2,99 €
El anillo destinado a otra... ¡es perfecto para ella! Mareka, la asistente personal del millonario argentino Cayetano Figueroa, se esforzaba todo lo posible para ocultar la atracción que sentía por él. Pero cuando su jefe le encarga recoger un anillo de compromiso en una exclusiva joyería, su vida da un vuelco inesperado. Incapaz de resistirse al magnifico diamante, se lo prueba impulsivamente... justo cuando los paparazzi la fotografían. ¡Ahora todo el mundo cree que ella es la novia! Cayetano solo se iba a casar para mantener el control de su empresa. Cuando los escandalosos titulares estropearon los planes con su verdadera prometida, Mareka se convirtió en la única candidata posible. Obligados a compartir su tiempo juntos, Cayetano no tardó en tener que enfrentarse al deseo que sentía por esa mujer y que ponía a prueba todo su autocontrol…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 203
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
www.harlequiniberica.com
© 2024 Maya Blake
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un diamante oculto, n.º 224 - junio 2025
Título original: Accidentally Wearing the Argentinian’s Ring
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410745544
Conversión y maquetación digital por MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La vida de Mareka Dixon se había convertido en un continuo desafío para demostrarse a sí misma de lo que era capaz. Ya fuera anticipándose al despertador y levantándose antes de que sonara, o bajándose del autobús en la parada anterior para quemar el helado que había tomado de postre…
No necesitaba ser psicóloga para saber lo que le pasaba. Pero no podía pensar en ello en ese momento. Había establecido un horario dentro de su vida, casi totalmente enfocada en el trabajo, para reflexionar sobre su exceso de equipaje emocional: los domingos por la noche, de seis a ocho, al regresar a casa tras visitar a sus padres. Ahora necesitaba concentrarse en su destino: Smythe Square, Knightsbridge.
En concreto, en un establecimiento llamado Smythe’s. Uno de esos lugares elegantes y carísimos donde el simple hecho de parecer perdida atraía miradas suspicaces y desdeñosas del personal. Donde sus rizos rebeldes y su figura curvilínea provocaban segundas y terceras miradas, cada una más crítica y condescendiente que la anterior. Donde los superdeportivos eran tan comunes como las patatas fritas y los caniches llevaban accesorios más caros que su salario anual completo.
Ese día se había vestido teniendo en cuenta que, hasta donde sabía, su jefe multimillonario, ultraexigente y sofisticado, estaba al otro lado del Atlántico. No se había molestado en domar su cabello salvaje, ni había sido tan meticulosa con el maquillaje como solía serlo cuando él estaba en la ciudad. Aunque sí había llegado a las siete y cuarto y trabajado durante el almuerzo como de costumbre, atendiendo las interminables peticiones de sus dos colegas en Nueva York y Argentina.
Pero los planes de Mareka avanzaban según lo previsto, porque cada semana que continuaba como asistente personal europea de Cayetano Figueroa sumaba un valioso punto a su currículum, un logro que sería oro puro cuando llegara el momento de dar el siguiente paso.
Y ese momento llegaría porque…
«No, no pienses en eso».
Mareka ignoró el calor de su vientre y miró su teléfono. El punto azul del mapa indicaba que se acercaba a su destino. Tocó la tarjeta negra en su bolsillo por enésima vez para asegurarse de que seguía allí. Era lo único que contenía la caja negra que un mensajero elegantemente vestido había entregado esa tarde en su oficina, destinada al señor Figueroa.
Como asistente personal de Cayetano en ese lado del Atlántico, Mareka estaba acostumbrada a organizar eventos extravagantes y comprar regalos caros, de un nivel que solo había visto en películas y programas de televisión. Darse cuenta de que, para hombres como su jefe, despilfarrar de esa manera era algo tan habitual como rutinario resultó ser una experiencia humillante y desconcertante.
A pesar de ello, la enigmática entrega de la caja y su contenido eran una prueba de que Mareka jugaba en otra liga completamente distinta. Su nerviosismo aumentó cuando, hacía poco más de una hora, Cayetano la había llamado para informarla de que estaba en Londres, en medio de una reunión en Canary Wharf que se había extendido más de lo planeado. No quiso detenerse a analizar por qué se sentía desconcertada y herida al descubrir que su jefe no le había mencionado que estaba en Londres. Sin embargo, lo que realmente la inquietó fue cómo ese pensamiento desató en ella viejas inseguridades que creía haber superado.
Pero ignoró esos pensamientos porque, primero, necesitaba conservar el trabajo mejor pagado de su vida; y, segundo, porque Cayetano Figueroa hablaba con su tono habitual, dando por sentado que ella obedecería y seguiría al pie de la letra cada palabra que él pronunciaba con su irresistible acento.
Así que, con su voz más firme y clara, había respondido a todas sus preguntas. Sí, había llegado una caja para él. Sí, contenía una tarjeta negra con una dirección, un número de teléfono y lo que parecía un código al dorso. Sí, podía ir hasta Knightsbridge y esperar allí hasta que él llegara.
¿A quién le importaba que fueran casi las siete y que su único plan para un viernes por la noche fuera ver una película en el sofá comiendo helado? ¿Qué más daba si llevaba más de doce horas subida a unos tacones de siete centímetros y que el cinturón que ceñía su traje de diseñador pagado por Figueroa Industries la estuviera ahogando?
Hacía tres meses que había superado el tiempo de permanencia en el puesto de las cuatro anteriores asistentes personales de Cayetano. Y, aunque los perfeccionistas de sus padres la miraban con desdén, para ella era un logro, estaba un peldaño más cerca de lograr lo que más deseaba. Era la razón por la que se arriesgaba a exponerse a sentimientos que no debería permitirse tener hacia su jefe…
–Ha llegado a su destino.
Mareka dio un respingo ante el aviso del teléfono, luego se quedó inmóvil en la acera. A través de los cristales del edificio de cuatro pisos, solo veía llamativos cuadros y piezas de arte iluminadas en exposición.
Era el tipo de arte que sus padres serían capaces de identificar a metros de distancia. El que esperarían que ella usara como tema de conversación en las raras ocasiones en que la invitaban a sus veladas académicas.
–Disculpe, señorita, ¿está perdida?
Mareka volvió a la realidad y parpadeó ante el hombre de aspecto militar que la miraba con cara de sospecha a unos pasos de distancia.
–No, estoy exactamente donde necesito estar, gracias.
Aunque quizás se estaba pasando de lista porque, mirando alrededor, no encontró ni el nombre que buscaba ni una entrada a la galería.
¿Había renunciado a su noche de película y manta para eso? ¿Para recoger una obra de arte para su jefe?
Disgustada, y algo asustada de cruzar la mirada con el hombre cuyo traje no ocultaba el evidente bulto de un arma bajo su chaqueta, retrocedió unos pasos, solo para encontrarse con otro guardia idéntico al primero.
–¿Y dónde es eso exactamente, señorita? –exigió el nuevo guardia.
A pesar del tráfico cercano, la plaza estaba inquietantemente silenciosa.
–Si no tiene nada que hacer aquí, márchese antes de que llame a las autoridades –espetó el primer guardia.
«Eres la representante de Cayetano Figueroa, actúa como tal».
Metió la mano en el bolsillo, sacó la tarjeta negra y sostuvo el pequeño rectángulo frente a su cara como si fuera una armadura.
–Tengo una cita.
Los dos guardias cambiaron la cara al instante.
–Por supuesto, señora. Le pido disculpas por el malentendido –dijo uno de ellos mientras extendía un brazo con cortesía, guiándola hacia su compañero. Este se volvió con rapidez hacia la pared e introdujo un código en un discreto panel–. Por aquí, por favor.
Mareka observó, con los ojos como platos, cómo una puerta de tres metros y medio sin manilla visible se abría hacia dentro para revelar un amplio y espectacular vestíbulo.
El segundo guardia se puso firme cuando ella entró.
El sonido de sus tacones y las pisadas de su escolta resonaron en el mármol color crema con vetas doradas. Tras dar varios pasos, se dio cuenta de que el magnífico vestíbulo era en realidad parte de la galería de arte, con obras expuestas que conducían a un ascensor ubicado al final del espacio. Una amplia chaise longue descansaba bajo una pintura gigante que sabía que era famosa, aunque no lograba recordar el nombre de la obra.
Mareka se mordió el interior del labio mientras miraba alrededor. ¿Debería quedarse allí, sentarse y fingir que admiraba el arte hasta que apareciera Cayetano Figueroa?
–El ascensor la llevará al piso indicado, señora –dijo el segundo guardia, con una actitud mucho más cordial que al principio–. Solo tiene que introducir el código que está en el reverso de la tarjeta para activarlo.
Ella asintió, con una calma fingida. Mareka luchó por mantener las manos firmes mientras introducía los números y observaba cómo las puertas se abrían.
En cuanto entró, el guardia se inclinó ligeramente, presionó el botón del segundo piso y salió con rapidez.
–Que tenga una buena tarde, señora.
Mareka asintió de nuevo, y luego se desplomó contra la pared una vez que las puertas se cerraron.
Mientras el ascensor subía, también lo hacían sus nervios.
Si Cayetano no la había enviado para adquirir una pintura en su nombre, entonces, ¿por qué estaba allí?
El ascensor llegó más rápido de lo que hubiera deseado. Tragando saliva, se secó las palmas húmedas en la falda y salió a un espacio sin ventanas iluminado solo por tres lámparas de araña que parecían bastante caras. Las paredes estaban decoradas con cortinas de color crema que llegaban del suelo al techo, a juego con los sofás y la alfombra mullida bajo sus pies.
Al igual que en la planta baja, no había ni una sola persona a la vista, pero cuando Mareka se acercó al largo mostrador de vitrina ubicado en el centro de la sala, tuvo una ligera idea de por qué estaba allí. Expuestas bajo el impoluto cristal, se alineaban hileras interminables de piezas de joyería, las más magníficas que había visto en su vida.
La primera vitrina contenía broches con temas de animales: una pantera negra de azabache con los ojos y la cola cubiertos de diamantes; un colibrí con plumas de zafiros, esmeraldas y rubíes; una serpiente formada enteramente de oro amarillo con escamas de diamantes también amarillos.
La segunda vitrina albergaba tocados y coronas, que hasta ese momento solo había visto adornando las cabezas de la realeza en las revistas.
Estaba deambulando, boquiabierta, hacia la tercera vitrina, que exhibía impresionantes collares y brazaletes, cuando escuchó una discreta tos femenina a su espalda. Mareka se dio la vuelta y vio a una mujer delgada y elegante parada a varios metros de distancia.
Llevaba un vestido negro de cuello barco que se ceñía en su estrecha cintura y se ensanchaba hasta la rodilla. Era llamativa de una manera que Mareka no podía precisar. No sabía si eran las gafas cuadradas o el extraño corte de su pelo color negro, que estaba convencida de que era una peluca, lo que la inquietaba. O los ojos azul brillante que el instinto le decía que eran lentillas. No tuvo tiempo para pensar más, ya que la mujer dio un paso al frente, extendiendo la mano hacia ella.
–Señorita Smythe –se presentó, con una voz carente de emoción.
Mareka le estrechó la mano, notando que el apretón era también completamente neutral, ni firme ni suave.
–Mareka Dixon.
La mujer fijó la mirada en la tarjeta que sostenía.
–Esperaba al señor Figueroa.
–Yo… Sí, soy su asistente personal. Se ha retrasado un poco. No quería perder la cita y me ha enviado en su lugar.
Un atisbo de disgusto cruzó el rostro de la mujer, pero se mantuvo inquietantemente serena.
–¿Y usted elegirá la pieza por él?
La mirada de Mareka se dirigió al expositor con el corazón en la garganta. Sabía que lo más seguro era decirle a aquella misteriosa mujer que preferiría esperar a Cayetano. Pero… ¿no había durado tanto en el puesto de asistente de Figueroa precisamente gracias a que seguía su intuición? Fingiendo valentía, asintió.
–Sí, lo haré.
¿Qué importaba si le temblaba un poco la voz al mirar las piezas de valor incalculable y se aterrorizaba ante la idea de elegir una sin el permiso expreso de Cayetano Figueroa?
Un leve gesto de diversión cruzó el rostro de la mujer antes de volver a su neutralidad habitual.
–Muy bien. Sígame, por favor. –Bordeando las vitrinas, apuntó con un dispositivo que parecía un mando a distancia en miniatura hacia la pared derecha.
Mientras Mareka rezaba por no tener que elegir una corona plagada de diamantes, un par de pesadas cortinas de seda se deslizaron para revelar otra vitrina más pequeña. Con un peculiar temor cosquilleándole los sentidos, se encontró frente a docenas de anillos de compromiso.
Aunque la conmoción recorrió su cuerpo como una cascada, no era eso lo que hacía que cada célula de su ser reaccionara tan negativamente a la tarea que debía realizar. Había un motivo concreto. El mismo que explicaba por qué todos los hombres que aparecían en sus sueños tenían los ojos color verde musgo, el cabello castaño ondulado con reflejos dorados y una altura superior al metro noventa. Siempre eran esbeltos como los atletas más estilizados, con hombros anchos y caderas estrechas. Y hablaban con ese inconfundible acento argentino que parecía derretirle las entrañas.
En algún momento concreto e inolvidable del año pasado, durante un viaje a la Cumbre del G7 con su jefe en Italia, había cometido su acto más temerario hasta la fecha, un acto que probablemente la condenaría para siempre a ojos de sus padres si se enteraban. Aunque tampoco es que planeara contárselo a nadie. Había aceptado una invitación a cenar con su jefe y, al llegar al postre, ya estaba completamente rendida ante uno de los hombres más magnéticos, atractivos y, según los medios, más despiadados del mundo.
–¿Señorita Dixon?
Tomando aire, alzó la mirada hacia la mujer.
Aunque sintió la tentación de preguntarle con quién se iba a comprometer Cayetano, se contuvo. Lo último que necesitaba era añadir el desempleo a su lista de preocupaciones. Reuniendo la poca compostura que le quedaba, caminó hacia el sofá y la mesa de café, sobre la cual había una bandeja de plata con una botella de champán vintage enfriándose en hielo, dos copas y unas trufas de chocolate.
Mareka había entregado suficientes botellas de ese champán a los altos cargos del equipo como para conocer bien su precio. Le quedaba claro que no se trataba de un simple recado. Era un gran acontecimiento.
Se hundió en el sofá, con la mirada fija en la bandeja de anillos. ¿Con cuál de ellos obsequiaría Cayetano a su prometida?
La señorita Smythe dio un paso adelante y sirvió un poco de champán.
–La dejo a solas –murmuró la mujer entregándole la copa.
Mareka, incapaz de hablar, solo pudo asentir.
Luego bebió un sorbo, más por la necesidad de calmar su agitación que por otra cosa. Si iba a ahogar su absurdo enamoramiento, ¿qué mejor manera de hacerlo que con champán caro? Sacudió la cabeza, luchando contra una risa nerviosa que amenazaba con brotar, justo cuando el zumbido de su teléfono la sobresaltó.
–¿Señorita Dixon, ha llegado? –El estómago de Mareka dio un vuelco al oír la profunda voz masculina y sexi de Cayetano Figueroa.
–Sí, aquí estoy.
–Muy bien. Llegaré en media hora. Tenga lista una pequeña selección para que la inspeccione.
–Entonces…, ¿esto es para usted? ¿Va a comprometerse?
Hubo unos segundos de silencio.
–Sí. Así es.
Algo se marchitó dentro de Mareka.
–Supongo… que debería felicitarlo.
–Gracias –respondió él con voz ronca.
–¿Quiere que prepare un comunicado de prensa? Podría…
–No será necesario. Todo está arreglado.
Otra punzada la atravesó.
–Oh. De acuerdo. Lo veré cuando llegue.
–En efecto –respondió él, y colgó abruptamente.
«En realidad es algo bueno», se tranquilizó mientras bebía otro sorbo. «Si Cayetano está fuera del mercado, ¡no perderé más tiempo soñando despierta con él!». No volvería a pensar en ese momento que compartieron en la cena de Abruzzo, cuando sintió con absoluta certeza que su jefe quería besarla.
Podría dedicar su tiempo a cosas más productivas. Como dar el primer paso hacia su sueño de crear una organización benéfica para ayudar a mujeres jóvenes. Ya había ahorrado lo suficiente para poner en marcha una pequeña fundación, ¿no?
Pero… ¿y si fallaba? ¿Y si no conseguía hacerlo?
Con el corazón encogido, apartó las dudas y se obligó a mirar las resplandecientes gemas. Con otro sorbo de champán para darse ánimos, tomó el primer anillo, jadeando cuando la luz se reflejó en el exquisito diamante ovalado.
Dejándolo a un lado, tomó otro, y luego otro. En el sexto, se detuvo ante el impecable diamante de talla cojín rodeado de micropavé rosa. Era hermoso, femenino y absolutamente magnífico.
No iba a probárselo. No. Sería una locura. Dejándolo a regañadientes, agarró la botella y rellenó su copa. Quince minutos después, había seleccionado ocho anillos. Cualquiera de esas piedras sería ideal para dejar sin aliento a una mujer. Y más si un hombre como Cayetano Figueroa, con su rostro perfecto y su mirada intensa, se arrodillaba frente a ella mientras…
«No… ¡Basta!». Estaba bordeando peligrosamente la locura.
Su mirada volvió al diamante de talla cojín. Era tan bonito… No haría ningún daño si se lo ponía un segundo…
Algo en su interior le decía a gritos que lo hiciera. Probablemente, nunca volvería a tener la oportunidad de probarse una joya de ese nivel.
Sin pensarlo dos veces, dejó la copa sobre la mesa mientras una risita traviesa escapaba de sus labios. Al extender la mano para tomar el anillo, una fantasía se apoderó de ella: cierto hombre argentino deslizándolo suavemente en su dedo, completando la ilusión con ese beso que jamás habían compartido. Era un cuento de hadas prohibido, el más dulce y tentador de todos.
Mareka abrió la boca, fascinada. Un leve jadeo se le escapó cuando, al girar su mano bajo la luz de la lámpara, las piedras parecieron cobrar vida, destellando con un brillo hipnótico.
–¡Oh! ¡Qué preciosísimo eres! –Consciente de que hablaba con un objeto inanimado mientras estaba un poco achispada, se rio–. No me importa. ¡Vales cada segundo de locura transitoria!
Al oír un carraspeo, Mareka dio un respingo y se levantó de un salto.
Bajó la mano con lentitud mientras se preparaba mentalmente para enfrentarse a la imponente figura de Cayetano Figueroa, que se encontraba a menos de un metro de distancia. Sus ojos verdes la miraban con tal intensidad que resultaba desconcertante. Podría parecer relajado, con las manos en los bolsillos, la chaqueta abierta y la corbata desarreglada tras un día agotador, pero Mareka sabía bien que aquello era solo una fachada.
Ella retrocedió, tambaleándose, porque todo lo que Cayetano sentía se reflejaba en sus ojos: irritación, incredulidad, profundo cinismo. ¿Y quizás un atisbo de… lástima?
Fue esa última emoción la que la hirió como un hierro candente. Reflejaba lo que había visto con demasiada frecuencia en los ojos de sus padres. Pero la mirada de ese hombre era cien veces más potente, tanto como para hacerla retroceder otro paso atrás, jadeando alarmada al sentir cómo su tacón se enganchaba en la alfombra. Sus brazos se agitaron torpemente y supo, sin la menor duda, que estaba a punto de caer como un saco de patatas.
Cerró los ojos, avergonzada, incapaz de soportar la humillación. No vio cómo él se lanzaba hacia ella para detener su caída, rodeándole la cintura con un brazo mientras el otro sujetaba firmemente su hombro.
Pero sí lo sintió cuando la atrajo hacia él, su cuerpo atlético presionándose contra el suyo.
–¿Está bien? –murmuró él en su oído, su aliento rozándole el lóbulo de la oreja.
Entonces, Mareka abrió los ojos. Quizás fue una mezcla del ambiente, el aire sofisticado de la joyería o la intensa atracción que había sentido por su jefe durante tanto tiempo lo que la impulsó a acercarse aún más y que su mano rozara el cabello en la nuca de él.
–Sí –susurró ella–. Estoy bien.
Él continuó sosteniéndola, mirándola fijamente. Mareka contuvo el aliento al notar cómo sus ojos descendían lentamente hasta posarse en sus labios. ¿Acaso iba a…?
El pitido ensordecedor que resonó en toda la habitación la hizo sobresaltarse, disparando todavía más los latidos de su ya agitado corazón mientras buscaba el origen de ese sonido. Cayetano se irguió de golpe, enderezándolos a ambos.
–¿Es lo que creo que es? –preguntó él a la dueña.
La mujer asintió.
–Me temo que sí. Debemos evacuar el edificio.
Cayetano miró a Mareka mientras la soltaba.
–Después de usted, señorita Dixon.
Mareka dio un paso y el pie le falló.
«No debería haber tomado esa segunda copa de champán con el estómago vacío».
Intentó seguir a la señorita Smythe hasta las escaleras. Al dar otro paso, volvió a tropezar.
A su espalda, Cayetano soltó una maldición y la cargó en brazos.
–¿Qué… qué está haciendo?
–Evitar que los dos acabemos carbonizados.
–Pe… pero… ¡Puedo caminar! –protestó ella.
–No lo suficientemente rápido con esos tacones. Es una emergencia –murmuró él con voz ronca, atravesándola de forma seductora.
El rostro de Mareka se acaloró, pero se reprendió rápido por la punzada de deseo, recordándose que ese tipo de pensamientos eran una pérdida de tiempo. Que sus defectos siempre estaban al acecho, listos para dejarla en ridículo.
–Bueno…, si hubiera esperado un segundo más en lugar de aparecer como un superhéroe, me habría quitado los tacones para ir más rápido.
–Hoy voy un poco justo de tiempo, señorita Dixon. Puede pedirle a su próximo héroe que interprete esa escena –dijo él con frialdad.
Mareka se aferró con fuerza a la camisa de su jefe cuando aceleró el paso por las escaleras.
–Sí, claro… –respondió ella tras un resoplido–, como si esto fuera a repetirse.
Las palabras sonaron mucho más lastimeras de lo que ella pretendía, y el calor en su rostro se intensificó. Buscando algo que decir para aliviar la tensión, solo encontró pensamientos turbulentos que prefirió callar. Un gemido inoportuno se le escapó, y su jefe la observó con una mirada escrutadora, como si analizara cada una de sus emociones al detalle.
Sin darse cuenta, ya habían salido del edificio y se encontraban en una plaza con gente deambulando a su alrededor, aunque para ella solo existía la mirada de Cayetano. Su aroma masculino la envolvía, el latido de su corazón pulsaba bajo sus dedos, y sus labios entreabiertos dejaban entrever unos dientes blancos y perfectos.
Y, así, sin más, se vio transportada de nuevo a aquella noche en Abruzzo, cuando el enamoramiento se había arraigado en lo más profundo de sus entrañas. Cuando lo único que deseaba era besar a Cayetano Figueroa y comprobar si la sensualidad latina que había imaginado estaba a la altura de sus fantasías. ¿Qué más daba que hubiera jurado dejar atrás esa locura hacía apenas media hora?
Hacía media hora, mientras elegía el anillo de compromiso que él pensaba darle a otra mujer…
Los ojos de Mareka se abrieron con asombro. Él aspiró una bocanada de aire. Y, entonces, el flash de una cámara iluminó el anillo de diamantes que ella había olvidado quitarse, capturando sus rostros en un instante que cambiaría sus vidas para siempre.
P