas.
Él frunció el ceño.
—No puedo llevar lentillas.
—¿Has pensado en hacerte la cirugía LASIK?
—No.
—Míralo en Internet. Tienes unos ojos maravillosos. Sería agradable poder verlos. ¿Te parece que los Mariners’ tienen posibilidades de ganar esta temporada?
Él se quedó confundido.
—Eso es béisbol, ¿no?
Jesse soltó un gruñido.
—Sí. Sigue al equipo esta temporada. Y haz los deberes.
Él apartó su silla y se puso de pie.
—Todo esto es una tontería. No sé por qué te molestas. Olvídalo.
Jesse se levantó y lo agarró del brazo. Era mucho más alto que ella, y tenía músculo. Eso estaba bien.
—Matt, no. Sé que parece mucho, pero cuando consigamos resolver lo más difícil, no será tan malo. Quizá te guste. ¿No quieres encontrar a alguien especial?
—Quizá no tanto.
—No lo dirás en serio…
—¿Y por qué estás haciendo esto? —preguntó—. ¿Qué sacas tú?
—Me estoy divirtiendo. Me gusta pensar en ti. Es más fácil que pensar en mí.
—¿Por qué?
—Porque en este momento estoy atascada.
Matt se quedó muy sorprendido.
—Pero si tú eres la que no hace más que hablar de cambios.
—Los que pueden, lo hacen. Los que no pueden, enseñan.
Él la observó durante un segundo.
—Eres evasiva.
—Algunas veces.
—¿Por qué?
—Porque no siempre me gusta quién soy. Porque yo no sé cómo cambiar, pero veo exactamente cómo cambiarte a ti. Conseguir algo así hace que me sienta mejor.
—Has sido muy sincera.
—Lo sé. También a mí me ha sorprendido —dijo Jesse, y esperó a que él se sentara—. Dame un mes. Haz lo que yo te diga durante un mes. Si odias los cambios, podrás volver a tu vida anterior como si no hubiera pasado nada.
—No si me opero de la vista.
—¿Y eso es algo malo?
—Quizá no.
—Tienes que confiar en mí —dijo ella—. Quiero que esto salga bien para ti.
Porque, por algún motivo, si funcionaba para él, quizá también funcionara para ella. Al menos, ésa era la teoría.
Diez días más tarde, Jesse estuvo a punto de desmayarse al verlo entrar en el vestíbulo del restaurante. Se levantó del banco en el que estaba sentada y lo señaló con el dedo.
—¿Quién eres?
Matt sonrió y se detuvo frente a ella.
—Tú me dijiste qué ropa tenía que comprar. No deberías sorprenderte.
—Pero puesta es mejor de lo que recordaba —murmuró Jesse, indicándole que se diera la vuelta lentamente.
Era asombroso lo que se podía conseguir con un poco de tiempo y una tarjeta de crédito. Matt había cambiado de pies a cabeza. Se había dado un buen corte de pelo, y se había quitado los vaqueros demasiado cortos, las zapatillas deportivas y los calcetines blancos. En su lugar llevaba una camisa azul claro, unos pantalones de pinzas y unos mocasines de cuero.
Sin embargo, el mejor cambio de todos era que ya no llevaba gafas.
Su cara tenía unos rasgos muy masculinos, y una suave hendidura en la barbilla, cosa que ella no había notado antes. Sus ojos eran mejores incluso de lo que había pensado, y su boca… ¿Siempre había tenido aquella sonrisa burlona?
—Estás despampanante —le dijo, y sintió un cosquilleo por dentro—. Verdaderamente sexy. Vaya.
Él se ruborizó.
—Tú también estás muy guapa.
Jesse descartó el cumplido con un gesto de la mano. Su aspecto no tenía importancia. Lo importante era él.
La maître se acercó a ellos y los guió hacia una mesa.
—¿Te has dado cuenta? —preguntó Jesse en voz baja cuando se sentaron—. Se ha fijado en ti.
Matt se ruborizó otra vez.
—Eso es lo que tú crees.
—No, de verdad. Si yo me fuera en este momento, ella te abordaría.
Aquello le puso más nervioso que contento.
—No vas a marcharte, ¿verdad?
Ella se echó a reír.
—Quizá la próxima vez. Primero tendrás que acostumbrarte a llamar la atención, y después podrás empezar a disfrutarlo —dijo Jesse. Sin prestarle atención a la carta, se inclinó hacia él—. Bueno, y dime, ¿cómo ha reaccionado la gente en el trabajo?
—Ahora es diferente.
—¿En qué sentido?
—La gente me habla.
Jesse sonrió al saber que ya tenía resultados.
—¿Te refieres a las mujeres?
Matt sonrió.
—Sí. Muchas de las secretarias han empezado a saludarme. Y hay una mujer del departamento financiero que me pidió que la ayudara a llevar unas cosas a su coche, pero no era mucho y ella podría haberlo hecho sola perfectamente.
—¿Y le pediste que saliera contigo?
—¿Cómo? No —dijo él, horrorizado—. No podía hacer algo así. Era… bueno, ya sabes… mayor.
—¿Cuánto?
—Unos cinco o seis años. No es posible que esté interesada en mí.
—Oh, querido, tienes mucho que aprender sobre las mujeres. Eres alto, estás en buena forma y eres guapo. Tienes un buen trabajo, eres amable, divertido y listo. ¿Cómo no ibas a interesarle?
Él enrojeció.
—Yo no soy así.
—Sí, exactamente así. Estaba ahí todo el tiempo, escondido detrás del protector de bolsillo —dijo ella, y entornó los ojos—. Te dije que los tiraras todos. ¿Lo has hecho?
Él puso los ojos en blanco.
—Sí, te he dicho que sí.
—Está bien.
El camarero se acercó y tomó nota de las bebidas que querían. Cuando se las sirvió, un poco más tarde, Jesse dijo, mientras removía su té helado:
—Estás haciendo algunos cambios estupendos. ¿Cómo te sientes al respecto?