El precio de su deseo - Maya Blake - E-Book

El precio de su deseo E-Book

Maya Blake

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Beschreibung

El precio de su libertad: un heredero para el multimillonario...   Convencer al magnate griego Ares Zanelis para que se case con ella es el último intento de Odessa Santella por escapar de su triste infancia. Los recuerdos de Ares la han atormentado desde su malograda aventura cuando eran adolescentes, pero tanto el corazón como el deseo de Odessa explotan al ver que él acepta su propuesta... Las condiciones de Ares son claras: un matrimonio falso para tranquilizar a su padre, pero con una cláusula especial: ¡tiene que darle un heredero! Odessa teme acabar en una prisión de oro, pero ¿podrá su pasión quemar cualquier barrera entre ellos?

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Seitenzahl: 204

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Maya Blake

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El precio de su deseo, n.º 216 - octubre 2024

Título original: Greek Pregnancy Clause

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410740471

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Era un día maravilloso para quedarse huérfana.

A pesar del sacrílego pensamiento, Odessa Santella respiró hondo, dejando que la brisa marina llenara sus pulmones, inclinando la cabeza hacia los rayos del sol con la esperanza de que alcanzaran su interior frío y congelado.

–Observó cómo la luz se reflejaba en el agua, también se fijó en el acantilado escarpado, la caída abrupta y las rocas dentadas y mortales a tres metros de donde estaba.

Era, de hecho, un hermoso día para…

Un carraspeo áspero detrás de ella interrumpió su momento de paz.

–Signorina.

El tono contenía una advertencia, como la mayoría de sus interacciones con cualquiera relacionado con su padre desde que tenía memoria.

No importaba que su padre estuviera muerto. Que estuviera a minutos de presenciar los rituales finales tras su muerte. Nunca se sentiría libre. Él se había asegurado de eso de la manera más meticulosa y cruel con la que había gobernado su vida siempre.

Odessa dio un paso atrás, resignada.

Había pensado que sería libre una vez que Elio Santella sucumbiera a su cáncer.

¡Qué tonta había sido!

A cien metros de distancia, dos docenas de pares de ojos la observaban acercarse, cada uno evaluándola, preguntándose si se convertiría en un problema con el que tendrían que lidiar o si, como todas las demás mujeres de la familia, permanecería en el lugar que le correspondía.

Un par de ojos en particular le ponían la piel de gallina. Oscuros como el hollín. Mortales como una víbora.

Vincenzo Bartorelli había revelado sus intenciones en cuanto Odessa cumplió veintiún años. Solo una serie de contratiempos que lo mantuvieron fuera de la gracia de su padre la habían salvado de sus avances no deseados durante los últimos siete años.

Ahora que su padre ya no estaba, aquel hombre que tenía más del doble de su edad salivaba cada vez que posaba los ojos en ella. Y se había asegurado de que esas ocasiones fueran frecuentes desde la muerte de Elio hacía una semana.

Odessa había estado a punto de mudarse a la mansión de veinte habitaciones de su padre, pero su tío Flavio había reclamado primero la propiedad que había codiciado en secreto desde que su hermano la construyó hacía treinta años.

Su mirada se deslizó hacia su tío, esperando alguna señal de que la pesadilla que se avecinaba era solo producto de su febril imaginación. La mirada dura que la reprendía por hacer esperar a todos y la advertía de no hacer una escena destrozó cualquier esperanza.

Con los ojos fijos en ella, golpeó su mano contra su pierna en una convocatoria silenciosa, una señal humillante que había adoptado de su padre. Quería gritar que no era un perro al que se llamaba para obedecer. Frunciendo los labios, ralentizó sus pasos y levantó la barbilla, su corazón latiendo con fuerza mientras los ojos de su tío se entrecerraban.

Sin duda, su rebeldía le valdría un castigo antes del anochecer, pero ya se había acostumbrado a los latigazos verbales y a las bofetadas ocasionales.

Se colocó en el estrecho espacio entre sus dos torturadores vivos y miró el ataúd que contenía a su torturador muerto. Su padre se había vuelto más amargado y cruel en los meses previos a su muerte. La noticia de que su enfermedad era terminal lo había transformado en una versión más despiadada del ya tiránico jefe de la mafia que todos temían. Elio no había buscado irse en paz. Se había rebelado contra el destino y contra todos los que se acercaban a menos de tres metros de él, culpando a todos y a todo, excepto a los caros puros que había inhalado cada día durante cinco décadas.

Odessa escuchaba al sacerdote entonar palabras de paz y salvación. Sus labios se torcieron. Su corazón era incapaz de desear descanso a ese hombre que la había atormentado durante tanto tiempo. Esperaba que su madre le diera su merecido en la otra vida, de la manera en que no se había atrevido en vida. Esperaba…

Sus pensamientos se detuvieron y luego se dispersaron cuando los murmullos alrededor de la tumba aumentaron:

–¿Qué hace aquí?

–¿Es realmente él?

–Nunca pensé que lo vería aquí de nuevo.

–¿Has oído lo poderoso que es ahora?

Esa última afirmación hizo que el tío Flavio desviara su atención del sacerdote, ya que el poder y la influencia eran las drogas de las que él se alimentaba. Cuando no se jactaba de cómo las había adquirido, estaba tramando maneras nefastas de obtener más.

Odessa, sabiendo que se quedaría atrapada en cualquier red que sus planes crearan, también desvió su atención del ataúd de su padre, su corazón apretándose de temor ante cualquier calamidad que se avecinara. Porque había aprendido a base de palos que siempre había un peor escenario con la familia Santella.

Siguiendo las miradas de los dolientes, dándose cuenta de que incluso las palabras del sacerdote se habían desvanecido, parpadeó para alejar las lágrimas que no recordaba haber derramado.

Entonces, su corazón se detuvo por completo.

¿Qué estaba haciendo él allí?

Porque aquel era realmente el último lugar donde esperaba verlo.

Aristotle Zanelis.

«Ares».

El nombre explotó en su cabeza como las hazañas que sacudían la tierra de su homónimo griego.

En los años desde la última vez que lo había visto, había conquistado el mundo, moldeándolo a su voluntad y convirtiéndose en una fuerza formidable.

Manejaba el tipo de poder por el que Flavio y Vincenzo darían sus extremidades. ¿Y estaba en el funeral de su padre?

Tardó un poco en darse cuenta de que un hombre más pequeño caminaba a su lado.

Era Sergios Zanelis, el padre de Ares. El hombre que había sido el chófer de su difunto padre durante casi veinte años hasta que la artritis debilitante –y los pocos escrúpulos de su padre– había obligado al gentil griego a retirarse.

–¿Quién lo invitó? –ladró Flavio, pero ya podía escuchar la especulación sedienta en su voz, la frenética carrera por aprovechar aquella oportunidad a su favor. Sintió más que vio sus ojos duros taladrando su sien–. ¿Fuiste tú?

–No –respondió Odessa con firmeza, sin poder apartar la mirada del hombre alto y de anchos hombros que se acercaba a ellos como si fuera el dueño de la tierra que pisaba.

Y podría llegar a creer que así era, considerando su estatus actual como magnate internacional de bienes raíces, si no supiera con certeza que la mansión en la que ella había nacido ahora pertenecía a su tío.

Después de cómo se habían separado hacía diez años, no se habría atrevido a contactar a Ares por nada, y mucho menos esperaría que aparecieran para darle el pésame, ya que su padre los había tratado a ambos de una manera deplorable.

«¿Y qué hay de lo que tú hiciste?».

La vergüenza y la indignación se enredaron alrededor de su corazón, estrangulándola mientras él se acercaba. ¿O es que se sentía así por la impresionante belleza de aquel hombre?

–¿Quién es este? –espetó Vincenzo.

Flavio se apartó sin responder, cruzando el césped hacia sus invitados inesperados. E ignorando por completo al mayor de los Zanelis, su tío extendió la mano hacia Ares con una sonrisa codiciosa.

El corazón de Odessa dio un vuelco de alarma cuando la mano de Ares permaneció inmóvil a su costado, con el rostro imperturbable. Pero un tenso segundo después, Flavio dirigió el saludo al padre de Ares, quien estrechó su mano y asintió solemnemente.

Solo después de que el hombre mayor hubiera sido saludado, Ares estrechó la mano de Flavio. Todo el espectáculo duró menos de veinte segundos, pero quedó muy claro quién había ganado la batalla en aquel intercambio.

Odessa jadeó cuando su muñeca se vio atrapada en un agarre aplastante.

–Respóndeme cuando te hablo, niña –gruñó Vincenzo a su lado.

–¡Suéltame! –protestó ella. Intentó retirar su mano, pero él apretó más.

–Suéltala –rugió Ares, aproximándose de inmediato, y haciendo que a Odessa se le erizara la piel.

Los ojos de Vincenzo se abrieron alarmados y obedeció la orden.

Impuesta su voluntad, Ares redirigió su mirada hacia ella.

Odessa frotó su muñeca dolorida y levantó la cabeza. Se encontró con la fría mirada color avellana del hombre que había dominado sus pensamientos en otro tiempo. Por aquel entonces podía descifrar su expresión con facilidad, pero ahora él era una torre oscura e impenetrable que la miraba sin pronunciar una palabra.

En su adolescencia, había comparado su impresionante porte con una de las criaturas míticas griegas de antaño. Incluso entonces, su dominio había sido incuestionable.

Esa aura era ahora cien veces más potente, y la ferocidad de la misma le robó el aire de los pulmones y aceleró su ritmo cardíaco.

Su alarma por la presencia de Ares en el lugar que había abandonado sin siquiera despedirse se mezclaba con sus nervios mientras aclaraba su garganta.

–Yo… Ares… Gracias por venir.

Odessa era consciente de que su declaración carecía de calidez y que contenía un claro interrogante.

–No es a mí a quien deberías dar las gracias –respondió él con voz profunda.

Antes de que pudiera preguntar a qué se refería, su padre se acercó a ella. La sonrisa característica del mayor de los Zanelis solo estaba apagada por la solemnidad de la ocasión.

–Odessa, me alegra verte –dijo Sergios Zanelis, extendiendo las manos para tomar las suyas con un agarre suave–. Espero que no te moleste que estemos aquí, fui yo el que insistió en venir a presentar nuestros respetos. Tu padre tuvo la generosidad de mantenerme empleado durante más de veinte años. Nunca olvidaré eso.

La mandíbula de Ares se tensó, dejando claro que aquel era el último lugar al que habría ido si su padre no hubiera insistido.

Decirse a sí misma que podría haber pasado fácilmente otra década sin ver a Ares Zanelis habría sido una mentira. Por un lado, él ocupaba titulares en las noticias, su poder e influencia eran de interés tanto para los medios tradicionales como para las redes sociales.

Así fue como supo que no estaba casado y que sus relaciones apenas duraban unos pocos meses. Princesas, actrices y supermodelos hacían fila para tener la oportunidad de ser su última conquista.

Y también que su padre era la única constante en su vida. Cuando leyó sobre el accidente automovilístico que casi les costó la vida a ambos hacía cuatro años, ella rogó en la pequeña capilla familiar de Santella cada amanecer durante las tres semanas que Ares permaneció en coma en California. Y en esa capilla hizo fervientes promesas que no estaba segura de poder cumplir.

Consciente del espeso silencio, y especialmente de la mirada láser de Ares clavada en ella, Odessa aclaró su garganta y esbozó una leve sonrisa.

–Es muy amable de su parte, señor Zanelis. Realmente lo aprecio.

Y lo hacía, porque en aquel mar de hombres con intenciones nefastas en su intento de convertirse en el próximo jefe de la familia del crimen organizado Santella ver a aquel señor que había realizado su trabajo con una disposición increíblemente alegre era un bálsamo al que no podía evitar aferrarse con avidez.

Se volvió aún más consciente de la mirada de Ares mientras hablaba, su escrutinio se agudizaba sobre su rostro como si evaluara la veracidad de sus palabras.

El sacerdote aclarando su garganta de manera significativa le dio la excusa para volverse. Para enfrentarse al ataúd de su padre una vez más. Mantuvo su mirada fija en él, aun cuando sus sentidos giraban en una alarma frenética mientras Ares tomaba el lugar de Vincenzo a su lado izquierdo, con su padre desplazando al tío Flavio a su derecha.

Y mientras la ceremonia fúnebre se reanudaba, y con la mirada penetrante de su tío que no presagiaba nada bueno, la semilla de una desesperada idea comenzó a germinar.

Porque, aunque no había podido descifrar del todo la expresión de Flavio, sabía que estaba llena de resentimiento y que prometía venganza.

En los ojos de Ares había visto algo diferente. El fantasma de una emoción que pensaba muerta desde hacía mucho tiempo.

Deseo.

La consciencia de ese sentimiento, que creía haber dejado atrás cuando él se alejó de ella aquella fatídica noche, le provocó un cosquilleo de peligro y, en parte, de vergüenza. Pero, aunque aquel lugar no era el adecuado para pensar en esas cosas, su proximidad, su aura…, incluso su olor, resultaban demasiado eróticos e imposible de ignorar.

Y si no estaba equivocada sobre lo que había visto en sus ojos, tal vez podría…

Dios, ¿podría?

Respiró profundo mientras el sacerdote terminaba la ceremonia. Al arrojar la rosa blanca que había tomado del jarrón ofrecido sobre el ataúd de su padre y llorar no por su muerte, sino por lo que nunca le había podido dar en vida, supo, en lo más profundo de su ser, que necesitaba un cambio.

Permanecer bajo el control asfixiante de Flavio y Vincenzo sería su fin. Pero, al igual que sabía eso, también sabía que huir no funcionaría.

Su movimiento necesitaba ser audaz. Drástico. Que quemara puentes que ni Flavio ni Vincenzo pudieran reparar. Porque si no lo hacía así, si lo hacía a medias…

Un temblor la recorrió y la mirada aguda de Ares se dirigió hacia ella.

Apartando ese pensamiento aterrador, miró a su alrededor y notó que los asistentes a la ceremonia se dispersaban lentamente, lanzando miradas furtivas a los dos hombres apostados a cada lado de ella.

Sintiendo otra presencia detrás, Odessa miró por encima del hombro y vio a Flavio con la mirada fija en Ares.

–Zanelis, haremos una recepción en casa. Nos sentiríamos muy agradecidos si asistieras –lo invitó, con un encanto falso.

De nuevo, el rostro de Ares se tensó ante el desaire deliberado hacia su padre, aunque el hombre mayor parecía indiferente.

Después de una eternidad sin apartar la mirada de ella, respondió con rigidez:

–Si eso es lo que Odessa quiere.

El sonido de su nombre en sus labios, con ese ligero acento griego evocador que había mantenido a pesar de haber pasado la mayor parte de sus años formativos en Italia, hizo que su pelvis se tensara.

A pesar de sus palabras, sus ojos le decían que no era lo que él quería. La indignación volvió a surgir. Tenía el descaro de guardarle rencor. Lo que ella había hecho en aquel entonces había sido para protegerlo.

Y él… Él era su última esperanza, sin importar cuán sombría pudiera resultar su idea. No importaba cuán distante y hostil pareciera ahora, se aferraría al recuerdo del hombre menos intimidante que había conocido entonces. El hombre que le había susurrado promesas bajo las estrellas…

Porque no podía dejar que Ares se fuera. Aún no.

–Me gustaría mucho –respondió ella, ignorando la expresión de suficiencia de su tío y volviéndose hacia el padre de Ares–: Si es que tienes tiempo, Sergios.

Estaba jugando a un juego arriesgado, explotando el afecto pasado que el mayor de los Zanelis había tenido por ella. Rezó para que le perdonaran su transgresión. Los ojos entrecerrados de Ares cuando lo miró de reojo decían que era consciente de su artimaña. Aun así, mantuvo la mirada fija en el padre.

–Por supuesto, querida –respondió Sergios, ofreciéndole inmediatamente su brazo.

Aliviada, se aferró a él todo el camino de regreso a la casa que había sido una prisión para ella durante tanto tiempo como podía recordar.

Al acercarse, examinó con detenimiento la imponente fachada.

¿Las enredaderas que rodeaban las ventanas siempre habían sido tan densas, casi asfixiando la estructura como la casa lo hacía con ella? ¿Las cortinas que enmarcaban las gruesas ventanas a prueba de balas siempre habían sido tan sombrías?

Cada puerta, piedra y brizna de hierba estaba en perfecto estado, por supuesto. El personal estaba entrenado para temer, y sabían que no se tolerarían fallos bajo ninguna circunstancia y que serían severamente castigados por sus infracciones.

Un claro ejemplo era el dulce hombre que caminaba a su lado, que había sido despedido en el momento en que sus dedos artríticos se convirtieron en una imperfección que su padre no pudo tolerar.

Odessa había estado abatida durante meses después de que Sergios dejó la casa Santella, incluso cuando una parte de ella se había consolado con la idea de que se había ido para reunirse con Ares.

Ares, el hombre cuyo desprecio emanaba de él mientras caminaba en tenso silencio a su lado.

Ares, el hombre que ella pretendía usar para obtener su libertad.

Los pensamientos sobre el peligroso camino que tenía por delante la hicieron estremecerse, y su paso vaciló momentáneamente antes de que el fuerte agarre de Sergios la sostuviera.

–La pérdida puede parecer insuperable ahora, pero disminuirá con el tiempo –dijo el hombre, confundiendo su tropiezo con el dolor–. Nunca desaparecerá, pero aprenderás a vivir con ello.

Se sentía como una farsante, aceptando consuelo cuando no extrañaba ni un poco a su tiránico padre. Cuando sabía que una vez que escapara, si escapaba, nunca volvería a poner un pie en aquel suelo maldito.

No tardaron en llegar al gran salón, el lugar donde Elio había celebrado sus reuniones y se había jactado de su superioridad sobre sus subordinados.

Fue en aquella misma sala donde le dijo a Sergios que sus servicios ya no eran necesarios porque era viejo e inútil.

Donde le dijo que nunca volviera a hablar con Ares Zanelis, o si no…

Donde, hacía solo unos pocos meses, le dijo que la casaría con Vincenzo Bartorelli, un hombre mayor que él mismo, para consolidar su poder.

Odessa evitaba aquella sala a menos que fuera estrictamente necesario. Los muebles de color verde oscuro eran incómodos y el olor a tabaco lo inundaba todo. Era una sala donde los hombres hacían planes sobre las mujeres y esperaban que se doblaran o rompieran para acomodarse a ellos.

No, no extrañaría aquella habitación ni un poco.

Dio las gracias a una de las sirvientas que le ofrecía bebidas con una bandeja en las manos y eligió un agua mineral, necesitando mantener todos sus sentidos alerta. Aunque, de todos modos, rara vez bebía alcohol, y cuando lo hacía era en eventos donde negarse atraería las miradas desaprobadoras de su padre.

De hecho, la última vez que había bebido había sido con…

Su mirada se dirigió a Ares mientras se preguntaba si él recordaría esa noche de su decimoséptimo cumpleaños, cuando se habían escapado a medianoche y se habían sentado al borde del acantilado con una botella que habían robado a su padre. Cómo se habían tumbado en el césped, con el dorso de sus manos tocándose bajo la luz las estrellas y el rugido del mar a sus pies. Y cómo se habían susurrado sus esperanzas y sueños el uno al otro…

¿Pensaría en ella alguna vez? ¿En qué pasaría si…?

–¿Te duele? –preguntó Ares, haciendo que ella regresara de sus pensamientos de un sobresalto.

Odessa llevó su mirada hasta su muñeca enrojecida, donde las marcas del cruel agarre de Vincenzo ya proclamaban su destino si no encontraba una forma de salir de aquella pesadilla.

–Eh… Un poco dolorida –murmuró ella, consciente de que eran el centro de atención.

Vicenzo se quedó observando con el ceño fruncido y luego comenzó a cruzar la habitación.

Odessa, con el pánico en aumento, se volvió hacia Ares y dijo:

–¿Puedo hablar contigo?

–¿Qué te hace pensar que tenemos algo que decirnos? Solo estoy aquí por…

–Tu padre –interrumpió ella–. Lo sé. Pero… –Tragó saliva, preguntándose si no debería encontrar otra salida entre la roca que se abalanzaba hacia ella y ese hombre que ya había desaparecido de su vida una vez. Pero el tiempo corría en su contra. Ares podría ser un diablo, pero era el menor de dos males–. Por favor… Es importante.

–Importante para ti, quizás. No para mí –respondió él. Luego su mirada se desvió más allá de ella, hacia donde su padre hablaba con el mayordomo, otro hombre que había estado en la casa de los Santella desde mucho antes de que Odessa naciera–. No tengo intención de quedarme aquí el tiempo suficiente para lo que sea que…

–Odessa. ¿Tienes un momento? –interrumpió Vincenzo, con un tono duro.

El corazón de ella se desplomó. Sabía lo que estaba a punto de suceder. Había oído susurros al respecto y había visto suficientes reuniones clandestinas entre Flavio y Vincenzo la semana anterior para saberlo.

Lanzó una mirada suplicante a Ares, pero él no dijo una palabra.

Entonces, cuando pensó que no tendría más remedio que sellar su destino rechazando públicamente a Vincenzo, Ares dijo con firmeza:

–Tendrá que esperar. La muñeca de Odessa está dolorida. Necesita atención inmediata. Así que, si nos disculpas…

No era una petición de permiso. Era una punta afilada que dio en el blanco, a juzgar por la expresión enrojecida de Vincenzo cuando su mirada descendió a donde la había agarrado.

Abrió la boca, sin duda para excusarse o para menospreciar el comentario. Pero Ares no le dio la oportunidad:

–¿Vamos?

Tras el asentimiento de ella, los firmes dedos de Ares se cerraron alrededor de su codo y la condujo hacia la puerta más cercana.

El alivio aligeró sus pasos, hasta que la realidad se impuso. Tenía la oportunidad que buscaba, pero estaba lejos de estar libre. Aún quedaba una montaña por escalar.

Pero mientras caminaba junto al hombre que una vez pensó que sería suyo para siempre, supo que no había vuelta atrás. No había manera de que se casara con Vincenzo Bartorelli.

Si no tenía éxito, tendría que encontrar otra manera. Preferiría morir antes que vivir bajo el yugo de otro hombre.

Con una precisión asombrosa, considerando que no había puesto un pie en esa casa en más de una década, y que incluso entonces rara vez se le había permitido entrar, Ares la condujo por dos largos pasillos, pasando por el estudio de su padre para entrar en la pequeña biblioteca.

Aquella habitación había sido la favorita de su madre solo porque su padre la odiaba y había gastado menos dinero en ella en sus grandiosos planes para la villa.

Odessa había temido que su padre la convirtiera en otra pieza ostentosa después de la muerte de su madre, pero por alguna razón Elio Santella la había dejado intacta. Y se había convertido en su habitación favorita de la casa, el lugar donde se sentía más cerca de su madre.

¿Era esa la razón por la que Ares la había llevado allí? ¿Lo recordaba?

La forma en que se volvió de espaldas a las estanterías y la vista, enfrentándola con los ojos entrecerrados y los brazos cruzados, indicaba que probablemente no.

–Gracias por tu tiempo –comenzó Odessa. Hizo una pausa y se aclaró la garganta. ¿Aceptaría él su propuesta descabellada?–. Yo…

–Suéltalo, Odessa. No tengo todo el día.

La irritación la invadió, levantando su barbilla antes de que pudiera detenerse.

–Necesito tu ayuda –soltó de golpe.

Él la observó durante un largo rato, sin parpadear.

–Vamos a omitir tu suposición de que tienes derecho a pedirme algo y pasemos a la parte en la que crees que querría ayudarte de alguna manera.

El corazón de ella se estremeció ante el tono ácido. El último vestigio de su orgullo le gritaba que se marchara, que mantuviera la cabeza en alto y luchara contra el destino que se cernía sobre ella.

Pero la forma en que él había tratado a Vincenzo hacía tan solo un momento apartó su orgullo y avivó su esperanza.

–No te lo pediría si no lo necesitara. Además, tú… –estuvo a punto de decir «me debes», pero se mordió la lengua para no revivir esa parte de su pasado y lo que había hecho para asegurar su seguridad.

–¿Yo qué? –exigió él, con las cejas levantadas.