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Nueve días y nueve noches Maya Blake Tratándose de venganza... ¡no hay reglas! El solitario magnate Jario Tagarro no podía escapar de la sombra de su brutal pasado, a pesar de vivir recluido en su yate de lujo en alta mar. Todo cambió cuando su nueva ayudante, Willow, se convirtió en una tentadora distracción... ¡Hasta que descubrió que la cautivadora mujer era la hija de su enemigo! Ese empleo era el último intento de Willow para evitar que Jario destruyera a su padre. Desesperada, aceptó las condiciones de Jario: él le revelaría por qué quería vengarse si ella ganaba una serie de desafíos. Pero dada la química entre ambos, ¿conseguirá Willow sus respuestas, o lo olvidará todo en brazos de Jario? Abandonados al amor Abby Green Durante un año mantuvo las distancias con ella… Pero, ¡durante una noche no se pudo resistir! Cuando Ana Diaz se casó con el magnate Caio Salazar, este le dejó muy claras sus condiciones: un año de matrimonio para poder expandir su imperio y asegurar la libertad de Ana. No obstante, acababan de firmar los papeles del divorcio cuando se vieron obligados a pasar veinticuatro horas juntos debido a una amenaza de seguridad. Por fin a solas, la novia con la que Caio había soñado se convirtió en la tentación personificada. Era lo último que Caio, que estaba cerrado al caos del amor, quería. A no ser que Ana le demostrase que el vínculo que tenían era más fuerte que su instinto de supervivencia…
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Seitenzahl: 381
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
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E-pack Bianca 2, n.º 418 - julio 2025
I.S.B.N.: 979-13-7017-033-2
Índice
Créditos
Nueve días y nueve noches
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Abandonados al amor
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Willow Chatterton aparentaba una calma que no sentía y una compostura menguante. Era un gesto desesperado por obtener las respuestas que necesitaba antes de dar, si fuera necesario, el paso, no deseado pero decisivo, de cortar por lo sano con su padre.
Pedirle a su amigo hacker que la incluyera en la lista de preseleccionados de una agencia de empleados para multimillonarios había sido, en el mejor de los casos, complicado. Y conseguir una entrevista, altamente improbable hasta que recibió la llamada. No podía fastidiarla.
Rebecca Devlin, sobrecargo jefe del yate más grande del puerto de Los Cabos, levantó la vista.
–Tiene muy buena pinta, y ayuda mucho que te manejes en un barco. –Ofreció una diminuta sonrisa, ignorante del alivio de Willow–. Aunque este no es un barco corriente.
La mirada de Willow se desvió hacia el superyate, su destino final. La Venganza.
El nombre, tan estremecedor y siniestro como inquietantemente bello el barco.
Era tan grande que ocupaba un amarre especial en el puerto deportivo de Los Cabos.
Willow estaba acostumbrada a la ostentación decadente y desbordante, pero La Venganza pertenecía a otra estratosfera. Tenía siete cubiertas, y un helicóptero de última generación en una de las más elevadas. Desde su llegada, había visto a varios miembros de la tripulación, impecablemente uniformados, transportar entregas de proveedores que la dejaron boquiabierta: caviar Ossetra, salmón noruego, cajas y cajas de champán o langosta. Había oído que había barriles de agua llevada desde un lago del Himalaya.
Un flujo incesante de gente guapa, casi todas mujeres, llegaba en coches deportivos, limusinas y todoterrenos de lujo, transportadas en elegantes lanchas hasta el yate.
La actividad y el número de entregas apuntaban a un largo viaje. No podía permitir que el yate zarpara sin lograr su objetivo: confrontar a Jario Tagarro, famoso propietario de La Venganza.
Se decía que el esquivo multimillonario de treinta y dos años llevaba años sin pisar tierra firme.
Seguía sin saber por qué su padre se estremecía visiblemente al mencionar el apellido Tagarro y sospechaba que mentía o infravaloraba gravemente el papel de Jario, insistiendo en que el multimillonario no tenía nada que ver con los problemas de Financiera Chatterton.
Tras semanas de angustiosa reflexión, aceptó que solo había una salida: buscar al multimillonario y descubrir la verdad ella misma.
Además, varias familias dependían de Financiera Chatterton, y no merecían la apatía de su padre.
Debería haber actuado antes. Pero había necesitado ver repetidamente en los últimos meses el apellido Tagarro entre las cosas de su padre para recordar que el cambio radical en su progenitor se había iniciado tras su regreso de Colombia hacía más de quince años.
El Paul Chatterton que había emprendido ese viaje era fanfarrón y ambicioso hasta la exageración. El que había regresado se había vuelto casi obsesivo con vender una imagen altiva, involucrando a su mujer y a su hija preadolescente, iniciando una fractura que había destrozado a la familia.
Pero fue la pérdida de riqueza y prestigio, y que su madre abandonara a la familia para casarse con un hombre más rico poco antes de que Willow cumpliera dieciséis, lo que cambió todo.
Willow apartó los inquietantes recuerdos y se concentró en su objetivo.
Solo necesitaba una audiencia con el multimillonario.
–Asistirás a Ripley, el ayudante personal del señor Tagarro, hasta que se encuentre un sustituto permanente –dijo Rebecca, sobresaltando a Willow.
–Entonces, ¿tengo el trabajo? –Willow se irguió y sonrió.
–Si puedes empezar ahora mismo –Rebecca asintió y miró la pequeña maleta que Willow tenía a sus pies–, a falta de las últimas comprobaciones y de que aceptes… arreglarte un poco, sí.
–¿Arreglarme?
–El señor Tagarro exige un alto decoro profesional en sus empleados.
Aunque delgada y en forma, desde hacía un año su único maquillaje era brillo de labios, y no había pisado una peluquería mientras compaginaba su trabajo de ayudante en una empresa en quiebra con la práctica del violín, único bálsamo que sostenía su alma en un paisaje desolador.
–Tenemos un estilista a bordo. Espero que no te ofendas si le pido que venga.
–En absoluto. –Willow sacudió la cabeza.
–En ese caso, bienvenida a bordo. –La mujer le entregó un documento–. Lee el contrato y preséntate en el barco a las dos de la tarde. Haré que alguien te enseñe el oficio.
Willow estaba en la cafetería, tras leer y firmar el contrato, cuando llegó parte de la tripulación.
–Me muero de ganas de zarpar mañana –exclamó un joven–. Bali va a ser épico.
Willow sintió una gran inquietud. Jario Tagarro zarpaba al día siguiente hacia Indonesia. Con suerte, tendría tiempo suficiente para averiguar lo que necesitaba.
«Pierde el tiempo si quieres. Pero no me vengas llorando cuando no descubras nada», había dicho su padre. Willow temía que estaba a punto de descubrir algo que destrozaría la relación con su padre. Aun así, necesitaba saberlo.
Así que, a las dos menos cinco, se presentó en la pasarela que conducía al superyate.
–¿La nueva empleada? –Los dos guardias la miraron, y el más bajo enarcó una ceja.
La gran embarcación parecía aún más imponente, empequeñeciendo todo a su alrededor.
Quiso contestar que no, darse la vuelta y marcharse. Pero se mantuvo firme. Y asintió.
Diez minutos después, estaba sentada en un sillón de cuero en una coqueta peluquería, con una mujer inmaculadamente vestida que se presentó como Greta, la estilista en jefe. Willow apenas había accedido a que le arreglaran el pelo, cuando una peluquera empezó a cortarlo.
Un poco aturdida, pero agradecida de dar el pego, la soltaron noventa minutos más tarde, armada con un pequeño estuche de maquillaje, dos uniformes nuevos y unos cómodos zapatos.
–Ah, aquí está Ripley. Nos vemos, Willow.
Greta se alejó y Willow se volvió hacia un hombre alto, delgado y trajeado.
–Bienvenida a La Venganza. Te acompañaré a tus aposentos para que te instales. El señor Tagarro está agasajando a sus invitados en la cubierta superior. Lo conocerás más tarde.
–Tengo entendido que mañana zarparemos hacia Bali. –Ella asintió–. ¿Cuánto durará el viaje?
–Sin escalas imprevistas, una semana. Nueve días siendo flexibles.
Un máximo de nueve días para encontrar las respuestas que necesitaba. No sabía cómo reaccionaría Jario Tagarro cuando descubriera su propósito, pero ya cruzaría ese puente.
Sola en su camarote compartido, Willow permaneció inmóvil, con el corazón acelerado.
Hacía diez años que había visto cómo su madre hacía las maletas y se marchaba, dejando a una hija conmocionada y angustiada y a un marido sumido en la depresión.
Recordaba la mirada compasiva de su madre, mientras ella sollozaba en la puerta de su casa, viéndola subir a la limusina en la que estaba el hombre por el que abandonaba a su marido.
«No llores, cariño. Pronto podrás venir a verme. Te lo prometo».
La amargura afloró como la bilis al recordar las veces que había llamado a su madre. El paso de las promesas a los reproches, y luego la indiferencia total.
Willow sabía lo rápido que podía cambiar la vida de una persona. El daño que podían causar las mentiras y la indiferencia. Solo esperaba que los secretos que su padre le había ocultado no la destruyeran por completo.
Algunas noches, Jario Tagarro se preguntaba por qué se molestaba en acostarse.
Dormía una media de cuarenta y cinco minutos, en el mejor de los casos. Quince cuando los demonios eran especialmente prolíficos.
Esa noche se ahogaría en una botella si no despreciara la falta de claridad en todo momento. Bebía alguna copa, o champán añejo, cuando le apetecía, pero beber para ahogar el infierno de sus sueños era cosa del pasado. Prefería enfrentarse a sus demonios cara a cara.
Se incorporó y posó los pies en el suelo de madera, sintiendo los movimientos de la nave.
No sirvió de nada. Intentara lo que intentara, nunca era suficiente.
Esas semanas en la selva sudamericana lo habían cambiado para siempre. Hacía tiempo que lo había aceptado. El único problema era que, aunque su cerebro se las arreglaba durante el día, funcionando muy por encima de la media, las noches y sus demonios siempre lo atrapaban.
Aún le quedaba trabajo por hacer, un camino por recorrer para lograr la más dulce retribución.
«Y entonces… ¿qué?».
Y entonces… viviría la vida que había estado destinado a vivir. La venganza no era un destino, solo una parada en el camino hacia su yo superior. Y mientras lo primero lo estaba consumiendo, lo segundo honraría la memoria de su padre. Su única razón para todo eso.
Reafirmada la promesa, Jario abandonó su suite. Se dirigió al amplio gimnasio y zona de ocio que ocupaba la mayor parte de la cubierta inferior y entró en la zona cerrada de su desestresante favorito. Respirando hondo, cerró los dedos sobre el mango de la primera hacha y la alzó.
El acero negro con la mortal hoja de color rojo sangre brillaba en la penumbra.
Tres pasos lo llevaron al centro de la colchoneta, la columna de madera de tres metros de altura a seis metros de distancia. Con un rugido sanguinario surgido del alma, Jario lanzó el hacha, que se clavó en la gruesa madera.
Perdió toda noción del tiempo y el espacio mientras lanzaba un hachazo tras otro, el sudor empapándole el pelo y la piel, goteando hasta la cintura. Solo importaba que las voces habían cesado, que los demonios se habían rendido. Aunque volverían la noche siguiente. Y la siguiente.
Se preparó para el siguiente lanzamiento, pero se detuvo al oír un grito de sorpresa detrás de él.
Giró la cabeza y se encontró con un par de ojos muy abiertos, alojados en el cuerpo de una mujer alta y escultural que vestía una camisa de dormir y unos pantalones cortos que terminaban a medio muslo y dejaban a la vista el resto de sus kilométricas piernas. La camisa, abotonada primorosamente, permitía adivinar los exuberantes pechos que cubría.
No era uno de sus invitados. Los había despedido a todos en Cabo. Tras una semana de interminables reuniones de negocios disfrazadas de entretenimiento, buscaba la soledad.
Por tanto, debía ser de la tripulación. Por tanto, sabía que no debía molestarlo.
Irritado, vio cómo sus ojos se abrían desmesuradamente cuando su mirada se posó en el pecho y torso sudorosos. Su respiración se aceleró antes de levantar la mirada.
El agudo despertar de su virilidad cuando sus miradas conectaron sorprendió a Jario. Aunque disfrutaba mucho del sexo, hacía mucho que no reaccionaba con tanta intensidad ante una mujer.
–¿Es…? –Jario reprimió un gruñido.
–Lo siento –Ella bajó la mirada.
Él enarcó las cejas cuando ambos se interrumpieron a la vez.
–Continúe. –Jario agarró el hacha–. Espero que sea el principio de una disculpa por molestarme.
Percibió una chispa de irritación antes de que ella mirara el hacha. Interesante.
–Todavía me estoy acostumbrando al barco. –Ella se encogió de hombros–. El zumbido constante, el movimiento y otros ruidos me impiden dormir.
–El yate está equipado con un estabilizador ridículamente caro para que no se balancee. En cuanto al zumbido, algunos lo encuentran… tranquilizador.
–Probablemente yo también –ella asintió–, cuando me acostumbre a estar a bordo. –Miró a su alrededor–. Iba a dar un paseo… no creía que hubiera nadie a estas horas.
–¿Es nueva en la tripulación? –Jario volvió a examinarla, con una compulsión incontenible.
Tras una vacilación infinitesimal, ella asintió.
La irritación de Jario se mezcló con una peculiar excitación. Sus normas personales le prohibían relacionarse con ella salvo de manera profesional, pero… ¿no era la fruta prohibida la más dulce?
–Entonces le habrán explicado que deambular de noche está terminantemente prohibido. Así que o se está saltando las normas o a alguien se le ha escapado decírselo.
Ella lo miró con aprensión, pero, aunque acababa de confirmar que era su empleada, no se deshizo en excusas como haría la mayoría.
Sus pensamientos intrigados se dispersaron cuando ella se acercó. Una vez más, posó su mirada en las espectaculares piernas. «Dios mío», debería ser delito tenerlas tan sexys.
Jario había aprendido pronto que le gustaban las piernas. Ella medía unos quince centímetros menos que él, pero aun así era impresionante, y sospechaba que también le gustaban las caras.
Poseía el tipo de belleza sin adornos que se revela gradualmente, como una amante que se despoja de sus capas. El labio superior parecía demasiado fino, hasta que los separó, mostrando que era perfectamente proporcionado. Las mejillas parecían regordetas, pero resaltaban unos pómulos exquisitos bajo la luz. Los ojos marrones mostraban motas que ocultaban colores sutiles.
En cuanto a la mandíbula y la elegante línea del cuello… ese pulso palpitante en la garganta…
–No quería molestarlo. –Su voz era baja, ronca, escondiendo misterios que Jario deseaba descubrir. Podría ser la forma que tenía su psique de distraerlo de sus demonios. De aprovechar la inesperada interrupción para retrasar el regreso a la cama.
También era consciente de que ella no había reconocido sus transgresiones. Algo que él estaba dispuesto a dejar pasar. Solo por esa vez. Porque…
–¿Quiere intentarlo? –Le tendió el hacha sin darse cuenta de sus palabras.
La alarma se apoderó de él. ¿Qué estaba haciendo? Él no confraternizaba con la tripulación. Eran personas cualificadas y cuidadosamente seleccionadas a las que pagaba generosamente para que mantuvieran su hogar, pues La Venganza era su hogar, funcionando. Personas que garantizaban que se cumpliera su necesidad vital de movimiento. Sin embargo, no retiró la invitación.
Ella empezó a sacudir la cabeza, provocando a la vez un alivio y un resentimiento que él no entendió. Pero, en el último momento, asintió mientras sentimientos opacos atravesaban su rostro. Sentimientos que él no pudo descifrar, confundido por cómo ella se deslizaba hacia él.
Tal vez no debería haber tenido tanta prisa por zarpar… debería haber dejado que una de las muchas mujeres deseosas de compartir su cama se quedara.
Willow examinó la red protectora que los separaba. Jario soltó el cierre y lo abrió en señal de silenciosa invitación. Ella entró y aspiró hondo al sentir su olor. La mera idea de que ella inhalara su piel sudorosa hizo que Jario sintiera una necesidad asombrosamente primaria.
Quiso atribuir las demenciales sensaciones a la actividad, la hora o a los movimientos de los sistemas planetarios. Pero sabía que poco o nada tenían que ver con aquello. Su visitante poseía un misterio que lo cautivaba.
–Nunca he hecho esto. –Willow examinó las hachas y la columna de madera.
Él se preguntó si su voz siempre sonaba tan ronca, por el sueño… o por su falta. Sintiéndose acalorado, reprimió un juramento. Debería terminar con eso. Mandarla a su camarote, donde debía estar. Volver a su suite, por fin agotado, y tratar de dormir otros cuarenta y cinco minutos.
Sin embargo, se acercó y ofreció su hacha, satisfecho cuando ella la tomó.
–Cuidado. –Jario no la soltó–. Pesa. Manténgala alejada para que, si se cae, no se lastime.
–¿Qué hago ahora? –Ella asintió.
–Separe las piernas a la anchura de los hombros. –Jario se colocó detrás de ella, intentando ignorar lo bien que se complementaban sus cuerpos–. Agarre el mango firmemente a unos dos centímetros del extremo. Así es –murmuró, inspirando bruscamente cuando sintió el escalofrío de la mujer.
Encajó la mandíbula contra sensaciones que no debía sentir y se apartó.
–Primero, visualice dónde quiere que caiga y apunte hacia allí. Luego, levántela por encima de la cabeza y suéltela con fuerza cuando los brazos estén a la altura de los ojos. ¿Entendido?
Ella asintió y sus ojos brillaron de emoción.
Alzó los brazos por encima de su cabeza, los duros pezones presionando contra su camisa y unos deliciosos centímetros de piel dorada clara se revelaron por encima de sus pantalones cortos.
«Santo cielo», Jario estaba a punto de tener una erección en presencia de una intrusa a la que debería haber echado. No se le escapaba lo absurdo de la situación. Pero…
–Respire y lance –indicó con voz ronca.
El hacha describió una curva, silenciosa y mortal, y se clavó en el centro inferior de la madera.
–Vaya. –Ella soltó un respingo, los ojos muy abiertos, mientras se volvía–. Ha sido emocionante.
–Así es. ¿Otra vez? –Jario ignoró la advertencia de su voz interior.
–¿Puedo? –Una sonrisa curvó los deliciosos labios rosados y Jario se retorció de lujuria.
Él arrancó el hacha de la tabla. Al volverse, captó la mirada de ella recorriendo su piel desnuda. El aire, ya cargado, se hizo más denso. Podría arrojar el hacha a un lado e invitarla a participar en otra actividad más… implicada, para calmar sus demonios. Por suerte, prevaleció la sensatez.
–Una más y tendrá que irse. –Le tendió la empuñadura.
El brillo de sus ojos indicaba que el despido la había sorprendido. Mejor que supiera que no podía jugar con él, aunque fuera la mujer más despampanante que hubiera visto en mucho tiempo.
Tomando el hacha, ella se posicionó y levantó los brazos.
–Más arriba. Justo ahí.
Ella se mordió el labio inferior. Jario apretó los puños, conteniendo la febril necesidad de tocarla. De liberar el labio inferior con sus propios dientes y morderlo.
–Ahora.
El hacha salió volando, aterrizando con un golpe satisfactorio, aunque algo descentrado.
Lentamente, ella bajó los brazos, con los ojos brillantes. Luego, lo miró cohibida, consciente de la fuerte reacción que él no podía ocultar.
Jario habría jurado que nunca se había sentido más atraído hacia una mujer. Y fue esa contundente reacción la que le hizo darle la espalda, recoger su hacha y quedarse allí luchando por controlarse.
–Váyase. Ahora –ordenó sin darse la vuelta. Jario casi lamentó oírla alejarse.
A la mañana siguiente, nada más ducharse y vestirse, Jario activó el sistema de vigilancia del yate desde su tableta. Bebió un sorbo de café, felicitándose por no ceder a una tentación que no había disminuido ni un ápice desde la noche anterior. La encontró en la cocina con Ripley.
Llevaba el pelo largo recogido en una pulcra coleta. Vestía el uniforme blanco de la tripulación. Pero ni siquiera la modesta camisa abotonada o la falda plisada disimulaban su belleza.
Cuando Ripley reclamó la atención de Willow, Jario se sintió irritado… ¿celoso? Ridículo.
Ver a Ripley le recordó un fallo que debía solucionar. Pulsó el intercomunicador Bluetooth.
–¿Sí, señor? –contestó su ayudante.
–Ven a mi oficina ahora mismo.
–Por supuesto, señor.
Los dedos de Jario tamborilearon impacientes sobre el escritorio, hasta que llamaron a su puerta.
–Adelante. –Con una última mirada a la pantalla, apagó la vigilancia.
Ripley se acercó al escritorio con paso tranquilo. Por lo general, Jario apreciaba el proceder de su ayudante. Pero esa mañana se descubrió molesto con él.
«Por la intrusión de anoche». Nada más.
–¿En qué puedo ayudarle, señor?
Ni siquiera el cortés respeto y afán de servicio apaciguó a Jario. Había dormido fatal. La lucha contra los demonios y la frustración sexual hacían estragos en la disposición de un hombre.
–Es tu trabajo asegurarte de que toda la tripulación obedezca mi código de conducta mientras esté a bordo de mi yate, ¿verdad? –preguntó con tono uniforme.
–Por supuesto, señor. –El laissez-faire de Ripley se evaporó–. Y le aseguro que todos lo hacen.
–¿Entonces por qué encontré a la nueva vagando por las cubiertas en mitad de la noche?
El parpadeo de sorpresa precedió a un sutil destello de ira rápidamente disimulada que hizo que Jario esbozara una sonrisa. Ripley odiaba que le llamaran la atención por un fallo.
–Mis disculpas, señor. Claramente, Willow necesita que le recuerden las reglas. Fue contratada como mi ayudante, así que está directamente bajo mi supervisión. Yo me ocuparé…
Jario se removió en el asiento mientras el calor recorría su torrente sanguíneo. Consultó la pantalla con la cuenta atrás hasta Bali. Siete días hasta que pudiera hacer algo con esa necesidad salvaje.
–Si no te importa, me gustaría comprobar que todos estamos de acuerdo.
–Por supuesto. –Ripley asintió enérgicamente –. Traeré a la señorita Chatterton ahora mismo.
A Jario se le nubló la vista, y su pulso pasó de diez a un millón. Por un ridículo momento, pensó que se desmayaría. Apenas oyó la taza de café caer sobre el plato, el líquido caliente quemándolo.
–Disculpa, ¿cómo dijiste que se llamaba? –El salvaje susurro hiriéndole la garganta.
–Willow Cha-Chatterton, señor. –Ripley abrió los ojos desmesuradamente y palideció–. ¿Algo…?
–Tráela. –Jario golpeó el escritorio con la mano–. Ahora mismo.
Ripley pareció desconcertado, pero rápidamente asintió y salió de la habitación.
Jario estaba incrédulo con la audacia de esa mujer. Ella sabía quién era él desde el principio. Había jugado con él con sus ojos muy abiertos. El inocente pijama. La fingida falta de aliento, diseñada para provocar a cualquier hombre con sangre en las venas. Y él había caído como un zoquete.
Willow Chatterton no tenía ni idea de lo que había despertado.
Regresaron en un abrir y cerrar de ojos. La mirada de Jario se posó en ella en cuanto entró, odiándose por fijarse en todo. El ligero brillo de sudor en su labio superior, el rápido subir y bajar del pecho mientras intentaba recuperar el aliento. Sus hipócritas ojos, parpadeando perplejos.
Ripley revoloteó en el umbral, su propia mirada deslizándose repetidamente hacia ella.
–Me ocuparé de ti más tarde. –A Jario le hervía la sangre–. Déjanos. Ahora mismo.
Su ayudante se alejó a toda prisa, cerrando la puerta tras de sí.
En el denso silencio que siguió, la observó oscilar entre el desafío y la cautela.
–Puedo explicárselo.
–¿Puede? Me muero por oír cómo cree que lo que diga suavizará su verdadera intención.
–Intenté ponerme en contacto. –Un destello surgió de su mirada–. No tuve elección –afirmó ella.
–¿Elección? –Durante un segundo, Jario no pudo respirar. Sentía una intensa repulsión.
La elección era la razón por la que estaba plagado de demonios. La elección lo había dejado sin padre. La elección le había provocado la necesidad de surcar los mares, de seguir en movimiento.
–No sabe en qué se ha metido, señorita Chatterton. Pero, créame, se lo explicaré encantado.
Mintió para entrar en mi barco. ¿Verdadero o falso?
La acusación dolía y Willow se estremeció, pero calló, pues respondiendo mostraría debilidad.
–Respóndame. –Jario se acercó a ella, sus fríos ojos helando la médula de Willow.
–No he mentido. Siempre tuve la intención de presentarme y explicarle cómo y por qué estaba aquí. Además, intenté contactarle, pero ninguno de los suyos quiso transmitirle mis mensajes.
–Porque, lo crea o no, están entrenados para no permitir que cualquier extraño acceda a mí.
–Bueno –ella exhaló lentamente–, no embarqué sin permiso. Me ofrecieron un trabajo y lo acepté.
–Con motivos ocultos. ¿O sugiere que ocultar su verdadero propósito no cuenta como engaño?
–No me andaré con rodeos. –Ella le devolvió la mirada–. Tengo motivos ocultos. –Qué bien sentaba liberarse de la pesada verdad–. Pero ¿qué quiso decir con que se encargará de Ripley después?
–¿Está preocupada por él? –Él entornó los ojos–. ¿No debería reservarlo para usted misma?
–Puedo hacer varias cosas a la vez –bromeó Willow mientras deslizaba su mirada sobre él.
La noche anterior, medio desnudo y cubierto de sudor, el pelo largo suelto, blandiendo un hacha, se había mostrado intensamente masculino, animal y primitivo.
Esa mañana, vestido de negro de pies a cabeza, con el pelo negro azabache peinado hacia atrás y la barba incipiente recortada a la perfección, resultaba fascinante, aterrador.
–Créame, no habrá destreza suficiente para hacer frente a lo que le espera –respondió Jario, con una furia candente vibrando en su interior–. Dígame cómo consiguió la entrevista.
Willow había buscado una audiencia con Jario Tagarro para descubrir la verdad. Y su deseo, por precario que fuera, se había cumplido.
–Un amigo me metió en la lista de la agencia de empleo. Asumiré toda la responsabilidad. Pero…
–Permanecerá en silencio y escuchará. Si me interrumpe, llamaré a las autoridades y será arrestada por allanamiento de morada. ¿Entendido?
–¿Allanamiento? Lo dudo –espetó ella, desafiada por el tono dominante de Jario. Pero se mordió el labio. Solo conseguiría agravar su situación. Debía obedecer hasta que Jario se explicara.
–¿Qué mentiras dijo para colarse en mi yate?
–Todo lo que le dije a Rebecca durante la entrevista era cierto. –Willow apretó los dientes–. Pero también quiero hablar con usted, señor Tagarro. Sobre…
El golpe seco de su mano en el aire enmudeció a Willow.
–Como ayudante de Ripley la asignarán a mis aposentos, privados y de trabajo, ¿entendido?
Ella desvió la mirada hacia el expediente de su escritorio, preguntándose por qué la interrogaba cuando seguramente ya tenía toda la información. ¿Intentaba pillarla mintiendo?
–Aún no he hablado de todas mis responsabilidades con Rebecca o con Ripley.
–Ya veo.
La respuesta, casi agradable, le produjo un extraño escalofrío mientras Jario volvía a su escritorio y pulsaba un botón. La sobrecargo respondió de inmediato.
–Rebecca, trae la hoja de tareas de hoy para la señorita Chatterton, por favor.
–Enseguida, señor Tagarro.
Jario se sentó en la esquina del escritorio, cruzado de brazos. La miró fijamente, sin que en su mirada azul se apreciara ni pizca del calor de la noche anterior.
Willow estuvo a punto de hablar, pero la animosidad que él le inspiraba la frenó.
Rebecca apenas la miró, acercándose a su jefe a paso ligero para entregarle una hoja de papel.
–¿Algo más, señor?
–Sí –contestó Jario–. Quiero que des el día libre a los marineros. La señorita Chatterton fregará las cubiertas dos y tres. Avísame cuando termine y lo inspeccionaré personalmente. ¿Está claro?
–¿Qué? ¿Lo dice en serio? –La airada pregunta de Willow fue ignorada por Jario.
–Sí, señor. –Rebecca disimuló rápidamente su sorpresa.
–Y que seguridad la vigile. Si intenta algo… inapropiado, infórmame inmediatamente.
–Por supuesto, señor. –La mirada perpleja de Rebecca se deslizó hacia Willow.
–Eso es todo. –Jario se levantó–. Puede retirarse, señorita Chatterton.
Ella permaneció inmóvil, conteniendo la andanada de protestas que quería lanzarle. Porque, con solo chasquear los dedos, ese hombre podía echarla de su yate. Así que respiró hondo.
–Señor Tagarro, necesito hablar con…
–Su tarea la espera. ¿O prefiere resolver esto de otra manera?
Navegar entre la relación con su padre y su pasión por el violín le había enseñado a lidiar con egos exagerados pero frágiles y, al mismo tiempo, reprimir sus propias emociones. En el pasado le había ahorrado muchos disgustos dejar que el tiempo enfriara los ánimos acalorados.
Razonar con Jario en su estado era inútil. Y no tenía tiempo para esperar a que se calmara.
Él la observaba con una atención tan mortífera como el hacha que le había enseñado a lanzar la noche anterior, desafiándola a que lo desafiara. A darle la excusa que necesitaba.
Willow aceptó que no podía arriesgarse. No hasta obtener las respuestas que buscaba.
Caminó con piernas temblorosas hacia la puerta donde esperaba Rebecca, sin poder evitar mirar hacia atrás. La expresión rígida de Jario se vio empañada por una fugaz desolación. Antes de poder descifrarla, Rebecca cerró la puerta, su mirada cargada de preguntas.
–Llevas aquí apenas veinticuatro horas. ¿Qué has hecho?
–Es una larga historia. –Willow sacudió la cabeza–. Esto es entre el señor Tagarro y yo.
–Esa es tu opinión –Rebecca frunció los labios–, pero lo que hayas hecho no te afecta solo a ti.
–Lo siento. –Willow se sintió desolada–. Lo arreglaré.
–¿Cómo? –La otra mujer la miró fijamente.
–Supongo que empezaré por limpiar la cubierta. –Willow se encogió de hombros.
–Puede que para ti sea una broma, pero estás jugando con nuestro medio de vida.
–No es una broma. –Willow se puso seria–. Ahora, si no te importa, prefiero empezar cuanto antes.
En la cubierta designada se encontró a tres marineros esperándola, sorprendidos al saber que tenían el día libre.
Cinco minutos después, vigilada por un fornido guardia, Willow estaba sumergida en solución limpiadora. El sol abrasador le daba en la espalda mientras pasaba el suave cepillo por el costoso roble blanco pulido. Aunque rechazaba el trabajo pesado, pues necesitaba proteger las manos para tocar el violín y el piano, su resentimiento disminuyó y su mente agitada se calmó.
Por salvar lo que quedaba de la relación con su padre, no podía fracasar.
La buena noticia era que Jario Tagarro no la había arrojado de su yate. Aún tenía una oportunidad.
«¿Y si solo está jugando contigo antes de entregarte a la policía? ¿O algo peor?».
Ya se ocuparía de eso si llegaba. De momento… su mirada recorrió la cubierta, satisfecha.
Había perdido la noción del tiempo y las rodillas la estaban matando, pero había hecho un gran trabajo. Retaba al poderoso Jario a encontrar defectos en… Una sombra cayó sobre ella.
–¿Puedo ayudarle? –preguntó al guardia de rostro severo.
El hombre le tendió una botella de agua y un tubo de un protector solar carísimo que había visto en las suites de los huéspedes. Reservado solo para invitados.
–No, gracias. No tengo sed. Y ya llevo… –Su voz se apagó al sentir un cosquilleo en la piel.
En la cubierta por encima de ella, Jario se apoyaba en la barandilla con un vaso en la mano.
–Órdenes del jefe –insistió el guardia.
Willow miró fijamente a Jario. Él le devolvió la mirada, llevándose lentamente el vaso a sus sensuales labios y bebiendo un buen trago, observándola desde lo alto.
Willow aceptó los artículo mientras Jario y ella se miraban en una batalla silenciosa. Empezó a molestarle el cuello, pero se negó a apartar la mirada. A retroceder.
Casi inexorablemente, las sensaciones de la noche anterior regresaron.
Primero, la espesura del aire que le dificultaba respirar.
Luego, la tensión en los pezones. La humedad en su feminidad.
El ardor y el hormigueo de su piel, que nada tenían que ver con el calor del sol.
Las sensaciones que él le provocaba deberían enfurecerla, pero Willow estaba demasiado ocupada dejándose desarmar por ellas. Nunca había experimentado nada igual, y era demasiado fascinante como para desear que terminara. Así que se arriesgó a sufrir una tortícolis.
–Beba. Ahora.
–No puede darme órdenes –espetó Willow para contrarrestar el desconcertante derretimiento en su interior–. Como le he dicho a su guardaespaldas…
–No se ha hidratado en dos horas. Un golpe de calor o un desmayo no la sacarán de esta. Beba.
Su garganta reseca le suplicaba que cediera. Sospechaba que él la reviviría solo para que pudiera seguir fregando su preciosa cubierta. Asegurándose de que su actitud desafiante fuera patente, le quitó el tapón a la botella y contuvo un gemido cuando el agua fría se deslizó por su garganta.
–Ya está. –Ella vació la botella y enarcó una ceja–. ¿Alguna otra orden que quiera darme?
–Sí. –Jario apuró el vaso y señaló con un dedo–. Se ha dejado un trozo. Empiece otra vez.
Era la hija de Paul Chatterton. Horas después, la furia seguía hirviendo en sus venas.
Jario sabía que la inquietante sensación provenía de los pensamientos lujuriosos que había tenido esa mañana en la ducha.
Por un momento, cuando había exigido saber la razón de su presencia, una parte de él había esperado que fuera simple coincidencia. Porque, en el fondo, no quería cargar los pecados del padre a la hija… «O sí».
Pero no. Los motivos eran los que él había sospechado, y Jario no se arrepintió del castigo.
«Los Chatterton merecían mucho más».
La rabia se apoderó de él, el estrés liberado la noche anterior volviendo con toda su fuerza, junto con un leve autodesprecio por lo que había estado a punto de hacer. El placer que casi había exigido de la mujer que llevaba el apellido del hombre que había diezmado a su familia.
Su padre estaría revolviéndose en su tumba.
Su padre no estaría en su tumba si no fuera por Paul Chatterton.
Jario activó las cámaras, se sentó y observó. Hacía tiempo que el sol se había puesto, pero ella seguía trabajando. Había terminado las dos primeras cubiertas con irritante eficacia.
En ese momento realizaba sus tareas inicialmente designadas en la cubierta privada de Jario. Había limpiado su habitación y cambiado las sábanas, tres veces hasta que Ripley estuvo conforme. Luego, inclinándose una vez más sobre sus manos y rodillas, se puso a trabajar.
A Jario se le tensaron las entrañas al posar su mirada en el delicioso trasero, que oscilaba de un lado a otro. Cuando se le hizo, literalmente, la boca agua, maldijo y se apartó del escritorio.
¿Tan mal estaba que contemplaba con deseo a la última mujer por la que debería sentirse tentado?
No, no lo estaba.
«Pues acaba con ello».
Jario gruñó, la necesidad de saber por qué había llegado ella hasta ese extremo taladrándolo.
«Todavía no».
Respirando hondo, abrió otra pantalla y su mirada siguió la satisfactoria caída de su presa.
Había tardado años en colocar las piezas en su sitio y asegurarse de ser lo bastante poderoso como para ejecutar la forma más pura de venganza.
Pero casi había terminado. Le faltaban semanas, meses como mucho, para asestar el golpe mortal.
No necesitaba escuchar a Willow Chatterton. Nada lo desviaría de su objetivo.
Una hora después, ignorando su agitación, se dirigió a la cubierta privada. Willow estaba profundamente dormida en su tumbona, abrazada a las rodillas. A Jario le enfureció que, incluso dormida, aquella mujer siguiera siendo increíblemente hermosa. Que ardiera por despertarla de la forma más deliciosamente erótica posible.
El diabólico pensamiento lo impulsó hacia delante para tocarle el hombro y sacudirla.
Las exuberantes pestañas se agitaron y sus ojos castaños se clavaron en los suyos un instante antes de que, sorprendida e irritada como un gato escaldado, se apartara de él de un salto con una gracia innata que lo irritó y fascinó. Desgraciadamente, se acercó peligrosamente a la barandilla.
Jario se abalanzó sobre ella con el corazón acelerado mientras la agarraba por la cintura.
–¿Qué hace? –gritó ella, las mejillas encendidas por la indignación.
–¿Qué cree que hago? –Él la sujetó mientras ella forcejeaba–. Deje de actuar como si la estuvieran atacando.
–Y podría ser. Me he despertado, encontrándole encima de mí. Es una reacción natural.
–¿Y dormir en el trabajo? ¿También es una reacción natural en usted?
–He estado fregando el maldito barco todo el maldito día. –Ella respiró agitadamente–. Me tomé un respiro de cinco minutos. No es para tanto.
–Más bien treinta minutos. Y fregar mi barco es una de sus tareas. Si no le gusta, puedo despedirla.
–Hay leyes laborales que prohíben lo que hace, ¿sabe?
–Entonces no dude en llamar a las autoridades –se burló él–. Oh, espere, estamos en aguas internacionales, así que supongo que no tiene opciones, señorita Chatterton. Pero yo sí.
–¿Qué va a hacer? –Ella lo miró furiosa–. ¿Arrojarme por la borda para no tener que tratar conmigo?
–No me tiente –rugió Jario.
–Mire, señor Tagarro –Willow hizo acopio de toda su compostura–, sé que no le entusiasma mi presencia a bordo. Créame, este es el último lugar donde quisiera estar. Pero podríamos acabar con esto si me dejara explicarme.
–No.
–¡Por el amor de Dios! –Ella reprimió un grito–. Déjeme…
–Puede continuar con el trabajo que aceptó, además de cualquier otra cosa que yo considere necesaria. O será despedida, en cuyo caso, Rebecca y Ripley serán despedidos también por permitirle subir a bordo. Sería una pena porque, hasta hace muy poco, apreciaba su ética de trabajo. Y debe saber que probablemente la demandarán en cuanto pongan un pie en tierra. –Jario se encogió de hombros–. Incluso puede que yo pague su abogado.
A Willow se le desencajó la mandíbula ante la frialdad e indolencia con la que él describió su destino menos que ideal. Consiguió mantener la compostura por los pelos, el corazón acelerado.
Cada vez que las sombras grises se cernían sobre ella, el piano y el violín eran su verdadero apoyo, su manera de experimentar la belleza. Por eso se había presentado a las pruebas para entrar en la Orquesta Sinfónica de Mondia.
No había respondido al correo electrónico de aceptación que podría determinar su vida porque ¿cómo podría vivir su sueño si cortaba los lazos con su padre sin descubrir la raíz de su discordia?
–Dígame por qué desprecia tanto a Paul Chatterton. –Ella soltó la pregunta sin pensar.
–No pronunciará su nombre en mi presencia –contestó Jario desde un lugar oscuro y ominoso.
–¿Entonces tengo razón? –Willow obtuvo confirmación y negación a la vez, sintiendo otro rayo de frustración–. ¿Conoce a mi padre? ¿Es la causa de los problemas de Financiera Chatterton?
–Le recomiendo que deje este numerito mientras aún me quede un nervio intacto. –Jario la soltó.
–¿Numerito? –Ella frunció el ceño–. No tengo tiempo para juegos, señor Tagarro. Y seguro que usted tampoco. Quiero saber qué está pasando. Si me dijera por qué está tan molesto…
–¿Molesto? –repitió él, acercándose con expresión de incredulidad–. ¿Habla en serio?
–Por supuesto –murmuró Willow, apartando la mirada–. ¿Así que admite que está detrás de esto?
–Su tono sugiere que cree que intento ocultar algo. –Él la miró con expresión burlona–. No es cierto. Esperaba que su padre saliera de su escondite y se enfrentara abiertamente a mí. –Su mirada la recorrió de pies a cabeza–. No solo es un cobarde, se esconde detrás de su propia hija.
–Dios, ¿por qué lo odia tanto? ¿Qué le ha hecho? –Ella sintió un vacío en el estómago.
–Habla en serio, ¿verdad? –Jario soltó una carcajada despiadada–. ¿No sabe por qué la ha enviado?
A Willow le costó un esfuerzo monumental contener su temperamento. Para no… abofetearlo.
Estaba harta de mentiras, de que se aprovecharan de ella. A cada segundo que pasaba, sabía que buscar la verdad para descubrir qué ocultaba Jario determinaría si valía la pena cortar por lo sano con su padre o exigirle algo más que migajas de atención. Determinaría el resto de su vida.
–Él no me envió. Vine aquí por mi cuenta. Insúlteme si quiere. Necesito saber por qué va tras él.
Él la miró fijamente durante una eternidad, con los ojos brillantes de emociones que ella no podía descifrar. Finalmente, Jario hundió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones.
No –contesó él, con una sonrisa cruel–. No creo que le dé esa satisfacción. Puede sufrir junto a su cobarde padre o puede decirle que actúe como un hombre y admita su despreciable pasado. Elija.
–¿En serio? –Willow lo miró estupefacta–. Me sorprende. A los villanos les encanta presumir de sus conquistas. Estaba dispuesta a soportar una diatriba engreída a cambio de información.
–Entonces le alegrará saber que no soy un villano cualquiera. –Jario se dio la vuelta para irse.
–Maldita sea, ¡dígamelo! Entonces quizá pueda convencerle…
–No podrá. Ha llegado a tiempo para presenciar otra escalada en la situación. Ahora que sé que seguirá escondiéndose como un cobarde, quizá termine con esto por fin.
–¡Espere! –Ella se precipitó hacia delante, alarmada–. ¿Podemos no hablar de esto? –Se humedeció el labio inferior mientras luchaba por encontrar algo… lo que fuera para atravesar su armadura.
Estaba tan absorta que tardó un momento en darse cuenta de que él miraba fijamente su boca, con un brillo oscuro en la mirada que provocó una sensación sísmica en su interior.
Durante unos segundos cargados de tensión, Willow fue visceralmente consciente de ser una mujer de carne y hueso enfrentándose a un macho desenfrenadamente viril, cuyas feromonas provocaban una reacción inconfundible que la hizo retroceder presa del pánico. Pero ya era demasiado tarde. El depredador había captado el rastro. La debilidad que ella acababa de mostrar.
–¿Por eso la envió aquí? –Su voz ronca era mortífera e hipnotizadora.
–No sé de qué habla –respondió ella, a pesar de la placentera sensación que la bombardeaba.
–Su madre sigue viva, ¿verdad? –Ante el asentimiento perplejo de Willow, él continuó–. Como algunos tíos y los viejos empleados que aún no han abandonado un barco que se hunde. Pero aquí está, su único vástago, servido como un cordero de sacrificio. ¿O prepararon este plan juntos?
–¿Qué plan? –Willow intentó librarse de la hechizadora proximidad–. Lo que dice no tiene sentido. Mi padre sabe que estoy aquí, pero fue idea mía venir, no… –Se interrumpió al comprenderlo al fin. Resopló y soltó una risa, teñida de amargos recuerdos–. ¿Cree que me ha enviado aquí para seducirlo? ¿A mí? –Se llevó una mano al pecho.
–O es muy lista, o absurdamente ingenua. –La atmósfera volvió a chasquear cargada de electricidad.
«Atracción fatal».
Creía que era cosa de las películas de Hollywood. Pero en mitad del Pacífico Norte, Willow Chatterton descubrió que era real, desgarrándola sin piedad.
–¿Cuál de las dos es, Willow? –Jario se inclinó más hacia ella, clavándole la mirada.
–Ninguna de las dos. Y estoy harta de hombres con opiniones exacerbadas sobre su atractivo que me acusan de intentar seducirlos como si fueran caramelos en una fiesta de cumpleaños infantil.
Willow cerró los ojos y maldijo a su ex, cuyos celos, manipulación y traición final habían convertido su relación de seis meses en un infierno del que, por suerte, había escapado.
Willow se llevó la mano a la cabeza. Su visión se nubló mientras avanzaba a trompicones.
–Lo único que quiero son respuestas a unas cuantas preguntas, y luego… –Inspiró con fuerza.
–¿Qué le pasa? –preguntó él bruscamente.
–Nada que un poco de comida no pueda arreglar. Me entra hipoglucemia si…
–Sé qué es la hipoglucemia –interrumpió él bruscamente–. ¿Cuándo fue la última vez que comió?
–¿Quiere decir mientras fregaba quinientos kilómetros de cubierta? No lo sé, no me acuerdo.
Maldiciendo en voz baja, Jario agarró su muñeca, tiró de ella y la tomó en brazos.
Si ella esperaba que su precaria situación lo ablandara, se equivocó.
Él la miró fijamente, una montaña de afrenta, testosterona y cincelada perfección masculina, que disparó fuegos artificiales indecentes y confusos por todo su organismo.
–¿Cree que vas a salir de esta tan fácilmente? Piénselo otra vez, querida.
Mientras atravesaba los aposentos privados de Jario, Willow cerró los ojos con fuerza.
Se dijo a sí misma que así recuperaría la compostura, pero sabía que necesitaba bloquear lo cautivador que le resultaba. Los sensuales labios, el vibrante pulso en su garganta, la forma en que su sedoso cabello le acariciaba la nuca aumentaban el calor entre sus piernas.
Los pasos de Jario se ralentizaron, y ella abrió los ojos con decisión. Estaban en su cocina privada.
Por la lista de tareas, sabía que la nevera, el congelador, los armarios y la bodega estaban repletos de todos los alimentos y bebidas que un caprichoso multimillonario pudiera desear.
Maldijo el calor que le subió a las mejillas al sentir su fuerza. Jario la sentó a la mesa para diez y se marchó. Los traicioneros ojos lo siguieron, posándose en el firme trasero. Imaginándose…
«¡Por Dios, basta!».
Acomodada en una elegante silla que costaba más que un mes de su sueldo, observó cómo Jario colocaba platos en la isla central.
Olores decadentes y deliciosos atacaron sus sentidos, y el estómago de Willow emitió un tremendo gruñido. Él la miró mientras ella disimulaba colocando la cubertería perfectamente colocada.
El plato que él le puso delante, repleto de un surtido de sushi enrollado a mano, tomate y mozzarella, lonchas de jamón sobre pan de focaccia rociado con aceite y una pequeña fuente de caviar dorado Ossetra con galletas, abortó cualquier intención que tuviera ella de huir de allí.
Era la combinación más increíble y deliciosa que había probado en su vida, y no pudo contener unos suaves gemidos de agradecimiento mientras devoraba la comida.
Hasta que, cinco minutos después, sintió un inquietante cosquilleo en la garganta.
«¡Oh, Dios… oh, Dios… oh, no!».
Su mirada alarmada voló sobre la comida, intentando identificar al culpable de la reacción que se avecinaba. Escupió el bocado en una servilleta y se apartó de la mesa.
–¿Qué pasa? –Jario se irguió bruscamente. Como ella no respondía, la agarró por los brazos mientras la garganta de Willow se cerraba.
–Willow. –El gruñido la obligó a hablar.
–Al-alérgica a… algo. –Señaló el plato con la mano–. Ne-necesito Ep-EpiPen.
–¿Qué? Hijo de… –Jario la soltó y corrió hacia el teléfono–. Que venga el médico, ¡ahora mismo! Que traiga algo para la anafilaxia. –Luego la levantó y la tumbó en un sofá cercano.
–Es-toy…bien…
–Deje de hablar y respire –gruñó él, con los ojos clavados en ella, respirando profundamente.